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viernes, 1 de julio de 2011

¿Qué es Filosofía?, II. Breve historia del pensamiento ahistórico

¿Qué es Filosofía?, ¿eso que han hecho gente como Tales, Anaximandro, Parménides, Heráclito, Protágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, Quine, Davidson, Derrida, etc.? En todos ellos reconocemos una misma actividad: “cuidarse u ocuparse del Todo” (meleta to pan), en el sentido más total o absoluto posible. Unos han sido más conscientes que otros de que eso, (la idea d)el Todo, es dialéctico, es decir, que en ello el pensamiento se ve llevado necesariamente a pensar los contrarios como lo mismo. Lo completamente idéntico es diferente, y lo más diferente y heterogéneo es lo mismo; lo absolutamente uno o unitario es múltiple, y hasta lo más completamente múltiple es uno; lo infinito tiene límite, está definido; y lo finito es ilimitado; lo más estable está en continuo cambio, y lo más cambiante permanece estático;… Ya los más primitivos filósofos se vieron enredados en este pensamiento extraño, completamente “in-natural”, que sigue siendo hoy lo propio de la filosofía.

Tales se preguntó por el principio y fundamento de todas las cosas, y llegó a la idea de que todo “procede de” (o es sustancialmente) una única “materia” universal y viva, el Agua. Aunque Aristóteles le reprocha, como a otros “materialistas” (physiologoi) no explicar cómo se produce a partir de sólo una sustancia indiferenciada la pluralidad de cosas que vemos, seguramente Tales atribuía a la sustancia primigenia un poder activo o dinámico (si es que no es correcta la atribución de alguna fuente tardía, según la cual Tales, como Anaxágoras, habría dicho que la Mente –algo del todo heterogéneo al Agua o “materia”- lo dividió todo). Tales hizo investigaciones científicas en áreas concretas (llegó a predecir un eclipse), pero lo que le coloca en la fila de los filósofos es su “preocupación por el todo”. Con su sustancia primigenia daba satisfacción a esa “pulsión” de unidad que llamamos razón. Y con su vitalismo o hilozoismo (o con la Mente separada) intentaba salvar los fenómenos, empezando por ese protofenómeno que es la multiplicidad de las cosas. Pensamientos muy similares al de Tales se pueden encontrar en los mitos. Hoy en día probablemente la metafísica implícita de muchos científicos es la misma: todos los fenómenos son estados de una “energía” única, que tiene inmanente el poder de transformarse, sin destruirse ni nacer. O bien, todos los fenómenos son estados de una única energía regida por las Leyes de la Naturaleza, leyes que son a priori respecto de la energía y el mundo (o sea, la Mente de Anaxágoras y, tal vez, de Tales). Pero ¿cómo puede lo uno hacerse múltiple? ¿O cómo puede haber dos sustancias heterogéneas primigenias (materia y Mente, energía y leyes matemáticas), e influirse una a la otra? La sustancia primigenia tiene que ser una y solo una y, sin embargo, contener a la vez todas las cosas. Las aporías (la dialéctica) de lo uno y lo múltiple, de lo mismo y lo diferente, están completamente presentes en este pensamiento, aunque no sepamos en qué medida Tales fue consciente de ello. Los descubrimientos científicos de Tales son parte del anecdotario, pero su pensamiento filosófico sigue siendo tan evidente como aporético, tan necesario como imposible.

Anaximandro identificó el origen o fundamento de todo con lo infinito o ilimitado (apeiron), el “dios”. Con eso satisfacía más que Tales el afán racionalista de unidad y elementalidad, aunque hacía menos explicable aún la multiplicidad (salvaba menos los fenómenos). Anaximandro también se dedicó con gran lucidez a las ciencias físicas, en áreas concretas, pero es su teoría del todo lo que le hace filósofo. Al preguntarse por todo (o por el Todo), comprendió que el límite del pensamiento es lo infinito: lo sin límite, lo indefinible, debe ser principio de todo límite y definición. Pero ¿cómo es, y cómo puede comprenderse lo infinito? Ningún pensamiento que tenga contraste puede abarcar lo infinito. Lo infinito es inconceptualizable desde cualquier otro concepto que, a lo sumo, él mismo. Ni siquiera desde los conceptos cuantitativos, de Uno y Múltiple. Lo infinito tiene que ser absolutamente uno e indivisible, pero entonces no admite nada más. Por eso Anaximandro, en lenguaje poético, llama “injusticia” al nacer de las cosas, injusticia que se paga con la vuelta a lo indiferenciado a manos de las otras cosas que pretenden existir sin ser lo infinito mismo. Seguramente Anaximandro fue muy consciente del carácter aporéticos (dialéctico) de su pensamiento de lo infinito, o sea, del que le hace filósofo. Quizá por eso usa el lenguaje poético que a Teofrastro le parece poco científico.

Parménides comprendió bien que todo (todo lo que es y puede ser, todo el ser) es necesariamente uno, porque aceptar modos o tipos irreducibles de ser implica el absurdo de que uno mismo (yo mismo, por ejemplo) pueda concebir lo completamente diferente (ser “bicéfalo”, según sus palabras). Pero también comprendió muy bien Parménides que un pensamiento así es propio sólo de la diosa, y casi tan imposible como necesario para nosotros: los “mortales” no tenemos más remedio que dividir las cosas en luz y oscuridad, cayendo así en la irracionalidad. Quizá nuestro único consuelo sea que, en verdad, somos pura ilusión, porque, en verdad, sólo hay el ser.

Zenón de Elea pensó a fondo las aporías (la dialéctica) de la Extensión o Pluralidad pura. Una pluralidad pura (el “espacio”, por ejemplo), es decir, de homogéneos, tiene que ser a la vez absolutamente múltiple (porque es pluralidad) y absolutamente una e indivisible (porque los elementos de esa pluralidad pura no se distinguen, uno de otro, en nada). Una pluralidad tiene que constar de elementos últimos e indivisibles (puntos, átomos lógicos), pero, a la vez, no puede llegarse nunca a una última división. Si la extensión está formada de inextensos (puntos), no puede ser extensión, porque la simple “suma” de inextensiones o ceros no genera extensión; si la extensión está formada de extensos, toda extensión es infinita y, por tanto, igual en la parte que en el todo. La extensión es, pues, algo irracional. Pero ¿hay alguna manera no “extensional” de concebir las cosas? ¿Se salvará la lógica si suponemos que la cantidad es un pseudo-concepto, y que, en verdad, todo tiene que ser cualitativo o “intensional”? Si las cualidades son varias (es decir, si hay más de una cosa) se reproducirá el problema. Así que, parece, sólo es lógico que haya uno, como dijo la diosa de Parménides. Pero tampoco esto salva la lógica, porque en cuanto intentamos pensar o pronunciar esa unidad absoluta, lo hacemos cayendo en su contrario. No hay pensamiento donde no se distinguen thema y rhema. “El ser es” es un juicio sintético.

Heráclito fue más consciente que ninguno de sus predecesores (y que la mayoría de los que vinieron después) de que lo que eso a lo que él se dedicaba no era “ciencia”, sino filosofía. Y también fue más consciente que ninguno de que ese pensamiento al que se entregaba era dialéctico, es decir, “contradictorio”. Fue consciente de que lo Idéntico es lo Diferente (el mismo e idéntico río es el que en todo instante es diferente; la misma e idéntica energía es la que se conserva gracias a que cambia) y que lo Diferente es lo idéntico (los más diferentes de los seres, los más “puros contrarios”, son el mismo), y eso es lo que dice la Razón (el Logos único y, por eso, absolutamente múltiple). Heráclito, mejor que ninguno quizá, aceptó que el pensamiento que se “cuida del todo”, tiene que pensar la identidad de los contrarios. Esto hace de la dialéctica un pensamiento “esotérico”, “innatural”, oscuro, como se le llamó al propio Heráclito por haber expresado en apotegmas clarísimos lo que dice el Logos. Como se sabe, hay paralelos muy evidentes de un pensamiento así en filosofías no occidentales. Por ejemplo, en el zen.

Los filósofos anteriores a Protágoras, cuando reconocieron la contraditoriedad de la dialéctica, tendieron a negar el aspecto plural. Protágoras y otros “sofistas”, cansados del continuo “fracaso” racionalista, quisieron probar con la opción contraria. También ellos se cuidaron del todo (por eso son filósofos), pero pensaron que, más bien, el todo es lo que no hay (Gorgias), o la razón es lo que a cada uno le parece. Este pensamiento de la Diferencia y lo Múltiple no es menos aporéticos que el de la Unidad e Identidad. Si el racionalismo llevaba, consecuentemente, hasta una negación de todo fenómeno, y no salvaba el mundo ni se salvaba a sí mismo (salvo, quizá, como experiencia “mística” e inefable), el irracionalismo lleva a una diseminación total, donde no queda identidad alguna a la que el pensamiento pueda agarrarse para identificar la más mínima cosa. Si el racionalismo llevaba a lo Uno sin segundo, el irracionalismo lleva a la nada o vacuidad.

El más lúcido de los filósofos, Platón (o, quizá, Sócrates-Platón), comprendió perfectamente la dialéctica del pensamiento, tanto la dialéctica de la vía de lo Uno y Mismo como la dialéctica de la vía de lo Múltiple y Diferente. Pero comprendió también, mejor que ninguno, que, en esa dualidad de caminos, hay una asimetría. Mientras la vía de la Diferencia lleva a contradicciones absolutas, porque aquello que considera como “esencia” de todo, o sea, la Diferencia y Pluralidad pura, es intrínsecamente contradictorio (no puede haber pluralidad sin unidad, diferencia sin identidad), en cambio la vía racionalista de lo Uno y Mismo sólo lleva hasta una idea inefable, no intrínsecamente contradictoria (la Unidad no necesita a la multiplicidad para ser lo que es, es decir, unidad; la aporía surge cuando se intenta pensar lo Uno por un pensamiento finito). A esa asimetría Platón la llamó Eros y Participación. El pensamiento filosófico debe ser consciente de que no puede expresarse unívocamente en un lenguaje articulado: el lenguaje finito nunca puede expresar “literalmente” lo absoluto. Pero eso no significa ni que podamos rechazar la Idea (Uno, Infinito, Absoluto…) ni que haya que dejarlo en el silencio inescrutable de ciertas místicas irracionalistas (como la de muchos luteranos y pensadores judíos recientes). Lo que necesitamos es un lenguaje analógico, que indique sin decir literalmente. La filosofía necesita el lenguaje, esotérico, de la ironía, el diálogo, el mito, porque es consciente de que el lenguaje “natural” es inapropiado para expresar lo absoluto.

Aristóteles, menos amante de místicas racionalistas, de pensamientos contradictorios y de analogías, como más “científico” que es (es decir, más interesado en salvar los fenómenos -y, en cuanto filósofo, el archifenómeno del cambio-), intentó, en su “buscada” filosofía primera, conjurar la dialéctica, y sostuvo un dualismo “aspectual” o “conceptual”, que debería salvar tanto la pulsión racional de unidad y atemporalidad, como la compulsión fenoménica de multiplicidad y cambio. No logró, sin embargo, evitar la dialéctica. Su ciencia no pasó de “búsqueda” enredada en las aporías de la relación de Forma y Materia, Acto y Potencia, que son, según Aristóteles, los dos aspectos últimos del Todo.

En la filosofía griega se dieron ya todas las principales formas del pensamiento filosófico, es decir, dialéctico y analógico. Los problemas que ellos se plantearon en términos muy simples (y para algunos, demasiado “burdos” o abstractos), son los mismos problemas en los que sigue y seguirá enredado el pensamiento cada vez que se “cuide del todo”. La filosofía moderna no ha “resuelto” (ha menudo, sin embargo, lo ha oscurecido) el problema que constituye el pensamiento filosófico. No es un problema que tenga “resolución” (ni, menos aún, según pretenden algunos, “disolución”). La solución es asumirlo, ser capaz de pensar la contradicción. Aunque la mejor forma de su “solución” es comprenderlo, como en Platón, analógicamente.

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