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viernes, 21 de octubre de 2011

De Dios (o sea, de la Existencia de la Perfección) I. Preparatio ontologica

Hace unos días, un antiguo alumno y una antigua alumna (los dos muy inteligentes y brillantes, aunque uno de la versión éxito y otro de la versión fracaso escolar) me hicieron partícipe de un debate que se traían (porque, sí, la frase de viejos según la cuál “los jóvenes no son como eran ellos, sabios y respetuosos” es solo eso, una expresión de viejo acartonado): ¿qué decir del asunto de la muerte y la tras-muerte?, preguntaban. Les contesté, desde luego, que son preguntas que no sólo tienen sentido, sino que son las que más sentido tienen. Pero también que, por ello, hay que huir de todo mito (en la medida de lo posible para seres mitófagos como nosotros). Esto me ha llevado a intentar poner una vez más en claro, y compartir con el posible lector de este blog, mis opiniones sobre asuntos filosófico-teológicos.

Mi intento en estas próximas entradas consistirá en defender la validez de algo parecido a lo que Kant llamó Argumento Ontológico. Pero para eso hace falta una preparación (conceptual) previa. Siempre me ha parecido ese argumento la pieza filosófica más maravillosa. Responder a ella adecuadamente exige haber puesto en claro todos los temas principales de la filosofía. Puesto que el argumento ontológico pretende probar que el ser perfecto en todos los sentidos existe necesariamente, nadie debería atreverse a pronunciarse sobre él sin llevar en el bolso una buena tesis sobre lo que es probar o demostrar, lo que es perfección o absolutez, lo que es existir y lo que es necesidad, como mínimo.

Empezando por Existir, el argumento ontológico implica tanto que sabemos qué significa decir que algo existe, como que contamos con criterios de cuándo afirmar que algo existe. ¿Qué significa decir que algo existe?

Tradicionalmente se entendía que la existencia era una propiedad de las cosas. Muy especial, desde luego, pero una propiedad. Por eso era (según el análisis lógico más común) un predicado (muy especial, desde luego, pero un predicado). Pero de ello resultaba, entre otras cosas, la desagradable consecuencia de que todo de lo que nos atrevemos a hablar debe existir, tautológicamente. Por eso, varios filósofos modernos, en su cruzada contra los dinosaurios de la metafísica, quisieron entender la existencia como un no-predicado, o al menos no como un predicado “real”.

Una versión reciente, sofisticada (con el aparato de la lógica clásica moderna) y radicalmente desmitificadora dice que decir que algo existe no es más que decir que nuestra teoría más aceptada acerca de lo que hay, coloca al lado del elemento cuantificacional del lenguaje a ese algo. Decir que existe Madrid, o que existo yo significa que nuestra teoría acerca de lo que hay incluye a Madrid o a mí como valores de las variables ligadas por los cuantificadores. Unida a la tesis de que hay diferentes maneras inconmensurables de tratar de lo que hay, da lugar al temible (y, por eso, adorado por los iconoclastas) relativismo ontológico.

Esta (debería ser obvio) es la típica manera falaz de poner el carro a tirar de los bueyes. Se supone que una teoría quiere hablar de lo que realmente hay, y que, por eso, cuando postula una entidad, es porque cree que esa entidad realmente existe. No existe porque es postulada, sino que es postulada porque existe. Cuando no había variables de las que ser valores, había, existían, dinosaurios. Por supuesto, cómo son las cosas en sí mismas, está mediatizado por cómo las conocemos nosotros, pero de aquí no se puede saltar, como se hace alegremente (quiero decir, tristemente) a que no hay ningún “cómo son las cosas”. Si no hay ningún cómo-son-las-cosas (o, lo que es equivalente, hay irreducible o inconmensurablemente múltiples modos de cómo-son-las-cosas) no hay ninguna teoría mejor que otra. Aquí acabaríamos en la, para algunos heroica, para mí paranoica, tesis de que es la pura voluntad (¿de quién?) la que crea la realidad. Todavía, sin embargo, no he encontrado a ningún zaratustriano capaz de salir andando por el balcón. Así que me permito rechazar esta tesis: existir no es ser postulado por un lenguaje, y menos si esa postulación no está sometida a criterios.

Si no se acepta que haya diversas maneras de ver el mundo, todas igual de correctas e intraducibles entre sí (Davidson le mostró a Quine, y este aceptó, que su relativismo ontológico era insostenible –la relatividad de puntos de vista presupone un espacio común en que se den esas perspectivas-), uno puede quedarse todavía con que la existencia no es ni un predicado ni un sujeto, sino un cuantificador. “Existen planetas” se traduce al lenguaje profundo (que sólo algunos lógicos han logrado… ¿encontrar?) por “alguna(s) cosa(s) es (son) planeta(s)” (no, como capciosamente se dice a menudo, por “hay al menos alguna cosa que es planeta”, porque en ese caso ya habríamos metido de contrabando la existencia (con el “hay”) como si fuese parte del cuantificador, cuando no lo es). Ahora bien, ¿qué pinta aquí el “alguna cosa”? Si digo “existe mi cama”, entonces, algo es mi cama… sí: mi cama misma. ¿En lugar de qué está el “algo”, o el “cosa”? Parece que ahí tendría que ponerse algo, más básico que mi cama, similar a “(alg)un eso es mi cama”. Aquí se empieza a presentirse que la motivación de este análisis es meter con calzador el criterio empirista de existencia. Pero en cuanto se le descargar de presupuestos (o prejuicios) se vuelve tan vacío e inofensivo, aunque más complicado, que un análisis más simple. “Existe mi mesa” significa, solo, que mi mesa existe. No hace falta redundar en que hay un algo que es mi mesa. Aunque si la exigencia que pretende plantear ese análisis es que lo que realmente y en última instancia exista, sean las “primeras sustancias”, o sea, como decía también Aristóteles, el tode ti (lo más concreto posible), esto no desemboca en ningún naturalismo ni nominalismo. Las primeras sustancias absolutamente concretas e individuales podrían ser las mónadas espirituales de Leibniz. De hecho, los atomistas lógicos (Russell y cierto Wittgenstein) no supieron dar un ejemplo de cosa atómicamente existente. Es más, admitieron que no se podía dar.

La tesis de que la existencia es lo ligado por la cuantificación se ha mostrado vacua. Es, por una parte, demasiado hospitalaria: cualquiera puede poner lo que quiera en el dominio de la variable ligada. Pero, a la vez, ese análisis es demasiado poco hospitalario. El propio discurso de los científicos de la naturaleza cuantifica sobre predicados de orden superior a uno. Y lo hace de manera inevitable, como reconoció el propio Quine.  Además, ¿en qué se basa el optimismo nominalista que lo inspira, para creer que solo los cuantificadores comprometen existencialmente? ¿Es que los predicados que se usan son puro arbitrio? Esto nos remite, pues, a los criterios de existencia. Suponiendo (lo que es mucho suponer) que el análisis cuantificacional fuese legítimo, aún sería vacuo.

Un precedente de todo lo anterior es la tesis trascendental kantiana (inspirada en la tesis redundancial de Hume): La existencia no es ninguna propiedad “real” de las cosas, es decir, ninguna cualidad o quiddidad. No le añade nada a don Quijote existir o no existir, en ambos casos es un chalado manchego). ¿Qué es, entonces, la existencia de la que no goza don Quijote sin cambiar por ello? Es sólo la modalidad lógica (lógico-trascendental, mejor dicho) que atribuimos a un fenómeno cuando está “puesto” en relación con nuestro acto de conocer. Como se sabe, la cosa en sí es, según Kant (como según Russell y más radicalmente Quine), algo inescrutable, una mera incógnita, referente último de nuestros conocimientos, pero de la cual no sabemos nada. Todo lo que atribuimos a las cosas está a priori en nuestro aparato o programa cognitivo, en forma de doce (como los apóstoles o las tribus de Israel) funciones o “categorías”, divididas en cuatro tipos (como las estaciones del año y los evangelistas). Uno de esos cuatro tipos es la Modalidad, y una de sus formas (junto a la Necesidad, la Contingencia, etc.) es la Existencia. Pero las categorías de la modalidad tienen, según Kant, la curiosa particularidad de que no añaden ninguna propiedad al objeto. Sólo indican en qué relación está con nuestro conocimiento. Un objeto que no puede no darse, es necesario; uno que puede no darse, contingente; y uno que se está dando, existente.

Esta teoría, aunque de manera algo menos evidente, sigue poniendo antes lo que es después. Una cosa es que (si fuese verdadero esto –que no lo es-) yo sólo tenga derecho a decir que algo existe cuando lo estoy “experimentando” o puedo deducirlo de mi experiencia actual, y otra muy diferente es decir que la existencia no es una propiedad de las cosas mismas. Esto último es idealismo puro: deja en manos del sujeto (aunque aquí se trata –como luego en el Tractatus- de un sujeto trascendental, que no es ni tú ni yo sino todo lo contrario) la construcción de toda la realidad.

Además, si fuese cierto que la existencia es algo que sólo se puede predicar de los fenómenos, sería inviable decir que existe la cosa en sí, como referente último de nuestros pensamientos. Si la existencia es un predicado para fenómenos, no puede decirse nada de los noúmenos.

Por lo demás, me parece claramente falso que la existencia sea una modalidad, es decir, que pertenezca al mismo género de conceptos que necesidad o contingencia. La existencia es un concepto del ámbito del lenguaje objeto, pero las modalidades pertenecen a un lenguaje de orden superior (a un “metalenguaje”). Hablamos de la existencia de algo sin necesidad de decir si esa existencia es ontológicamente necesaria o contingente, o si esa aseveración de existencia es, epistémicamente, necesaria o contingente.

La teoría de la existencia que se puede encontrar en Heidegger, sobre todo en el primer Heidegger (la existencia (dasein) es el modo de ser propio de nosotros) es un antropocentrismo, similar al de Kant y al del positivismo. Por similares razones, la teoría de Frege, según la cual la existencia es un predicado de predicados, es rechazable. ¿Es la existencia algo supraestructural, algo ficticio? Al contrario, sea lo que sea, la existencia es lo menos ficticio que pueda haber.

Pero la alternativa parece ser algo como lo que sostuvo Meinong. Según los meinongianos, la existencia no puede ser lo mismo que el cuantificador, ya que hablamos de cosas que no existen. Podemos decir, se supone, que, de entre todas las cosas, unas existen y otras no. Así que Ser es más genérico que Existir. Ahora bien, ¿cómo va a ser lo que no existe?, ¿qué es?, ¿dónde está? Son preguntas comprometedoras. Intentando evitarlas, hay una salida fácil y otras difíciles. La fácil es decir que cuando hablamos de lo que no existe, sólo nos referimos a conceptos, no a seres. Esta solución me parece de un tipo peor incluso que la de cambiar una palabra por otra.

Rehuyendo esto, aceptando valientemente que todo lo que es, existe, sólo hay dos caminos: la barba de Platón (como llamó Quine a la postulación de tantas entidades como conceptos se nos pasen por la cabeza y en la medida en que nos resulten irremediables) o la cara rala del nominalismo (a la que, mejor o peor, intentó ceñirse el propio Quine, si bien a veces supo reconocer que uno no podía eliminar de las teorías todos esos molestos pelos que son los conceptos, los números y compañía). El problema del nominalismo (o sea, del intento de reducir toda existencia, incluida la de los conceptos o esencias, a aire) es que está equivocado.

En todo caso, tanto en el análisis barbudo como en el irsuto, todo sigue pendiente de con qué criterios atribuimos existencia a algo. En ausencia de una respuesta a esta cuestión, nadie tiene derecho (lógico) a aceptar o rechazar el "argumento ontológico"

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