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jueves, 9 de agosto de 2012

Castigo y Justicia (Diálogos de Filosofía)


Continuación del cuarto de los Diálogos de Filosofía donde se quedó en la entrada anterior:

Beatriz.–Pero, vamos a ver, ¿por qué decís que la búsqueda de felicidad es egoísta? Hay quienes encuentran felicidad en hacer felices a los demás.
Andrea.–Sí, pero si no les hiciese felices a ellos mismos ver felices a los demás, no encontrarían un motivo para sufrir por los otros.
M.–Parece, Andrea, que ahora defiendes casi lo contrario que antes. Antes decías que la Ley está totalmente separada del Interés, del Placer y de todo lo que es particular y privado. Y ahora dices que la ejecución de la Ley depende del premio o daño que se pueda dar, aunque sea uno a sí mismo.
Andrea.–Pero el orden es el inverso. En realidad, el premio o el castigo, el placer o el daño, no son la causa sino la consecuencia de la buena o mala acción. La Ley imita en esto a la Naturaleza. A una mala acción, antes o después, le sigue un daño.
M.–¿Cuál es, pues, el sentido del castigo? Repítelo, por favor.
Andrea.–No se debe caer en la simpleza de decir que es ejemplarizante. Pero ¿qué te parece considerarlo como restitución?
M.–Me parece que no hay cosa más vieja. Está, si se lo busca, en los primeros mitos, en la primera ley escrita, en las primeras líneas de Moisés y hasta en el primer texto de los profesores de filosofía, uno de Anaximandro de Mileto, que dice que las cosas vuelven, al cabo del tiempo, allí de donde salieron, porque se dan una a otra justo pago por su injusticia. O sea, que la muerte es el pago por la injusticia de nacer. ¿Qué definición más vieja de la justicia que esa de “dar a cada uno lo suyo”, o sea, bien al amigo y mal al enemigo? Creo que salvo Sócrates y pocos más, todo el mundo la entiende y la comparte. Pero se puede entender de diversas maneras. Primero habría que poder decir claramente qué es de cada uno. ¿Es de cada uno lo que tenía hace un momento? ¿O habrá que preguntar cómo lo consiguió? ¿Es de cada uno lo que se merece, es decir, lo que le pertenece aunque no lo tuviese? ¿Es de cada uno, y justo y merecido, aquello con lo que nace? Si me hago estas preguntas, acabo en lo que dice Sócrates: que esa teoría de la justicia, que dice que hay que devolver bien por bien y mal por mal, debe ser la de algún rico. Es incluso, diría yo, propio de un mercader rico y miedoso. Si el Comercio es un trueque de bienes equivalentes, la Justicia vendría a ser un trueque de males, también equivalentes. Claro que un personaje así solo recurrirá a la Justicia cuando piense que quien sale perdiendo es él. Pero ¿puede un daño compensar a otro? ¿Qué compensa a un daño?
A.–Más bien, un bien compensa a un daño.
Andrea.–Pero es que la restitución debe entenderse, en realidad, como que el daño que hago me lo hago a mí mismo. Y eso es un bien. Por eso nos alegra ver sufrir al que hizo daño, porque se lo merece.
M.–Nadie quiere quedarse con el daño, claro, y cada uno se lo devuelve al que lo trajo, como una patata caliente.
A.–Eso que has dicho, Andrea, me sugiere algo chistoso. ¿Qué pasa cuando el daño que uno ha provocado, lo ha provocado sobre sí mismo? ¿Habrá que darle ojo por ojo, o tendrá ya bastante con el daño que se ha hecho él a posta? (Porque supongo que piensas que es tan malo hacerse mal a sí mismo como dañar a  otro).
Andrea.–Desde luego. No sé, tendría que pensarlo.
A.–¿Y en qué sentido decís que los sentimientos son caprichosos? ¿Queréis decir que es imprevisible qué gustará a cada uno?
Andrea.–Eso mismo. No se atienen a una norma, siempre la misma.
A.–¿No crees que cada uno suele tener los mismos gustos? No me parece que cambiemos más de gustos que de creencias. Piensa en la historia del arte y de la política. Por lo que recuerdo, los historiadores nos explican que unos gustos suelen ir unidos a unas costumbres y creencias…
Andrea.–Pero no hay una norma racional y única para los sentimientos.
M.–Sabes que en eso platónicos, pitagóricos y unos cuantos más, no estaremos de acuerdo contigo.
A.–Y digo yo: si fuese así, y no se pudiese predecir lo que le va a gustar a uno, ¿cómo podrá determinarse el castigo o premio que le corresponde? Podría ser que lo que suponemos que va a parecerle un daño al culpable, lo reciba como un premio. ¿Crees que si supiésemos que a Barrabás le gusta que le den latigazos, le condenaríamos a esa pena? Parece más bien que creemos que a todos nos gustan y disgustan las mismas cosas…
Andrea.–Bueno, propiamente un castigo no es un mal, ni un daño. Se trata de devolver lo que se ha hecho, lo tome con gusto o no.
A.–No creo, Andrea, que la gente, cuando pide justicia, esté pensando eso.
Andrea.–Es que muchas veces la gente lo que pide es venganza, no justicia.
M.–En fin, el castigo es un bien, porque el mal te lo haces a ti mismo. Pero, yo me pregunto, una y otra vez, si una persona justa, cuya única guía fuese lo que cree que es correcto, se dejará coaccionar por el daño que sabe que le sobrevendrá como consecuencia de lo que ha decidido hacer, y le llevará a desistir de hacerlo. Si, por ejemplo, estoy luchando por acabar con la discriminación de ciertas personas, y por eso sufro el desprecio y ataque de otros, o incluso la cárcel y la tortura, ¿debo cambiar de opinión? Si lo hiciese, no saldría en las películas de héroes ¿no?
Beatriz.–Saldrías en las películas que tratan del hombre real.
M.–No me parece que el método de castigo y premio tenga valor educativo, salvo que queramos educar perros o caballos (si es que los propios perros y caballos son así). Y por otra parte, si uno hizo mal y reconoce que fue equivocado lo que hizo, ¿creerá que aún merece el daño?
Andrea.–Desde luego que sí.
A.–Creo que no.
M.–Yo creo que, por una parte, si uno no reconoce que hizo mal, el castigo (o el premio) le resulta inútil o hasta perjudicial, porque aun en el caso de que llegase a reaccionar como queremos, eso no sería un verdadero arrepentimiento, sino un sometimiento al miedo, que es justo lo que tú crees inmoral; si, en cambio, reconoce su mal, el daño del castigo es, como poco, inútil, porque no tiene ningún valor ni para él ni para nadie. No para él, pues no le hace mejor; y no para nadie, porque nadie puede, racionalmente, sentirse compensado ni feliz con el daño inútil de otro. Y será hasta perjudicial, si nos priva de los bienes que él podría haber hecho.
Beatriz.–Pero parece que los propios animales se pagan un daño con otro.
M.–Creo que Andrea no quiere que nos comparemos con los otros animales.
Andrea.–Tienes razón, ese argumento no lo acepto.
M.–Aunque tal vez Beatriz sí. Y yo, como la Maga, no creo que debamos vernos tan diferentes de ellos. Parece que es ley de la naturaleza común que todos prefiramos ser a no ser, y ser más a ser menos… Quiero decir, ser más activos y dueños de nuestra existencia; y que lo consiguen en mayor grado quienes más lo son, como si existir y ser bueno fuese lo mismo. En esta lucha por el ser, sí que reina la total igualdad de oportunidades. Que haya una especie que prefiera no existir, ni aquí ni fuera de aquí, antes que traicionar su manera de ver las cosas, quizá no sea nada extraordinario, sino justo lo que hacen todas.
Al fin y al cabo, ¿qué es una existencia sin esencia? Y quizá cuando los animales se atacan o se defienden, quiera la Naturaleza poner a cada uno en su sitio, o restituir y devolver. Pero ¿qué nos dice la Naturaleza, por medio de ese órgano que nos ha dado, la Inteligencia, de cómo debemos hacerlo? ¿Hacemos a uno lo que se debe cuando le hacemos un daño? ¿Nos enseña que hay que buscar la Felicidad aunque sea injusta, o la Justicia dolorosa…? De todas formas, puede que no vayamos a sacar nada de la disputa que si Felicidad o si Justicia, que si interés particular o interés universal.
A.–¿Por qué?
M.–A lo mejor, si se sigue el razonamiento con cuidado, se llega a lo mismo tanto si partes de lo uno como si partes de lo otro.
A.–¿Se puede demostrar eso?

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