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sábado, 8 de septiembre de 2012

T. Williamson acerca de intuiciones y escepticismo


Muchas veces, sobre todo en discusiones filosóficas, recurrimos a “intuiciones”: “eso suena poco intuitivo”, “esto es intuitivamente aceptable”... ¿Qué es ahí la intuición? ¿Hay alternativa a este recurso? ¿Podemos confiar básicamente en nuestras intuiciones, o estamos condenados a sucumbir al escepticismo, para el cual es un mero estado psicológico de creencia, sin ninguna garantía de objetividad? ¿Es, en esto, distinta la intuición a cualquier otra herramienta cognitiva? ¿Cómo justificar, contra el escepticismo, que nuestras creencias tiendan a ser correctas?

De estas cosas trata el excelente artículo que acabo de leer, Philosophical‘Intuitions’ and Scepticism about Judgement”, de Timothy Williamson, uno de los más agudos y rigurosos filósofos ingleses actuales. En él, Williamson sostiene que la “intuición” es una aplicación más de nuestras capacidades cognitivas, pero en contextos donde el escepticismo acerca de ellas es alto. No hay buenas razones para aceptar el escepticismo acerca de la intuición, como ningún otro escepticismo, y podemos explicar que nuestras creencias tiendan a ser verdaderas. Para ello, sin embargo, no es adecuada ninguna explicación naturalista-evolucionista ni, tampoco, el principio de caridad de Donald Davidson (es decir, la maximización del acuerdo y la verdad), sino, propone Williamson, un principio de caridad que maximice el conocimiento. Esto es coherente con una concepción “externalista” (anti-psicologista) de lo mental y la prioridad o irredubilidad del conocimiento (sobre la creencia), por cuya magnífica defensa (sobre todo en su, ya clásico, Knowledge and Its Limits, 2000) es más conocido el autor. Me haré eco del contenido del artículo, pero mezclando mis propias interpretaciones e ilustraciones (aunque dejando para otra ocasión mis disensiones).

Pensamos que existen, por ejemplo, montañas y estados mentales (o sillas). ¿Cómo lo sabemos? Forma parte de nuestras “intuiciones”, de lo habitual. No tenemos una justificación especial para creerlo, no lo deducimos de ciertos axiomas, o algo semejante. La intuición, así entendida, se usa por todas partes y en todo momento, y quizás más, o más de lo que gustaría a algunos, en la filosofía. Pero ¿qué firmeza tiene la intuición? Y ¿cómo hace lo que hace? Puede considerarse un escándalo que los filósofos tengan tan poco que decir de esto. La segunda pregunta (¿cómo lo hace, la intuición?) no es tan grave: no es necesario saber cómo funciona algo para saber que da buenos resultados. Son investigaciones suficientemente diferentes ser escritor y ser fabricante de lápices, programador e ingeniero, pintor y químico. Pero la primera cuestión (qué garantía tiene la intuición en nuestros juicios) está sometida a su particular escepticismo: ¿y si, cuando juzgamos que existen montañas, o estados mentales, o sillas, estamos en una completa ilusión?

Los escépticos acerca de nuestra intuición no son necesariamente escépticos en general, no ponen en duda todo conocimiento. Algunos de ellos comparten la metafísica naturalista, y creen que la ciencia (lo que se suele entender hoy por hoy por ello, es decir, un conocimiento hipotético-empírico) tiene suficientes garantías. Estos metafísicos naturalistas se muestran escépticos solo respecto de la intuición o el “sentido común”: pensamos que existen montañas, o estados mentales, pero eso es solo una “intuición”, una creencia que no encaja con (la metafísica que ellos construyen y que creen más coherente con) la ciencia natural. Vivimos, sostienen, inmersos en un escenario ilusorio, con montañas y estados mentales. En “realidad”, no hay tales cosas, aunque creer que las hay es, seguramente, una ilusión muy útil para nuestra pervivencia.
Si les preguntamos a estos filósofos cómo hacen ellos, entonces, para creer en sus juicios (¿no serán todos ellos también ilusiones útiles?, ¿no será una ilusión que sus ilusiones son ilusiones útiles…?), unos se encaminarán al escepticismo total, que es definitivamente paralizante, pero otros creerán que solo tenemos que aceptar un escepticismo parcial, y rechazar formas de pseudo-conocimiento, como la “intuición” o el sentido común. ¿Será la intuición el último bastión conservador y anticientífico?
Sin embargo la ciencia está impregnada hasta los huesos de juicios y percepciones estándar, acerca de, por ejemplo, cosas macroscópicas como las montañas. ¿Cómo ser escéptico para con nuestras percepciones y juicios acerca de que el termómetro señala cero grados centígrados? No obstante, es preferible hacer una defensa positiva de la intuición, empezando por demostrar que no hay razones para ser escéptico.

Cualquier escepticismo concede una base evidencial: “tú tienes, efectivamente, la sensación de… (tú efectivamente imaginas, tú efectivamente recuerdas…) X, pero falta saber si es cierto: quizás tus sentidos te engañan, te falla la memoria…" De manera análoga, se pretende en el escepticismo acerca de los juicios, tú piensas o juzgas que p, “que existen las montañas”, pero quizás tu juicio sea ilusorio. Ahora bien, señala Williamson, no hay verdadera semejanza entre una percepción (imaginación, recuerdo) y un juicio. La percepción es un fenómeno “interno”, de cuya justificación se puede dudar. El escepticismo acerca de los juicios intenta asimilar un juicio a una percepción, es decir, a un hecho interno: intenta psicologizarlo. Pero los juicios no pueden ser psicologizados: puesto que todos los hechos psicológicos valen lo mismo, si reducimos los juicios a los hechos psicológicos acerca de ellos, vamos directamente a la equivalencia de cualquier juicio y, por tanto, al absurdo: el psicologismo mismo no sería más que una creencia, un estado psicológico más, sin mayor importe teórico que el juicio contrario. Si “hay montañas” es solamente el estado interno “creo que hay montañas”, entonces “los juicios son meramente hechos psicológicos” es solo un hecho psicológico. Pero las cuestiones de la filosofía (como las de cualquier ámbito) no son acerca de los estados mentales (ni del lenguaje) sino acerca de la realidad. Por tanto, si el psicologismo fuese válido, tendríamos que ser completamente escépticos, acerca incluso del psicologismo.

Si se puede salvar el conocimiento, no podemos aceptar la psicologización de la actividad de juzgar, es decir, el internalismo epistemológico. El conocimiento no se deja reducir a creencia (aunque sea verdadera). El conocimiento es lo primero (aquí ocurre como en cualquier otro ámbito: la matemática o la lógica o la ética no se dejan psicologizar ni naturalizar: el propio naturalismo, como metafísica que es, no se deja naturalizar).
En verdad, no hay ninguna razón para aceptar el psicologismo o internalismo, ni, por tanto, el escepticismo que conlleva. El escepticismo acerca de los juicios es semejante al eliminativismo de lo mental. Coherentemente, tal como el eliminativista tiene que prescindir de los estados mentales, el escéptico acerca de los juicios tiene que redescribir cualquier juicio (“hay montañas”) como un fenómeno psicológico-interno (“creo que hay montañas”). ¿Es esta una postura teórica respetable? Veamos: ¿puede convencérsele de algo? En particular, ¿puede convencérsele de que existen juicios no subjetivos (es decir, de lo contrario a su tesis)? No se puede, pues para que eso fuese posible, él debería aceptar, o dar por supuesto, que hay criterios no internos o psicológicos, sino externos y objetivos, de lo que es correcto o no creer. Dada su posición reduccionista-internalista, él está obligado a aceptar cualquier cosa que deduzcamos, pues todas ellas son meras creencias o estados internos.

Si referimos esto a la propia primera persona, la cosa es aún más dura de tragar: ¿cómo puedo considerar mis juicios como meros hechos psicológicos?, es decir, ¿cómo puedo ser neutral respecto de mis creencias; creer que valen objetivamente lo mismo que sus contrarias? “Que p” implica que quien cree que-p tiene una creencia verdadera de que-p. Así que, si creo que hay montañas, tengo que creer que quien cree que hay montañas cree algo verdadero. No puedo creer que hay montañas a la vez que creo que quien cree que hay montañas no cree algo más verdadero que quien cree lo contrario.

Puesto que no hay manera de refutar al escéptico, no hay que aceptar que no lo hemos refutado: hay que decir que es inepto a la refutación, es decir, no es una teoría. Es como si alguien nos dice que no hemos matado al oso, pero es un oso de cartón. Lo que no tiene vida, no puede ser ni no ser matado.

Pero, ¿podemos, además de rechazar el escepticismo propio del internalismo, dar una explicación o justificación de cómo es que nuestros juicios tienden a ser verdaderos? Williamson evalúa diversos intentos, para rechazarlos y proponer el suyo propio.

Empecemos por la explicación naturalista-evolucionista. ¿Pueden todos nuestros juicios ser un mero subproducto del ADN? Muchos naturalistas creen que nuestras creencias tienden a ser verdaderas porque la verdad es exitosa. Si deseo D, y creo que si actúo de forma A conseguiré (ocurrirá) D, entonces, caeteris paribus, actúo de tal modo que creo que hago A. Es decir, lo Verdadero conduce (en general) a lo Bueno.
Pero esto explica muy poco. Basta definir de la manera "oportuna" Verdadero y Bueno para que cualquier creencia y conducta sea justificable. Imaginemos que estamos intentando interpretar a un alienígena. Bastaría atribuirle o bien creencias, o bien deseos, o ambas cosas, lo suficientemente absurdos desde nuestra perspectiva teórica y axiológica, como para que su conducta fuese completamente coherente. “No es –por ejemplo- que estos alienígenas ignoren la regularidad de la naturaleza, es que algunas veces desean suicidarse”. Como todos somos aliens, tendríamos que aceptar, por caridad, que todo el mundo conoce perfectamente las cosas, pero lo que pasa es que tiene propósitos diferentes a los nuestros.
Puesto que no es así como funciona nuestro conocimiento, necesitamos otra forma de explicarlo. Y ello nos lleva, irremediablemente, fuera de cualquier vía internalista, para buscar una relación, externa, entre nuestras representaciones y la realidad o naturaleza.

Esto es lo que han buscado algunos filósofos, ya desde una perspectiva holista, ya molecularmente (sosteniendo que hay una justificación, propia, para cada hecho de conocimiento aislado). Las teorías moleculares tienen pocas probabilidades de éxito, cree Williamson: incluso en condiciones ópticas muy favorables ¿cómo justificar, sin círculo, que estoy en lo correcto al pensar que hay una montaña ahí? No digamos si intentamos justificar, uno por uno, cualquier recuerdo.
El más famoso intento holista de justificación de la objetividad de nuestras creencias es, sin duda, el de Donald Davidson y su caridad interpretativa: sería un principio fundamental de todo acto de interpretación (de lenguaje) atribuir al otro el mayor acierto y el menor error (la mayor cantidad de verdad) posible. No podemos pensar que uno está masivamente equivocado.
Sin embargo, argumenta Williamson, Davidson asume dos cosas no garantizadas: asume la tesis, verificacionista, de que los demás tienen creencias solo si pueden tener buena evidencia de que tienen creencias (que saben que saben lo que saben), y la tesis, constructivista, de que podemos tener buena evidencia de que tenemos creencia solo si podemos tener buena evidencia de cómo podemos tener esa creencia. Más en general, la teoría de Davidson implica un cierto tipo de verificacionismo ideal, en el que los agentes tienen solo los estados intencionales que un buen intérprete con acceso ilimitado a datos no intencionales les adscribiría. Pero esto, dice Williamson, no es necesario ni suficiente para explicar el conocimiento objetivo. Cómo supervienen los estados intencionales de los agentes en los estados no intencionales del mundo es una cuestión metafísica, no epistemológica. El acuerdo es secundario respecto de la verdad, y el error masivo sigue siendo posible: la mayoría puede estar equivocada (según Platón, apenas “puede” no estarlo).

La vía correcta no buscará maximizar el acuerdo o cantidad de gente en lo correcto, sino maximizar el conocimiento (de manera análoga a como la ética no maximizaría la satisfacción mayoritaria, sino lo correcto: los anti-internalismos siempre significan que uno puede estar equivocado en lo que cree que sabe o en lo que cree que desea –ver, por ejemplo, D. Parfit, On What Matters-):
Supongamos que Pancho dice, refiriéndose a Lucas (que está presente) que “es un A, B y C”, pero, en realidad, no es así, Lucas no es ninguna de esas cosas. Sin embargo, Blas (a quien Pancho no conoce) sí es un A, B y C. ¿A quién diremos que se refiere Pancho? Si quisiésemos, sobre todo, maximizar la verdad, diríamos que se refiere a Blas (así atribuimos menos falsedad al interpretando). Pero eso no sería correcto: Pancho no sabe que Blas es A, B y C, ni sabe que Lucas no lo es. Sabemos que tenemos que atribuirle a Pancho la creencia de que Lucas es A, B y C. Le damos  más peso al deíctico de Pancho que al resto de lo que juzga y dice. ¿Por qué? Porque eso explica mejor (maximiza) el Conocimiento, aunque no maximice la verdad: Pancho está en condiciones de saber que Lucas está ahí, aunque se equivoca en lo que le atribuye, pero no está en condiciones de saber nada de Blas.
Por tanto, el principio de caridad correcto no es el que maximiza la creencia verdadera (ni el que minimiza la creencia falsa), sino el  que maximiza el Conocimiento.
Esto es, antes que nada, un principio metafísico acerca de la referencia: la referencia “está para” provocar conocimiento. Solo ulteriormente es un asunto epistemológico. Ni lo primero se reduce a lo segundo, ni la maximización de creencia verdadera salva la maximización de conocimiento.

¿Qué relación hay, entonces, entre conocimiento y acción? El conocimiento no es una capacidad entre otras, es la capacidad de las capacidades. Una acción que no se base en el conocimiento solo defectuosamente es y puede llamarse acción. Si uno no sabe lo que está haciendo, no está haciendo algo. La referencia maximiza el conocimiento, sin imponerle limitaciones independientes.

Volviendo, entonces, al problema de la intuición y su garantía, muchas veces sabemos, y muchas sabemos que sabemos algo, sin saber cómo (sabemos-qué sin saber-cómo, pero no al contrario, no sabemos-cómo sin saber-que). Y eso pasa con la intuición: no hay razones para desestimarla, aunque no sepamos explicarlo todo acerca de ella. 
Al escepticismo acerca de la intuición, que nos pregunta “¿cómo sabes que-p?”,  se le responde, pues, diciendo que no hay necesidad de saber cómo. Si pregunta “¿cómo sabes que no estás en el escenario escéptico al pensar que-p?” (“¿cómo sabes que no es una ilusión que hay montañas o estados mentales?”), se le debe contestar: “que-p implica que no estoy en el escenario escéptico” (“que existen montañas (o estados mentales) implica que no estoy en una ilusión al respecto”). -“Pero ¿cómo sabes “que-p”? (“¿cómo sabes que hay montañas?”). -Lo sé como tú sabes que me estás preguntando algo, aunque ni tú ni yo lo sepamos todo al respecto. Que no sepamos explicarlo todo no nos conduce al escepticismo. Sabemos unas cosas (aunque podamos entenderlas todavía mejor) y creemos erróneamente otras. Los hombres de la edad de piedra sabían ciertas cosas, aunque no pudieran dar cuenta de todos los detalles implicados en lo que sabían.

Hay razones para ser cautos con las intuiciones, pero no hay ninguna razón para rechazarlas. Cuando el escéptico plantea la cuestión de la forma “solo ocurre que estás inclinado a juzgar que-p” ignora perversamente el valor de que-p, aunque él mismo lo está implicando. No debemos, por tanto, aceptar que no haya buenas intuiciones o evidencias (unas mejores que otras), y que todo sean estados psicológicos o productos de la evolución, o cualquier otra versión reduccionista: el conocimiento es primero. (¿Qué haríamos, si no, con el irresponsable que siempre que, en un debate, algo no le conviene, lo rechaza como mera creencia del otro?).

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