Muchas veces, sobre todo en discusiones filosóficas,
recurrimos a “intuiciones”: “eso suena poco intuitivo”, “esto es intuitivamente
aceptable”... ¿Qué es ahí la intuición? ¿Hay alternativa a este recurso?
¿Podemos confiar básicamente en nuestras intuiciones, o estamos condenados a
sucumbir al escepticismo, para el cual es un mero estado psicológico de
creencia, sin ninguna garantía de objetividad? ¿Es, en esto, distinta la
intuición a cualquier otra herramienta cognitiva? ¿Cómo justificar, contra el
escepticismo, que nuestras creencias tiendan a ser correctas?
De estas cosas trata el excelente artículo que acabo de
leer, “Philosophical‘Intuitions’ and Scepticism about Judgement”, de Timothy Williamson, uno de los más agudos y
rigurosos filósofos ingleses actuales. En él, Williamson sostiene que la
“intuición” es una aplicación más de nuestras capacidades cognitivas, pero en
contextos donde el escepticismo acerca de ellas es alto. No hay buenas razones
para aceptar el escepticismo acerca de la intuición, como ningún otro escepticismo,
y podemos explicar que nuestras creencias tiendan a ser verdaderas. Para ello,
sin embargo, no es adecuada ninguna explicación naturalista-evolucionista ni,
tampoco, el principio de caridad de Donald Davidson (es decir, la maximización
del acuerdo y la verdad), sino, propone Williamson, un principio de caridad que
maximice el conocimiento. Esto es coherente con una concepción “externalista”
(anti-psicologista) de lo mental y la prioridad o irredubilidad del conocimiento (sobre la
creencia), por cuya magnífica defensa (sobre todo en su, ya clásico, Knowledge and Its Limits, 2000) es más
conocido el autor. Me haré eco del contenido del artículo, pero mezclando
mis propias interpretaciones e ilustraciones (aunque dejando para otra ocasión
mis disensiones).
Pensamos que existen, por ejemplo, montañas y estados
mentales (o sillas). ¿Cómo lo sabemos? Forma parte de nuestras “intuiciones”,
de lo habitual. No tenemos una justificación especial para creerlo, no lo
deducimos de ciertos axiomas, o algo semejante. La intuición, así entendida, se
usa por todas partes y en todo momento, y quizás más, o más de lo que gustaría
a algunos, en la filosofía. Pero ¿qué firmeza tiene la intuición? Y ¿cómo hace
lo que hace? Puede considerarse un escándalo que los filósofos tengan tan poco que decir de esto. La segunda
pregunta (¿cómo lo hace, la intuición?) no es tan grave: no es necesario saber
cómo funciona algo para saber que da buenos resultados. Son investigaciones
suficientemente diferentes ser escritor y ser fabricante de lápices,
programador e ingeniero, pintor y químico. Pero la primera cuestión (qué
garantía tiene la intuición en nuestros juicios) está sometida a su particular
escepticismo: ¿y si, cuando juzgamos que existen montañas, o estados mentales,
o sillas, estamos en una completa ilusión?
Los escépticos acerca de nuestra intuición no son
necesariamente escépticos en general, no ponen en duda todo conocimiento.
Algunos de ellos comparten la metafísica naturalista, y creen que la ciencia
(lo que se suele entender hoy por hoy por ello, es decir, un conocimiento
hipotético-empírico) tiene suficientes garantías. Estos metafísicos
naturalistas se muestran escépticos solo respecto de la intuición o el “sentido
común”: pensamos que existen montañas, o estados mentales, pero eso es solo una
“intuición”, una creencia que no encaja con (la metafísica que ellos construyen
y que creen más coherente con) la ciencia natural. Vivimos, sostienen, inmersos en un
escenario ilusorio, con montañas y estados mentales. En “realidad”, no hay
tales cosas, aunque creer que las hay es, seguramente, una ilusión muy útil
para nuestra pervivencia.
Si les preguntamos a estos filósofos cómo hacen ellos, entonces,
para creer en sus juicios (¿no serán todos ellos también ilusiones útiles?, ¿no
será una ilusión que sus ilusiones son ilusiones útiles…?), unos se encaminarán
al escepticismo total, que es definitivamente paralizante, pero otros creerán
que solo tenemos que aceptar un escepticismo parcial, y rechazar formas de
pseudo-conocimiento, como la “intuición” o el sentido común. ¿Será la intuición
el último bastión conservador y anticientífico?
Sin embargo la ciencia está impregnada hasta los huesos de
juicios y percepciones estándar, acerca de, por ejemplo, cosas macroscópicas
como las montañas. ¿Cómo ser escéptico para con nuestras percepciones y juicios
acerca de que el termómetro señala cero grados centígrados? No obstante, es preferible
hacer una defensa positiva de la intuición, empezando por demostrar que no hay
razones para ser escéptico.
Cualquier escepticismo concede una base evidencial: “tú
tienes, efectivamente, la sensación
de… (tú efectivamente imaginas, tú efectivamente recuerdas…) X, pero falta
saber si es cierto: quizás tus sentidos te engañan, te falla la memoria…" De
manera análoga, se pretende en el escepticismo acerca de los juicios, tú
piensas o juzgas que p, “que existen las montañas”, pero quizás tu juicio sea
ilusorio. Ahora bien, señala Williamson, no hay verdadera semejanza entre una
percepción (imaginación, recuerdo) y un juicio. La percepción es un fenómeno
“interno”, de cuya justificación se puede dudar. El escepticismo acerca de los
juicios intenta asimilar un juicio a una percepción, es decir, a un hecho
interno: intenta psicologizarlo. Pero los juicios no pueden ser psicologizados:
puesto que todos los hechos psicológicos valen lo mismo, si reducimos los
juicios a los hechos psicológicos acerca de ellos, vamos directamente a la
equivalencia de cualquier juicio y, por tanto, al absurdo: el psicologismo
mismo no sería más que una creencia, un estado psicológico más, sin mayor
importe teórico que el juicio contrario. Si “hay montañas” es solamente el
estado interno “creo que hay montañas”, entonces “los juicios son meramente
hechos psicológicos” es solo un hecho psicológico. Pero las cuestiones de la
filosofía (como las de cualquier ámbito) no son acerca de los estados mentales
(ni del lenguaje) sino acerca de la realidad. Por tanto, si el psicologismo
fuese válido, tendríamos que ser completamente escépticos, acerca incluso del
psicologismo.
Si se puede salvar el conocimiento, no podemos aceptar la
psicologización de la actividad de juzgar, es decir, el internalismo
epistemológico. El conocimiento no se deja reducir a creencia (aunque sea verdadera). El conocimiento
es lo primero (aquí ocurre como en cualquier otro ámbito: la matemática o la
lógica o la ética no se dejan psicologizar ni naturalizar: el propio
naturalismo, como metafísica que es, no se deja naturalizar).
En verdad, no hay ninguna razón para aceptar el psicologismo
o internalismo, ni, por tanto, el escepticismo que conlleva. El escepticismo
acerca de los juicios es semejante al eliminativismo de lo mental.
Coherentemente, tal como el eliminativista tiene que prescindir de los estados
mentales, el escéptico acerca de los juicios tiene que redescribir cualquier
juicio (“hay montañas”) como un fenómeno psicológico-interno (“creo que hay
montañas”). ¿Es esta una postura teórica respetable? Veamos: ¿puede
convencérsele de algo? En particular, ¿puede convencérsele de que existen
juicios no subjetivos (es decir, de lo contrario a su tesis)? No se puede, pues
para que eso fuese posible, él debería aceptar, o dar por supuesto, que hay
criterios no internos o psicológicos, sino externos y objetivos, de lo que es
correcto o no creer. Dada su posición reduccionista-internalista, él está
obligado a aceptar cualquier cosa que deduzcamos, pues todas ellas son meras
creencias o estados internos.
Si referimos esto a la propia primera persona, la cosa es aún
más dura de tragar: ¿cómo puedo considerar mis juicios como meros hechos
psicológicos?, es decir, ¿cómo puedo ser neutral respecto de mis creencias;
creer que valen objetivamente lo mismo que sus contrarias? “Que p” implica que
quien cree que-p tiene una creencia verdadera de que-p. Así que, si creo que
hay montañas, tengo que creer que quien cree que hay montañas cree algo
verdadero. No puedo creer que hay montañas a la vez que creo que quien cree que
hay montañas no cree algo más verdadero que quien cree lo contrario.
Puesto que no hay manera de refutar al escéptico, no hay que
aceptar que no lo hemos refutado: hay que decir que es inepto a la refutación,
es decir, no es una teoría. Es como si alguien nos dice que no hemos matado al
oso, pero es un oso de cartón. Lo que no tiene vida, no puede ser ni no ser
matado.
Pero, ¿podemos, además de rechazar el escepticismo propio
del internalismo, dar una explicación o justificación de cómo es que nuestros
juicios tienden a ser verdaderos? Williamson evalúa diversos intentos, para
rechazarlos y proponer el suyo propio.
Empecemos por la explicación naturalista-evolucionista. ¿Pueden
todos nuestros juicios ser un mero subproducto del ADN? Muchos naturalistas
creen que nuestras creencias tienden a ser verdaderas porque la verdad es
exitosa. Si deseo D, y creo que si actúo de forma A conseguiré (ocurrirá) D,
entonces, caeteris paribus, actúo de
tal modo que creo que hago A. Es decir, lo Verdadero conduce (en general) a lo
Bueno.
Pero esto explica muy poco. Basta definir de la manera "oportuna" Verdadero y Bueno para que cualquier creencia y conducta sea
justificable. Imaginemos que estamos intentando interpretar a un alienígena.
Bastaría atribuirle o bien creencias, o bien deseos, o ambas cosas, lo
suficientemente absurdos desde nuestra perspectiva teórica y axiológica, como
para que su conducta fuese completamente coherente. “No es –por ejemplo- que
estos alienígenas ignoren la regularidad de la naturaleza, es que algunas veces
desean suicidarse”. Como todos somos aliens, tendríamos que aceptar, por
caridad, que todo el mundo conoce perfectamente las cosas, pero lo que pasa es
que tiene propósitos diferentes a los nuestros.
Puesto que no es así como funciona nuestro conocimiento,
necesitamos otra forma de explicarlo. Y ello nos lleva, irremediablemente, fuera
de cualquier vía internalista, para buscar una relación, externa, entre
nuestras representaciones y la realidad o naturaleza.
Esto es lo que han buscado algunos filósofos, ya desde una
perspectiva holista, ya molecularmente (sosteniendo que hay una justificación,
propia, para cada hecho de conocimiento aislado). Las teorías moleculares
tienen pocas probabilidades de éxito, cree Williamson: incluso en condiciones
ópticas muy favorables ¿cómo justificar, sin círculo, que estoy en lo correcto
al pensar que hay una montaña ahí? No digamos si intentamos justificar, uno por
uno, cualquier recuerdo.
El más famoso intento holista de justificación de la
objetividad de nuestras creencias es, sin duda, el de Donald Davidson y su
caridad interpretativa: sería un principio fundamental de todo acto de
interpretación (de lenguaje) atribuir al otro el mayor acierto y el menor error
(la mayor cantidad de verdad) posible. No podemos pensar que uno está
masivamente equivocado.
Sin embargo, argumenta Williamson, Davidson asume dos cosas
no garantizadas: asume la tesis, verificacionista, de que los demás tienen
creencias solo si pueden tener buena evidencia de que tienen creencias (que
saben que saben lo que saben), y la tesis, constructivista, de que podemos
tener buena evidencia de que tenemos creencia solo si podemos tener buena
evidencia de cómo podemos tener esa creencia. Más en general, la teoría de
Davidson implica un cierto tipo de verificacionismo ideal, en el que los
agentes tienen solo los estados intencionales que un buen intérprete con acceso
ilimitado a datos no intencionales les adscribiría. Pero esto, dice Williamson,
no es necesario ni suficiente para explicar el conocimiento objetivo. Cómo
supervienen los estados intencionales de los agentes en los estados no
intencionales del mundo es una cuestión metafísica, no epistemológica. El
acuerdo es secundario respecto de la verdad, y el error masivo sigue siendo
posible: la mayoría puede estar equivocada (según Platón, apenas “puede” no
estarlo).
La vía correcta no buscará maximizar el acuerdo o cantidad
de gente en lo correcto, sino maximizar el conocimiento (de manera análoga a
como la ética no maximizaría la satisfacción mayoritaria, sino lo correcto: los
anti-internalismos siempre significan que uno puede estar equivocado en lo que
cree que sabe o en lo que cree que desea –ver, por ejemplo, D. Parfit, On What
Matters-):
Supongamos que Pancho dice, refiriéndose a Lucas (que está
presente) que “es un A, B y C”, pero, en realidad, no es así, Lucas no es
ninguna de esas cosas. Sin embargo, Blas (a quien Pancho no conoce) sí es un A,
B y C. ¿A quién diremos que se refiere Pancho? Si quisiésemos, sobre todo,
maximizar la verdad, diríamos que se refiere a Blas (así atribuimos menos
falsedad al interpretando). Pero eso no sería correcto: Pancho no sabe que Blas
es A, B y C, ni sabe que Lucas no lo es. Sabemos que tenemos que atribuirle a
Pancho la creencia de que Lucas es A, B y C. Le damos más peso al deíctico de Pancho que al resto
de lo que juzga y dice. ¿Por qué? Porque eso explica mejor (maximiza) el
Conocimiento, aunque no maximice la verdad: Pancho está en condiciones de saber
que Lucas está ahí, aunque se equivoca en lo que le atribuye, pero no está en
condiciones de saber nada de Blas.
Por tanto, el principio de caridad correcto no es el que
maximiza la creencia verdadera (ni el que minimiza la creencia falsa), sino
el que maximiza el Conocimiento.
Esto es, antes que nada, un principio metafísico acerca de
la referencia: la referencia “está para” provocar conocimiento. Solo
ulteriormente es un asunto epistemológico. Ni lo primero se reduce a lo
segundo, ni la maximización de creencia verdadera salva la maximización de
conocimiento.
¿Qué relación hay, entonces, entre conocimiento y acción? El
conocimiento no es una capacidad entre otras, es la capacidad de las capacidades.
Una acción que no se base en el conocimiento solo defectuosamente es y puede
llamarse acción. Si uno no sabe lo que está haciendo, no está haciendo algo. La
referencia maximiza el conocimiento, sin imponerle limitaciones independientes.
Volviendo, entonces, al problema de la intuición y su
garantía, muchas veces sabemos, y muchas sabemos que sabemos algo, sin saber
cómo (sabemos-qué sin saber-cómo, pero no al contrario, no sabemos-cómo
sin saber-que). Y eso pasa con la intuición: no hay razones para desestimarla,
aunque no sepamos explicarlo todo acerca de ella.
Al escepticismo acerca de la
intuición, que nos pregunta “¿cómo sabes que-p?”, se le responde, pues, diciendo que no hay
necesidad de saber cómo. Si pregunta “¿cómo sabes que no estás en el escenario
escéptico al pensar que-p?” (“¿cómo sabes que no es una ilusión que hay
montañas o estados mentales?”), se le debe contestar: “que-p implica que no
estoy en el escenario escéptico” (“que existen montañas (o estados mentales)
implica que no estoy en una ilusión al respecto”). -“Pero ¿cómo sabes “que-p”? (“¿cómo
sabes que hay montañas?”). -Lo sé como tú sabes que me estás preguntando algo, aunque ni tú ni yo lo sepamos todo al respecto.
Que no sepamos explicarlo todo no nos conduce al escepticismo. Sabemos unas
cosas (aunque podamos entenderlas todavía mejor) y creemos erróneamente otras.
Los hombres de la edad de piedra sabían ciertas cosas, aunque no pudieran dar
cuenta de todos los detalles implicados en lo que sabían.
Hay razones para ser cautos con las intuiciones, pero no hay
ninguna razón para rechazarlas. Cuando el escéptico plantea la cuestión de la
forma “solo ocurre que estás inclinado a juzgar que-p” ignora perversamente el
valor de que-p, aunque él mismo lo está implicando. No debemos, por tanto, aceptar que no haya buenas
intuiciones o evidencias (unas mejores que otras), y que todo sean estados
psicológicos o productos de la evolución, o cualquier otra versión
reduccionista: el conocimiento es primero. (¿Qué haríamos, si no, con el
irresponsable que siempre que, en un debate, algo no le conviene, lo rechaza
como mera creencia del otro?).
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