Si
la última tesis que leíamos en nuestro capítulo anterior (pero recordemos que
no atribuimos al propio Heráclito una tal división en capítulos) era la de la
comunidad de la razón frente a la pretensión literalmente idiota de los más, de
tener pensamiento propio, es natural leer a continuación que:
ξυνόν
ἐστι πᾶσι τὸ φρονεῖν (113)
Común
es a todos el pensar.
Como
se encarga de señalar el artículo, el sujeto (en los dos sentidos de la
palabra, el gramatical y el ontológico) es “el pensar”. La palabra xynós,
“común”, nos indica que ese pensar es el lógos o razón universal en una
de sus epifanías. Sin embargo, el orden invertido de la frase, con el sujeto al
final, obliga simultáneamente a leer y a entender que lo definido aquí es, no
el sujeto, sino “lo común”. Así, el doble orden, sintáctico y temporal, del
discurso, rompe la unidireccionalidad y señala más bien a una correspondencia
entre lo común y el pensar, que abren y cierran la sentencia.
Aunque
los hombres no piensan por lo común en esa razón común con lo que
constantemente se encuentran, ella está en todos ellos. Justo por eso es digno
de pensar que no pensemos. Quizá más extraño o admirable que el hecho de que
haya algo en vez de nada, lo es que no haya extrañeza o sorpresa en los hombres
o en la mayoría de ellos, o sea, que quienes podemos hacernos cargo de esa
extrañeza, no nos lo hagamos. De esta extrañeza de la falta de extrañeza se han
extrañado siempre los filósofos.
La
sentencia de Heráclito dice que el pensar es común a todos, no a unos pocos. En
cierto modo, esto es una obviedad: no puede algo ser verdaderamente común si
no lo es a todos. Desde luego, hablamos a menudo de lo que es común solo a una
parte. Es más, según algunos filósofos solo es posible hablar de lo común a una
parte, pues la cuantificación absolutamente universal o irrestricta cae en
paradojas como la del imposible necesario conjunto de todos los conjuntos
(luego tendremos ocasión de hablar de ello). Sin embargo, cada vez que decimos
“común” sin referirnos a todo, completamente a todo, no estamos diciendo lo
propiamente común, sino lo incomún. Cuando queremos hablar de la esencia de las
cosas, como ocurre en el discurso filosófico, tenemos que hablar de todo sin
restricciones. Y también quienes dicen que está prohibido por la lógica hablar
de todo, hablan ellos mismos de todo, y con toda lógica: la pretensión de negar
la posibilidad de hablar de todo es ella misma un hablar de todo; un hablar,
pues, que se ignora a sí mismo.
No
obstante, la totalidad a la que se refiere aquí Heráclito es ella misma
restringida, aunque restringida a todo un aspecto de la realidad: el “hombre”,
que queda definido, en su totalidad, precisamente por ello.
Heráclito
dice que la esencia de todos los hombres es el pensar: cualquiera que oye o
puede oír la sentencia, es necesariamente pensante. Pero ¿qué necesidad habría
de decir lo obvio? Paradójicamente, lo más obvio no es obvio para los hombres.
*
Como
han señalado algunos intérpretes, el “todos” de esta sentencia puede
interpretarse incluyendo no solo a los hombres sino a absolutamente todas las
cosas (esta propuesta hace, pues, justo lo inverso a lo que hacía la propuesta
de leer, en el fragmento 1, “todo sucede según esta razón” como refiriéndose
solo a los hombres). Sería, entonces, en principio posible atribuir a Heráclito
una especie de pampsiquismo o, más bien, pannoísmo. Sin embargo, a mi juicio
también esto es inconsistente con otros lugares del libro. Cuando se queja de
que no pensamos, Heráclito habla expresamente de los hombres, y no solo no
incluye a los (otros) animales, sino que siempre que trae a estos a colación
es para contraponerlos a los hombres, a lo que deberían ser los hombres. No hay
base alguna para pensar que Heráclito atribuía consciencia reflexiva a
cualquier ente.
La
razón está en todo, ciertamente, pero de al menos dos maneras radicalmente
diferentes: de una manera está en todas las cosas, pues existen y suceden según
razón, lo sepan o no; de otra manera, en el hombre y en los démones inmortales
la razón está además como consciencia de sí misma, esto es, en el doble aspecto
objetivo y subjetivo. Dicho de otra manera: toda realidad es lenguaje, pero
solo en los hombres y dioses el lenguaje está en el modo del que dice, y no
solo en el modo de lo dicho. Es la diferencia entre logikón y álogon,
que se encuentra también en el pitagórico Alcmeón de Crotona: el hombre es
lógico o hablante, mientras que los otros seres son sin-habla y sin-razón. Esto
es lo que hace paradójica la constatación de que, sin embargo, los hombres son
irracionales o ilógicos: los seres racionales son irracionales. ¿Son, entonces,
inferiores a los animales y a todas las otras cosas? Pero, para Heráclito, solo
los hombres pueden ser ilógicos porque solo ellos son lógicos.
Esto,
no obstante, no nos impide buscar en Heráclito, ya que no un pannoísmo, un
cierto pampsiquismo, un gradualismo de la consciencia, apoyándonos en su
concepción de la naturaleza única y continua del universo, todos cuyos estados
lo son de la misma sustancia, el fuego siempre-viviente. Tal tesis está
implícita en la teoría pitagórica (e hindú) de la metempsicosis. Así, con toda
seguridad para Heráclito (a diferencia de para Descartes) los animales sufren.
Es de hecho por eso por lo que pueden ser usados en comparación con el hombre.
De ello hablaremos en el capítulo dedicado a la psicología.
Habría,
entonces, en Heráclito, no una doble sino una cuádruple gradación de la
presencia de razón en los seres. De la forma más básica, decíamos, ella se
extiende a todos los puntos de la realidad, desde lo más simple e inerte hasta
lo más consciente. Más allá de ese modo externo, la razón está en los hombres
también como sujeto, como consciencia, como para sí. Pero esta forma de la
razón se divide en dos: unos hombres, los muchos, aunque tienen la posibilidad,
no logran (ni siquiera saben que tienen que procurarlo) realizar esa razón, y
pasan la vida en sueño y olvido. Por tanto, se parecen a los seres
inconscientes, esto es, se parecen a lo que no se parecen. Otros en cambio, los
pocos, son los que se investigan a sí mismos y despiertan, y dicen y hacen la
razón o conforme a razón. En un último modo hay que poner a lo divino o al
dios, que es la consciencia absoluta, la razón totalmente para sí, y
comparados con la cual, se nos dirá, nosotros, los hombres, somos como simios
comparados con un hombre. Lo divino no tiene la posibilidad de olvidarse de sí
y soñar, es puro pensamiento del pensamiento, según la fórmula de Aristóteles.
Su tratamiento será el último en el sistema.
*
¿Por
qué si los hombres tienen como naturaleza propia escuchar la razón, los más no
logran vivir de acuerdo con su naturaleza, sino que sobreviven parecidos a lo
inferior? Y, ¿por qué si los hombres tienen razón, ninguno posee comprensión,
como sí la posee el dios? Estas dos preguntas se refieren a los dos ámbitos que
rodean el camino del ensueño y el despertar del hombre: lo inferior y lo
superior. Entre la bestia y el dios (dice Aristóteles), entre Dios y la nada
(según Descartes)… Etapa inicial que algunos ni siquiera empezarán a dejar;
etapa final que quizás ni el mejor entre los pocos alcanzará como hombre. Sin
embargo, hay que esperar lo inesperado. Acaso se nos puedan iluminar algo estos
asuntos a lo largo del libro.
*
Que
el lógos o razón que rige y dirige todas las cosas se dé en los hombres
en la forma de pensamiento, hace que el camino de su descubrimiento, el camino
del despertar, sea el camino del conocerse a sí mismo:
ἀνθρόποισι
πᾶσι μέτεστι γινώσκειν ἑωυτοὺς καὶ σοφρωνέιν (116)
A
todos los hombres les es dado conocerse a sí mismos y ser sabios.
Yo
mismo, Heráclito, el que dice este discurso verdadero, no hice otra cosa que
eso:
ἐδιζηεσάμεν
ἐμεωουτόν (101)
Me
investigué a mí mismo.
Heráclito
es un pensador apolíneo. La máxima délfica γνῶθι σαυτόν, “conócete a ti mismo”,
está al comienzo del camino del despertar. Debemos comparar esta concepción
del conocimiento como conocimiento de sí, con los otros lugares en los que
aparecerá a lo largo de la historia de la filosofía.
El
más conocido de ellos es Sócrates. ¿Cuál es la relación entre Heráclito y
Sócrates? Extrañamente, pocas veces se ha pensado en esto. Nos cuenta Diógenes
(lo escuchamos con la prudencia que hay que tener para tales anécdotas, que no
pueden ser despreciadas pero tampoco pueden ser tomadas confiadamente en su
literalidad) que cuando Eurípides le preguntó a Sócrates qué le parecía el
libro de Heráclito, aquel contestó que lo que había entendido le parecía
maravilloso, y que creía que lo que no había entendido lo era también, pero que
hacía falta un buceador de Delos para leerlo.
También
Sócrates es un pensador de Apolo. Como se sabe, la conclusión de sus
reflexiones llevó a este maestro de filósofos a la docta ignorantia. En
cambio, no parece que le cuadre a Heráclito esa descripción. Diógenes Laercio
trasmite también la leyenda según la cual Heráclito de joven decía ser
consciente de que no sabía nada pero de mayor decía que lo sabía todo: habría
seguido, pues, el camino inverso a Sócrates. Pero una lectura atenta muestra
quizás en qué sentido esto debe ser entendido de manera muy diferente.
Sócrates es, como Heráclito, un pensador dialéctico. Su confesión de ignorancia
tiene que ser escuchada junto con su propia confesión, en plena vejez (ante el
jurado, por ejemplo), de estar seguro de varias cosas muy importantes: ante
todo, de que es preferible a toda otra cosa llevar una vida digna. Sócrates no
es, desde luego, un escéptico. Por su parte, la confesión de sabiduría de
Heráclito debe ser escuchada junto a las frases que leeremos en los capítulos
finales: la especie de los hombres no posee el conocimiento, la divina sí.
Lo
primero que une esencialmente a Sócrates y Heráclito, y que en este momento nos
interesa, es aquello mismo que Platón desarrollará a su manera: el conocimiento
no es, como quieren algunos, la introducción en el alma de conocimientos
venidos de fuera, sino el despertar o rememorar de lo que el alma posee en sí
misma, o de lo que ella es. Aprender es recordar lo que se olvida con esa
muerte que es nuestro nacimiento, es llegar a ser quien eres, según la
expresión de Píndaro.
También
Descartes, veintidós siglos después de Heráclito pero seguramente en el
momento equivalente de su civilización, presenta la tarea de pensar como un
conocimiento de sí. Sin embargo, es cierto que el modo en que la filosofía
europea moderna plantea la indagación de sí mismo es diferente al modo griego.
En Heráclito, como en todo el pensamiento clásico, no se comienza por la
necesidad de vencer al escepticismo o al solipsismo. La pregunta, que desde
Descartes llega hasta Husserl y la epistemología moderna en general, acerca de
cómo puedo saber que lo que encuentro en mi mente esté también en la realidad,
no tiene fácil lugar allí. No es que no se tenga consciencia del problema del
conocimiento. Dan prueba de ello desde las diatribas de Jenófanes contra el
antropomorfismo de los mitos hasta la exposición del falibilismo extremo en
Gorgias, quien afirma la antítesis perfecta de la identidad de pensar y ser
defendida por Parménides: si algo existiera —argumenta Gorgias— no podríamos
conocerlo, porque lo pensado y lo real son diferentes, so pena de que exista
cualquier cosa que nos representemos. Y, desde luego, si Parménides puede
tomarse la molestia de aseverar la identidad de pensar y ser es porque concibe
perfectamente la posibilidad contraria. Pero los filósofos presofistas, como
Heráclito, y después Sócrates y Platón, no abordan el problema epistemológico
desde ese lado escéptico o falibilista. ¿Por qué? Y ¿qué otro modo hay de
abordarlo?
Valdrá
la pena, antes, comparar el apolíneo conocimiento de sí con el giro
trascendental kantiano, con el que guarda una extraña relación de semejanza y
diferencia. Kant elimina muy conscientemente todo atisbo del psicologismo que
estaba en la base del escepticismo del siglo de Descartes y había resurgido en
el contingentismo radical de Hume. El conocimiento del sujeto trascendental no
tiene nada que ver con los fenómenos del curso de la consciencia, sometido al
flujo del tiempo. El precio que hay que pagar por eliminar la contingencia es
desustancializar al sujeto. El “yo pienso”, que acompaña a todas mis
representaciones proporcionándoles el sistema de referencia de la estructura
categorial, no es un ente, sino una función, la función de las funciones, esto
es, lo más vacío a la vez que lo más determinante, porque, en último extremo,
contiene toda la estructura de los fenómenos menos la materia u ocasión de
estos.
Sin
embargo, el giro kantiano no parece acabar con el escepticismo de Hume. Por su
propia naturaleza idealista, no elimina la duda radical de que a la “estructura
trascendental” no le corresponda nada, al menos nada semejante a lo pensado, en
la realidad: es más, hay que suponer lo contrario, que las cosas en sí son diferentes
a lo que de ellas dice “nuestra” estructura cognitiva; pero ¿qué tienen,
entonces, que ver las cosas con lo que creemos de ellas? Tampoco se acaba
siquiera con la sospecha de que la pretendida universalidad y necesidad de
nuestros conceptos y principios no sea más que una ilusión psicológica. Quizás,
como dirá Nietzsche, lo único que prueba el constructo trascendental es nuestra
fuerte necesidad de creer que entendemos el mundo y que este se rige por leyes
eternas (esto es, en último extremo, nuestra creencia en Dios).
El
modo en que Heráclito piensa la relación entre pensamiento y realidad es,
hemos visto, diferente: el propio pensamiento, la razón, es la “cosa en sí”. El
conocimiento humano participa de la razón según la cual está hecha toda
realidad. No hay lugar, pues, para la pregunta moderna acerca de la relación
entre representación o fenomenicidad y cosa en sí. Pero con ello no queda
excluido todo problema escéptico. Este hay que plantearlo en otros términos,
más propiamente epistemológicos.
(…)
Conocer muchas cosas para
comprender una sola
La misma
oposición que existe entre la razón común y las múltiples inteligencias propias
de los hombres, y la que hay, por tanto, entre los pocos que escuchan a aquella
y los muchos que viven ignorándola, la hay entre la auténtica comprensión y la
multitud de investigaciones o “historias”. Pero nuevamente esta diferencia no
es una negación de lo múltiple. La comprensión solo se alcanza a través del
conocimiento de las muchas cosas, aunque el mero conocimiento de muchas cosas
no enseña comprensión.
χρὴ εὖ μάλα
πολλῶν ἵστορας φιλοσόφους ἄνδρας εἶναι (35)
Han
de ser conocedores de muchas cosas los varones filósofos.
El
conocimiento de los hechos, de la manera más sistemática y científica posible
(historía), es necesario para llegar a la comprensión de la razón
universal, de la naturaleza última de la realidad, comprensión que, sin
embargo, no ocupa lugar u ocupa muy poco:
χρυσόν γὰρ
οἱ διζήμενοι γῆν πολλὴν ὀρύσσουσι καὶ ἑυρίσκουσιν ὀλίγον (22)
Oro,
los que buscan, tierra mucha remueven y encuentran poco.
La
estructura de quiasmo de esta sentencia ricamente elaborada opone
especularmente el remover mucha tierra y el encontrar poco oro. Oro y poco
ocupan el principio y el fin de la frase, que se cierra así en sí misma: común
es el principio y el final del círculo, se nos dirá luego. El oro, esto es, la
razón y fuego que, según nos enseña otra sentencia, se cambia en todas las
cosas y todas las cosas en él como las mercancías en oro y el oro en las mercancías,
está al principio, pero su comprensión solo se obtiene tras todo el proceso de
mediación, de remoción de la tierra, esa última forma de la degradación o
muerte del fuego, según sabremos también después, pero a la vez el punto a
partir del cual el cosmos recomienza su ciclo: De uno todo, de todo uno.
Oro-poco, o incluso oro-uno, es la comprensión a la que solo se llega
removiendo mucha-tierra o toda-la-tierra.
Es digno
de extrañeza que si el conocimiento es esencialmente conocimiento de sí mismo,
el “varón filósofo” (según la expresión que aparece en el fragmento 35, y que
algunos dudan que sea literalmente de Heráclito) haya, sin embargo, de conocer
muchas historias o hechos, recorrer el mundo cuando la aventura está en su
interior. Como diría Hegel, el espíritu necesita enajenarse para retornar a sí
a través de todas las cosas. Pero también, como en las mónadas de Leibniz, todo
sujeto es un microcosmos, de modo que conocerse a sí mismo es indistinguible
de conocer todas las cosas.
Esta necesidad
de la mediación nos dice que
φύσις κρύπτεσθαι
φιλεῖ (123)
La
naturaleza gusta de ocultarse.
Y que
ἁρμονίη ἀφανὴς
φανερῆς κρείσσων (54)
Armonía
inaparente, a la aparente supera.
ὅκωσπερ
σάρμα εἰκῆ κεχυμένων ὁ κάλλιστος κόσμος (124)
Como
montón de desperdicios echados al azar, el más bello orden.
La
naturaleza, esto es, la realidad, gusta de ocultarse. Algunos, para
“desantropomorfizar” la expresión, recuerdan que phileî tenía en griego
también el sentido de nuestro “suele”, pero me parece mucho más propia de
Heráclito la expresión tal como la traduzco, y que, de todas maneras, tiene en
castellano la ambigüedad suficiente como para ser entendida en los dos
sentidos. Coloco también aquí dos aforismos, el 54 y el 124, que parecen hacer
buen juego entre sí y con el anterior, pero que bien podrían figurar en algún
otro lugar del esquema y del libro. El primero de ellos, “armonía inaparente, a
la aparente supera”, tiene también forma de quiasmo, sin duda para acercar
dialécticamente lo inaparente y lo aparente, esto es, lo que no se muestra de
buenas a primeras y lo que es dado. Del término harmoníē, “ensamblaje,
ajuste, armonía”, hablaremos detenidamente en el capítulo siguiente. Aquí el
centro lo ocupa la contraposición aphanḗs / phanerḗs. La naturaleza o
realidad, cuya constitución es la armonía o ensamblaje de los contrarios, ama
ocultarse o no aparecer, su no-aparecer es superior a su aparecer.
Luego
veremos la razón ontológica y metafísica por la que la realidad gusta de
ocultarse: sin diferencia no hay realidad. Pero hay que preguntarse aquí si no
cae en inconsistencia este ocultamiento natural de las cosas con lo que
Heráclito nos dijo más arriba, esto es, que los hombres no ven lo que se
encuentran a cada paso. ¿El ocultamiento es entonces cosa de los hombres, o de
la realidad misma? Ninguna respuesta unilateral es adecuada. El ocultamiento de
la realidad no puede ser algo “subjetivo”, una especie de caída desde la visión
prístina de un cierto edén a la vida sombría de la caverna. Aunque el ocultamiento
se da en el entendimiento y la visión de los hombres, es algo que tiene su
fundamento en la realidad. Pero también es constitutivo de la realidad humana
el afán de despertar. El drama necesita de sombras tanto como de luces.
No
hace falta leer heideggerianamente este ocultamiento de la realidad: para
todos los filósofos clásicos la esencia está inmediatamente oculta, y solo
mediante el trabajo del pensamiento (que, de otra forma, no sería actividad
alguna, sino mera receptividad) aparece lo inaparente, sin que deje de ser luz
o fuego u oro esa realidad que ama ocultarse. Por eso el camino del despertar
pasa por un conocer muchas cosas, de las que tomar señales de la única que a
todas las rige y dirige sin anularlas.
Señales del oráculo: la comprensión
como dialéctica y analogía
Pero
¿cómo se alcanza la comprensión de lo esencial a través del conocimiento de
todas las cosas?, ¿cómo nos hablan las cosas de sí mismas y por tanto de
nosotros mismos? El texto que considero decisivo en este punto dice:
ὁ ἄναξ οὗ
τὸ μαντεῖόν ἐστι τὸ ἐν Δελφοῖς, οὔτε λέγει οὔτε κρύπτει ἀλλὰ σημάινει (93)
El
señor cuyo oráculo es el que está en Delfos, ni dice ni oculta, sino que
señala.
De este
aforismo esencial debemos, según decía en la introducción, aprender a leer a
Heráclito, pero también simplemente a leer, es decir, a entender la realidad,
porque este aforismo da las señas de toda interpretación de todo lógos.
De Alcmeón de Crotona se nos ha transmitido un dicho similar: “acerca de lo
invisible, solo los dioses saben; nosotros, mortales, solo podemos orientarnos
por señales”. Y algo semejante dice Jenófanes.
El señor
es, desde luego, Apolo, el patrón de Heráclito, el del conocimiento de sí, el
del arco y la lira (que encontraremos en el centro de la ontología) y el del
oráculo. Como han señalado muchos, Heráclito se refiere aquí a Apolo sin
nombrarle pero describiéndolo inconfundiblemente, esto es, ni lo dice ni lo
oculta, sino que lo señala. Así el texto hace lo mismo que dice, tal como los
hechos, cuando se tiene el alma para interpretar adecuadamente el testimonio de
la vista, señalan inconfundiblemente a la razón que los crea y rige. Apolo es
el propio mandato de la razón. Pero él mismo nos advierte de que el camino del
despertar no es ni el de lo oculto ni el de lo manifiesto. Que “no dice” quiere
decir que no declara abierta, literal, unívocamente. Que “no oculta” quiere
decir que la realidad tampoco es lo inaccesible, que entre nuestro lenguaje y
(el de) la realidad no hay pura equivocidad. Estas son las dos teorías
unilaterales y desencaminadas.
La
ciencia pretende un conocimiento diáfano de las cosas, su designación quiere
ser denotación unívoca. Pero la ciencia se abstiene de indagar la esencia y
existencia de las cosas, de poner en cuestión la estructura dialéctica de la
realidad: se limita a salvar los fenómenos. Manteniéndose en esos límites,
puede aspirar relativamente a realizar su intento. Algo distinto ocurre cuando
el discurso aspira a referirse a lo absoluto, a la esencia y existencia
últimas. No existe entonces tal acceso directo o literal a las cosas, pues ello
supondría la inexistencia de la diferencia, pero la diferencia es constitutiva
de la realidad. La diferencia entre, por ejemplo, sujeto y objeto, entre
fenómeno y realidad; la diferencia entre la sustancia o cosa en sí misma y la
esencia o su cognoscibilidad… es irreducible como, según una analogía
“geométrica” que usaré recurrentemente (y que se encuentra en Nicolás de Cusa y
otros filósofos), es irreducible la circunferencia (constituida de infinitos
puntos y de infinitas tangentes) al punto inextenso, con el cual, sin embargo,
tiene una relación de perfecta proyección. Pero eso no significa que la
auténtica realidad de las cosas esté irremediablemente oculta, que cualquier
término que utilicemos para referirnos a las cosas en sí mismas será usado
equívocamente, y que, por tanto, acerca de la esencia y existencia última de la
realidad haya que callar. Oponiéndose a esas dos concepciones abstractas, como
síntesis, si se quiere, de lo que en cada una hay de verdad, llamaremos
analogía a la relación que Heráclito propone entre el signo y lo significado,
esto es, entre lo dado y su realidad. El pensamiento de Heráclito es un
pensamiento de la dialéctica y de la analogía. 94
Reparemos,
también, en que lo que el texto no dice es precisamente el nombre, el nombre
‘Apolo’. Otro aforismo, que leeremos en la parte teológica del libro, sostiene
que lo uno, lo único sabio, no quiere y quiere ser llamado con el nombre de Zeus,
de Dios. Lo que el lenguaje no dice es la referencia directa, el “nombre exacto
de las cosas”, lo que constituiría la visión transparente de la realidad. En
esa ilusión caen el teósofo o el científico que pretende ir más allá de sus
límites y hablar de las cosas en sí. El lenguaje solo dice mediadamente la
cosa: no el nombre propio sino las propiedades y relaciones, no la sustancia
sino la esencia, si se quiere. Pero a través de las propiedades o la esencia se
accede a la sustancia, como a partir de la circunferencia entendemos
(entendemos sin entender, dirá el cusano) el punto indivisible e inextenso, que
es, sin embargo, la naturaleza última de la naturaleza.
Contra Pitágoras
Pero
veamos el caso de (contra) Pitágoras, el pensador que es tomado también como
ejemplo de polimatía y de hablar embaucador. Heráclito le dedica al menos otros
dos pasajes que conservamos:
Πυθαγόρης
Μνησάρχου ἱστορίην ἤσκησεν ἀνθρώπων μάλιστα πάντων καὶ ἐκλεξάμενος ταύτας τὰς
συγγραφάς ἐποιήσατο ἑωυτοῦ σοφίην, πολυμαθίην, κακοτεχνίην (129)
Pitágoras
el hijo de Mnesarco se ejercitó en investigaciones más que todos los hombres y
con lo que sacó de esos escritos hizo su propia sabiduría, erudición, malas
artes.
Πυθαγόρης
κοπίδων ἐστίν ἀρχηγός (81)
Pitágoras
es el iniciador de los trinchetes o
bien, Pitágoras es el cabecilla de los embaucadores.
La
diferencia de Heráclito con Pitágoras es, en cierto sentido, la más importante.
Esto es quizás evidente ya en el mismo uso del término. ¿Por qué habla
Heráclito, según hemos visto, de “los varones filósofos”? (Marcovich no cree
que esa palabra estuviese en el texto de Heráclito, sino que sería de Clemente,
quien usa en otras ocasiones ese sintagma, pero la palabra philósophos está
atestiguada ya en Heródoto, y no hay razones para negársela a Heráclito). Si el
nombre de filósofo, según se nos dice, no estaba todavía consolidado, o quizá
ni siquiera era un nombre, ¿por qué Heráclito escogió esta y no otra palabra
para nombrar a los hombres que buscan en sí mismos la razón que todo lo rige y
dirige?, ¿una palabra, por ejemplo, que no hubiera sido usado por ese
sabelotodo llamado Pitágoras, que es a quien se atribuye haber sido su inventor
(pues habría dicho —como dice Heráclito— que sabio solo es lo divino, y que él
era amante del saber)? Heráclito tenía la consciencia de estar dedicándose a lo
mismo que ocupó a Pitágoras. Aún más, Pitágoras es, entre los filósofos que
Heráclito pudo conocer, el más cercano a él: pensador apolíneo, de la armonía y
la medida de todo, de la enseñanza esotérica, del círculo de las almas. Justo
por eso Heráclito le toma como ejemplo del error: en la mayor cercanía habita
la más importante diferencia.
La
lectura obvia del primero de los dos textos (129) dice que Pitágoras se habría
ejercitado en “historias” más que ningún otro hombre, escogiendo de entre
ciertos escritos (¿qué escritos?, ¿acaso textos órficos?) aquello que mejor le
pareció y formando con ello un refrito intelectual en el que habría muchas
historias pero faltaría toda verdadera idea, toda auténtica comprensión. Ahora
bien, esta interpretación es difícil de aceptar: parece obvio que a Pitágoras
no le falta un sistema filosófico, y Heráclito no podía ignorar esto. Porque,
de no ser así, ¿a qué gran pensador le interesaría hacer amarillismo acerca de
los plagios de un “colega”? Desde luego, es necesario denunciar dónde hay
falsa sabiduría, pero esto solo tiene sentido si esa falsa sabiduría es muy
difícil de distinguir de la auténtica.
Por eso,
necesitamos una lectura más densa, aunque también más “improbable”, de la
divergencia entre Pitágoras y Heráclito, una divergencia allí donde ambos
convergen en situar el corazón de su filosofía. Y la máxima convergencia entre
ambos filósofos está, decía, en su concepción apolínea de la realidad. Como
pensadores apolíneos, los dos comparten la figura de la lira, es decir, de la
armonía, y el carácter analógico (“oracular”, esotérico) del conocimiento. Pero
divergen, si divergen, en la manera en que entienden esto. En Heráclito, la
lira es lo mismo que el arco, la armonía es lo mismo que la guerra. Y esto
significa que no hay una “solución” para la dialéctica de la existencia humana,
una paz definitiva, un fin final de la historia, sino que la realidad implica
siempre el retorno de lo otro, de lo negativo. En tanto que Pitágoras, como las
otras filosofías salvíficas con las que está emparentada (el hinduismo, el platonismo,
el cristianismo…), parece prometer un aniquilamiento final de la alteridad, un
retorno definitivo al Padre-Uno. Si esto es cierto, Heráclito y Pitágoras
divergen, entonces, en la divergencia misma, es decir, en el valor del no-ser.
Quizás el pitagorismo es un apolineísmo “blando”, conciliador, pacifista…
nihilista. Pitágoras no habría tenido el valor de lo que luego se llamará
dialéctica, lo que Heráclito expresará en lo que llamaremos pronto su principio
ontológico fundamental: difiriendo consigo mismo está de acuerdo.
Ahora
bien, esta interpretación de la diferencia de Heráclito con Pitágoras no puede
ser incoherente con lo que el fragmento dice explícitamente, esto es, la
denuncia de la erudición de Pitágoras. Tal vez podemos entender esto así:
puesto que Pitágoras no habría alcanzado la plena comprensión de lo uno que
diverge en sí mismo, en cierto modo no habría tampoco pasado de la
investigación, más o menos sistematizada, o de un atisbo lejano de la idea, que
adopta en él la forma de doctrina. Paradójicamente, pero con toda la lógica,
precisamente porque Pitágoras no habría alcanzado la unidad que explica en sí
misma la diferencia, se habría podido entregar a una unidad abstracta donde no
existe conflicto, donde la multiplicidad es negada como ilusión. El monismo,
sin el reverso de la dialéctica, sería el resultado de una comprensión todavía
abstracta, incompleta, rapsódica.
El otro
fragmento que nombra a Pitágoras (81) dice que fue el cabecilla de
embaucadores, según traducción habitual. Sin embargo, hay otra posible
interpretación de este texto. García Calvo, de quien tomo la traducción y la
información al respecto, traduce: “iniciador de los trinchetes” (kopídes),
efectos retóricos de los que todo lo que se puede inferir a partir de las
noticias que tenemos es que debían consistir en cortes de frase o cláusula (de κόπτω,
“cortar”). En un escolio a la Hécuba de Eurípides se cita a Timeo,
historiador del iv a. c., que dice (según restitución del texto a partir de
compilaciones tardías) que no fue Pitágoras el inventor de ese recurso de los kopídes,
según le acusa Heráclito, “sino que lo fue Heráclito mismo, el vano despotricador”.
Si se acepta esta interpretación del fragmento 81, entonces debe buscarse aquí
la confrontación de una retórica con otra. Ahora bien, Heráclito usa
continuamente de lo que hemos llamado “juegos de palabras”, luego la crítica a
Pitágoras no puede consistir en que este use recursos retóricos, sino más bien
en el modo de uso que Pitágoras haría de ellos por no haber entendido el
sentido profundo del uso del lenguaje. Pero esto puede entenderse aún de dos
maneras inversas: Heráclito podría estarse quejando de que Pitágoras usase
recursos superficiales, más destinados a inducir convicción irracional que a
hacer con los sonidos del lenguaje lo que se dice mediante él; o bien la queja
podría consistir en que Pitágoras confundiese lo que son no más que recursos
lingüísticos con auténticas “coincidencias” o no-coincidencias, y atribuyese
algún sentido mágico a las palabras, como hace el lenguaje religioso o
pararreligioso.
Esto
plantea un problema esencial. Hemos dicho que no se puede creer que Heráclito
sea (ni, desde luego, que el creyese que era) un iluminado, un teósofo o un
médium. Varios elementos de sus textos (sin ir más lejos, el hecho de que se
mencione en ellos a personajes históricos, en estilo de invectiva) muestran
claramente que Heráclito no confunde su trabajo del lenguaje con una tarea
sagrada. Heráclito sabe que hay una distancia entre el texto humano y lo
divino, y su relación con ello es la de la ironía. Que, según la leyenda,
depositase su libro en el templo de Artemis, no prueba otra cosa. Al
contrario: es propio de los libros iluminados querer manifestarse al mundo, o a
los fieles seguidores, que están dispuestos a considerar sagradas las palabras
del Maestro. ¿Qué pensaba Pitágoras de su propio discurso? Desde luego, como
sabemos, sus seguidores le consideraron divino, dotado del don de la ubicuidad
y otros milagros. Sus palabras eran, al menos exotéricamente, incuestionables: αὐτὸς
ἔφα, “él dijo”, es la expresión de los pitagóricos para referirse a las
palabras del maestro. ¿Habría creído Pitágoras, según Heráclito, que sus textos
eran sagrados? En ese caso, desde luego, sería, para Heráclito, un embaucador,
y ello precisamente mediante el uso de la retórica, lo que permitiría leer de
la doble manera nuestro fragmento.
Pero
nuevamente esto debe ser puesto en coherencia con la acusación de erudición
vana que Heráclito dirige contra Pitágoras. El mucho saber no enseña
comprensión, y puede incluso hacer creer a sus poseedores que tienen algún
conocimiento sagrado, lo que es coherente con que crean en una solución final
para el drama humano y tengan una promesa de paz para sus seguidores. La
auténtica sabiduría es ajena a todo eso: lo que Apolo dice es la convergencia
en la divergencia, como en el arco y la lira.
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