M.–Claro, esto es un diálogo. Intenta desembuchar y di, sin miedo: ¿qué te parece a ti que es verdaderamente valioso y bueno?
A.–Te digo, con miedo, que no lo sé. Ni siquiera sé si hay que planteárselo en términos tan generales: si hay cosas que son buenas para todo el mundo… o para la gente.
M.–O sea, que a la pregunta “¿qué es bueno?, ¿qué tiene verdadero valor?”, tú dices que habría que añadirle algo así como “¿para quién?”
A.–Sí. Una de las cosas que más me desconcierta es ver la cantidad de opiniones que hay y los caminos tan dispares por los que tira cada uno. A lo mejor no todos debemos seguir el mismo. A mí me bastaría con averiguar el mío, qué es bueno para mí, qué sentido darle a mi vida. Y eso es lo que no sé.
M.–Creo que exageras en lo de la diversidad de opiniones y caminos, tal vez porque has oído a menudo esta cantinela. Yo veo a la gente bastante igual, y no creo que disientan más en lo que llaman bueno (si la paz o la guerra, el saber o la ignorancia…), que en cómo se imaginan el mundo (si plano o redondo, con demonios o sin ellos). Pero habla mejor de ti. ¿Crees tú que cualquier cosa puede ser buena, según para quién?
A.–Podría ser.
M.–Supongamos entonces que no haya nada que sea bueno, absolutamente y por necesidad, para todos, sino que cualquier cosa pueda serlo, pero solo para alguien en concreto. Nada tiene por qué ser bueno para todos, todo puede ser bueno para alguien. Pero esto puede entenderse de dos maneras.
A.–¿Cuáles?
M.–Una manera de entenderlo sería decir que, como no somos iguales en los detalles, a cada uno, por nuestras naturalezas, nos convienen unas cosas, aunque las leyes naturales de lo conveniente sean las mismas para todos; de manera que en aquello en que somos iguales, sí nos convienen las mismas cosas, y a cualquiera que se encontrase en tu pellejo le convendría exactamente lo mismo que a ti.
A.–Claro, eso es.
M.–Esto es similar a decir que, dado que cada uno estamos en un lugar, tú y yo vemos cosas diferentes, pero hay una misma realidad para los dos, así que si yo estuviese en tu lugar y con tus mismos ojos, vería lo que estás viendo tú, y puedo incluso hacerme una idea de ello desde mi propia perspectiva. De la misma manera, aunque vivir sea bueno para todos, el agua solo es buena para los peces, como dice la canción. Eso es lo que podría significar que lo bueno es relativo a cada uno.
A.–Eso es lo que significa, ¿no?
M.–En un sentido inocente, sí. Pero podría significar, en cambio, que hasta el criterio de lo que es bueno y conveniente es cosa de cada uno y, como se oye decir a menudo, sobre gustos no hay nada escrito en el libro de la naturaleza, sino que tenemos, digamos, un cheque en blanco. La muerte o el dolor no son peores, objetivamente hablando, que la vida y el placer. La vida solo es un bien para el que la valora. ¿Entiendes la diferencia?
A.–Sí.
M.–¿Y cuál de estas dos cosas querías decir?
A.–La verdad es que no me había parado a pensarlo. Creo que me refería más bien a lo primero, pero ahora que lo planteas, me interesa que sigas discutiéndolo, porque es verdad que se oye muchas veces decir que nadie más que tú puede saber (no digamos decidir) lo que te viene bien.
M.–Sí, puede que haya que discutir antes esto, aunque estamos cambiando un poco el tema.
A.–¿Otra vez?
M.–Pero a lo mejor sea solo por un rato. Vale la pena discutirlo, porque si tienen razón los que dicen eso último, nos ahorraríamos toda la conversación.
A.–¿Toda?
M.–Sería tonto, para empezar, ponerse a hablar de qué es bueno en sí mismo. Cualquier cosa que tú creas valiosa (sea el placer, la libertad, el conocimiento o lo que sea), como cualquiera que crea yo (sea el sufrimiento, la esclavitud o la ignorancia), será igual de correcta, es decir, nada en absoluto.
A.–Es verdad.
M.–Esto es como si dijésemos, hablando del conocimiento, que la Verdad no es más que lo que a cada uno le parece. La Verdad sería perspectiva, pero no como cuando varios turistas miran desde diferentes lugares la misma torre, sino perspectiva de nada. Solo los pobres locos se pondrían a discutir, o ni esos, ya que a nadie le gusta hablar cuando no podría estar equivocado.
A.–¡Ojalá fuese así!... Pero hay mucha menos gente que cree que la Verdad no es una y la misma para todos, que eso otro, lo de que no hay Bien ni Mal absoluto, ¿no?
M.–Puede ser. Lo de que no hay la Verdad, sino mi verdad o tu verdad, apenas se atreven a defenderlo algunos filósofos (aunque también hay refranes que lo dan a entender). Pero sí que hay muchos, filósofos y no filósofos, que creen que existe la Verdad y no el Bien, con mayúsculas. ¿Te preguntas por qué?
A.–¿Por qué?
M.–No lo tengo muy claro. Los escépticos, en realidad, dirigen a la Verdad los mismos peros que al Bien: que si no hay quien pueda demostrar que lo que me parece no es más que una ilusión, que si cada uno ve las cosas de diferente manera… Pero parece que en lo de qué tiene valor y qué no, disfrutamos de una libertad que no tenemos para con la Verdad.
A.–Eso es cierto.
M.–Aunque es más cierto en unas épocas y tierras que en otras. ¿No coincidirá, me pregunto, que haya más desacuerdo en qué es lo Bueno con las épocas en que hay también más desacuerdo en qué creemos que somos nosotros mismos y qué es realmente este mundo?
A.–¿Cómo?
M.–Quiero decir que, por ejemplo, el que crea que él es un alma inmortal, es de esperar que actúe de manera diferente a quien crea que nuestros días están contados, ¿no crees?
A.–Parece lógico.
M.–Pero esa ya no sería una disensión sobre lo que es bueno, sino sobre lo que es verdadero. Lo que dicen quienes niegan que haya criterios de lo bueno no es eso, sino que, aunque dos personas creyesen exactamente lo mismo sobre lo que son las cosas, no tendrían por qué llamar bueno a lo mismo.
A.–Entiendo. Eso es decir que no hay nada bueno o malo por naturaleza. Es lo que tú comparas con que dos personas iguales en el mismo sitio no tengan por qué ver lo mismo.
M.–Eso es. La comparación entre el asunto de lo Bueno y el de lo Verdadero es útil, ya ves. Aunque, como todas las comparaciones, hay que usarla con cuidado. Estate vigilante.
A.–Lo intentaré.
M.–Sería absurdo, decía, discutir sobre qué cosas son valiosas en términos absolutos, si hasta los criterios son propios de cada uno. Pero ¿se podría ser más humilde y discutir de bienes concretos para gente concreta, por ejemplo, hablar tú y yo de ti?
A.–No sé si se podría.
M.–Si yo pudiese tan bien como tú decir qué te conviene, si pudiese darte consejo, tendría que haber una norma de lo que es conveniente, una norma independiente de ti y de mí, a la que atenernos. Es verdad que esa norma única daría distinto resultado si la aplicamos a tu caso o al mío (tal como la misma brasa produce olores diferentes según lo que se pone a quemar en ella, o como con la misma agua se hace distintas colonias), pero cualquiera que te conociese a ti y a tus circunstancias, podría determinar lo que te conviene.
A.–Es verdad.
M.–Quien aconseja, o simplemente opina, cree que sabe con cierta seguridad cuál es la medida real de eso de que opina.
A.–Es cierto. Si no, cada uno tendría que encargarse de sí mismo.
M.–¿Tú crees? ¿Será entonces, cada uno consigo mismo, quien sepa lo que es bueno para él, o… no, no que lo sepa, sino que lo decida, por su santa voluntad, como se suele decir?
A.–No queda más remedio, si se acepta lo que hemos supuesto.
M.–Pero ¿qué “cada uno”?... ¿Entiendes lo que estoy preguntando?
A.–No estoy seguro.
M.–Podrías pensar que debes ser tú quien decida qué es bueno para ti, no solo para ahora sino también para el futuro. Eso es lo que podría significar el “cada uno”.
A.–Claro.
M.–Pero alguien (yo mismo, sin ir más lejos) podría preguntarte: ¿quién eres tú ahora para decidir lo que es bueno para ti mañana?
A.–“El mismo”, le contestaría.
M.–Y diferente. ¿Sabes ya quién vas a ser el día de mañana? ¡Imagina que puedes incluso convertirte en filósofo!
A.–¿No lo somos ya todos?
M.–Sí, pero no. Y bueno, a lo que iba, ¿puedes decidir tú ahora por él, por el “tú futuro”, o él por ti? Y si podéis decidirlo vosotros, ¿por qué no yo?
A.–Pero ¿no puedes decirme, siendo filósofo, que hay algo permanente en uno que hace que, pese al paso del tiempo, sea más él mismo que otro?
M.–¿Y que le convengan siempre ciertas cosas?
A.–Sí, eso.
M.–Si eso es así y si debe ser así, será porque a cada uno, por nuestra naturaleza, nos lo parezca o no, nos viene bien una cosa y no otra, ¿no? Porque no creerás que el deseo va trasmigrando de un instante a otro, y se conserva sin transformarse…
A.–Nada perdura, ¿no dice eso algún filósofo?
M.–Claro que sí. Así que si alguien, por ejemplo tú ahora, pudiese decidir por otro, por ejemplo, por tú-luego (y no me refiero a decidir por la fuerza, porque eso puede hacerlo el que la tiene, yo o tú), no solo habría, como dices, algo así como una esencia de cada uno, sino que, además, los bienes y males irían pegados a las esencias como los olores a las flores. O sea, habría un criterio natural de lo que es bueno, que es lo contrario de lo que estamos suponiendo.
A.–Es verdad.
M.–Quienes niegan que haya criterios naturales de valor, suelen negar también que las cosas tengan algo así como una naturaleza o esencia, sea duradera o pasajera. Pero lo que de ninguna manera aceptan es que el bien y el mal puedan ir unidos a ella, porque la esencia que menos existe, dicen, es la del Bien. Bien es solo como llamamos a lo que cada uno prefiere preferir. Es un regalo que hacemos a las cosas, porque ellas, en sí mismas, no tienen valor. Pero ¿quién puede hacer ese regalo?
A– Cualquiera, con tal de que lo tenga.
M.–No se puede decir, entonces, que lo que es bueno depende de cada uno sin más, sino, como mucho, que algo tiene valor para cada uno ahora y solo ahora, ya que tal vez luego, para ese ser, eso ya no tenga el mismo o ningún valor. ¿Qué crees? ¿Esto sí se podrá decir?
A.–No lo sé. ¿Qué crees tú?
M.–Desde luego, hasta cuando decides para tu futuro, quien decide eres tú, el de ahora, según te da la gana ahora, y no según los intereses de ese yo futuro. No solo porque no los conozcas, sino porque tampoco podrías conocerlos.
A.–O sea, que solo sabemos qué es lo que queremos en este momento.
M.–Eso parece… De todas formas, se trata de un tú o yo minúsculo; tanto que podríamos llamarlo, hablando a lo matemático, infinitesimal. O, más bien, nada.
A.–¿Nada?
M.–Nada de nada o, como mucho, algo que no dura nada, porque en el plazo que va desde que digo “creo...” a que pronuncio “... que es bueno”, ya no soy el mismo. Quien decide qué es bueno, es un ser del instante. Si no, si dura algún tiempo y es uno y el mismo en diferentes segundos, podría ser cualquiera.
A.–Pues creo que eso es igual que no elegir.
M.–No creas, la decisión tiene que ser algo así, que no ocupe lugar (aunque por razones diferentes al saber). ¿No dicen muchos curanderos de almas que la mejor elección es la que no se piensa?
A.–¿La decisión ciega?
M.–No, no es ciega. La llaman así los que no ven que no hay que pensarlo todo, pero la decisión instantánea es como la luz, que no tiene cuerpo y por eso no hay mayor velocidad que la suya.
A.–Puede ser. Pero tú no crees eso, ¿verdad?
M.–Yo es que me pregunto una cosa.
A.–¿Cuál?
M.–Por qué hemos quedado en que no puedo ser yo el juez de lo que es bueno para ti, y sí tú, aunque seas la pequeña nada de ahora.
A.–Bueno, tú no puedes disfrutar mi felicidad, ni sentir mis deseos.
M.–Como nadie puede dudar de lo que está viendo, ¿no es eso?
A.–Sí… Pero, ahora que pones esa comparación, ya no lo veo tan claro.
M.–¿Por qué?
A.–¿No dudaba Descartes de lo que veía?
M.–Y yo, a veces, sobre todo cuando estoy despierto. ¿No es verdad que lo que creemos ver depende de nuestras ideas y de nuestros prejuicios? No ve, por ejemplo, las mismas cosas en un microscopio el que entiende que el que no. Donde yo veo manchas, tú serás capaz de
ver vidas de varias especies.
A.–Y donde tú ves problemas, yo casi no veo ni manchas.
M.–Es más, si no tuviésemos conceptos, o sea, pensamientos que van más allá de este instante, que son objetivos y no privados, no podríamos decir que percibimos ni creemos nada, ni siquiera en este instante.
A.–Por lo menos, no podríamos comunicarlo.
M.–No, no solo eso. Tampoco podríamos pensarlo, a no ser que tú seas capaz de pensar con simples “estos”, “aquíes” y “ahoras”.
A.–Tienes razón.
M.–Y, sobre todo, hay que aceptar que la palabra ‘Verdad’ tiene algún significado más allá de las palabras ‘veo’ y ‘creo’, hasta para quienes dicen que la Verdad es, para cada uno, lo que cada uno cree.
A.–¿Cómo?
M.–A menos que sea verdadero, absoluta y realmente verdadero, que lo que uno cree es verdad, no podrá nadie creer que la Verdad es lo que uno cree, ¿no te parece?
A.–Es un poco lioso, pero creo que te entiendo. Quieres decir que hasta quien dice que todo es subjetivo, solo habla con sentido si eso que está diciendo no es subjetivo, sino objetivo.
M.–Lo has entendido muy bien. De la misma manera, me parece a mí, lo que nos gusta y queremos, depende de lo que creemos, de nuestros principios o prejuicios de lo que es bueno.
A.–Es verdad. Un mismo dolor podemos interpretarlo como bueno o malo, según nuestras creencias.
M.–¿Pero qué pasa si también nuestros principios son solo lo que creemos o, mejor, lo que decidimos ahora que sean? Si fuese así, ¿se podría decir siquiera que es bueno lo que elijo yo ahora?
A.–Si es buena la comparación con la Verdad, no, claro.
M.–Deberá ser cierto, antes, que lo que uno desea en cada momento es lo Bueno. Si no es objetivamente bueno que cada uno elija en cada momento, no se puede decir que es bueno lo que uno elige. ¿No te convence esto?
A.–No sé…
M.–¿Qué duda tienes?
A.–Es que yo creo que aquí es diferente. Lo que quieren decir esos, los que dicen que no hay nada bueno o malo por naturaleza, creo yo, es que llamamos bueno a lo que deseamos, y punto. No creo que quieran decir que está bien y es bueno que cada uno elija lo que le apetezca, porque entonces claro que se estarían contradiciendo, como dices: estarían suponiendo una ley objetiva, que sería algo así como el derecho de cada uno a decidir.
M.–Lo estás entendiendo muy bien. Y tienes razón en acordarte de eso, porque muchos de ellos, si no todos a ratos, se confunden exactamente igual que tú.
A.–¿Tengo razón y me confundo?
M.–¿No es semejante, eso que dices, a que, hablando del conocimiento, dijésemos que llamamos verdadero a lo que creemos, y punto?
A.–Sí, parece.
M.–Pero no porque la Verdad debiera ser lo que a cada uno le parezca, sino porque, como no habría Verdad alguna, llamaríamos ‘Verdad’ a lo que cada uno cree que cree. Y esto, llevado de vuelta al asunto de lo Bueno, quiere decir que no solo no elegimos algo porque
sea bueno, sino que ni siquiera es bueno porque lo elegimos. Simplemente llamamos bueno a lo que cada uno elige.
A.–Eso es, pero me refiero solo al tema del Bien, no al de la Verdad.
M.–¡Ya! Tú quieres llevarte el Bien a otro terreno, al de los hechos, no al de las normas. Quieres describir lo que nos pasa cuando decimos que algo es bueno, y dices que eso es todo lo que hay que decir sobre lo Bueno, ¿no?
A.–Eso creo que piensan los que dicen que no hay Bien y Mal por naturaleza.
M.–Pero así no vamos a ningún sitio.
A.–¿Por qué?
M.–Porque, cuando estoy deliberando, o eligiendo, de nada me sirve saber que lo que elija será lo que, por las leyes del destino, del azar o de quien sea, iba a elegir. Igual que no viene a cuento, cuando estoy dibujando un círculo, saber cómo funcionan los lápices, las manos y
los cerebros. Nadie puede dejar de desear y valorar, como nadie puede dejar de pensar, solo porque sepa cómo funciona la naturaleza entera.
A.–Creo que te empiezo a entender.
M.–Puede que estemos condenados a ser esclavos, del azar o de la necesidad, pero, desde luego, también estamos condenados a ser libres. No puedo nunca dejar de valorar, o sea, de plantearme qué quiero o debo hacer, y esto es indiferente de que el curso de la naturaleza esté ya escrito.
A.–Es cierto, no había caído en eso.
M.–Si a un matemático, por ejemplo, se le apareciese un experto en cerebros y le dijese que todas las operaciones matemáticas no son más que sucesos químicos, y el matemático le dijese: “Muy bien, amigo, pero eso no me ayuda en nada a resolver este problema. Mira a ver si puedes resolverlo tú”...
A.–Dejaría en ridículo al experto que dices.
M.–¿Entonces es que el experto en cerebros no puede decir nada de la verdad de las matemáticas?
A.–Por supuesto que no. Eso es absurdo.
M.–Pues eso habría que decir aquí. Si cuando estoy dudando si debo elegir esto o lo otro, un experto similar me viene a informar de que, decida lo que decida, la naturaleza me había diseñado para ello, no me aliviará nada en mi decisión. Pero es justo de esto, de qué debo elegir, de lo que estamos discutiendo cuando nos preguntamos qué hay que considerar bueno.
A.–Es verdad, ahora lo veo claro.
M.–La Verdad no es lo que sucede que creemos, sino lo que deberíamos creer, y lo Bueno no es lo que sucede que queremos, sino lo que deberíamos querer. Y eso es así aunque defendamos que lo que deberíamos creer y querer es solo lo que cada uno cree y desea en cada momento. ¿Entiendes?
A.–Creo que sí.
M.–Hasta podríamos decirle al amante de las descripciones que lo que nos está diciendo es absurdo.
A.–¿Por qué?
M.–Porque, para empezar por el tema de la Verdad, si es como él dice, o sea, que nuestros pensamientos son el resultado de nuestra naturaleza, no podemos saber, ni nosotros ni él, si algo es verdadero, ya que no creemos más que lo que estamos condenados a creer. Hasta lo que él dice se vuelve un sinsentido, porque no puede justificar ninguna creencia, incluida la suya.
A.–¿Y eso vale también para el caso de lo bueno y lo malo?
M.–También, aunque algunos no lo ven.
A.–Yo, por ejemplo.
M.–Es que no es fácil. Pero mira: ese experto que nos viene a informar de que elegir no es más que lo que sucede que elegimos, ha debido tomar antes unas cuantas decisiones, tales como que es valioso dedicarse a su ciencia, que lo es venir a sacarnos de nuestro error, y mil otras, pero, sobre todo, la de que debe aceptar lo que le dicen sus razones. Y aparte de que tampoco a él le habría servido de nada saberse la historia del mundo para elegir lo que ha elegido, además, sus elecciones son completamente absurdas si él no cree que una cosa sea más valiosa que otra.
A.–Pero ¿no es verdad que lo cree solo por ahora?
M.–Claro que lo cree ahora, como el que resuelve un problema matemático lo resuelve ahora. Pero cree que eso es verdad, ha sido verdad y lo será siempre, independientemente de que él lo descubra ahora. De la misma forma, el que elige, cree, ahora, que es realmente preferible elegir tal cosa, y que cualquiera que estuviese en sus mismas circunstancias, de acuerdo con lo que ahora sabe, debería elegir exactamente lo mismo que está eligiendo él.
A.–Creo que tienes razón, pero lo que dices rompe ideas que traía, o que creía traer.
M.–Ahora me podrías decir: ¿qué pasa si está equivocado?
A.–No, ahí no veo problema. Todos podemos estar equivocados.
M.–Claro, y para poder estar equivocados debemos poder estar en lo cierto. Por otra parte, me parece también absurdo decir que, si llamamos bueno a lo que deseamos por naturaleza, no esté dado por naturaleza lo que es bueno... ¿Qué crees?, ¿era salado el mar, antes de
que hubiese gustos?
A.–Supongo que sí, igual que era húmedo y profundo.
M.–Algunos creen que no, porque sobre gustos no hay nada escrito.
A:– ¡Ah, entiendo!
M.–¿Pero creen estas personas que podría darse que el mar fuese como es, las papilas gustativas, el cerebro y demás partes del aparato, fuesen como son y, sin embargo, alguien lo sintiese dulce y le supiera agradable?
A.–No, claro.
M.–Porque, si hay leyes de lo que sucede, nada puede ser subjetivo en ese sentido, sino solo en un sentido inocente, es decir, en el sentido en que las diversas perspectivas no eliminan la realidad única, sino todo lo contrario.
A.–Es cierto.
M.–Pero todo esto, ya te digo, podemos dejárselo al experto, amante de las descripciones, porque nosotros no queremos confundirlo con lo que estamos discutiendo, que es si, cuando digo “esto es bueno” o “esto me gusta”, puedo creer al mismo tiempo que no hay nada valioso ni bueno en sí mismo.
A.–¿Y qué dices de lo que dijimos antes? ¿Cómo se explica que haya tanto desacuerdo en este tema? ¿No prueba eso que no se trata de algo único?
M.–¿Desde cuándo que estemos en desacuerdo sobre algo prueba que no hay un algo? ¿El desacuerdo de las personas no suele probar, más bien, que muchas o todas deben estar equivocadas?
A.–También tienes toda la razón.
M.–Haría falta otro argumento. Y por cierto, ¿puedes decirme algún asunto importante para ti en el que haya una solución clara y única?
A.–La verdad es que no. Hasta creo… que si tiene solución, no me interesa.
M.–Quizá sea una suerte. Volvamos, pues, al asunto por donde íbamos. Creo que no dimos ninguna justificación para decir que lo que tú elijas, ahora, es lo bueno para ti. Eso sería cierto si fuesen bienes cosas como la libertad de uno ahora (sea eso lo que sea) o la satisfacción inmediata, o el sentimiento actual de placer o de poder. Pero no hemos dicho que tales cosas sean valiosas.
A.–Es más, hemos supuesto lo contrario, que no hay nada valioso en sí mismo.
M.–Es que no hemos estado suficientemente atentos, y hemos dejado que se colase aquella ambigüedad que señalamos antes, ¿te acuerdas?
A:– No, ¿cuál?
M.–Quedamos en que es muy diferente decir que a cada uno le convienen unas cosas por ser uno lo que es, que decir que no hay nada que por naturaleza le convenga a nadie.
A.–Te refieres a ser relativo de manera inocente o no inocente, como las llamaste.
M.–Así es, a ser relativo solo relativamente, o ser absolutamente relativo, si tiene sentido hablar así.
A.–Es verdad.
M.–Así que hay que ir más allá y decir que, si no hay criterios objetivos de lo que es bueno y hay que querer, ni uno mismo ni nadie puede decir una palabra sobre eso, ni siquiera para sí mismo para el instante de ahora.
A.–Creo que tienes razón.
M.–Si le preguntásemos, al que cree que no hay nada bueno por naturaleza, por qué ha decidido hacer una cosa en lugar de cualquier otra, no podrá, al final, decirnos nada. Empezará, quizá, dándonos explicaciones como “creo que así seré feliz”; pero si le seguimos preguntando por qué quiere ser feliz, en algún momento nos dirá algo como
“porque me da la gana”, como si hubiese llegado al final, cuando no ha empezado. Lo que decide, según él, es independiente de que sepa si es un hombre o un pez. Lo mismo daría que se quisiese quitar la vida, teniéndolo todo.
A.–A alguien así lo tomaríamos por loco.
M.–Sí, pero sin razones, porque no las hay ni para nuestros gustos ni para los suyos.
A.–Si no hay criterios absolutos, vale todo.
M.–No, no vale todo, sino nada. Esto es tan sencillo como decir que si no hay lo Blanco, una idea o criterio único de blanco, no hay blancos de diferentes matices ni cosas blancas, o si nada es verdad en todas partes, nada es verdad en ninguna. Si nada es bueno absolutamente, absolutamente nada es bueno. Hasta me parece imposible, con ese supuesto, definir cosas como desear, preferir, elegir y todo eso, o explicar por qué no podemos decir que tiene deseos una patata.
A.–Es cierto.
M.–A esto de que nada tiene valor en sí mismo se le llama, entre filósofos, nihilismo. ¿No te has enterado de que Dios ha muerto?
A.–Eso dijo Nietzsche, ¿no?
M.–Nihilismo, dice ese hombre, es la convicción de que todo carece de sentido. Y es el efecto directo de la muerte de Dios, es decir, de la idea de algo bueno absoluto, de normas naturales de lo bueno y lo malo. Una vez muerta esa vana creencia, el valor de las cosas se queda “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.
A.–He leído a Nietzsche. Beatriz también lo lee. Pero, cuanto más lo leo, más me pasa como con Platón: no sé si entiendo lo que quiere decir. Aunque me parece que tú no nos diste en clase una versión tan pesimista de lo que él dice.
M.–Claro que no. Casi no hay nadie tan optimista como él. Tampoco ha habido mucha gente tan sensible al dolor. Para Nietzsche, que no haya valor en las cosas, es una gran oportunidad. Pero otros no se lo toman tan bien, y se sienten cayendo en ningún sitio. No todos le encuentran sentido a que nada tenga sentido. Pero de Nietzsche podemos hablar en otro momento, porque no conviene simplificar (aunque, bueno, ahora no sabemos siquiera si hay conveniencias). Hablemos de ti, mejor. ¿Qué te parece?, ¿ves bien eso de que nadie pueda, justificadamente, darle valor a nada?
A.–No, yo no.
¿Por qué diálogos? ¿Esa estructura no la agotó ya Platón (como Beethoven la forma sonata)?
ResponderEliminarRecién leí un libro de Zanotti en donde se fijaba y mucho en cómo escribe la gente pues la escritura así como la genealogía de lecturas explicitada, permite una estabilización de las ideas, por ejemplo, daba el ejemplo de un Popper con su prosa analítica y desbrozada, con su influencia vienesa circular, que -justamente por estos ingredientes formativos- le costó y solo apenas dejó vislumbrado, una perspectiva del falsacionismo menos ingenua y mucho mejor esbozada por Lakatos luego más adelante.
Cuando Sócrates habla, siempre tengo la sensación de que se está en una suerte de rousseunismo filosófico donde uno puede ver las Ideas si las piensa bien y con independencia de su forma de lenguajear. Eso es lo que me disgusta de los diálogos de Platón en particular y los diálogos platónicos en general. Y sobre todo cuando se estructuran en torno a una dialéctica instructiva en vez de una por así decirlo, competitiva . Claro que, a mi ver, toOodas las estructuras tienen sus defectos, sus puntos ciegos mejor dicho, pero, supongo claro, que esto como platónico no lo considerarás verdad (pensarás, imagino, que existe una Forma de expresar perfectamente la Verdad) por lo que en tal caso tendrás una respuesta a este desoír lo verbal y lo genealógico que percibo en Platón (a diferencia de, por ejemplo, Aristóteles: sólo hay que leer su Metafísica, ¿no?)
Más centrado, diré que el constructivista efectivamente considera que Verdad y Bueno merecen el mismo tratamiento filosófico pero éste no se resume en afirmar que sobre gustos no hay nada escrito (Rorty, me dirás, no piensa así, vale, pero ese, entonces, NO es constructivista) sino que NO existe una esencia ontológica detrás del concepto Verdad, detrás del concepto Bello, detrás del concepto Bueno o, por decirlo, gráficamente: el constructivista NO tiene ningún problema con Miss Mundo, ahora, Miss Universo ya suena demasiado pretencioso para alguien tan mundano.
Las esencias, como digo, no existen, mejor dicho, como práctica cognitiva, no sirven sino las generalizaciones reconocibles (que se utilizan, o se sacan, en función del ámbito considerado como presente) para todos.
Esto, a la postre, nos remite a un pensamiento casuístico: el contexto importa. Holismo. Decía Borges que pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer y dado que, añado yo, para crear una máxima moral se necesita dar cuenta de ciertos conceptos abstractos que, por su propia naturaleza olvidadiza, no registran todos los detalles que sí pueden ser relevantes en un contexto determinado; entonces se necesita algo más que una razón pura para saber cuándo tales detalles sí son relevantes y cuándo no, o sea, existe una percepció preverbal en nuestra consideración sobre lo bueno y, también consecuentemente, no hay modo de traducir verbalmente nuestros deseos moralistas, o sea y termino, NO hay modo de justificar impositivamente nuestros anhelos morales, en última instancia (insisto en lo de última), cómo recién leí en un libro de Murakami, si necesitas que te lo expliquen para entenderlo entonces dará igual que te lo expliquen y si necesitas que te lo explique, piensa en un pederasta al que le tratas de argumentar la maldad de sus abominables fechorías: lo entenderá pero no lo cambiarás luego no le justificastes nada absolutamente.
Héctor,
ResponderEliminarPlatón, ni nadie, puede agotar el diálogo. Tú y yo mismo estamos dialogando. Pensar es, según Platón, dialogar con uno mismo. Este diálogo no tiene por qué ser mejor si es "competitivo", como dices. Los diálogos de los políticos, y muchos de nuestros diálogos, son competitivos (erísticos), y no ganan nada. ¿Porqué tenemos tanto rechazo visceral por lo "instructivo"? Creemos que nadie nos puede enseñar nada, ni siquiera en la forma de diálogo, que es aquella en la que el interlocutor tiene la última palabra, para asentir, rechazar, o abstenerse, o preguntar...
el constructivista efectivamente considera que Verdad y Bueno merecen el mismo tratamiento filosófico pero éste no se resume en afirmar que sobre gustos no hay nada escrito
Según el constructivista, sí "hay escrito", demasiado. Porque no hay ningún criterio por el que dirimir si algo de los escrito es más valioso queotra cosa.
Las esencias, como digo, no existen, mejor dicho, como práctica cognitiva, no sirven sino las generalizaciones reconocibles (que se utilizan, o se sacan, en función del ámbito considerado como presente) para todos.
¿Qué significa ahí "considerado"? Y lo de todos es una falsedad absoluta. Hay muy poca gente competente para evaluar las teorías correctas, en la ciencia y en la filosofía.
Y acerca de la intersubjetividad, ya te hice la pregunta que requiere respuesta: ¿cómo sabes que cierta aserción es intersubjetiva, y no una ilusión mía de que están asintiendo varios?
Decía Borges que pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer
Pues se equivocaba, porque pensar estambién atender a lo concreto: no hay nada que no sea cognoscible. aunque un primer paso sea la abstracción, el conocimiento busca ordenadamente la particularidad más particular.
y dado que, añado yo, para crear una máxima moral se necesita dar cuenta de ciertos conceptos abstractos que, por su propia naturaleza olvidadiza, no registran todos los detalles que sí pueden ser relevantes en un contexto determinado...
Es que esta premisa es falsa. El juicio moral necesita tener en cuenta todos los detalles, y es injusto si no los tiene. Pero esto no quiere decir que no haya juicios morales, como los hay en la ciencia, cuando se tienen en cuebta los detalles. Insisto, relatividad no es relativismo ni todo-vale-ismo.
Tú dices que efectivamente no todo vale, pero cuando explicas cómo es eso, dices que vale lo que contingentemente aprueben no se qué grupo de personas. Lo que esl o mismo que no decir nada, porque cuando yo juzgo, sea en ciencia sea en moral, lo que piensen los demás o lo que esté establecido, me la suda. Me atengo a criterios racionales, que veo evidentes. Si no los hubiera, no habría juicio alguno.
piensa en un pederasta al que le tratas de argumentar la maldad de sus abominables fechorías: lo entenderá pero no lo cambiarás luego no le justificastes nada absolutamente.
Entonces supongo que tú no has tenido nunca la experiencia personal de cambiar tu apreciación de las cosas gracias a argumentos. Lo que hace que para ti sean inútiles (o pero, manipuladoras) todas las discusiones morales. No, Héctor, no hagas un análisis tan precario.
Veo que te gusta el método socrático, sea pues:
ResponderEliminar¿Acaso los laberínticos diálogos filosóficos mantenidos en este y otros blogs te ha llevado por algún vericueto que no muere en pared?
¿Acaso todo texto adversario es corregible de por sí y no deviene su error, en todo caso, de un precontexto que pedir explícitar y no presuponerlo en la corrección?
¿Acaso no repudiamos todos de forma natural los excrementos como alimento o los niños como objeto sexual sin necesidad de consensuarlo o votarlo?
¿Acaso es interesante, a ciertas alturas de la vida, la pregunta por la ilusión o la realidad cuando, de todos modos, nos suceden hechos sin nuestro consentimiento?
¿Acaso es algo concreto y no mediatizado y abstraído por el pensamiento el percibir como idéntico al perro de las 15:14 y al de las 15:15?
¿Acaso alguien ha cambiado de postura moral por algo más que por haberse dado cuenta de no ser coherente en su argumentación?
Héctor, el método socrático sólo me gusta cuando el sócrates soy yo :)
ResponderEliminar¿Acaso los laberínticos diálogos filosóficos mantenidos en este y otros blogs te ha llevado por algún vericueto que no muere en pared?
Las ideas fundamentales de mi libro (y de mí, casi) son el Laberinto y el Amor. El Laberinto es la dialéctica. Efectivamente, todas las tesis filosóficas (absolutas) tienen su luz y sus aporías. El pensamiento vuelve una y otra vez por una y pr otra. (En mi libro hay un continuo ejercicio de dialéctica, de mostrar las aporías de TODAS las teorías).
Pero hay algo que es el Eros o Analogía, que nos permite "ver" (apenas) que no todas las vías de la dialéctica son iguales. La de lo Uno, lo Mismo, etc, es superior, en todo y por todo, a la de lo Múltiple y lo Otro. Las aporías de lo Otro son más radicales e irrevasables.
¿Acaso todo texto adversario es corregible de por sí y no deviene su error, en todo caso, de un precontexto que pedir explícitar y no presuponerlo en la corrección?
Si esto fuese así, no habría posible diálogo. Que tú estés aquí, prueba que no lo crees (me parece).
¿Acaso no repudiamos todos de forma natural los excrementos como alimento o los niños como objeto sexual sin necesidad de consensuarlo o votarlo?
Claro, porque es naturalmente (lo que no significa biológicamente) buena la vida. Luego la ética tiene una base natural (en el sentido de objetiva).
¿Acaso es interesante, a ciertas alturas de la vida, la pregunta por la ilusión o la realidad cuando, de todos modos, nos suceden hechos sin nuestro consentimiento?
hay gente que prefiere saber cuándo está en fase terminal. Pero, de todos modos, yo no soy tan desesperado. Saber nos hará libres. Conócete a ti mismo. Si no, no vives tu vida. Y conocerte a ti mismo, es preguntarte por el Sentido (no sostener que no lo hay, o que hay tantos como se le ocurran a grupos sociales -que a mí, te lo digo sinceramente, me la pela lo que diga mi sociedad-).
¿Acaso es algo concreto y no mediatizado y abstraído por el pensamiento el percibir como idéntico al perro de las 15:14 y al de las 15:15?
Pero es que el pensamiento no es un manipulador (salvo para un místico irracionalista): es la única manera de tener la realidad. Nuestro problema es ese, el pensamiento judeoprotestante moderno, para el cuál la Razón es la puta de Satanás, como dijo Lutero. Hay que recuperar a Platón contra toda esa basura moderna.
¿Acaso alguien ha cambiado de postura moral por algo más que por haberse dado cuenta de no ser coherente en su argumentación?
Yo mismo. Aunque he cambiado cosas por verme incoherente, también las he cambiado cunado me han hecho ver, por ejemplo, que el sufrimiento gratuito de los animales es inadmisible. Yo era ciego a eso cuando de pequeño maltrataba animalillos. Hacía lo que creía, pero estaba equivocado, era insensible a un mal real, el dolor.
Caro Juan, ¿cómo sabes que una brújula (la de la Otredad) encuentra más obstáculos que la otra (la de la Unidad) sino puedes vislumbrar el camino desde arriba?
ResponderEliminar¿Por qué sabes que estoy aquí para convencerTE y no para convercerME mejor o para simplemente matar el tiempo?
¿Por qué si la ética tiene un sentido natural es objetiva y no precisamente intersubjetiva, es decir, referido a lo natural humano?
¿De qué saber nos hace siempre libres si estamos obligados para sentirnos libres tratar siempre de saber en vez de, pongamos, intuir?
Si el pensamiento NO manipula es que entonces lo pensado asimila lo real, ahora, ¿cómo sabes que lo pensado NO manipula si para demostrarlo sólo puedes pensarlo?
¿Hubieras cambiado de actitud moral con los animales de no haberles visto sufrir nunca?
Héctor, me alegra que me preguntes (aunque eso no es el método socrático, eso es un interrogatorio policial en toda regla, pero bueno):
ResponderEliminar¿cómo sabes que una brújula (la de la Otredad) encuentra más obstáculos que la otra (la de la Unidad) sino puedes vislumbrar el camino desde arriba?
Porque no hay ninguna inconsistencia en la idea de Unidad e Identidad en sí (la inconsistencia se da cuando pensamos esa identidad como pensada, y ahí es donde el sujeto le "mezcla" cierta alteridad) mientras que la idea de Otro en sí es inconsistente en sí misma. Nadie puede ponerse por encima del ser y el no ser (salvo quizá Hamlet) pero desde nuestro pequeño abajo, podemos ver si algo brilla o es oscuro.
Como digo en el libro, no para matar el tiempo, sino para vivirlo. No estoy para convencerte ni para que me convenzas, sino para que nos convenzamos (se me convenza a mí). Si pensase que el diálogo es para matar el tiempo, no lo consideraría un diálogo, sino un cronocidio.
¿Por qué si la ética tiene un sentido natural es objetiva y no precisamente intersubjetiva, es decir, referido a lo natural humano?
Porque cuando yo me planteo qué debo hacer (que es la pregunta relevante en ética) me la suda lo que opinen todos los demás, salvo que me convenzan con razonamientos, y no con la idea de que todos lo hacemos así.
¿De qué saber nos hace siempre libres si estamos obligados para sentirnos libres tratar siempre de saber en vez de, pongamos, intuir?
No entiendo bien la pregunta, pero si voy encaminado en mi imaginación, te diría, primero, que intuir es conocer (aunque ahora tendríamos que definir "intuir"), y no se puede decir "estar obligado" a algo que corresponde a la propia naturaleza. Igual que la planta no está obligada a creer (es una malísima interpretación) el hombre no está obligado a, sino que quiere, conocer.
¿cómo sabes que lo pensado NO manipula si para demostrarlo sólo puedes pensarlo?
No lo sé, pero estoy seguro de que nadie puede hacer otra cosa que pensar, y que uno se sale del tiesto cuando plantea "hipótesis" inconcebibles.
¿Hubieras cambiado de actitud moral con los animales de no haberles visto sufrir nunca?
No vi a los aztecas sacrificados, pero me parece horrible. De todas maneras, yo no niego que ver sea parte de conocer: para las cosas a las que atañe, lo es (a diario uso mis ojos).
Héctor,
ResponderEliminaren mi comentario anterior, tras el tercer párrafo debería ir citado tu texto:
¿Por qué sabes que estoy aquí para convencerTE y no para convercerME mejor o para simplemente matar el tiempo?