1.0
Por qué es insuficiente cualquier tratamiento no filosófico de esta cuestión
¿Qué es Filosofía?, nos preguntamos en primer lugar,
con vistas a pensar después qué lugar le corresponde en la Educación. ¿Cómo
podríamos responder a esta pregunta?
Podríamos comenzar –y sería muy pertinente hacerlo así,
ya que nos lo preguntamos con un pretendido interés público- por escuchar al
público, a todo el mundo. Todo el mundo tiene alguna idea de qué es filosofía,
puesto que usa la palabra con naturalidad. Ni siquiera es un término técnico o lo
es en mucha menor medida que otros términos en principio análogos, como
Biología, Gramática… Todo el mundo maneja expresiones como “tener cierta
filosofía de vida”, “ponerse filosófico”, “tomarse las cosas con filosofía”… Tampoco
parece que las gentes consideren la palabra como especialmente equívoca, aunque
estarían dispuestas a verle diversos sentidos relativamente independientes y
difíciles de concentrar en uno solo o principal (lo que no es nada extraño en
los términos poco técnicos, a diferencia de lo que les ocurriría con “biología”
o “gramática”, donde el grado de tecnicidad es directamente proporcional al
grado de no-ambigüedad).
El concepto que la mayoría de la gente se hace de lo
que es la Filosofía dice algo así: filosofar es preguntarse por cuestiones “existenciales”
o “esenciales”, tales como el sentido de nuestra “vida”, el “origen” o por qué
de todas las cosas, y su fin y para qué… La filosofía intentaría proporcionar
una concepción racional global de la realidad, todo ello mediante conceptos muy
abstractos y abstrusos razonamientos por parte de los “profesionales” de la
filosofía, aunque caben también filosofías sencillas, adaptadas o populares…
Junto a esta visión halagüeña coexistiría una, más negra, del filósofo como un
personaje que vive en las nubes, y (sobre todo en las edades modernas y en las
gentes de cierta cultura media) una más desmitificadora que tendería a
identificar al filósofo con una especie de ilusionista engreído que piensa
estar en posesión del conocimiento de todo lo divino y lo humano pero cuyos
resultados son apenas más que puro viento, viento, eso sí, muy barroco.
Sin embargo, cuando nos preguntamos rigurosamente, y
con implicaciones políticas, algo como qué lugar debería ocupar la Filosofía en
la Educación (o qué lugar debería ocupar el Juego, la Gramática, el Arte, la
Religión…), incluso aunque se trate de una pregunta formulada en el ámbito
democrático, no nos conformamos, paradójicamente, con la “mera” opinión de las
gentes: queremos poseer un informe y consejo de expertos. No es ya solo que
deberían ser expertos quienes nos dijesen cuál es la opinión popular sobre la
filosofía (contra lo que hemos pecado aquí), sino que los propios expertos
tendrían que hacerse cargo del contenido, y ser ellos quienes definiesen
correctamente la cosa. La concepción popular, además de difusa e
incuantificable, bien podría estar desencaminada, depender de cierto
estereotipo tradicional al que acaso ya apenas le corresponda alguna realidad… (de
hecho, constatará el experto, cuando el común de las gentes entra en contacto
con las producciones de los filósofos contemporáneos siente irremediablemente
una decepción similar a la que siente cuando contempla un cuadro o escucha una
composición musical contemporáneos).
Pero ¿quiénes son eso expertos que podrían decirnos
qué es la Filosofía? ¿No es natural pensar que no pueden ser otros que los
filósofos? ¿Quién mejor que ellos nos dirá qué es eso a lo que se dedican en
cuerpo y alma, de la misma manera que nadie mejor que un biólogo para decirnos
qué es la Biología, nadie mejor que un artista para decirnos qué es el Arte,
nadie mejor que el político para decirnos qué es la Política…? Esto es, en un
sentido, así. Sin embargo, en otro sentido, y paradójicamente, sabemos que no
siempre, o más bien casi nunca, es propio de uno decir lo que uno es.
Por principio, la inmensa mayoría de las actividades
humanas no tienen por objeto, ni tienen siquiera la posibilidad de, preguntarse
qué son ellas mismas o a qué se dedican. Como se ha dicho tantas veces, en
cuanto intentamos preguntarnos por algún ámbito de la actividad humana, en
cuanto nos formulamos la pregunta de qué
es eso que hacemos (qué es la política, qué es el arte, qué es la biología…)
dejamos de hacer propiamente esa actividad y nos dedicamos a… presuntamente la
Filosofía. Excepto presuntamente, por tanto, cuando nos formulamos la cuestión
de qué es la Filosofía[1]. Pero si la Filosofía
estaría a salvo de ese problema (que sea necesariamente otro quien la defina),
no estará libre del problema inverso: es muy difícil, lo más difícil del mundo,
lo imposible acaso, tomar distancia respecto de uno mismo, mirarse y conocerse
a sí mismo[2].
Si queremos evitar, cuanto sea posible, este problema
de que la Filosofía sea sujeto y objeto, juez y parte, aún podemos buscar al
experto que nos la defina o caracterice, en ese “otro” saber (según algunos, el
único saber propiamente dicho), que evita los defectos del saber popular y
tampoco cae en los de la Filosofía, en este caso agravados por la circularidad.
Desde luego, nos referimos a la Ciencia. La Ciencia, en algunos de sus
territorios, podría decirnos qué es la Filosofía (y qué es la Educación, y qué es lo que
debe-ser…). Historiadores, sociólogos, antropólogos, psicólogos… nos informarán
de la conducta de los considerados filósofos: cuándo comenzó a haberlos, qué
función social cumplían en cada época y lugar, qué creían ellos de sí mismos,
qué enfermedades tenían… Respecto de su papel en la Educación, sabrá
informarnos la Ciencia también de cómo ha figurado en las diversas
instituciones o momentos pedagógicos de la historia de la sociedad, de sus
efectos psicológicos y sociales, etc.
Sin embargo, hay razones para pensar que una teoría
científica acerca de la Filosofía es insuficiente e incluso radicalmente
insatisfactoria. Se puede hacer aquí, al menos, una doble pregunta, la primera en
relación con la Filosofía y la segunda referida a la propia Ciencia.
En primer lugar, y por lo que respecta a la Filosofía,
puesto que esta también se plantea la cuestión acerca de ella misma, y lo haría
de una manera cualitativamente distinta a como la encara la Ciencia (cuando
menos, esta es una tesis posible), habría que preguntarse: ¿qué relación hay
entre el saber científico o positivo acerca de la Filosofía (de su historia, de
su sociología…) y lo que la Filosofía tenga que decir de sí misma mediante sus quizá
propios métodos, recursos o estrategias? ¿No será preciso analizar el asunto
“también” desde el interior (ya que no se puede hacerlo desde un lugar exterior
a ambas, a Ciencia y a Filosofía)?
De hecho, puede plantearse el problema inverso al del
autoconocimiento: ¿quién puede conocer a uno mejor que uno mismo, en primera
persona? ¿Puede la Ciencia entender adecuadamente aquello que ella acaso no es?
En verdad, puede decirse, cualquier tipo de actividad humana (como no sea, a lo
sumo, la Ciencia misma), es explicada
por la Ciencia de manera solo exterior, aunque nos cuesta mucho ver esto, dada
nuestra relación con ella. El Arte, por ejemplo, no es realmente comprendido
por las ciencias acerca del Arte (Historia, Sociología, Antropología del Arte,
etc.): en un sentido esencial el Arte solo es “comprendido” estética o
artísticamente (que es su modo peculiar de ser) por quien hace arte. Tampoco
las ciencias políticas (en la medida en que son Ciencia, y no ya actividad
política) entienden más que unilateralmente lo que es hacer política. Lo mismo
puede decirse de la Religión: ninguna teoría científica (antropológica,
sociológica, psicológica…) de la Religión comprende propiamente el “fenómeno
religioso”: solo la vivencia religiosa tiene, en un sentido esencial, un
conocimiento de primera mano de ese “fenómeno”, lo que no quiere decir que no
le sea útil también una perspectiva científica, como una artística, y
filosófica[3]. No obstante, ni el Arte,
ni la Política, ni seguramente la Religión tienen entre sus funciones
“comprenderse” a sí mismas, en el sentido de “hacerse objeto de conocimiento”,
tomarse como objeto de verdad o falsedad. En este sentido, su
auto-“comprensión” debe ser siempre entrecomillada. En cambio, la Filosofía sí
tendría por objeto la verdad (como se discutirá después), incluida la de sí
misma. Incluso la reflexión no-científica que el artista, el político, el
creyente… ofrecen de su ámbito, puede argumentarse, es propiamente filosófica
(lo que tampoco quiere decir, como se verá más adelante, que la Filosofía sí
agote la “comprensión” del Arte, de la Política, de la Religiosidad…)[4]. Esto tiene como
consecuencia que la relación de la Filosofía con la Ciencia sea a la vez más
estrecha y más conflictiva que la que
guardan con esta última los otros ámbitos.
Si nos acercamos críticamente a lo que las ciencias
tienen que decirnos sobre la Filosofía y los filósofos, nos veremos
confrontados con ciertas preguntas ineludibles, que delatan la insuficiencia
del tratamiento meramente científico o “positivo”: ¿Cómo ha determinado el
científico (el historiador, el sociólogo, el psicólogo…) qué cuenta como
filosofía, quiénes cuentan como filósofos? ¿Por qué tenemos que considerar filósofos
precisamente a esos? Aunque el científico intente partir del uso social más
común, si quiere introducir en él alguna “precisión”, o incluso “corregir” la
opinión popular (lo que es muy discutible políticamente, pues, ¿no es esta, la
de la Ciencia, una manera “anti-democrática” de proceder en lo que significa
instituir los nombres y sus conceptos?, ¿está la Ciencia por encima o por fuera
de la opinión de la gente…?[5]), tendrá que imponer
criterios de relevancia, criterios teoréticamente normativos. Si para ello, y
como dice Aristóteles, hay que atender no solo al uso común sino, dentro de
este, al de los mejores y más expertos, o bien el científico toma el sentido de
la palabra de los propios filósofos (circularidad que queríamos evitar), o
bien, si pretende una definición exterior y “neutral”, caerá en la aporía de
haber definido a priori lo que quiere observar. El científico, se dirá,
pretende solo proponer conceptos y leyes que describan lo que efectivamente
sucede. Sin embargo, ¿es filosofía lo que efectivamente sucede como tal, o bien
lo que debería suceder (¿ciencia es
lo que efectivamente pasa por tal, o también y ante todo lo que debe ser
ciencia, lo que cumple los criterios correctos?);
¿lo que sucede como filosofía (o como ciencia…) es inteligible sin el concepto
a priori de filosofía (o ciencia)? Lo que permite distinguir, de entre lo
efectivamente existente, a una buena de una mala filosofía, una buena de una
mala ciencia, una buena de una mala educación… ¿no es la norma ideal con la que
lo que efectivamente sucede, se confronta o mide? Y esta norma no puede ser, de
nuevo, tratada como un hecho positivo (lo que sucede que la gente cree que
debería-ser, lo que los poderes imponen como deber-ser…), no puede ser reducida
sin reducir con ello todo el discurso. Aunque, a la vez y aporéticamente, la
norma, el ideal, el criterio, el deber-ser… solo se nos “dan”, en un sentido,
como hecho, como fenómeno, como ocurrir…
Este problema, esta –para decirlo con propiedad-
dialéctica, no le extraña a nadie que haya tenido algún contacto real con la Filosofía,
aunque el científico puede pasarse perfectamente sin ella, o, más bien, no
puede hacer otra cosa que pasarse sin ella. La dialéctica aquí presente, la del
concepto universal y los hechos particulares e históricos, o, en otros
términos, la dialéctica entre lo normativo y lo fáctico, es, seguramente, la
principal dialéctica que ocupa a la Filosofía de todos los tiempos, y con la
que trataremos continuamente aquí: no por casualidad lo que queremos saber es
qué debería ser de la Filosofía en lo
que debería ser educación. Los
conceptos comportan una normatividad, es decir, una aprioricidad, una
universalidad y necesidad, inconmensurable con los datos, particulares y
contingentes, y, sin embargo, los datos solo son inteligibles mediante los
conceptos; a la vez, sin embargo, los conceptos solo se nos dan en o a través
de hechos contingentes, como fenómenos de consciencia o como fenómenos físicos.
Detrás de ese asunto, está el asunto ontológico o metafísico (en el sentido
clásico del concepto) de la realidad o no de lo universal (y de lo particular).
Esa cuestión, y las afines a ella (también las implicaciones ético-políticas,
estéticas), son justamente las cuestiones de la Filosofía, la consideración de
las cuales es lo que seguramente la define antes que nada.
Parece, pues, que la Ciencia no da cuenta adecuada o
suficiente de la Filosofía, porque, por una parte, y como le ocurre con
cualquier otra actividad, no conoce su interior, le falta el punto de vista
“subjetivo” o interno…, lo que, en el caso de la Filosofía, se agrava por el
hecho de que esta sí reflexiona sobre sí misma y tiene, pues, un (una
aspiración cuando menos, al) conocimiento de sí; pero, además, la Ciencia
desconoce propiamente el problema que la Filosofía se traería entre manos, el
problema dialéctico…
…del cual, sin embargo, la propia Ciencia tiene una
cierta esencial dependencia. Porque –y aquí
pasamos a la segunda pregunta que se nos ocurre cuando nos acercamos críticamente
a la relación de ciencia y filosofía, esta vez referida a la Ciencia-, ¿qué hay
de la Ciencia misma? Empecemos por preguntarnos: ¿es ella objeto de sí misma?
Desde luego: puede hacerse sociología, historia, psicología… de la Ciencia. ¿Y
es ese auto-conocimiento científico una comprensión exhaustiva de la Ciencia?
Pues bien, lo cierto es que no: la Ciencia no resulta plena y exhaustivamente
comprendida desde sí misma, desde la Ciencia de la Ciencia, es decir, desde una
actividad positiva. Es necesaria e ineludible una Filosofía de la Ciencia,
irreducible al método científico.
Claro que, una vez más, esto es discutible, decíamos
en la introducción. Pero -volveríamos a responder-, es discutible desde la Filosofía
misma, no desde la Ciencia. Y así ad infinitum: para cada tesis que propone la
positivización o naturalización de la epistemología, es posible y necesaria la
contratesis de que toda epistemología es supra- o meta-positiva,
irreduciblemente no positiva. Esta discusión queda, sin embargo, encerrada siempre
en un ámbito im-positivizable o innaturalizable definitivamente, lo que
seguramente es tanto como decir que permanece definitivamente innaturalizable.
Nada nos evita, pues, abordar qué consideración de la
Filosofía hace la Filosofía misma. Y ello nos llevará, también, a ver qué
relación guarda con la Ciencia, pero también con otros ámbitos de la actividad
humana, tales como el Arte, la Política o la Religiosidad. Y con el sentido
común, para con el cual, por cierto, la Filosofía no tiene la misma “objeción”
que el experto o científico (la de que es impreciso o informe), sino una más
esencial, es decir, de más cercanía y heterogeneidad a la vez, según veremos.
¿Qué hay, entonces, del hecho de que aquí la Filosofía
es juez y parte?, ¿cómo puede uno darse identificación a sí mismo? La
autorreferencia es, sí, paradójica, y no solo cuando es negativa (como en
“estoy mintiendo” o “el que está aquí no soy yo”) sino también, aunque más
sutilmente, cuando es positiva, como en “esto que digo es cierto” o “este de
aquí soy yo”, pues ya ahí hay una diferencia entre quien lo dice y aquel o
aquello de quien lo dice) y, por tanto, políticamente problemática (tiene que
reconocerme el otro, para evitar el autismo político); pero la
heterorreferencia no lo es menos, pues en ella debe suceder que quien no es yo,
me conozca y defina, incluso mejor que me pueda conocer y definir yo a mí
mismo. Autorreferencia y heterorreferencia, pensadas a fondo, son, ambas,
aporéticas, y están en una relación dialéctica entre sí: es decir, son objeto,
otra vez, de la filosofía. La Filosofía es la más autorreferente de las
actividades humanas, pues solo ella aspira a definirse esencialmente a sí misma;
sin embargo, y por eso mismo, es la más extraña a sí misma, hasta el punto de
no saber quién es ni si existe, teniendo, sin embargo, que determinarlo ella
misma. Es la más ensimismada, pero es también la menos autista, en la medida en
que aspira a la mirada universal, no local, del Logos.
Veamos, entonces, cómo se comprende a sí misma la
Filosofía, y cómo comprende a las otras cosas[6].
[1] En Qué es Filosofía, Deleuze y Guattari
encuentran “una broma de mal gusto” ese tópico de que la reflexión estética no
pertenece al arte ni la reflexión acerca de la matemática, a la matemática,
sino ambas a la filosofía. Puesto que esa reflexión –dicen- es vital para esos
géneros de creaciones. Sin embargo, de que la reflexión matemática –por
ejemplo- sea en cierto modo interna a la matemática, no se sigue que sea una
cuestión matemática: ni se responde con la metodología matemática ni concita el
acuerdo matemático. Y lo mismo puede decirse del arte y de cualquier otro
ámbito, como veremos en adelante.
[2]
Recuédese el argumento de Anacarsis el escita: si no puede ser el profano quien
discierna sobre un arte, tampoco puede serlo el mismo que lo practica, porque
se trata precisamente de juzgarle a él, no que se juzgue a sí mismo y sea bueno
según solo su oponión, de modo que no existe ningún criterio (en Sexto Empírico, Contra los matemáticos
VII 55-59)
[3] R.
Dworkin ha defendido en su último gran libro (Justice for Hedgehogs) que no puede haber posición metaética (o
metareligiosa, etc.) que sea externa a la propia ética, puesto que, como
mostrara Hume, no puede extraerse una proposición de contenido ético a partir
de las que no lo tienen: cualquier tesis meta—ética (o meta-religiosa, etc.) es
interna a la ética (a la religiosidad…), y por tanto, la ética es autónoma. El
escepticismo (meta)ético se vuelve, entonces, imposible, porque supone lo que
pretende negar. Esta tesis, en su valor más fuerte, es muy discutible: ¿qué
ocurre con la astrología? ¿Es imposible el escepticismo hacia ella? Según
Dworkin, decir que los astros no determinan nuestra conducta es una tesis
astrológica, aunque negativa, como es una tesis teológica, aunque negativa, el
ateísmo. ¿Significa esto que no podemos decir nunca que la astrología, la
religión, o la ética…, son una ilusión? Parece difícil de creer: no puede haber
lenguajes completamente disjuntos o autónomos. En especial, parece que tiene
que haber un Lenguaje principal desde el que determinar la realidad y el valor
de los lenguajes parciales. Lo que nos parece que hay de correcto en esta tesis
es que, respecto de un ámbito de actividad, solo es posible deconstruir o
disolver las relaciones entre ese ámbito y lo que le es exterior. Por ejemplo,
es posible, a nuestro juicio, mantener una posición ontológicamente negativa
respecto de los valores, en la medida en que el juicio ético es relativamente
independiente de la ontología, igual que podemos decir del juego fantástico en
que está inmerso un niño, que no es real, pero no podemos destruirlo en su
interior. Pero ¿es posible una posición escéptica externa a la Filosofía? Esta
es nuestra cuestión.
[4]
No solo la filosofía racionalista tradicional
cree en esta diferencia entre el quehacer de los ámbitos con horizonte y la
filosofía. Citemos a Derrida: “En tant que telles, et c'est même le statut de leur
identification ou de leur délimitation, elles peuvent bien réfléchir leur objet
dans une épistémologie, le transformer en transformant le contrat fondateur de
leur propre institution ; mais elles ne peuvent et ne doivent jamais douter, du
moins dans l'acte institutionnel de leur recherche ou de leur enseignement, de
l'existence pré-donnée et pré-comprise d'un objet ou d'un type d'étant
identifiable. L'interdisciplinarité et les institutions qui la pratiquent ne
mettent jamais en cause ces identités horizontales. Elles les
présupposent plus que jamais. Ce n'est pas, cela ne devrait pas en droit
être le cas de la philosophie, dès lors qu'il n'y a pas d'horizontalité philosophique.”
Derrida, Du droit de la philosophie, pg.33
[5] Así
argumentarán, por ejemplo, Feyerabend; críticas análogas en Foucault o Derrida…
[6] Cuanto
desarrollamos en este capítulo, lo hemos tratado con más detenimiento y
desarrollo en De la Filosofía como
Dialéctica y Analogía, Madrid, Ápeiron, 2015
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