En un escrito titulado “La relación enigmática
entre filosofía y política”, Alain Baidou recuerda la paradoja de que, pese a
ser la filosofía –dice- una actividad eminentemente democrática, sin embargo
los más grandes filósofos, tanto del pasado como del presente, han rechazado la
democracia, al menos en el sentido hoy usual del concepto. Para explicar este
hecho Badiou sostiene lo siguiente:
- La filosofía es, en efecto, democrática, en el sentido preciso de que en ella no tiene ninguna relevancia qué lugar social ocupe el sujeto que habla y piensa, ni recibe garantías de instancia trascendente alguna. La filosofía es universal, y se legitima a sí misma.
- Pero ese principio democrático “formal” no implica que la filosofía sea “democrática” en cuanto al contenido. Al contrario, la filosofía supone las distinciones entre opiniones verdaderas y falsas y entre opinión y saber, y la aceptación de principios lógicos universales. Este es el aspecto “matemático” (metafóricamente hablando, dice aquí Badiou) de la filosofía.
- Puede pensarse, entonces, un lugar político en el que coincidan el valor formal y el valor de contenido de la filosofía. A este lugar puede llamársele, filosóficamente, “comunismo”.
Cito algunos pasajes del texto de Badiou:
“La filosofía tiene dos características fundamentales. De una parte, es un discurso independiente del lugar ocupado por aquel que habla. Si lo preferís, la filosofía no es ni el discurso del rey ni el del sacerdote, ni el de un profeta o el de un dios. No hay ninguna garantía del discurso filosófico de parte de la trascendencia, del poder o de una función sagrada. La filosofía asume que la búsqueda de la verdad está abierta a todos. El filósofo puede ser cualquiera. (…) Podemos, pues, concluir, que está en la esencia de la filosofía ser democrática. Pero no hay que olvidar que la filosofía, que acepta ser totalmente universal en su origen tanto como en su destino, no puede aceptar ser democrática en el mismo sentido en sus objetivos, en su destinación. Cualquiera puede ser filósofo o el interlocutor de un filósofo, pero no es verdad que toda opinión equivalga a toda otra opinión. El axioma de igualdad de las almas está lejos de ser un axioma de la igualdad de las opiniones. Desde el comienzo de la filosofía, debemos, con Platón, distinguir preeminentemente entre opiniones correctas y opiniones erróneas, y, en segundo lugar, entre la verdad y la opinión. En la medida en que el objetivo último de la filosofía es clarificar completamente la distinción entre verdad y opinión, no podría, manifiestamente, tener ninguna aceptación real por la filosofía el gran principio democrático de la libertad de opinión. La filosofía opone la unidad y la universalidad de la verdad a la pluralidad y la relatividad de las opiniones. No hay otra razón que limite la tendencia democrática de la filosofía. La filosofía está, ciertamente, expuesta al juicio crítico. Pero esta exposición implica la aceptación de una regla común para la discusión. Debemos reconocer la validez de los argumentos. Y, finalmente, debemos aceptar la existencia de una lógica universal, como condición formal del axioma de la igualdad de los espíritus. Hablando metafóricamente, es la dimensión “matemática” de la filosofía: hay una libertad de apelación, pero igualmente la necesidad de una regla estricta para la discusión. (…)
“Propongo llamar “comunismo”, como término filosófico, a la existencia subjetiva de la unidad de los dos sentidos, el formal y el real. A saber, la hipótesis de un lugar de pensamiento en el que la condición formal de la filosofía sería ella misma sostenida por la condición real de la existencia de una política democrática enteramente diferente del estado democrático actual. Sea la hipótesis de un lugar en que el reino de la sumisión a un libre protocolo de argumentación discutible por cualquiera, tendría su fuente en la existencia real de la política de emancipación. “Comunismo” sería el estado subjetivo en el que la protección liberadora de la acción colectiva sería en cierto sentido indistinguible de los protocolos de pensamiento que exige la filosofía”. (traducción mía)
Esas tesis son, “obviamente” (y esta obviedad es parte
del asunto), problemáticas. Voy a discutirlas a continuación.
Comencemos, en esta publicación, por la tesis del
carácter universalista de la filosofía. La filosofía estaría abierta a
cualquiera, no haría acepción de personas. Pero eso no querría decir que sea
ese mercadillo mediante el que Platón, en La
República, describe a la democracia, donde cada uno escoge “libremente” lo
que desea. Al contrario, la universalidad de la filosofía iría esencialmente
unida a la unidad de su norma. Podría decirse, incluso, que esta es la única
manera posible de universalidad: que lo mismo rija para todos. Por eso, y solo
de manera aparentemente paradójica, puede ocurrir que de hecho muy pocos (¿o
quizás nadie?) estén en condiciones de hacer adecuadamente filosofía, es decir,
atender al principio lógico o “matemático” de la verdad y no caer en la mera
opinión. Ya Heráclito decía que la razón es común a todos pero que solo unos
pocos atienden a ella mientras “los muchos” viven como dormidos, lo que
justificaba la tesis política de que “uno para mí es como cien mil si es el
mejor”.
Sin embargo, esta concepción “matemática” de la
universalidad filosófica es sumamente problemática. De hecho, no es verdad que
los filósofos acepten unánimemente que la filosofía exija la aceptación de un
principio o unos principios universalmente válidos, es decir, que la filosofía
sea “matemática” en ese sentido. Muchos de los filósofos que rechazan la
democracia no lo hacen, como Badiou parece insinuar (y cita entre ellos a
Nietzsche, a Wittgenstein y a Heidegger), porque o cuando esta es confundida
con la validez de todas las opiniones y el relativismo, sino por una razón
independiente y muy diferente, pues cualquiera de esos filósofos rechaza que la
filosofía sea comparable a la matemática y posea principios o axiomas
incuestionables. La tesis de la universalidad “matemática” de la filosofía es “solo”
una tesis filosófica, tan discutida y dialéctica como las demás tesis
filosóficas.
Por supuesto, uno puede señalar las aporías del
irracionalismo y el relativismo, a saber, que implican aquello que niegan: una
racionalidad común e inmutable. Pero también debe el filósofo ser consciente de
las aporías del racionalismo y el absolutismo de la idea: ¿dónde están, y quién
en este mundo contingente posee esas verdades universales? Esta disputa es,
podría decirse, no un asunto de la filosofía, sino la filosofía misma: la
eterna disputa entre Titanes y Olímpicos, según el Extranjero de El Sofista de Platón. Por tanto, no
puede darse por resuelta y afirmarse dogmáticamente el universalismo racionalista,
ni calificar simplemente de “antifilosofía” (como, en efecto, hace Badiou en algunos
de sus escritos) a la que no acepta el carácter universal o “matemático” de la
filosofía; a aquellas filosofías que, por ejemplo, intentan pensar una
“universalidad” sin principio de unidad, una –digamos- indefinitud radical.
En verdad (pero esta misma “verdad” es solo mía, es
decir, nuevamente, dialéctica) la filosofía no es matemática ni siquiera en
sentido metafórico, pues hay, como señaló Platón (y, con motivos muy
diferentes, Wittgenstein, Heidegger, etc.), una esencial diferencia entre el
proceder axiomático-hipotético-deductivo de la matemática y el proceder
dialéctico de la filosofía. (Por supuesto, el carácter paradójico de la verdad
afecta también a las verdades matemáticas, pero no en cuanto matemáticas, sino
en cuanto problema filosófico).
Si esto es así, la filosofía no será democrática en el
sentido en que lo serían la matemática y las ciencias en general, esto es, como
sistema fundado en hipótesis incuestionadas e incuestionables. Ahora bien,
tampoco (menos aún) en el sentido contrario, o sea, por presuponer toda
ausencia de ley. La filosofía existe solo en esa dialéctica entre, por una
parte, la absoluta necesidad de una universalidad unitaria (de cuya tenencia
nunca hay certeza), y, por otra, de la absoluta necesidad de su cuestionamiento.
Y si (pese a las protestas de los grandes filósofos) la
democracia ha de ser la política propia de la filosofía, entonces, tampoco la
democracia puede ni suponer dogmáticamente dada su ley ni aceptar
escépticamente su ausencia, sino que tiene que asumir la dialéctica entre, por
una parte, la ley universal y necesaria, y las convicciones particulares y
contingentes de los ciudadanos, por otra. En particular, eso implica que ni el
Estado ni ningún proyecto político pueden atribuirse la posesión de la verdad
política, ni trascendental ni inmanente, y considerar clausurada alguna otra
alternativa. Lo que, a su vez, implica que siempre deben quedar abiertas, en
primer lugar, la dialéctica entre legalidad y legitimidad, y, en segundo lugar,
la diferencia entre Estado y proyecto político. En otros términos, esto obliga
a un principio de, llamémoslo, “tolerancia”, que no procede de la concepción
relativista (de, por ejemplo, Rorty) acerca de la verdad, sino del falibilismo
dialéctico. La verdad política (la justicia) es presupuesta necesariamente,
pero tan necesario como eso es admitir que ningún sujeto político puede
arrogarse la posesión definitiva de esa verdad.
Y esta es la primera forma de la dificultad esencial
del “comunismo” filosófico, desde el Platón de La República hasta Badiou, esto es, un comunismo de los
matemáticos, que no se plantean (no pueden plantearse) sus postulados
legitimantes, y confunden una ideología más (por más que fuera la más
bondadosa) con la política y el Estado sin más. Si el guardián o el militante
no tienen que ni puede cuestionarse las leyes, el político, esto es, el
filósofo, no puede no cuestionárselas. Y si la sociedad solo lo es de
ciudadanos completos en la medida en que estos son filósofos, entonces todos
los ciudadanos tienen que tener la atribución de cuestionarse la dialéctica de
la legitimidad y la del gobierno. En Platón esto es a priori posible, a
diferencia de en Badiou, porque aquel cree (en contra de como lo interpreta
Badiou) que hay una instancia epistémica superior a la matemática. Por eso, el
propio Platón, en su obra de madurez Las
leyes, abandonó parcialmente las tesis de La República y propuso como modelo político una mezcla de
aristocracia y democracia.
(continúa)