Jesús Zamora Bonilla, sin duda una de las personas que más vidilla le da a la filosofía en la blogosfera en español, tanto desde su bote autopoiético, como en sus incansables y honestas participaciones en otros blogs de filosofía, ciencia, economía… (y también una de los amigos que más ha aportado con sus comentarios a este mismo blog), acaba de publicar un libro, La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, editado por lepourquoipas editores (editorial gallega dedicada, al parecer, a la difusión del espíritu científico).

La primera parte del libro (cuyo título coincide con el del libro entero, La caverna de Platón y los cuarenta ladrones) es una especie de vivaz novelilla detectivesca, en torno un tal Silvestre Guzmán, misterioso aventurero y antiguo alumno de la primera persona del libro (primera persona que se presenta como mero editor de los papeles de ese brillante joven). El tal Silvestre es autor de un libro llamado La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, y va a presentar otro llamado A bordo del Otto Neurath… ¿Qué quiere decirnos el libro con este irónico juego de autorreferencias en cuanto al título, y simultáneamente de heteronomía en cuanto a la autoría? No estoy seguro de haberlo pillado. Jesús, que está vivito y coleando, nos lo puede aclarar, pero me arriesgo a interpretar (quizá psicoanalizándole) que, por lo que se refiere al título del libro, la coincidencia de la parte (primera) con el todo, es un signo de que la parte expone sintéticamente las ideas del todo (como los preformistas creían –y confirma la genética- que todo el animal estaba en pequeño en cada célula), y que la obra es a la vez el continente y el contenido; y, por lo que se refiere a la pluralidad del autor, quizás es un signo de humildad del profesor sanamente escéptico pero, exactamente a la vez, un episodio más de cómo el Padre decide encarnar su Verbo en un personaje de este mundo de ficción (un Hijo o Alumno brillante), que será el que se lleve las hostias, dejando al padre inescrutablemente intacto…
Porque, efectivamente, es en esta primera parte donde se ofrece una síntesis de las ideas filosóficas de Silvestre Guzmán (y, por extensión, del libro entero), aunque esa síntesis viene expuesta (en un nuevo caso de “desplazamiento discursivo”) mediante el recurso de una reseña crítica cuyo autor es un tal Onésimo Bonome (en realidad un enésimo pobrehombre, representante de una casposa metafísica castellana –seguidor de un tal Juan Pablo Salamanca-). Silvestre Guzmán (sin mucho argumento –sin duda, la forma de la exposición no lo permite-) defiende, para escándalo de (un también escaso de argumentos) Onésimo: primero, que el único modo de conocimiento válido sobre el mundo es el que nos proporcionan las ciencias naturales; que, por tanto (segundo) nuestro yo es un mero producto de reacciones psicofísicas; y que (tercero y más por tanto) nuestra libertad y nuestras creencias morales son una pura ilusión (vamos, que “lo tiene too”, que habría dicho mi abuela). El tal Silvestre Guzmán dice también que todos los filósofos de la historia (los cuarenta ladrones, se supone) han sido o unos ilusos por buscar los fundamentos últimos, o unos mariposa por intentar de(con)struirlo todo. La novela es muy ágil, aunque el asesino no parece ser el mayordomo. Que el lector decida…
Ahora bien (me pregunto) ¿es espíritu nacional lo que lleva al libro a buscar metafísicos en las catacumbas hispanas, cuando hoy en día florecen metafísicos en todos los países y universidades del mundo civilizado, empezando por la filosofía analítica? ¿De verdad puede hoy alguien creer que la cuestión es o positivismo al día o trasnochada metafísica, que hay que elegir entre zamorismo y salmantinismo?
El lector quizás esperaría que, en el resto del libro, se argumentase más profundamente a favor de las tres tesis de Silvestre. Pero esperaría en vano. Digamos que Silvestre no se molestará mucho en fundamentar sus creencias fundamentales.
La segunda parte (ya no hay milagros como los de antes), está dedicada a la religión. Jesús (o Silvestre) congrega ahí unas cuantas ironías contra la milagrería y semejantes necedades de creyentes básicos, y se hace eco del best-seller de la ¿ciencia? El espejismo de Dios, del profundo filósofo Richard Dawkins, libro que considera una obra llena de argumentos (debe de tener una edición diferente a la mía), para contraponerla al deslucido intento teísta del teólogo Hans Küng. Como (pese a que la parte mía más inclinada al mundanal ruido tenga unas ganas locas de hacerlo) hasta ahora no he querido pronunciarme públicamente acerca del espejismo de Dawkins (porque los sentimientos que me inspira ese panfleto de cuatrocientas páginas no me dejaría hablar con buenas maneras), me abstendré de comentar este punto del libro de Silvestre Guzmán (que tampoco pretende añadir nada a lo dicho por Dawkins).
Las páginas de La caverna de Platón y los cuarenta ladrones que, en esta parte dedicada a la religión, considero más interesantes, son las que se dedican a contestar (cosa urgente para un positivista) por qué no se ha cumplido la predicción comtiana de que la Ciencia acabaría definitivamente con la religión (y la metafísica). Silvestre Zamora define Religión, Ideología y Ciencia:
- La religión es un sistema de creencias y valores, generalmente colectivas, referidas a seres sobrenaturales, según las cuales el universo está fundamentado en un orden moral, y que sirven de orientación ética.
- La ideología es también un sistema de creencias y valores, que orientan la actitud de un grupo social ante cuestiones políticas, sociales y económicas, creencias que están consideradas por sus miembros como hechos sólidamente establecidos.
- La ciencia, por su parte, es un conjunto de procedimientos de prueba y examen, basados en la for mulación de hipótesis, contrastación empírica y razonamiento lógico, y encaminados a la obtención de conocimientos objetivos y sistemáticos.
Creo que es sólidamente evidente que estas definiciones son tendenciosas. Mientras que la religión y la ideología son “creencias” que, a lo sumo, sus seguidores “consideran” sólidamente establecidas (de la religión ni siquiera se dice eso: es de suponer que Leibniz, o Newton, o Maxwell o Hegel o cualquier otro teísta, no pretendían tener ninguna base para sus creencias), la ciencia, en cambio, es un conjunto de “procedimientos” (se entiende que correctos) para la obtención de conocimiento objetivo. Pero ¿cómo se salta de la creencia creída al conocimiento-objetivo sabido?, ¿por qué consideramos mera creencia a la ideología y no a la ciencia? ¡Ah, sí, porque sigue el único método “correcto” acerca del único concepto “correcto” de “realidad”! Sin embargo, lo que en realidad tenemos en la ciencia es una serie de creencias acerca de fenómenos naturales, que sus sostenedores consideran en general sólidamente establecidas de acuerdo con el método que creen correcto para ese ámbito de objetos (los fenómenos naturales). La creencia en ese método no se puede autosustentar, luego es mera creencia ideológica. Si, además, algunos creen que ese método y el ámbito de objetos para el que lo creen correcto, es el único legítimo, entonces creen en una ideología más, en una metafísica, llamada cientificismo y naturalismo. Otra parte habitual (aunque no universal) de esta ideología es que los valores no son objetos objetivos. Jesús Guzmán reconoce que nadie quiere que sus creencias carezcan de sustento, pero sostiene que, salvo en el caso de la ciencia, “los procedimientos de obtención y trasmisión de creencias no están diseñados de ninguna manera que pueda garantizar que se llega a creencias verdaderas con mayor probabilidad que a creencias falsas (o simplemente carentes de sentido)”. De lo que se deduce, por ejemplo, que prácticamente todo el libro de Silvestre Bonilla carece de garantías de que en él se llegue a creencias verdaderas con mayor probabilidad que a creencias falsas o simplemente carentes de sentido. El autor ha introducido el concepto de “garantía”, asociado al procedimiento científico-natural, por puro fiat, es decir, sin ningún argumento. ¿Se trata de pura ideología, o más bien de religión? ¿Dónde está el argumento para que las discusiones metafísicas (a las que Jesús-Silvestre englobaría bajo las ideológicas) no estén garantizadas, del modo en que lo están por ejemplo las discusiones matemáticas y lógicas, que no se basan en el método de las ciencias naturales? El lector puede esperar sentado.
Pero ¿cómo puede explicar un positivista que, en vez de decaer, renazcan las ideologías y las religiones (incluido entre las personas más inteligentes de los países más cientifizados)? El error fue creer, dice Silvestre Zamora Guzmán, que “las “resistencias” humanas podían ser vencidas si adquiríamos el conocimiento suficiente sobre los mecanismos mediante los que se manifestaban”. La ciencia, se nos dice, ha supuesto innegablemente un “progreso material” (pero ¿qué significa esto, desde un punto de vista no-ideológico, científico, dado que “progreso” tiene una innegable connotación moral, y la moral no es objetiva?)…, un crecimiento de niveles de ciertas cosas como esperanza de vida o riqueza (para algunos, claro), pero, por supuesto, no podemos decir que nos haya llevado a “vivir mejor” o a progresar, porque esta es una noción cualitativa y, realmente, acientífica.
Por tanto, la ciencia realmente no podía ni puede hacer nada para hacernos mejores, o, por lo menos, vivir mejor. Eso es algo independiente de la ciencia. Es ideología. Y, como toda ideología, carece de fundamento. Ni hoy ni mañana se podrá decir que progresamos o regresamos. Que haya desaparecido la esclavitud es algo que solo ideológicamente (o sea, sin fundamento alguno) se puede calificar de “mejoría” o “progreso”. Los positivistas del siglo XIX no fueron conscientes de la falacia (naturalista) en que caían cuando pretendían, por una parte deslegitimar toda ideología, pero, por otra, hacer mejores a la humanidad. Un positivista actual dirá, como dice Jesús-Silvestre: “…tampoco hemos de renunciar a ejercer, en la medida de nuestras posibilidades y de nuestras ganas, un cierto apostolado del mensaje de escepticismo y hedonismo al que el reconocimiento de la falta de “sentido narrativo” del universo y de la historia habrían de conducirnos inevitablemente. ¿Te apuntas?”.
Pero, ¿por qué apostelar por el escepticismo y el hedonismo? ¿Es que esto no son posturas ideológicas, tan carentes de fundamento como las demás? ¿Por qué condenar a los que quieren convertir a todos al protestantismo o al islam? ¿Por qué dedicarse a la ciencia, etc.? Por ninguna razón: esta es la respuesta. ¿Cómo no van a pervivir las “ideologías”, cuando la alternativa es esta, tan inútil como infundada?
La parte tercera contiene dos divertidos, irónicos y bien escritos "diálogos para seres racionales”. El primero, imitando irónicamente a los diálogos de Platón (especialmente al Crátilo), nos presenta a “Mosterín de Hesperia” defendiendo, contra ciertos “sofistas” (de los que hay muchos ejemplares hoy –y cerca de aquí o aquí mismo-), que la racionalidad es independiente de la convención social. Claro que, como ese famoso filósofo Mosterín cree que nuestras capacidades racionales son el fruto o efecto de la selección biológica, todo lo que puede argumentar es que “del mismo modo que la evolución no puede generar un mecanismo de respiración que viole las leyes de la termodinámica (más que, si acaso, de manera aparente) seguramente tampoco puede producir un mecanismo de procesamiento de la información en términos lingüísticos que viole, en el fondo, las reglas de la lógica”. Muy bien, pero ¿por qué? ¿Cómo sabe Mosterín de Hesperia que no se puede violar las leyes de la temodinámica, y que eso no es más bien una creencia sin mucho fundamento, fruto de la evolución? ¿Es la teomdinámica menos precisa que la teoría de la evolución? El caso de la lógica es peor: ¿en qué se apoya la confianza que tiene ese personaje en la validez de las leyes de la lógica, y la imposibilidad (con todas las letras) de incumplirla? Obviamente, aquí se pone al carro a tirar de los bueyes. Es la lógica la que da cobertura a toda ciencia, incluida la biología, pero aceptar esto implicaría reconocer que la lógica es completamente a priori.
El segundo es un diálogo, en un antro de seres feos, con el homo oeconomicus donde este hombrecillo, pese a los tímidos esfuerzos de un poco kantiano Silvestre Guzmán con varios carajillos de más, no logra comprender a Kant (porque no comprende que todo ser tiene ciertas “preferencias” que son absolutamente innegociables, y que, en el caso de un agente racional, es absolutamente innegociable la racionalidad de su conducta, es decir, que no aplique conductas diferentes a seres iguales en circunstancias iguales), aunque nos recuerda la sutileza de que, en el juego del prisionero, la preferencia de cada jugador expresa la preferencia total, es decir, conocido todo, y nos muestra que, para conseguir ciertos fines, no es siempre recomendable empeñarse en seguir la ley (aunque no se plantea qué consecuencias puede tener, en el juego iterado de la vida, el que uno pueda incumplir las reglas cuando lo crea preferible).
La cuarta y última parte ("Toda ciencia trascendiendo") contiene varios buenos “divertimentos” metacientíficos con tintes económicos: Una interesante discusión acerca del sujeto que está detrás de la ciencia, responsabilizándose de la veracidad, un recordatorio del “dilema discursivo” tratado por Philip Pettit; una analogía económica para la ciencia… Todas estas cosas las conocen los lectores de A bordo del Otto Neurath, pero merece la pena leerlas también en el libro.
El libro acaba con cinco divertidos y bien compuestos sonetos (en el segundo, por cierto, la última palabra del décimo verso pertenece realmente al verso siguiente –supongo que es una errata-), el último de los cuales denota la admiración que Jesús siente por Schrödinger y su affaire amoroso en los Alpes. Claro que siempre me ha sorprendido que quienes admiran a Erwing, no suelan acordarse de su poderosa vena mística, que le llevó a defender un idealismo monista ¡del tipo de la filosofía Vedanta advaita –no dual- del hinduismo! ¿Cómo podía una mente tan lúcida y tan lúdica caer en algo tan estúpido y tenebroso como la metafísica y hasta la religión? ¡Misterios de la psique humana!
En fin, La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, de Jesús Zamora Bonilla y Silvestre Guzmán, es un libro muy interesante y entretenido, digno de leerse, aunque (pero “aunque” no equivale a “pero”) equivocado, a mi juicio, en puntos capitales.