El intelectualismo,
en su sentido más general, puede definirse como la tesis filosófica según la
cual una actividad consciente es más
plena en la medida en que está dominada o regida por el conocimiento o
“intelecto”, es decir, por la capacidad del sujeto de “representar”(se) las
propiedades de las cosas de manera racional, es decir, de acuerdo con
conceptos, proposiciones, ideas, etc. Otra manera, normativa, de caracterizarlo
es diciendo que el Intelecto tiene la
prioridad conceptual o “lógica” sobre las demás capacidades o funciones intencionales,
o, parodiando inversamente a Hume, que el
Intelecto es y no puede dejar de ser el amo del resto de la psique (en un ser
racional, se entiende). Una manera más de expresar esto es diciendo que la
principal función del lenguaje es la proposicional-veritativa, o que el modo
verbal fundamental es el indicativo, y no el optativo, el imperativo o
cualquier otro.
Esta tesis tiene implicaciones ontológicas (pues supone que
nuestro mejor acercamiento a las cosas es el que nos presenta el conocimiento
y, por tanto, la realidad tiene que ser más como nos la representa el intelecto
–es decir, implica el racionalismo ontológico-epistemológico-), y tiene, también,
aplicación en ámbitos filosóficos referidos a todo tipo de actividades
intencionales, por ejemplo y especialmente en la actividad desiderativa o
volitiva, en la afectiva o emotiva, y, por supuesto, en la actividad
propiamente cognitiva. En todas ellas el intelectualismo tiene implicaciones
normativas. Aplicado, por ejemplo, al ámbito volitivo o “práctico” (o moral), el
intelectualismo sostiene que una decisión no es verdadera decisión más que en
la medida en que está causada o regida por la “creencia” racional de que ese
deseo o acción es racionalmente bueno de acuerdo con las propiedades objetivas
de las cosas. Aplicado al ámbito cognitivo, el intelectualista dirá,
obviamente, que solo es verdadero conocimiento algo en la medida en que está
dominado o regido (si no es, en este ámbito, completamente identificado) con una
actividad pura y autónomamente intelectiva, no condicionada por la capacidad
volitiva, o de cualquier otro tipo. El intelectualismo no tiene por qué (aunque
tampoco tiene, en principio, por qué no) adoptar la postura extrema de que una
orden, un ruego, una expresión afectiva… sean reducibles a una proposición
puramente cognitiva y veritativa, pero sí que cualquier actividad intencional
no puramente cognitiva depende de o está regida por un acto puramente
cognitivo. Es decir, que, por ejemplo, una orden (“¡abre la puerta!”), para ser
una verdadera orden (o sea, un ejemplo de actividad racional) y no una
casualidad o el sonido de un magnetófono, debe implicar, en el sujeto que la
emite, actividad puramente cognitiva o proposiciones, algunas de ellas con
contenido valorativo pero no ajeno un ápice al modo cognitivo (tales como “si
él abre la puerta, podremos escapar del incendio”, “es deseable escapar del
incendio”).
Es entendible que el intelectualismo moral suscite
oposición, puesto que en cierto modo niega la autonomía de la voluntad, y
parece, por tanto, no respetar la “brecha” (como la ha llamado, por ejemplo,
Searle) que parece que debería de haber entre, por un lado, saber o creer que
algo está bien, y desear o decidir realizarlo. No es raro que la mayoría de los
filósofos de la moral sean anti-intelectualistas en mayor o menor medida, con
las excepciones de Sócrates, Platón, los estoicos, y poco más. Sin embargo, y más
paradójicamente, el anti-intelectualismo
está muy presente también, en los últimos siglos, en el terreno epistemológico.
Bajo la égida del voluntarismo moderno (la prioridad de la voluntad o “razón
práctica” sobre el entendimiento -¿qué importante pensador moderno escapa a
esto, salvo Leibniz?-), de varias maneras se ha querido negar la autonomía de
la propia actividad cognitiva incluso cuando se dedica al conocimiento.
El ataque más radical al intelectualismo ha provenido,
quizás, de la posición filosófica del Wittgenstein
de la segunda etapa, y de muchos filósofos que han orbitado en torno a su
radical y oracular propuesta. Me refiero a la tesis de que la función cognitivo-referencial no es ni la única ni la principal
función del Lenguaje (y, hay que entender, por tanto, de la actividad
inteligente), sino que es “posterior” a otros usos o praxis irreduciblemente no
cognitivo-representacionales. Se trata, en otra versión, de la tesis filosófico-lingüística
de la prioridad de la función pragmática sobre la sintáctica y semántica: “en
el principio, fue la Acción ”,
podría servir de lema a toda la filosofía moderna y ultramoderna. Es hora de desmontar este gran error, el
anti-intelectualismo.
Una de las versiones más populares de anti-intelectualismo
pragmatista es la G. Ryle , según la cual es preciso, primero, distinguir saber-que de saber-cómo (knowledge-that
/ knowledge-how) y, segundo, advertir
que el saber-cómo es absolutamente irreducible a, e independiente de, un
saber-que. Es más, el propio saber-que sería un caso de saber-como, un “uso”
entre otros, y no el más interesante. Según eso, uno puede saber-cómo montar en
bicicleta sin saber-qué es montar en bicicleta (qué es lo que está haciendo o
qué es aquello en lo que consiste conducir una bicicleta), o saber (-cómo)
argumentar algo sin saber (-qué es) en (lo) que consiste una buena
argumentación, es decir, sin ser saber lógica. ¿Análogamente, entonces, debería
poder decirse que la biela del pedal de la bicicleta sabe cómo girar sobre el
eje (aunque no sabe qué es lo que está haciendo al saber hacerlo y al hacerlo),
un cuerpo sabe-cómo seguir la geodésica (pero no sabe-qué es eso) o un gato
sabe geometría, puesto que sabe cómo atravesar unas barras, con lo que
tendríamos un bello, no ya pampsiquismo, sino pantepistemismo, donde toda la
naturaleza sabe-muy-bien-cómo aunque no tenga ni idea de ningún sabe-qué hace?
La tesis de Ryle ha tenido mucho éxito entre los espíritus
pragmatistas de los últimos tiempos. Sin embargo, es una tesis, creo yo,
completamente equivocada, y un caso paradigmático del mayor de los males
filosóficos que padece la modernidad. Ya otras veces me he referido a este error (algo más que un error, diría yo) de Wittgenstein y su espíritu pirómano
(él mismo dijo que sería recordado de manera similar a quien quemó la
biblioteca de Alejandría –y también, debió decir, por un aprecio enternecedor
por la fe ciega que busca un sentido infinito para su pobre existencia). Voy
ahora a hacerme eco, una vez más, de un artículo (“Knowing how”, 2004) en que
participa el fino filósofo oxoniense de origen sueco, T. Williamson (en colaboración con Jason Stanley), donde se rechaza la tesis de Ryle y se defiende que
el saber-cómo no es más que un subtipo de saber-que. Después daré mi propia
opinión.
El argumento de Ryle para la irreducibilidad del saber-como
a saber-que (argumento único, como el propio Ryle admite) es el siguiente:
Si todo acto de inteligencia debiera depender de la consideración de un contenido proposicional, ninguna actividad intelectiva llegaría a darse jamás, puesto que la propia actividad de considerar una proposición es una actividad y debería venir regulada, pues, a su vez, por la consideración contemplativa de la norma que la regula, con lo que caeríamos en un regreso vicioso. Algunas actividades intelectivas, por tanto, tienen que ser posibles sin que vengan regidas por la consideración contemplativa-proposicional de la norma que las regula y son, por tanto, un saber-cómo pero no un saber-que.
En términos más simples: si embarcarse en una acción implica
contemplar una proposición, dado que contemplar una proposición es un
embarcarse en una acción, deberá implicar la contemplación de otra proposición,
ad infinitum.
Las premisas de Ryle,
dicen Stanley y Williamson, son dos:
(1) si uno F, entonces uno emplea un saber-cómo F
(2) si uno hace uso de un conocimiento de que p, entonces uno contempla la proposición de que p.
Si uno monta en bicicleta, uno sabe-cómo montar en
bicicleta; si uno usa el conocimiento de que para construir un silogismo hacen
falta al menos tres términos, entonces uno está contemplando la proposición
“para hacer un silogismo hacen falta al menos tres términos”.
Son esas premisas las que nos conducirían al regreso, pues
si hago algo, sé como hacerlo, y si sé como hacerlo, estoy haciendo algo más
que hacerlo, estoy contemplando la proposición que dice en qué consiste
hacerlo, y, entonces, a su vez tengo que estar haciendo una tercera cosa, etc.
Stanley y Williamson rechazan este argumento, mostrando que
no es posible ninguna interpretación uniforme de las dos premisas que las haga
verdaderas a las dos y permita, por tanto, concluir como pretende concluir
Ryle:
-
La primera
premisa, tomada en toda su generalidad, es evidentemente falsa para muchas
instancias de F, como el propio Ryle sabe: por ejemplo, hacemos la digestión, pero
no se puede decir que sabemos-cómo digerir (a no ser que queramos decir que
también una planta carnívora sabe cómo digerir). Tampoco sabemos cómo ganar la
lotería incluso cuando la ganamos. ¿Cómo hay que restringir la premisa para que
sea útil a la tesis ryleana? Hay que
restringirla, dice Ryle, a “operaciones ejecutadas inteligentemente”. Es
decir, y sin empantanarnos en definir “inteligentemente”, la premisa 1 solo sirve para acciones intencionales (mentales) o un
subgrupo de ellas.
-
La segunda premisa
también es falsa para ciertos casos de saber-que. Como ha argumentado Carl
Ginet, ejerzo o manifiesto mi saber que la puerta se abre accionando el pomo,
haciéndolo, sin necesidad de formular(me) la proposición. Es decir, cuando
estoy en el estado intencional de abrir la puerta, no estoy simultáneamente en
el estado intencional explícito de saber que la puerta se abre accionando el
pomo, sin embargo, sé-que la puerta se abre así y es ese saber el que me
permite saber-cómo hacerlo (a diferencia del animal que la abre –al menos las
primeras veces- por casualidad). Puede escaparse a este contra-argumento
diciendo que “contemplar una proposición” no hay que entenderlo en el sentido
de una acción intencional: si llamamos “contemplar una proposición” a cualquier
caso en que una acción implica un saber-que aunque el sujeto no necesite estar
en ese estado intencional, entonces seguiría valiendo la premisa 2: si uso un
saber que p, entonces estoy, en un sentido amplio y no-intencional,
“contemplando” la proposición de que p. Sin embargo, recuerdan Stanley y
Williamson, hemos visto que la primera premisa solo es aceptable si se refiere
a acciones intencionales: uno sabe-cómo hacer algo si ese saber es una
actividad intencional (a diferencia de un electrón, que no sabe-como hacer lo
que “hace”). Luego no podemos salvar
simultáneamente esta segunda premisa y la primera.
Si, por ejemplo, saber-cómo demostrar un teorema T, implica
saber-que un teorema se demuestra de esta o aquella manera M, pero no es
preciso que en el momento en que estoy demostrando T tenga explícitamente a la
vista (esté en la situación intencional de contemplar) M, entonces no hay la
justificación que pretende el argumento del regreso infinito de Ryle para
aceptar que algún saber-como es necesariamente independiente de un saber-que. No hay, pues, una lectura uniforme de las premisas
1 y 2 en las cuales sea verdadera la conclusión.
Ryle, creen
Stanley y Williamson, interpreta erróneamente
los “saber-cómo”. ¿Cómo los interpreta? Según Ryle, una expresión del tipo “x
sabe cómo F” solo adscribe a x una “habilidad” para F. Pero esto es claramente
falso. Un entrenador de baloncesto puede saber cómo hacer la jugada maestra sin
tener él mismo la habilidad para realizarla. Saber cómo se hace algo es una cosa muy diferente a tener la habilidad
pragmática para hacerlo. Y, a la vez
(añado yo), que un ente tenga (o parezca
tener) la “habilidad” de hacer algo es muy diferente a que sepa cómo hacerlo,
salvo con una metáfora muy arriesgada que nos lleva al pampsiquismo (en
realidad, aquí está implicada una muy pobre intelección de lo que es la acción,
el hacer –frente al mero ocurrir-).
A continuación Stanley y Williamson se ocupan de versiones
modernas del argumento de Ryle, que apelan al presunto hecho de que la
estructura sintáctica de las expresiones “x sabe-como…” es distinta a la
estructura sintáctica de las expresiones “x sabe que…”. Las primeras piden como
complemento un infinitivo (que denotaría una acción o una habilidad), mientras
que las segundas piden una proposición. Stanley y Williamson pasan a analizar
la sintaxis posible de las expresiones “x sabe + infinitivo” (notando, antes,
que esto no afecta solo a verbos como ‘saber’ ni es especial del terreno de la
epistemología).
¿Cómo pueden
interpretarse las estructuras del tipo “x sabe + infinitivo” (“Juan sabe --
montar en bici”, “Luisa sabe -- resolver ecuaciones de segundo grado”)? Según
Stanley y Williamson (me ahorro aquí el pormenorizado desarrollo de esta parte
del artículo) solo hay cuatro interpretaciones posibles:
1) x
sabe cómo él debe F (Juan sabe cómo debe -él- actuar o qué debe hacer él para
que ande la bicicleta)
2) x
sabe cómo uno debe F (Juan sabe cómo tiene uno que actuar o qué tiene que hacer
uno para que ande la bicicleta)
3) x
sabe cómo él puede F (Juan sabe cómo puede actuar o qué puede hacer si quiere
que ande la bicicleta)
4) x
sabe cómo uno puede F (Juan sabe cómo puede uno actuar o qué puede uno hacer para
que ande la bicicleta).
Los casos 1 y 2 atribuyen, claramente, un conocimiento
proposicional a x, a saber, el contenido de la norma que uno (yo o cualquier
otro) debe seguir para hacer F. Esos casos, por tanto, no dan cobertura a la
tesis de que saber-cómo es independiente de saber-que. Los casos 3 y 4 son
ambiguos: ¿necesita uno saber todas las formas en que hacer F? No: uno podría
“hacer” algo sin saber todas las maneras de hacerlo. Pero lo que sí es
imprescindible para que se pueda decir que “sabe-cómo” hacer algo (es decir,
que sea una acción intencional, diferente a la que es el caer de una hoja de un
árbol) es que x sepa al menos una manera de hacerlo. El análisis de la sintaxis no provee ningún argumento para sostener que
alguna expresión del tipo “x sabe + infinitivo” no implica un saber-que.
¿Cómo hay que definir
entonces “saber-cómo”? La propuesta
de Stanley y Williamson es la siguiente:
“x sabe cómo F” es verdadera si y solo si para cierta manera contextualmente relevante, m, que es una manera para x de hacer F, x sabe-que m es una manera para él de hacer F.
Es decir, podemos hablar de que alguien sabe cómo hacer algo
(y no simplemente que lo “hace” por casualidad o le ocurre) si ese alguien sabe
que esa es una de las maneras posibles, y pertinente dada el contexto, de hacer
eso. Juan sabe cómo montar en bici si conoce alguna manera en que hay que mover
el cuerpo y los pedales para que la bici ande. Luisa sabe demostrar un teorema
si sabe qué es lo que hace, de alguna manera al menos, que un teorema esté
demostrado.
Esta caracterización del saber, añaden los autores del
artículo, implica una teoría de la intencionalidad de tipo russelliano, en que el sujeto se relaciona con proposiciones,
pero con proposiciones que pueden contener maneras de entrar en acción. Hay
diferentes maneras en que puede presentarse a la mente una proposición que
contenga maneras de actuar. Pero el hecho de que un conocimiento tenga
conexiones no conocidas, no implica que no sea un caso de saber-que. No es
preciso, en definitiva, postular un tipo de conocimiento no proposicional: el saber-cómo es solo un caso de saber-que,
un saber-qué hay que hacer en determinadas circunstancias.
Por no alargar mucho esta entrada, dejo mis comentarios y mi
opinión sobre el tema, para una futura ocasión.