Pensemos
ahora en la relación que guarda la Filosofía con lo Ético-político. Llamamos
Ético-político, en sentido amplio, a todo el ámbito de la actividad «humana» o
auto-consciente que tiene por objeto lo Bueno, esto es, lo
que se quiere (hacer) «o» se debería (querer) hacer (esa «o» es,
sin duda, una de las más hondas dialécticas propiamente ético-políticas).
Pero ¿«tener
por objeto hacer lo bueno» no es una pura tautología? ¿Qué otra cosa
que lo bueno podría ser propiamente objeto de acción? La Belleza es objeto del
disfrute en la figuración, pero no es objeto prioritariamente de la acción,
aunque el Arte sea, como todo, cierta acción; la Verdad es objeto de
comprensión o de indagación, pero no prioritariamente de la acción, aunque la
Ciencia y la Filosofía sean alguna actividad. En cambio, la Bondad es objeto
de la acción en cuanto acción. Según eso, lo Ético-político es, sencillamente,
el nombre para el ámbito completo de la Acción, sin adjetivos, dominio
trascendental que abarca o inunda todos los otros, pero que no suplanta los
criterios axiológicos de cada uno de ellos. Este ámbito difícilmente se puede
explicar a partir de otras nociones más simples o más fundamentales: se trata
del Ser como Acto, como energeia.
Todo lo que «hacemos» es un hacer, pero la actividad propiamente activa es la Ético-política. Las demás acciones son tipos de acciones, o materias de la acción; ella es la acción de la acción. Si el modo, eje o «función» del Lenguaje más afín al Arte era lo expresivo, el inmediatamente más cercano a la Ético-política es el pragmático: el modo o función del funcionar.
Todo lo que «hacemos» es un hacer, pero la actividad propiamente activa es la Ético-política. Las demás acciones son tipos de acciones, o materias de la acción; ella es la acción de la acción. Si el modo, eje o «función» del Lenguaje más afín al Arte era lo expresivo, el inmediatamente más cercano a la Ético-política es el pragmático: el modo o función del funcionar.
Por eso, lo Ético-político parece tener la prioridad
entre las acciones. Y, efectivamente, en cuanto tipo de acción, tiene la
prioridad, puesto que es la acción pura, aunque, por eso mismo, la más vacía
en sí, la simple forma del hacer, el mero hacer hacer. Pero que la Acción tenga
la prioridad en cuanto acción, no quiere decir que tenga la prioridad sin más,
la prioridad entre los ámbitos trascendentales o aspectos máximos de lo Real.
¿Es la Praxis la principal forma de ser, por encima del Conocimiento, o del
Arte? ¿Cómo puede dirimirse esto?
****
Tampoco
es de hoy, ni tuvo un comienzo, la dialéctica entre la Filosofía y lo
Ético-político. Ya en la Antigüedad se las vio como simultáneamente lo mismo y
totalmente diferentes. Por una parte, el filósofo se concebía como el
representante por excelencia del más noble modo de hacer, y concebía la
Política, al menos ideal o «utópicamente», como filosofía aplicada: hasta que
no gobiernen los filósofos o los gobernantes no se entreguen a la Filosofía, no
habrá gobierno en el gobierno, dice Platón; el filósofo da órdenes y no las
recibe, dice Aristóteles, quien unas veces pone como filosofía primera a la
ciencia del ser en cuanto ser, y otras da la prioridad a la política, pero cree
siempre que ambas son dos aspectos de lo mismo, del pensamiento que piensa y
gobierna sobre todo. Completamente a la vez, el bíos
theoretikós es
ajeno a toda práctica impura, e incluso a toda práctica, de manera análoga a
como el ser que es puro acto mueve sin moverse y atrae sin ser atraído, hasta
el punto de que a los «príncipes» de los dialécticos habrá que obligarles a
participar (a participar participativamente) en lo político, como quien saca a
un bendito de su isla. Si no es que incluso el filósofo está «condenado» a ser
un animal apolítico, incapaz de consejo público sensato, ridículo en la
Asamblea.
Es propia de las épocas modernas la tendencia del pensamiento ético-político
a disociarse cuanto puede de cualquier fundamentación intelectualista, y a
concebir lo ético-político como pura decisión o pura convención. En la
modernidad más reciente, la europea, esto se agudiza una vez que, presuntamente
«muerta» o acabada la teleología, las cosas dejan de tener naturalmente atados
los valores a sí. La misma Filosofía es vista (se ve ella) como actividad
antes que cualquier otra cosa, antes, incluso y sobre todo, que teoría; el
pensamiento se piensa a sí mismo como superestructura, epifenómeno, síntoma… de
la actividad real. De hecho, al empezar, como hemos empezado esta
investigación, preguntándonos qué es y si existe y puede
existir la Filosofía, muchos dirán que hemos equivocado ya el camino,
porque la pregunta primitiva no es acerca del qué es, sino acerca del cómo se
hace: no qué significa la palabra ‘filosofía’, sino cómo y para qué se usa,
debería ser la ocupación del filósofo. Al principio fue la Acción.
El
pragmatismo, en sus diversas expresiones (prioridad de la Voluntad sobre el
Entendimiento, de la «razón práctica» sobre el uso teórico, de la praxis sobre
la interpretación del mundo, de la Voluntad de voluntad sobre el Concepto, del
Uso sobre la Referencia, del saber-cómo sobre el saber-qué…) es, más aún que el
poeticismo, el sino del pensamiento de los últimos trescientos años, y, en su
forma más radical, la mayor duda planteada contra la Filosofía (y la Ciencia)
entendida(s) como Conocimiento. El giro pragmatista es la última fase en que
convergen todas las intentadas destrucciones del intelectualismo. Podría ser,
incluso —dicen algunos—, una revolución sin precedentes y sin vuelta atrás,
mayor aún que aquella que se figuraba el positivismo del siglo XIX: el «error»
no estaba en un conocimiento poco apegado al suelo, sino en la propia creencia
en la autonomía del Conocimiento. El Conocimiento es y no puede dejar de ser el
siervo del Deseo. Es la Voluntad la que establece, por su simple acto, desde la
nada, el valor y sentido de las cosas, incluyendo ese valor que llamamos «la
Verdad». Y, sin embargo y a la vez, la
Filosofía se sigue reconociendo a sí misma el papel trascendental de Crítica
del Valor, de fuente de emancipación, o de terapia radical.
Por su parte, desde la Ético-política, la Filosofía es
tratada con la misma dualidad. Los reyes antiguos gustaban de tener consejeros
filósofos, aunque los sentenciaban a muerte cuando el consejo no era el
deseado. Hoy —se lamenta algún que otro filósofo— el filósofo ya no recibe
cartas del padre de la patria, ni siquiera para amonestarle; aunque, a la vez,
los poderes reales siguen reconociendo que los problemas políticos no son
problemas de mera economía y burocracia, ni de pura espontaneidad, sino
cuestión de «ideologías», que exigen o deberían exigir diálogo y argumentación.
****
Entre
Filosofía y Ético-política hay, como entre Filosofía y Arte (más estrechamente
aún), una relación de absoluta mismidad y diferencia, como entre las dos caras
de una hoja auténticamente bidimensional. Son, ambas, manifestaciones de la
misma y única validez general, del mismo y único Archi-Trascendental. La
diferencia entre ellas es la que corresponde a los trascendentales específicos
de lo Verdadero y lo Bueno, o, en términos de facultades psíquicas o «aptitudes
intencionales», la que hay entre creer (que…) y querer (que…). Mientras que la
Filosofía se hace cargo de la dialéctica y analogía de la Realidad desde el
Conocimiento y como Verdad, la Ético-política lo hace desde la Voluntad y como
Bien.
También esta tesis, totalmente tradicional, es controvertible,
desde luego; e incluso unilateral y, por eso, errada. Pero conviene también
aquí que la entendamos primero en su esencial «parte» de la verdad. Y es que se
trata, ahora, de señalar en qué son diferentes Filosofía y Ético-política.
Quienes piensan (pensamos) que de alguna manera son lo mismo, no queremos, por
ello, borrar su diferencia.
Empecemos por ver cómo la Filosofía es, en un sentido
esencial (pero no en todos los sentidos) completamente autónoma respecto de lo
Ético-político. La verdad de una proposición filosófica se mide solo por
criterios epistémicos, y todo elemento práctico, sea de utilidad o de justicia,
es insuficiente e innecesario para determinarla. El propio pragmatismo,
decíamos más arriba, es una posición filosófica, en el sentido incluso (y
seguramente de manera fundamental) de decirnos qué es, y no ante todo cómo se
usa o para qué sirve, la Filosofía, e incluso qué es (antes de cómo se usa) el
Uso. En cuanto tal, el pragmatismo no puede ser evaluado más que lógica y argumentalmente.
La profunda dialéctica entre Teoría y Práctica, Idea y Acto, Verdad y Bien, es,
precisamente, una de las principales cuestiones filosóficas (principal, en el
sentido más sistemático y menos histórico posible), y debe y solo puede ser
abordada dentro de la propia Filosofía. Es lógicamente imposible, pues, que el
pragmatismo deconstruya o disuelva la autonomía teorética de la Filosofía: o lo
haría teóricamente (y, entonces, se contradiría), o simplemente «lo haría»
desde fuera (por la «fuerza»), es decir, no lo haría.
La Ético-política es, por su parte, heterogénea a, y,
en cierto esencial aspecto, autónoma respecto de la Filosofía. El momento de
la decisión y la acción es distinto al del «mero» pensamiento y conocimiento,
aunque, a la vez, emana totalmente de él. Todos sabemos vitalmente lo que
significa estar inmersos en la acción, donde ya «no hay tiempo para pensar».
Hay una brecha real (aunque de extensión nula) entre creer que se quiere o se
debe hacer algo, y hacerlo. Y, antes aún, hay un abismo (si bien,
«infinitesimal») entre creer que una cosa o un acto tienen tales o cuales
propiedades «reales» (esto es, no-ético-políticas), y creer que esa cosa o acto
son buenos o malos y deben hacerse o evitarse. El predicado «bueno» es, como
el predicado «bello», en cierto sentido completamente irreducible al de
verdadero (y al de bello o a cualquier otro). No es tarea del sujeto, en cuanto
alguien que actúa, pensar qué es lo bueno, ni saberlo siquiera, sino quererlo,
decidirlo y hacerlo, por más que quererlo y hacerlo impliquen absolutamente
creerlo bueno. Solo la Filosofía se pregunta qué es lo bueno, y, por eso, no lo hace directamente.
O, mejor, lo hace en el nivel fundamental, el del pensamiento, pero no lo
ejecuta.
****
Hay que aceptar, pues, que la Acción
ético-política (la acción sin más) está relacionada con la Voluntad de una
manera directa en que no lo está ninguna actividad teórica, la Filosofía por
ejemplo. Pero también aquí sería completamente unilateral definir lo
Ético-político solo (esencialmente solo) desde una «facultad». Como en el caso
del Arte, al hacer esto dejamos abierto el auténtico problema: ¿por qué a
ciertas acciones o cosas las consideramos buenas y, a otras, malas? ¿Es la
Voluntad un monarca absoluto, que dicta su ley inescrutablemente sin tener que,
ni poder siquiera, «justificar» lo que decide? ¿Es «arbitrario» el arbitrio?
¿Por qué, entonces, se tomaría uno tanta molestia en intentar justificar
(también y, en el mejor de los casos, sobre ante sí mismo) lo que hace, y en
pensarlo antes de hacerlo? Y esta justificación no se refiere solo ni principalmente
a los medios, a la «economía» que conviene usar para alcanzar lo que
voluntariosa e irracionalmente ya queremos, sino que se refiere también y
principalmente a los fines y a los principios de la acción. Los problemas
morales y políticos no son nunca, en realidad, problemas acerca de cómo
realizar lo que decidimos (eso son meros problemas técnicos), sino acerca de
qué debemos objetivamente decidir, qué es correcto o bueno y deseable por sí y
otorga valor a los medios.
El dominio
de la racionalidad propiamente moral parte del postulado, usualmente no más
que implícito o «inconsciente», de que solo puede considerarse decisión libre a
la que responde completamente a cómo son las cosas. A cómo son tanto fáctica
como, «antes» y sobre todo, idealmente, a cómo deben-ser (y el deber-ser
es una forma de ser: la forma axiológica o normativa de ser): lo que valen en
sí mismas, lo reconozca el mundo o no, es lo que hace buena a la voluntad que se corresponde con ese valor. Una
decisión incondicionada o incluso indeterminada respecto de cualquier saber o
creencia, respecto de la realidad de las cosas, es una ficción. Lo más parecido
a ella es un suceso casual. Que definamos lo Ético-político a partir,
prioritariamente, de la Voluntad, no quiere decir, pues, que pueda actuarse
contra, ni siquiera fuera, del Conocimiento y de la Verdad. La praxis de cada
individuo o época es, de hecho, completamente coherente con su concepción de
la Realidad.
Debemos, entonces, aquí también, tomar como verdades
unilaterales las dos teorías «puras» en metaética: el no-cognitivismo
(especialmente el pragmatista, porque está más cerca de la verdad en este
asunto) y el cognitivismo o intelectualismo simple o adialéctico. Según el
no-cognitivismo, un deseo, o un imperativo, no son un acto mental o una
proposición verdaderos o falsos, ni se deducen de una proposición verdadera o
falsa: su modo de validez es radicalmente otro. Ningún conocimiento sería ni
suficiente ni necesario para que existiese una decisión y una valoración moral.
Lo más parecido a una verdad, de cuanto exige el deseo y su acción, es ser
lógicamente consistente. Pero consistencia no es lo mismo que verdad: la
validez formal no implica ninguna relación de referencia a, ni dependencia de,
un objeto. Es más, la relación que hay entre la voluntad y su objeto es de
ajuste inverso a la que hay entre el conocimiento y el suyo: las cosas son
buenas porque las quiere la voluntad, mientras que son verdaderas porque son
así realmente y el conocimiento no tiene más misión que admitirlas. En este
sentido, se dice razonablemente que lo ético-político es algo «subjetivo».
Aunque, si usamos «objetividad» en el sentido amplio de «validez», o de
universalidad o intersubjetividad criterial, podemos dar un sentido
no-cognitivista a la idea de que lo ético-político es objetivo y
supra-individual. Hasta aquí, el argumento del anti-intelectualismo. Pero ¿en
virtud de qué podría decidirse la Voluntad, o moverse el Deseo, para otorgar
valor a una cosa frente a otra? La tozuda verdad del cognitivismo es que un
deseo o una ley ético-política no flotan en el vacío, y que solo las cualidades
no directamente morales que encontramos en las cosas, o que les atribuimos,
fundamentan o justifican la valoración ético-política.
Es verdad —como señala correctamente una, no
obstante, errada objeción anti-intelectualista— que los valores últimos o
primeros, los más fundamentales, no son deducibles de otros, y, en ese aspecto,
podría decirse que son «injustificables». Pero esto no los hace un ápice menos
cognitivamente objetivos o más dependientes de cierta voluntad indeterminada,
como no hace más subjetivos o «convencionales» ni menos cognitivos y más
voluntariosos a los primeros principios teoréticos, el hecho de que no pueda
deducírselos o justificárselos no-circularmente a partir de otras
proposiciones. Los primeros principios de cualquier ámbito están, como todo pero
más expresamente, en una situación dialéctica, de auto- y hetero-justificación
a la vez: esto no es especial de los valores éticos o políticos.
Y también aquí, en lo ético-político, como
decíamos a propósito de lo estético, una «explicación» naturalista-causal de
por qué valoramos lo que valoramos, es completamente inadecuada, porque se
trata del carácter de validez intrínsecamente moral o política de los juicios
éticos, no de su historia fáctica.
Las dos tesis metaéticas tienen su razón parcial. Es
verdad que no se cambia el mundo con solo interpretarlo, pero, también, que no
hay más acción que la que emana del conocimiento. Los trascendentales bueno y
verdadero son tan afines como distintos. Y también quizá aquí ambas tesis
tienen la prioridad según el ángulo desde el que se considere. Si el
pragmatismo la tiene al reconocer el rasgo esencial inmediato de la acción
ético-política, el cognitivismo la tiene al señalar que la esencia última o
escondida de la acción es la verdad o Realidad.
__________________
Este texto es fragmento mi libro De la filosofía como dialéctica y analogía, Ápeiron ediciones, Madrid, 2015, pg. 155 y ss
No hay comentarios:
Publicar un comentario