(Esta entrada es continuación de la anterior)
(...) Sin
embargo, es unilateral y erróneo definir el Arte solo a partir del
gusto o la emoción (y a la Filosofía solo a partir de la cognición), por puros
que estos sean, o, más bien, precisamente por eso. Inmediatamente surge el
problema: ¿por qué una cosa gusta o no? ¿Es esto «arbitrario»? ¿Es el gusto
una instancia, no solo autónoma, sino sin ninguna relación de correspondencia
necesaria con algo objetivado por otras instancias, como por ejemplo y
especialmente el conocimiento? ¿No hay ninguna implicación entre emoción y
conocimiento, entre Belleza y Verdad? ¿Por qué, entonces, el artista necesita
elaborar las formas que elabora, plagadas de recursos «técnicos» y criterios
formales, y situadas en una historia de educación artística? ¿Qué tienen todas
estas cosas que ver con el efecto estético que provocan?
La capacidad
de apreciación estética solo tiene sentido bajo el supuesto de la objetividad
de su «objeto»: el juicio estético o calético es intrínsecamente normativo, es
decir, discrimina entre lo correcto y lo incorrecto, lo valioso y lo errado...
Y, aunque la objetividad estética puede y tiene que ser sostenida por la
propia capacidad axiológica del gusto (el buen gusto, el gusto correcto), no
puede serlo en una relación arbitraria con otros modos de acceso a la objetividad
y la normatividad, fundamentalmente la cognitiva. Hay una correspondencia
necesaria, aunque no analítica, sino sintética (sintético-dialéctica), entre lo
bello y las cualidades formales a las que se asocia ese predicado y que le dan
sentido: «orden», «simplicidad», «simetría», «contraste», «dinámicas»,
«frases»… todas esas construcciones simbólicas, no «meramente expresivas» (si
es que este sintagma tiene sentido), que ocupan al artista y son esenciales
para su obra, solo el conocimiento puede evaluarlas, «antes» incluso
(lógico-trascendentalmente antes) de que la emoción responda a ellas
adecuadamente.
En cuanto al carácter objetivo del
Arte, quienes lo rechazan aducen, en primer lugar, el «desacuerdo universal»
acerca de los propios criterios de lo estéticamente correcto. Pero ese
desacuerdo (en la medida en que existe —medida mucho menor a la que pretende el
relativista—) puede explicarse mejor aceptando, primero, que, como en cualquier
otro ámbito, existen en el Arte la ignorancia y el error, y, por tanto, la
posibilidad y necesidad de una educación y crítica artística; y, en segundo
lugar, que, tal y como también ocurre en cualquier otro ámbito objetivo, la
norma universal se relativiza al contexto, induciendo la apariencia de un «absoluto
relativismo» cuando, en verdad, lo que implica es, precisamente, y como toda
relativización, una universalidad que sirve de patrón para toda comparación y
traducción entre juicios estéticos (precisamente porque lo mismo e idéntico se
expresa y percibe distintamente según la perspectiva conservando la
traducibilidad entre perspectivas sin pérdida del carácter normativo del
juicio, decíamos en el capítulo anterior).
El otro argumento habitual del no-objetivismo
estético dice que, a diferencia de lo que ocurre en el Conocimiento, no existe
en el Arte una referencia con la que comparar la obra para atribuirle
corrección objetiva. Pero este argumento puede rechazarse con varias razones,
algunas de ellas opuestas pero complementarias: ni es incontrovertible que la
objetividad exija la referencia (hay teorías no referenciales aunque
cognitivistas de la Verdad) ni puede negarse a priori que no existe objeto para
el Arte, una objetividad ideal. De esto hablaremos después.
Que se defina al Arte, en un primer momento, mediante
el Gusto y la Emoción, no quiere decir, pues, que pueda hacerse ni concebirse
arte ajeno a la Cognición, o que no pueda y deba encontrarse «adecuación»
formal, e incluso, de alguna manera, verdad (y toda la verdad) en la Poesía o
en la Música, en una conexión de total necesidad con su belleza. Como puede
constatarse de hecho, solo una profundidad va con la otra: cada sujeto y cada
época y cultura tienen la Música, la Poesía y, en general, el Arte que les
corresponde, de acuerdo con su conocimiento, con su saber científico y, sobre
todo, su querer-saber filosófico, con su «visión del mundo». Toda persona, en
cualquier cultura o época, se siente instada a ofrecer un «por qué» de sus
gustos. Esa explicación es más sutil y compleja cuanto más educada está la
«sensibilidad» del sujeto, pero existe hasta en la más primitiva de las
experiencias estéticas. Si ciertas aves del paraíso hablasen (nuestra lengua),
nos dirían que al baile que ejecutan los machos y contemplan con gusto las
hembras lo hacen bello cualidades como el ritmo, las simetrías, los vivos
colores que pone en exhibición, etc. (y pocos humanos, si alguno, por más que
hablasen «el lenguaje de los pájaros», sabrían ir más allá y explicar, a su
vez, por qué todo eso, color, simetría, ritmo…, es bello y gusta, tanto a
pájaros como a humanos).
Similar unilateralidad a la de negar toda verdad al
Arte, habría en creer que la Filosofía no requiere o incluso excluye, para mantenerse
incontaminada, cualquier elemento y disfrute estético. Al contrario, solo las
emociones adecuadas pueden y no tienen más remedio que acompañarla, como
acompañan a lo Ético-político, a la Ciencia, a la Religiosidad…, y hay una
belleza de la Verdad, aunque no es ella propiamente la verdad de la Verdad. La
Filosofía es poesía y música de manera análoga a como la Música y la Poesía son
verdad: implícitamente «pero» de manera necesaria.
Hay, entonces, que tomar como solo verdades parciales,
abstractas, no-dialécticas, las dos posiciones «puras» o extremas en el ámbito
de la metaestética o metacalética: el expresivismo o emotivismo, por un lado,
y el intelectualismo o cognitivismo, por otro. Según el primero, la esencia de
lo estético o calético no tiene nada que ver con la verdad y el conocimiento en
general, sino solo con su capacidad de conmover. Esta posición no puede
explicar, decimos, por qué el gusto atribuye carácter positivo a ciertas cualidades
objetivas del sonido o de la palabra o del color y la forma plásticas. A veces,
el emotivismo se une a alguna explicación de tipo fáctico (naturalista,
biologista, sociologista…) que pretende explicar «causalmente» (en el sentido
—o eso se pretende— que esta noción tiene en el ámbito de lo
científico-natural), el hecho de que nos guste esto más que
aquello. Pero estas explicaciones son una metábasis, un caso de «falacia
naturalista» (equivalente a lo que supondría, por ejemplo, explicar nuestra
creencia en las verdades matemáticas a partir de una explicación por selección natural), porque, cuando nos preguntamos «por qué»
gusta esto o aquello (como cuando nos preguntamos por qué creemos verdadero
esto o aquello), nos estamos haciendo una pregunta acerca del carácter
normativo de los juicios estéticos (o teoréticos), no acerca de la historia
fáctica de esos juicios. Ningún hecho explica una valoración, nada fáctico
reduce lo normativo (aunque al mismo tiempo, dialécticamente, toda normatividad
se expresa en hechos).
Un acto de expresividad pura (algo así como una
interjección sin contenido cognitivo) es una ficción. El cognitivismo tiene
razón al señalar que la Belleza de las cosas no es una propiedad arbitraria
sino que «superviene» necesariamente a sus (otras) propiedades objetivas, tanto
en los objetos naturales como en los «artificiales». El Arte es, en este
sentido, portador de significado y de «verdad», y solo tanto significado y
«verdad» como porte, le hace bello. Sin embargo, la mera enunciación de una
frase, por verdadera y teóricamente relevante que sea, no hace directamente de
ese acto una vivencia estética. Es más, es necesario, decíamos, que el
contenido cognitivo esté, a la vez que totalmente presente, puesto entre paréntesis.
El no-cognitivismo tiene razón en esto. Las dos tesis metaestéticas tienen su
razón parcial, pero solo tienen plena razón cuando saben unirse sin
confundirse.
Pero ¿no hay algún sentido fundamental en que una de
las dos posiciones acierta más con lo que es el Arte? Nosotros diríamos que la
prioridad la tiene una u otra según el aspecto que se contemple de ese todo que
es la obra artística y la vivencia estética. El emotivismo tiene la prioridad
inmediata, en cuanto apela a aquello que, en el Arte, efectivamente afecta de
manera más directa y manifiesta: el sentimiento. Sin embargo, el cognitivismo
tiene razón al reclamar, como objetivo escondido del Arte, la comprensión de la
Realidad, y, si la representación cognitiva y la Verdad fuesen un aspecto trascendental
más fundamental que el de la Belleza, el cognitivismo podría incluso decir que,
aunque de manera inmediata el Arte apela a la emoción, lo hace porque,
fundamental aunque indirectamente, es una forma de conocimiento.
****
Ahora
bien, ¿por qué el Arte, si tiene siempre un contenido cognitivo de ninguna
manera arbitrario, apela, sin embargo, de manera más directa y manifiesta al
sentimiento, y no sobre todo a la «fría» evaluación teórica, como hacen la
Ciencia y la Filosofía? ¿Dónde está la diferencia específicamente cognitiva
entre ellos? ¿Por qué nos vemos obligados a, como poco, poner entre comillas la
palabra ‘verdad’ cuando se la intentamos atribuir a la obra de arte? Nuestra
tesis al respecto, tan poco original como lo anterior, dice que el Arte es
representación imaginativa o figurativa, más que conceptual,
proposicional y argumentativa, y que la Imagen solo posee verdad de manera
no-explícita.
Que un
objeto o hecho sea obra artística, con un valor primeramente estético,
requiere que tenga unas características diferentes a las de un objeto
principalmente teórico o de otro tipo. No bastaría con que las mismas cualidades
fuesen «apreciadas» desde una u otra facultad para que el mismo objeto se
convirtiera de estético en teórico o ético-político (aunque siempre es posible
hacer tal cosa, abstrayendo ciertos aspectos del objeto), pues faltaría el
motivo objetivo para una u otra consideración. Pero un objeto estético es
objetiva e inconfundiblemente estético, como uno teórico es teórico. A esas
cualidades específicas que hacen de algo un objeto prioritariamente estético
antes que teórico o de cualquier otro tipo, las llamamos imaginativas o
figurativas en el sentido más amplio.
Esto no
quiere decir que el Arte sea aconceptual. No hay actividad sin conceptos, como
tampoco hay actividad humana que prescinda de la imaginación. Imágenes sin
conceptos y conceptos sin imágenes, no es solo que sean ciegos y vacíos, es que
no existen: cada uno está en su otro, y
los dos en todo (la propia distinción y relación entre Imagen y Concepto la
expresa cada uno, Arte y Filosofía, en su propio modo: figurativamente el uno,
conceptualmente el otro). Los animales que imaginan, en algún grado conceptúan,
y los ángeles que piensan, en alguna medida imaginan, por infinitesimal que
sea esa medida o ese grado. Lo que implica la tesis del carácter figurativo o imaginativo
del Arte, es que el concepto está en el objeto estético de manera no expresa,
escondido y latente.
Pero ¿qué es una Imagen? Una Imagen, diremos
tentativamente, es un orden o estructura (un «todo “mayor” que las partes»)
esencialmente dotado de «materia» sensible o natural (representacional), esto
es, de unas cualidades
espacio-temporales «secundarias» (visuales, acústicas, táctiles) o no-meramente-matemáticas,
pero indeterminadas, es decir, no señaladas con un aquí y ahora
absolutamente concretos o unívoca y directamente determinables respecto del
(cuerpo del) sujeto que imagina. Por eso Aristóteles la sitúa en el ámbito de
lo posible, no de lo efectivo. Una especie de síntesis e intermedio de lo
universal y lo concreto, un concreto universal, podría decirse, es la Imagen.
Es eso lo que induce a concebirla como no-convencional o no-arbitraria, frente
al Concepto, al que se considera convencional o arbitrariamente relacionado
con las «cosas» porque falta en él la relación naturalista de semejanza
espacio-temporal. En realidad, el Concepto solo es innatural y la Imagen solo
es natural en un sentido pobre de «naturaleza».
Una
característica de la Imagen, intrínsecamente unida a la anterior, es que, como
decíamos, en ella no se producen expresamente las articulaciones
sintáctico-proposicional y teoremática o argumentativa, sino solo la
«morfológica», que ocupa ahí toda la función cognitiva del signo. Las frases,
en el Arte, valen tanto como términos: más bien, la diferencia entre término y
proposición no es operativa. La Imagen no contiene recursos de interpretación:
es, en cierto sentido, muda. Su contenido cognitivo es solo tácito, abierto a
«cualquier» intelección. Esto es lo que impide que tenga valor veritativo explícito. Si hay verdad en la Imagen, es
una verdad en el sentido de corrección de la propia forma, esto es, porque
(como decía Spinoza de la «idea») tenga en sí misma las propiedades de una idea
adecuada o verdadera. ¿Hay verdad sin estructura proposicional, con mera
estructura figurativa? Esto es tan dialéctico como la propia distinción entre
Imagen y Concepto. Hay «verdad» en la Imagen: unas formas son más verdaderas
que otras porque cumplen mejor con los mismos criterios de validez que
determinan el valor de un conocimiento: unidad, orden, completitud… Pero esa no
es la forma de la verdad en la teoría, la verdad explícita y consciente
(tampoco dentro del ámbito teórico son unívocas la verdad de la Ciencia y la
verdad de la Dialéctica: esta última no puede dar por supuesta la articulación
proposicional, lo que la hace, de hecho, confundible con la Imagen, aunque
son, en verdad, extremos opuestos, a medio camino de los cuales se encuentra la
articulación apofántica de la Ciencia).
No hay, por otra parte, un limitado ámbito de lo
imaginable, sino que la Imaginación es un modo de representar cualquier cosa.
Podemos apreciar, como mera imagen, incluso una teoría (y entonces es cuando
la calificamos de «bella»). Aunque, en ese caso, estaremos haciendo abstracción
de lo que, en ese objeto que es la teoría, tiene la prioridad natural y
funcional. Puede decirse, pues, que hay una «imagen de la verdad» («la verdad
en pintura»), pero solo de manera analógica.
Si todo esto contiene algo de verdad, entonces, y como
ya ha sido notado por algunos, hay una conexión esencial entre Imagen y Gusto,
por la cual la primera, que no puede ser evaluada como teoría (ni como acción
télica o ético-política) se destina privilegiadamente al segundo. Todo esto
merecería un tratamiento cuidadoso.
Podría objetarse que en el arte contemporáneo el
figurativismo o «formalismo» ha dejado de ser válido, tanto porque, en una
dirección, existe «arte conceptual», como porque, por el otro extremo, existe
un arte directamente reproductivo de los fenómenos, «concreto». Pero, respecto
a lo primero, no hay, en verdad, arte «conceptual» (salvo en el sentido en que
todo arte lo es, o sea, implícitamente): con esa desacertada expresión nos
solemos referir a arte no-naturalista, es decir, arte, sí, figurativo (como no
podría dejar de ser), pero de figuras menos naturalistas (simplificadas,
«abstractas» —pero tampoco existen figuras puramente abstractas—). Que esas
figuras remitan a conceptos es, en cierto sentido, una tautología (pues toda
figura remite a conceptos, implícitamente) y, en otro, una mera
interpretación, no el objeto estético mismo. En cuanto a lo segundo, si el
último arte moderno ha llegado a la deconstrucción de la imagen, hasta
convertir en arte lo cotidiano y no-estético, es en paralelo con la propia
deconstrucción del concepto. En realidad, no ha llegado más que a reducir la
Imagen a su grado infinitesimal (en paralelo a como la Filosofía hacía con el
concepto), porque no hay fenómeno puro ni pura cotidianeidad o naturalidad (y quizá
eso es lo que «quiere» indicar, inconscientemente y por la vía negativa, este
arte «aconceptual»).
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Fragmento del libro De la filosofía como dialéctica y analogía, pgs. 144 y ss
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