“El ser se dice en varios sentidos, aunque todos por
relación a uno y a una única naturaleza” es la respuesta de Aristóteles al
problema más general de la filosofía primera o metafísica, es decir, al
problema de lo uno y lo múltiple, de lo mismo y lo diverso del ser.
Si no se entiende el problema, no se puede entender la
solución. Como es propio de la filosofía más primera, es difícil entender el
problema por su sencillez. Lo damos por hecho. ¿Qué hay más indiscutible
que el hecho de que el ser es múltiple, que hay muchas cosas? El problema, la
aporía (con mayúsculas, podría decirse), es cómo se puede ser uno y múltiple a
la vez, sobre todo si se es el ser. ¿Cómo ha de ser la unidad del ser (todas
las cosas son parte de una unidad) para que pueda haber de verdad diversos
seres? ¿Qué rompe la unidad del ser, conservándola o incluso, quizás, enriqueciéndola
con las entidades o “sustancias” (usíai)
individuales? ¿No es la unidad lo absolutamente indivisible? ¿No es el ser todo
lo que es, y por tanto, nada externo a él, ninguna otra propiedad, tampoco la nada,
puede dividirlo? En este asunto, es decir, en el asunto más básico de la
filosofía primera, no se ha ido, podría decirse, un paso más allá del aristotelismo: solo el
perfeccionamiento platónico al que lo sometió Tomás de Aquino, llevando la
analogía al orden mismo de las entidades o sustancias, y no solo entre “categorías”,
es una ganancia.
La filosofía moderna apenas ha pensado la analogía. Tampoco ha
pensado, por tanto, la univocidad ni la equivocidad, es decir, no ha pensado en
qué sentido el ser es uno y múltiple. Esto lo ha dado, más o menos tácita e
inconscientemente, por resuelto. Pero, desde luego, los problemas filosóficos primeros
no se pueden dar por resueltos. En la medida en que la filosofía moderna ha
sido consciente del asunto, la respuesta obvia para ella (y
en esto la filosofía moderna es bastante homogénea) ha sido la univocidad del
ser (todas las cosas son cosas, pero decir eso es solo decir lo más vacío de la
realidad; lo mismo o casi lo mismo que decir nada), y, a la vez, la
equivocidad, la total diversidad de sus categorías o modos. Aunque pueda parecer sorprendente que
ambas cosas, total univocidad y equivocidad completa, vayan juntas, no es así:
donde la univocidad es máxima, donde todas las cosas, tanto una piedra como un
elemento sintáctico, son exactamente igual de cosa, su heterogeneidad tiene que
ser también máxima. Si, al ser, las cosas no tienen nada o apenas nada en
común, lo tienen todo de diferente: así es la Extensión : tan
unidimensionalmente homogénea como completamente heterogénea en sus partes. O,
al menos, todo lo heterogéneas que puede dar de sí aquello que tiene que caber
en el conjunto más vacío, el de Extensión máxima… Porque, ¿y si esa no es la
manera de salvar la mayor unidad y diferencia de las cosas? ¿Y si univocidad y
equivocidad son las dos caras de un pensamiento pobre acerca del ser?
También en la filosofía de los últimos cien años, la equivocidad del
ser ha sido un postulado tácito pero afirmado con vehemencia: un
silencio muy gritado, un impensado muy pregonado, como son los impensados filosóficos.
No solo el sistema categorial kantiano, sino también el desprecio de Nietzsche (y
de Heidegger) por la comprensión del ser como género máximo, o sea, como aquello sumamente vacío, son
expresiones del equivocismo moderno. A ello no le ha acompañado una teoría suficientemente
explícita sobre la equivocidad ni la analogía.
En la filosofía de herencia wittgensteiniana
y analítica, el dicho aristotélico se ha convertido en “el lenguaje se dice de
muchas maneras”, es decir, sus categorías o articulaciones son completamente
heterogéneas e irreducibles. La palabra "ser", objeto de la metafísica,
reconocida ahora como solo una palabra equívoca, encubriría cosas totalmente distintas,
tales como “existe” (el aparato referencial), “es_” (la predicación), “=” (la
identidad)… El problema con el que se debatió Aristóteles no sería, entonces, más
que una primitiva o ingenua confusión debida a no haber establecido un claro análisis
del verdadero Lenguaje. Un buen “análisis” del verdadero Lenguaje disolvería el
tosco problema de la unidad del ser.
Por supuesto, aunque esto se presentase a sí
mismo como un análisis del Lenguaje, o como Lógica, era en verdad una tesis ontológica,
o, según se prefiere decir ahora, metaontológica o metametafísica (pero la
metaontología o metametafísica son ontología y metafísica). Y el problema de la unidad y
pluralidad de la realidad no desapareció, sino que se manifestó, exactamente lo
mismo, aunque en otros términos, en el lenguaje de “Lenguaje”, provocando a veces la
apariencia de tratarse de un planteamiento más lúcido. ¿Qué cosas existen y
cuáles no? ¿Existen las propiedades, los números? ¿Qué se dice de algo cuando
se dice que existe? El problema de fondo sigue siendo, como en Aristóteles, la
unidad de la realidad.
Veamos Ese Problema de la filosofía primera, el que intentó
resolver Aristóteles con el concepto de pròs
hén o analogía, en una de las expresiones más depuradas de la metaontología
contemporánea. Me refiero a la metaontología quineana (o neo-quineana), muy
influyente en la metafísica analítica reciente. En la versión que de ella
ofrece Peter van Inwagen (“Being, Existence and Ontological Commitment”, Metametaphysics, New Essays on the
Foundations of Ontology, Oxford 2009), consiste en lo siguiente:
Lo que expresa “ser” (o “existir”, pues son lo mismo) está
perfectamente capturado por el aparato cuantificador de la “lógica clásica” o
concepción estándar del Lenguaje. Esta lógica articula el Lenguaje en un elemento
donde aparecen variables ligadas por la cuantificación (el elemento "referencial"), y otro elemento en que
las variables no están cuantificadas (el elemento predicativo). La forma de la
proposición es “∃(x)[P(x)]”, es decir, “Hay un x
tal que es P”, o “Algún (/Todo) x es (no-es) tal que tiene la propiedad P”. Es
en el primero de esos elementos (en el “∃(x)”)
donde el Lenguaje sitúa aquellos términos que quieren hacer referencia a la
realidad: la Ontología
de nuestra teoría. En el segundo, se sitúan aquellos términos que, sin querer
referirse a realidades, se usan para caracterizar la realidad: son la
“Ideología” de nuestra teoría, como lo llamó Quine (dando lugar,
involuntariamente quizás, a la malinterpretación de que se trate de algo
puramente psicológico). Decir que existe algo que tal-y-cual es decir que hay
un algo que es tal-y-cual, o, quitando el “hay”, que algo es tal-y-cual. Van
Inwagen imagina unos marcianos que no tienen la palabra "existir" (ni como verbo
ni como adjetivo, etc.), pero que sí tienen cuantificadores (Algo, Todo…), y
cree que esos marcianos podrían decir todo lo que nosotros decimos con “existe”
y sus variantes. Para decir “los dragones no existen” los marcianos dicen “toda
cosa es no dragón”. Para decir “Dios existe” dicen “no es el caso que toda cosa
sea no Dios”. (is not
the case that_):
“In general, to say that things of a certain sort exist and to say that there are things of that sort is to say the same thing. To say of a particular individual that it exists is to say that there is such a thing as that individual”.
Esta concepción distingue, tácitamente al menos, tres
niveles de formalidad y articulación o categorización del “Lenguaje”: (1) en el
nivel más básico y abstracto está la articulación que distingue categoremas
de sincategoremas (no es lo mismo una variable que un functor, etc); en un
segundo nivel (2), ya más “semántico”, se distingue entre “existir” y “tener
una propiedad”; en el tercer nivel (3) están las diferencias propiamente semánticas
entre sustancias o cosas que propiamente existen (un objeto material, un objeto
matemático, una mente…)
Tal concepción metaontológica es, a mi parecer, altamente
inconsciente de la profundidad que el problema del ser alcanzó en Aristóteles.
En cada uno de sus niveles, se le puede objetar, si no me equivoco, una
paralela falta de consciencia del verdadero problema. En el nivel más general
(1), la teoría neo-quineana ignora sencillamente el importe ontológico o
metaontológico de la articulación general del lenguaje. ¿Cómo puede haber
elementos imprescindibles para la significación pero que no denoten o refieran
a nada? Tomemos por ejemplo la
Negación , o incluso los paréntesis que separan el primer y el
segundo elemento analizados. ¿No corresponde a nada en la realidad el que
hagamos negaciones o el que prediquemos propiedades de las cosas? Son, esos
ingredientes, nuestro aparato para captar la realidad. Si decimos (o, más bien,
suponemos) que no necesitan tener ningún importe ontológico, nos encaminamos inmediatamente
al antirrealismo, y eso deja completamente abierto el problema de cómo podemos
comprender la realidad con elementos que nada tienen que ver con ella. Sería
más natural salvar la idea de que, si nosotros negamos cosas, es que la
negación es algo de la estructura de la realidad. Y, si eso es así, entonces
eso, la Negación ,
se puede sustantivar y hablar de ella como de un ser. Pero ¿de una manera unívoca
a como hablamos de una silla? De este primer nivel apenas es consciente la
filosofía moderna.
En el segundo nivel de concreción que hemos distinguido, el análisis quineano
ignora también el problema de cómo es que sólo el aparato cuantificacional
compromete ontológicamente. ¿Por qué la “ideología” de nuestras teorías no
tiene compromiso ontológico? ¿Por qué si decimos que “hay cosas que son rojas”
el rojo no nos compromete con una realidad que sea la rojez? No basta, desde
luego, con que intentemos reducir los órdenes de Predicados a uno solo, como
quiere cierto nominalismo. Es preciso que todo lo que nos veamos obligados a
decir, implique existencia. R. Grossmann propuso que el concepto más general no
es ser, sino objeto (objeto de la mente) o cosa. Pero esto no es más que
desplazar el problema. Para Aristóteles era un problema, una de las formas
primordiales dEl Problema, que si los predicados hacen inteligible a la
sustancia, deberían tener cierto importe ontológico. Este problema no se resuelve
ignorándolo mediante “análisis” lingüístico.
Y por último, yendo al nivel más concreto (3), está la
cuestión de qué hay que meter dentro de la cuantificación. Está simplemente
injustificado identificar el ser (ni siquiera, o incluso menos aún, la
existencia) con la cuantificación. Que la cuantificación está muy relacionada
con el ser es una idea muy vieja (al menos tanto como Parménides o más).
Aristóteles dice que Ser y Uno son, en cierto modo, expresiones distintas de
una misma cosa. Sin embargo, también son diferentes. Y la propia expresión del análisis
quineano lo delata. Fijémonos en que, pese a lo que pretende, no se trata de
mera cuantificación. “Existen (o hay) unicornios” no equivale simplemente a
“Alguna cosa al menos es unicornio”. Esto último, realmente, no tiene en sí
mismo o formalmente compromiso existencial, como no lo tiene decir “algunas
brujas son malignas”, aunque pensemos que sería deseable no (poder) hablar de
cuanto no exista, es decir, aunque pensemos que toda proposición p en que se
predica algo de algo debería implicar otra proposición e en que se afirma la
existencia del sujeto de la proposición p. Por suerte o por desgracia, el adjetivo numeral indeterminado es neutral a la existencia de aquello que se
cuantifica. Hace falta algo más que añadir el adjetivo numeral indeterminado a
un sustantivo (incluido al sustantivo “cosa”) para tener existencia. Lo mismo
que no nos compromete existencialmente con los bosques el adjetivo “azul” en “el
bosque azul es encantado”, tampoco el adjetivo “uno y solo uno” en “uno y solo
un bosque es encantado” nos compromete con la existencia de bosques.
Obviamente, expresar el cuantificador como “hay al menos una
cosa tal que…”, o “es (no es) el caso que hay(a) cosas tales que…”, there are things of that sort, es una
trampa. En el “hay”, “es el caso”, “there is”… está metido subrepticiamente el
“existe”, que no es exactamente lo mismo que la cuantificación, aunque vaya
asociado a ella. Como argumentó R. Grossmann, en “al menos una cosa es tal que…” el término “cosa” es el que
carga con el peso existencial, y no el cuantificador. O bien, pues,
introducimos así el concepto de existencia con el cuantificador, pero como un
elemento ajeno, o bien no, pero entonces el cuantificador, por sí solo, no
tiene valor existencial. No es lo mismo decir “un x” que “hay un x”, y es esto último
lo que pretende expresar el “cuantificador existencial”, que, como su nombre
indica (y también su expresión más habitual,∃),
no es solo un cuantificador.
Pensemos en la proposición “existe algo”. Se traducirá, en términos
neoquineanos, por “al menos algo es tal que es algo”, o “es el caso que algo es
algo”. Pero esto segundo es, en sí mismo, como mucho una tautología, si no es
que no es siquiera una proposición (pues, si "existe" es identificado como el cuantificador,
entonces la frase “existe algo” equivale simplemente a “algo algo” -no a "algo es algo"), mientras
que no puede ser una tautología decir que “existe algo”, si bien puede que sea
una tesis necesaria, metafísicamente necesaria. Me parece claro que los
elementos “es tal que” o “es el caso que_ es” de las traducciones quintanas,
pretenden cargar con la fuerza ontológica que
no tiene por sí el cuantificador.
Una consecuencia de esta falacia analítica (si es que es un análisis falaz) es el hecho de
que el análisis cuantificacional sea, en sí mismo, trivial: lo mismo puedo,
formalmente hablando, cuantificar sobre “perro” que sobre “bruja” o sobre un
objeto lógico. Qué cuantificaciones serán realmente existenciales, lo
determinarán los criterios existenciales que haya que aceptar. Una vez
establecidos esos (que es la auténtica discusión ontológica) es completamente o
casi completamente anecdótico que los intente vehicular mediante la
cuantificación o no. Independientemente de eso, la “existencia” tendrá que ser
algo más que mera “Algunidad”, salvo que, insisto, “algo” quiera significar “algo
que es”, lo que, con toda seguridad, no es lo que quiere decir “algo”. Es,
pues, preferible pensar, como Aristóteles, que la expresión “Algún x es P” es
diferente de “x existe”. Existe sería un predicado. Y no un predicado de
segundo orden (como dice “la concepción alternativa” moderna), sino elemental.
Pero, ¿al menos salva el análisis cuantificacional el
problema de la unidad del ser? ¿Implica la versión quineana que “existe” (es
decir, “hay (al menos) un x tal que”) solo se dice en un sentido, es decir, que
el ser es unívoco? Esta cuestión queda irresuelta con esta caracterización,
porque, como veremos en el próximo post, es posible definir o caracterizar la
analogía incluso en el aparato quineano.
En definitiva lo que no se trata como algo existente simplemente no existe. El mundo es totalmente una percepción de lo que nosotros queremos que sea. Quien nos dice que una "pelota" es una pelota o que un árbol es un árbol sino las definiciones consensuales que se han dado a partir del asignar de significados a una cosa determinada.
ResponderEliminarEstimado amigo, gracias por tu comentario.
Eliminar¿Y qué seríamos ese nosotros que creamos las cosas por consenso? ¿Somos también producto de un consenso? ¿De quién o qué?
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