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martes, 28 de octubre de 2014

¿Realismo sin Metafísica? Comentarios a Après la finitude, de Quentin Meillassoux. I

Lo que sigue son unas notas críticas a algunos aspectos esenciales del pensamiento de Quentin Meillassoux, tal como aparece expresado en su (por el momento) libro capital Après la finitude, que hemos resumido en otra entrada. Recordemos, primero, brevemente, las ideas principales de esta obra.

Meillassoux cree que tenemos que abandonar lo que llama el Correlacionismo, es decir, la tesis que afirma que no tenemos ningún acceso directo a la realidad u objetividad, a las cosas en sí mismas, sino que todo lo que conocemos es, a lo sumo, la correlación entre el pensamiento y el ser, es decir, la representación, en la que es imposible disociar lo objetivo de lo subjetivo. Frente a eso, Meillassoux nos propone un Materialismo Especulativo, decididamente realista, según el cual los enunciados empírico-matemáticos proporcionan conocimiento de las propiedades objetivas e independientes del observador. Incluso poseemos un conocimiento absoluto: que lo único necesario que existe en la realidad, es la no-necesidad y la falta de razón, o "irrazón", de todas las cosas.

Meillassoux comparte uno de los tópicos más aceptados de la Historia de la Filosofía, según el cual, tras siglos premodernos de pensamiento ingenuamente realista en que los filósofos creían estarse ocupando inmediatamente del Ser, la filosofía moderna, explícitamente desde Kant, se torna radicalmente subjetivista. Paradójicamente, señala Meillassoux, ese giro verdaderamente “ptolemaico”, tiene lugar en el mismo periodo en que la Ciencia empírico-matemática está protagonizando la revolución realista que nos asegura, por primera vez, un conocimiento del mundo sin la presencia humana. Desde luego, esa inversión del sentido de la Filosofía no es una coincidencia, sino que, piensa Meillassoux, es una suerte de “venganza” del filósofo, al ver arrebatada de sus manos la sanción de lo Real. El filósofo cambia de estrategia y acepta que los enunciados científicos son, sí, verdaderos, pero, añade inmediatamente, solo relativamente a un nosotros.

El Correlacionismo habría adoptado diversas formas: el Correlacionismo crítico o trascendental afirma la pensabilidad de la cosa en sí, aunque no su cognoscibilidad; el Correlacionismo Absoluto (Idealismo de Hegel y similares) rechaza incluso la pensabilidad de la cosa-en-sí y absolutiza y eterniza al Sujeto; el Correlacionismo Fuerte rechaza la absolutización de toda representación (pues –aduce- el sujeto, en su condición fáctica, no puede probar que lo que le resulta impensable sea imposible). Así se llega a una completa facticidad del conocimiento que, sin embargo, deja abierta e inasequible a la crítica racional la posibilidad de un absoluto no racional sino fideista. Pues bien, ahora, según Meillassoux, se debe superar también esa última posición correlacionista, y superarla desde sí misma. A eso viene la nueva filosofía del Realismo, cambiando la mirada y haciendo ver que hay algo absolutamente real: la propia facticidad objetiva del correlato, que el propio correlacionismo tiene que dar por supuesta.

Aunque haya que dar paso a un nuevo realismo, el Correlacionismo no fue, sin embargo, un error innecesario, y no se trata de volver al dogmatismo metafísico: efectivamente, confirma Meillassoux, la Metafísica ha muerto. ¿Por qué? Porque Metafísica, según la define nuestro autor, es la creencia en y la búsqueda de algún ente necesario, que proveería de una necesaria razón suficiente a todos los demás entes. Así, Descartes y Leibniz apoyan todo su sistema en Dios, cuya existencia necesaria sería demostrable mediante el argumento ontológico. Pero el argumento ontológico, dice Meillassoux, no resiste a la duda hiperbólica correlacionista (¿cómo sabemos que la necesidad que le atribuimos a la existencia de un ser perfecto no es solo una necesidad "para nosotros"?), y, por otra parte (y como ya habría probado Kant) es inválido, porque no es contradictorio suponer que un ser perfecto no existe, como no es contradictorio pensar sujeto alguno como no existiendo, ya que la contradicción solo puede darse entre las propiedades del sujeto. Un triángulo cuadrado, por ejemplo, solo es contradictorio si suponemos que existe, no si lo suponemos inexistente; pero no hay ninguna propiedad que confiera prodigiosamente la existencia. Con el argumento ontológico se hunde el principio de razón y la Metafísica, y deja solo lugar a un realismo contigentista radical, aunque no por ello a un mundo inestable.

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Antes de entrar en una consideración crítica de la cuestión Correlacionismo / Realismo (lo que dejo para próximas entradas de este blog), me detendré en lo último que acabo de reseñar: las consideraciones que de la metafísica hace Meillassoux. Ofreceré dos tipos de observaciones críticas:

La primera es esta: la forma en que Meillassoux entiende y define la Metafísica, me parece inadecuada, aunque esté, ciertamente, bastante extendida en la filosofía continental. Si llamamos Metafísica a lo que se trata en los libros de Aristóteles y, después, entre los escolásticos, concepto que, con buen juicio, han rescatado los metafísicos analíticos de los últimos decenios (tales como D. Lewis, D. Amrstrong, P. van Inwagen, K. Fine, E. J. Lowe, Ted Sider, Timothy Williamsons y mil otros), la Metafísica no es ni solo ni principalmente la búsqueda de un ente necesario, sino antes y más fundamentalmente, el estudio de las características básicas o fundamentales (de la estructura, de las categorías máximas…) de la realidad o del ser en general, del “ser en cuanto ser y las propiedades que como tal le corresponden”: si el ser es unívoco, equívoco o análogo, qué es la esencia (las propiedades) y qué la existencia, cómo se estructura la realidad en general, qué es causa, etc., son sus primeros y principales asuntos. Citemos a algunos metafísicos contemporáneos.  Lowe, por ejemplo, define así: 
Traditionally, metaphysics has been thought of as the systematic study of the most fundamental structure of reality—and, indeed, that is the view of it which I should like to support. Understanding the aim of metaphysics in this way makes defending the possibility of metaphysics a substantial and problematic task, and for that reason one well worth exploring.  (The Possibility of Metaphysics.  Substance, Identity, and Time CLARENDON PRESS · OXFORD 2001, p.1)

Peter van Inwagen, aunque advierte que no hay una definición completamente satisfactoria, dice:
When I was introduced to metaphysics as an undergraduate, I was given the following definition: metaphysics is the study of ultimate reality. This still seems to me to be the best definition of metaphysics I have seen. (Metaphysics, Westview Press, 2009 –tercera edición-)

Kit Fine, más extendidamente, escribe:
There are, I believe, five main features that serve to distinguish trad­itional metaphysics from other forms of enquiry. These are: the aprioricity of its methods; the generality of its subject-matter; the transparency or ‘non-opacity’ of its concepts; its eidicity or concern with the nature of things; and its role as a foundation for what there is. (“Wath is metaphysics?” Contemporary aristotelian metaphysics Cambridge University Press 2012)

Se podrían citar muchos otros ejemplos de metafísicos contemporáneos analíticos, y sería difícil encontrar una importante disensión en esto. La Metafísica contiene, antes que nada, el análisis, no comprometido existencialmente ni siquiera necesitarista (no más que ninguna ciencia), del ser en general, es decir, lo que podemos llamar también Ontología general, y que es una parte de la Metafísica. El problema de si existe o no un ente real necesario (motor inmóvil, causa primera, ser perfecto, etc., es decir, la teología), como el problema de si existe un alma inmortal (psicología metafísica), o si el mundo tiene un origen temporal o es eterno (cosmología metafísica), pertenecen solo a la parte especial de la Metafísica. Precisamente porque la Metafísica alberga ambos tipos de cuestiones, las del Ser en general y las de los máximos tipos de entes sustanciales, le hace ganarse la acusación heideggeriana de que es una confusión onto-teológica. Pero no tiene nada de confusión: la dialéctica entre el Ser en general y el ser especial es la esencia misma de la Metafísica.

¿De dónde procede, entonces, la idea estrecha de Metafísica que maneja Meillassoux, junto con la mayor parte de la filosofía continental? Su origen hay que remontarlo a Kant, aunque se encuentra allí de una forma un tanto inconsecuente. Kant, en la Crítica de la Razón pura, define (negativamente) la Metafísica como un pretendido conocimiento de objetos mediante solo la razón, y le atribuye los tres objetos específicos o “ideas” de Alma, Libertad y Dios. Inconsistente o ambiguamente, sin embargo, Kant usa también el término ‘metafísica’ (ahora positivamente) con el significado de especulación de los principios constitutivos de cada ámbito trascendental, y él mismo elabora tanto una “Metafísica de la Naturaleza” como una “Metafísica de la Moral”: por tanto, le encuentra al término una acomodación dentro del esquema crítico-trascendental. Sin embargo, Kant no acepta el carácter positivo de lo que irónicamente llama “campos exuberantes de la Ontología”, es decir, de la Metafísica general, porque él cree que las categorías generales del Ser no son más que las categorías generales del Sujeto Trascendental. Pero precisamente la Ontología es lo que constituía el momento primero y quizá más importante de la metafísica aristotélica y clásica en general. ¿Por qué Kant no hizo con la Metafísica general lo que había hecho con las especiales, es decir, redefinirla trascendentalmente, para referirse al análisis de las estructura, no de la Cosa en sí o del Ser, sino de la Subjetividad Trascendental? Parece inconsecuente. Y, sin embargo, de esta inconsecuencia procede, seguramente, el estrecho sentido tardomoderno del término ‘metafísica’.  De modo que, si hoy quisiéramos rescatar a la especulación ontológica de las turbias aguas del Subjetivismo o del Correlacionismo, tendríamos todas las razones para rescatar el término Metafísica para esa especulación. Desde luego, Meillassoux puede usar el término en el sentido estrecho. Pero, a falta de que se muestre que esta es una mejor caracterización de la Metafísica (en principio nada indica que la Metafísica, en cuanto Ontología, implique la defensa de la existencia necesaria de algún ente sustantivo), nos parece un error.

¿Por qué es, a nuestro juicio, tan importante esta cuestión, aparentemente terminológica? Porque, además de que no hace justicia a las categorías epistemológicas, alimenta la idea de una historia del pensamiento en sentido fuerte, es decir, de una evolución con cambios cualitativos y sin posible vuelta atrás, quizá incluso cambios inconmensurables (como quieren muchos hermenéuticos): por ejemplo, alimenta el tópico de la muerte de la Metafísica. Sin embargo, la Metafísica no estaría superada aunque estuviese muerta la Metafísica especial a la que se refieren Meillassoux y los filósofos continentales: quedaría intacta la parte general, la que trata de la estructura básica de la realidad. Lo que el mismo Meillassoux hace, y a lo que llama “especulación”, no es ni más ni menos que ontología o metafísica. En las dos consideraciones metafilosóficas del libro, no aborda una caracterización esencial de lo que es la “especulación”. ¿Qué relación guarda, por ejemplo, con la Ciencia? Se le puede atribuir, quizá, una idea semejante a la que sostienen los neo-quineanos acerca de lo que llaman, precisamente, metafísica: se trataría de aquellas consideraciones que, por estar más alejadas del tribunal de la experiencia, parecen completamente apriorísticas. En cualquier caso, Meillassoux no lo precisa.

Tampoco aborda –y esto es más importante- el contenido nuclear de lo que es la Metafísica general u Ontología, y que, era de esperar, constituyese también el núcleo de toda especulación semejante. Y esta es una cosa sorprendente, sobre la que volveré en otro momento. En efecto, se echa en falta, en una obra de pretensiones tan fundacionales, un análisis de conceptos como esencia, existencia, objetividad…, conceptos tan discutidos por los metafísicos antiguos y contemporáneos, y que Meillassoux usa pero no tematiza, lo que nos hace sospechar que la discusión no se sitúa  en el nivel más general y fundamental de la Ontología (sino en uno más concreto: en la dialéctica ser-pensar). ¿Puede encararse una discusión del argumento ontológico sin ofrecer una definición y discusión de los conceptos de “existencia” (si es un predicado o no, si es lo mismo que la cuatificación…), “necesidad” (si es de re o solo de dicto…), qué son las propiedades de una cosa y qué relación guardan con la sustancia de la que son propiedad, qué tipo de existencia o no-existencia tienen las entidades matemáticas y qué relación guardan con los objetos materiales a los que formalizan…? Todo esto está ausente del libro que analizamos. El autor, desde luego, no tiene por qué tratar de todo en el mismo libro, y puede dejar pendientes ciertas cosas para otra ocasión, aunque sean esenciales para la intelegibilidad y defensa del proyecto. Pero, obviamente, esto no es una superación de la Metafísica general, es decir, de aquello a lo que Aristóteles dedicó los más densos libros de su filosofía primera.

Tampoco queda ni puede quedar superada la Metafísica en su sentido estrecho, es decir, en el de la metafísica especial (en lo que se refiere, por ejemplo, a la existencia de un ente sustancial necesario). Hay un importante sentido en que, de hecho, esto no está ni puede estar superado, es decir, resuelto ni disuelto, porque para ello se requeriría que las objeciones que Meillassoux ofrece contra el argumento ontológico fuesen definitiva e incuestionablemente correctas. Es decir, no solo que fuesen convincentes de momento, sino que fuesen infalibles. Lo cual es algo que no puede siquiera pretenderse. Quizá Meillassoux aceptaría que, en  este sentido, la Metafísica, efectivamente, no está muerta, sino que siempre puede resucitar (¿creen los filósofos continentales, especialmente los hermenéuticos, que la Metafísica podría renacer?). Ahora bien, ¿está la Metafísica, al menos, suficientemente en coma?

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Con esto pasamos a nuestra segunda observación acerca de la tesis de Meillassoux sobre la Metafísica: ¿es inválido el argumento ontológico? Nos haremos una pregunta más "sencilla":¿Acierta la crítica de Meillassoux contra este argumento (y, por extensión, según pretende, contra todo necesitarismo “metafísico” –en el sentido estrecho-)? Pues bien, dicha crítica me parece insatisfactoria.

En primer lugar, se nos dice que el argumento ontológico no resiste a la duda correlacionista hiperbólica, o, habría que decir, super-hiperbólica: ¿cómo sé que lo que me resulta impensable es también imposible? Meillassoux piensa, sin embargo, que la duda hiperbólica no afecta a las proposiciones físico-matemáticas. ¿Por qué? No veo cómo pueda aceptarse esto. Si un super-genio super-maligno o una epojé hiper-crítica pueden hacer que nos equivocásemos o dudemos incluso cuando razonamos con un argumento de necesidad o contradicción (como es el argumento ontológicov cartesiano), ¿por qué ese genio o esa epojé no serían fuertes contra nuestra creencia de que existieron dinosaurios hace millones de años y podemos comprobarlo? Meillassoux insiste, a lo largo del libro, en que lo impensable no es imposible: así argumentan los correlacionistas fuertes, que deflacionan incluso la Lógica. Pero, entonces, ¿cómo puede llegar a demostrarse que algo es verdadero y supera la duda hiperbólica? ¿Cómo se puede aceptar que, según sostiene Meillassoux, puede demostrarse indiscutiblemente que existe una (única) necesidad (a saber, la facticidad e irrazón de toda cosa)? El sorprendente argumento de Meillassoux dice que la verdad del realismo se infiere de que el correlacionismo es auto-contradictorio (puesto que cualquier correlacionismo supondría la realidad objetiva de la misma facticidad del correlato). Supongamos que, efectivamente, el correlacionismo sea auto-contradictorio. ¿Por qué este es, a mi parecer, un argumento sorprendentemente débil? Porque argumenta con algo que, según Meillassoux, no garantiza la verdad: la contradicción de la tesis contraria. Sin embargo, puestos a suponer genios hiper-malignos o dudas super-críticas, cabe suponer que lo que a nosotros, realistas, nos parece necesario porque su contrario es auto-contradictorio, no es, sin embargo, por ello necesariamente verdadero, sino que solo ocurre que es impensable su contrario. Quizá, entonces, nada es realmente necesario, ni siquiera la contingencia de todo, aunque eso nos resulte inconcebible porque incurre en auto-contradicción: al fin y al cabo contradicción (o auto-contradicción) no implica imposibilidad. Pero si rechazamos este tipo de duda super-hiperbólica, tenemos que rechazarla también para con el argumento ontológico: si nos parece que es contradictorio aceptar un ente perfecto inexistente, entonces tenemos que creer que realmente existe un ente perfecto. El asunto se desplaza, pues, a si, efectivamente, como pretende Descartes, es contradictorio suponer un ser perfecto inexistente.

Y aquí pasamos a la refutación directa de la materia del argumento ontológico, en la que Meillassoux sigue a Kant: no hay ningún predicado que confiera necesariamente la existencia, luego no puede probarse ninguna existencia necesaria, porque, arguye, nosotros podemos pensar sin contradicción, por ejemplo, un triángulo cuadrado, siempre que lo pensemos como no-existente.

Bien -deberíamos responder-, en realidad, nosotros no podemos pensar un triángulo cuadrado, aunque intentemos pensarlo como “inexistente”. Y la inexistencia de un triángulo cuadrado no es un simple añadido a su "esencia", sino que emana precisamente de ahí, de su in-esencia: un triángulo cuadrado es imposible (no puede existir) porque sus propiedades son incompatibles. De la misma manera que deducimos necesariamente la inexistencia del triángulo cuadrado a partir de la incompatibilidad de sus predicados, deducimos la posibilidad o la contingencia de existir de todos aquellos sujetos cuyos predicados no son incompatibles (como vida en otro planeta, por ejemplo, o, a nuestro juicio, que todo lo que vemos no sea más que virtual). Y de la misma manera, por último, se infiere de la esencia de un triángulo que sus tres ángulos suman 180 grados (en un plano euclídeo), y se inferirá la existencia necesaria (no contingente) de un sujeto del cual no es solo que sus presuntas propiedades sean consistentes, sino que sería inconsistente pensarlas separadas.Esto, salvo que la propiedad de la existencia sea radicalmente en diferente en ese aspecto: es decir, que no pudiera entrar en relaciones de contradicción, contingencia y necesidad, con las propiedades de la esencia.

No abordaremos aquí esta cuestión. Baste con ver que la refutación kantiana y meillassouxiana del argumento ontológico es inconcluyente. Para aclarar la situación haría falta pensar a fondo la existencia: si es, y en qué sentido, una propiedad, y qué relación tiene con las (otras) propiedades de las cosas. ¿Es una superpropiedad o una subpropiedad que unas veces podemos inferir a partir de otras propiedades (por ejemplo, algo, además de consistente lógicamente, es constatable por mí –como en el caso de esa puerta o del número pi-), o no es una propiedad, pero qué es? Como decía, falta una consideración de este problema en Après la finitude. Por tanto, Meillassoux no parece tener razones suficientes para considerar superada a la Metafísica.

jueves, 22 de agosto de 2013

Del intelecto y el amor. Acerca de la interpretación de Jean-Luc Marion del argumento (no-)ontológico

Si hay una pieza de la galería de la Historia de la Filosofía a la que nadie o casi nadie dudaría en calificar de “metafísica” (también en el sentido heideggeriano de la palabra) y (pero ahora en sentido no-heideggeriano) “ontológica”, esa es, seguramente, cierto argumento que, en varias versiones, pretende demostrar la existencia real y necesaria de un ser poseedor de todos los atributos positivos en grado absoluto, un ser perfecto, un ser -en palabras de quien pasa por el descubridor del razonamiento- mayor (y mejor) que el cual no pueda pensarse otro. Según sus defensores medievales y modernos, en tanto que quizás en ningún otro caso podemos inferir de la mera esencia o posibilidad (o sea, de un cúmulo de características), la existencia real de algo, en el caso, sin embargo, de la esencia que consiste en la síntesis o, mejor, perfecta unidad de todas las perfecciones, la existencia se sigue necesariamente, ya que es una pura contradicción que el ser perfecto no exista, es decir, que carezca de una, si no la principal, de las perfecciones. Al ser perfecto o, al menos, a aquel mayor que el cual no podemos concebir otro, si lo concebimos, lo concebimos necesariamente como existiendo. El razonamiento parece de genética racionalista platónica. Para Platón la perfección ideal es el único criterio de existencia, realidad u objetividad (tomando estos términos en sentido amplio): una cosa existe en la misma medida en que tiene perfección, y la idea de la perfección misma (lo bueno mismo) es la que más existe (el proto ontos on) y la que da su existencia e inteligibilidad a las demás.

Quienes, a lo largo de los siglos, han rechazado este razonamiento, lo han hecho principalmente desde la tesis de que, al menos para nosotros, seres finitos, no hay ninguna idea o esencia que pueda reclamar su existencia si no puede mostrársenos en o a través de los fenómenos materiales. No basta con que tengamos una idea, por perfecciones que esta acumule en su interior, para que tengamos necesariamente una realidad para ella fuera de nuestra mente. Una idea no es más perfecta porque sea idea de perfección, sino porque pueda ponerse en confrontación sensible, material, aunque sea indirectamente (como causa) con este mundo. El ataque clásico moderno contra este argumento, a manos de quien le puso el nombre de “ontológico”, dice que la existencia es, para nosotros, solo una categoría o condición de validez del discurso teórico, que tiene su otra pata necesaria en los fenómenos. La existencia no añade nada a las propiedades “reales” de algo, sino que indica, solo, que el objeto está “puesto” con relación a nosotros. El “argumento ontológico” es, pues, para Kant, solo uno de esos ilusorios intentos de la paloma de nuestro entendimiento cuando pretende volar en el vacío, es decir, la ilusión metafísica racionalista, la confusión de los conceptos trascendentales con cosas trascendentes.

No recuerdo si Heidegger se refirió alguna vez al “argumento ontológico”, pero supongo que, de haberlo hecho, lo habría colocado, también él, en el conjunto de las obras de la Metafísica y la Onto-teología, es decir, según él, de la confusión de la cuestión del Ser con la del Ente supremo. Dios, el dios de los filósofos, es “solo” el ente más alto, causa primera, presencia o parusía en grado superlativo, Idea pura. Pero esta jerarquía, fundamentalmente unívoca (analógica, en verdad) de los entes, olvidaría la radical diferencia que hay entre el Ente y su Ser, la Diferencia Ontológica. El Ser no es el fundamento de los entes, no es un ente más, aunque sea primero. El Ser no es ente. El Ser, como el Tiempo, lo hay (es gibt), se da. La diferencia ontológica (entre Ser y Ente) no es, pues, la diferencia metafísica, la diferencia de grados de ser, sino una completa heterogeneidad, que está aún por pensar y para la que no hay un lenguaje.

En “¿Es el argumento ontológico realmente ontológico?” (texto original “Is the Ontological Argument Ontological? The Argument according to Anselm and its Metaphysical Interpretation according to Kant”, Journal of the History of Philosophy, 30-2 (1992), pp. 201-218, traducción de Oscar Figueroa, Tópicos 32 (2007), 179-205) Jean-Luc Marion, sin embargo, pretende librar a Anselmo del estigma de la metafísica. Según Marion, su argumento no sería ontológico o metafísico, sino “agatológico-erótico”, podríamos llamarlo (pero no es Marion quien lo llama así), no-ontológico en todo caso. A diferencia de la forma que el argumento (este sí) ontológico presenta en Leibniz y seguramente antes en Descartes, y que fue el objeto de la crítica de Kant, en Anselmo no se trataría de inferir la existencia de Dios a partir de una esencia positiva, de un concepto suyo definido (el ser necesario, por ejemplo, en Leibniz), sino a partir, precisamente, de la imposibilidad de conceptualizar a o poseer intelectivamente la esencia de Dios.

Para que se pueda hablar de un argumento ontológico, dice Marion, es necesario que se cumplan dos condiciones: (1) que se intente llegar a la existencia de Dios a partir de un concepto de su esencia, y (2) que tal esencia se interprete como universal e incondicionada. Pues bien, según nuestro filósofo, ninguna de las dos condiciones se aplica al argumento de Anselmo.

En cuanto a lo primero, Marion considera evidente que en Anselmo no se parte de (antes bien, explícitamente se parte de lo contrario a) un concepto positivo de Dios. Anselmo presenta el asunto, dice Marion, del todo bajo el axioma de la prioridad de la fe, una “fe que busca al intelecto” (fides quaerens intellectum), sí, pero en el sentido intenso de que es la fe la que, en todo momento, conduce a la razón: “Ciertamente –cita Marion- no busco entender para creer, sino que creo para entender. Y, en efecto, creo en esto porque a menos de que crea no podré entender”. Para Anselmo, pues, la fe sería el principio y horizonte último de todo entendimiento posible. La conclusión del argumento es, también, un Dios que “habita en una luz inaccesible”. El argumento, pues, ni en su punto de partida ni allí donde concluye hace uso de un concepto, sino deliberadamente de un no-concepto. “Algo tal que nada más grande puede pensarse” (id quo majus cogitari nequit o aliquid quo nihil majus cogitari possit) hay que entenderlo, dice Marion, como expresión de la imposibilidad de pensar ningún concepto de Dios. El concepto de Dios, en todo caso, es el concepto de no-concepto:

“Entendido como concepto, a Dios conviene únicamente el hecho de trascender todo concepto. Apenas algo es concebible dentro de ciertos límites, irremediablemente ese objeto no podrá alcanzar a Dios. Por el contrario, el pensamiento se abre a la cuestión de Dios sólo en la medida en que se enfrenta a sus propios límites. La capacidad del pensamiento para trascender todo concepto, o mejor dicho, para experimentar los límites de su poder para pensar son la única evidencia con que se cuenta para hablar de que el pensamiento en verdad se las está viendo con la cuestión de Dios (…) Dios aparece tan pronto como el pensamiento no puede ir más allá; Dios comienza justo allí donde y cuando el pensamiento toca sus límites”.

Se puede decir, “paradójicamente”, señala Marion (pero no tan paradójicamente, a mi parecer, por lo que veremos más adelante), que el argumento de Anselmo tiene un carácter crítico-trascendental, y que accede a lo trascendente negando, precisamente, la posibilidad de una prueba trascendental. Su contenido crítico es al menos tanto como el de Kant. En cambio, Tomás, siguiendo al aristotelismo, permanece preso de la metafísica, malentiende el argumento de Anselmo viendo como problema justo lo que es su virtud (o sea, que Dios no es cognoscible a partir de conceptos quoad nos), y las propias cinco vías tomistas son otras tantas pruebas verdaderamente ontológicas que parten de esencias o conceptos bien definidos.

El decurso de la argumentación de Anselmo es, entonces, este: I, se parte de un no-concepto irrefutable (el no-concepto de Dios es irrefutable, porque si se le entiende, como concepto de autolimitación, no hay manera de negarlo); II, ese no-concepto, o límite del pensamiento, lleva a algo trascendente, más allá de todo límite, a algo infinito; y, III, a ese algo solo cabe atribuirle la existencia o realidad, pero sin pasar por el conocimiento de su esencia.

Claro que, se hace cargo Marion, podría objetársele a ese argumento que no hay razones para atribuir existencia a algo de lo que el entendimiento no puede hacerse ningún concepto. Pero esto, según Marion, se responde inmediatamente cuando advertimos que el no-concepto de límite que es el punto de partida de Anselmo, es, no un no-concepto de mínimo de inteligibilidad, sino, al contrario, un no-concepto de máximos. El intelecto advierte que, en su grado máximo, aparece (conciencia de) su propio límite, lo que remite a lo trascendente, ya sin concepto. Porque, según Anselmo según Marion, hay tres “grados de ser”: ser solo en el intelecto, ser en el intelecto y en la realidad, y ser o existir en realidad pero no estar en el intelecto. “Por tanto, Señor, no sólo eres algo tal que nada más grande puede pensarse; eres además algo más grande que lo que puede pensarse” (Ergo, Domine, non solum es quo majus cogitari nequit, sed es quiddam majus quam cogitari possit; Proslogion XV, 112). Es precisamente la incapacidad del intelecto para producir la esencia de Dios, por su límite máximo, lo que lleva a inferir a Dios.

En cuando a 2 (es decir, acerca del carácter que se atribuye a la esencia de Dios) el argumento de Anselmo lleva a cabo, según Marion, una segunda y más radical ruptura del lenguaje ontológico y de la esencia, cuando convierte la expresión inicial en esta: [id] quod nihil melius cogitari potest (Proslogion XIV, 111), es decir, cuando sustituye el concepto cuantitativo (maius) por el cualitativo-axiológico (melius), cambiando la lógica del máximo ser por la del máximo bien. Esto, dice Marion, nos remite inmediatamente al epékeina tees ousías de Platón (República 509b), al Bien más allá del Ser. Lo que va más allá de todo concepto no es algo simplemente mayor, sino algo mejor, el Bien. Solo el Bien (la razón práctica) supera al Ser (de la razón teórica).

Y esto, a su vez, supone la necesidad de apelar al amor:

“Alcanzar el límite de nuestro poder para pensar (conforme al principio de lo máximo) equivale a esforzarse por alcanzar lo mejor a través del amor (tantum amabunt, quantum cognoscent). El amor va más allá del entendimiento porque posee la capacidad de desear aquello que no nos está dado conocer; el entendimiento, por su parte, carece de esta capacidad”.

Si lo que se busca es conocer a Dios como melius, esto es, como el Bien supremo, el pensamiento ni debe ni puede basarse en el concepto (imposible) de una esencia inaccesible; antes bien debe echar mano de su propio deseo sin ninguna otra ayuda que la de su poder infinito para amar.

Esto, dice Marion, no condena al argumento al campo de lo irracional o “lo místico”. Se trata solo del reconocimiento de que la trascendencia de Dios no es la del máximo ente, que “los aspectos más fundamentales de Dios están por completo fuera del alcance de conceptos finitos”. Anselmo, como Kant y Heidegger, habría estado convencido de que el ser, en cuanto tal, es siempre finito.

La postura de Anselmo tendría, por lo demás, su filiación y pedigrí filosóficos (y teológicos, claro) en la tradición: remite, decíamos, a Platón, y también a la expresión de Pablo “conocer la caridad hiperbólica de Cristo que sobrepasa cualquier otro conocimiento” (Efesios 3.10)

La mayor dificulta que subsiste para Anselmo (para el Anselmo de Jean-Luc Marion) y para cualquier filosofía de la supremacía del amor sobre el entendimiento, como lo es la del propio Marion, es la de si es posible desarrollar argumentos fuera de la Metafísica:

“¿Tiene sentido admitir argumentos concluyentes y racionales sin admitir sin embargo la primacía del ser, esto es, de la metafísica, y, en consecuencia, de la lógica? ¿Hasta qué punto depende la lógica de la metafísica? ¿Cómo podría ser válido un argumento no metafísico?
Podemos concluir afirmando que por lo menos un autor estuvo convencido de que ciertos argumentos en efecto escapan al dominio de la metafísica: san Anselmo.”

 Pero ¿es el argumento de Anselmo lo que dice Jean-Luc Marion que es? Y, ¿es el argumento del Anselmo de Jean-Luc Marion, un argumento, un buen argumento?

                                                         ****

La lectura de Jean-Luc Marion del argumento anselmiano como argumento no-ontológico, quiere, arrebatándola de la Metafísica, inscribir esa extraña pieza filosófica del teólogo y monje benedictino en el pensamiento no ontoteológico surgido o puesto en vigor con la reciente muerte de Dios y de la Metafísica. El mismo Marion ha pensado una filosofía no-ontológica como Dios sin el Ser, y donde el Amor es situado más allá de todo concepto. Más profunda y fundamental que la certeza de existir (que es en la que se detiene la Metafísica) es la de que me aman: solo esta supera el nihilismo (El fenómeno erótico).

No puede negarse el interés del intento de Marion, así como su alarde de pericia y, digámoslo también, osadía interpretativa. Desde luego, es muy legítimo dar una lectura nueva de cualquier autor y texto, que, en lugar de alejarlo, nos acerque a él, o le acerque a nosotros. También conocemos, no obstante, las tergiversaciones y violencias a que este ejercicio de “apropiación” puede dar lugar. En relación con el reseñado ejercicio de Marion, tengo reparos en dos sentidos, el hermenéutico y el puramente filosófico. ¿Son Anselmo y, sobre todo, Platón, pensadores no metafísicos, no ontológicos, que habrían reconocido la superioridad del amor y la “razón práctica” sobre el intelecto, y, por tanto, serían ajenos a la confusión del ser con la presencia y lo conceptualizable? Y, sean o no sean así esos pensadores, ¿debemos entregarnos a esta propuesta filosófica? Empezaré aquí con la primera cuestión, que es la menor, y dejo para otra ocasión la segunda pregunta.

Creo, para empezar por Anselmo, que los elementos textuales a que se atiene Marion no apoyan suficientemente su interpretación. Dejando a un lado que varias de las citas que escoge como ilustración ni siquiera me parece que ilustren lo que pretende (por ejemplo, cuando, después de decir que para Anselmo el amor va más allá del entendimiento, cita: “Desea ese único bien, que es todo bien”, lo que de ninguna manera me parece que apoye esa tesis de prioridad; o cuando, para ilustrar que en Anselmo la fe es quien da contenido y conduce al intelecto, cita las famosas expresiones “fe que busca al intelecto” y “ciertamente no busco entender para creer, sino que creo para entender. Y, en efecto, creo en esto porque ‘a menos de que crea no podré entender”, lo que podría decir perfectamente cualquier teólogo, por metafísico que fuese, y el propio Anselmo diría de cualquier otro asunto, porque se trata solo de la tesis de la prioridad de la fe sobre la razón, lo que no implica que la razón no tenga, para estos autores, autonomía en aquello de que trata), me parece que la interpretación general se basa en una consideración sesgada de los diversos aspectos del pensamiento anselmiano. Dicho brevemente, me parece que Marion insiste en las expresiones más propias de la vía negativa (negar de Dios todo predicado para remitir a su infinitud e incomprensibilidad), e incluso cree encontrarlas donde yo veo más bien lo contrario, y no repara en todas aquellas expresiones propias de la vía positiva (afirmar supereminentemente de Dios todo predicado para remitir a su plenitud de ser). La Metafísica, al menos si se la limpia del empobrecimiento de la interpretación postmetafísica, es ambas vías, porque es dialéctica y analógica. Y concretamente el argumento de Anselmo, se apoya más en la vía positiva que en la negativa, la cual aparece solo como complemento “retórico”. Veámoslo.

La interpretación de Marion comienza con la tesis del carácter no-conceptual de la noción que sirve de punto de partida a Anselmo (aquello mayor –mejor- que lo cual nada puede pensarse). Este concepto del no-concepto no ofrecería un contenido positivo, una esencia, sino solo la denuncia del límite de la capacidad de concebir (del intelecto). Es cierto que hay un aspecto en que el concepto del que parte Anselmo para entender a Dios es un concepto limitado, y aun un concepto consciente de su limitación. Esto, no obstante, vale para todo teólogo y todo filósofo, por ontológico y hasta ontologista que sea. ¿Hay alguien que haya sostenido que tenemos una noción adecuada de lo infinito, absoluto, omni-perfecto? Es más, la tesis de la inadecuación del concepto tiene aplicación para toda noción de cualquier tipo de entidad, no solo de Dios. ¿Alguien ha pretendido que nuestras nociones de las cosas son plenamente adecuadas? Por tanto, es trivial señalar el carácter limitado de toda concepción, aunque, ciertamente, es menos trivial en el caso de Dios. Sin embargo, y esto es lo esencial aquí, el carácter limitado de la noción humana de Dios no tiene ninguna función lógica en el argumento (ni siquiera aparece en él), porque todo él se apoya, al contrario, en que la noción de partida, que es la noción más apropiada de la que disponemos para pensar a Dios (aquello mayor que lo cual nada cabe concebir), es precisamente la más positiva de las nociones (como diría Spinoza, lo verdaderamente limitado es lo finito). En ningún sentido creo que pueda decirse que se trata de un no-concepto, sino, más bien, del concepto por excelencia: Dios es lo mayor pensable (aunque también, desde la teología negativa –que no es la del argumento- se pueda añadir que Dios excede lo pensable, porque ambas cosas son ciertas). Aunque Marion nos pide que pensemos la noción de Anselmo como mero no-concepto, esto sin embargo obvia la cuestión de por qué Anselmo define a Dios como “aquello mayor que lo cual nada cabe pensar”. Y es evidente que Anselmo sabe cómo podemos buscar ese mayor. Por ejemplo, es mayor el que sabe que el que no, el que es libre que el que no, el que tiene poder que el que no. Es decir, ni siquiera se trata de una noción indeterminada, aunque se exprese de manera general, encerrando todas las perfecciones en una. Anselmo nos pide que pensemos esa noción de manera superlativa (no nos pide, obsérvese bien, que pensemos a Dios como “aquello que es mayor que aquello mayor que lo cual nada puede pensarse” –eso, es cierto, también se dirá de Dios, cuando se insista en su supereminencia, pero no es, insisto, la noción que se toma en las premisas del argumento-; pero es que aunque Anselmo nos hubiera pedido -lo que no hace- pensar eso –algo que excede al mayor de los conceptos-, aún así todavía estaría entrañando un concepto positivo de Dios, pues a él se llegaría a través de conceptos ónticos positivos). En la interpretación de Marion falta una consideración del hecho de que Anselmo haya usado la escalera de las propiedades que consideramos ónticamente positivas, para superlativizarlas. Porque si el papel que tuviese la noción de Dios en el argumento fuese meramente  no-conceptual, habría bastado e incluso sido más interesante un concepto meramente negativo, que no se apoyase en ninguna perfección óntica. Pero es obvio que en el maius de la noción de Anselmo están encerradas propiedades positivas, extraídas del mundo, y que el argumento se funda en que Dios es la positividad absoluta de esas nociones, ni siquiera una completa trascendencia respecto de esas positividades.

Esto significa, repito, que Marion pone toda su atención e interés en el aspecto “apofático” o negativo del discurso filosófico-teológico, desconsiderando el aspecto katafático o positivo. Pero desde luego Anselmo no cree que haya que prescindir de este camino, ni siquiera cree, como hemos visto, que sea el más apropiado para la argumentación que pretende (donde, recuérdese, intenta demostrar racionalmente lo que ya cree por fe), porque no dice “Dios es aquello que excede toda concepción por grande que esta sea”, sino que dice “Dios es aquello mayor que lo cual no cabe pensar nada”, o sea, Dios es lo máximo pensable (no lo-impensable).

Por tanto, no hace falta ningún recurso a un amor que vaya más allá de todo concepto, como ocurriría en un anti-intelectualista que, ciertamente, Anselmo no es: Dios es al menos tan Entendimiento como Amor, no más lo segundo; y, a su imagen, las criaturas. Anselmo en ningún caso nos está pidiendo que amemos lo que es completamente inconceptualizable, sino que amemos lo más inteligible en sí, aunque para nosotros su inteligibilidad siempre sea precaria. Nuevamente aquí me parece evidente que la cita anselmiana de Marion en apoyo de su interpretación (tantum amabunt, quantum cognoscent) no apoya la idea de la superioridad del amor sobre el conocimiento, sino más bien al contrario. Es imposible amar lo que no se conoce. Por otra parte, el argumento de que “el amor va más allá del entendimiento porque posee la capacidad de desear aquello que no nos está dado conocer; el entendimiento, por su parte, carece de esta capacidad” encierra la simple tautología de que el entendimiento no puede entender lo que no puede entender (como implicaría una tautología análoga decir que “el entendimiento va más allá del amor porque posee la capacidad de entender aquello que no nos es dado amar”), lo que no permite inferir que el amor vaya más allá del intelecto.

Aún menos aceptable me parece la interpretación del epékeina tees ousías de República 509b, de Platón (y que se remonta al menos a E. Lévinas). ¿Sería Platón el gran no-metafísico de la Historia de la Filosofía? Me parece que esto es incompatible con todos los textos platónicos, incluida, por supuesto, La República, donde la Idea es ontos on, y to agathòn es “solo” la Idea de las Ideas, no algo más allá de las Ideas. El único o al menos principal locus donde se apoya toda ese intento de apropiación antimetafísica de Platón, el citado pasaje 509b, no da apoyo a lo que se pretende. ¿Quiere Platón decir ahí que el Bien, lo Bueno en sí, está más allá de todo ser, siendo, por tanto, completamente heterogéneo al Ser? No. Lo primero, porque Platón usa el término ousía, y no on (no dice “epékeina tou ontos”, como habría dicho coherentemente si hubiese querido situar lo Bueno en sí más allá de la Idea). De manera que es más correcto traducir, como hace, por ejemplo, Conrado Eggers Lan en Gredos, “…el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y a potencia” (en lugar de “no sea ser…”). Pero es que en un pasaje poco posterior del mismo texto, hablando de esa conducción de toda la psique hacia la luz, que es la Educación, dice Sócrates:

οτω σν λ τ ψυχ κ το γιγνομένου περιακτέον εναι, ως ν ες τ ν κα το ντος τ φανότατον δυνατ γένηται νασχέσθαι θεωμένη: τοτο δ εναί φαμεν τγαθόν. 

“apartándose de lo que nace, con el alma entera –del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero-hasta que se hallen en condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante del ser, que es aquello a lo que llamamos bien”. (518c traducción de Manuel Fernández-Galiano del pasaje)

 “…la contemplación de lo que es y lo más luminoso de lo que es, que es lo que llamamo el Bien” (traduce Conrado Eggers Lan)

El Bien es, pues, el más luminoso de los seres, el ser puro, no algo más allá del ser.

El dialéctico es descrito como quien se remonta de idea en idea, hasta la idea primera o anhipotética (511b), y en ningún momento el conocimiento del Bien es puesto fuera de la dialéctica, fuera o más allá del cuarto segmento de la línea, de la “visión del ser y lo inteligible” (511c), sino que, en su ascensión, el alma alcanza, como última visión, el sol o bien (516b)

“En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.” (517b)

En Platón hay una gradualidad ontológica que pasa de lo limitado a lo infinito o, más bien, absoluto, sin significar por eso la absoluta heterogeneidad del exacerbado dualismo de la filosofía moderna. Por eso, me parece que es preciso rechazar los intentos de apropiarse al gran metafísico por parte del pensamiento (pretendidamente) antimetafísico. Antes bien, Platón es seguramente una lectura esencial para delatar la aporía de ese pensamiento. Pero esto es cuestión para otro momento.


domingo, 27 de noviembre de 2011

La Perfección existe necesariamente (una versión del "argumento ontológico")

Después de varias entradas preparatorias, voy a exponer ahora mi versión del llamado argumento ontológico, entendiéndolo como el argumento metafísico que pretende probar que existe necesariamente un ser perfecto (definido como un ser completamente autónomo y unitario, y que es norma de validez de cualquier otro posible ser y noción de cualquier ámbito de cosas).
Recuerdo todo lo recorrido, y que se da por supuesto para entender correctamente el argumento:
  • Existencia y criterio de existencia: existir significa ser independiente o autónomo, especialmente ser independiente de toda representación. Todo aquello que tenemos que concebir como independiente de nuestras representaciones (es decir, que lo concebimos como siguiendo siendo lo que es cuando nos concebimos no concibiéndolo) tenemos que aceptar que existe en esa medida. Solo aquellas nociones que podemos reducir a otras o a meros engendros de nuestra mente, podemos afirmar que en verdad no existen. 
  • Es lícito (es más, es necesario) inferir la existencia de algo a partir de su “mera” noción, si esta tiene rasgos que la “necesitan”, es decir, que la hacen necesariamente postulable como existiendo; no hay otra manera de inferir la objetividad que a partir de ciertas representaciones. Si esto no fuese válido, no habría posibilidad de inferir ninguna existencia de nada. También nuestras inferencias de existencias físicas van de cierta noción o representación (los fenómenos), a la afirmación de su realidad objetiva. En todos los casos, los criterios que se usan son los de autonomía e individualidad. 
  • Existir no significa lo mismo que estar implementado materialmente. Hay representaciones o nociones que no podemos reducir a fenómenos físicos ni a meros engendros subjetivos, porque las concebimos como autónomamente vigentes independientemente de que exista este o cualquier otro universo material. (Dos es par y es “antes” –ontológicamente antes- de que haya universo).
  • La noción de Validez Absoluta o Perfección es una noción clara y coherente, y, lo que es más, ineludible y fundamental para cualquier actividad racional. Es la noción fundamental de la axiología, y toda actividad racional tiene un componente axiológico esencial. Una teoría es teoría en la medida en que es válida o correcta, según unos criterios últimos que son los más válidos o correctos. Y lo mismo puede decirse de otros ámbitos, incluida la ontología: atribuimos más realidad (reificamos) atendiendo a los mismos criterios axiológicos que usamos en la ciencia o en la moral. No hay discurso racional sin que se presuponga la noción de validez incondicional o perfección. 
  • La perfección no es concebible como una cualidad de una sustancia limitada, finita o no perfecta, porque una cosa imperfecta no puede dar soporte a la validez incondicional. La perfección solo puede ser una cualidad esencial o definitoria de un ser individual, distinto a cualquier ser que sea imperfecto en algún sentido.

Ahora, el argumento, limitado a dos premisas y la conclusión:
(1) Lo que se concibe como siendo necesariamente autónomo o independiente de cualquier otra cosa, hay que afirmar que existe realmente;
(2) La Perfección (o Validez absoluta o incondicional) se concibe necesariamente como autónomo o completamente independiente de cualquier otra cosa;
(C) Por tanto, la Perfección (o Validez absoluta o incondicional), existe realmente.

La primera premisa no es más que la explicitación del criterio de existencia que propongo, y que me parece muy natural. Quien no lo comparta, tendrá que proponer otros, y explicar qué debemos entender por “existir”, justificándolo de manera que haga inteligibles nuestros asertos existenciales.

La segunda premisa, obviamente, no prejuzga la existencia del Ser Perfecto: se limita a afirmar su concebibilidad. A favor de esto se ha probado en anteriores entradas, haciendo ver, primero, que no hay nada confuso o incoherente en la idea de perfección o validez absoluta, y, segundo, que esa noción está implícita en cualquier discurso racional, desde la ciencia a la ética y la estética.

Compárese con estos otros argumentos de inferencia de existencia:
Lo que es capaz de provocar cambios físicos (o lo que puede ser medido, o lo que puede ser observado…) existe físicamente
Los campos electromagnéticos son capaces de provocar cambios,
Luego los campos electromagnéticos existen físicamente.
 Y con un argumento de inferencia no-existencial: 
Lo que solo es divisible por sí mismo o por la unidad es primo
17 solo es divisible por sí mismo o por la unidad,
Luego 17 es primo
En ninguna de las segundas premisas se prejuzga lo que se concluye.

Compárese ahora con otras posibles cuestiones existenciales:
¿Existe don Quijote, como persona física que finge ser? No. Don Quijote no existe realmente porque, en su noción se incluye que viviese en la Mancha (y por tanto, alguien pudiera haberlo visto) pero eso no es verdad: nadie lo vio. Es una ficción. Ahora, si descontamos el elemento “vivió en la Mancha real en este mundo”, y dejamos los demás rasgos, don Quijote es una buena idea, descubierta por Cervantes. Como “posible”, como estructura ideal que podría implementarse en algún mundo físico, quizá existe realmente, si no es inconsistente en algún sentido.

¿Existe el éter, o el flogisto? Esto no fue fingido por sus postuladores, pero las pruebas de existencia que podrían verificarlo (su causación de modificaciones materiales) no dieron un resultado positivo.

¿Existe el Dos? En este caso nadie está preguntando si existe físicamente el número dos, porque esa frase carece de sentido, como carecería de sentido preguntarse de qué color es una sonrisa (bueno, tendría un sentido metafórico y sinestésico). Lo que se pregunta es si el dos es una realidad independiente de cualquier mente. Y la respuesta es sí, existe el dos. No es ni un invento de la mente humana, ni reducible a cualquier otra naturaleza.
 En el caso de “¿Existe la Perfección (un ser Perfecto)?” tampoco se pregunta si es un objeto físico (lo que sería absurdo), sino si es una entidad que haya que concebir como autónoma de todo sujeto o pensamiento. Y la respuesta no puede ser más que sí, porque precisamente la idea de Perfección equivale a la idea de autonomía o independencia. La autonomía no puede no ser autónoma, como el dos no puede no ser par.

La Perfección,
  • A diferencia de las ficciones (y en consonancia con todo lo que existe y no es mera ficción) no depende de la mente.
  • A diferencia de las entidades materiales (y en consonancia con todo lo que existe pero no es material), no depende de la existencia de ningún universo material,
  • Y a diferencia de las entidades no materiales pero no absolutas (y como propiedad exclusiva suya), no depende en ningún sentido de ninguna otra cosa.
  • Al contrario, toda otra entidad solo es concebible como objetiva si existe un criterio no subjetivo de validez. Si el Dos existe es porque es una noción racional, correcta, consistente, etc. Pero la Perfección es la idea de la consistencia misma, de la corrección misma, de la racionalidad misma.
  • Si no se supone que existe la Validez absoluta o Perfección, no puede creerse que se tiene pensamientos válidos en ninguna medida. Si la idea de Validez fuese subjetiva, todo lo sería. Luego la idea de Validez o Perfección es objetiva y existe necesariamente, y existe en una sustancia apropiada, o sea, perfecta.  
"En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo."

(Platón, República, 517 b-c)

sábado, 26 de noviembre de 2011

Sustancias, accidentes y la idea de Perfeccíón

Hay una noción clara, unívoca e ineludible de Perfección o Validez absoluta. Una cuestión penúltima, antes de exponer el argumento “ontológico”, es la de si la noción de Perfección puede o debe corresponderse con la de una cosa o sustancia individual. ¿No será, más bien, una (mera) propiedad de alguna otra cosa? No pensamos, por ejemplo, que los criterios, o los pensamientos de ningún tipo, sean sustancias, sino que son ciertas cualidades que se dan adheridas a una sustancia (una mente, quizá). Eso sí, toda cosa tiene que tener algún estatuto tipológico ontológico: lo que no es sustancia, debe ser propiedad de alguna sustancia, o algún otro tipo de “accidente”.

¿Qué es sustantivo, y qué es propiedad, o adherido o accidente de algo sustantivo? El concepto de sustancia es el concepto de una entidad completa e individual, que no puede “darse” en otra cosa más individual o completa. Un color, se supone, es una propiedad de un cuerpo, pero un cuerpo (un electrón, por ejemplo) no es una propiedad de ningún otro cuerpo, y quizá de nada: es ontológicamente individual, independiente. Un electrón, ciertamente, no es causalmente separable de otros cuerpos, pero es separable ontológicamente (al menos, según los criterios de individuación convencionales en nuestro discurso acerca de entidades físicas), puesto que es este electrón, que está aquí y ahora. Bueno, se plantea aquí un interesante problema con el concepto de no-localidad de la física moderna. Quizá esta idea, si fuese ineludible, llevaría a que realmente solo hay un individuo, el universo mismo (como ya pensó Spinoza). Feynman y Weehler propusieron alguna vez la teoría de que existe un único electrón en todo el universo, moviéndose atrás y adelante en el tiempo. Sea lo que sea de esto, el concepto de sustancia es el mismo: aquello que es ontológicamente separable (obviamente, teniendo en cuenta el ámbito ontológico del que estamos hablando).

¿Son sustancias los cuerpos, incluido el (nuestro) universo entero mismo? Si fuese válido el argumento idealista berkeleyano (o hegeliano), no, claro: los cuerpos serían algo soportado por la mente, que sería la verdadera sustancia. No entraremos en este debate. Basta con notar que el criterio de sustantividad que usan estos filósofos es el mismo: la separabilidad y completud. Lo que pasa es que ellos no creen que los cuerpos sean separables de la representación de ellos.

¿Es la Mente una sustancia? ¿O el Dos? Los materialistas dicen que no, que son propiedades de ciertos cuerpos o eventos corporales, análogamente a lo que ocurre con el color. Esto es falso, porque, mientras que es imposible concebir una mancha de color sin una superficie, no es en absoluto imposible concebir el Pensamiento, o el Dos, sin que se de en un cuerpo. Es más, la idea de que un pensamiento se de en un cuerpo no puede significar más que la existencia de cierta correlación, ya sea causal o de superveniencia, entre uno y otro. Pero la relación causal o de superveniencia no implica la falta de sustantividad ontológica. Lo mismo puede decirse del Dos, que es plenamente concebible siendo par “antes” (ontológicamente antes) de que existiese cualquier universo material que implementase ejemplares de dúos.

Por tanto, aunque las sustancias consistan en individuación, la manera de individuarse puede ser diferente de un ámbito de cosas a otro. Las entidades no materiales se individúan solo mediante la forma o esencia, como decía Tomás (Leibniz, razonablemente, extendía esto a toda entidad, en última instancia, porque consideraba al espacio y al tiempo como abstracciones que encubrían cualidades formales más distintivas que la mera homogeneidad de lo local).

Y ¿qué hay de la idea de Perfección? ¿Es o puede ser concebida como sustancia, o es, más bien, una cualidad o propiedad que se da en una sustancia, por ejemplo una mente? Lo que desde luego no puede aceptarse es que flote en el limbo ontológico. Si la Perfección no puede ser una cosa o sustancia individual o entidad (el ser Perfecto), entonces tiene que ser parte de una cosa. Si no es un sustantivo, tiene que ser un adjetivo.
Pero esta pregunta es paralela a la de si un electrón, o mi mente, o el dos, son sustancias. Al menos habría que empezar por admitir que, de la misma manera que el dos no puede ser una cualidad de mi mente (porque el dos es independiente de que yo exista), la Perfección, sea sustantivo o adjetivo, no puede ser un adjetivo de una cosa finita o imperfecta. Igual que una mesa no puede ser el soporte de una fuga, y un cuerpo no puede ser el soporte (sino, a lo sumo, un fenómeno correlacionado) de un pensamiento, una entidad imperfecta no puede ser el soporte de la noción de perfección, porque eso conduciría, necesariamente, a la devaluación de la noción de perfección (o validez absoluta). Pensemos, por ejemplo, en qué significaría que los criterios epistemológicos, que son los que dan soporte a la validez de, por ejemplo, los razonamientos deductivos, fuesen, en realidad, un adjetivo o accidente de nuestro cerebro o de nuestra psique. Como nuestro cerebro (o nuestra psique) es algo local y temporal, los criterios epistemológicos no podrían tener mayor validez que la de mi localidad y temporalidad. Esto convierte a todo posible conocimiento (incluido este) en una ilusión. Ese es, a mi juicio, un buenísimo razonamiento, que Descartes expresa justo antes del argumento ontológico, y que conduce a él como de la mano.
Si no hubiese que considerar a la perfección como una cosa o sustancia o sujeto, al menos habría que concebirla como dándose en una cosa, sustancia o sujeto capaz de soportar su vigencia absoluta, o sea, en un ser perfecto. Y podríamos considerar definitorio de esa sustancia o sujeto, el poseer de manera actual el criterio de validez absoluta, como consideramos definitorio de las personas poseer criterios virtuales de validez absoluta.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

¿Es plural, o eliminable, la noción de Perfección?

Hay nociones axiológicas en todos los ámbitos de la actividad racional. Pero ¿son estas nociones, las mismas, de un campo a otro, o son meras metáforas? Y, en segundo lugar, ¿son prescindibles las nociones axiológicas?

¿Es unívoca la noción axiológica (Validez, Corrección, Perfección), de un campo a otro? Podría pensarse que no es así, sino que es una en la ética, otra en la estética, etc. Habría que explicar, en ese caso, por qué en las lenguas “naturales” no se considera un término equívoco (como gato o banco), ni metafórico, sino, a lo sumo, analógico. Cuando decimos “esta teoría es correcta” y “esta acción es correcta” no pensamos que lo que cambie sea el significado de “corrección”, sino el ámbito o dominio a que está siendo aplicado.
Pero hay una prueba mejor, a priori y al mismo tiempo “constructivista” o intuitiva, de que las nociones axiológicas son las mismas, se apliquen al campo que se apliquen. Consiste en constatar que lo que se exige, en cualquiera de esos campos, para atribuir esos términos axiológicos a algo (es decir, los criterios) se apoya en exactamente los mismos conceptos, que nadie calificaría sensatamente como de equívocos. Veámoslo:

-Empezando por el dominio menos debatible, ¿qué se pide de una teoría para que sea “mejor”, más “válida”? Son dos las características fundamentales (las otras se derivan de ellas) para considerar mejor a una teoría: Unidad y Autonomía.
Unidad: una teoría es mejor cuanta mayor unidad consigue. Por supuesto, esto implica que deba encerrar la mayor multiplicidad, es decir, que explique el mayor número de cosas con los menores recursos, porque una teoría que fuese muy unitaria pero que se aplicase a un solo objeto, no fomentaría la unidad de la ciencia. También se deduce de ello que una teoría, para ser mejor, tiene que ser lo más coherente posible: la coherencia es unidad en lo múltiple. Y también se deduce, por lo mismo, que tiene que tener el mayor orden posible, es decir, la mayor jerarquización y menor diseminación posible.
Autonomía: una teoría es mejor cuanto más independiente es, no solo de rasgos subjetivos, sino de otras teorías. Se considera más fundamental a una teoría que engloba a las demás. Idealmente, la ciencia aspira a una autonomía total, es decir, que nada externo a los propios criterios teoréticos (autoridades religiosas, rasgos contextuales, etc.) la condicione.

Estos mismos rasgos, unidad y autonomía, son, en el terreno de la ontología, los que fundamentalmente se exige de una entidad para considerarla sustancia. Cuanto menos unidad (interna) tiene algo, menos sustantivo es (una montaña), mientras que a mayor autoidentidad, mayor sustantividad (un sujeto consciente). Y también la autonomía o agencia (entelequia) sirve de criterio preeminente: consideramos sustancia a lo que tiene alguna virtualidad efectiva.

Lo mismo podría decirse de rasgos morales y estéticos: la unidad (coherencia, orden…) y la autonomía (libertad, originalidad…) son las principales virtudes que hacen a algo bueno o bello.

Podemos decir, entonces, que las nociones axiológicas (validez, corrección…), entre las que ocupa el papel superior la noción de Perfección, tienen pleno sentido, están presentes en todos los ámbitos de la racionalidad, y tienen un único significado, aunque se apliquen a diferentes campos.


Ahora bien, ¿son imprescindibles las nociones axiológicas? Podría pensarse que no: que, puesto que están necesariamente asociadas a criterios, son, en realidad, redundantes, reducibles a esas nociones criteriales quizá más asépticas. Podría pensarse, por ejemplo, que la idea de que una teoría es “mejor”, “más válida”, “correcta”, “buena”, “perfecta” que otras, equivale solamente a decir que se atiene a los criterios teoréticos. Y lo mismo en los demás ámbitos: que una persona o un electrón sean una entidad “más real” que una montaña o una nube, no significa sino que responde más (no digamos “mejor”) a los criterios ontológicos. Esto significaría poder prescindir de la axiología: usar términos como “correcto”, “válido”, etc., sería una manera abreviada, o redundante, de decir, “responde a los criterios”.

Pero ¿funciona este movimiento? Creo que no. La interdependencia de nociones axiológicas y criterios, no provee la prescindibilidad de las primeras (aunque tampoco de los segundos).

Ahora bien, aún sería curioso –en cuanto asunto psicológico- por qué podríamos desear matar a la axiología. Por qué consideraríamos más “asépticos” conceptos no axiológicos.

Supongamos que ante la pregunta (P1) “¿por qué hay que considerar a esta teoría, T, más válida (buena, correcta, adecuada…) que sus rivales?” contestásemos: (R1) “porque es la que más adecuadamente se atiene a los criterios, C, con los que se dirime la corrección o bondad de una teoría”. Aún serían pertinentes al menos dos tipos de preguntas:
    -un tipo empezaría con la pregunta (P21) “¿por qué decimos que T se atienen “mejor” a los criterios C?”, a lo que podríamos responder (R21) “porque se atienen (mejor) a los meta-criterios, m-C por los que se dirime la calidad de la adecuación de una teoría T a los criterios C de corrección de una teoría”, lo que, o bien nos envolvería en un regreso al infinito, o bien nos llevaría a un último estadio (R21u) “porque estos meta-criterios son los meta-criterios últimos u-m-C por los que se dirime si una teoría se adecua a criterios”; y
    -un segundo tipo de preguntas que empezaría por (P22) “¿por qué aquellos criterios C (de acuerdo con los cuales la teoría T es considerada mejor o más correcta) son los criterios correctos o mejores?”, a lo que se podría contestar, o bien (R22) “porque se atienen, a su vez, a unos supra-criterios, s-C, por los cuales se dirime qué criterios de nivel inferior son los mejores o más correctos”, o bien, cuando llegásemos al último escalón (R22u): “porque estos criterios, u-C, son los criterios últimos por los que se dirime qué criterios de todo nivel inferior son mejores”.

En ambos casos, la pregunta “¿por qué estos criterios?” acabaría con “son los que son, y punto”. Pero esta respuesta encubre, claramente, que hay unos criterios que son los mejores, los más correctos, los más válidos. El hecho es que, unos criterios y no otros son los criterios últimos, y no hay criterios superiores para evaluarlos. Y esta es la noción misma de Validez, que no queda eliminada por el hecho de que se reconozca los criterios para identificarla. No es arbitrario que creemos a ciertos criterios los criterios últimos. Es más, “últimos” o “primeros” es un eufemismo para decir “superiores”. En sí mismos, los números son neutrales.

Ha habido otros intentos paralelos de eliminación de una noción trascendental:

Algunos, por ejemplo, creen que se puede prescindir de la noción alética fundamental, Verdad, si definimos qué condiciones se exigen para considerar verdadera una aserción. Pero esto está equivocado. No solo es que nadie nos ha explicado cómo hablar prescindiendo del concepto de Verdad, sino que es el propio concepto de Verdad el que da unidad y sentido a toda la actividad teórica.
Otros intentos paralelos de eliminación:

Sustancia – propiedades. Por supuesto, una sustancia puede ser identificada como una intersección de propiedades, pero es esa intersección, y a ese hecho, que haya esa intersección, es a lo que llamamos sustancia. La sustancia es la noción de un nexo maximal de propiedades. No es una noción prescindible.

Existencia – esencia. Por supuesto, lo que existe es lo que tiene determinadas propiedades (autonomía, unitaridedad), pero son esas propiedades. La existencia es la noción de que ciertas propiedades son relevantes.

La noción de Perfección va unida, hemos dicho, a ciertas propiedades (individualidad, autonomía), pero la perfección es el hecho de que esas propiedades son las relevantes. Obsérvese, además, que las propiedades que definen a la Perfección son las mismas que definen a la sustancialidad y a la existencia o realidad. Son “convertibles”. O, como dijo Spinoza, “por realidad entiendo lo mismo que por perfección”.

El hecho, en resumen, es que hay unos criterios que son los últimos, es decir, los más unitarios y autónomos de todos los criterios. Este hecho racional bruto no necesita justificación (no podría tenerla), pero sí requiere reconocimiento. Y lo que pide ser reconocido es que unos criterios son los últimos, lo que significa lo mismo que los más válidos. Y la constatación de que otros criterios no se atienen a los criterios que de hecho son los últimos, es la constatación de que otros criterios son peores, inválidos, incorrectos. Por tanto, existen unos criterios últimos que miden la corrección de los demás, y este “hecho” es el que se significa diciendo que hay una axiología en las cosas, que unas son más correctas, buenas, adecuadas, que otras, en cualquiera de los campos de la racionalidad. La idea de Validez, incluida la de Validez absoluta o incondicional, es la noción trascendental por excelencia. Los diferentes ámbitos de racionalidad son diferentes ámbitos de validez, pero la idea de validez es la misma en todos.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Una noción perfectamente legítima: la Perfección

Sigo (y me acerco al final) del abordaje al (mal)llamado “argumento ontológico”.
El argumento pretende demostrar que un ser absolutamente perfecto (al que los filósofos identifican con lo que las tradiciones religiosas, especialmente las monoteístas, llaman “Dios”) existe necesariamente. Hasta ahora hemos estado hablando de qué significa existir y cuál(es) es (son) criterio(s) de existencia. Ahora hablaremos de la noción de la cuál se plantea la cuestión de si tiene referente real, es decir, si existe: de la noción de Dios, o, mejor, de Ser Perfecto.

La palabra Dios, en verdad, no juega ningún papel protagonista en el argumento filosófico. Podría ser del interés de teólogos y creyentes, pero es, para el filósofo, un mero nombre que debe ser definido o identificado con una noción menos sujeta a connotaciones irrelevantes: Dios, en filosofía, es el nombre que damos a la noción de un ser absolutamente perfecto (otra cuestión sería si es correcta, y cuánto, la identificación de esa noción filosófica con la noción –o nociones o variantes- religiosa(s) de Dios). En aras de la pulcritud, pues, considero preferible atenerse en la noción de ser-perfecto.

Pero, antes de (intentar) probar que la Perfección existe, necesitamos entender bien el concepto del que predicamos la existencia. “¿Existen los Números?” es una pregunta con sentido si tenemos una mínimamente aceptable caracterización o definición (conceptual, no terminológica) de Número. “¿Existen los Námoros?” no es una verdadera pregunta. ¿Existe, no ya la Perfección, sino una idea coherente de Perfección? (Ojo, no quiero, con esto, admitir que el concepto de Perfección sea, a priori, más sospechoso o más necesitado de definición que otros términos que se usan sin definir explícitamente hasta en la más rigurosa de las ciencias –tales como pertenencia, límite, etc.-; pero siempre es bueno intentar clarificar las nociones y ver que no contienen inconsistencia).

Se equivoca quien piense que las ideas no pueden ser coherentes o incoherentes. Los conceptos, salvo los atómicos quizá, tienen que contener conceptos compatibles. No puede haber, concedamos por ejemplo, un verdadero concepto de “cuadrado-redondo”, o de “sonrisa-rojiza” (o solo puede haberlo como metáfora, es decir, prescindiendo de los rasgos que generarían incoherencia). Pero si en todos los conceptos se exige coherencia, en el de Perfección esto se multiplica por infinito, porque es imposible (salvo nominalmente) entender por Perfección algo incoherente, ni siquiera algo que no sea máximamente coherente (por las razones que veremos).

Perfección”, de ser un concepto legítimo (e, insisto, nada a priori prueba que no lo sea, puesto que la gente, incluidos –como vamos a ver- aquellos que se dedican a las actividades más racionales, lo usa habitualmente, y desde luego no lo catalogan en el mismo grupo que “cuadrado-redondo”) es una noción “axiológica”, o, mejor dicho, la noción axiológica principal. El campo semántico de las nociones axiológicas incluye nociones como “correcto”, “válido”, “valioso”, “bueno”, “mejor”, “óptimo”, etc. Las nociones axiológicas (como, por otra parte, le pasa a todas las nociones) van necesariamente asociadas a criterios o norma(tividade)s. De acuerdo con la forma y grado en que algo se ajuste a los criterios dados, será valorado como mejor, más correcto, más válido, etc., tal como de acuerdo con que algo se ajuste a los criterios aritméticos o epistemológicos será un número o una teoría. Las nociones axiológicas, al igual que otras, no se pueden derivar de algo más fundamental, pero puede probarse su legitimidad precisamente por su presencia inevitable en otros niveles del discurso que no consideramos sospechosos.
Me plantearé en esta entrada las cuestiones: ¿Hasta donde, en nuestro discurso, se remontan las nociones axiológicas, cuya cabeza es la noción de Perfección? ¿Qué relación hay entre axiología y criteriología?

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Sería un gran error pensar que las nociones axiológicas (perfecto, válido, correcto…) pertenecen solo al terreno de la ética, siendo a lo sumo metáforas cuando se usan en otros campos. Por supuesto, existen nociones axiológicas en los discursos ético y estético, donde se valoran, comparan, etc., objetos y proposiciones de esos discursos. Hay, es cierto, filósofos que piensan que los criterios morales y estéticos no son únicos, sino múltiples. Pero, en todo caso, la noción axiológica es la misma (unívoca): se entiende qué significa que algo es Mejor, Correcto, etc., aunque haya que relativizarlo a un ámbito, o cultura, etc., lo que dará lugar a un pluralismo de sistemas de valores, no de la noción de validez.

Por otra parte, es inaceptable (como doy aquí por argumentado –aunque no es absolutamente imprescindible para la presente argumentación-) que el sujeto que tiene que valorar de acuerdo a ciertos criterios morales o estéticos (o sea, cualquier sujeto, en la medida en que es un agente racional –valga el pleonasmo-), piense que esos criterios son contingentes y que no tienen una validez mayor que otros completamente contrarios. Sería el exponente modélico de una actitud irracional, sostener una creencia (ética o estética) sobre la base de ciertos criterios que no se considera mejores, objetivamente mejores, que otros que prescribieran lo contrario. En la medida en que un sujeto valora racionalmente, implica la unidad de la axiología, es decir, una única idea y criterio asociado de Perfección o Validez máxima (el sujeto puede no estar en condiciones de dar justificaciones últimas, pero en la misma medida convendrá en que su decisión no es plenamente racional, y que, por tanto, tampoco su acción es plenamente autónoma). De todas maneras, para no generar disputas innecesarias, propongo dejar la margen el terreno de lo ético y lo estético.

Pero, además de en el discurso moral y estético, y de manera menos sujeta a debate (aunque también menos consciente) existe axiología, y de manera constitutiva, en el ámbito de discurso puramente teórico (la ciencia, la filosofía…) Evaluamos las teorías como (más o menos) correctas e incorrectas, como buenas, mejores o peores. Es imposible separa conceptos como el de Verdad (y error), o el de Justificación-teórica (o injustificación), del concepto de Validez o Corrección. Y esto no solo en el ámbito de la sintaxis o de los metalenguajes, sino también en la semántica. Ciertas nociones son “correctas” (consistentes, intuitivamente relevantes), y permiten discriminar entre aplicaciones más o menos correctas o válidas de esas nociones. Por ejemplo, el Triángulo, que es una noción intuitiva y definicionalmente buena, correcta, pertinente, aceptable… permite discriminar qué es un triángulo (más o menos) correcto. También aquí, obviamente, las nociones axiológicas (corrección, validez, adecuación…) van unidas indisolublemente a criterios. Las teorías físicas que se atienen a los criterios del método científico (coherencia, comprobabilidad, sencillez…) son “mejores”, ciertas demostraciones son más “correctas”, ciertas tesis son “válidas”, y algunos teoremas se considera que están “perfectamente” demostrados.

Nuevamente, existe una opción filosófica que niega la unicidad de la criteriología teorética (lo que, repito, no implica que la propia noción de Validez sea en sí inestable o múltiple –porque, en ese caso, sería un término equívoco-, sino que tiene aplicaciones disjuntas). Pero aquí doy por equivocada a esta tesis pluralista o relativista. Su requerimiento habitual de que justifiquemos no circularmente los criterios epistemológicos, desconoce, primero, que la justificación deductiva no es la instancia fundamental de toda justificación (la evidencia de ciertos principios es suficiente); y, segundo, que cualquier intento positivo de prescindir de los criterios denunciados como contingentes o locales (si es que alguien ha llevado a cabo algún intento así) no logra saltarlos sin convertirse en algo que solo equívocamente llamaríamos “discurso”. El criterio de coherencia es insoslayable para cualquier emisión de sonido que se pretenda discurso válido; y lo mismo vale del criterio de confirmabilidad empírica para proposiciones acerca de fenómenos. En todo caso, si uno quiere fingir una posibilidad ininteligible para nosotros (como que posiblemente exista un discurso matemático en el que el tres es impar –sin que esté jugando con las palabras-), no tenemos por qué seguirle. Aceptaremos que él “vive” en un mundo diferente (no ya materialmente, sino lógicamente diferente), y no tendremos nada que debatir con él mientras no nos muestre un puente del uno al otro. Quien ejerce el discurso racional teórico, presupone la unicidad de la axiología (Validez o Perfección), tanto de la noción como del criterio.

Y, por último, existen nociones axiológicas (aunque resulte menos habitual verlo así, y también se atienda poco a ello) en la ontología. Decimos que ciertas cosas son más aptas que otras a ser consideradas auténticas cosas reales, y no meros arreglos subjetivos nuestros. Creemos más reales (aunque algunos rehúsen, sin justificación -a mi juicio-, esa manera de hablar) las cualidades “primarias” que las secundarias. Algunos filósofos se han planteado si existen realmente (o existen tanto o son tan reales como otros seres) las montañas, o las nubes, por ejemplo. Mucha menos gente cree discutible que existen, como cosas o sustancias individuales, las personas o los electrones. Esto no es una discusión bizantina. Los mismos físicos utilizan, implícita aunque inevitablemente, criterios ontológicos, de acuerdo con los cuales identifican cosas o eventos, mientras que consideran a otros como meras coincidencias de propiedades simultáneas, por ejemplo. Es lo que Quine llamó el proceso de reificación. (Como dato curioso, recuerdo una noticia según la cual las compañías aseguradoras de las Torres Gemelas, habían solicitado –o pensaban solicitar- la opinión experta de ontólogos para determinar si eran un solo objeto o dos). Esa discriminación de realidades se basa en un criterio ontológico, y este implica una axiología: ese criterio es el mejor, el más correcto, para dirimir la realidad de las cosas. Hay las cosas que hay, son reales las que lo son, porque hay un criterio "válido", "correcto", "bueno" de discriminación ontológica.

En resumen, existen nociones axiológicas (o, por mejor decir, aplicación de las nociones axiológicas) en todos aquellos ámbitos en que se supone posible discriminar entre lo mejor y lo peor, lo más correcto y lo menos. La noción de Validez es suficientemente clara y unívoca, y está presente en todas las áreas de la racionalidad. Y lo mismo puede decirse, desde luego, de la noción de Validez máxima o Perfección (una teoría idealmente perfecta, una ley idealmente perfecta…), porque la validez relativa presupone la noción de validez absoluta. Una teoría, por ejemplo, que solo fuese válida respecto de ciertos criterios que no tuviesen una validez absoluta, es decir, que no implicasen que no hay otros criterios, contradictorios con ellos, pero igual de válidos o ni válidos ni inválidos, realmente no sería una teoría correcta, sino una mera actitud irracional. El científico presupone que, al atenerse a la metodología a la que se atiene, no es aceptable la validez de otra metodología contradictoria con aquella. Si puede llegar a poder en duda la validez de su propia metodología solo podrá hacerlo aceptando la validez de unos criterios superiores, de los que los suyos serían un caso local (de manera similar a como un científico aceptará una nueva teoría sobre determinado ámbito de objetos, solo si esa nueva teoría puede competir en un mismo campo de criterios con la primera). En fin, una vez más, la noción de Validez Absoluta, o de Perfección, es plenamente legítima, y es constitutiva de cualquier discurso racional.

Quedaría por preguntarse, en primer lugar, si las nociones axiológicas, con la de Perfección a la cabeza, son unívocas (o al menos, no irrazonablemente análogas) de un ámbito a otro de aplicación (o sea, si tenemos la misma noción de Validez en el pensamiento cuando decimos que una teoría es válida, o que una norma es válida); y, en segundo lugar, si las nociones axiológicas son prescindibles o eliminables, traducibles razonablemente en términos no axiológicos. Eso lo dejo para la siguiente entrada.

domingo, 13 de noviembre de 2011

El argumento tubilógico de san Quineselmo (interludio comitrágico)

Hace ya mucho tiempo, cuando con veinte años empezaba a leer a Quine (ese penetrante y simpático pensador, amante como nadie de la limpieza, y al que mi platonismo le debe tanto) se me vino a la mente un razonamiento que me pareció una maldad, incluso un sacrilegio. Es muy simple. Puede que sea solo una gran tontería, no estoy seguro. Siempre lo he tenido guardado, y solo lo sacaba a veces para jugar. Ahora que estoy escribiendo aquí unas notas sobre el argumento ontológico se me ha vuelto a aparecer ese razonamiento, y me gustaría exponerlo, a ver si alguien puede decirme si es una gran tontería o un argumento al que haya que criar y llevar a la escuela (Tampoco sé si, en cualquiera de los dos casos, se le ha ocurrido a alguien -me parecería increíble que no, sobre todo si no es una enorme tontería-).

Se refiere a la tesis ontológica (o, como dicen algunos hoy, meta-ontológica) del filósofo americano. Esa tesis dice:

Ser es ser el valor de una variable ligada.
Lo que Quine quiere decir, como él mismo ha explicado a menudo, es que, analizando el lenguaje según la forma estándar moderna, la manera en que contraemos compromisos ontológicos al hablar, es mediante aquellos términos o conceptos que están ligados por el cuantificador (descaradamente bautizado como) existencial. Si digo que “existen peces voladores”, estoy diciendo, en verdad que

Hay algunas cosas que son peces, y vuelan.
Por supuesto, puedo negar que existan peces, pero entonces no puedo utilizarlos en una frase como la anterior. Tendría que decir “no hay (no existen) peces”.

Ahora, la maldad. Se sabe que a muchos sistemas filosóficos (seguramente a todos) les entran los siete males cuando se les pasa la factura que ellos pasan a los demás. A mí se me ocurrió analizar la frase de Quine, “Ser es ser el valor de una variable”, según su propio análisis. Obviamente, resulta:

Hay algo que es ser, y eso es ser-el-valor-de-una-variable.
Pero, entonces, igual que cuantificar sobre “perro” nos compromete con la existencia del Perro, o cuantificar sobre el nueve, nos compromete con la existencia del nueve, el lenguaje de la ontología nos compromete con la existencia de… la existencia. Existe la existencia misma, si es que tenemos que hacer ontología.
Por decirlo más provocativamente, “hay el Ser, y es aquello de lo que no podemos dejar de hablar”. ¿Podrían haber escrito Quine y Heidegger un libro juntos?

Si este argumento no es una tontería, entonces delata, a mi juicio, que, quien se pone a hacer ontología, cae de cabeza en (una forma muy simple d)el argumento ontológico, porque decir que “Existe la existencia” es una versión muy apetitosa del viejo argumento de Anselmo. La Existencia tiene todas las propiedades con las que podría soñar un teólogo (y yo también, que no soy teólogo): está en todas partes, y en ninguna en concreto; es el corazoncito o esencia o casua formal de todo (lo que no existe, no es nada); es autónoma e infinita (nada la limita); Es eterna e ineliminable, porque la nada, además de nadear, no existe (o existe infinitesimalmente), así que no puede tragársela; es la “madre” de todas las cosas (todas salen de su seno y a él retornan al acabar) y también el “padre” (porque todas las cosas tienen, antes que cualquier otra propiedad, la de existir). No en vano los teólogos decían que Dios es aquel ser cuya esencia es solo existir. Es el que es. Lo que Moisés recibió por respuesta fue “Diles que hay (existe) algo que soy, y es el ser (la existencia), y ese te envío”

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Una respuesta obvia a este chiste malo que acabo de presentar sería decir que no hace falta postular el ser para hacer ontología, basta con postular palabras o conceptos. Pero esto no funciona. ¿Por qué va a ser una palabra el Ser y no el Perro? Y, si lo son ambos, ¿qué otra cosa tiene derecho a ser considerado una no palabra? ¿Qué tendría verdadera consistencia ontológica? Cualquier elección que se hiciese sería arbitraria, y contraria al criterio ontológico de Quine. En el mejor de los casos solo habría palabras (el giro lingüístico, como metafísica que es, tiene que acabar en un panlogismo). Y entonces el análisis sería:

 “hay algo que es Palabra, y palabra es ser el valor de una variable”.
Tampoco esto tiene por qué inquietar a los que piensan que “en arkhé en ho logos”, en el principio era la Palabra. Pero lo cierto es que cuando hablamos del ser no hablamos de una palabra (en le sentido burdo de la palabra), sino de lo que significa, como cuando hablamos de los perros, o de los muones no hablamos de palabras, sino de lo que significan.

Otro argumento que se podría aducir contra lo que he dicho es que, sí, hay algo que es el ser, y que consiste en ser el valor de una variable, pero el ser se define por extensión, o sea, el ser no es más que el conjunto de todos los seres. Con las mismas, el Perro es el conjunto de todos los perros, y el nueve es el conjunto de todos los nueves. Pero, obviamente, esto no es satisfactorio, porque si metemos a todos los perros en el conjunto de los perros, y no en el de los nueves, es porque tienen propiedades definitorias (esenciales) que hacen que esté en este conjunto y no en aquel. El extensionalismo es la misma ceguera que la del positivismo en general. Ahora bien, ¿no será el ser, a diferencia del perro o del nueve, un conjunto de cosas sin ninguna propiedad en común? ¡Hasta Hegel dijo que Ser es lo más vacío, porque no hay nada que todos los seres tengan en común! Aunque Hegel no se refería a la existencia, ni mucho menos a la realidad y a la Idea Absoluta (que aparecían más tarde en su Lógica). Si aceptásemos eso, predicar la existencia sería como no decir nada. “Habría” solo cosas con propiedades, pero no existentes (en un sentido no vacuo). Pero esto tampoco funciona, porque las propiedades serían algo. Lo que no existe, no es nada. Realmente, lo que parece es que la existencia es el hecho más profundo y universal. Las cosas son esto o lo otro, pero, antes de nada, SON. Y ninguna argucia naturalista consigue acallar esto.

Yo, en verdad, no acepto ni el (amañado) análisis estándar ni que el cuantificador sea lo mismo que el predicado existir, pero constato que, cualquier intento de tapar el problema con medidas positivistas, revienta por algún lado.

¡San Quine, que estás en el cielo de los ontólogos, si lo que he dicho es una soberana tontería, ven y, haciendo una excepción a tu habitual buen humor, aporréame con tu banjo!