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lunes, 12 de octubre de 2015

De la gramática profunda de "existencia" y "ser", I (planteamiento del problema y respuesta tradicional o aristotélica)

Lo que sigue son algunas reflexiones acerca de la parte o aspecto más general y fundamental de la ontología, parte o aspecto al que hoy se ha dado en llamar (sin más ganancia de claridad que pérdida de sana sencillez) metaontología, a saber: qué significan y cómo significan el término “existencia” y sus afines (tales como “realidad”), en el sentido más profundo de estos términos, y, por implicaciones, qué significa y cómo significa cualquier otro término, es decir, cuál es la esencia o estructura más profunda del Lenguaje.

Aunque expresado así, en términos de “término”, “significado”, “Lenguaje”…, podría parecer que se trata de filosofía del Lenguaje, en realidad solo es del Lenguaje en la medida en que el Lenguaje es el mejor significante del ser o la realidad misma, al menos tal como esta puede presentarse para nosotros: es decir, el Lenguaje es tomado “solo” como medio, aunque el mejor medio. El término ‘término’ es ambiguo o, más bien, analógico, pues tanto significa el mero significante como el significado o concepto e incluso, quizá, la realidad misma. Porque no nos referiremos, en general, al significante, no usaremos en general la comilla simple (‘término’), sino las comillas dobles, con la que indicamos que nos referimos al significado o sentido, o incluso sin comillas, como refiriéndonos a “la cosa misma”. Sin embargo, discutirlo en términos de Lenguaje puede hacer la cosa más inteligible para ciertos oídos o cierta costumbre de nuestros oídos.

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Puede entenderse la tarea de la ontología o metafísica (tomamos aquí estos términos como equivalentes, por razones que he explicado otras veces, es decir, para rechazar la definición moderna y estrecha de “metafísica”, según la cuál esto trataría de lo trascendente, mientras que la ontología sería una especie de análisis sin compromisos –precisamente- ontológicos) como la tarea de buscar qué es lo que es o existe, en el sentido o el valor más intenso del término: qué es lo que existe realmente, lo ontos on en términos platónicos. Esta pregunta no es separable de la pregunta por la esencia o propiedad(es) o estructura últimas de la realidad: no se trata de buscar una enumeración de las cosas que existen, sino, a la vez e indistinguiblemente, de las características por las que existen. Esencia y existencia no son separables en ese nivel de cuestionamiento.

Según Tales, entonces y por ejemplo, la realidad última o lo que existe en sentido fundamental o primero es agua, presuntamente porque el “agua” tenga las características de homogeneidad y asociación con lo vital que serían deseables en el nivel fundamental de realidad; según Demócrito, lo que realmente es o existe, es no otra cosa que átomos y vacío, seguramente porque la realidad fundamental tiene que ser, a juicio de este hombre, simple, hecha de “cualidades primarias” u objetivas, etc.

Las tesis ontológicas pueden adoptar diversas formas de expresión, especialmente respecto del término “ser” o “existencia”. Heráclito dice que, si se escucha al Logos y no a él, lo sabio es estar de acuerdo en que “Hen Panta”: “Uno, todo”. Aquí no aparece el “es”, pero parece que hay que sobreentenderlo, o sea, que Logos nos dice que “uno es todo”, o que “todo es uno”, o ambas cosas, distinta o indistintamente. En el extremo opuesto –en este caso, sí-, Parménides dice que, si se escucha a la diosa (y no a él), la verdad es “hôs ésti”, “que es”. Aquí, al contrario que en el filósofo de los contrarios, lo único que aparece es el “es”, sin sujeto ni predicado. Un caso más: cuando el Parménides de Platón especula sobre si lo Uno es, tan  pronto lo expresa como “si lo uno es”, como “si es uno” como si “lo uno es uno”…, y lo mismo respecto de los otros: “si son muchos” o “existen muchos”, “si son muchos los seres”… No solo los diversos filósofos, también las diversas lenguas difieren acerca del uso (o no-uso) de un término como “es”. ¿Por qué, entonces, habríamos de preferir una expresión a otra?

Buscamos la estructura profunda del Logos, escondida tras las superficies gramáticas. Y ahora buscamos, decíamos, el elemento esencial de la realidad, más allá de sus manifestaciones a través de Heráclito y Parménides (quienes, ellos mismos, nos advierten de que no miremos al dedo con el que intentan señalarnos el ser). Cada lengua usará los recursos que tenga para referirse a ese elemento esencial, pero en griego y en indoeuropeo en general hay (y si no lo hubiera habría que inventarlo) un término, como “es”, que contiene en su intensión todo lo que el Lenguaje despliega. Con él se puede hacer la pregunta: ¿qué es? (¿qué existe realmente?), ¿qué es lo que es? (¿cómo es, qué esencia tiene, lo que es?). Desde que la filosofía reparó en este término, pudo seguir un camino más preciso. Desde Parménides hasta la última filosofía reciente, el problema primero es la ontología.

Una precisión muy importante respecto de la terminología (ahora en el sentido del significante) que se usa aquí. Usaré recurrente y principalmente el término ‘existir’, para evitar un modo de expresarse demasiado chocante para el lector, pero en todo momento, salvo que se diga otra cosa, con ese término nos estaremos refiriendo a lo que los griegos llamaban einai, esti (latín esse, est), es decir, “es”. En nuestra lengua, como en otras (incluida el propio griego tardío) se introdujeron o reusaron, hasta acabar predominando e incluso sancionándose como los únicos correctos, términos que desmenuzan el término “ser”, es decir, el concepto más esencial y general de todo el Lenguaje, tanto en su nivel semántico como en el sintáctico, o, más bien, anterior a esa distinción, según veremos. Esa nueva y polícroma terminología ontológica (a la que pertenece el romance “existir”), puesto que buscaba disolver los problemas mediante distingos, lo que hace, en verdad, es justamente lo contrario: ocultar el auténtico problema. Si queremos recuperar con claridad el problema ontológico, tenemos que recuperar la unidad del concepto “ser”. Por tanto, el lector tiene que tener presente, en todo momento, que con “existir” y similares nos referimos aquí a “ser”. Si el ser, es decir, si la realidad misma tal como se nos muestra en el Lenguaje, debe ser dividida en varios sentidos, incluso equívocos entre sí, es algo que habría que ganar en la reflexión y discutirlo una y otra vez, no algo que podamos tomar como punto de partida firme.

Una última nota previa: existe una vieja tentación o manía de considerar este tipo de expresiones de los filósofos (“Uno, todo”, “es”, “si es múltiple”…) como carentes de sentido… sea porque no se atienen al habla más coloquial, sea –más precisamente- porque no responden a los prejuicios, precisamente ontológicos o metafísicos, de uno. Es la vieja tentación de querer hacer callar a uno llamándole tonto (si bien, muy cortésmente). Pero aquí queremos hacer algo más constructivo y más tolerante: intentar entender todas las expresiones posibles, indagando cuáles son realmente correctas o incorrectas. En principio, nos guía la máxima liberalidad: creeremos que casi cualquier expresión que se pueda hacer con el lenguaje es significativa en sentido fuerte, es decir, con un significado mayor que la mera semántica del término. Pero nos vamos a centrar en el término “ser”, porque es, como decimos, el más esencial del Lenguaje, y de su parte más esencial.

¿Cómo puede usarse el término “ser”, “es”, “existe”? Y, en último extremo, ¿cuál es la estructura profunda del Lenguaje (del Logos, de la Realidad)?

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Si el Lenguaje está para referirse a las cosas, y si “es” (“existe”, etc.) es la esencia del Lenguaje, “es” tendría que decirse de y solo de las cosas. En último extremo, “es” o “existe” diría la realidad, y “es_” diría cómo es la realidad. Sin embargo, en la lengua general, tanto del hablante “natural” como del filósofo, y en la lógica tradicional que intentaba reflejar sistemáticamente esos usos, uno puede (o, al menos, podía) decir con toda corrección y verdad que “los duendes son traviesos”. De “todos los duendes son traviesos” se deduce o deducía que “algún duende es travieso” (regla de subalternancia). Estas proposiciones son o eran verdaderas aunque también lo fuese la proposición: “los duendes no existen” o “los duendes no existen realmente (esto es, en el sentido fuerte o pleno de ser o existir)”. De la misma manera, uno podía decir que “las mesas son inertes” o que “existen infinitos números primos” o que “el estar-cerca-de es una relación espacial” aunque a la vez estuviese dispuesto a afirmar que “las mesas no existen en realidad (sino que son meros agregados de átomos)” o “los números no existen en realidad (pues son meros signos físicos)” o que “las relaciones no son propiamente sustancias o cosas (sino “cualidades” o algo así). (Paralelamente -aunque esto resulte menos sorprendente, salvo para una mirada muy dialéctica-, podía decirse “Sócrates no-era un sofista”, es decir, podía predicarse un no-ser relativo de algo que tenía ser-absoluto).

En la mejor o más analítica sistematización de ese estado de cosas lógico-lingüístico, la de Aristóteles, se decía que “ser” tiene:

  1. dos valores sintácticos fundamentales: el valor absoluto, monádico o “existencial”, y el relacional, poliádico o “copulativo” (en realidad, más de dos: todos los llamados categorumena o predicamentos, tales como definición, accidente, identidad… pero dejemos esas sutilezas ahora)
  2. varios valores sintáctico-semánticos generales, es decir, valores semánticos que determinan el papel sintáctico, las categorías: entidad o sustancia, cantidad, cualidad, relación…. De entre ellos, la entidad o sustancia era el valor fundamental, del que los otros dependerían por analogía (no como especies de un género).
  3. varios valores de grado o intensidad dentro de cada uno de sus valores puramente semánticos: valores primeros y valores segundos. Así, hay sustancias primeras (los particulares) y segundas (los géneros), cantidades primeras y segundas, etc.


Con este aparato se haría inteligible cualquier expresión habitual. Cuando decimos “los duendes son traviesos”, usamos “ser” en un valor relacional o poliádico (copulativo), por el que expresamos algunas características de las cosas (en el mejor de los casos su esencia o definición); cuando decimos que “los duendes son” (o “existen”) usamos “ser” en su sentido absoluto o monádico (“existencial”): en este caso solo predicamos del sujeto el ser, el simple y mero ser. Pero no siempre lo predicamos con la misma plenitud o el mismo grado: cuando decimos que “los duendes son (existen)”, o “existen infinitos números primos”, no por ello hemos de entender que estamos usando el ser en su valor semántico absoluto o pleno (con pleno compromiso existencial), sino con un valor existencial disminuido, relativizado a un contexto del discurso (por ejemplo, ficticio, o abstracto, etc.). Por cierto, el hablante ni siquiera necesita saber a priori si el valor de su uso del ser existencial es pleno o disminuido: puede estar hablando de algo que no sabe si existe real y plenamente, como cuando hablamos de Pitágoras (del que algunos dudan que existiera realmente, pero no se sabe con certeza), o de los géneros e ideas, o de algún concepto perteneciente realmente (según Aristóteles, al menos) a una categoría distinta de la de las sustancias o cosas que pueden ser realmente reales. Solo la ciencia física “y” sobre todo la filosofía (pero la filosofía es “solamente” la primera o fundamental ciencia) están interesados en los valores más intensos del ser, tanto en sus usos poliádicos (la búsqueda de la esencia) como en su valor monádico (la búsqueda de la realidad o entidad absolutamente primera). La Matemática, por cierto, tampoco está comprometida existencialmente de manera plena, sino de manera abstracta. El sistema, por tanto, permitía hablar de lo que no existe, e incluso decir de ello que existe, relativa o disminuidamente.

Lo que sí estaba excluido en esa sistemática era un uso absolutamente absoluto de “es”, es decir, el uso que hace, por ejemplo, la diosa de Parménides cuando dice que la verdad es que “es”. Esto no podía ser, según Aristóteles (y según Platón, en El Sofista) porque no existe proposición mientras no hay composición o síntesis de dos cosas: algo de lo que se predica, y algo que se predica de aquello. Una proposición es siempre un decir algo de algo, ti kata tinós. Pero ¿a qué se refiere el “es” solitario de la diosa? ¿A sí mismo, y hemos de entender, como hacen o hacían los traductores, “el ser es”? No parece esta la intención de Parménides. ¿A algo como “la realidad”, que sería el sujeto elidido: “(la realidad) es”? Esta proposición ya sería correcta, aunque aparentemente la más pura de las tautologías (no obstante, los filósofos aman las tautologías; solo hay quizás una cosa que aman más que las tautologías: las contradicciones). Sea como fuere lo que Parménides pretendiese, no hay Lenguaje sin ónoma y rhema, sin sujeto y predicado. La sustancia o cosa en sí, lo absolutamente individual y actual, no nos es accesible más que mediante conceptos o esencias, dice Aristóteles: eso debe de ser lo que significa que seamos mortales. Un lenguaje inarticulado, simple, es propio solo de… los dioses (o de las bestias). Sin embargo, eso no significa que, a la vez (a la vez que son diferentes), la sustancia y la esencia tengan que ser lo mismo.

La lógica tradicional permitía, pues, salvar cierta unidad de la plural realidad, en los diversos pero esencialmente relacionados valores del ser, y hablar incluso de lo que no existe plenamente o no lo sabemos, como desafortunadamente es normal entre los mortales o es su propia condición de tales. Permitía formularse las grandes preguntas de la ontología o metafísica, que Aristóteles enumera al comienzo de su filosofía primera: ¿existen los universales, las ideas, lo universal y eterno, lo Uno…, o solo lo físico, lo que deviene y es sensible? ¿Cuál es la estructura última del ser o realidad?


Parece un sistema lógico bastante coherente y completo. ¿Por qué, entonces, no satisface a todos?

lunes, 2 de julio de 2012

Idea y Cantidad (reflexiones para una fundamentación "platónica" de la Lógica y la Matemática)

Al hilo de lo que decía en la entrada anterior, sobre la importancia de los cuantificadores (Todo, Algo, Nada…), retomo reflexiones (que ya he insinuado otras veces) y que pertenecen a lo que podríamos llamar el Álgebra lógico-filosófica, desde una concepción platónica. Las presento aquí (en esta y quizás dos o tres entradas próximas) por si algún amable comentarista tiene a bien evaluarlas, y encuentra en ellas problemas (que me puedan incluso llevar a desconsiderar mi proyecto de escribir, en el futuro, un tratado de cien mil páginas sobre este asunto).

Un concepto no es lo mismo que su extensión. Esta es, quizás, mi tesis fundamental aquí.
En la concepción estándar de la lógica moderna existe un axioma, llamado “de extensión” que dice que un concepto (una “clase”, en términos más matemáticos) es igual a (consiste en) su extensión, es decir, el conjunto de todas las entidades que “pertenecen” a ese clase. Por eso, se dice, dos conjuntos, A y B, son iguales si, y sólo si, para cada elemento, z, z pertenece a A cuando y sólo cuando z pertenece a B.

Esta definición o caracterización de lo que es un concepto (o una noción, o una entidad lógica… -usaré estos términos indistintamente-) es, en el mejor de los casos, circular (un poner la carreta delante de los bueyes), porque, para que podamos identificar a una entidad, z, como perteneciendo a A (frente a cierta entidad, y, no perteneciente a A) es preciso que z posea una propiedad (que no posee y) que le hace ser parte de la extensión de A. 

Y, desde luego, esa propiedad que hace de todas las cosas que son (un caso de) A ser (un caso de) A, es ni más ni menos que A (aunque este asunto no lo discutiré en este momento): lo que hace a los caballos ser caballos es tener la propiedad de ser caballos, y esa propiedad es, precisamente, Caballo (no “el concepto-de-caballo” o algún otro tipo de entidad que tuviera alguna relación lógicamente arbitraria con los caballos).

Mientras que, lógicamente hablando, no necesitamos, para conocer a A, conocer la extensión de A (es más, es lógicamente posible que A no tenga extensión, sino que sea una mera “idea” –un “posible”-), sí necesitamos conocer a A para conocer a todas aquellas entidades que la participan. 
Y, por supuesto (y esto es también fundamental), para conocer a esos participantes, para que haya diversos casos de A, es preciso que cada uno de ellos tenga, además de la propiedad de ser (un (caso de)) A, otras propiedades, de modo que cada uno resulte individuado.

Por muy estrecha que sea, pues, la relación entre un concepto (idea, noción, entidad…) y el conjunto de sus participantes, ambas nociones, concepto y extensión-del-concepto, no son idénticas. Y es lógicamente anterior la noción del propio concepto, sin atender a su extensión (que, en caso extremo, puede no existir siquiera).

Por eso propongo que se comience, no con el axioma de extensión sino con lo que llamo el Axioma de Intensión. Este axioma dice que una cosa (un concepto, una idea, una entidad...) se define por aquellos conceptos (ideas, entidades...) de los que participa esencialmente. Caballo no se define por el conjunto de los caballos, sino por aquellas propiedades más esenciales (universales, etc.) que hacen que el Caballo sea el Caballo. El conjunto N de los números naturales no se define por su extensión (o sea, enumerando a los números naturales concretos) sino por las propiedades esenciales (sean estas las que sean –en esto consiste la indagación propiamente racional-) que definen al Número (y, consecuentemente –no antecedentemente-, a todo número).

Comparemos ambos caminos (el que provee el axioma de extensión -o sea, la consideración extensional de las cosas- y el que provee el axioma de intensión):

El camino extensional tiene una clara motivación materialista-empirista. La idea no es más que el conjunto de las cosas concretas que la participan. Ahora bien, ¿cuáles son esas cosas concretas? No, como creen algunos ingenuamente, los nombres propios convencionales (‘Sócrates’, ‘Babieca’), porque estos se aplican múltiples veces (a los momentos de Sócrates...). En la búsqueda de los verdaderos concretos o nombre propiamente propios, se llega (como mostró el atomismo lógico, que era la filosofía más consecuente con el proyecto lógico extensionalista) al concepto puramente extensional de “esto”. El mundo, la realidad, sería el Todo universal de los Estos totalmente particulares. Todo concepto, todo universal, sería algún conjunto determinado de “esto”s. Las intensiones se montan sobre extensiones (y debería soñarse, pues, en reducirlas a ellas). 
Lamentablemente, el (los) “esto(s)”, por múltiple que se lo conciba (lo que es imposible), no permite discriminar a unos conceptos de otros. Así que, al parecer, las cualidades o universales son irreducibles. Los materialistas, como se quejaba Aristóteles, no explican cómo a partid del agua (o de las homeomerías de Anaxágoras, etc.) surge el orden. La forma es irreducible, y es lógica y ontológicamente anterior a la materia.
Pero, además, el camino extensionalista conduce a las paradojas (contradicciones) de la extensión. No es solo que una pura extensión, es decir, una pluralidad de iguales, sea un imposible (pues no permite discernir a unos de otros) sino que, dándola por supuesta, no puede impedir conjuntos absurdos, donde nunca se llega al máximo, al conjunto de todos (porque la suma de las sumas de las partes es siempre mayor que las partes), y donde un conjunto puede contenerse a sí mismo, creando bucles. Si no se pone restricciones (tipos, cualidades, formas...), no se puede evitar los monstruos.

La vía intensionalista (que tiene una motivación idealista y racionalista, “platónica”) conduce, en sentido contrario al extensionalismo, hasta conceptos (ideas, entidades…) indefinibles a partir de otros. Algunas nociones tienen que ser intensionalmente primeras, “anhipotéticas”. Una muestra a posteriori de que esas nociones son tales es que, cualquier intento de definirlas a partir de otras, las presupone. Por ejemplo, ideas como Ser, Uno, Otro, se entienden por sí mismas y definen a todas las demás.
Para el intensionalismo, una idea es una unidad, no una pluralidad o conjunto. Y cada idea, noción o entidad que quiera postularse, debe definirse explícitamente (debe “construirse”, como dirían algunos lógicos y matemáticos). No se puede ser más económico: hay, propiamente hablando, una sola entidad por género o esencia. Lo que santo Tomás decía de los ángeles (no hay varios ángeles de una sola especie, sino solo uno por especie, ya que no tienen materia que los multiplique) y que Leibniz (y antes Duns Scoto) extendió a toda entidad, es esencialmente el intensionalismo o platonismo. El concepto de extensión es secundario, abstracto. Es un pseudoconcepto (idea bastarda, según Timeo) que generamos cuando no conocemos la esencia individual de una cosa.

Esta vía tiene su propia aporética: si cada especie es una entidad, ¿cuántas entidades (es decir, casos de la Idea Ser) puede haber? Obviamente, solo Uno. Frente a lo Uno puro, la multiplicidad sería, también un pseudo-concepto, una abstracción.

Pero dejemos esas profundidades por el momento. Ahora quiero detenerme en una consecuencia muy importante (mayor que la cual no puede haberla, digamos) de adoptar una fundamentación lógica intensional: el intensionalismo hace imposibles las paradojas (contradicciones) de la lógica extensionalista, y, por ejemplo, hace inaplicable el famoso teorema de Gödel. ¿Cómo es esto?

El intensionalismo sostiene que cada entidad tiene que ser definida por ciertas propiedades, y, a la vez, cada entidad es una (nueva) propiedad (resultado, en el caso de las entidades complejas, de la síntesis o “symploké” de entidades o nociones más simples). Según eso, ¿cuántos caballos hay? Uno, en principio: el Caballo. Caballo, decía, no se identifica con una extensión de posibles caballos indiscriminados, todos iguales en fila hasta la eternidad. Existe un solo Caballo. Pero existe también Babieca (un solo Babieca), que es una entidad que participa de Caballo más de alguna otra propiedad. Es decir, cada entidad tiene que tener una definición precisa.

Vayamos al caso de los números, que son la madre del cordero de los problemas (porque las nociones numéricas son, precisamente, las nociones más próximas a la extensión pura –sin serlo del todo-). El pensamiento extensional se figura que el Número (limitémonos al número discreto y positivo:) N, es un conjunto, infinito (o indefinido, si se quiere): 1, 2, 3,… n. Pero, obviamente, nadie ha construido infinitos números. Los puntos suspensivos (‘…’) y ‘n’ no son números, sino una abstracción que colocamos en lugar de posibles números. Según el intensionalismo, esos números no existen para nosotros, pero considerarlos como existentes (pseudo-existentes) genera las paradojas de la extensión.
El teorema de Gödel, recuérdese, es válido referido a sistemas que contengan, al menos, el conjunto de los naturales, es decir, un conjunto infinito, definido de manera extensional. Pero sería inaplicable si construyésemos la aritmética intensionalmente, es decir, admitiendo que solo hay un número natural indefinido, es decir, el Número-Natural, y tantos números naturales concretos como entidades se pudiesen “construir” formalmente, y que participasen de Número-Natural. Lo que necesitamos, por tanto, es eliminar la llamada “inducción matemática”.

Por cierto, este “constructivismo” o “finitismo” intensionalista no es lo mismo que el constructivismo intuicionista (de Kant y los intuicionistas modernos), que tienen una base empirista: el intensionalismo no exige que, para construir un número, podamos “contarlo con los dedos”, sino que podamos definirlo, de manera precisa y determinada, a partir de ideas más simples o fundamentales.

Dejo al lector que evalúe si todo esto tiene poco, mucho o ningún sentido y utilidad. En especial, ¿qué consecuencias tendría esto para la Matemática? ¿Lo "deja todo como está" o sugiere otra Matemática...?

miércoles, 27 de junio de 2012

¿Cuánto cuenta la cuantificación? (De la esencia del lenguaje, VII)

En la búsqueda de la estructura profunda del Lenguaje, parece deseable reducir al mínimo los elementos inamovibles o “categoriales”, y dejar lo más abierta posible la significatividad y gramaticalidad de lo que quepa decir. No son buenas las sanciones y condenas gramaticales (“eso que dices ni siquiera cabe en el Lenguaje”), y necesitan mucha justificación, o, más bien, una justificación absoluta, o sea, lógica.

Pienso que, incluso, existe un nivel de lenguaje en que el sema no necesita ni permite ninguna articulación, sino que da una “referencia” directa (a lo real) y completamente unitaria. Se trata de una instancia “mística” del Lenguaje, donde no hay inferencia o mediación, lo que la hace aporética, casi inefable, pero es una instancia innegable, porque es solo por ella por la que “comprendemos” o “intuimos” todas las ideas, incluidas las que permiten construir un sistema de inferencias y mediaciones. Es aquella por la comprendemos el círculo auténtico, más allá de las nunca suficientes cuadraciones que de él pretende el conocimiento mediado. Es la noesis de la que habla Platón, superior a lo dianoia o razón raciocinante.

Pero, dejando a un lado ese nivel de lenguaje, en un estrato más convencional o exotérico deberíamos preservar, también, la mayor libertad posible. Si es cierto que, en cuanto relacionamos cosas, estamos obligados a establecer la dualidad entre cosas y relaciones (y, por tanto, entre semántica y sintaxis, etc.), también lo es que tenemos que luchar contra la tendencia a esclerotizar el lenguaje, convirtiendo en normas rígidas lo que no necesita serlo (es un peligro análogo al de las instituciones políticas, o, por ejemplo, al fatídico empeño de algunos profesores y padres por poner uniforme en el colegio). Queremos tener derecho a decir cosas como Y(x), es decir, a usar la “conjunción” como predicado, como una propiedad (decir, así, que “x está unido (a algo)”); y, en general, a usar cualquier cosa como sustantivo y como predicado.

Ahora voy a dirigir mi “ataque” fallido contra otra importante esclerotización sintáctica, convencionalmente aceptada entre los lógicos modernos, y que está íntimamente relacionada con la distinción categorial Sujeto / Predicado. Me refiero a la Cuantificación.
Cuando se analiza la proposición, la lógica convencional considera como una categoría aparte, irreducible a las categorías de Sujeto y de Predicado, la categoría de los Cuantificadores, es decir, los semas Algún y Todo. Esto quiere decir que Algún y Todo no son palabras que puedan usarse ni como nombre ni como predicado, sino solo como eso, como cuantificador, es decir, como un modificador muy especial (irreduciblemente especial) de la variable-sujeto.
Si esta sanción es justa, entonces ya podemos condenar a todo “metafísico” que intente decir cosas como “El Todo es blanco”. Ya podríamos decirle, con una palmadita en el hombro: “no, hijo (o abuelo), ‘todo’ no puede usarse así: ¡está prohibido!”. ¿Por quién? ¡Por la Lógica! Curiosamente, este lógico-terapeuta que nos dice eso, está usando a ‘Todo’ como sujeto, para definirlo como “cuantificador”. Si tuviese razón, no podría estar haciendo eso. Como decía Wittgenstein, no podría decir la lógica, sino solo mostrarla.
La verdad es que el esclerotizador-terapeuta se equivoca: intenta imponernos su metafísica, sancionándola como lenguaje. Pero analicémoslo en lo que se refiere a los cuantificadores.

¿Qué son ‘algún’ y ‘todo’? Cualquiera diría que son una especie de adjetivos, es decir, una especie de cuasi-sustantivos que, como los hongos, viven de otro sustantivo, al que modifican.
Veamos estos ejemplos de sintagmas nominales:
a)      “Los chimpancés hembra”,
b)      Algún(os) chimpancé(s)”,
c)      Tres chimpancés”.
En los tres casos se modifica al sustantivo, ‘chimpancés’, reduciendo así su extensión. En el primer caso nos referimos solo a los que son hembras, en el tercero, solo a tres, y en el segundo solo a alguno(s). Pero, mientras en a se modifica cualitativamente al sustantivo, en b y c se le modifica cuantitativamente. Ahora bien, mientras en c se hace eso de una manera precisa o exacta, en b se hace de manera indefinida. ¿Qué hay de especial en el modificador “algún” para que haya que consagrarle un templo en la estructura lógica, mientras los pobres “hembra” y “tres” se quedan en el saco o fosa común de la semántica?
Por supuesto, el valor lógico de una proposición cambia según aparezca ‘algún’ o ‘todo’, pero también cambia si aparece ‘hembra’ o ‘macho’. Aún así, hay que reconocer que ‘algún’ tiene de especial, frente a ‘hembra’, que es una cantidad (y ya sabemos que la cantidad es –sobre todo entre burgueses- la manera más precisa de precisar algo); frente a ‘tres’, tiene la virtud de hacer juego con solo otro elemento, ‘todo’, y no con infinitos. Esto lo convierte, sí, en una propiedad especial, y que aparecerá muy a menudo en el uso, pero no lo convierte, de ninguna manera, en una no-propiedad, ni lo consagra o lo recluye a una categoría incomunicada. Ni permite que se proscriban expresiones como, incluso y por ejemplo, “Juan algunea”, o “todo algo es solo nada”.

La historia sintáctica del cuantificador empezó (que yo sepa) con Aristóteles. El organon aristotélico formalizó las proposiciones contando, en su esqueleto, con la cuantificación, que, junto a la negación, daba lugar a las cuatro formas de predicar: Universal afirmativo (Todo A es B), universal negativo (Todo A no-es B (Ningún A es B)), particular afirmativo (Algún A es B) y particular negativo (algún A no-es B). Así, las formas de la deducción se complicaban algo, añadiendo las relaciones algebraicas de la cuantificación más básica. Hasta aquí no había nada de especialmente especial. Solo se le dio importancia a algo que la tenía (aunque quizás se le dio ya excesiva). Igual podía haberse tenido también en cuenta el sexo del sujeto (como hace la morfología de algunas lenguas).

Pero la verdadera consolidación de la categoría del Cuantificador se produjo, de una manera perversa, en la lógica moderna. Y ha sido perversa porque ha venido amparada en una tesis tan evidentemente falsa a mi juicio, que solo fuertes prejuicios metafísicos podían darle aliento. Me refiero a la confusión de la Cuantificación con la Existencia.
Es evidente, creo yo, que “algún” no significa o equivale, ni encierra de ninguna manera especial, a la noción “Existe”, ni, por tanto, “algún x” equivale a “existe al menos un x”. Como ha señalado R. Grossmann, la existencia tiene que ser añadida al cuantificador, para que decir “algún x es P” signifique “existe algún x que es P”. ¿Cómo se llegó a esa (perversa) confusión?

He aquí un camino para verlo: en lógica hay una regla, llamada “Subalternancia”, según la cual, de “Todo x es P” se deduce necesariamente que “algún x es P” (es, sencillamente, la aplicación de las relaciones normales Todo – Parte). Si eso es así, entonces, a partir de “Todos los molinos que don Quijote se encontró, le parecieron gigantes” se sigue que “algún molino que don Quijote se encontró, le pareció un gigante” (aunque esto me parece, por otras razones que no voy a mencionar ahora, falso –lo trataré en otra ocasión-); o, por poner otro ejemplo, que de “todos los reyes de repúblicas son esquizofrénicos” se sigue que “algún rey de república es esquizofrénico”. Esto, que para los lógicos aristotélicos (que conocían y compartían la regla de subalternancia) no presentaba ningún problema, no gusta a muchos recientemente. Porque entienden que eso implica que hay o existen realmente reyes de repúblicas o actos de don Quijote, ya que, arguyen, no se puede hablar de lo que no existe. Así que dicen que una frase como “Todo x es P” debe analizarse, realmente como “si hay algún x, entonces es P”. La presión, metaontológica, sobre el cuantificador, llevó a creer que siempre que usamos ‘algún’ como modificador del sujeto tenemos que estar significando, si es que queremos estar dentro de la gramática correcta, “existe o hay algún”.

Así venían felizmente a confluir dos tendencias, con una motivación metafísica (inconsciente) de fondo: la creciente valoración de la Cuantificación (también idea fija del pensamiento moderno) y el rechazo de la Existencia como propiedad y predicado (ya, al menos, en Hume y Kant).
Y claro que, en verdad, la cantidad, y más concretamente la unidad, está muy unida a la existencia. “Ninguna entidad sin unidad”, podríamos decir, parodiando el “no entity without identity” de Quine. Ya los racionalistas griegos (Parménides, Platón…) identificaban la posesión de (mayor) unidad con la (mayor) tenencia de existencia, de modo que lo (más) uno e indivisible, era también lo (más) existente, y cada cosa existe en la medida en que tiene unidad. Pero esto son tesis metafísicas. Lo mismo que las tesis, enmascaradas de “lógica” o “gramática”, de los modernos. Con la desgracia, para la lógica moderna, de que simultáneamente ella intentaba proscribir la metafísica, que permite usar a Uno y Ser como sustantivos.
Pero, desgraciadamente (afortunadamente, quiero decir) su estrategia (la de los “lógicos”convencionales  modernos) es equivocada: la cuantificación del sujeto de la proposición (o de la variable) no es condición ni necesaria ni suficiente para denotar compromiso ontológico:

     - No es suficiente, porque de “algunos duendes tocan la gaita” no se sigue que existan, en sentido pleno, los duendes, de modo que no es contradictorio decir, a continuación, “pero los duendes no existen realmente”. Lo cierto es que nos pasamos la vida hablando de las cosas que no existen, o que no sabemos si existen, y ello no puede impedirnos decir cosas con sentido. Así que la regla de subalternancia (de “Todo rey de república es esquizofrénico” se puede deducir que “Algún rey de república es esquizofrénico”) no necesita para nada a la existencia, al menos a la existencia plena, para ser verdadera y buena deducción.

     - No es necesaria, porque también implica compromiso ontológico el uso de cualquier propiedad, en forma de predicado. ¿Por qué no había de comprometernos con la existencia de la blancura la frase “Todo es blanco”? Lo que pasa es que los defensores de la confusión cuantificacional-existencial son conceptualistas (cuando no nominalistas), y creen, con gran ingenuidad, que los predicados no necesitan tener importe ontológico, porque son algo que produce la mente, si no meros flatos. Curiosamente, esos flatos o pseudo-entes mentales son los únicos que hacen inteligible la realidad, y “no podemos prescindir de los adornos conceptuales” (como dijo Quine), es decir, no podemos reducirlos a no-universales.

¿A dónde quiero llegar con todo este rollo? La conclusión que podemos sacar de aquí es que ni la cuantificación ni la existencia son tan especiales como para negarles la posibilidad de ser propiedades y ejercer de predicados, además de sujetos, y convertirlos en miembros de una categoría radicalmente diferente. Por tanto, el Lenguaje no se articula necesariamente en esas categorías. El argumento ontológico, o el nadear de la nada, podrán ser tesis equivocadas, pero no por falta de sentido o incumplimiento de gramática.
Es verdad que propiedades como Uno y Ser son muy extrañas o especiales, porque se aplican a toda cosa, a todo ente (son "trascendentales", según las llamaban los escolásticos), aunque no se aplican en el mismo grado o intensidad a todas, sino analógicamente. No obstante, yo tengo la teoría, aún más extraña, de que eso pasa con absolutamente todas las propiedades, incluidas las que se refieren a "individuos" (como Sócrates): se aplican a todas las demás entidades, todas las cosas socratizan, en alguna medida.

¿Es útil seguir usándola, la cuantificación? Sí, en ciertos usos y contextos, como es útil usar ciertos “morfemas”. Pero eso no significa que la tengamos hasta en la sopa. Cuando alguien dice “estás estupenda” no está diciendo, por lo bajo, “hay algo que eres tú, y eso está estupendo”. Tampoco está implicando la proposición “tú existes”. De ser así, el poema de Bécquer no tendría sentido: 
-yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte
-¡oh, ven, ven tú!

viernes, 22 de junio de 2012

La unidad mística de uno (de la esencia del lenguaje VI)

Parece que cualquier análisis del Lenguaje (o Logos) que nos permita explicar cómo es que puede decirse todo lo que, tanto en el lenguaje cotidiano como el más preciso de los lenguajes científicos, se está interesado en decir y hacer (describir, inferir, predecir…), no tiene más remedio que aceptar que el lenguaje es intrínseca e irreduciblemente (“categorialmente”) estructurado de varias maneras, pero sobre todo, estructurado en esa dicotomía de Sujeto / Predicado (Ónoma /Rhema) o, en versión moderna, Objeto / Función, Parte referencial-cuantificacional / parte Predicativa. Y, en la medida en que tenemos que atribuir a la realidad aquello que nos es ineludible aceptar para hablar de ella, debemos creer que la realidad misma, que es el todo de los hechos (hechos temporales o atemporales), está constituida irreduciblemente de Sujetos o Cosas o Sustancias, por un lado, y de Propiedades o Esencias por otro. Al menos esta es la mejor manera en que podemos entenderla.

Esta dicotomía categorial de Logos y realidad apenas ha sido puesta en duda. Como recuerda Davidson (en Truth and Proposition –libro al que querría dedicar un comentario, en el futuro-) empieza en la filosofía occidental, como mínimo, con la distinción “platónica” entre Cosas e Ideas, y ha sido perfeccionada, pero no preterida, por el análisis actual en la dicotomía Sujeto / Función.
Puede, quizás, buscarse y encontrarse más estructura que esa, pero no menos. De la síntesis de al menos esos dos elementos del Lenguaje, surge la unidad de la Proposición, que es la unidad completa mínima para decir algo verdadero o falso. Y sin esa síntesis o complejidad de la proposición, sería inexplicable el lenguaje teorético (diánoia, en terminología platónica), que consiste en describir los fenómenos mediante propiedades universales, y en pasar de unas verdades a otras apoyándose en el término medio y en el juego de la cuantificación (silogismo, deducción e inducción…)

Toda proposición aparentemente incompleja, escondería esa necesaria estructura. “”Llueve” debería analizarse, por ejemplo, como “hay (ahora, aquí) lluvia”. ¿Y la frase que se atreve a decir la diosa en el poema de Parménides: “es”? Como han hecho la mayoría de los traductores a lo largo de la historia, enmendando la plana a Parménides y, lo que es peor, a la propia diosa, habría que entenderlo como “el Ser es”, cosa que, si bien no dice mucho (o quizás no dice nada), al menos no contraviene la norma gramatical que exige, en toda proposición correcta, un sujeto y un predicado distintos (aunque, a la vez, paradójicamente, el mismo).

Demos por válido todo lo anterior. Ahora querría fijarme en las implicaciones metafísicas ¿Qué implica eso, por ejemplo, para mí, para mi problema existencial? Para describir, o simplemente expresar lo que me pasa o lo que soy, tengo que decir, siempre, algo de algo, es decir, unas cuantas “cosas” o características, de mí. Yo, la cosa o sustancia, este ser que está pensando acerca de sí mismo, el sujeto (y el sujeto de la proposición que habla de mí), soy equivalente (equivalencia expresada por la cópula, o por los paréntesis en ‘P(x)’) a la intersección de un montón de ideas (animal, pelón, filósofo…), que vienen expresadas en el predicado. Se supone que yo puedo ser reducido, exhaustivamente, a los predicados convenientes; y que solo así soy accesible, para los demás y también para mí. Si no conociese mis propiedades, mi “esencia” y mis circunstancias, yo no me conocería. Con más razón, hay que decir eso de todas las otras cosas o sujetos que no son yo.

Sin embargo…, es claro, si lo pienso un poco, que a la vez que, sí, yo soy una intersección de propiedades, a la vez yo no soy ni puedo de ninguna manera ser (“solo”) eso; sino que, antes que nada y sobre todo, yo soy yo, y punto: yo soy (el) que soy, simplemente. Ninguna intersección de propiedades o universales (animal, pelón, filósofo…) puede equivaler a una sola cosa, a una unidad, a mi unidad e identidad. Aunque es razonable pensar que, cuando el número de universales que uno meta en el saco de mi definición tienda a infinito, la diferencia entre eso y yo (entre mi esencia y mi sustancia) se vaya reduciendo a nada, a la vez ambas cosas, mis propiedades y yo, serán absolutamente diferentes. Es como intentar cuadrar el círculo, inscribiendo polígonos, que es lo que hacen los matemáticos. Si inscribimos, en el círculo, polígonos  con cada vez un mayor número de lados, en el límite nos acercaremos a aquello donde la tangente cambia en cada punto (es decir, en cada lugar indivisible e inextenso), nos acercaremos a aquello que es el círculo. En la vida cotidiana a veces nos basta y nos sobra con una precisión pequeña, pero, puede creer el filósofo, la precisión puede hacerse indefinidamente mayor. Y es verdad, pero eso significa también que siempre está a la misma distancia de aquello que intenta apresar. El miriatero está a la misma distancia de su círculo que lo está el triángulo. El círculo es inconmensurable por los polígonos, como el punto lo es por el segmento. Y, de la misma manera, una definición muy precisa está a infinita distancia de la sustancia a la que intenta ser equivalente, y una intersección infinita de propiedades no puede ser jamás una unidad e identidad. Cada cosa es inconmensurable por otras. Animal pelón de tal o cual medida… aunque sea yo, nunca es exactamente lo mismo que yo.

Veámoslo de otra manera. Las propiedades de las cosas son intrínsecamente relaciones, y significan a las cosas de manera intrínsecamente relativa. ¿Por qué? Porque toda propiedad involucra a otras. Pongamos el caso más simple: que algo (yo) tenga cierta propiedad (Animal, Pelón…). Ser pelón es algo que yo comparto con otras cosas. Si no, el predicado carecería de utilidad. Pero, entonces, para conocerme a mí como ser pelón, tengo que conocer a otros (en realidad, infinitos, aunque solo sea “en potencia”). Y lo mismo puede decirse de todos los predicados. Nunca llegamos así al sujeto.

(El sujeto, admite la tesis convencional, el auténtico, no puede predicarse de nada. ¿Cuál es ese sujeto que no se predica de otro? Ya seguramente Aristóteles vio que no era Sócrates (aunque esto no casa con el hecho de que Aristóteles pensase que decir “está aquí” es un predicado de alguien). Pero al menos la mayoría de los modernos filósofos han admitido (insistido, en el caso de Wittgenstein I y el Russell del atomismo lógico, en) que propiamente los nombres propios no son nombres propios, porque las cosas, lo individual, no pueden cambiar, o, si se quiere, no pueden permanecer (porque serían ideas), así que es el “esto” el único aspirante a nombre propio, pero precisamente el esto es inefable, y, como dijo Hegel, lo más general de todo…)

Pero las cosas, yo por ejemplo, no pueden ser intrínsecamente relativas. No puede haber relaciones sin cosas no relativas, y nunca las relaciones exhaustan al ser. Así que, aquello absoluto y no-relativo que es en sí misma cada cosa, es inexpresable con el lenguaje, que solo opera con relaciones y abstracciones (conceptos genéricos, que nunca son las cosas), con el lenguaje articulado y categorial; y aquello que podemos entender y expresar, al menos con el modo convencional de entender, no es la sustancia misma. La sustancia es incognoscible, decía en una de sus profundidades Aristóteles. La sustancia es y no es lo mismo que la esencia.
¿No habría que pensar, entonces, en otro modo de “conocimiento”, una especie de acceso a las cosas no mediato, no raciocinante, sin distinción entre sustancia y esencia, entre la cosa y sus propiedades, entre lo uno y lo mucho, lo idéntico y lo diferente…?

El asunto del pino
apréndelo del pino,
y el del bambú
del bambú.
                (Basho)

Entonces quizás tenemos que dejar sitio a otro nivel, precategorial, del Lenguaje o Logos. Un nivel a la vez aparentemente inefable y completamente efable, al que estaríamos dispuestos a llamar “místico”.
¿Cómo es ese lenguaje? Exactamente como el de la diosa de Parménides, que de ninguna manera dice (como le quieren hacer vomitar los pobres traductores) que el ser es, sino que dice, simplemente, ni más pero tampoco menos, que ES (hopos éstin). Ni sujeto ni predicado.
Y el platonismo auténtico, heredero de Elea, siempre se ha remitido a un gnosis o nóesis o “contemplación”, que el Sócrates de La República coloca por encima de la dianoética o matemática, más allá del raciocinio, y donde la pluralidad de las cosas es concebida como una, en la unidad de la realidad.

“No es ciertamente la parte de nosotros mismos que ve la que se encuentra impedida, sino otra parte; y así comprobamos que cuando deja de contemplar no concluye su conocimiento de tipo científico, que consiste en demostraciones, en pruebas y en un diálogo del alma consigo misma. Pero no confundamos la razón con el acto y la facultad de ver, porque ambas cosas son mejores que la razón y aun anteriores a ella, como lo es el objeto mismo. En el momento en que el ser que ve se ve a sí mismo, se verá tal como es su objeto; mejor aún, se sentirá unido a él, parecido a él y tan simple como él. (…) Uno mismo el ser que ve con su objeto, acontece como si hubiese hecho coincidir su centro con el centro universal. Pues incluso en este mundo, cuando ambos se encuentran, forman una unidad, y son solo dos cuando se mantienen separados. Y he ahí el por qué nos resulta difícil de explicar en qué consiste esa contemplación, ya que, ¿cómo podríamos anunciar que el Uno es otro, si no lo vemos como otro y más bien unido a nosotros cuando lo contemplamos? (Plotino Enéada sexta, 9, 10)

En forma de teologemas también lo expresa Proclo, en sus Elementos de Teología:

El número total de los dioses tiene el carácter de la unidad (113). Todo dios es una hénade o unidad completa en sí misma, y toda hénade completa en sí y por sí es un dios (114). Todo dios es una medida de las cosas existentes (117). Todo dios tiene un conocimiento indiviso de las cosas divididas y un conocimiento intemporal de las cosas temporales; conoce lo contingente sin contingencia, lo mudable inmutablemente y, en general, conoce todas las cosas en un modo más elevado que el que corresponde a su posición (124).

Con la “democratización”, hemos de entender que cada uno de nosotros somos un dios, en nuestro fondo. Ahí, podemos entender la frase de la diosa: “es”, o a qué se refiere el poeta japonés con no entender al pino a través del bambú.
En ese nivel “místico” han estado de acuerdo muchos filósofos sumamente dispares: el Nietzsche del instante sin conceptos, el individuo absoluto de Occam… Pero los matices son importantes.

Y, bajando de la mística a lo más pedestre, ¿qué podemos sacar de todo esto para el lenguaje, para el más cotidiano y menos ensimismado? Creo que, aunque tenemos que aceptar que sin estructura y categorías no hay predicación ni inferencia, tenemos que ser menos escleróticos con lo que estemos dispuestos a aceptar como decible, como gramaticalmente correcto. No hay, seguramente, por qué catalogar como absurda ninguna combinación de semas. Lo que aquí puede hacer el papel de conector, puedo luego ser un sujeto con todas las de la ley, o un predicado. Esto parece disolver los límites entre ciencia y poesía, y así es, en cierto modo, pero solo porque, gracias a la analogía que hay en todo el lenguaje, la poesía es también portadora de verdad, y la ciencia portadora de imaginería. Siempre que el lenguaje (como la política, el arte, o cualquier otra cosa) se ha atrevido a desrigidificar sus estructuras, ha encontrado un orden y una estructura superior, que los amantes del pasado ven con escándalo. (Eso sí: sacar de aquí conclusiones a favor del constructivismo, el relativismo, el retoricismo, el falibilismo o, en general el todo-vale-ismo de los pensamientos débiles, significa no haber entendido nada).

lunes, 18 de junio de 2012

Del inconveniente de estar uno dividido (De la esencia del lenguaje, V)

¿Está todo lenguaje (al menos todo lenguaje que quiera ser totalmente expresivo de la racionalidad humana) constituido, en el fondo, de ciertos elementos estructurales irreducibles, sobre todo de la estructura categorial Sujeto / Predicado (en sentido amplio), y está hecha, por lo tanto, la realidad, en último análisis, de Cosas y Propiedades? O, para expresarlo más correctamente, invirtiendo el orden en la fundamentación: ¿está la realidad (al menos tal como puede comprenderla la razón humana) irreduciblemente estructurada en, por un lado, Cosas (Sustancias, Objetos…) y Propiedades (Esencias y Accidentes…) por otro, de forma que el análisis más profundo de cualquier lenguaje tenga necesariamente que arrojar una estructura lingüística equivalente?
Según vimos, la filosofía u onto-lógica moderna dominante coincide, en lo principal, con el análisis trascendental de Kant, y con la vieja ontología aristotélica (también con la platónica ortodoxa o exotérica) en que sí, que esa estructura dual, Sujeto / Predicado, es irreducible, categorial, y que pertenece, por tanto, a la esencia del Lenguaje o Logos (aunque Lorenzo Peña nos recordó que no setrata de una tesis unánime, ni mucho menos).

¿Cuál es la razón profunda de esta necesaria dualidad? Seguramente, dijimos, la razón última es solo el reconocimiento de ese “hecho” o proto-hecho: solo entendemos el mundo, al parecer, predicando ciertas propiedades (ideas, conceptos) de las cosas. Y eso exige que distingamos, siquiera funcionalmente, qué está haciendo de cosa y qué de propiedad. En un caso, además, esa estructura no es solo funcional, sino orgánica: cuando el sujeto es precisamente lo más particular, el esto o tode ti. Y este es el verdadero caso ontológico, porque solo los particulares son cosas. Las cosas o sustancias primeras son aquello que, al decir de Aristóteles, ni se da en otro (como sí le ocurre a los accidentes) ni se predica de otro (como le pasa a las ideas o géneros). Pensar consiste en decir propiedades (universales, generales) de cosas (particulares, concretas). Por tanto, la realidad es así, al menos para nosotros.

Nuestra comprensión de la realidad (al menos la habitual o corriente) no es unitaria, en el sentido de que cada pensamiento esté dedicado, en “cuerpo y alma”, a este y solo este evento, al presente. Nuestra comprensión, finita, siempre necesita relacionar esto (lo “dado”) con otras cosas. Una cosa, para ser lo que es, siempre involucra a otras, que no están.
En su forma, quizás, más sencilla, esa relación de unas cosas con otras, consiste en que esto (o sea, el sujeto de nuestra consideración) sea (una caso de) Esto (el predicado). “Esto es una mesa”; “llueve” (esto que pasa –ocurre- es lluvia). Varias cosas concretas comparten la misma propiedad general, son lo mismo en eso. Por tanto, se tienen que diferenciar, también por medio de otras propiedades también generales (no-cosas).
 Por muy lejos que se lleve la simplificación del análisis, parece que no podemos reducir a menos el Juicio, la Proposición, que es, como decían los estoicos, el lekton completo: un esto-sujeto, y un esto-predicado, unidos por la cópula.

Lorenzo Peña ha propuesto una ontología sencillísima, donde todas las propiedades-relaciones se reducen a una sola relación extensional: el Abarcamiento (Abarcar / ser-abarcado, o, en otros términos, ser-ejemplificado / ejemplificar). Esta distinción es solidaria de su propuesta, que ya vimos, de entender la distinción término/proposición (y, por tanto, sus correspondientes ontológicos Cosa/Evento) como superficial, “estilística” en el caso del lenguaje.
¿Quién podría prescindir de ese mínimo, de esa minimísima relación de abarcamiento (que quizás ya es, sin embargo, toda la estructura categorial en germen) y poder seguir diciendo algo, algo de lo que solemos querer decir? ¿Es posible pensar en una pluralidad de cosas o ideas, que puedan interparticiparse (o abarcarse), sin que nazca ahí, necesariamente, el orden categorial? Porque, en el fondo, sin duda, se trata del eterno problema de lo Uno y lo Múltiple.

En el Parménides, Zenón ha leído uno de sus argumentos que dice que, si hay (son) muchas (las cosas), serán a la vez iguales y diferentes, lo que es imposible, porque lo igual no puede ser diferente ni lo diferente igual. Entonces el joven Sócrates, platónico todavía, introduce la división entre cosas e Ideas, como manera de salvar las aporías de Zenón (es fundamental señalar, aunque no venga al caso, que esto es casi justo lo contrario del platonismo auténtico, como se podría deducir ya del mero hecho de que sea la versión que se creen y que enseñan los profesores de filosofía del mundo):
¿No crees que hay una Idea en sí y por sí de la Semejanza, y que hay otra que se le opone, la Desemejanza en sí, y que de estas dos ideas participamos tú y yo y todas las demás cosas que llamamos múltiples? (Platón, Parménides 129a –cito por la edición de Guillermo R. de Echandía, Alianza Editorial, Madrid, 1987 )

Así, no sería inconcebible que la misma cosa (yo, o tú) participe a la vez de diferentes ideas, incluso contrarias entre sí, siempre que esas propiedades, esa participación, no sean la cosa misma: 
“si se me demostrase que la Unidad en sí es múltiple, y que la Multiplicidad en sí es una, esto sí que me llenaría de perplejidad. Y lo mismo digo respecto de todas las demás ideas […] Pero si se me demostrase que soy uno y múltiple no habría nada de sorprendente: cuando se quiera mostrar que soy múltiple se dirá que hay en mí una parte derecha opuesta a una parte izquierda, una parte delantera opuesta a una trasera, y de la misma manera un arriba y un abajo, pues creo participar de la pluralidad; y cuando se quiera mostrar que soy uno, se dirá que de los siete que estamos aquí el hombre que yo soy es uno por participar también de la unidad. (129c)

Es como si Sócrates estuviera diciendo: podemos evitar la dialéctica eleata si no dejamos que las ideas se junten con las ideas más que como ellas pueden hacerlo, y que solo se junten con las cosas también como deben hacerlo. Porque ni las cosas son ideas ni las ideas son cosas.

Pero el joven Sócrates (como explico en Diálogos de Filosofía) está ahí, ¡ay!, para ser deconstruido y reconstruido por y con Parménides: 
“Cuán digno eres de admiración, Sócrates, por la vehemencia que pones en los razonamientos. Pero dime: ¿distingues tú mismo, según dices, poniendo aparte por un lado a las Ideas en sí y por otro a las cosas que participan de ellas?” (130a-b)

¿Puede Sócrates, el individuo Sócrates, o, para el caso, yo, o tú, siendo uno (él mismo) concebir las dos “cosas” más dispares del mundo, como son las cosas y las ideas? El mero acto de pensarlas a las dos, como dos presuntas categorías sin nada en común, traiciona su pensamiento. El viejo y venerable Parménides llamaba “cabezas dobles” o bicéfalos a los que eran presuntamente capaces de concebir el ser del no-ser.

O, en otras palabras, y como argumenta Lorenzo Peña en su discusión de la ontología de Frege (por ejemplo en El ente y su ser, pg. 282 y ss): de ser válida la dicotomía Objeto/Función sería inefable qué es una función, ya que, en cuanto quisiéramos convertirla en sujeto para hablar de ello, estaríamos saltando por encima de esa dicotomía presuntamente irreducible.
El mero hecho de que lo hagamos habitualmente (hablar de lo que no son objetos), con nuestras proposiciones de “segundo orden”, es una contrariedad para esa dualidad (para cualquier teoría de tipos), y nos empuja hacia, cuando menos, la analogía entre las categorías, no ha una mera y tajante distinción. 
“Pero [según Frege] nunca cabe agrupar a un objeto y a una función en un conjunto que englobe a ambos. Peor todavía: lo que acabamos de decir carece de sentido, puesto que, por no poderse afirmar con sentido de una función algo que se afirme de un objeto, ni viceversa, tampoco puede negarse con sentido tomando como sujetos a expresiones que signifiquen a una función y a un objeto. Así pues, si es correcta la dicotomía objeto/función, entonces es inefable, y carecen de sentido cuantas explicaciones demos sobre ella (incluso la de que es inefable, o la de que es inefable la verdad vinculada al decirse, del sentido, que es inefable, o…)” (Lorenzo Peña, El ente y su ser, pg. 282)

Wittgenstein se dio cuenta, en su Tractatus, de que sus propias palabras traicionaban lo que decían, la diferencia irreducible entre nombrar y mostrar. Él creyó que podíamos utilizar esa contradicción como escalera… Pero nadie debe pretender subir por una escalera cuyos peldaños son de humo.

Así que basculamos entre, por un lado, el imposible univocismo, y por otro el equivocismo imposible.
En todo caso, parece que no podemos pensar la realidad más allá de cierta articulación o dicotomía, entre Cosa y Propiedades, Sustancia y Esencia… Pero ¿podemos aceptar, puedo yo, por ejemplo, aceptar, que mi realidad consiste, en verdad, en esa división, en ser “yo y mis propiedades”? ¿Cómo sé yo que esas propiedades soy (o son) yo? ¿Necesita una cosa a las otras para definirse, por ejemplo por medio de la semejanza y diferencia con las demás? Y, si hay que aceptar que “hay” cosas y propiedades, ¿puede entenderse que “haya” o que exista algo aparte de las cosas? ¿Puede haber semejanzas y diferencias? Pero, si es que no, ¿cómo es que ellas nos hacen inteligibles (y parecen ser la única manera de hacernos inteligibles) a las cosas, a mí mismo, por ejemplo, o a ti?

viernes, 15 de junio de 2012

Observaciones de Lorenzo Peña a una entrada de este blog ("Término y proposición...")

A propósito de una entrada anterior, donde yo me hacía eco de sus tesis y argumentos, Lorenzo Peña, en comunicación personal, ha tenido la amabilidad de hacerme los siguientes comentarios, que pongo aquí con su permiso:


Dudo que, aunque usted dice que oportunamente me hará las críticas que estime convenientes, haya en ese texto crítica alguna a lo que yo digo. Ni siquiera una discrepancia. De haberla, sería ésta: usted parece (parece) proponer que la relación semántica entre signos lingüísticos y entes es una, la referencia; y esa relación una se bifurcaría o desdoblaría en dos: significado y verdad. Mientras que yo sólo reconozco una, que, más que "referencia" preferiría llamar "denotación" y que no se bifurca ni se desdobla. "Maurilio enseña" y "el enseñar [de] Maurilio" denotan lo mismo, el estado-de-cosas consistente en que Maurilio enseñe; realizado en unos mundos-posible sí y en otros no, en unos más, en otros menos, en unos lapsos temporales sí y en otros no.
Lo que no recuerdo haber abordado nunca es la posible objeción: si lo que sostengo es correcto, ¿por qué las estructuras sintácticas de tantos idiomas, de tantas lenguas, es tal que resulta mal formada una ristra como "Maurilio enseña perdura" o "Maurilio enseña irrita a Manuela"? Pero en los lenguajes formales combinatorios tales cosas se pueden decir (o en algunos; quizá en los cálculos lambda TIPADOS no, habría que pensarlo).


Otra cosa: usted trae a colación la discusión de Arnauld con relación a las objeciones a las Méditations de Descartes y un texto de Spinoza (de su correspondencia). Pero creo que mucho más claramente está la concepción racionalista que unifica notiones y ueritates en Leibniz, en sus "Generales inquisitiones", a las que consagré un artículo (que cometí la ingenuidad de escribir en francés, pensando que es una lengua más leibniziana que el inglés) al cumplirse tres siglos de ese opúsculo (también le dediqué, creo, otro pequeño trabajito en español). Para Leibniz está muy claro. Toda verdad es, quoad se, analítica, aunque no lo sea quoad nos. Toda verdad resulta de analizar un concepto, pero las verdades contingentes requieren un análisis infinito que nosotros no podemos realizar (no podemos tener en nuestra mente simultáneamente infinitos pasos deductivos; nuestras pruebas son finitarias; las de la mente divina, no; sin que eso signifique que Dios alcanza el último eslabón, porque eso es absurdo).


Por otro lado, la dicotomía conceptos/verdades no ha sido tan absoluta en la filosofía anterior como lo presenta usted. Está la concepción del "complexe significabile" en Gregorio de Rímini y, sin lugar a dudas, en otros escolásticos renacentistas (habría que ver Pardo, Paulo Véneto, etc.). Y también está el hecho de que aun los aristotélicos ortodoxos aceptan accidentes individuales, como el enseñar-de-Maurilio, entes que sin duda los lógicos aristotélicos ligan de modo especial a las oraciones correspondientes, como en este caso "Maurilio enseña", pero también a sintagmas nominales. Y más antes está San Agustín (a cuya identificación de verdad y existencia también dediqué, en los lejanos años 80, algún trabajo). Agustín es platónico, extrae esa identidad de la filosofía de Platón (y del neoplatonismo del que había bebido).


Hay una errata en su texto. Mundo en alemán es "die Welt". "alles, das der Fall ist" yo lo traduciría "cuanto acaece", "cuanto sucede". Traducir a Wittgenstein seguirá siendo un motivo de amistades rotas (el otro día me contaron lo que sucedió a una pareja de amigos cuyas paces se terminaron por ese motivo).
[Ya he corregido la errata a la que se refiere Peña]


Lógica, metafísica y lingüística siempre están relacionadísimas, porque nuestro acceso a esas nociones abstractas está mediado por el lenguaje. Sin palabras podemos pensar (los bebés piensan y nuestros parientes de otras especies también), pero difícilmente tener conceptos como el de ser o existir (bueno, quizá podría debatirse eso).


                                                                   ****

Al hilo de este debate aproveché para plantearle al profesor Peña cuestiones relacionadas con el “estín” de Parménides, la noción de existencia, y su relación con el “hay” castellano, cosas todas ellas que venía abordando yo en entradas anteriores, y la visión que tengo de las cuales se la debo en buena parte a mis lecturas de Lorenzo Peña. Reproduzco también las interesantísimas observaciones que me hizo:

Lo de no traducir `estín' por `es' pienso que se debe a un simple prejuicio, no sintáctico (ni menos semántico) sino puramente estilístico, porque en nuestro idiomas actuales ha ido cayendo en desuso decir `X es' sin más. Pero en francés aún se dice "André n'est plus" (aunque por otros motivos pienso que ese aserto es erróneo; el muerto sigue existiendo, sigue siendo).

En principio, "hay", "il y a", "c'é / ci sono", "there is / are", "Es gibt" son verbos de afirmación existencial indefinida o indeterminada, cuyo sujeto ha de ser una locución indefinida (uno, varios, muchos, veinte, pocos) y por eso la simbolización usual en los cálculos que quieres captar los nexos inferenciales subyacentes (la "lógica") es la de un cuantificador.
En español tenemos el problema de que ese "hay" en plural debería ser como en singular, pero en España por su vertiente mediterránea (influencia del catalán) y en diversos países de A.L. se tiende cada vez más al plural. No se dice "Han tres casas", pero sí "habían, habrán, hubieron". Y se tiende a decir "habemos quienes nos oponemos". Más problemático es el "hay" con un sujeto determinado. Muy usual en el Ecuador "No hay todavía el reglamento", pero lo he hallado en autores españoles del s. XIX y creo que el otro día lo leí en las memorias de Alcalá-Zamora (egregio y eximio orador), aunque no estoy muy seguro. Ahí el "hay" ya es un "existe" en sentido determinativo, no cuantificacional. No creo haberlo hallado con ocurrencia de un nombre propio, aunque en francés se dice "Il y a François qui vient te voir"; podemos discutir si ese "il y a" equivale al "hay".

Lo de "hay" por "existe" no cuantificacional no creo que sea posible excepto con una descripción definida; y en tal contexto la descripción en rigor es indefinida. "No hay el reglamento" está mal usado; se quiere decir "No hay [ningún] reglamento" y no "El reglamento no existe", porque evidentemente no hay ente alguno individuado denotado en ese caso por "el reglamento". (Lo del francés "Il y a Robert qui veut te voir" podemos dejarlo.) Por tanto "hay" para traducir a Parménides no me convence.

Los argumentos cuantificacionalistas [definir la existencia a partir del cuantificador –añadido mío, JA-] jamás me convencieron. Confunden siempre lo que es "existe" indeterminado (cuantificacional, "hay") de lo que es el "existe" determinado. Que en tantos y tan diversos idiomas haya diferencia (aunque fluctuante quizá) es un indicio, aparte de que conceptualmente tb está clara la diferencia. Una cosa es afirmar que hay, que _es_, algún insecto en la habitación de al lado y otra afirmar que el insecto cuyo zumbido estuve oyendo ayer toda la tarde existe (existe y no se trata de una alucinación ni fui víctima de acúfenos u otros errores perceptivos).
En lógica jurídica (mi actual dedicación) también está clara la diferencia. Una cosa es tener derecho a que HAYA algún empleo al que uno acceda (o a una vivienda, o a una alimentación, etc.) y otra es tener derecho a que exista (y no se destruya) la casa que uno tiene. P.ej. ese cuestionable derecho a la honra (al "honor" en el mal español de la actual Constitución española, que posiblemente está en buena medida mal traducida del alemán), ¿qué es? ¿Es el derecho a tener ALGUNA (buena) reputación, haga uno lo que haga? ¿Es el derecho a que exista, subsista, no sea destruida, la propia reputación?

                                                      ***

Agradezco mucho a Lorenzo Peña que haya dedicado su atención a este blog, y que me haya permitido reproducir sus comentarios.

martes, 12 de junio de 2012

Sujetos y Predicados, Cosas y Propiedades (De la esencia del lenguaje, IV)


Si, como dice Quine
“La búsqueda o el desarrollo de un esquema de notación canónica lógica que sea lo más simple y claro posible no puede distinguirse de la búsqueda de categorías últimas, de un retrato de los rasgos más generales de la realidad” (Palabra y Objeto, Labor, pg. 171)

es filosóficamente vital (sobre todo para la ontología) analizar qué sistemática categorial se ha propuesto aquí o allá para el Lenguaje (Logos), y que carácter se le ha otorgado a esa categorización. Eso sí, al menos tan esencial como eso, es advertir que no es antes el análisis lógico y después las implicaciones o consecuencias que el ontólogo debería sacar de ahí, sino que es una investigación ontológica desde el comienzo.

Los lógicos, tanto antiguos como modernos, han propuesto diversas divisiones categoriales para diferentes ámbitos del lenguaje. Es sorprendente cuánto coinciden en esto.
Diferentes tipos de articulación categorial en el Lenguaje serían: la articulación término / proposición / silogismo; la articulación entre semántica / sintaxis; thema / rhema (sujeto / predicado); sincategoremas / categoremas; lexema / morfema; segmental / suprasegmental, etc.
Todas esas articulaciones o niveles de articulación del lenguaje (o, al menos las que se refieren a lo más interior del lenguaje), seguramente se reducen en el fondo a, o emanan de, una articulación profunda. Abordaré esto en otro momento. Ahora me centraré en la distinción lógico-categorial que ha recibido más atención en todos los tiempos, y de la que se deduce, quizás, más (o más directamente) importe ontológico: la distinción, en el interior de la proposición o juicio, entre un elemento Sujeto (thema, onoma, etc.) y un elemento Predicado (rhema, etc).

Dentro de la filosofía y la lógica moderna, la tópica versión inicial la ofreció G. Frege, distinguiendo, en la ontología, entre Objeto y Función, cuya expresión lingüística es la distinción entre Sujeto y Predicado. Los objetos (Pedro, Dos) tienen entidad completa, son individuales, aunque sean abstractos, y figuran en el Sujeto de la proposición; las Funciones proposicionales (Come_ , Divisible por sí mismo_) son insaturadas, incompletas, y figuran en el Predicado. Sujeto y Predicado son categorías irreducibles entre sí e irreducibles para que se de proposición: si falta uno de ellos, no hay proposición o sentencia. Y, además, la estructura categorial determina qué expresiones están bien-formadas.

De alguna forma, todo gran filósofo analítico ha pensado y, la mayoría, defendido esta distinción. Por ejemplo, P. Strawson (en lo que sigue me valgo del libro de Anastasio Alemán, Teoría de las categorías en la filosofía analítica, Tecnos 1996). La sentencia, según Strawson, se articula en dos partes principales e irreducibles: Sujeto lógico y Predicado lógico. Hay varias características que distinguen a uno de otro. Por ejemplo, mientras que cada sentencia puede contener varios sujetos, solo puede tener un predicado. Varios predicados implican otras tantas proposiciones simples. “Pedro come y canta” es una proposición compuesta (de “Pedro come” y “Pedro canta”, cada una con su valor de verdad individual), mientras que “Pedro y Ana han quedado para comer” es una proposición simple. En cambio (he aquí otra diferencia) puede componerse varios predicados (Rojo-Mate), pero no puede darse composición de sujetos (Pedro-Ana). Otra diferencia más es que los nombres (sujetos) son accesibles a la cuantificación, y, por tanto, de acuerdo con el criterio de Quine, muy masivamente aceptado (al menos en los años centrales del siglo pasado), indican compromiso ontológico; pero no así los predicados (“Algunas personas son filósofas” implica que existen personas, pero no, creen Quine y cuantos le siguen, que exista la Filosofía). Y, por último, la verdad y la falsedad de la sentencia consisten, según Strawson, en decir un predicado de un sujeto, tal como esa relación se da en la realidad.
La distinción entre Sujeto y Predicado no es solo funcional (es decir, tal que el mismo elemento pudiera ejercer ya de Sujeto ya de Predicado), sino que, en un tipo de casos, es una dicotomía “orgánica”, irreducible, a saber: un nombre de un objeto singular o particular no puede ejercer nunca de predicado. Pedro no puede ser un predicado de nada, sino solo sujeto.

“La dualidad sujeto – predicado […] refleja algunas características fundamentales de nuestro pensamiento acerca del mundo” (Strawson, Subject and Predicate in Logic and Grammar, pg. 14, citado por A. Alemán, pg. 70)

Como se ve, esta es una versión de la teoría dominante desde Aristóteles, pasando por Kant.

Aunque menos dado a atenerse a lo establecido, sin embargo en este asunto Quine concluye, también, que el mejor análisis lógico establece, efectivamente, un “dualismo categorial”. Aunque su principal criterio lógico (y, por tanto, ontológico) es el de simplicidad-economía, Quine considera que no hay un análisis más simple que ese dualismo. Las lógicas combinatorias, aparentemente más simples pues carecen de categorías, presentan sin embargo, arguye Quine, dos problemas: no indican el compromiso ontológico, al no contar con un lugar del lenguaje donde se indique eso; y, en segundo lugar, aunque son más simples en cuanto que reducen el número de categorías al mínimo (a uno –que, como se sabe, es ninguno-) pierden simplicidad en otro sentido, al no señalar las combinaciones posibles para cada elemento del lenguaje.
Pero ¿cuáles son las combinaciones “posibles”? El criterio categorial de Quine (heredado quizás de Ryle) es el que enuncia como “salva congruitate”: dos elementos lingüísticos son intercambiables respecto de la congruidad y, por tanto, pertenecen a la misma categoría, si al sustituirlos se obtiene algo con sentido, no absurdo o incongruente. Así, “la mesa él” es una expresión incongruente, debido a que “él” no pertenece a la misma categoría que, por ejemplo, “cojea”.
A veces, eso sí, las incongruencias pueden ser profundas, es decir, ocultas, y entonces el filósofo puede ejercer de terapeuta, demostrando, por ejemplo, que “existe” no es un predicado, porque si lo sustituimos por cualquier otro (Pedro come -> Pedro existe) obtenemos una proposición cuya negación es imposible (contra toda evidencia lingüística, donde podemos decir con toda normalidad que Pedro no existe).

Todas estas versiones de la misma distinción categorial, coinciden, sean conscientes de ello o no, con la teoría antigua, aristotélica, según la cual toda proposición es, siempre, un ti kata tinos, un (decir o predicar) “algo de algo”.

¿Cuán ineludible es esta teoría o grupo de teorías? Dejaré al margen argumentos menores y discutibles, tales como algunos de Strawson, que, en el mejor de los casos, se siguen de alguna razón más profunda. Y algo semejante puede decirse de los argumentos concretos de Quine, quien, él mismo, advierte que el criterio de salva congruitate es casi inútil, ya que es imposible encontrar un conjunto o “categoría” de elementos lingüísticos –incluso entre los que más podrían aspirar a ser ejemplos claros de categorías-, donde no se puedan generar absurdos mediante sustitución (por ejemplo, “la mesa patalea” parece absurdo, pero, entonces, “patalea” y “cojea” no pertenecerían a la misma categoría), con lo que, dice Quine, corremos el riesgo de caer a categoría por barba.
Me fijaré en la que considero que es la razón profunda y subyacente a las otras, para sostener la dicotomía sujeto-predicado:

Supongamos que quisiéramos hablar (pensar) sin estructura proposicional, quizás acumulando o combinando elementos semánticos. Así, si quisiéramos hablar de, por ejemplo, lo bello que es ser justo, tendríamos que decir algo como “Justicia-Belleza”. Pero ¿sería esto lo mismo que decir que la Justicia es Bella? Parece que no, puesto que también puede significar que la Belleza es Justa (si es que puede significar siquiera alguna de las dos cosas).
Alguien podría imaginarse que esa ambigüedad queda cancelada por el orden en que enunciamos cada elemento (se distinguiría Justicia-Belleza de Belleza-Justicia), pero entonces ya estaríamos introduciendo, con otros recursos expresivos (el orden de palabras) la estructura proposicional que queremos evitar. Cualquier expediente metalingüístico que propusiéramos para distinguir cuándo decimos que Pedro come, de que la comida pedrea, trasladaría el problema un nivel más arriba.

Es decir, parece que cuando pensamos y decimos algo, lo que quiera que sea, estamos pensando, necesariamente, en términos de propiedades que se dan en ciertas cosas (lo que expresamos como sujetos, variables ligadas, etc.). Las lenguas, naturales o artificiales, que parezcan o pretendan superar esa estructura, estarían escondiéndola de alguna manera. Y, entonces, por mucho que hayamos querido avanzar, no habríamos ido un paso más allá de Aristóteles cuando distinguió entre

-Sustancia (usía), que es aquello que ni se da en otro ni se predica de otro, y para la cual está reservada en especial la función lingüística del Sujeto; y

-Propiedades, ya sean esenciales o accidentales, que se dicen de y se dan en otra cosa (en una sustancia), para lo cual está reservado el predicado, siendo la cópula la indicación de ese hecho, que es la proposición, de pensar que una propiedad le pertenece a una cosa.

Pero, si es así, a la vez que descubrimos algo fundamental en ontología, hay también que ser consciente del precio que habrá que pagar. En una próxima entrada seguiré con esto, viendo qué objeciones se puede hacer a la distinción categorial entre Sujeto y Predicado, y qué alternativas hay, al menos en cierto nivel del Lenguaje.

viernes, 8 de junio de 2012

Término y Proposición, Significado y Verdad, Cosa y Suceso (De la esencia del Lenguaje, III)

-“Perro”, “ladra”, “lluvia”, “ser”
-“hay un perro”, “existen los perros”, “se oye ladrar” (“hay ladridos”), “ladra el perro”, “llueve”

Los elementos de la primera lista son, en cierto modo, completos, unidades lingüísticas, de un modo en que no lo son, por ejemplo, el lexema “perr-(o/a//s)”, o “ladr-”. Son “términos”, y tienen (al menos en principio) un significado autónomo, un sentido completo (‘perro’ denota a una clase de cosas, los perros). Pero, según los estoicos y la mayoría de los filósofos modernos, no son la unidad fundamental de lenguaje (pensamiento, Logos), sino, a su vez, partes, componentes, funciones… de una unidad más propiamente autónoma.

Los elementos de la segunda lista parecen, casi todos ellos, claramente compuestos (como indicamos con, por ejemplo, la separación del espacio en blanco entre sus componentes), pero sin embargo son, según los estoicos y la mayoría de los filósofos modernos, ejemplos de la auténtica unidad fundamental de logos: la proposición. Y es así porque solo ellos tienen valor de verdad (aunque quizás no tienen un sentido ni una referencia). Los términos no son ni verdaderos ni falsos, se dice. Si digo “Teeteto”, o digo “vuela”, aún no digo algo ni verdadero ni falso. Solo cuando los junto, en una proposición, digo algo verdadero o falso.

Las viejas lógicas (desde Aristóteles, pasando por los lógicos escolásticos) empezaban con el término, solo después pasaban a la proposición o juicio (considerado un complejo significativo), y en tercer y último estadio llegaban a la teoría de la consecuencia, considerada como síntesis o complejo de proposiciones. Las lógicas modernas, en cambio, empiezan por el “cálculo deductivo”, donde el átomo es la proposición, y, en segundo lugar, se pasa al análisis de la propia proposición, para reconocer ahí diversas categorías gramaticales irreducibles (como hacían también los aristotélicos), fundamentalmente sincategoremas y categoremas. (Asumiré este tópico de la historia de la lógica, aunque tiene mucho de discutible: el propio término ‘término’, que usan los aristotélicos, da a entender que lo consideran en función del silogismo.)

Consecuentemente con la prioridad que le otorgan al término, los aristotélicos nos proponen una ontología cosista, hecha de sustancias (objetos, cosas) y propiedades (esenciales y accidentales). El cosmos es, en esencia, un conjunto ordenado de cosas que tienen propiedades y relaciones con otras cosas.
Consecuentemente con la prioridad que dan a la proposición, los modernos deberían proponer (aunque aquí ha habido más titubeos y, también, menos consciencia del asunto, “gracias” a la bendita especialización y cientifización) una ontología de hechos o eventos o sucesos. Por eso el Tractatus casi empieza diciendo:

Die Welt ist die Gesamtheit der Tatsachen, nicht des Dinger (“El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”) Tractatus 1.1
Hasta llegar a Donald Davidson pocos se tomaron completamente en serio considerar a los sucesos como parte "sustantiva" de la ontología. Pero tiene sentido decir, sostiene Davidson, que si Juan se puso la corbata con cuidado, “hay algo (un hecho) que Juan hizo, y su modo de hacerlo fue cuidadoso”, y el mejor análisis lógico-clásico de esa frase implica cuantificar sobre hechos o eventos (el ser puesta la corbata).
Sin embargo Frege creía (bastante parmenídeamente por cierto), que la referencia de las proposiciones no puede ser más que lo Verdadero y lo Falso, que serían los dos únicos auténticos hechos (ya que la Verdad y la Falsedad es lo único que se conserva a través de las sustituciones de proposiciones equivalentes).

Término frente a proposición, concepto frente a juicio, significado frente a verdad, cosa frente a hecho: he aquí la dualidad más general, quizás, del lenguaje, y la prioridad de cada una de las cuales parece caracterizar al cosista pensamiento antiguo (aristotélico) frente al eventualista pensamiento moderno.

Lo que, sin embargo, ambos (antiguos y modernos) comparten, es que hay esa clara dualidad entre términos y proposiciones, entre significado y verdad, entre cosas y hechos.

Pero ¿tenemos que aceptar esa dualidad, y elegir entre una u otra lógica (y ontología)?
¿Qué pasa con la frase de la diosa, que dice que la verdad es que “es”, y “no es que no sea”? Esa frase es imposible para ambos puntos de vista. Ambos dirían que ahí se pretende tomar por proposición lo que no es más que un término, o, peor aún, un sincategorema o functor, que solo adquieren sentido en el contexto de una proposición completa. “Es” sería el valor existencial del verbo ser, y este solo puede usarse acompañando a algún término que denote algún objeto o sustancia. Es más, ni siquiera así el “es” ejercería de predicado, sino de cuantificador, que sirve para referir el objeto a lo extralingüístico.

Quiero, en cambio, sostener (nada originalmente, aunque sí minoritariamente) que esta dualidad es menos fundamental de lo que se suele creer, y que no es pertinente recurrir a ella para zanjar disputas metafísicas, sino que, al contrario, esa propuesta presupone, por un lado, tesis metafísicas, y, por otro, los argumentos que puede aducir no son suficientemente buenos.
Una manera simple aunque muy fuerte de expresar esto es la siguiente: tenemos que desmitificar el dúo significado / verdad, como si fuesen nociones irreducibles (“casa” tendría significado pero no (valor de) verdad, mientras que “llueve” tendría valor de verdad, aunque quizás no propiamente significado).

Pienso que tenemos que apelar, en la estructura profunda del Logos, a una noción más fundamental o básica, de la cual ambos conceptos, significado y verdad, serían especies secundarias (aunque no necesariamente igual de cercanas, las dos, a la noción madre) . A esa noción fundamental podemos llamarla Referencia en el sentido más amplio, esto es, no restringido a la referencia del término, sino ampliada hasta encerrar la “referencia” que los juicios o proposiciones hacen a la realidad, y que equivale, en cierto modo, al concepto “semántico” de Satisfacción tal como lo usó, por ejemplo, Tarski para su “definición” de verdad en un sistema formal.

Por supuesto, una noción tan “pura” como esa no se puede definir analíticamente (se caería en círculo), pero se la puede caracterizar o aclarar diciendo que, tanto cuando pensamos o decimos un término, como cuando pensamos o decimos una proposición, estamos sujetos a una validez, que también expresamos como “referencia” a algo extralingüístico. Cuando decimos “la casa se ha caído” o “dos es primo” nos referimos a cómo es la realidad, a un “estado de cosas”. Pero también hacemos eso cuando decimos “casa”, “dos”: nos referimos a algo, aunque sea del ámbito de lo posible. Implícitamente, afirmamos ahí una referencia, a un algo que tiene que ser, al menos, posible, e incluso “real” (a no ser que sea posible referirse a lo que no existe). En un nivel suficientemente hondo, pues, las nociones de significado y verdad se diluyen y se confunden en una: Referencia.

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Una minoritaria corriente, que empieza implícitamente en la frase de la diosa, y pasa por Descartes y Spinoza, rechaza el análisis lógico dualista (la distinción radical de términos y proposiciones, ideas y juicios, cosas y hechos).

La mejor forma de desmontar la presunta irreducibilidad de esa dualidad término / proposición (cosa / hecho, etc.) es mostrar que es siempre posible traducir una expresión de uno de los ámbitos al otro, sin perder nada. Cualquier proposición se puede convertir en un término (nominalizarla), y viceversa. De manera paralela, lo que consideramos una cosa puede ser considerado un hecho, y cualquier hecho puede ser cosificado. El sol no es diferente del hecho de haber un montón de partículas en tal o cual interrelación, es decir, de la existencia del propio sol.

Como el autor cuya lectura más me ha ayudado, a lo largo de los años, a pensar en estos asuntos, ha sido el filósofo español (desgraciadamente menos conocido de lo que merece) Lorenzo Peña, me adheriré, aquí, básicamente a sus tesis y argumentos (señalando, quizás, mis divergencias), tales como están expuestos, sobre todo, en sus dos principales obras filosóficas, El Ente y su Ser (Universidad de León, 1985) y Hallazgos filosóficos (Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 1992), libros cuya lectura recomiendo vivamente.

Pero antes recordemos brevemente a los racionalistas del siglo XVII. En las Cuartas Objeciones a las Meditaciones Metafísicas de Descartes, Arnauld objeta a que se puede decir de una idea que es verdadera o falsa. Descartes responde distinguiendo entre verdad material y formal. En el juicio, dice, la verdad está formalmente (es decir, en la terminología de Descartes, realmente, ya que los juicios son formas), pero en la idea la falsedad o verdad están materialmente, por cuanto ciertas ideas representan como positivo algo que no es más que privación (por ejemplo, el frío) mientras que otras, las claras y distintas, presentan adecuadamente la realidad (respuestas a las cuartas objeciones, edición de Vidal Peña, en Alfaguara, pgs. 188 y ss). Es decir, en las ideas no hay propiamente (formalmente) verdad, pero la hay materialmente, como ocasión de caer en la falsedad al juzgar.

Spinoza, más cartesianamente que el propio Descartes, reduce a nada la distinción entre idea y juicio, y sostiene que una idea tiene en sí todo lo necesario para ser verdadera “o adecuada”. La diferencia entre denominar a una idea verdadera o adecuada no es, de hecho, según Spinoza, más que la diferencia extrínseca de considerarla, ya como referida a su objeto, ya en sí misma, como cumpliendo formalmente los criterios (epistémicos) de una idea adecuada o correcta (véase, por ejemplo, Correspondencia, carta 60, Alianza editorial, pg. 342). Así se zanja la cuestión de si verdad como correspondencia o como coherencia. Aunque Spinoza prefiere esta segunda versión (no se puede salir del ámbito de las ideas para catalogarlas como correctas o incorrectas, verdaderas o falsas) concede que se puede seguir usando la versión correspondentista, bien interpretada.

Como se sabe, las ideas racionalistas pueden ser simples o compuestas. Y esto no equivale, obviamente, a si en este o aquel lenguaje efectivo gozan de un término único o tienen que ser nombradas con una perífrasis. Siempre podemos crear un nombre simple o unitario para nombrar a una idea compleja (es importante señalar esto, porque uno podría ser inducido a pensar que lo que no tiene una expresión unitaria no es una idea o al contrario). Denominemos, por ejemplo, “cuadricírculo” a la idea de (un objeto) cuadrado y circular. ¿Qué decir de las “expresiones” pensables “cuadricírculo”, “frío”, “causa sui”? Cada una de estas expresiones debe entenderse como “poniendo” mentalmente esos objetos. Según los cartesianos, “cuadricírculo” tiene formalmente los rasgos de una idea falsa. ¿Qué diferencia hay, en fin, entre un término y un juicio, y entre una cosa y un hecho? Ninguna importante. “Cuadricírculo” es la cosa que es idéntica al hecho de que “el círculo es cuadrado”

Esta línea teórica está expuesta con gran claridad en la obra de Lorenzo Peña.

Empezando por arriba: la Existencia, en la ontología de Peña, es el concepto (clase) omniabarcante: cualquier cosa que tenga cualquier propiedad, existe (en más o menos grado, eso sí), y la propiedad de existir es la propiedad de ser la cosa que es. La propia existencia es una cosa, la más existente de todas, de la que las demás son partes y/o aspectos.

La Verdad, en el sentido no-semántico (es decir, el que no se aplica a expresiones lingüísticas, sino a aquello a lo que se refiere el lenguaje) es lo mismo que la Existencia.

Lo que existe son “estados de cosas”, y viene(n) expresado(s) por oraciones. Pero no hay una diferencia profunda entre estados de cosas y cosas (ni, por tanto, entre nombres y oraciones). Siempre es posible convertir en oración un término o un sintagma nominal cualquiera, pues basta con anteponerle la tercera persona del singular del presente (intemporal) del indicativo de “existir”.

“Al aseverarse una fórmula del tipo «x es tal o cual», afírmase algo; ese algo que viene así afirmado, puesto (mentalmente), como un algo en el mundo, una entidad, es, no x, sino el ser x tal o cual. Afirmar algo es, evidentemente, igual que afirmar la existencia de ese algo. Afirmar que César es valiente, o sea la valentía de César, es lo mismo que afirmar la existencia de tal valentía, o sea lo que vehicula la oración ‘Existe la valentía de César’, o ‘Es real la valentía de César’. Luego cualquier afirmación de ser-así-o-asá con respecto a cierto (presunto) ente, x, es, a la vez, una afirmación de ser a secas —de existencia, pues— del ser x así o asá” (Hallazgos filosóficos, pg. 25).
Quizás, especula Lorenzo Peña, el latín se pueda interpretar así, es decir, con el “est” siempre como existencial:

…‘Caesar occisus est’, se traduciría más propiamente como ‘Existe el haber sido matado César’. Y similarmente, ‘Caesar laetus est’, ¿por qué no iba a traducirse igual que su paráfrasis ‘Caesaris laetitia est’, como ‘Existe la alegría de César’ en vez de —según sería costumbre— como ‘Es alegre César’? De ser así, el ‘esse’ en latín siempre sería existencial: el ser sería siempre ser a secas. Sea ello cierto o no, el hecho es que, en cualquier caso, dándose una clarísima equivalencia entre el que tal ente sea así y [la existencia d]el ser así [de] tal ente, el ‘es’, cuando no sea existencial, podrá venir reemplazado, así y todo, por ‘existe’ a trueque de que vengan los otros constituyentes de la oración predicativa —el sujeto más el predicado nominal— reemplazados por un sintagma nominal que sea un sustantivo “abstracto” engendrado a partir del predicado nominal combinado con el sujeto de la manera que lo estipulen las reglas sintácticas (en español, p.ej., si el sustantivo es un infinitivo, puede tal combinación consistir en mera yuxtaposición, al menos en muchos casos). Por ello, es defendible la tesis de que, semánticamente, todo ‘es’ es equivalente a un ‘existe’, o sea: es un ‘es’ existencial” (Hallazgos filosóficos, pg. 25)
Una aplicación particular de esto, pero esencial para la metafísica, es que, tal como aseverar ‘Julio es generoso’ equivale a afirmar [la existencia de] la generosidad de Julio, afirmar ‘Julio es’ (parafraseable como ‘Julio existe’) equivale a afirmar a Julio, o, lo que es lo mismo, la existencia de Julio, es decir, a “poner” (mentalmente, lingüísticamente) a Julio como existente, reconocer que es un algo en la realidad. En general, pues, cualquier cosa es equivalente a su existencia, lo que es equivalente al estado de cosas de que exista.

Es verdad, admite Lorenzo Peña, que la lengua (al menos en su superficie, y en los análisis estándar) establece una diferencia entre términos y proposiciones, conceptos y juicios…, y, según ello, expresiones como “Julio” no constituyen oración o proposición, a diferencia de “Julio existe”. Pero esa diferencia entre oración y sintagma nominal no pertenece, según Peña, a la estructura profunda del lenguaje, sino que es, más bien, una diferencia estilística, no semántica, superficial. Término y Oración, Concepto y Juicio son dos alomorfos en distribución complementaria.

“Alomorfos son dos variantes de una expresión que significan lo mismo; están en distribución (parcialmente) complementaria si uno puede usarse en ciertos contextos —en los que no cabe usar el otro— y viceversa. (p.j. ‘el’/‘la’; ‘el cuchillo’ vs ‘la cuchara’; ‘-ado’/‘-ido’: ‘amado’ vs ‘temido’; la distribución puede venir regida por condiciones de diversa índole: semántica, meramente léxica, contextual, pragmática etc. Desde luego, es a menudo controvertible si en tal o cual caso se da o no alomorfía, o bien diferencia de significado.)” (Hallazgos filosóficos, pg. 26) 
¿Qué razones tiene el análisis lógico para mantener la dualidad término / proposición en la estructura profunda? Lorenzo Peña recuerda el argumento (expuesto inicialmente, ¡cómo no!, por Frege) de que el juicio o proposición es objeto de asentimiento o aseveración, cosa que está ausente en el concepto. Peña rechaza este argumento, sosteniendo que nunca hay “mera consideración” sin asentimiento, sino diferentes grados de asentimiento. No estoy seguro de que sea así, pero me parece que esto no tiene que ver con el núcleo del asunto.

Yo creo que, aparte de este motivo consciente, hay un motivo más tácito en la distinción clásica, y es la diferenciación, que ya mencioné, entre mero significado y verdad. Pero creo que esta diferencia es dada confusamente por hecha, a partir del hecho, más superficial, de que es diferente, verdaderamente, pensar en Pedro, que pensar que Pedro existe, o come, cosas que exigen “satisfacciones” parcialmente diferentes, pero no absolutamente diferentes. Y creo que es posible reconocer (y no hay argumentos, que yo sepa, para no reconocer) un ámbito más profundo, en que todo el lenguaje guarda una sola relación con lo más allá del lenguaje: esa relación es lo que he llamado Referencia, en sentido amplio, y de la cual, Significado y Verdad son dos modalidades circunstanciales.
No es, por tanto, que la distinción no tenga ninguna utilidad, en ciertos ámbitos. En todo caso, es una dualidad que debe ser “construida”, justificada. A nivel metafísico, no solo no puede ser dada por supuesta, sino que debe ser rechazada, para dejar lugar a una consideración más límpida de qué es el Lenguaje, y de su relación con la Realidad.

No sé cuánta participación de la providencia hay en que la primera proposición de, precisamente, el Tractatus no sea la que cité más arriba (y que expresa claramente la via modernorum) sino esta otra:

Die Welt ist alles, was der Fall ist. (Tractatus, 1)
En la edición de J. Muñoz e I. Reguera se traduce como “el mundo es todo lo que es el caso”. Creo que podemos entender esto (fuese la intención de Wittgenstein o no) de una forma más fundamental que Tractatus 1.1, “la totalidad de los hechos, no de las cosas”. Lo que “es el caso” es aquello a que se refiere cualquier expresión lingüística, por ejemplo, el “es” de la diosa. Que es, significa, simplemente, que es el caso. ¿”Que es el caso” que qué? Que nada más, que es el caso que es el caso, es decir, que hay, que hay realidad, que hay ser, y no, más bien (o más mal) nada.