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sábado, 4 de agosto de 2012

Justicia e interés (fragmentos de Diálogos de Filosofía)


Continuación del cuarto diálogo de Diálogos de Filosofía, en el punto en que se quedó en la entrada anterior. Un socrático Maestro interroga a una kantiana Andrea:

M.–Pues allá voy, con el cuchillo lo más afilado que pueda. Pero lo que quiero aclarar de momento es una cuestión muy vieja, aunque en los últimos siglos ha vuelto a estar de moda, como sabes. Me refiero a algo que se discute en un pequeño diálogo de Platón (o algún imitador suyo), el titulado Minos, y es lo siguiente: ¿no dicen algunos expertos en leyes que la ley es solo la ley escrita?
Andrea.–Eso puede malentenderse. Lo que dicen algunos, la mayoría de los modernos estudiosos de jurisprudencia (por lo menos hasta hace algún tiempo, y yo creo que sigue siendo opinión muy extendida entre ellos), es que la mejor manera de estudiar el derecho, y la moral también, es recurriendo a los hechos, o sea, a las instituciones de la ley y principalmente las leyes escritas, si las hay. Igual que, pongamos por caso, la mejor manera de hacer psicología es observar la conducta, puesto que el alma, si existe, no parece observable directamente.
M.–Quieren decir que es una estrategia científica...
Andrea.–Sí, un método.
M.–¿Y en qué sentido no debe entenderse que la ley es lo escrito?
Andrea.–Para mí, al menos, en el sentido en que no se puede decir que un texto escrito obligue a nadie a algo.
M.–Claro, porque es absurdo decir que hay que cumplir una norma porque está escrita en un papel o firmada por no sé quién.
Andrea.–Eso es. Aunque no te niego que hay quienes creen que no hay otro sitio a donde acudir. Creo que habría que distinguir dos discusiones.Una es la de si la mejor manera de conocer la ley es recurrir a los hechos o no. Y otro asunto, mucho más lioso, es si existe siquiera algo parecido a una ley, es decir, a una verdadera obligación. Porque una cosa es decir que los hombres suelen hacer tal o cual cosa, o que en el código legal se dice que se debe actuar así, y otra muy diferente, decir que deben hacerlo. O sea, no hay que confundir lo que es describir y estudiar las leyes que existen, con establecerlas o prescribirlas.
Lo primero puede hacerlo el científico, lo segundo solo puede hacerlo quien tenga autoridad. Ya digo que hay quienes piensan que no hay más ley que la escrita o proclamada de alguna forma, pero eso, como hemos hablado otras veces, lleva a absurdos. Por ejemplo, cuando se cambia la ley principal (una constitución) porque se la considera injusta, no solo se estaría cometiendo injusticia, por incumplir la ley, sino cayendo en un absurdo, porque no habría forma de decir que la ley establecida es injusta. Pero ¿por qué va a ser justa la que decidió no sé quien, que, además, lo hizo sin respetar la anterior?
M.–Recuerdo que un alumno mío escribió, en un ejercicio, que Sócrates había sido ajusticiado injustamente.
Andrea.–Eso es, eso tiene sentido si con “injustamente” te refieres a la norma más universal de justicia. Cuando tu querido Sócrates, en su defensa, aconseja a los jueces que no se dejen convencer por sentimientos, y les advierte de que no cometerá una indignidad, como traer implorando a su mujer y sus hijos, ni aunque se la pidan los propios jueces, se pone por encima de estos, los está juzgando. Y, como sabes, a mí no me tienes que convencer, porque yo creo que lo que hace justa a la Ley es que esté escrita en la Conciencia. Lo escrito en papel es solo la plasmación de eso.
A.–Andrea, no veo por qué si la Ley está en la Conciencia tiene más poder para obligar que si está escrita en un papel.
Andrea.–Cuando digo Conciencia quiero decir Voluntad. Solo la Voluntad obliga y puede ser obligada, ¿no crees? Me refiero a obligada para un ser libre, no como decimos que una piedra cae obligatoriamente: esto es una metáfora.
A.–Te entiendo.
M.–De acuerdo, Andrea. Pero eso, según lo veo yo y ya te he dicho otras veces, tampoco está libre de problemas. Por ejemplo, y para empezar: ¿de qué conciencia y voluntad estás hablando? No creo que hables de la conciencia de cada uno, de cada individuo, porque tampoco creo que pienses que coincidan todos, ni que, en caso contrario, valga cualquier opinión.
Andrea.–Bueno, hay ciertas normas muy básicas en que coinciden todas las personas, como decía Beatriz con lo del arte, pero en este caso...
M.–... no pueden no coincidir...
Andrea.–... salvo que sean irracionales, es decir, que no sean personas.
M.–Muy bien. Entonces dices que podemos juzgar, todos y cada uno, las leyes de un estado o de una civilización, o incluso de toda la humanidad habida hasta ahora.
Andrea.–Veo que me voy metiendo en donde no sé salir, pero sí, diré eso.
M.–Eres muy valiente, y con sensatez.
Andrea.–De todas formas, es conveniente distinguir entre ley moral y ley política. La ley política debes cumplirla.
M.–¿Cuando entre en conflicto con tu conciencia y tu razón?
Andrea.–Hay razones para cumplir la ley política, incluso cuando entre en conflicto con tu conciencia, al menos hasta cierto límite.
M.–¿Razones morales, o políticas?
Andrea.–Razones morales, es verdad.
M.–Al fin y al cabo, ¿las leyes políticas son algo más que la institucionalización de leyes morales comúnmente aceptadas?
Andrea.–No termino de estar de acuerdo con eso. Pero acepto que, si hubiese conflicto, y en último extremo, hay que sacrificar la ley política a la ley moral.
M.–Luego solo por motivos morales hay que cumplir las normas, no por miedo a los hombres ni a los dioses. Eso creo yo que es lo que muestra el diálogo llamado Critón, en el que Sócrates, pocos días antes de su ajusticiamiento injusto, convence a su amigo de que no es lícito (y quiere decir lícito en general, sin distinguir entre moral y política), huir de la Ley, por injusta que parezca. Mucho tiempo me trajo a mal traer este diálogo, y aún me trae. Desde luego, como dice Sócrates con toda su sorna, el amigo no debería lamentar tanto que te condenen injustamente como si la condena fuese merecida. Pero ¿por qué no huir cuando para uno es manifiesto que la ley que lo condena es injusta? Ahora creo comprenderlo. Si es una ley moral no hacer fuerza a nadie, ni devolver mal por mal, ni incumplir las promesas, ni mentir y destruir la amistad... Pero no me parece tan sencillo. En fin, digamos que hay una ley que nos obliga a respetar las leyes.
Andrea.–Sabes hacer un chiste de todo. Pero sí, es lógico que la primera ley se establezca a sí misma ¿no?
M.–Y la Ley no acepta condiciones.
Andrea.–Desde luego, eso es la esencia de la Ley.
M.–Supongamos que cumplir la Ley nos obliga a sacrificar toda vida en la tierra.
Andrea.–Hágase justicia y perezca el mundo. Porque, te pregunto yo, supón que mediante una mentira puedes salvar tu vida, o incluso la de todos. ¿Crees que merece la pena seguir vivo?
M.–No se puede, pues, preguntar para qué sirve la Ley.
Andrea.–No. La Justicia es un fin en sí misma. El único fin, incluso.
Beatriz.–Eso es una buena ley para esclavos.
Andrea.–No, precisamente es la única ley libre, porque no se somete a nada.
Beatriz.–Sí, puede que la propia Ley de la que hablas sea libre, ella, pero los que están sujetos a ella no lo son en absoluto, sus intereses no cuentan.
Andrea.–Bueno, aunque estoy dando a entender todo el rato que la Ley es lo contrario al Interés (como decías tú del arte), para hablar correctamente y no dar lugar a malentendidos sería mejor decir que la Ley sí responde a un interés, al interés propio de un ser moral. Podría decirse que en el conflicto de intereses entre lo particular por un lado, y lo racional y universal, por otro, un ser racional elegirá, claro está, lo segundo. Elegirá la dignidad a la felicidad, incluso a la vida. Es tan obligatorio para una persona respetar la justicia como lo es respetar la lógica, si es que es racional y se comporta como tal.
M.–Bueno. Y dejando aparte, por ahora, el asunto de quiénes tienen acceso a esa conciencia y qué pasa con los que no son capaces de verlo, ¿qué es lo que hay en la Conciencia moral de las personas?
Andrea.–Creo que cualquiera que piense sin prejuicios lo sabe desde niño. Todo el mundo sabe que debe respetar la Ley, sin atender a sus intereses privados, y que la principal ley es la Igualdad. Dos personas no pueden ser tratadas de forma distinta en la misma situación, por ningún motivo. Todas las personas son iguales, y tienen los mismos derechos y deberes.
M.–¿Y qué dice, más concretamente, esa ley?
Andrea.–Una ley así no prescribe cosas particulares. Es, como dicen algunos, la forma de las demás leyes. Como en la lógica. ¿Qué conocimientos concretos puedes deducir de los principios lógicos? Ninguno, pero todas tus creencias deben respetar la lógica.
M.–De acuerdo. ¿Y no está también, en la conciencia de todos, el principio de que hay que buscar la Felicidad?
Andrea.–No es lo mismo. La búsqueda de la Felicidad no me parece justificable, al menos si entra en conflicto con el respeto de lo Justo, porque lo Justo es algo universal, pero la Felicidad es algo subjetivo.
M.–Me parece bien que compares la Moral con el Conocimiento, pero comparémoslos del todo. En el Conocimiento hay una ley muy general que dice que no hay que contradecirse. Es, como has dicho, una condición que todo conocimiento debe cumplir, pero que al parecer no nos dice ni puede decirnos nada concreto. Pero, además, hay otro principio que dice que hay que explicar los hechos, lo que vemos. Estos hechos ¿entran en conflicto con la lógica, o más bien la complementan y le dan contenido? Aquí hay disparidad de opiniones. Y lo mismo veo yo en el tema de lo Bueno y lo Justo. Los que hacen depender toda justicia de los sentimientos de Placer y Felicidad se parecen a los que, en el asunto del Conocimiento, quieren sacarlo todo de la Experiencia. Como he discutido otras veces contigo, y también contigo estos días, parece imposible conseguir así conocimiento alguno.
Andrea.–En esto estoy totalmente de acuerdo contigo. No habría ley alguna si dependiese de lo que a uno le apetezca en cada momento.
M.–Pero los otros, los que decís que la Justicia no tiene nada que ver con los gustos, ¿no os parecéis a los que, en el Conocimiento, dicen que la Lógica es autosuficiente? Os veis obligados a negar todo valor a cualquier deseo de felicidad, y esto es muy extraño. Por eso otros creen que debemos hacer una especie de mezcla (aunque no sea a partes iguales) de Razón y Sensación, o, en nuestro asunto, de lo Justo y lo Feliz.
Andrea.–Tal vez. Lo que no puede aceptarse es que los gustos o el deseo de felicidad contradigan a los principios justos, que son los mismos para todos.
M.–Está bien. Pero, que una misma norma se concrete de formas diferentes, no hace que pierda su unidad, ¿no? Más bien, al contrario. Precisamente si exigimos a todos lo mismo, sin tener en cuenta su caso, estaremos aplicando desigualmente la Ley, y entonces la Justicia será injusta.
Andrea.–Eso no contradice lo que digo. Lo que no puede ser es que no compartan todos el mismo principio, la igualdad ante la Ley. En las mismas circunstancias, dos personas deben tener que actuar igual. Por supuesto, hay que tener en cuenta todas las circunstancias.
M.–Vamos a ver, entonces, algo que quedó pendiente: ¿no forma parte de las circunstancias que una persona no tenga educación moral, o que disfrute con lo que otros consideramos feo e indigno?
Andrea.–Creo, como dije antes, que cualquier persona, por inculta que sea, sabe bien que es injusto tratar de forma desigual a otro, igual que sabe razonar con lógica, o más aún.
M.–Supongamos, sin embargo, que alguien parezca no comportarse de acuerdo con esa conciencia moral que todos compartimos. ¿Qué debe hacer, y qué debe hacerse con él?
Andrea.–Debe cumplir la Ley y obligársele a que la cumpla. Siempre, repito otra vez, que no sea un enajenado, o un animal o un objeto.
M.–Luego, si es persona, tendrá que obedecer, por la fuerza.
Andrea.–Por la fuerza de la Ley.
M.–¿Crees que es posible obedecer a la fuerza?
Beatriz.–No sé si es posible, pero sucede a todas horas.
M.–Pues yo creo que es imposible. Pero suponiendo que, como dices, ocurra y que incluso sea posible, ¿crees, Andrea, que es justo obedecer y hacer obedecer a la fuerza?
Andrea.–Claro que es justo, aunque, desde luego, sea preferible que se actúe por conciencia, libremente.
M.–¿Y eso es así tanto en la política como en la moral, en las dos se da el uso de la fuerza, y de forma justa o correcta?
Andrea.–En las dos, creo yo, porque aunque en la política la fuerza, lo que se llama coerción, es más evidente, en la moral existe una especie de coerción propia, como los sentimientos de arrepentimiento o autoestima, castigo y premio mucho más duros que los externos, aunque también hay castigos y premios éticos externos, como el desprecio
o la admiración de los demás.
M.–Así que es justo obedecer a la fuerza.
Andrea.–Así es.
M.–Pero entonces ¿por qué objetabas tú a Beatriz que ponga como criterio de su vida el placer?
Andrea.–¿Por qué dices eso? Te he oído a veces esta objeción, pero no termino de grabarla en mi mente.
M.–Cuando decimos que la Ley obligará por la fuerza si es preciso, ¿no nos referimos al daño con que se amenaza a uno, o el premio que se le promete?
Andrea.–Sí.
M.–Pero reconocerás, creo, que este recurso solo funciona si uno quiere, a toda costa, evitar el dolor o recibir la recompensa que prevé. ¿Y no actúa entonces de manera inmoral y esclava, según tú, ya que cumple la Ley solo por el miedo, o en el mejor de los casos (aunque a esto se recurre mucho menos en política) por la esperanza del premio, en lugar de por respeto a la Justicia?
Andrea.–Sí, él actúa inmoralmente…
M.–Pero todos salimos beneficiados. Tenemos así el milagro del egoísmo inteligente, o inteligentísimo. Y la cosa está tan bien hecha, por la naturaleza misma, que la mejor forma de ser egoísta es ser altruista, así que todos salimos ganando en este valle de lágrimas. La mayor virtud nace de la suma de los pequeños vicios privados, como el espacio se forma con la suma de ceros.
Andrea.–Aunque lo dices en tono de burla, estás describiendo lo que muchos consideran la esencia misma de la Política.

martes, 31 de julio de 2012

Ética y estética (fragmentos de Diálogos de Filosofía)


Continuación del fragmento del cuarto de los Diálogos de Filosofía, De la vida buena, que empecé copiando aquí en la entrada anterior. Andrea, la adalid de la vida política (la “guardiana” en términos platónicos) empieza su defensa de las consideraciones éticas sobre las estéticas. En este pasaje figura mi interpretación, totalmente original (al menos en cuanto yo sé) de Los persas de Esquilo:


Andrea.–Pues yo conozco una explicación que me parece indudable. Tú has dicho que el arte es el lugar de la libertad, pero eso es dudoso. Yo diría más bien que el arte busca la auténtica libertad, y que nos produce verdadero y profundo placer cuando la descubre y nos la muestra. Pero la libertad muchas veces va unida precisamente al dolor. Somos capaces de sacrificar nuestro bienestar por la justicia y la dignidad. Eso es lo que expresa la tragedia. Pero entonces, cuando sufrimos por la libertad, sentimos un placer superior. Y es un placer que nace precisamente de nuestra responsabilidad. Por eso no es un placer como el de la comida o cualquier otro que nazca de la necesidad.
A.–Suena muy… grandioso.
Beatriz.–Y edificante…
Andrea.–Os pongo un ejemplo, para explicarme mejor. La primera tragedia, la más antigua que se conserva es, por lo visto, Los Persas, de Esquilo. Recordaréis, si la habéis leído, que cuenta cómo la casa real de Persia, representada por el coro de nobles ancianos y la reina madre, espera las noticias de la campaña militar de Jerjes contra los griegos. La noble madre está angustiada porque no sabe de su hijo, y los presagios de sus sueños no son nada buenos. Después, sus peores temores se confirman. Ha sido un desastre, los griegos han aniquilado a casi todo el ejército de varones persas, y a Jerjes lo traen moribundo. Entonces se desencadena el llanto y la reina llora como solo llora una madre. Por si fuera poco, ella sabe que su hijo ha muerto por su propia soberbia. La sombra de Darío, padre de Jerjes, se aparece para sancionar lo que ha pasado. Esta tragedia es excepcional. No trata de un tema mítico, sino real (el propio Esquilo, creo, participó en esa guerra contra los persas, unos cuantos años antes de escribirla). ¿Por qué escribió esta tragedia? ¿Quién es el héroe? Desde que la leí me pareció extraño que Esquilo pusiese a los espectadores atenienses ante esas circunstancias. ¿Qué puede sentir un griego viendo esto? Parece que una interpretación corriente es que se trata de una especie de celebración de la victoria ateniense, y un encomio de Atenas y su democracia. Pero a mí me parece muy feo e impropio de griegos celebrar una victoria recordando el dolor de los enemigos.
Beatriz.–No te hagas muchas ilusiones con los pueblos civilizados.
A.–¿Y qué otras interpretaciones hay?
Andrea.–Por lo que yo sé, algunos creen que Esquilo quiere avisar a sus compatriotas contra el gran pecado para un griego, la soberbia. Estaría diciendo: cuidado, aprendamos en su desgracia.
A.–Bueno, eso ya le da sentido.
Andrea.–Me sigue pareciendo poco elegante. Creo que esa obra tiene una intención diferente, mucho más elevada. ¿Queréis saber lo que pienso? Creo que Esquilo quiso poner a sus espectadores en un estado de lucha interior: a la vez que, como griegos, debían alegrarse por la victoria propia y, por tanto, indirectamente por el dolor del otro, a la vez, digo, tenían que dolerse, como personas, del sufrimiento de sus enemigos. ¿No os parece que es una situación incómoda? ¿Somos griegos, o personas? El que sufre ¿es un ser humano o un persa?
M.–Los historiadores te dirán que tu interpretación es imposible, que un griego no tenía esa idea de persona universal. Pero si tú no haces caso a eso, te felicito.
Andrea.–No sé mucho de historia, pero creo que de alguna manera los griegos tenían esa idea. Supongamos que sea así. Imaginaos a los espectadores americanos, tras la guerra, viendo en el cine cómo lloran las madres alemanas. La musa de Esquilo sería aquí más irónica de lo que han sido capaces de ver los más. Se puede decir que Esquilo traslada la tragedia desde el escenario hasta el espectador, que tiene que vencerse a sí mismo, al instintivo pero innoble placer de la venganza.
Beatriz.–Eso de que la tragedia se da en el espectador es siempre así.
Andrea.–Claro, pero esta vez lo es por partida doble, porque no solo sufrimos con el héroe, sino que quien tiene que ejercer de héroe es el espectador mismo. Él es su propio héroe. Lo que hace superiores a los griegos no es la victoria sobre los persas, sino esta batalla consigo mismos. De nada serviría vencer a los otros si no somos de otra forma. Un griego que no sintiese compasión por la madre de Jerjes y los ancianos persas, es decir, por sus propios enemigos pero a la vez sus iguales, no es un auténtico griego, ni siquiera un bárbaro, sino un auténtico bárbaro, digno de lástima incluso para un bárbaro.
Beatriz.–¿Lo ves?
Andrea.–¿Qué?
Beatriz.–Eso que dices es bello aunque no sea así, aunque ni siquiera lo supiese Esquilo. Casi diría que...
Andrea.–¿Que debería ser así?
Beatriz.–Sí.
Andrea.–¿Ves? Eso es lo que quería decir yo.
A.–¿Qué?
Andrea.–Ha dicho, y le ha salido del alma, que si eso es bello debería ser así, es decir, que es bueno ¿no?
Beatriz.–Seguramente.
Andrea.–Pero, ¿por qué te ha parecido bello, sino porque es bueno? Lo que admiras ahí es la grandeza moral y política de Esquilo y de los griegos. Sin esa grandeza no puede hacerse tragedias griegas. La armonía del arte ático, frente a la rigidez del persa, egipcio, o babilónico, es solo expresión de la armonía del alma griega. Y eso es la política, igualdad y armonía. Esquilo educó a los griegos, o, más bien, Esquilo expresaba lo mejor que había en los griegos, aunque quizá él, como artista, actuaba sin pensar, por inspiración.
A.–Se me ocurre una duda, Andrea. ¿Cómo puedes explicar que haya gente a la que le guste cierto arte que no tiene nada de heroico, como esas novelas que cuentan lo más bajo del hombre, sin esperanza ni nobleza alguna, todo ese arte que se recrea en el mal?
Andrea.–La verdad es que yo tampoco soy experta en estos asuntos, y no sé bien qué contestarte. Al menos te diré una cosa: no creo que alguien, salvo que esté enfermo, pueda hacer arte si cree sinceramente que todo es feo sin remedio.
M.–Como insinuó Antonio Machado, el que desespera, espera.
Andrea.–Entonces yo pienso que lo que buscamos (y aquí va mi receta para una vida, no sé si buena, pero por lo menos digna), lo que queremos de verdad, es la verdadera libertad, pero esta no es nada sin la justicia, ni es nada más que eso, justicia. No hay felicidad digna de respeto si va contra lo justo. Por eso, una obra de arte que no es buena moralmente, carece de valor, y se puede decir que es de mal gusto. Si además perjudica, es decir, solo crea injusticia y opresión, no se puede consentir. Y por eso entiendo que Platón, con todo el dolor de quien es muy sensible a la belleza, estuviese dispuesto a expulsar del Estado al artista mal educador. Los regímenes más tiránicos han utilizado el arte en su propaganda. Si no se puede distinguir por el gusto al arte justo del que no lo es, y lo perjudicial puede resultarle al paladar tan agradable como lo beneficioso, tendrá que ser otro quien decida qué es buen arte y qué no.
Beatriz.–Pero no bueno como arte, sino como moral…
Andrea.–Pero ¿cómo puede ser bonito lo injusto?
A.–La verdad es que esto siempre me deja pasmado. ¿Cómo puede la misma forma artística servir igual para un estado libre que para uno tiránico, tal como los músicos usaban a veces la misma melodía para una obra religiosa y para otra cómica? ¿Cómo pueden parecerse tanto los himnos enemigos?
M.–Quizá los que se parecen son los propios enemigos… Aunque Platón, desde luego, no cree que el criterio del arte sea el gusto. El arte, dice, imita las maneras de comportarse, las costumbres, y nos gusta ver imitadas las nuestras. Pero como no todos sabemos comportarnos correctamente, y tenemos el gusto corrompido, no puede dejarse en manos de los poetas la educación y la diversión. No cualquier placer es criterio, sino solo el placer que sienten los mejores. Por eso en la educación, dice, solo se admitirá al poeta que diga que no hay Hades malo. Es lo que dices tú ¿no, Andrea?
Andrea.– Sí, aunque no me refiero a ese tipo de consuelos. Volviendo a ti, Beatriz, no creo que puedas hablar de la libertad del arte sin darte cuenta de que la libertad es una idea moral y política. Si el arte es y debe ser libertad, lo malo e injusto debe ser feo. Nada hay más valioso que el respeto a las personas, empezando o terminando por uno mismo. Todas las demás labores del hombre deben estar al servicio de eso. Así entiendo yo, repito, qué es una vida buena, es decir, digna. Pero para eso no hace falta dedicarse a la política como profesión, basta con vivir justamente. Si no se consigue así la felicidad, al menos uno se la merece, como decía Kant. A diferencia de ti, yo sí desearía que todos lo practicasen, es más, creo que todos deben hacerlo. Y así se ha creído siempre en todas partes, porque mientras que a nadie se le obliga a dedicarse al arte ni a apreciarlo, a todos se les obliga a respetar
la ley.
M.–Ojala los que se dedican a la política lo hubiesen pensado la mitad de tiempo y sacado al menos la mitad de fruto que tú. Solo porque te conozco de hace tiempo no me sorprende lo meditadas y claras que tienes las cosas.
A.–Dile como le dijiste a Beatriz, que si alguna vez pierde la habilidad para lo que hace ahora, siempre le quedará la filosofía.
M.–Se lo digo.
Andrea.–La filosofía, y el conocimiento en general, es un auxiliar imprescindible para un buen político. Aunque también se ha dado a menudo el filósofo que, como hacía con la amistad el molinero aquel, habla entusiasmado de la justicia pero no tiene el valor de practicarla. Pero si entendemos por la mejor filosofía o sabiduría la filosofía práctica, eso es lo mismo que la política. Ahora bien, esta sabiduría no necesita ninguna cultura ni maestro, la tiene el más pobre chatarrero. Y esto es parte de su grandeza.
M.–Bueno, creo que nos ha quedado muy claro. Según tú lo más importante es la Justicia y la Ley... ¿o no son lo mismo?
Andrea.–Sí, en un sentido profundo, son lo mismo. Y ahora ya sé lo que me espera, porque esta conversación la hemos tenido otras veces. Pero me dejo despellejar, para que ellos, que nunca nos han oído discutirlo, puedan opinar.