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martes, 15 de enero de 2013

El problema metafísico de la consciencia. Por qué no somos máquinas, y por qué somos seres sobrenaturales


La Libertad, es decir, el hecho de que nuestros actos (no nuestros movimientos, que son su aspecto o correlato material, como el plástico del CD o la partitura lo son de la música) están causados por nuestras deliberaciones acerca de lo correcto y lo deseable, es irreducible a naturaleza físico-mecánica, es además imprescindible para explicar no solo aspectos esenciales de nuestra realidad sino también la propia actividad filosófica que consiste en negarla, y no es ni puede ser incompatible con nuestras hipótesis científico-naturales si no se malentienden estas o la propia libertad. No hay razones para la “esperanza” de que se la pueda echar al saco de las entidades ilusorias como se hizo con la generación espontánea. Más en general, cualquier actividad mental que implique, al menos, la racionalidad o alguna forma de normatividad o validez, de universalidad y necesidad (o sea, toda actividad, bien entendida), es intrínsecamente irreducible a meros hechos naturales mecánicos. El caso paradigmático es, quizás, la actividad más puramente teórica, la matemática por ejemplo: la matemática no puede describirse como un cúmulo de hechos neuronales.

O, dirá Penrose, sería inteligible como una actividad cerebral solo si podemos llegar a comprender a esta de una manera muy distinta a la forma en la que la entendemos hasta ahora. Voy en esta entrada a recordar y comentar el argumento que este gran matemático y buen filósofo “platónico” ofrece, sobre todo en la primera parte de Las sombras de la mente (Crítica, Barcelona, 2007 –el original es de 1994-), para rechazar cierta forma típica de reduccionismo que podemos llamar “funcionalismo”, o “Inteligencia Artificial fuerte”, y que es una versión moderna del mecanicismo aplicado a lo mental (del homme machine).

Acerca de la naturaleza de la mente (o, más bien, como él señala, de la consciencia y la inteligencia, en el sentido de “conocimiento” y capacidad de “comprender”) Penrose rechaza tanto la tesis de la Inteligencia Artificial fuerte (I. A.), según la cual la consciencia es el aspecto funcional del cerebro, siendo este una máquina (una entidad enteramente computacional y computable, o algorítmica) y, por tanto, replicable en principio mediante un ordenador; como la posición de la Inteligencia Artificial débil (representada sobre todo por J. Searle), según la cual, aunque todo lo que hace un ser inteligente podría simularse mediante una máquina, esa simulación no conllevaría necesariamente la conciencia, pues una máquina puede ser completamente inconsciente de lo que “hace” cuando “simula” a un ser inteligente; como el “misticismo” (la postura filosófica de Gödel), según el cual la mente es intrínsecamente inasequible para la ciencia porque no es algorítmica.

Contra la posición de Searle, Penrose argumenta (correctamente, a mi juicio) que es una posición poco o nada contrastable. Al fin y al cabo, la única mente que podemos observar es la nuestra propia. Y, si podemos inferir por analogía con nuestra conducta la existencia de mente asociada a los cuerpos de otras personas, ¿por qué no inferirla para todos los cuerpos que se comporten indistinguiblemente igual (en lo esencial) que yo? (Luego veremos que esto no es tan claro y que la postura de Searle no es tan débil como parece, aunque por razones distintas a las que maneja él).

Contra el “misticismo”, Penrose piensa que es preferible apostar por que la ciencia pueda llegar a explicar las “sombras de la mente” aunque para ello haya que “estirar” algo la noción de ciencia, porque fuera de la ciencia no hay nada prometedor. Diré algo sobre esto, más abajo.

Pero la posición contra la que Penrose está más interesado en luchar, tanto por ser la más relevante y contrastable, como por ser quizás la más seductora para un espíritu científico medio, es la teoría reduccionista mecanicista de la I. A. La línea general del argumento principal (y en cierto modo único) de Penrose contra ese mecanicismo moderno, aplicado a la consciencia, es la siguiente:

a) Los teoremas de tipo Gödel-Turing prueban que un sistema formal suficientemente complejo como para contener la serie infinita más simple (la de los números naturales) no es computable, y, por tanto, la matemática no es reducible a un algoritmo.
b) Ahora bien, nosotros somos capaces de entender esas proposiciones que no se pueden reducir a un algoritmo (por ejemplo, entendemos los números naturales y que son una serie infinita);
c) Todas las teorías físicas que conocemos, y cuantas sean cualitativamente similares, son computables (salvo en que incluyen reductos al parecer intrínsecamente aleatorios, lo que no supone, sin embargo, ninguna esperanza para comprender la racionalidad matemática –como no lo suponía para salvar la libertad-)
luego…

¿Luego qué? ¿Qué se deduce de aquí?

Gödel mismo deducía que nuestra inteligencia no puede ser una entidad natural o física, sino que es esencialmente irreducible al cerebro, es decir, a una máquina computacional (puesto que Gödel pensaba que la ciencia natural es y será siempre algorítmica, y no puede ser de otro modo). A esto, decía, Penrose lo califica de misticismo, y le parece una solución desesperada.

Turing, en cambio, dando por evidente que la mente no puede existir  independientemente del cerebro (lo que Gödel calificaba como “prejuicio de nuestra época”), pero aceptando, como Gödel, que la naturaleza y con ella toda ciencia natural es algorítmica, se veía abocado a sostener que el proceso por el que entendemos proposiciones matemáticas verdaderas no computables, tiene que ser un proceso él mismo computable (un proceso en el cerebro) que, por tanto, no es aquel mediante el que creemos que comprendemos la matemática, sino que es para nosotros inconsciente. Penrose considera esta opción más implausible si cabe que el misticismo, y hasta inconsistente. Dedica toda la primera parte del libro a argumentarlo.

Su propia posición es que la mente debe ser asequible a la ciencia y que, de hecho, está estrechamente relacionada con el cerebro, pero que este tiene que poder ser descrito mediante una teoría no-computacional, pues la consciencia no es reducible a algoritmo. Este asunto lo aborda en la parte constructiva y física del libro, la segunda. Aquí me fijaré en la primera, en la argumentación contra el carácter algorítmico de la inteligencia.

Recordémosla otra vez, antes de discutir el contraargumento principal. Penrose da por sentada la corrección de los teoremas tipo Gödel-Turing (que expone, por cierto, en una versión bastante comprensible). Esos teoremas demuestran que, así como los números reales (según probó Cantor mediante el método de diagonalización) tienen una cardinalidad mayor a la de los naturales (transfinita), así, y por un argumento análogo, resulta que las proposiciones matemáticas más simples y obvias para cualquier ser inteligente (como que hay números naturales, y en una cantidad infinita) no se pueden reducir a un proceso algorítmico o computable. Dado que las teorías científicas actuales, incluidas las (mal)llamadas teorías del caos, son todas computables (salvo en aquellos puntos en que son aleatorias), no es posible que la inteligencia sea algorítmica o computable. Esto debería desmontar las pretensiones de quienes piensan que la inteligencia puede ser descrita como una máquina (por ejemplo, estudiando el cerebro más exhaustivamente pero con las herramientas conceptuales –algorítmicas- que ya conocemos). También parece hacer imposible la pretensión de construir máquinas inteligentes, es decir, capaces de comprender realmente la matemática, ya que la manera de construir esas máquinas sería implementar en ellas algún algoritmo (“de arriba-abajo”) que las capacitase para comprender la matemática (incluidas las verdades no-computables) como podemos comprenderlas nosotros, y eso es una contradicción, pues tal algoritmo no existe.

Penrose se entrega durante unas páginas a contestar a posibles réplicas menores a este argumento, unas más interesantes que otras, y las soluciona correctamente, a mi parecer. Pero el principal contraargumento general de los defensores del carácter computacional de inteligencia, y al que Penrose dedica el mayor espacio de la primera parte del libro, es el siguiente (ya mencionado como la posición de Turing):

es posible que la forma en que nosotros comprendemos la matemática (incluidas las proposiciones matemáticas no computables) sea, de todos modos, mediante un algoritmo finito del que no somos conscientes, pero que es el algoritmo con el que funciona nuestro cerebro, y que podríamos quizás incluso descubrir empíricamente.

Según Penrose esto es altamente implausible, si no inconsistente. Suponiendo que fuera posible, tendríamos al menos lo siguiente:

Lo primero, y muy chocante o paradójico, es que resultaría que los matemáticos no creen lo que creen por lo que ellos creen que lo creen (por la cadena de axiomas, teoremas, etc., que se representan conscientemente) sino por un proceso inconsciente (¿freudianoide?). Es decir, literalmente no sabemos lo que estamos “haciendo” cuando hacemos matemáticas (o pensando en general). Lo que creemos hacer (al seguir cadenas de razonamientos, o aceptar axiomas intuitivamente, o, sencillamente, entender que todo número natural tiene un posterior) sería solo un epifenómeno de la verdadera “razón” (¿o “causa”?)  por la que creemos lo que creemos. Parece muy paradójico que la más pura e inteligente de las ciencias, se lleve a cabo mediante un procedimiento del que el matemático no es consciente (y que incluso es inconsistente con él). Los matemáticos no creen estar operando así, sino de una manera muy consciente. Resultaría que la propia consciencia es un epifenómeno (como quieren los filósofos de la sospecha). Pero, ¿podría ser cierto eso?

Ese algoritmo inconsciente “por medio del cual” el cerebro del matemático “comprendería” los teoremas que el matemático cree verdaderos, debería, si no quiere entrar en contradicción con el resultado de Gödel, ser un algoritmo, además, completamente incognoscible para siempre y por principio (si es que eso tiene sentido), al menos si era un algoritmo correcto, es decir, adecuado (lógico-matemáticamente) para concluir en la creencia en la que concluye. Porque si fuese un algoritmo cognoscible y correcto, entonces haría falsa la conclusión de Gödel de que no hay un procedimiento matemático finito para comprender los números naturales.

¿Podría, aquel algoritmo inconsciente “por el que” “comprendemos” la matemática, ser acaso un algoritmo incorrecto o inválido? En ese caso no estaría sujeto a la imposibilidad de Gödel (pues la prueba de Gödel solo dice que no existe un procedimiento computable correcto para la matemática) pero estaría sujeto a algo peor: si el procedimiento por el que el cerebro alcanza las verdades matemáticas no necesita ser correcto, entonces no puede, lógicamente (epistémicamente), discriminar la verdad del error. “Verdad” y “error” serían epifenómenos que, al nivel del algoritmo del cerebro carecerían de sentido. Pero ¿tiene sentido una concepción científica para la cual, correcto e incorrecto, verdadero y falso, son meros epifenómenos o ficciones a las que les subyace una “operación” no evaluable como correcta?

De ser posible, pues, el algoritmo “con el que” “alcanzamos” “verdades” matemáticas, debería ser o intrínsecamente incognoscible o no-correcto. A lo sumo, la conjetura de que existe un algoritmo válido por el que llegamos a “comprender” lo que prohíbe Gödel, sería una conjetura intrínsecamente indemostrable, si es que no es directamente inconsistente. ¿Es aceptable la conjetura de que existe un algoritmo intrínsecamente incognoscible, que nos conduce a “comprender” teoremas? Incluso si eso fuese admisible, la tesis computacional de la inteligencia perdería todo su atractivo: nunca podríamos encontrar el algoritmo por el que funciona. Y ya no sería posible nunca fabricar un robot inteligente instalándole el algoritmo de nuestra inteligencia.

¿Qué explicación proveería, entonces, la ciencia acerca de la inteligencia? ¿Cómo podría haberse originado esta? No de manera natural (de acuerdo, por ejemplo, con las teorías biológicas: evolucionismo, etc.) Toda la teoría evolutiva, como toda teoría biológica, química, o física, es computacional. Los reductos de aleatoriedad de la mecánica cuántica tampoco son una salida para explicar algo, salvo mandándolo a la oscuridad. No importa, tampoco, cuán complejo o cuán “caótico” (es decir, sensible a condiciones iniciales) nos imaginemos el entorno. Si la mente es explicable computacionalmente, tiene que serlo desde su origen. El origen de la mente, como un algoritmo incognoscible por la ciencia, sería algo así como un milagro, como el origen divino. Toda descripción computacional cognoscible violaría la conclusión de Gödel. Y si, para escapar a esto, estuviésemos dispuestos a aceptar algo no algorítmico en el entorno, ¿por qué no aceptarlo en el propio cerebro?

“Pero, se dirá, ¿es que no podemos, entonces, fabricar robots que simulen perfectamente nuestra conducta inteligente? Eso parece inaceptable, viendo que cada vez hay más máquinas que simulan perfectamente y hasta superan lo que consideramos habilidades propias de la inteligencia”. Aquí hay un malentendido fundamental (o uno de los aspectos del malentendido fundamental). Sí, podemos y podremos fabricar robots que simulen con cualquier grado de precisión las habilidades inteligentes, pero eso es porque nosotros sabemos ya, ¡y no computacionalmente, según el teorema de Gödel!, qué proposiciones matemáticas son verdaderas o no y qué operaciones son correctas o no: es decir, somos nosotros quienes determinamos, de manera intuitiva, propiamente matemática, que esas proposiciones y operaciones son verdaderas o correctas. El robot no puede hacerlo: simplemente nos repite o simula, como un loro. Nosotros se las hemos transferido. Si hubiésemos fabricado un robot que “descubre” y “demuestra” teoremas matemáticos falsos, el algoritmo con el que lo fabricaríamos sería del mismo tipo que el algoritmo con el que fabricamos robots que encuentran la verdad. Sencillamente, ese algoritmo lo que hace es reproducir lo que nosotros sabemos, independientemente, que es verdadero.

Supongamos que fabricamos, con un algoritmo como el que podría describir el funcionamiento de nuestro cerebro, un robot capaz de ir incluso más allá de nosotros y comprender no solo esos teoremas que ya conocemos, sino otros prácticamente inasequibles para nosotros. Ese robot comprendería la prueba de Gödel de que no hay un algoritmo para llegar a verdades matemáticas tan simples como que hay infinitos números naturales. Por tanto, debería deducir que él no comprende mediante un algoritmo así. Sin embargo, la forma en que le hemos fabricado es mediante un algoritmo. Si él pudiera llegar a conocer el algoritmo con el que le hemos construido, haría falsa la prueba de Gödel, a no ser que ese algoritmo con el que le hemos fabricado no fuese “correcto”, es decir, que no fuese una justificación lógica de las conclusiones a las que llega el robots como creencias. Así pues, o bien el robot no comprende mediante el algoritmo con que le hemos fabricado (es decir, que no hemos fabricado su inteligencia, pues ni nosotros sabríamos computarla), o bien no comprende en absoluto.

Penrose se hace cargo de la sospecha que puede quedarnos acerca de si no estaremos abusando de la autorreferencia en esta argumentación. Porque el argumento de Penrose se parece al de la paradoja de Richard: “el número que no se puede definir con menos de veinticuatro sílabas” se puede definir con las veintitrés sílabas de la frase anterior. Obviamente, se trata de falta de rigor en la definición. Como dice Penrose, su argumento no implica más autorreferencia que la que implica el teorema de Gödel, al que se considera libre de un uso incorrecto de ella.

                                                         ****

Creo que la argumentación de Penrose prueba con gran claridad que la inteligencia no es mecánica, al menos si: a) definimos máquina mediante los conceptos de computabilidad y similares, b) aceptamos la corrección del teorema de Gödel y c) aceptamos que existen en matemáticas comprensiones como la de que los números naturales tienen una cardinalidad infinita. Penrose “solo” pretende y consigue demostrar que, si se quiere explicar de alguna manera desde la ciencia natural el fenómeno de la mente y la comprensión de las matemáticas, entonces la ciencia como la conocemos es radicalmente insuficiente. La glándula pineal tiene que ser no-mecánica, no-algorítmica… No creo en las glándulas pineales, por muy cuánticas que sean, pero cada vez me doy más cuenta (o eso creo) de que reírse de la glándula pineal es no haber entendido bien ni el problema al que pretende ofrecer una solución ni el carácter de la solución. Aunque también creo que confiar en que alguna glándula pineal salvará la distancia entre consciencia y naturaleza es no ser plenamente consciente de la radical heterogeneidad de ambos “mundos”.

Ninguna ciencia físico-química “explicará” ni reducirá nunca el carácter sobrenatural de la consciencia. La matemática solo se explica desde la matemática, y la ética desde la ética. Y me extraña que el propio Penrose no vea en su propia argumentación la razón: ningún cúmulo de fenómenos podrá suplir la normatividad. Porque, más allá de lo que Penrose pretenda, su argumento delata una vez más la falacia propia de todo reduccionismo “hacia abajo” (naturalista, mecanicista…), de sustituir un ámbito intencional-normativo que tiene sus criterios intrínsecos e irreducibles de validez, por una descripción fáctica de lo que ocurre simultáneamente en el soporte material de la consciencia que comprende. 

Penrose se extraña, con toda la razón, de que se pueda llamar comprensión y conocimiento a algo semejante a lo que “hace” (más bien, le pasa) al algoritmo con que pondríamos, conjeturalmente, describir el funcionamiento del cerebro. Aquí se está jugando con términos como “creer”, “comprender”, “demostrar”, “concluir”… Se está sustituyendo su verdadera naturaleza epistémica (que es el único ámbito donde tienen sentido porque es un ámbito de normatividad o validez, que permite discriminar entre correcto e incorrecto), por el correlato fáctico de lo que ocurre en la naturaleza. No es verdad que estemos “comprendiendo” “verdades” “mediante” el algoritmo con el que se describe el cerebro. El cerebro no comprende, ni intuye, ni deduce, ni prueba nada. Todo eso lo hace la consciencia, y esos conceptos sólo tienen sentido en ella. En lo fáctico no hay más que una materialización o correlato material de la conciencia, y esto solo somos capaces de apreciarlo porque conocemos autónomamente lo normativo.

Penrose dice que podemos y seguramente debemos estirar un poco la ciencia, para que quepa en ella el problema de la mente. Pero si queremos seguir entendiendo por ciencia algo que, de alguna manera tiene que poderse contrastar empíricamente, entonces toda tesis científica tiene que ser de alguna manera conmensurable con entidades espacio-temporales. Ahora bien, ningún hecho espacio-temporal ni cúmulo de ellos puede soportar algo tan simple como el infinito de los números naturales. Por tanto, la consciencia es intrínsecamente inasequible a la ciencia, si entendemos por esta algo contrastable empírico-naturalmente.

Preguntémonos: ¿es contrastable empíricamente lo que dicen tanto la teoría de la Inteligencia Artificial fuerte como Penrose? No lo es, en ninguna de las dos teorías. Ni la teoría de que se puede fabricar inteligencia artificial ni la que dice lo contrario, son contrastables, sencillamente porque la consciencia no es empíricamente contrastable. La fabricación de una máquina que imitase perfectamente todos nuestros actos no probaría lo más mínimo que entiende, sino simplemente, como decía, que copia aquellos actos que nosotros sabemos independientemente que son correctos y le hemos trasmitido. Paralelamente, aunque el día de mañana se desarrollase una teoría física no-computacional, como sueña Penrose, esto no resolvería el problema de la consciencia en ningún sentido. Simplemente haría más inteligiblemente compatible la consciencia con el cerebro, pues ambos podrían ser considerados ámbitos no-algorítmicos, pero las microentidades físicas que aquella ciencia física futura postulase, no podrían explicar ni soportar el “hecho” de la normatividad.

Se ha dicho siempre que en lo natural no hay valores. Eso es cierto: no están allí más que en forma de copia ya no axiológica. Pero “correcto” e “incorrecto” en su sentido y uso teórico son también valores, son axiología, la axiología del conocimiento: tienen un papel normativo y trascendental (si no trascendente) y no pueden encontrarse en lo fáctico, al que sin embargo hacen posible e inteligible. Otra manera de expresar esto es diciendo, con Platón (y con Gödel), que si comprendemos lo infinito (pero “comprender lo infinito” es un pleonasmo), si comprendemos lo infinito, entonces no somos naturales. 

viernes, 10 de agosto de 2012

Realidad, Mente y Materia

Hace poco copié aquí un fragmento de Roger Penrose, expresión de su “platonismo”. El otro día leí y comenté un post sobre este asunto en el blog "Neurociencia, neurocultura" (gracias al amable comentarista Masgüel, bibliógrafo y videógrafo oficial del reino). Esto me ha llevado a querer formular explícitamente mi propia posición “platónica” acerca de qué ámbitos de cosas deberíamos distinguir, en parte como contraposición con la concepción de Penrose y similares.

 Penrose cree, y ha expuesto en varios lugares, que hay tres ámbitos de cosas o de objetividad, cada uno de ellos irreducible a cualquiera de los otros:

-         el mundo de las ideas platónicas (donde habitan, por ejemplo, las entidades matemáticas, pero quizás también los valores morales y estéticos, y muchas más cosas),
-          el mundo o ámbito mental (donde viven nuestras vivencias subjetivas, los qualia, etc.)
-         y el mundo material (de todos “conocido”).

Sí, esto recuerda a los tres mundos de Popper.

En el mundo-1 (el físico) están, por ejemplo, la partitura física de la Ofrenda Musical que escribió Bach, mi CD con una interpretación de la Ofrenda Musical de Bach,  y el evento (conjunto de eventos) neurológicos o fisiológicos en general en el cerebro o cuerpo de Bach al concebir y escribir su obra, o en el mío al escucharla; en el mundo-2 (el mundo mental) está la vivencia (o cúmulo de vivencias) fenomenológica(s) que tuvo Bach al concebirla, o la que tenemos otros cuando la escuchamos; y en el mundo-3 (el de las Ideas) está La Ofrenda Musical, el objeto musical en sí, que Bach fue capaz de inteligir, pero que habita eterna o atemporalmente más allá de que Bach lo haya llegado a traer a su mente y luego al mundo (material). Entre estos tres mundos o ámbitos hay, según Penrose (y también según Popper y otros) alguna relación, causal, que es un misterio, o más bien tres misterios.

Hasta ahí el platonismo penroseano (o popperiano, o fegeano…). Tengo que confesar que este platonismo, bastante ortodoxo o exotérico, me parece que no va al fondo filosófico de la concepción platónica. En particular, ignora casi completamente o rechaza el carácter dialéctico (contradictorial) y analógico (participacional) del pensamiento filosófico, tal como yo lo veo al menos y he intentado mostrar en otras entradas o en Diálogos de Filosofía (especialmente en el diálogo tercero). Pero, en lugar de hacer la crítica directa de otros platonismos, voy a exponer, quizás demasiado sintéticamente, lo que “mi sistema” diría acerca de los ámbitos de cosas, especialmente de esos que podríamos llamar Realidad, Mente y Materia. Para ello usaré, también, el esquema diádico-tetrádico que he expuesto otras veces.

La primera o más universal o general o básica “división” ontológica que yo propondría sería la vieja dualidad entre lo que es y lo que (a)parece: entre cómo es la realidad en sí y cómo se manifiesta (entre cosa-en-sí y fenómeno, etc). A esta división la llamo división o diferencia ontológica (haciéndome eco de la expresión y la idea de Heidegger, pero con una motivación platónica, muy diferente a la suya –y a la de Derrida y su differance, por supuesto-). También podemos llamar (aunque más inapropiadamente) “trascendente” a lo que es en sí, e “inmanente” a cómo se (nos) presenta. Tenemos que distinguir entre cómo se nos presentan las cosas y cómo sean en sí mismas.

Esta primera y más básica distinción ontológica es tan necesaria como imposible.
-         Es necesaria: la realidad no se nos presenta como autosuficiente, lo dado nos parece incorrecto, equivocado, falso, “aparente”. Las apariencias engañan, lo que es no es lo que parece.
-         Es imposible: la única manera que tenemos de acceder a la realidad es por medio de lo dado. Las apariencias no pueden engañar, porque no se puede ir más allá de ellas. Lo que parece es lo que es.

Aunque ambas conclusiones tienen su verdad, ambas son también falsas o unilaterales, pese a ser “lógicamente” excluyentes. El pensamiento filosófico está “obligado” a (más bien, quiere, esa es su libertad) pensar en unidad los contrarios, sintetizar realidad y apariencia, identidad y diferencia, etc. Como dice Hegel, este es el escándalo para el entendimiento abstracto, que no puede enfrentar la contradictoriedad de lo real, aunque tampoco lo evita más que mediante la abstracción (es decir, el olvido, o pseudo-olvido, diría un psicoanalista). La realidad es y no es la apariencia. Pero la síntesis no es meramente contradictoria: lo en sí y lo que aparece guardan entre sí una relación, irreducible a univocidad y cantidad, que llamo Analogía. Desde luego, tanto Penrose como los platónicos ortodoxos y exotéricos, ignoran o rechazan la dialéctica y la analogía. Pero no así Platón, que no en vano nos dijo muchas veces que lo auténticamente verdadero no se puede decir, o se puede y no se puede.

En fin, demos por adquirido que hay una división general, en la ontología, que distingue lo que es y cómo aparece. No se trata de dos “mundos”, sino de dos modos de considerar la única realidad: ya considerada en sí, ya considerada como se aparece. Pero teniendo en cuenta que, cómo sea en sí, es algo que sabemos y no sabemos, intuimos y atisbamos, a partir de cómo se aparece (es decir, que se equivocan quienes, por falta de dialéctica y analogía, como Kant, sitúan la Cosa-en-sí en lo totalmente incógnito).

Ahora tenemos que subdividir cada uno de los ámbitos que hemos distinguido (el de lo que es y el de cómo se presenta, el de lo “trascendente” y el de lo “inmanente”):

El ámbito de lo que aparece, o de cómo se manifiesta o da la realidad (ámbito óntico, inmanente) se divide, a mi juicio, y en la forma más general, en dos:

-         Ámbito mental, sujetivo, fenomenológico, primo-personal, “interno”, donde se dan las representaciones en cuanto representaciones, los qualia, vivencias, hechos psíquicos, etc.
-         Ámbito material, “objetivo”, tercio-personal, “exterior”, el ámbito de lo representado o del referente natural de la representación, etc.

También esta división es tan necesaria como imposible.

-         Es necesaria: Lo subjetivo o fenomenológico es irreducible a material. La “vivencia” subjetiva es ineliminable sin eliminar la consciencia y, por tanto, el darse de las cosas.
-         Imposible: el fenómeno, lo dado, tiene que ser uno, y no dos.

También aquí hay que pensar dialéctio-analógicamente la identidad de lo diferente: mente y cuerpo son y no son lo mismo, son dos aspectos de lo mismo: cada fenómeno mental tiene su correlato material. El reduccionismo de lo mental está condenado a priori. Otra cosa es la necesaria labor científica de identificar las correlaciones entre lo mental-subjetivo y lo material-“objetivo”.
Ahora bien, aunque mente y materia son dos manifestaciones de lo mismo, del ser en cuanto dado o fenómeno, sin embargo el aspecto mental, subjetivo, fenomenológico, el de los qualia, etc., es “superior” al material o físico, en el sentido de que es la forma del darse en sí y para sí (la representación qua representación), mientras que lo “objetivo”-material es la forma en que lo dado se muestra exterior e inconscientemente. Cualquier investigación fisiológica o natural presupone conceptos fenomenológicos, de la consciencia, subjetivos…, ineliminables (es lo que filósofos como Nietzsche han llamado el “antropomorfismo” de la ciencia: incluso la concepción del electrón como una cosa o sustancia presupone la idea de sujeto, individuo, identidad consciente de alguna manera…). Ese “antropomorfismo” inevitable no es más que la ineliminabilidad de lo mental.

Hasta aquí tenemos los tres ámbitos de Popper-Penrose: lo Real (trascendente, en-sí, atemporal e inespacial…), lo Mental y lo Material. Como se ve, la diferencia e irreducibilidad entre lo Real (las Ideas) y los otros dos ámbitos, la diferencia “ontológica”, es diferente, más radical, más básica, que la diferencia e irreducibilidad entre lo Mental y lo Material, que es una diferencia en el seno de lo inmanente, una diferencia “óntica”, no ontológica.

El ámbito de lo real o en-sí (el ideal o nouménico) también debe ser "dividido". La división que propongo (y que no desarrollaré en este momento) es la división entre Sustancia y Esencia:

-         Sustancia: es lo-que-es, en sí mismo.
-         Esencia: es lo-que-es en su concebibilidad, en su inteligibilidad.

Una cosa es, antes que nada y en sí-misma, una sustancia, una unidad (mónada), pero cada sustancia es, respecto de las demás, de esta o aquella manera. Toda cosa es un quod (est) y un quid, un que-es y un qué-es, por usar la terminología de Boecio.

Esta división es paralela a la división Mente / Material, de modo que la Sustancialidad es al ámbito del Ser-en-sí (de lo “trascendente”) lo que la Mente es al ámbito del Ser como aparece (de lo inmanente), y la Esencia es a la realidad en-sí lo que lo Material es a la realidad tal como aparece: su expresión. No desarrollaré esto en este momento.

Según esto la estructura ontológica general que propongo, ateniendome al esquema tetrádico de Platón, es la siguiente:

1)      Lo que es (el ser, en-sí): la Idea o Ser, que se divide en
    11) Sustancia (lo que es en-sí, en sí mismo)
    12) La esencia (lo en-sí en cuanto inteligible).
2)      Lo que aparece (el ente, el fenómeno, lo dado), que se divide en
    21) Lo Mental: lo dado en sí mismo, “interiormente”
    22) Lo Material o físico: lo dado en su perceptibilidad, “exteriormente”.
 
Cada uno de esos cuatro ámbitos es, a su vez, divisible de la misma manera. En otra entrada presentaré lo que propongo como cuadro general lo más completo posible del sistema de conceptos de la ontología.

Este esquema, por cierto, puede ser aceptado independientemente del importe ontológico que uno le de a cada ámbito. Incluso el más reduccionista de los ontólogos puede y tiene que aceptar una pluralidad de ámbitos al menos como dato gnoseológico, aunque sostenga que esa pluralidad no debe ser traslada a la realidad. De hecho, por razones que no repetiré aquí, yo abogaría por un reduccionismo total que sostiene que todos los ámbitos distinguidos se reducen, en último término, al ámbito de lo que es, y dentro de él, al de la sustancia una.

jueves, 19 de julio de 2012

El camino a la realidad platónica, de Penrose


He empezado a leer El camino de la realidad, de Penrose, y me encuentro al principio con una de sus sabrosas confesiones de platonismo, lo que seguramente me ayudará a adentrarme en su más de mil cuatrocientas páginas (cuanto más que, por las doscientas que llevo, veo que su platonismo no aparece solo en el preámbulo, como las buenas intenciones en las leyes):


Los científicos propondrán modelos del mundo –o, mejor, de ciertos aspectos del mundo- y estos modelos pueden ser puestos a prueba frente a observaciones previas y frente a los resultados de experimentos cuidadosamente diseñados. Los modelos se juzgan apropiados si sobreviven a este examen riguroso y si, además, son estructuras con consistencia interna. Para nuestra discusión actual, el punto importante en estos modelos es que son básicamente modelos matemáticos puramente abstractos. En particular, la cuestión misma de la consistencia interna de un modelo científico requiere que el modelo esté especificado de forma precisa. (…)
Si hay que atribuir algún tipo de “existencia” al propio modelo, entonces dicha existencia está localizada dentro del mundo platónico de las formas matemáticas. Por supuesto, se podría adoptar un punto de vista opuesto: que el modelo va a tener existencia solo dentro de nuestras diversas mentes, antes de aceptar que el mundo de Platón sea en algún sentido absoluto y “real”. Pese a todo, se gana algo importante al considerar que las estructuras matemáticas poseen una realidad por sí mismas. En efecto, nuestras mentes individuales son notoriamente imprecisas, poco fiables, e inconsistentes en sus juicios. La precisión, fiabilidad y consistencia que requieren nuestras teorías científicas exige algo más allá de cualquiera de nuestras mentes individuales (poco dignas de confianza). En la matemática encontramos una solidez mucho mayor que al que puede localizarse en cualquier mente concreta. ¿No apunta esto a algo exterior a nosotros mismos, con una realidad que está más allá de lo que cada individuo puede alcanzar?
De todas formas aún se podría adoptar el punto de vista alternativo según el cual el mundo matemático no tiene existencia independiente y consiste meramente en algunas ideas que han sido destiladas de nuestras diversas mentes, que se han mostrado totalmente dignas de confianza y en las que todos coinciden. Pero incluso este punto de vista parece dejarnos muy lejos de la que se necesita. ¿Queremos decir “en las que todos coinciden”, por ejemplo, o “en las que coinciden quienes están en su sano juicio”, o “en las que coinciden todos aquellos que tienen un doctorado en matemáticas (poco frecuente en la época de Platón) y que tienen derecho a aventurar una opinión autorizada”? Parece que aquí hay un peligro de circularidad; pues juzgar si alguien está o no “en su sano juicio” requiere algún patrón externo. Lo mismo sucede con el significado de “autorizada”, al menos que se adoptara algún canon de naturaleza acientífica tal como “la opinión de la mayoría (y debería quedar claro que la opinión de la mayoría, por importante que pueda ser para un gobierno democrático, no debería ser utilizada en modo alguno como criterio de aceptabilidad científica). Las propias matemáticas parecen tener realmente una solidez que va mucho más allá de lo que cualquier matemático individual es capaz de percibir. Aquellos que trabajan en esta disciplina, ya estén implicados activamente en la investigación matemática o bien utilicen resultados que han sido obtenidos por otros, sienten normalmente que son meros exploradores de un mundo que esté mucho más allá de ellos mismo, un mundo que posee una objetividad que trasciende la mera opinión, ya sea dicha opinión la suya propia o la propuesta de otros, con independencia de cuán expertos pudieran ser esos otros. (…)
Soy consciente de que habrá aún muchos lectores que encuentren difícil atribuir cualquier tipo de existencia real a las estructuras matemáticas. Rogaría a tales lectores que amplíen su idea de lo que la palabra “existencia” puede significar para ellos. Las formas matemáticas del mundo de Platón no tienen evidentemente el mismo tipo de existencia que los objetos físicos ordinarios tales como las mesas y las sillas. No tienen localización espacial; no existen en el tiempo. Hay que pensar en las nociones matemáticas objetivas como entidades intemporales, y no debe considerarse que nacieron en el instante en que fueron humanamente percibidas por primera vez.(…)
He tomado la noción de Platón de un “mundo de formas ideales” solo en el sentido limitado de las formas matemáticas. Las matemáticas se interesan crucialmente en el ideal concreto de verdad. El propio Platón habría insistido en que hay otros dos ideales fundamentales y absolutos, a saber, los de lo bello y lo bueno. No me niego ni mucho menos a admitir la existencia de tales ideales y a permitir que se amplíe el mundo platónico para contener absolutos de esta naturaleza.
(Roger Penrose, El camino de la realidad Debate, 2006  (53 y ss) 
Hay un libro de introducción a la filosofía de la matemática, de J. R. Brown, donde se defiende, con gran claridad, lo mismo.
No obstante, hay que decir que este “platonismo matemático” no es la teoría de Platón acerca de las matemáticas. El objeto de los matemáticos, según Platón, no es lo racional e intelectualmente puro (objeto de la dialéctica), sino lo racional dependiente de “imágenes” extraídas del mundo de los sentidos y la opinión, y dependiente de supuestos (hipótesis) que el propio matemático no puede justificar, porque “se encamina hacia abajo” desde ellos. Ni el propio matemático sabe lo que es el Dos o el Círculo.
De todas formas, el platonismo tipo Penrose es mucho mejor que todos los ficcionalismo y nominalismos.