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jueves, 2 de noviembre de 2017

Filosofía y política, democracia y comunismo

En un escrito titulado “La relación enigmática entre filosofía y política”, Alain Baidou recuerda la paradoja de que, pese a ser la filosofía –dice- una actividad eminentemente democrática, sin embargo los más grandes filósofos, tanto del pasado como del presente, han rechazado la democracia, al menos en el sentido hoy usual del concepto. Para explicar este hecho Badiou sostiene lo siguiente:

  •       La filosofía es, en efecto, democrática, en el sentido preciso de que en ella no tiene ninguna relevancia qué lugar social ocupe el sujeto que habla y piensa, ni recibe garantías de instancia trascendente alguna. La filosofía es universal, y se legitima a sí misma.
  •       Pero ese principio democrático “formal” no implica que la filosofía sea “democrática” en cuanto al contenido. Al contrario, la filosofía supone las distinciones entre opiniones verdaderas y falsas y entre opinión y saber, y la aceptación de principios lógicos universales. Este es el aspecto “matemático” (metafóricamente hablando, dice aquí Badiou) de la filosofía.
  •      Puede pensarse, entonces, un lugar político en el que coincidan el valor formal y el valor de contenido de la filosofía. A este lugar puede llamársele, filosóficamente, “comunismo”.


Cito algunos pasajes del texto de Badiou:

“La filosofía tiene dos características fundamentales. De una parte, es un discurso independiente del lugar ocupado por aquel que habla. Si lo preferís, la filosofía no es ni el discurso del rey ni el del sacerdote, ni el de un profeta o el de un dios. No hay ninguna garantía del discurso filosófico de parte de la trascendencia, del poder o de una función sagrada. La filosofía asume que la búsqueda de la verdad está abierta a todos. El filósofo puede ser cualquiera. (…) Podemos, pues, concluir, que está en la esencia de la filosofía ser democrática. Pero no hay que olvidar que la filosofía, que acepta ser totalmente universal en su origen tanto como en su destino, no puede aceptar ser democrática en el mismo sentido en sus objetivos, en su destinación. Cualquiera puede ser filósofo o el interlocutor de un filósofo, pero no es verdad que toda opinión equivalga a toda otra opinión. El axioma de igualdad de las almas está lejos de ser un axioma de la igualdad de las opiniones. Desde el comienzo de la filosofía, debemos, con Platón, distinguir preeminentemente entre opiniones correctas y opiniones erróneas, y, en segundo lugar, entre la verdad y la opinión. En la medida en que el objetivo último de la filosofía es clarificar completamente la distinción entre verdad y opinión, no podría, manifiestamente, tener  ninguna aceptación real por la filosofía el gran principio democrático de la libertad de opinión. La filosofía opone la unidad y la universalidad de la verdad a la pluralidad y la relatividad de las opiniones. No hay otra razón que limite la tendencia democrática de la filosofía. La filosofía está, ciertamente, expuesta al juicio crítico. Pero esta exposición implica la aceptación de una regla común para la discusión. Debemos reconocer la validez de los argumentos. Y, finalmente, debemos aceptar la existencia de una lógica universal, como condición formal del axioma de la igualdad de los espíritus. Hablando metafóricamente, es la dimensión “matemática” de la filosofía: hay una libertad de apelación, pero igualmente la necesidad de una regla estricta para la discusión. (…)

“Propongo llamar “comunismo”, como término filosófico, a la existencia subjetiva de la unidad de los dos sentidos, el formal y el real. A saber, la hipótesis de un lugar de pensamiento en el que la condición formal de la filosofía sería ella misma sostenida por la condición real de la existencia de una política democrática enteramente diferente del estado democrático actual. Sea la hipótesis de un lugar en que el reino de la sumisión a un libre protocolo de argumentación discutible por cualquiera, tendría su fuente en la existencia real de la política de emancipación. “Comunismo” sería el estado subjetivo en el que la protección liberadora de la acción colectiva sería en cierto sentido indistinguible de los protocolos de pensamiento que exige la filosofía”. (traducción mía)

Esas tesis son, “obviamente” (y esta obviedad es parte del asunto), problemáticas. Voy a discutirlas a continuación.

Comencemos, en esta publicación, por la tesis del carácter universalista de la filosofía. La filosofía estaría abierta a cualquiera, no haría acepción de personas. Pero eso no querría decir que sea ese mercadillo mediante el que Platón, en La República, describe a la democracia, donde cada uno escoge “libremente” lo que desea. Al contrario, la universalidad de la filosofía iría esencialmente unida a la unidad de su norma. Podría decirse, incluso, que esta es la única manera posible de universalidad: que lo mismo rija para todos. Por eso, y solo de manera aparentemente paradójica, puede ocurrir que de hecho muy pocos (¿o quizás nadie?) estén en condiciones de hacer adecuadamente filosofía, es decir, atender al principio lógico o “matemático” de la verdad y no caer en la mera opinión. Ya Heráclito decía que la razón es común a todos pero que solo unos pocos atienden a ella mientras “los muchos” viven como dormidos, lo que justificaba la tesis política de que “uno para mí es como cien mil si es el mejor”.

Sin embargo, esta concepción “matemática” de la universalidad filosófica es sumamente problemática. De hecho, no es verdad que los filósofos acepten unánimemente que la filosofía exija la aceptación de un principio o unos principios universalmente válidos, es decir, que la filosofía sea “matemática” en ese sentido. Muchos de los filósofos que rechazan la democracia no lo hacen, como Badiou parece insinuar (y cita entre ellos a Nietzsche, a Wittgenstein y a Heidegger), porque o cuando esta es confundida con la validez de todas las opiniones y el relativismo, sino por una razón independiente y muy diferente, pues cualquiera de esos filósofos rechaza que la filosofía sea comparable a la matemática y posea principios o axiomas incuestionables. La tesis de la universalidad “matemática” de la filosofía es “solo” una tesis filosófica, tan discutida y dialéctica como las demás tesis filosóficas.

Por supuesto, uno puede señalar las aporías del irracionalismo y el relativismo, a saber, que implican aquello que niegan: una racionalidad común e inmutable. Pero también debe el filósofo ser consciente de las aporías del racionalismo y el absolutismo de la idea: ¿dónde están, y quién en este mundo contingente posee esas verdades universales? Esta disputa es, podría decirse, no un asunto de la filosofía, sino la filosofía misma: la eterna disputa entre Titanes y Olímpicos, según el Extranjero de El Sofista de Platón. Por tanto, no puede darse por resuelta y afirmarse dogmáticamente el universalismo racionalista, ni calificar simplemente de “antifilosofía” (como, en efecto, hace Badiou en algunos de sus escritos) a la que no acepta el carácter universal o “matemático” de la filosofía; a aquellas filosofías que, por ejemplo, intentan pensar una “universalidad” sin principio de unidad, una –digamos- indefinitud radical.
En verdad (pero esta misma “verdad” es solo mía, es decir, nuevamente, dialéctica) la filosofía no es matemática ni siquiera en sentido metafórico, pues hay, como señaló Platón (y, con motivos muy diferentes, Wittgenstein, Heidegger, etc.), una esencial diferencia entre el proceder axiomático-hipotético-deductivo de la matemática y el proceder dialéctico de la filosofía. (Por supuesto, el carácter paradójico de la verdad afecta también a las verdades matemáticas, pero no en cuanto matemáticas, sino en cuanto problema filosófico).

Si esto es así, la filosofía no será democrática en el sentido en que lo serían la matemática y las ciencias en general, esto es, como sistema fundado en hipótesis incuestionadas e incuestionables. Ahora bien, tampoco (menos aún) en el sentido contrario, o sea, por presuponer toda ausencia de ley. La filosofía existe solo en esa dialéctica entre, por una parte, la absoluta necesidad de una universalidad unitaria (de cuya tenencia nunca hay certeza), y, por otra, de la absoluta necesidad de su cuestionamiento.
Y si (pese a las protestas de los grandes filósofos) la democracia ha de ser la política propia de la filosofía, entonces, tampoco la democracia puede ni suponer dogmáticamente dada su ley ni aceptar escépticamente su ausencia, sino que tiene que asumir la dialéctica entre, por una parte, la ley universal y necesaria, y las convicciones particulares y contingentes de los ciudadanos, por otra. En particular, eso implica que ni el Estado ni ningún proyecto político pueden atribuirse la posesión de la verdad política, ni trascendental ni inmanente, y considerar clausurada alguna otra alternativa. Lo que, a su vez, implica que siempre deben quedar abiertas, en primer lugar, la dialéctica entre legalidad y legitimidad, y, en segundo lugar, la diferencia entre Estado y proyecto político. En otros términos, esto obliga a un principio de, llamémoslo, “tolerancia”, que no procede de la concepción relativista (de, por ejemplo, Rorty) acerca de la verdad, sino del falibilismo dialéctico. La verdad política (la justicia) es presupuesta necesariamente, pero tan necesario como eso es admitir que ningún sujeto político puede arrogarse la posesión definitiva de esa verdad.

Y esta es la primera forma de la dificultad esencial del “comunismo” filosófico, desde el Platón de La República hasta Badiou, esto es, un comunismo de los matemáticos, que no se plantean (no pueden plantearse) sus postulados legitimantes, y confunden una ideología más (por más que fuera la más bondadosa) con la política y el Estado sin más. Si el guardián o el militante no tienen que ni puede cuestionarse las leyes, el político, esto es, el filósofo, no puede no cuestionárselas. Y si la sociedad solo lo es de ciudadanos completos en la medida en que estos son filósofos, entonces todos los ciudadanos tienen que tener la atribución de cuestionarse la dialéctica de la legitimidad y la del gobierno. En Platón esto es a priori posible, a diferencia de en Badiou, porque aquel cree (en contra de como lo interpreta Badiou) que hay una instancia epistémica superior a la matemática. Por eso, el propio Platón, en su obra de madurez Las leyes, abandonó parcialmente las tesis de La República y propuso como modelo político una mezcla de aristocracia y democracia.


(continúa)

martes, 30 de mayo de 2017

Del valor del pensamiento

En los últimos tiempos se ha vuelto relativamente habitual encontrar entre los expertos en lo que podríamos llamar hermenéutica metafilosófica (esto es, estudiosos de la filosofía y los filósofos como hechos culturales, estudiosos que, ellos mismos, se mueven ambiguamente entre la filosofía y la historiografía y otras ciencias culturales o “humanas”) la idea de que la filosofía alguna vez fue y nunca debió dejar de ser una actividad indisolublemente unida a la praxis (ética y/o política). Como los sabios de otras culturas de oriente, los sabios griegos antiguos, según por ejemplo P. Hadot, nunca vieron la filosofía como una actividad separada o separable del afán de “saber”-vivir (donde “saber” carga con la tarea de no distinguir, o de confundir, entre saber-qué y saber-cómo, según la distinción que hiciera Ryle y que ha tenido bastante éxito en la filosofía analítica, sobre todo en la más wittgensteiniana y pragmatista –véase aquí una crítica-), y una mera especulación sin importe “existencial” les habría parecido algo monstruoso, puro “escolasticismo”. Como si, cuando la filosofía olvidase su esencial papel pragmático, se volviese logomaquia vacía. Afines a este tratamiento hermenéutico de la actividad filosófica (aunque con motivación y alcances distintos) son las defensas habituales de la conveniencia de incluir la filosofía en los planes de estudio, que se basan fundamentalmente en el argumento de que ella hace, a los sujetos, críticos y buenos ciudadanos. Estas tesis nos remiten a la gran cuestión (filosófica, por un lado, y también práctica) de la relación entre pensamiento y praxis, concretamente entre filosofía y ético-política. Me gustaría discutir brevemente este asunto, que es, como todos los demás asuntos trascendentales, dialéctico.

En las defensas populares del valor pedagógico y social de la ciencia suele emplearse también, de manera más o menos sutil, el argumento pragmático: las ciencias permiten que nuestras vidas sean materialmente mejores, o incluso nos hacen personas y sociedades más libres, etc. Sin embargo, a casi nadie le parece menor (al contrario, suele inspirar un sentimiento de profundo respeto) la idea de que las ciencias tienen su principal valor en sí mismas, en cuanto actividades puramente teóricas. Se nos recuerda, con solemnidad, que los griegos fueron quienes “por primera vez” desvincularon la geometría de su aplicación práctica y reconocieron el valor intrínseco del más inútil pero luminoso de los teoremas, y que todavía los grandes matemáticos y físicos modernos han llevado a cabo sus descubrimientos sin tener ni querer tener idea de qué aplicación práctica podían tener. Cuando, en la Repúblicta, Platón pone a sus guardianes a estudiar matemáticas, nos dice que estas ciencias tienen dos tipos de valores: el valor práctico-técnico, sí, pero, infinitamente por encima de él, el valor puramente teorético, contemplativo. En esta apreciación convergen el reconocimiento de la autonomía de la verdad, y la tesis trascendental intelectualista del valor de lo teorético respecto de otros tipos de valor, y ambas cosas se implican entre sí, para Platón.

Efectivamente, los griegos, o quien quiera que sea, habrían descubierto algo esencial: que el valor de verdad de una proposición o un juicio es completamente indeducible de cualquier otra cosa que no sea otro portador de valor de verdad, es decir, que el valor teorético forma un ámbito cerrado en sí mismo y la verdad es, en ese sentido, absolutamente autónoma. Por supuesto, pueden establecerse o descubrirse cuantas relaciones de dependencia e incluso de necesidad se quiera entre ese ámbito y elementos de otros ámbitos: quizás los seres humanos no habrían prosperado en las ciencias sin el acicate de las necesidades prácticas (o al contrario), y, quizás (algunos dirán que sin duda) nuestras vidas no serían las que son sin la aplicación práctica de los descubrimientos teóricos. Pero esto no afecta un ápice al hecho de que el valor veritativo de una proposición es completamente independiente de su valor práctico, o, mejor dicho, del valor práctico de las acciones que implementan técnicamente las ideas vehiculadas por la proposición. En la medida en que el motivo práctico se introduce en las consideraciones teoréticas, lo más que puede aportar es un valor heurístico, pero no es descartable que distraiga, o sea contraproducente (como, según han señalado Elster, Parfit y otros teóricos de la racionalidad, y ya señaló Platón, es contraproducente estar pensando en el éxito o en cualquier otro factor extrínseco cuando se realiza una determinada actividad), o incluso, según dice Kant del motivo eudemonista para la ética, malverse el razonamiento.

¿Qué ocurre con la filosofía? Tal vez sea más difícil encontrar en el mismo Platón una reivindicación, tan clara como la que se refería a las matemáticas, del valor intrínseco e intrínsecamente teorético de la filosofía: suele aparecer unido, su ejercicio, con la función de hacernos mejores o más “semejantes a los dioses” (Teeteto), aprender a morir (Fedón), ser mejores gobernantes, etc. Sin embargo, esto es fácil de explicar: sencillamente, el valor intrínseco de lo teorético en la filosofía se da por supuesto, no necesita defensa alguna. Más bien, lo que necesita, si no defensa sí recordatorio, es el hecho de que la filosofía tenga, también, un valor práctico (ético, político…) esencial. Pero ese valor práctico emana, precisamente, del valor intrínseco de la “actividad” contemplativa. Y hay que tomarse completamente en serio el pasaje del Político donde el Extranjero eleata dice que, si estamos haciendo ese ejercicio de intentar definir al político, es solo para ejercitarnos en la dialéctica.

¿Qué relación hay, entonces, entre filosofía y acción? La filosofía, decimos, es una “actividad” puramente teorética, es decir, dedicada a conocer, a conocer la verdad. Ningún valor práctico la define. En realidad, es inadecuado incluso decir que la filosofía es una “actividad”. Por supuesto, la filosofía es, en cierto sentido, una actividad, ya que, en un cierto sentido, todo lo que hace un ser consciente es una actividad (precisamente en cuanto contemplado desde la perspectiva de la praxis). Pero la frase “actividad filosófica” tiene otro valor, menos bondadoso: el de sugerir subrepticiamente que la filosofía (o cualquier otra cosa que es tildada de “actividad”) es solo o principalmente una subespecie o adjetivo del género o sustantivo actividad, género o sustantivo este que habría que situar en la cúspide de la axiología, según la vocación pragmatista de nuestros tiempos.

La filosofía no tiene su esencia en ser útil para “saber”-vivir (o morir), o para ser buenos ciudadanos críticos. Si sucede que sirve para eso, y  si ese servir resulta ser necesario (pero no analítico), ello es algo, en un aspecto esencial, extrínseco a la propia filosofía, aunque, a la vez, nos dice algo importante sobre la conexión entre los diversos ámbitos trascendentales del pensamiento y de la acción. Esa relación, en efecto, es dialéctica. Esto significa que ni la filosofía es actividad (ética o política) ni la actividad (política o ética) es filosofía, aunque, precisamente por eso, guardan una relación de interdependencia en su completa distinción y autonomía. Quien se acerca, pues, a la filosofía, buscando una guía para el buen vivir o el buen morir, o para la educación cívica, etc., se acerca de manera lateral y, en cierto modo, espuria a ella, tan espuria como quien se acercase al arte pensando en decorar su salón o en hacer negocio. No es de necesidad (no es algo analítico) que la filosofía sea edificante. En este sentido tiene razón Heidegger cuando dice que toda la biografía que importa de Aristóteles es “nació, pensó y murió”. La manera correcta de acercarse a la filosofía es interesados por la verdad o su búsqueda.

Esto deja abierta la pregunta de qué valor, si alguno, tienen la verdad y la contemplación, más allá de su ensimismado valor teorético. Tal cuestión remite a una forma superior de axiología, desde la que pudiera medirse el valor del pensamiento y la verdad en confrontación con otros tipos de valores, como el ético o práctico, o el estético, o el religioso… La cuestión quedaría abierta, por cierto, incluso aunque se llegase a la conclusión de que es la filosofía la única que puede dirimirla. Esto es, en cualquier caso, asunto para otra ocasión. Lo que nos ocupa aquí es esto otro: la filosofía no es ni está mezclada indisolublemente con un “saber”-vivir, con una praxis. Su modo de validez es autónomo, intrínseco.


Cuanto hemos dicho se funda, recordemos, en la idea central de que el valor teorético es indeducible del valor práctico (y viceversa). Sin embargo, obviamente (y como toda tesis filosófica) esta tesis es controvertible. El pragmatista trascendental podría decirnos algo así: “pero ¿es qué dices que se funda la creencia del teórico en sus axiomas y en sus procedimientos? Si dices que se fundan en sí mismos es una petición de principios o una circularidad. En verdad, se fundan en la decisión de creer en eso: un axioma o un procedimiento considerado teoréticamente válido no es más que una proposición que se quiere creer firmemente”. Así han predicado, por ejemplo, Nietzsche y sus seguidores, o Wittgenstein y los suyos, y, a su modo, el pragmatismo analítico ha llegado hasta ahí cuando no ha podido encontrar el último anclaje de todo valor de verdad más que en el criterio pragmático. Este es, sin duda, un profundo debate filosófico. ¿Cómo podremos dirimirlo? ¿Cómo sabemos si es más “correcta” la posición pragmatista o la contraria? Parece evidente que la corrección que buscamos aquí no es otra que la de la verdad: si fuera cuestión de decisión, conveniencia, etc., podríamos ahorrarnos todos los argumentos. Si es así, resulta que, aunque la filosofía, o el pensamiento teórico en general, no puede, quizás, erigirse en el valor supremo, tampoco puede renunciar a lo que solo le pertenece a ella, a él.

martes, 1 de noviembre de 2016

Pensamiento y acción, filosofía y política (nuevas reflexiones)

Las siguientes líneas continúan la reflexión anterior, aunque pueden ser leídas independientemente:

Esto nos conduce al asunto, más puramente ontológico o trascendental, de qué hace bueno a lo Bueno, si a la vez es convertible con la Verdad pero no es simplemente la Verdad. ¿Qué aspecto de lo Real es lo Bueno? Como en lo estético, también en lo ético-político querríamos sostener (la argumentación detenida al respecto queda, nuevamente, para otro lugar) que el criterio es, aunque irreducible al de lo teórico, una forma del mismo principio axiológico general o superior. Si ese principio sumamente universal prescribe-describe, como ideal último, la unidad no conflictiva de lo múltiple, entonces lo Ético-político modulará ese prescripción mediante los elementos de su ámbito propio, esto es, la Voluntad y la Acción (o, mejor quizá, Ejecución): la Ético-política, según eso, quiere y actúa por la armonía entre los intereses diversos y particulares en conflicto, en el interés universal, «cósmico» y absolutamente uno.

Cada sujeto, cada ser capaz de decisión y acción, es un ser concreto, en un lugar particular y con unos intereses propios; pero, completamente a la vez, cada sujeto es potencialmente el mismo que cualquier otro, y portador de la ley una e igual para todos. Y la guía última de la acción ético-política es el designio, que habita tanto en el todo como (con mayor o menor consciencia) en cada una de las partes, de conseguir que todos los intereses particulares estén, no en conflicto y guerra, sino en armonía y amor dentro de y con el todo-uno. Pero esto, que la Filosofía descubriría de forma «estática» y como «acabada» (y el Arte imaginaba y disfrutaba como algo «soñado» o fantaseado), la Ético-política lo tiene como objeto de volición y de ejecución, de realización o materialización. No obstante, es propio de un ser finito, precisamente, identificar lo dado con lo real y, por tanto, verse tendiendo, cuando actúa, hacia algo no-real o no-más-real, sino hacia algo «meramente» ideal, a realizar otra realidad. Por eso lo Ético-político cree que su objeto no es la Verdad o Realidad.

Se cree habitualmente que la diferencia entre lo teórico y lo ético-político (y entre lo teórico y lo estético, también), es que el primero acepta las cosas como son, mientras que la segunda las compara con el ideal. Pero esto es un error: el Conocimiento idealiza tanto como la Voluntad, o más aún. Para el pensamiento dedicado a la búsqueda de la Verdad, lo dado no es realmente real mientras no responda a lo ideal: estamos dispuestos a considerar «mero fenómeno», en el sentido de «ilusión» o «apariencia», al cosmos entero, si no se presenta como completamente racional, con una razón suficiente en todos sus aspectos y lugares. Esto es lo que, en último extremo, mueve a la Ciencia: toda teoría será insatisfactoria mientras no muestre a la realidad como plenamente racional. De igual manera, para la Ética lo dado no es bueno mientras no corresponda a lo ideal. En esto, pues, en la referencia a la idealidad, se parecen la teorética y la ético-política. Su divergencia reside en otro aspecto.

Porque, efectivamente, la Ético-política pretende cambiar las cosas, mientras que la teoría «solo» quiere comprenderlas adecuadamente (o solo «quiere», en todo caso, cambiar nuestra percepción de ellas, de inadecuada a adecuada). Ciertos sabios, de diversas civilizaciones, dicen que una comprensión perfecta de la realidad conduciría necesariamente a la percepción de que «todo está bien», y, por tanto, a la convergencia de lo sabido y lo querido (para el dios nada es bueno o malo). Pero, aunque eso pudiera postularse como singularidad del estado final, no es la concepción que los seres finitos podemos ni debemos permitirnos actualmente (ni es lo que, por lo general, esos mismos sabios nos recomiendan «hacer» cuando pasan a darnos consejos vitales): el mundo está lleno de injusticias, y tiene que ser cambiado. Cuando menos, habría que actuar para conseguir una comprensión como la que nos propone esa sabiduría. Dejaremos aquí esta cuestión. Quedémonos con el hecho de que la divergencia entre lo sabido y lo querido es al menos intrínseca a la finitud. Y es de ahí, de esa fractura o desajuste entre lo dado y lo ideal, de donde nacen tanto la re-acción contemplativa de lo estético, como el deseo o acción ético-política. Solo esa asimetría permite, por lo demás, comprender qué es actuar en vez de padecer; es decir, proporciona inteligibilidad a la orientación de la acción, a su carácter «télico»: acción es todo aquello que conduce a mayor unidad armoniosa de lo múltiple conflictivo, es decir, en una palabra, aquella que hace lo bueno. Padecer es lo contrario: pérdida de unidad y armonía.

También ahí puede localizarse la identidad y diferencia entre el Arte y la Ético-política. El deseo es siempre deseo de (mayor) realidad o perfección. Pero, mientras en el Arte esta perfección provocaba una contemplación «pasiva», sin finalidad consciente, en la Ética y política, en cambio, mueve como fin. Y es así porque el Arte tiene por objeto la figura o imagen, que es algo fundamentalmente estático incluso en sus modos más dinámicos, mientras que lo Ético-político tiene por objeto la acción en cuanto tal.

****

¿Qué lugar, entonces, ocupa la Filosofía en el ámbito de la Acción? Ético-política es el nombre de la praxis en cuanto tal, la formalidad de la Acción, pero no es en sí ninguna acción específica. Actividades como el Arte o la Filosofía son su «sustancia», su contenido. Pero la Filosofía es, en cierto modo, la «sustancia» (o, quizá mejor, la esencia) de esas sustancias, por dos tipos de razones. Primero, porque solo una concepción filosófica del mundo provee del fundamento racional para cualquier acción, se sea consciente de ella, o no. Es, pues, necio preguntar, ya al mero nivel de la funcionalidad, cuál es la función de la Filosofía. La propia pregunta, de hecho, lo hace evidente: ¿qué tipo de pregunta es esa misma, que se pregunta por la utilidad, no solo de la Filosofía, sino de todas las otras actividades; la que se pregunta por la utilidad de las utilidades?

Pero la Filosofía es acción sustantiva esencial también de otra manera: es, seguramente, la más activa y, por tanto, ético-política, de las acciones, si es que es más acción aquella que no actúa principalmente para otra cosa. En verdad, todas las cosas y acciones tienen en sí mismas su primordial objeto, como nos recuerdan las éticas del desapego, y deberíamos actuar —este sería el imperativo categórico generalizado— sin tomar nunca, no ya a las personas, sino a ser alguno, meramente ni principalmente como medio. Pero, a la vez, no todas las acciones son igual de finales. Si nuestro objetivo, y el de todos los seres, solo puede ser la plenitud, o sea, la máxima felicidad, libertad y consciencia, entonces el pensamiento, en cuanto búsqueda racional de la naturaleza última de la realidad, está en el núcleo de una vida buena completa. ¿Eran felices los hombres de los tiempos de Cronos?, se pregunta el Extranjero en El Político, y se contesta que eso depende de si se dedicaban a filosofar o no. No es concebible una plenitud que no piense de forma absoluta; cuánto menos, como se la imaginan algunos, que en absoluto piense. Un presente inconsciente no es acción, sino mero suceder. En este sentido, el conocimiento es «antes» que la acción, o, más bien, la acción en estado pleno. Decir que al principio fue la acción (como contrapuesta al conocimiento) solo es cierto en el sentido de que la vida es, en su fase más primitiva, actividad de trabajo, antes de llegar a su forma de contemplación. Que caractericemos a la Filosofía como «actividad tal o cual» no significa, pues, que su esencia consista en eso, en ser un tipo o especie de actividad. La consciencia, el conocimiento, se define plenamente por sí mismo, y el hecho de que sea acción, e incluso acción pura, es algo secundario, aunque necesario y trascendental. Nada que se añadiese a una total consciencia actual, a la total identificación con la realidad del Ahora, podría aumentar la plenitud de la vivencia.

La mayor penalidad de la sociedad actual la constituye, tal vez, el desprecio del ejercicio racional sustancial en la Política. El gran error «político» del irracionalismo consiste en identificar a la Razón con el tirano (bien es cierto que identificando a la razón con la mera racionalidad científico-técnica). La Razón —la dialéctica y la analogía— es la única que puede propiamente criticar al tirano, mostrar su injusticia, es decir, su irracionalidad, por no respetar ni lo uno y universal (al aplicarse a sí mismo desigualmente la ley) ni la diferencia (homogeneizando a todos). La razón es la única que puede poner el amor intelectual para la armonía social.

Que el saber sea un hacer completo no hay que entenderlo, pues, como quietismo, salvo en el sentido en que, en un hacer pleno, no hay trabajo, en el sentido de actividad alienada. Situar a la Filosofía en lo superestructural, en lo epifenoménico, y colocar al trabajo «productivo» (de explotación de la naturaleza básica) como causa y esencia, es la mayor incomprensión posible de lo que significaría la emancipación humana. En realidad, el trabajo «productivo» es padecer, necesidad…; y la humanidad emancipada solo puede dedicarse a pensar, incluso y con (todo) el cuerpo. Como también decía el Extranjero, no debemos privar, a la Idea, de la Vida, ni siquiera del tiempo. Pero, en la Idea, la Vida es «juego», el juego de la dialéctica, que crea mundo.

Sin embargo, el ser humano no puede pasarse el día filosofando. O, mejor dicho, el hecho de que el humano se pase la vida filosofando (puesto que en el fondo no hace otra cosa), implica necesariamente, dadas sus características, que siempre o casi siempre esté envuelto («por acción u omisión») en cualquier otra «práctica». Esta es, en otro sentido, la urgencia prioritaria, y la dedicación a la política explícita significa una mayor atención al drama del desajuste existencial, que la de la mera reflexión en la torre de marfil. Es obligación de las mejores naturalezas, o de lo mejor de nuestra naturaleza, que se vuelva a los trabajos «mundanos». El gnosticismo puro no es propio de seres humanos, y es un cierto fanatismo. Ahora bien, si no hay propiamente política donde hay «solo» filosofía, tampoco hay más política que la que se deduce de la Filosofía.

La Filosofía y la Acción ético-política se concilian en su estado final, como la Filosofía se conciliaba con la Poesía. Las tres convergen, sin dejar de ser diversos modos de esa unidad. La acción pura es la comprensión absoluta de la dialéctica y analogía de la realidad, y es también el puro juego de la poesía.

Quizá el mejor ejemplo de la dialéctica filosófico-ética (de su mismidad y diferencia) pero también de su analogía (de su inclinación hacia el intelectualismo) sea la figura de Sócrates. Este hombre hizo filosofía y educación. Para él, pensar era hacer, y hacer era pensar. Su búsqueda del qué es realmente cada cosa era indistinguible de su búsqueda del bien, de la axiología común al saber y al querer. Su diálogo en la plaza pública era la mayor acción política de la época, una política, sin embargo, destructiva para el utilitarismo de los intelectuales, que le condujo al tribunal en calidad de mayor amenaza a la «democracia». Sócrates es ajusticiado por hacer política lo ideal, es decir, una vida consciente, sin-supuestos, en diálogo con los otros. Nadie, después, situará a la filosofía en un puesto de tal responsabilidad.

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Estas líneas forman parte del libro De la filosofía como dialéctica y analogía, Ápeiron ediciones, Madrid, 2015