Continúo con algunos fragmentos del material que estoy creando como comentario al pensamiento de Platón. En esta ocasión, acerca del problema del conocimiento. Es solo una pequeña parte. La redacción es muy provisional.
La pregunta guía “¿qué es la virtud o lo bueno?”
supone que la virtud es algo que puede ser conocido y definido. Es esencia de
la filosofía socrático-platónica la interdependencia de la vida buena y el
conocimiento auténtico de las cosas y sus valores. Ahora bien, esto plantea dos
problemas, colaterales pero quizás lógicamente previos: ¿es posible un saber
acerca de lo bueno?, ¿es el bien, el valor, la virtud, un objeto de
conocimiento? Ese es uno de los dos problemas, el de la epistemología de lo
ético. El otro, de carácter aún más reflexivo, es el puramente epistemológico:
¿qué es conocer?, ¿cuál es el conocimiento correcto o auténtico? Cuando
pregunta qué es lo bueno, Sócrates pregunta por un saber o conocimiento cierto
de lo bueno. Pero ¿en qué consiste un saber o conocimiento cierto?
(…)
El término central en esta discusión es ἐπιστήμη.
Además de con su sentido general, que significa cualquier tipo de conocimiento
sin atención a calidad, Platón lo usa con un sentido cuasi-técnico para nombrar
la forma más perfecta de conocimiento. Lo vamos a traducir habitualmente por
“saber”, sobre todo cuando tiene ese sentido específico. Renunciamos a
traducirlo por “ciencia” (aunque esta era su equivalencia más natural hasta no
hace muchos siglos), dado que hoy ese término tiene un sentido preciso que no
se corresponde con el del término platónico. En efecto, en Platón ἐπιστήμη no
significa solo ni principalmente la ciencia o las ciencias, por exactas que
sean, sino que incluye también, o, incluso, en un uso aún más restringido, se
identifica con un presunto saber racional puro, que Platón llama dialéctica y al
que considera cualitativamente diferente de toda ciencia, como vamos a ver. Hoy
llamamos a eso con el genérico e impreciso “filosofía”. Otra traducción posible
de ἐπιστήμη es “conocimiento” (la epistemología es la “teoría del
conocimiento”). La vamos a evitar por lo general, sin embargo, por la amplitud
de su significado, que encierra, y como sentido prioritario quizás, el de la
capacidad psíquica de conocer. Ahora estamos interesados en el ámbito normativo
del conocer adecuado, no en algo psíquico. En la traducción de ἐπιστήμη por
saber se pierde el hecho de que en griego es un sustantivo y no un infinitivo
(forma que también utiliza Platón, como sinónimo). Pero haber recurrido a algo
como “sapiencia”, solo para mantener esa diferencia, hubiera resultado demasiado
extraño.
Que el saber auténtico sea (se llame) ἐπιστήμη no es
una tesis epistemológica: ἐπιστήμη o saber es el nombre neutral para toda
teoría epistemológica. Tanto el racionalista como el empirista como el
escéptico tienen como pregunta común la de qué es (en qué consiste, cómo se
reconoce…) el saber. En todo ámbito existe un término neutral que nombra el
objeto de ese ámbito, y que las diversas posturas en disputa pretenden definir
mediante otros términos ya no neutros. Así, Platón sostendrá que la ἐπιστήμη o
saber es la dialéctica (según se definirá luego esto), mientras que un
empirista sostendrá que el saber es la sensación, y un escéptico dirá que no
hay criterio alguno de saber. Una observación paralela habrá que hacer en otros
ámbitos: por ejemplo, con el concepto de εὐδαιμονία en la ética.
ἐπιστήμη, en su sentido específico, se opone a δόξα,
“creencia” u “opinión”. También esta palabra puede significar, usada de manera
lata, cualquier tipo de conocimiento, sea más o menos válido y cierto. Pero
cuando δόξα se reduce a un sentido específico, cobra el sentido negativo de
“mera creencia” por oposición a verdadero saber. En nuestra lengua ocurre lo
mismo: podemos decir, en sentido general, “los científicos creen que el
universo es finito”, pero cuando decimos “¿eso lo creen o realmente lo saben?”
estamos exigiendo a la palabra “creer” que asuma su sentido más específico y
negativo. Nuevamente, esto no distingue a unas teorías epistemológicas de
otras. En principio, todas ellas tienen como problema la definición del
auténtico saber, por oposición al mero creer, aunque algunas de ellas lleguen a
la respuesta de que tal distinción no existe o no es posible.
Desde luego, ἐπιστήμη y δόξα no son los únicos
términos de la epistemología de Platón, aunque sí con mucho los más frecuentes.
A veces usa otros como sinónimos de aquellos (por ejemplo, γνώμη
para conocimiento, πίστις para “creencia”). Los iremos encontrando en el
camino.
*
La pregunta es, pues, qué es el saber (τί ἐστιν ἐπιστήμη;).
Aunque esté implicada por el preguntar ético
socrático, esa pregunta solo tardíamente se plantea y analiza con toda claridad
y detenimiento en la obra de Platón. Se ha dicho a menudo que la reflexión
sobre el método aparece al final, después de que se lo haya venido usando con
un conocimiento implícito. La filosofía moderna (como pensamiento “tardío” que
es), nos ha acostumbrado a comenzar, reflexivamente, por el conocimiento del
conocimiento, antes de (o incluso definitivamente en vez de) ir a las cosas
mismas, pero no parece haber ninguna razón a priori por la que la cuestión
epistemológica deba necesariamente preceder a la ontológica y a alguna otra, ni
es eso lo que ocurre de hecho en la mayoría de los pensadores de la tradición,
incluido el propio Platón. Si, sin embargo, nosotros la situamos en primer
lugar en una exposición del pensamiento de Platón, no es por rendir tributo a
la norma sancionada desde Descartes y Kant, sino porque, a nuestro juicio, el
propio Platón sostiene su ontología (y resto del edificio) a partir de una
tesis epistemológica, y no a la inversa (algo semejante puede decirse de
Heráclito, como sostenemos en nuestro Heráclito.
Un comentario filosófico).
No se puede decir, de todos modos, que el problema de
qué es un auténtico saber no esté presente desde sus obras más tempranas. De
ello se trata, de diversas maneras, en Cármides
(con una profunda especulación sobre ese presunto saber que se conocería a sí
mismo, como pide la máxima de Delfos), Enamorados,
Ión, Menón… Pero ciertamente, hasta el Fedro
y La República no aparece un
desarrollo explícito del asunto, y solo en un diálogo de plena madurez, el Teeteto, es el asunto central. Ello
tiene que ver con que esta no es la pregunta fundamental. Pero también porque,
en general y por lo que se refiere a todos los asuntos, incluidos los éticos,
solo en los diálogos de madurez se desarrollan sistemáticamente.
*
La pregunta por qué es el saber no la saca Platón de
la nada. Fue ya esencial en el pensamiento de Heráclito y Parménides, y se la
encuentra en el ambiente intelectual en que vive. La disputa ha sido llevada a
su radicalidad, con, por ejemplo, el sensualismo y pragmatismo extremo de
Protágoras, y Gorgias ha argumentado el escepticismo: incluso si algo
existiese, dice en su discurso del no-ser, no podríamos conocerlo, pues son
diferentes el conocimiento y su objeto, y no hay correspondencia entre uno u
otro ámbito, si es que existe el pensamiento falso. Lo que es más, seguramente
Gorgias no presenta ese argumento como una tesis “sincera”, sino como un juego
erístico, como una muestra de que uno puede demostrar cualquier cosa y su
contraria: se trataría de un escepticismo incluso respecto del poder y deber
argumentar el escepticismo, un meta- o super-escepticismo, digamos, un adiós a
la razón. Esto ha conducido a lo que
Sócrates llama, en el Fedón y
otros lugares, misología, odio a o desprecio de las razones.
Sócrates es, sin embargo, un confeso filo-logo (por
ejemplo, Teeteto, 146a),
amante de las razones. Por eso, antes de morir, según nos lo pinta Platón,
aconsejó a sus amigos que se precavieran, ante todo, de la misología, pues no
hay mayor mal, dice (y hay que entenderlo literalmente). Como ocurre con la
misantropía, que nace cuando, por haber confiado en alguien sin entendimiento,
se descubre que es malvado, la decepción de la razón ocurre cuando se constata
que no nos conduce a ningún lado seguro, como muestran los razonamientos
contrapuestos a los que se dedican los intelectuales que educan a la juventud
de la democracia ateniense. Tenemos una parodia platónica en el Eutidemo, en
que los dos hermanos, Eutidemo y Dionisodoro, devenidos “maestros de virtud” en
su ancianidad, se precian de que, responda el interlocutor lo que responda a
sus preguntas, serán capaces de refutarlo. Pero si la misantropía, dice
Sócrates, se cura comprendiendo que hay muy pocas personas que sean
extremadamente buenas o extremadamente malvadas y son muchas las que están en
el medio, no ocurre así con los razonamientos, sino que, cuando se confía en
ellos sin la técnica precisa, y se le ve fracasar, después se opina que todo es
falso. Así, los que se dedican a los razonamientos contrapuestos se creen
sapientísimos por revolverlo todo de arriba abajo (90c-d) Es esta puerilidad
destructiva la que más conviene combatir en uno mismo, pues sería lamentable,
dice Sócrates, que un razonamiento bueno y firme se dejara de creer por ser
puesto al lado de otros que son de esa clase dudosa, y no echara uno la culpa a
su impericia. Los intelectuales de la Atenas democrática, después de conocer lo
que parece el fracaso de todas las teorías de los viejos filósofos (pues se
refutan los unos a los otros: que si es uno o es múltiple, que si es incorpóreo
o corpóreo), y el desarrollo del arte dialéctico (el que ejerció con tanta
pericia Zenón de Elea) y del análisis del lenguaje y las paradojas lógicas, han
perdido toda confianza en la existencia y accesibilidad de un saber absoluto,
un saber de los principios.
A la práctica misológica le es afín una teoría acerca
del saber: la de que no hay saber, sino que todo es creer. La razón (el viejo
lógos común de Heráclito, el noein de Parménides) se ha reconocido, finalmente,
como un instrumento, una poderosa herramienta al servicio del deseo. Justo lo
contrario, pues, de lo que implica la pregunta socrática: no hay lugar para
preguntar qué es lo bueno, al menos como quien pregunta qué es el dos. Por eso,
la pretensión socrática de un fundamento racional de toda acción, implica la indagación
de una razón “sustantiva”, no meramente instrumental. El platonismo es un
racionalismo. Se trata de defender, de la manera más fuerte, la razón más
completa, frente a toda forma de doxismo y, en último extremo, escepticismo y
nihilismo.
Saber
y Creer
La búsqueda del auténtico saber toma en Platón (como
es típico de la razón) la forma de una discriminación (διαίρεσις) a través de
dicotomías, dentro del género total de lo que aspira a ser conocimiento (género
al que podemos llamar tanto creer como saber, en los sentidos generales y
neutrales de estos términos). Ese género se divide primero, de manera natural,
en dos ámbitos: en el lado “derecho” o “segmento superior” está la creencia o
el saber que es verdadero saber o conocimiento auténtico; en el lado
“izquierdo” o “inferior”, la mera creencia, la creencia que no alcanza su
perfección. En esta distinción, los términos ἐπιστήμη y δόξα, que nombran a uno
y otro lado de la división, cobran su sentido específico. La tarea es definir
uno y otro término.
Pero Platón, en busca de una completa precisión en la
definición, necesitará introducir una segunda distinción o dualidad en el seno
de cada una de esas especies, proponiendo así una teoría tetrádica de los tipos
de conocimiento según su perfección.
*
Comenzaremos por la primera distinción, más general,
entre saber y creer, ἐπιστήμη y δόξα. Esta distinción está en uso en todos los
diálogos, de principio a fin, pero solo en los que consideramos últimos dentro
del periodo estrictamente socrático, especialmente en Menón y Gorgias, se dice
explícita y firme. En uno de los textos últimos de Platón, Timeo, todavía aparecerá como axioma fundamental o pórtico de toda
teoría, unido a la distinción ontológica a la que, como veremos, está asociada,
según Platón: hay que comenzar por distinguir lo que siempre es y nunca
deviene, y lo que deviene continuamente pero nunca es. Lo uno, lo inmutable, es
comprensible por la inteligencia mediante el razonamiento; lo otro, opinable
con percepción sensible no racional, nace y muere pero nunca es realmente
(27d-28a)
Veremos cómo aparece esta distinción en algunos de los
lugares más importantes de los textos de Platón.
*
La distinción entre mero creer y auténtico saber está
en el fundamento de la exigencia socrática de reconocer la propia ignorancia.
La ignorancia mayor es creer saber cuando no se sabe. Sócrates constata que
quienes son considerados y se consideran a sí mismos sabios (tales como los que
ejercen de alguna u otra forma la política, quienes se dedican a la poesía, o a
la adivinación, y quienes, en fin, saben algún arte), no poseen el saber que
pretenden, sobre todo por lo que se refiere a lo bueno, lo justo, lo bello y
cosas similares, esto es, a los valores y los fines últimos de todo otro saber.
La distinción entre saber y mero creer se da por naturalmente supuesta en los
diálogos socráticos, y Sócrates no se toma el trabajo de hacer explícitos los
criterios tiene que cumplir quien sabe algo y no meramente cree que lo sabe. Se
infiere, de su proceder en el diálogo, que quien sabe tiene que poder dar
definición y explicación (dar razón) de lo que sabe, sin caer en
inconsistencias como las que delata el ejercicio refutatorio en el que Sócrates
es tan hábil: dar definiciones insuficientes, o, a la inversa, excesivamente restrictivas
que dejan fuera algo que sí intuimos que pertenece a la especie definida, o que
entran en contradicción con otras propiedades que sí atribuimos a la cosa… El
conocimiento de quien conoce tiene que ser firme y universal, esto es, tiene
que ser siempre así, y no puede saber de solo parte de la especie; tiene que
poder, además, enseñarlo a otros.
Pero estas cosas apenas aparecen más que en el uso en
los primero diálogos. Por ejemplo, en el seguramente muy temprano diálogo Ión, aunque la distinción entre
auténtico saber y mera opinión es asunto central, no se profundiza en qué
consiste esa diferencia. Sócrates sostiene ante ese rapsoda que su habilidad
para interpretar a Homero no es ciencia o “arte” ni saber algunos, como se
muestra en el hecho de que él es incapaz de hablar de otro poeta como habla de
Homero, aunque hablen de las mismas cosas (532?), sino “no sé qué fuerza
divina” que le transporta, como la piedra magnética. No es “ciencia” (τέχνη)
sino entusiasmo o delirio. Quien sabe de algo, pues, tiene un saber universal
sobre ese objeto. Pero ni este ni otros de los que constituyen saber son
explicitados por Sócrates.
Además, decíamos, debe poder dar cuenta de ese saber.
En el Hipias Mayor se muestra que el
sofista que cree saber hablar de la manera más bella, no sabe, sin embargo, qué
es lo bello. Podrían multiplicarse los ejemplos.
*
Algo muy diferente ocurre en el Menón, uno de los últimos diálogos de la etapa estrictamente
socrática y de los primero de la constructiva. En él la reflexión epistemológica
tiene un gran protagonismo, si no es acaso el principal asunto. Varias tesis
epistemológicas aparecen ahí, entre ellas la primera distinción clara entre
saber y creer.
Se discute, por empeño de ese joven amigo de Gorgias,
si la virtud es enseñable. Sócrates advierte a Menón (como hace en otros muchos
lugares, esto sí desde el principio) de que no tiene sentido intentar responder
a esa pregunta si antes no se hace la pregunta por qué es la virtud, esto es,
que la definición debe preceder lógicamente a la discusión de otras propiedades
de la cosa en cuestión (71b; 86c). Como quiera que Menón se obstina en discutir
aquello, Sócrates introduce una segunda observación epistemológica que será
también muy importante en la teoría platónica, como veremos más adelante: en
tanto no demos la definición de algo, acerca de sus propiedades o, en general,
de todo aquello en que aquel concepto esté involucrado, discutiremos solo de
modo supositivo o hipotético (ἐξ ὑποθέσεως) (86e), es decir, no de modo firme,
plena y legítimamente deductivo, apodíctico. Supongamos, por ejemplo, que la
virtud sea enseñable. ¿Qué hace condiciones son precisas en ese supuesto? Si la
virtud es enseñable, es necesario que sea conocimiento. Ahora bien, ¿es
conocimiento la virtud? Parece que no, porque no hay de ello maestros ni
discípulos, como probaría la experiencia. Pero, entonces, ¿cómo guían los
hombres justos? Hay una posible guía de acción correcta sin conocimiento, dice
entonces Sócrates: la opinión verdadera (δόξα ἀλεθής, 97b). Para la acción,
esta no es peor guía que el auténtico saber, dice (evidentemente, Sócrates no
sostiene ahí que para la acción correcta es suficiente con la opinión
verdadera, pues esa acción correcta a la que se refiere es la de personas como
Pericles, Temístocles y semejantes, quienes no son dueños de una acción
correcta en el sentido estrictamente socrático: podríamos decir que, como hace
a veces, Sócrates está concediendo ese punto o hipótesis de sentido común,
porque no necesita una tesis más fuerte, la del intelectualismo ético).
¿Qué tiene el saber que no tenga la opinión verdadera?
Menón ha propuesto una respuesta fallida: el conocimiento acertará siempre,
mientras que el mero creer errará a veces. Pero Sócrates le objeta: la creencia
acertada nunca yerra (97c). No es esa la virtud del conocimiento, sino otra: la
quietud o estabilidad. La creencia es como las estatuas de Dédalo, que escapan
si no se las vigila. Si preferimos el saber es porque la creencia es
inconstante y tiende a escapar del alma si no se la ata con alguna causa o
explicación causal (αἰτίας λογισμῷ), que es lo que se consigue mediante la
reminiscencia de las ideas (98a).
Entonces Sócrates hace una afirmación poco usual en
él: yo también hablo por figuración o suposición, dice, pero si hay algunas
cosas que puedo afirmar que sé, una de ellas es la de que la recta opinión y el
saber son diferentes (98b). Hay algo que Sócrates sabe, además de que no sabe:
sabe que es diferente saber que meramente creer: sabe el saber. El saber es
estable, porque está atado por esa cadena de oro que es el razonamiento de las
causas. Pero esto implica un conocimiento de la definición o razón (λόγος) de
la cosa.
Es seguramente el momento más reflexivo de los
diálogos socráticos. Pero el Menón es
un texto que está ya de camino a la exposición o despliegue de un saber muy
serio y sistemático, un saber que no existía en la actividad estrictamente
socrática de los primeros textos.
*
En el Gorgias (ese
diálogo que considero un ensayo, en muchos sentidos, de lo que luego será el
diálogo central, culminación de toda la búsqueda anterior, la República),
Sócrates le pregunta a Gorgias: ¿llamas a algo saber (μεμαθηκέναι) y a algo creer (πεπιστευκέναι)? Gorgias acepta que son distintos el
saber y el creer (μάθησις y πίστις). Se comprueba en lo siguiente: hay tanto una
creencia falsa como una verdadera, pero no existe un saber falso (ahora
Sócrates utiliza el término ἐπιστήμη, como equivalente
a μάθησις) (454 c y d) La retórica, por ejemplo, produce
persuasión, creencia, pero sin conocimiento.
*
Pero el primer tratamiento sistemático y profundo de
esta distinción se ofrece en La República.
El
diálogo apela desde el comienzo, en ejercicio, a esa distinción. Las
refutaciones, a lo largo del primer libro, de las tesis de Polemarco y de
Trasímaco, la tienen como fundamento. A Polemarco, que ha definido la justicia
como dar bien al amigo y mal al enemigo, se le pregunta si amigos son aquellos
que a uno le parece o cree, o bien los que realmente lo son. Polemarco acaba
reconociendo que amigos son los que lo son y no los que se cree o solo parece
que lo son (334c-e). Contra Trasímaco, que ha definido inicialmente lo justo
como la conveniencia del más poderoso o fuerte, se presenta la aporía de que el
más fuerte puede errar en lo que cree que es mejor. Entonces Trasímaco, después
del desconcierto, rectifica su tesis (fatalmente, como veremos en su lugar)
para decir que el gobernante, en el rigor de la palabra, es el que no se
equivoca, esto es, el que sabe. El resto de la refutación depende de esa
exigencia de conocimiento para el que se declara más fuerte o poderoso.
Cuando,
para responder a las objeciones de Glaucón y Adimanto, Sócrates se embarca en
el diseño del Estado, puesto que sigue el camino desde lo más básico a lo
superior en sucesivas oleadas o capas, la exigencia de conocimiento va
emergiendo poco a poco. Desde el principio se califica de filosófica la
naturaleza de ese perro con el que se compara al guardián, y (412b y ss.), se
exige la phrónesis en los encargados de gobernar, los guardianes perfectos
(414b). La primera de las virtudes de esa polis de guardianes es la sophía,
sabiduría, que es, se dice, saber (episteme). (427d).
Pero
es solo cuando, urgido por los jóvenes, incluido Trasímaco, a que explique
detalladamente eso que solo ha dicho de pasada, lo de la comunidad entre los
guardianes, y Sócrates se enfrenta a las tres enormes olas del razonamiento,
cuando aparece la auténtica figura del filósofo-gobernante y, con él, de la
distinción entre saber y creer (474b y ss.) El auténtico filósofo, dice
Sócrates, ama todo el saber, como los jóvenes enamoradizos se enamoriscan de
cualquiera y el amante de vinos a todos quiere catarlos: quien ama a una cosa,
la ama entera, no a una parte. El filósofo, pues, no desprecia ninguna
enseñanza o saber (μάθημα). Glaucón (quizás sorprendido de la aparente
tolerancia del maestro: ¿no ocurre que los verdaderos amantes de los vinos,
aunque los amen a todos en cuanto vinos, son también más exquisitos y aman
verdaderamente solo a unos pocos?) contesta con ironía que, en ese caso, va a
encontrar a muchos de filósofos: los amantes de espectáculos (φιλοθεάμονες,
amantes del “contemplar”), los de audiciones, que van a oírlo
todo… Para explicar en qué sentido habla Sócrates de amante del saber (φιλόσοφος)
o “amantes de contemplar la verdad” o “espectadores de la verdad” (φιλοθεάμονες
τῆς ἀληθείας), y, por tanto, del saber, se ve “obligado” a presentar
ni más ni menos que la teoría de las ideas (475e y ss.) Lo bello y lo feo son
uno cada uno, aunque en su comunidad con los cuerpos y los hechos, y entre
ellas mismas, aparecen de múltiples modos. Los amantes de espectáculos, los
amantes de las técnicas y demás se separan de los auténticos
filósofos porque aquellos son incapaces de ver con su entendimiento y degustar
lo bello en sí en su naturaleza, en su unidad. Quien ve las cosas bellas pero
no lo bello, está en un sueño, pues no toma lo que es solo semejante como tal
semejanza, sino como la misma cosa a lo que aquello se asemeja. Hay, pues, dice
Sócrates, que distinguir entre conocimiento (γνώμη) y creencia (δόξα).
(476d) A quien niega que existan las ideas les diremos así: quien conoce,
conoce algo (no nada); y algo que es (no algo que no es). Mantendremos pues,
con firmeza, y desde cualquier lugar que se mire, que lo que completamente es (παντελῶς ὂν)
es completamente concebible (παντελῶς γνωστόν), y lo que no es de
manera alguna, es del todo incognoscible (477a). Aquí aparece lo que
consideramos el axioma fundamental de la gnoseología o gnoseontología de
Platón: se piensa lo que es. Es, desde luego, el axioma eleata, que Platón
nunca abandonará, pero al que tendrá que explicar correctamente (mediante,
precisamente, la voz de Parménides, o de un Extranjero de Elea). Continúa
Sócrates desarrollando la esencial explicación de eso que ya aparecía en el
Menón, y en el Gorgias: ese no saber pero tampoco pleno ignorar que es el
opinar o creer. Saber y creer son potencias (δύναμις,
extraños seres mediante los que podemos lo que podemos), y re refieren, la una,
a lo que es, y la segunda, puesto que no puede referirse a lo que no es, está
destinada a aquello que está entre lo uno y lo otro, que participa del ser y
del no-ser (μετεχον τοῦ εἴναι καὶ μὴ εἴναι) pero no es ninguna de ambas cosas,
y que podemos llamar lo opinable (478e). Los que ven las muchas cosas, opinan
de todo, pero no saben. Son filódoxos
pero no filósofos.
Como
en Menón, lo propio del saber es la
estabilidad, pero ahora esta se ancla en la unicidad e identidad de su objeto,
la idea. Nótese, por cierto, que aunque la exposición comenzó con la ontología,
su argumentación ha dependido de la exposición de la epistemología, esto es, de
la distinción entre saber y creer. Hay una absoluta correspondencia entre
conocer y ser, y, si el ser tiene la prioridad ontológica, el conocer verdadero
es el camino hacia ella.
Pocas páginas después, el Sócrates de la República
introducirá una sistemática más compleja en la teoría del conocimiento,
subdividiendo cada uno de los géneros en dos. Pero comentemos antes el
planteamiento más sencillo o básico.
*
La diferencia entre saber y creer introduce la
distinción fundamental en el conocimiento, una distinción equivalente a la que
en la ontología distingue la realidad y la apariencia. Esa distinción permanece
completamente vigente. El saber tiene que ser un conocimiento, no solo
verdadero o verdadero por casualidad, sino firme y seguro, indudable,
infalible. En torno a si existe o es posible un conocimiento tal (al menos,
para nosotros) persiste la incansable lucha entre titanes y olímpicos. A los
dos géneros de concepciones en pugna dialéctica podemos llamarlos doxismo y
epistemismo (en los sentidos específicos que les da Platón).
El doxismo insiste en que toda certeza, por firme que
parezca, no es más que el fenómeno de una creencia o convicción. La naturaleza
o esencia última del creer es su contingencia. Contingencia no (o no solo) en
el sentido temporal, sino en el sentido, sincrónico, de no necesidad: lo
contrario o, para ser más precisos, lo contradictorio con una creencia, es algo
posible, otra creencia. Por ello, la creencia no es nunca realmente universal.
Su aparente universalidad solo es un contingente darla por universal (un
“universal” acuerdo, por ejemplo), que nunca puede soportar la necesidad
incondicional. La misma creencia en la necesidad es solo una creencia
contingente. La doxa está sujeta al aquí y al ahora, incluso aunque a través de
los aquí y ahora se mantenga una “misma” creencia. Tal como la inducción carece
de necesidad lógica (ningún número de experiencias particulares, esto es,
temporales, y, por tanto, contingentes, puede justificar el salto a una ley
universal y necesaria), así ningún estado psicológico de creencia puede
justificar la afirmación de un indudable saber. No se puede ir más allá de la
creencia. El doxismo parte del “hecho” de que el conocimiento es la creencia de
un sujeto. Lo epistemológico se reduce a psicológico, lo normativo a fáctico,
lo trascendental a inmanente.
El epistemismo, al contrario, insiste en el elemento
irreduciblemente normativo, esto es, necesario, universal, inmutable, que hay
en todo conocimiento o simplemente en su pretensión. El epistemismo no puede
aceptar que se parta de la creencia para definir el saber. El saber es norma
suya y de la creencia: la creencia tiene sentido solo como carencia de saber perfecto,
como pseudosaber. La seguridad del saber no es el de la certeza subjetiva, no
es una convicción muy fuerte: el conocimiento, como algo normativo que es, es
esencialmente independiente de cualquier condición particular espacio-temporal,
es trascendental.
Aunque ambas posiciones tienen naturalmente asociada
una concepción ontológica que le es coherente, en la discusión puramente
epistemológica esa implicación no tiene por qué ser tomada en consideración. En
principio, el epistemólogo puede dejar al margen la cuestión de la implicación
ontológica de sus tesis. Para establecer ese puente es necesaria una tesis
gnoseo-ontológica. En Platón, esta es la tesis parmenídea de la relación
directa entre pensar y ser, como acabamos de ver y veremos más adelante con
detalle. Pero, a la hora de contemplar el conocimiento, Platón solo nota la
universalidad e inmutabilidad, la normatividad, que está presente en todo
juicio.
*
Cada una de las dos posiciones generales puede adoptar
una posición absoluta o relativa, según el modo en que enfrente a su contrario,
de donde surge el siguiente cuadro de teorías epistemológicas (un cuadro
tetrádico, inspirado en el propio Platón, y que veremos más adelante):
1.
Epistemismo
1.1.epistemismo
absoluto
1.2.epistemismo
moderado
2.
Doxismo
2.1.Doxismo
moderado
2.2.doxismo
radical
Cada una de las concepciones acerca de qué es el
conocimiento o el saber, tiene que enfrentar sus propias aporías.
El problema esencial para el doxismo en general es que
no parece poder justificar conocimiento alguno, incluido, desde luego, el de la
propia tesis doxista. Todos los intentos de destilar, a partir de estados
contingentes, algún conocimiento que tenga las propiedades de universalidad o
normatividad, fracasan, porque hay una distancia infinita o inconmensurabilidad
entre cualquier cúmulo o modulación de lo fáctico y lo más mínimamente
normativo. El doxismo puede adoptar fundamentalmente dos posturas.
En su forma extrema (2.2.), acepta que es imposible
obtener universalidad y necesidad, y afirma, en consecuencia, que todo
conocimiento es completamente contingente. Ello conduce, en último extremo, al
relativismo y el escepticismo. Es la posición que habría mantenido, por
ejemplo, Protágoras, según veremos, y, más cerca de nosotros, Hume y Nietzsche,
y los seguidores contemporáneos de uno y otro. Las aporías que sufre esta
concepción son las siguientes: primero, no salva el conocimiento, sino que
acaba negándolo; y, por ello, no se salva a sí misma, pues, desde luego, el
doxismo absoluto, sea consciente o no, pretende ser una tesis válida más allá
de la creencia que uno tenga, es decir, que ella no puede valer lo mismo que su
contraria.
En una forma moderada (2.1.), el doxismo intenta
salvar una cierta normatividad, que emanaría de las creencias contingentes.
Unas creencias serían mejores que otras. Por ejemplo, aquellas que se acompañan
de una “justificación” argumental o sistema de creencias interrelacionadas, o
las que consensuan los hablantes. Tal concepción es la de muchos filósofos,
sobre todo en el ámbito del positivismo moderno. Pero es una tesis
insatisfactoria, pues ninguno de esos elementos con los que pretende
discriminar entre epistémicamente mejores o peores creencias escapa a la
completa contingencia propia de toda creencia. Por eso, tampoco el doxismo moderado
se salva a sí mismo en cuanto teoría perfectamente válida que pretende ser, lo
sepa o no, ni salva realmente la validez de conocimiento alguno, aunque lo
pretenda: la forma particular de su aporética consiste en que no logra
construir el puente desde la creencia a la validez del conocimiento.
Wittgenstein (De la certeza) nota que, de “estoy seguro de (creo firmemente)
que p” no se deduce “p es verdadero”. Según él, se combate el escepticismo
advirtiendo que toda duda solo tiene sentido sobre un trasfondo de verdad.
Ahora bien, si a su vez ese trasfondo es contingente, como cree Wittgenstein,
no se anula el escepticismo. Solo si se supone un trasfondo absoluto de verdad,
se salva el conocimiento.
El
epistemismo, esto es, la tesis de que el conocimiento es completamente
irreducible y anterior a cualquier modo de creencia, se alimenta de las aporías
del doxismo y de la certeza que poseemos de poseer conocimiento válido. El
epistemismo se negará a definir el conocimiento como una creencia cualificada
de alguna manera. “El conocimiento primero”, según el lema defendido en
recientes años por Tim Williamson. En los tiempos más recientes, entre un mar
de doxismo o positivismo dominante, algunos epistemólogos están defendiendo,
por diversas razones, posturas a favor del a priori (por ejemplo, además de Tim
Williamson, Laurence BonJour). El problema para el epistemismo es el inverso
que el que sufría el doxismo: cómo es posible que lo absolutamente cierto, lo
normativo y trascendental, se implemente en las creencias fácticas de los seres
humanos, que parecen estar sujetas ineludiblemente a la contingencia. No parece
haber justificación posible para “creer” que se posee una certeza indudable e
infalible, una verdad absolutamente verdadera. También el epistemismo puede
adoptar dos formas.
En su forma absoluta (1.1.), rechazará que exista
validez alguna en la mera creencia. El conocimiento es pura normatividad, esto
es, universalidad y necesidad. No puede ponerse en duda (no hay justificación
posible para poner en duda) las certezas racionales. El falibilismo no puede
ser absoluto o infalible. Podemos citar como ejemplos históricos de esta
teoría, además de al propio Platón, y, antes, a Parménides y quizás el
pitagorismo en general (el caso es más dudoso con otros “presocráticos” como
Heráclito), a los racionalistas como Descartes, Spinoza y Leibniz, y a algunos
racionalistas idealistas, como Hegel y cierto Schelling. Pero el epistemismo
extremo reduce a nada las creencias, que constituyen de alguna manera todo
nuestro conocimiento. Por ello, no parece salvarse a sí mismo: depende de una
certeza absoluta que no podemos afirmar.
En
su forma moderada (1.2.), el epistemismo sostiene, sí, que lo que hace
conocimiento al conocimiento es lo racional, universal y necesario, que es
completamente ajeno a la creencia, pero piensa que ese elemento racional tiene
que usar elementos doxásticos o fácticos. El conocimiento sería una síntesis de
normatividad y facticidad. Así es el conocimiento científico o matemático,
frente a la pretensión del epistemismo absoluto y la del mero doxismo, en
cualquiera de sus formas. La razón es anterior, pero está siempre condicionada
por la sensibilidad, al menos en nosotros, seres naturales. Podemos tomar como
ejemplo de esta concepción epistemológica a Aristóteles y sus seguidores
(aunque no a la máxima positivista de que nihil
in intellectu quod non prius in sensu, sino más bien a la teoría del
Intelecto Agente y el Intelecto Paciente, para cuya discusión medieval vale la
pena acudir a Tomás de Aquino), pero también a Kant, si dejamos a un lado ahora
su aspecto idealista: las categorías son trascendentales o a priori, pero están
vacías sin el importe de los fenómenos.
*
Creencia y sensibilidad, saber y
racionalidad
En
La República Platón plantea el problema
del conocimiento, en primer lugar, como acabamos de leer, en los términos más
puramente epistemológicos o formales, esto es, distinguiendo entre saber y
creer. Pero enseguida asocia esos conceptos con, respectivamente, la
racionalidad y la sensibilidad, que son términos con al menos un pie en la
psicología. El ámbito de la mera creencia es asociado al de “lo visible” (ὁρωμένον),
y el ámbito del saber, al de lo inteligible (νοουμένον).
Según usa los conceptos Platón, habría una identidad (sintética, diríamos)
entre, por una parte, racionalidad y saber, y, por otra, entre sensibilidad y
creer. Una situación análoga se presentará respecto a la dualidad que distingue
entre, por un lado, los deseos, siempre contingentes y sin medida, y la
racionalidad, siempre medida, por el otro. Lo veremos. Ambas asociaciones son
problemáticas. Aquí nos fijamos en la epistemológica.
La
asociación o cuasi-identificación de creencia con sensibilidad, y de saber con
racionalidad, no es algo inmediatamente obvio, y de hecho es rechazado por
muchos. ¿No es concebible, por una parte, una creencia que no se refiera a nada
sensible sino a algo “puramente” racional: por ejemplo, si simplemente creo que
dos es par, sin tener ni una justificación ni una certeza absoluta sobre ello? Y
¿no es posible, también (aunque quizás menos claramente), una certeza plena e
inamovible referida a lo sensible? En todos los tiempos los racionalistas han
argumentado que los sentidos pueden engañarnos siempre. Pero algunos empiristas
han defendido que la sensación, en algunas de sus formas, posee una certeza que
no se puede razonablemente poner en duda, o no más de lo que se puede dudar de
una intuición racional (una comprensión matemática, por ejemplo). (Compárese
con las tesis de Kripke respecto a la doble distinción analítico-sintético, a
priori-a posteriori: según él, a diferencia de lo que sostuvo Kant, un juicio
puede ser analítico a posteriori, es decir, lógicamente necesario aunque solo
cognoscible a través de la experiencia) ¿Cómo se justifica la identificación
que hace Platón entre racionalidad y saber, y entre sensibilidad y opinión?
Que
de lo sensible no es posible un auténtico saber sino solo un mero creer, se
sigue, en Platón, del hecho de que lo sensible es esencialmente
espacio-temporal y, por tanto, contingente, de modo que ningún objeto o hecho
sensible puede tener un carácter constante. De “hecho” (más bien por principio,
el principio de todo hecho), lo sensible está siempre cambiando, dejando de ser
lo que era. En verdad, en ello no hay ser ni idea o especie: en lo sensible
solo contemplamos estados adjetivos de las propias características que definen
a ese fenómeno, nunca esas ideas en su forma sustantiva. No vemos el círculo
sino un fenómeno circular, una sombra o fantasma del círculo, vagando sobre
algo absolutamente inestable, que en el Timeo
será llamado lugar (χώρα). El fenómeno sensible es “objetivamente” inestable
(en la medida en que lo sensible es objetivo, y no fruto solo de la mala forma
de entender del sujeto), lo que en el sujeto cognoscente se corresponde con un
pseudo-conocimiento, la mera creencia u opinión. Por tanto, la sensación está
unida esencialmente al concepto epistemológico de la creencia.
Pero
¿es necesaria también la implicación en sentido inverso, es decir, que toda
creencia lo sea acerca de lo sensible? Mientras que Platón nunca admitirá que
haya un conocimiento adecuado o saber acerca de lo sensible, si parece admitir
(explícitamente en el Teeteto, pero tácitamente –puede inferirse- en otros
lugares, como el Menón) que hay
creencia o pseudo-saber acerca de lo no meramente sensible, por ejemplo y
eminentemente, de lo matemático. Podría, según eso, pensarse un modo
gnoseológico contingente referido a algo universal como es el objeto
matemático. ¿Quizás esto se debe a que lo matemático, según Platón y como
veremos enseguida, se apoya siempre en lo sensible y no alcanza el carácter de
saber puro o incondicionado? Pues, en efecto, lo puramente racional será solo
lo perfectamente epistémico, el puro saber. Un conocimiento que, en algún
aspecto, mezcle el elemento sensible, será epistémicamente impuro. Sin embargo,
no parece que esta sea una explicación adecuada, pues hemos de admitir, al
menos en principio, que también se pueden tener creencias en el ámbito de la
más pura objetividad, esto es, en la dialéctica. La asociación de creencia y
sensibilidad se fundará, más bien, en el lado del sujeto o de la
representación: toda creencia es, por su propia naturaleza subjetiva, afín a lo
sensible, aunque aquello sobre lo que es o pretende ser creencia, sea lo ideal.
En verdad, es lógicamente imposible tener una mera creencia matemática, o
dialéctica: o se sabe adecuadamente, es decir, con los requerimientos de la
racionalidad, o no es matemática o dialéctica. El problema para un epistemismo
como el de Platón estriba en salvar esa absoluta certeza, universalidad y
necesidad del conocimiento, dentro de nuestra vida psíquica, que es inmanente y
caracterizada por el tiempo y el cambio. ¿Cómo puede darse un conocimiento
firme en nosotros? El intento de comprensión de esto supone para Platón la
consideración más profunda de la dialéctica, pero también de la analogía, como
veremos.