sábado, 18 de mayo de 2013

Paradoja


ι μάλιστα διηνεκς μιλοσι, τούτωι διαφέρονται, κα ος καθ μέρην γκυροσι, τατα ατος ξένα φαίνεται
“De aquello con lo que más a menudo se relacionan, están separados, y lo que se encuentran cada día, les parece ajeno”.Heráclito, D-K 72

La existencia es paradójica. La condición de lo que se llama, con dos nombres torpemente restrictivos, “condición - humana”, es la paradoja. Y lo que hace, de ese pensamiento que todavía llamamos “filosofía”, algo radicalmente extraño, indomesticable, intempestivo, impresentable…, paradójico, pero (o, más bien, “y por eso”) ineludible, es precisamente que él es el pensamiento que se hace cargo de la paradoja. Es un continuo o siempre presente (aunque también, de manera (,)naturalmente(,) paradójica, diferido hacia pasado y futuro) vencer la actitud “natural”. Lo que está en cuestión es, en verdad, la naturaleza de lo natural. Lo natural (,)paradójicamente(,) no es lo natural.

Cuando Heráclito dice (fragmentos D-K 20) que “nacidos, desean vivir y recibir muerte, o más bien reposo, y dejan niños a los que les advenga la muerte” (es de notar, de paso, que el sabio de la luminosa oscuridad usa la misma raíz para el nacimiento o llegar a ser de los unos, γενόμενοι,  genómenoi, y para el llegarles la muerte a sus niños μόρους γενέσθαι, mórous genésthai: lo más diferente de la naturaleza, paradójicamente, se dice lo mismo, porque, en verdad, vida y muerte es lo mismo), quiere referirse cuando dice eso, digo yo, al exterior de la “actitud natural”. Los hombres parecen ahí una galería de fantasmas repitiendo el estúpido proceso de venir a ser (sucederles el suceder) y venir a no-ser (sucederles el dejar de suceder). Pero ningún humano, en verdad, deja de tener u obtener, como lote en ese entre el nacer y el morir de la naturaleza, la paradoja. Eso sí, “los más” la tienen como un bicho interior, que hace la vida difícil y rara, inconfesable o inexpresable hasta para los íntimos (salvo en paradójicos momentos sin tiempo, en algún rincón de una habitación o un pasillo, una tarde anónima), como una manía (diría Pavese) que desvía del trabajo y la crianza sucesivas. Parece que la naturaleza de la “actitud natural” es la repetición. La repetición (que nos disculpe Deleuze) es la manera en que la parte (una parte, (“)naturalmente(”), de la realidad, del todo) se asume como parte y se sustantiva, para dejar ya de aspirar al todo, para olvidarse, si es posible, de él, al menos conscientemente (ya no acordarse nada de que todavía se acuerda de todo). Ahí, la existencia entra en “reposo” ναπαύεσθαι,   anapaúesthai, en ralentí. La repetición es la forma mínima de la existencia, casi una vida “bajo mínimos”. Es esa forma, ese thánatos u obtener la muerte en vida, que rige en la cadena de montaje, en el pupitre, en los tuppers …, en el aburrimiento inconsciente del negocio universal, en fin. La repetición, en verdad, no logra permanecer intacta (es imposible la pura repetición, la pura cantidad de lo mismo), pero todo lo que le sucede es precisamente eso: que le sucede, no que lo hace o lo es. Le viene de fuera, de las fuerzas de la “naturaleza”, del azar o del señor de voluntad inescrutable, que es lo mismo. Por eso, paradójicamente (y por tanto natural y “necesariamente”), la figura que de la realidad segrega la consciencia “natural” o mínima, es, a la vez que la de la pura repetición, la figura más informe: la naturaleza como azar, y misterio: lo que sucede. La máxima repetición mecánica convive necesariamente con la máxima incalculabilidad del deseo, con la creencia religiosa más oscura.

Algunos “hombres” hacen otra cosa, diferente pero igual, con la paradoja de la existencia. Se trata, también para ellos, de ignorarla, y, en ese preciso sentido y precisamente por eso, su actitud es reconocidamente natural y puede presentarse públicamente sin que nadie vaya a extrañarse: al contrario, era lo esperado, y soluciona muchos problemas, proporciona bienestar, hace más fácil el movimiento de la máquina, más previsible la repetición, menos numerosamente misterioso el suceder (aunque, claro, acumula todo el misterio en un agujero negro del olvido o inconsciente acordarse). A esto, a esta actitud natural bien compuesta, lo llamamos, en los mecánicos y repetitivos, inconscientes y para-paradójicos tiempos modernos, Ciencia (restringiendo así una palabra que alguna vez significó “más”). Esta aptitud no conoce la paradoja, no es consciente de ella, no “quiere” ser consciente de ella. Solo manipula, risueñamente, paradojas de juguete: algo parecía que iba a caer más deprisa y resulta que cae a la misma velocidad (ignorando la paradoja del caer y el movimiento); creíamos que todo lo que sucede ahora sucede a la vez y resulta que no hay un ahora privilegiado (ignorando la paradoja del instante de ahora y del tiempo)... Saca el conejo de la chistera, pero nos muestra, sonriendo, cómo el conejo estaba antes allí.

La paradoja de la existencia no es rozada. Al contrario, al potenciar la “actitud natural”, la Ciencia hace más inverosímil y ajeno lo que, sin embargo, siempre está tratando con nosotros, en nosotros, de nosotros. Se acepta como postulado (impensado, desde luego –pues, en cuanto se piensa, ya no se lo puede uno quitar de encima-) la “naturalidad” de la existencia: estamos aquí, en el mundo, en un escenario, para hacer un papel, etc. Este pensamiento casi inconsciente, esta “actitud natural reglada” (como podríamos llamarla), tiene como límite el infinito, sabe que no conoce lo natural. Pero “sabe” cómo conocerlo: la matemática, la medida. Se trata de cuadrar el círculo. Se van inscribiendo cada día nuevos polígonos regulares más precisos, con más aristas, que se acercan al círculo. Claro, el círculo está, en verdad, a la misma distancia siempre: en el infinito. Porque no es medida. Pero ¿cómo aceptar lo sin-medida? El pensamiento “natural” medido, que llamamos ciencia, no puede ni planteárselo. Tendría que aceptar que saber es no saber. Y eso no es lo que llamamos hoy ciencia. Eso necesita otro nombre muy distinto. (Así, un “error” semántico –estrechar el significado de ‘ciencia’- provoca un bien colateral: sí, necesitan nombres distintos la Ciencia y lo que está, en la consciencia, más allá de la ciencia. Pero no porque la ciencia abarque todo lo que es de la consciencia, sino, natural y paradójicamente, por lo contrario).

“Puesto que es evidente por sí mismo que no hay proporción de lo infinito a lo finito, es sumamente claro también, por lo mismo, que donde se encuentra algo que excede y algo que es excedido, no se llega al máximo absoluto, siendo como son, tanto las cosas que exceden como las que son excedidas, finitas, y el máximo, en cuanto tal, necesariamente infinito. Dada, pues, cualquier cosa, que no sea el mismo máximo absoluto, es evidente que es dable que exista una mayor. (...) De ahí que siempre permanecerán diferentes, por muy iguales que sean, la medida y lo medido. Así, pues, el entendimiento finito no puede entender con exactitud la verdad de las cosas mediante la semejanza. La verdad no está sujeta a más o a menos, consistiendo en algo indivisible, a lo que no puede medir con exactitud ninguna cosa que no sea ella misma lo verdadero; como tampoco al círculo, cuyo ser consiste en algo indivisible, puede medirle el no-círculo. Así, pues, el entendimiento, que no es la verdad, no comprende la verdad con exactitud, sin que tampoco pueda comprenderla, aunque se dirija hacia la verdad mediante un esfuerzo progresivo infinito; al igual que ocurre con el polígono con respecto al círculo, que sería tanto más similar al círculo cuanto que, siendo inscrito, tuviera un mayor número de ángulos, aunque, sin embargo, nunca sería igual, aun cuando los ángulos se multiplicaran hasta el infinito, a no ser que se resuelva en una identidad con el círculo. Es evidente, pues, que nosotros no sabemos acerca de lo verdadero, sino que lo que exactamente es en cuanto tal, es algo incomprensible y que se relaciona con la verdad como necesidad absoluta, y con nuestro entendimiento como posibilidad. (Nicolás de Cusa, La docta ignorancia, libro primero, capítulo III. traducción de Manuel Fuentes Benot)

La paradoja verdadera (no la de juguete) es un escándalo para la actitud “natural”. Es para-doxa. Para acceder a ella hay que separarse, hacer epojé respecto de la “actitud natural”. Los entendidos dicen que doxa significa “opinión”, “creencia no sustentada en razones”. Y es verdad. También dicen, (“)paradójicamente(“), que doxa es un saber, un estar convencido, un dogma. También es cierto. Un dogma y una creencia son lo mismo, aunque, en el interior del pensamiento sin para-doxa, son a la vez lo más distinto, lo que va desde el ignorante al científico (al sage –en esa descarada tontería “natural” de la lengua ilustrada-): una creencia firme, un haber apresado ya la realidad y haber disuelto el misterio, al menos en parte, una teoría científica…

El pensamiento que se hace cargo de la paradoja, de la contra-opinión y la contra-certeza, de la innaturalidad de lo natural, se le llame como se le llame pasado mañana, es la Filosofía. La Filosofía ve, está destinada a ver, “claramente”, que somos parte, todos y cada uno, del todo de la realidad, parte o aspecto o modo; pero que, a la vez, tenemos consciencia del todo. De hecho, tener consciencia del todo es una redundancia, porque solo hay consciencia de(sde e)l todo. Cuando somos conscientes de una parte, la parte tiene que ser reconocida o reconocerse a sí misma, como parte, pero esto solo puede hacerse desde el todo. No puede volverse uno completamente sobre sí mismo (como dice Proclo que hace la mente) sin pasar por fuera.

Cada una de las frases que escribo se refiere al todo, por tanto son siempre lo mismo y, por así decirlo, sólo son aspectos de un objeto visto desde distintos ángulos” (Wittgenstein, Aforismos. Cultura y Valor, 31 –traducción J. Sádaba-, Espasa Calpe)
 Pero la paradoja, ni siquiera en la filosofía se da de manera “natural”. (Eso, que la paradoja se diese en algún sitio, aunque o sobre todo en su sitio, de manera natural, sería, desde luego, paradójico). La paradoja se tiene que dar paradójicamente incluso (o sobre todo) en su lugar natural, el filósofo. Y esto se expresa o manifiesta en la escisión de dos filosofías. Dos filosofía respecto de la paradoja (o sea, respecto de su tema), que a veces son sostenidas en cabezas diferentes, a veces en la misma cabeza en diferentes momentos, y a veces, en un alarde de vitalidad, en la misma cabeza al mismo tiempo.

Una de esas filosofías consiste en la pretensión de negar o reducir la paradoja. No es que sea aquí como en la Ciencia. La Ciencia no tiene consciencia de la paradoja: eso es constitutivo de ella, de su naturaleza. En cambio, es constitutivo o natural del filósofo que sí la tenga. Cualquier filósofo la tiene: empieza a ser filósofo uno en cuanto se le plantea la paradoja. Un científico (un matemático, un biólogo…), de hecho, empieza a hacer filosofía (filosofía de la matemática, de la biología…) cuando, por la fuerza de la natural naturaleza paradójica de su existencia, llega a hacerse cargo, casi como espontáneamente, del todo, de los fundamentos, etc., a partir de su profesión científica. Un filósofo filósofo, sin embargo, es un “profesional” de la paradoja, hace profesión de ella. Esto le incapacita para la ciencia:

“(…) No me interesa levantar una construcción, sino tener ante mí, transparentes, las bases de las construcciones posibles. Así pues, mi fin es distinto al del científico y mi manera de pensar diverge de la suya”  (Wittgenstein Aforismos Cultura y valor, aforismos 30).

Pero algunos filósofos (la mayoría, como es natural) quieren negar la paradoja. Esto se puede hacer, principalmente, pretendiendo una construcción cuasi-científica del todo. Esta “filosofía pese a sí” no es ciencia, pero querría serlo. Apenas uno de estos filósofos ha terminado su edificio, alguien le envía una carta diciéndole que hay una paradoja encerrada en sus fundamentos. De alguna manera se ha querido conceptualizar el todo con una sola parte, de alguna manera se ha querido cuadrar el círculo de golpe, desnaturalizar la paradoja naturalizándola dóxica o dogmáticamente.

He aquí algunas formas de la paradoja, que puedes recibir por carta:

  • Todo es algo -dicen. Todo es Agua, Número, Energía, Lenguaje… Y eso es verdad. Pero, naturalmente, no lo es. Todo no puede ser solo algo. De hecho, todo no puede ser todo. Ni por arriba ni por abajo. Por arriba, porque todo, si es muchas cosas, no llega a ser uno, no tiene unidad (¿cuál sería, de manera que podría convivir con la diferencia?). Por abajo, porque el conjunto de todos los subconjuntos que se pueden formar con las partes de un todo, siempre es mayor que el todo, así que nunca hay un todo. Por aquí, el todo se escapa hacia lo indefinido.
  • Lo que es, es -dicen. Y eso es verdad. Pero, naturalmente, no es así. Lo que es, no puede ser lo que es. Tiene que haber y ser lo que no es. El propio ser no puede ser (lo que es). Ni por arriba ni por abajo. Por arriba, porque no hay ninguna articulación proposicional o del pensamiento que alcance la pura identidad del ser consigo mismo. Ni siquiera la más redundante y tautológica de las predicaciones quiere prescindir de ambos, del sujeto y del predicado, si es que quiere seguir pensando. Por abajo, porque no hay manera de que lo otro, el no-ser, se contenga en el ser del todo.
  • Lo que se piensa es lo que es -dicen. Y eso es verdad. Pero, naturalmente, no es así. Lo pensado no puede ser lo que es. El propio pensar no puede ser. Ni por arriba ni por abajo. Por arriba, porque ni el más puro de los pensamientos del pensamiento, el de Dios, puede seguir siendo uno y pensamiento a la vez. Por abajo, porque lo que es pensado, el referente, nunca puede ser engullido por el pensamiento.

Pocos filósofos se hacen cargo en serio de la paradoja. Estos pocos no quieren negarla. Viven en ella, eso es lo “natural” para ellos: la innaturalidad de la actitud, el asombro radical o existencial. Y esta, creo yo, es la mejor forma de estar vivos. Un pensamiento así es lo que podemos llamar la Dialéctica (que debemos entender, naturalmente, en sentido no domesticado, en sentido paradójico). Por supuesto, es de la naturaleza de la dialéctica, que ella misma no resulte aceptable (ni para sí misma), a la vez que resulta ineludible. Pero también es de la naturaleza de la dialéctica o filosofía consciente de sí misma, pienso yo, la analogía . Cuando uno se apea de ese pensamiento que hace o toma de la paradoja su naturaleza, entonces uno “cae” a un nivel de inconsciencia, y sueña, como dijo Heráclito en todas sus frases.

Pero -se dirá- ¿no hay otros filósofos (ya una amplia minoría, como se suele decir) que han asimilado y superado perfectamente todo esto? Se trataría de aquellos que, vistas las paradojas, admiten que son irresolubles, y entonces nos piden o nos aconsejan, como terapeutas, que nos olvidemos de ellas, que no pensemos, que vivamos. (A este grupo pertenecen, como pelotón de cola, los eternos y blandos falibilistas). ¿Son, todos estos pocos pensadores, una liberación de la paradoja? No: estos no son más que el reverso, el negativo, de los filósofos que nombramos al principio, de los filósofos a su pesar, de los no-dialécticos. Donde aquellos construían, estos destruyen, pero ambos son lo mismo al ser contrarios, porque ambos rechazan la dialéctica, es decir, la paradoja mirada de frente.

Parece inmodesto, que el filósofo se presente así, como el despierto, como el que realmente vive. Pero cuando hablamos de la existencia, la falsa modestia es una verdadera soberbia: creer que se puede negar la paradoja. Solo existe lo que es consciente, y solo es consciente lo que es paradójico, lo que va contra la opinión y el saber matemático. Por hacer frente a la paradoja (aunque, desde luego, la paradoja nunca está enfrente, sino también frente al enfrente, desde aquí, en el “sujeto”) la filosofía es esotérica, intempestiva, inactual. Pero fuera de la paradoja no hay naturaleza. La paradoja es la naturaleza.

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