Quentin Meillassoux es un joven filósofo al que ya algunos
consideran una estrella en el firmamento del pensamiento contemporáneo. Es el cabeza
de fila de una nueva concepción filosófica, el “Realismo Especulativo”, que se
pretende una revolución respecto de toda o prácticamente toda la filosofía habida
desde Kant (aunque Meillassoux prefiere llamar a su propuesta “Materialismo
especulativo”). Su obra principal, hasta ahora, es el libro Après la finitude (Éditions du Seuil,
Paris, 2006), lo que podríamos traducir por “Después de la finitud”, y que
lleva por subtítulo “Ensayo acerca de la necesidad de la contingencia”. Ha
escrito, también, varios artículos (alguno de suma originalidad), un libro
sobre Mallarmé (Le nombre de la sirène),
en el que sostiene haber hallado la codificación numérica de un poema del críptico
poeta francés, y un libro aún no publicado, pero que circula por ahí, titulado L’inexistence divine. Se le augura una
obra futura de gran relevancia. Meillassoux tiene un estilo bastante sobrio
(sobre todo, para ser francés), contundente, “cartesiano”, pero con pasajes,
también, de gran belleza concentrada. Se respira en sus escritos una calurosa
frialdad, un apasionado antidramatismo, una muy racionalizada prédica de la falta
de razón de todas las cosas, una profunda intuición de la superficie. Retomando
la frase de Quine (en “Acerca de lo que hay”), diríamos que es uno de esos
pensadores que, como el propio Quine, gusta de paisajes desérticos, aunque
Meillassoux es mucho más “especulativo”: una extraña mezcla de cientificismo y
metafísica postmetafísica, que recuerda también a su maestro, Alain Badiou. Ofrece
argumentos fuertes y expresiones lapidarias en el buen sentido. A veces uno tiene
la duda de si no está ante un argumento insuficiente, pero
normalmente acaba constatando que el argumento tiene más fuerza de lo que parecía. En
ocasiones nos asalta también la sensación de que se están ignorando referencias
muy importantes (especialmente de la última filosofía analítica), pero siempre
se constata su pericia para no ser ni analítico ni “continental”, sino
meramente filósofo. En todo caso, leer a Meillassoux es una auténtica aventura
filosófica, de las que no es fácil encontrar entre pensamientos endebles o
sistemas escolásticos autorreplicantes. En lo que sigue, recogeré las ideas de
su Après la finitude, de manera
concisa (para hacer honor al libro) y sin mucho comentario, dejando para otro
momento una discusión crítica. La lectura directa de esa obra no es, sin
embargo, sustituible.
1. Realismo contra Correlacionismo
Meillassoux empieza sosteniendo, para sorpresa de casi
cualquier lector filosófico de hoy, que hay que rescatar la vieja distinción
protomoderna entre cualidades secundarias o sensibles (como el color o el olor)
y cualidades primarias o matemáticas (aunque no definidas como “extensión”, según
hace Descartes, sino en un sentido más “extenso” o general de lo matemático: lo
formal cuantitativo). Estas últimas, a diferencia de las primeras, describirían
las cosas en sus propiedades reales, sin mediación subjetiva, como son “en sí”.
Las cosas, digamos, no tienen en sí color o sabor, pero sí fecha y ubicación
espacial.
“Todo aquello del objeto que puede ser formulado en términos de la matemática, tiene sentido pensarlo como propiedad del objeto en sí” (Après la finitude, p. 16)
Esta es una de las tesis básicas del autor. Llamémosla (pero
el autor no le pone nombre concreto) REALISMO MATEMATICISTA. En cierto modo,
todo el trabajo argumentativo del libro está encaminado a hacer inteligible e
irrefutable esta tesis. Es, obviamente, un tipo de MATERIALISMO (al menos si se
le añade, como el autor hace tácitamente, un “solamente” al comienzo de la
frase).
¿Por qué esta tesis del Realismo Matematicista parece inaceptable,
incluso absurda, para un filósofo actual? –se pregunta Meillassoux-. Porque -se
responde- parece una tesis prekantiana, dogmática, metafísica. Desde Kant (e
incluso desde Berkeley) “sabemos” que es imposible, contradictorio, buscar un
“en-sí”, pues todo lo que conocemos es siempre nuestra representación de las
cosas. No podemos salir de ella, al Afuera. Este pensamiento es común al
kantismo, a la fenomenología, a la filosofía del lenguaje y, en general, a toda
filosofía desde Kant hasta hoy, afirma Meillassoux. La verdad no puede ser,
según todo ese pensamiento, adecuación a la cosa, sino, a lo sumo, consenso
intersubjetivo. Meillassuox introduce aquí un término, que ha tenido un enorme
éxito: el de CORRELACIONISMO. Toda filosofía que considera irrebasable la
correlación de ser y pensar, es correlacionista (Correlacionismo parece equivaler,
pues, a lo que en la filosofía reciente se ha llamado ANTIRREALISMO –Putnam y
Dummett, por ejemplo-, de modo que no se trataría tanto de un concepto nuevo como
de una nueva denominación, de la que cabría preguntarse si, o en qué sentidos,
es más iluminadora). Hay siempre, piensa el correlacionista, un “círculo
correlacional” entre cosa y sujeto. La prioridad de la relación, del co-, sustituye
a la antigua prioridad de la sustancia. La disputa entre poskantianos no
consiste ya en cuál es la sustancia fundamental (la Idea, el Átomo…), sino en
cuál es la forma más fundamental de la Correlación. Aunque las filosofías de la
consciencia o del lenguaje parecen remitir a algo externo, en verdad permanecen
enclaustradas en la representación. Como si sufriesen el duelo de haber perdido
el Gran Afuera precrítico, los modernos insisten en una referencia a un en sí
al que, sin embargo, no reconocen ninguna propiedad independiente. Esto vale también
para la filosofía de Heidegger: el Ereignis es esa correlación o copertenencia
de ser y ente.
Pues bien, es el Correlacionismo,
en todas sus variantes, lo que Meillassoux quiere rechazar, sin por ello
regresar a la Metafísica (tal como la entiende él, esto es, como afirmación
de la existencia de algún(os) ente(s) necesario(s) –definición que me parece sumamente discutible-). En
este sentido, Meillassoux nos propone un pensamiento nuevo, que no se habría dado nunca en
la historia: un pensamiento postmetafísico pero también post-correlacionalista.
Para ello, ofrece enseguida un argumento, que será considerado básico a lo
largo de toda la exposición. Es el siguiente:
La ciencia experimental da unas cifras de datación
absolutas: el comienzo del universo, por ejemplo, tuvo lugar hace 13,5 millones
de años; la formación de la Tierra ocurrió hace 4.56 millones de años; la
aparición del homo habilis, hace 2
millones. Llamemos ANCESTRAL a toda realidad anterior a la aparición del
hombre, y ARCHI-FÓSIL a las realidades materiales que testimonian existencia
material anterior a la aparición del hombre. La cuestión es: ¿qué sentido hemos de dar a los enunciados
científicos que tratan de realidades ancestrales, apoyándose en esos archi-fósiles?
Meillassoux cree que el Correlacionismo, en cualquiera de sus versiones, es
incapaz de ofrecer una respuesta aceptable: el realismo inherente a ese tipo de
enunciados sería incompatible con la tesis de que todo conocimiento lo es para
un sujeto y no hay acceso al en-sí.
Confieso que este argumento me pareció, desde el principio,
sorprendentemente débil e incluso ingenuo. Cuando uno tiene esa sensación ante
un filósofo, debe pensar cautamente que el problema está en uno mismo. Y, no
obstante mis sucesivas relecturas y reflexiones del argumento, y pese a que el
autor, muchas páginas más adelante, lo mejorará sustancialmente en algún (no
sustancial) aspecto (¿por qué, en efecto, habría un problema especial con los
enunciados acerca del pasado –y no del futuro- o por qué, siquiera, dependería
de que haya humanos o no?), lo cierto es que mi opinión sobre el argumento no
ha mejorado mucho. Quizá sea debido a mi incomprensión. Pero dejo esto para
otro lugar.
¿Qué puede decir, pues, el Correlacionismo, acerca de los enunciados
de ancestrales? Distingamos, nos pide el autor, entre dos tipos de
correlacionismo: un correlacionismo trascendental (kantiano) y uno “especulativo”
(hegeliano o idealista). El segundo hipostasia y, por tanto, eterniza al
Sujeto. Para él, los enunciados científicos acerca de realidades ancestrales no
suponen un gran problema: son, todos, acerca de realidades para una consciencia, una consciencia eterna o Testigo Ancestral.
Pero, para un correlacionismo “estricto”, esa es una hipótesis ilegítima, pues,
en verdad, no tenemos consciencia de tal sujeto eterno. Nosotros no estábamos
allí cuando se formó la Tierra, ni sabemos, desde nuestra subjetividad actual,
si estaba un Dios de testigo. Por tanto, el problema persiste.
Los enunciados ancestrales tampoco presentan, a priori, un
problema para el dogmatismo prekantiano: de lo que sucedió antes de la
existencia del observador, nos dirá un cartesiano, podemos saber lo que nos
dicen las mediciones matemáticas, pues estas son objetivas (no así las
cualidades secundarias, que solo existen desde que hay sujetos sensibles: antes
de la existencia del hombre las cosas no eran rojas u olorosas, pero sí tenían
las propiedades matemáticas que tienen y les descubre la ciencia). El problema
con el dogmatismo metafísico es que, como se verá, carece de justificación ante
la crítica kantiana. Si es así, si no podemos recurrir ni a la metafísica ni al
idealismo absoluto ¿qué puede decir el Correlacionista estricto de aquellos
enunciados científicos?
Una esencial observación más, antes de dirigirnos de frente
al correlacionista: el científico nunca dirá que sus enunciados son
indiscutiblemente verdaderos. Como sabemos, la ciencia es falible, falsable y
corregible. Pero lo importante es que siempre, en cualquier revisión, presuponen
su verdad objetiva. Porque la ciencia no busca enunciados que susciten consenso
o acuerdo intersubjetivo, sino realidades objetivas.
Pues bien, un postkantiano, o un correlacionista en general,
no pueden, sin embargo, aceptar la pura objetividad, la realidad independiente,
de las proposiciones científicas. Aunque los filósofos modernos –ironiza
Meillassoux- han aprendido a ser humildes ante la ciencia, y afirman que los
enunciados científicos son legítimos “en su ámbito”, el filósofo se reserva una
“pequeña” corrección a ese realismo “ingenuo”, el filósofo añade su codicilo: “lo
que dice la ciencia es así –dice- pero
solo “para nosotros”, para un sujeto, porque no puede haber un dato o dación
anterior a la dación, y no hay dación sino para un sujeto”. El pasado, aunque
la ciencia lo toma como anterior a e independiente del sujeto, es, en verdad,
una retroyección de este. Sin embargo, afirma Meillassoux, para el científico, el sentido realista del enunciado ancestral es su
sentido último. Preguntemos solo esto: ¿Hace 4.56 millones de años tuvo
lugar el surgimiento de la Tierra, sí o no? El correlacionista tiene que
contestar que sí y no: es un
enunciado científicamente verdadero, sí,
pero cuyo referente no pudo existir
como dice ese enunciado. Lo cual es, simplemente, un contra-sentido (non-sens). El correlacionista
consecuente tendría que decir que lo que dice la ciencia simplemente no es verdadero. Así, el Correlacionismo
moderado converge con el idealismo puro y duro, y –vuelve a ironizar
Meillessaoux- ambos se parecen peligrosamente a esos creacionistas que piensan
que la Tierra tiene 6000 años. Hasta aquí el argumento, que podemos resumir
así: los enunciados científicos acerca de realidades ancestrales presuponen la
realidad de su referencia; el correlacionismo no admite realidad alguna
independiente del sujeto; luego el correlacionismo es, por más que lo disimule,
incompatible con la ciencia (“o” no explica cómo es posible la ciencia).
El problema de la ancestralidad nos conduce a un problema
más profundo: ¿cómo pensar la capacidad
de las ciencias experimentales para producir un conocimiento de lo ancestral?,
o, en otros términos: ¿qué permite a un discurso matemático describir un mundo
desierto sin humanos (ni otros seres conscientes)? Ese es el enigma: la
capacidad de las matemáticas para acceder al Gran Afuera. Se trata de una
cuestión de apariencia trascendental, pero cuyo presupuesto es, precisamente,
el abandono de lo trascendental. Se sitúa equidistante ante el realismo ingenuo
y lo trascendental. No rechaza el enunciado trascendental, sino que se
sorprende de él. Ante un enunciado sobre lo ancestral, la única diferencia
entre la Filosofía y la Ciencia es que la Filosofía puede sorprenderse, en
sentido fuerte, del sentido literal del enunciado ancestral.
“La virtud de lo trascendental no es volver al realismo ilusorio, sino volverlo sorprendente” (p. 38)
Como se ve, Meillassoux imita a Kant en desestimar a priori
(y sin siquiera una palabra) la cuestión de “si es posible la ciencia” (esto se da como un “hecho”: su éxito lo
demostraría), y deja toda la cuestión en “cómo
es posible la ciencia” y en “si es y cómo es posible la filosofía”. En
principio, del argumento anterior podría deducirse que no es posible la ciencia
puesto que es incompatible con la verdad del Correlacionismo. Meillassoux tiene
que demostrar que la filosofía correlacionista o antirrealista es
intrínsecamente contradictoria, y no solo incompatible con la ciencia. Así no
tendrá que hacer una mera petición de cientificismo.
2. A la busca de un absoluto no metafísico ni oscurantista
Pensar la ancestralidad nos obliga, decimos, a pensar un
mundo sin pensamiento, un mundo sin dación de mundo. Rompemos así con el
moderno “ser es ser un correlato”, y pasamos a pensar un absoluto, pero un
absoluto que la ciencia nos provee. Este es un segundo elemento fundamental del
pensamiento de nuestro filósofo. Podemos llamarlo, ABSOLUTISMO ONTOLÓGICO. Es
totalmente coherente con su REALISMO. Ahora bien, podría plantearse: ¿es una
necesidad lógica defender el absolutismo si se defiende el realismo?
Meillassoux cree, contra el positivismo, que sí: el conocimiento científico no
puede ser todo él relativo ni finito: algo lo sabemos de manera absoluta.
¿No nos conduce esto de nuevo al dogmatismo o la metafísica?
No –responde Meillassoux-, ese retorno es ya imposible. Veamos por qué. Descartes (tomado aquí como representante
paradigmático de la metafísica, en su versión última) justifica la realidad
absoluta de la extensión pasando por otro absoluto, Dios, ser perfecto y, por
tanto, incapaz de engañarme. Pero el argumento ontológico, cree nuestro autor,
no resiste a la crítica correlacionista, que objeta que la presunta necesidad
de que exista Dios no es más que necesidad “para nosotros” y no una necesidad
del en-sí, ya que siempre cabe la duda hiperbólica de si no nos equivocamos en
cualquier razonamiento, incluido el argumento que pretende probar la existencia
de Dios.
Kant, es verdad, no refuta así a Descartes, y la interesante
razón de ello, arguye Meillassoux, es que Kant, aunque no cree que la cosa en
sí sea cognoscible o demostrable, sí cree que es pensable, esto es, que es
no-contradictoria. Por eso tiene que refutar la “materia” del argumento
cartesiano, mostrando que no hay contradicción en pensar a Dios (o a cualquier
otro sujeto) como inexistente: no es contradictorio, por ejemplo, un triángulo
de cuatro lados, si es un triángulo inexistente. No hay ningún predicado
“prodigioso”, capaz de conferir a priori existencia al sujeto. Con ello, Kant
refuta no solo la existencia de Dios, sino toda existencia necesaria, es decir,
toda metafísica.
Ahora bien, la prueba ontológica dependía del principio de razón, según el cual toda realidad existente tiene una
necesaria causa suficiente, que en último
extremo debía ser una causa sui. La
refutación del dogmatismo es el rechazo del necesitarismo (y, por ello –añade
Meillassoux, en una de las pocas notas políticas del libro-, de toda
“ideología”, es decir, de toda afirmación de la necesidad de una situación
social dada). Por tanto, nuestra búsqueda post-correlacionista de un absoluto
no puede ser la búsqueda de un existente necesario. Si llamamos ESPECULATIVA a
toda búsqueda de un absoluto, diremos que, aunque
toda metafísica es especulativa, no toda filosofía especulativa puede ser
metafísica.
Pero aún tenemos que vencer un pensamiento desabsolutizador
más peligroso, y que es más propio de nuestros tiempos: el Correlacionismo Fuerte.
Si el débil (crítico, kantiano) mantiene todavía la pensabilidad (aunque no la
cognoscibilidad) del en-sí, el fuerte niega la legitimidad de incluso esa
pensabilidad: no es demostrable que tenga que haber algo más allá de los
fenómenos. Mientras que Kant piensa que lo en-sí no podría ser contradictorio,
el correlacionismo fuerte rechaza esa pretensión de saber: podría haber un Dios,
aunque impensable para nosotros, que cree contradicciones. Vacío de sentido no
es lo mismo que imposible. El Correlacionismo Fuerte absolutiza la correlación:
sea el Espíritu hegeliano, la Voluntad de Schopenhauer, la voluntad (o
voluntades) de poder de Nietzsche, la Vida de Deleuze, etc., y por más que a
menudo se presente como crítica del sujeto, supone siempre el primado de la
inseparabilidad de cosa en sí y para-nosotros. El Correlacionismo Fuerte solo
puede distinguirse del Idealismo absoluto porque afirma también la facticidad
del propio correlato. Afirma, no solo la facticidad de todas las formas, con
Kant (y frente a Hegel, que las cree todas deducibles), sino que, contra Kant,
afirma la facticidad también de la propia forma lógica. Téngase en cuenta –esto
es muy importante- que esa facticidad de todas las formas no es equivalente a
la perecibilidad o contingencia de las cosas materiales, pues esta última
contingencia, relativa, se basa en un saber positivo, mientras que la
facticidad fuerte concierne a las mismas invariante estructurales de la
realidad, incluida la Lógica.
Tal facticidad radical del Correlacionismo Fuerte nos abre
el acceso a la “posibilidad” de un Totalmente-Otro, incomprensible e impensable,
o, más bien, nos muestra nuestra incapacidad de establecer la imposibilidad de
algo así. Esa es la marca de nuestra finitud esencial. Se puede resumir el
Correlacionismo Fuerte diciendo:
“Es impensable que lo impensable sea imposible” (p. 56)
Esto tiene una importante consecuencia: con el
Correlacionismo Fuerte se vuelve racionalmente ilegítimo descalificar un
discurso no racional sobre lo absoluto so pretexto de su irracionalidad. Aunque
el Correlacionismo Fuerte no funda ninguna creencia, las salva a todas, en el
sentido de que las vuelve inasequibles a la crítica racional. Desaparece “solo”
la pretensión de pensar el absoluto,
no desaparece el absoluto mismo. Por
eso, el fin de la metafísica ha traído consigo el retorno exacerbado de lo
religión. Supone un fideísmo esencial, una “enreligación” (enreligement es el neologismo de Meillassoux) de la razón, su
subordinación no-metafísica a la piedad. La filosofía se hace, motu proprio,
sierva de la religión. Toda la crítica que cabe contra el fanatismo es un
rechazo moral. El oscurantismo es incriticable. Moderno, podría decirse, es
aquel que se enreliga a medida que se descritianiza. Wittgenstein y su “lo
Místico”, y Heidegger y la teología sin el Ser, que estaba siempre tentado de
escribir, se inscriben perfectamente en esta superioridad de la piedad sobre el
pensamiento. A medida que recula el dogmatismo metafísico, crece el
oscurantismo religioso, gracias al Correlacionismo Fuerte. Es preciso recuperar
“un poco de absoluto” en el pensamiento, sin aceptar el oscurantismo y sin
volver por ello a la metafísica.
3. El único absoluto necesario: la absoluta facticidad y falta de
necesidad de todo
¿Cómo puede la razón recuperar algo de absoluto, y racional
(no fideista), una vez muerta la metafísica? Para alcanzar esa roca, debemos
seguir, en primera instancia, la ola del idealismo, en su absolutización de la
correlación: todo es representación, no hay cosa-en-sí. Pero, una segunda ola
de correlacionismo fuerte reducía a facticidad también la propia correlación:
lo concebible no agota lo posible. Pues bien, para saltar a la roca, digamos,
necesitamos comprender que no es el
correlato, sino la facticidad, la que es absoluta. Lo único absoluto y
necesario es la radical facticidad y contingencia de todo. A esta tesis central
del pensamiento de Meillassoux podemos llamarla ABSOLUTISMO DE LA FACTICIDAD, o
FACTICIDAD ABSOLUTA o RADICAL. La facticidad no es la experiencia de nuestros
límites, sino de un saber de lo absoluto. Esto exige una “conversión de la
mirada”: situamos en la cosa lo que creíamos una incapacidad del pensamiento. No
podemos encontrar nada como necesario porque nada es necesario, todo carece de razón necesaria. La ausencia de razón
es una propiedad ontológica absoluta:
“La ausencia de razón es y no puede ser más que la propiedad última del ente” (p. 73)
Nada, en verdad, tiene razón de ser o permanecer así más que
de otra manera. Nada: incluidas las leyes físicas y lógicas. Y ello no en
virtud de una ley superior, sino en ausencia de toda ley así.
Pero el correlacionista nos objetará inmediatamente que no
podemos demostrar que la contingencia sea una propiedad del en-sí más que de
nuestro modo de conocerlo. Meillasoux enfrenta esta esencial objeción probando
que el propio correlacionismo supone el
carácter absoluto de la contingencia de la dación.
Para explicar esto con
un ejemplo (pero no cualquier ejemplo, desde luego), el autor nos pide que
simulemos una disputa, entre varios personajes, acerca de la condición post mortem. Un dogmático creerá que
puede ofrecer una demostración de la necesidad de la pervivencia (o de la
aniquilación). El correlacionista kantiano le dirigirá, entonces, la consabida objeción
de que es una ingenuidad creer que podemos acceder a un en-sí, y sostendrá que
todo lo más a que podemos aspirar es al agnosticismo. Pero aparece un nuevo
interlocutor, el idealista subjetivo, que desenmascara, en los tres anteriores,
la creencia de que podría existir un en-sí. No, no hay ningún en-sí, solo un
para-mí o para-nosotros, por tanto, el sujeto, yo, existo siempre, y siempre
como soy ahora, porque soy el para-sí que sustenta toda representación: soy
inmortal. El agnóstico solo puede rechazar esta tesis idealista aduciendo que
no tengo más razón para creer en una cosa que en otra, en mi persistencia que
en algo totalmente diferente. Entonces aparece un último interlocutor, el
filósofo especulativo (Meillassoux, por ejemplo), que sostiene que lo absoluto
es, precisamente, el poder-ser cualquier otra cosa, tal como lo acaba de
teorizar el agnóstico contra el idealista. Esta posibilidad no es un “posible
de ignorancia”, sino el saber de la
posibilidad de cualquier estado, según ha admitido implícitamente el
agnóstico, pues para él tiene que ser un absoluto, independiente de nosotros y
del acto de pensar, el hecho de que podría suceder tanto la pervivencia como la
aniquilación post mortem. Luego él tiene que aceptar el carácter absoluto de esa
contingencia o facticidad.
“Ese posible abierto –ese “todo es igualmente posible”- es un absoluto que no se puede desabsolutizar sin de nuevo pensarlo como absoluto”. (p. 79)
El correlacionista crítico tiene que admitir que podemos
acceder a un poder-ser / poder-no-ser totalmente otro. Si, contra el idealismo,
desabsolutiza la correlación, absolutiza la facticidad. Este es quizá el poder
más sorprendente del pensamiento humano: ser
capaz de acceder a su posible no ser, saberse mortal. El absoluto
especulativo, no metafísico, dice pues, no que algún ente tenga necesariamente
que existir, sino que es absolutamente necesario que todo ente pueda no
existir.
“El absoluto es la imposibilidad absoluta de un ente necesario” (p. 82)
Frente al principio de razón hay que sostener la verdad del “principio de irrazón (irraison)”: nada
tiene una razón de ser o de permanecer así. Este es un principio
anhipotético, pero no al modo de Platón o Aristóteles (que argumenta el
principio de contradicción solo como la impensabilidad de lo contrario, con lo
que queda a merced de la refutación correlacionista), sino absoluto,
inasequible a cualquier escepticismo, concerniendo al en-sí y no solo al
para-nosotros. Esto puede entenderse mejor, quizá –dice Meillassoux-, pensando
en el Tiempo: en él todo puede abolirse todo (incluidas las leyes físicas) sin
obedecer a ninguna ley, pero el tiempo no puede abolirse.
Puede, pues, demostrarse, la necesaria y real contingencia
de toda cosa. Y esta contingencia no es como la contingencia empírica o
“precaria”, que se enmarca dentro de unas leyes no contingentes (lo que, por
tanto, sigue en el marco de la metafísica), sino una contingencia radical, una
absoluta irrazón de todo:
“No hay nada más acá o más allá de la manifiesta gratuidad de lo dado – nada más que la potencia sin límite y sin ley de su destrucción, de su emergencia, de su preservación”. (p. 86)
4. Las “leyes” del (hiper-)Caos: no hay seres contradictorios
Por medio de la facticidad radical salimos, pues, del enclaustramiento
correlacionista al Afuera. Pero ¿no es esto una victoria pírrica? Pues ese
absoluto que hemos descubierto es un Caos, o, mejor, un hiper-Caos:
todo-poderoso pero ciego, sin saber ni bondad. Una realidad así, a diferencia
del Dios veraz de la metafísica, no parece garantizar el conocimiento
matemático que, sin embargo, hemos puesto como objetivo. Su tiempo es
impensable por medio de la física, pues no tiene regla alguna. No es, siquiera,
el tiempo heracliteo: es un tiempo que podría destruir incluso el devenir y
traer lo estático, la muerte.
Reparemos, no obstante, que ahora sabemos ciertas cosas
absolutas: sabemos que la contingencia es
necesaria, luego eterna; y que ella es lo único necesario. Por tanto, lo
que el hiper-Caos nunca podrá producir es un ente necesario. Incluso si en su
seno surgiese un ente aparentemente necesario, sempiterno, en verdad ese ente estaría
tan sometido a la contingencia como cualquier otro: sobre él pesaría siempre la
posibilidad de desaparecer. Este hecho introduce una auto-limitación en el
Caos. Gracias a ello, dice Meillassoux, podemos demostrar dos importantes tesis
que Kant solo pudo afirmar sin justificar: a) que la cosa en sí es no
contradictoria, y b) que hay una cosa en sí.
La primera tesis se prueba así: si hubiese un ser contradictorio,
sería necesario; pero no hay nada necesario más que la contingencia; luego es
imposible un ser contradictorio. Antes de entrar en la materia del argumento
(en la demostración o aclaración de la primera premisa –pues la segunda ya la
habíamos alcanzado-), Meillasoux se hace cargo de que habrá muchos que piensen
que este es un argumento innecesario y/o circular, pues, por una parte, lo
contradictorio no es pensable, y, además, la validez del principio de
no-contradicción se da por supuesta en cualquier pensamiento. Pero Meillasoux
insiste, una vez más, en que no se trata solo de la no-pensabilidad de la
contradicción, sino de algo más fuerte: de su no existencia real. De hecho, ¿no
hay filósofos que defienden la contradicción de lo real y un flujo soberano? Y
ello porque comparten la tesis correlacionista fuerte de que lo impensable no
es lo mismo que lo imposible.
Sin embargo, argumenta Meillassoux –y esta es la materia de
su argumento -, un ente contradictorio no podría experimentar ninguna
alteración, pues no tendría alteridad a la que pasar. No le pasaría nada, sería
perfecta y necesariamente eterno. Luego la tesis del devenir no se aviene en
absoluto con la contradicción de lo real (por eso Hegel, el mayor pensador de la
contradicción, concluye en una absoluto estático). Para que la realidad pueda
cambiar, es preciso que no exista nada contradictorio. Un ser contradictorio
sería una especie de agujero negro ontológico, que engulliría toda diferencia.
Por tanto, es el hecho fundamental de la absoluta facticidad de todo lo que
permite deducir la imposibilidad de lo contradictorio:
“El principio de irrazón nos muestra que es porque el principio de razón es absolutamente falso por lo que el principio de no-contradicción es absolutamente verdadero” (p. 97)
En cuanto a la segunda tesis antes enunciada (la existencia
de la cosa en sí), Meillassoux la identifica con la cuestión leibniziano-heideggeriana
de por qué hay algo en vez de nada, pero para darle una solución no metafísica
ni fideista. Hay –dice- que desdramatizar esta cuestión: no es tan central como
parecen creer los filósofos con sus grandes gestos (se refiere, obivamente, a
Heidegger), aunque tampoco es un problema nulo. Su solución pasa por ver que la
propia facticidad no es un hecho o factum más, a añadir a las facticidades. El
principio de irrazón no se puede tomar en sentido débil (“si algo existe,
necesariamente será contingente”) sino en el fuerte: “necesariamente existe lo
contingente”, porque la idea de que la facticidad fuese fáctica (no necesaria)
se autocontradice, ya que solo es posible dudar de la necesidad de una cosa si
la facticidad de alguna cosa es pensable como absoluta. Para pensar que el
mundo entero pueda no ser, tengo que admitir que su posible no ser (su radical
facticidad) es pensable por mí como un absoluto. Alguien podría objetar que
puede suponerse que no existe nada aunque todo pueda existir. Pero hay que
responder que pensar la facticidad o contingencia es pensar ambas, la de
existir o la de no existir, luego la no-existencia no puede ser necesaria y
eliminar al otro polo. La respuesta a la cuestión leibniziana es, pues:
“Es necesario que haya alguna cosa y no nada porque es necesariamente contingente que haya alguna cosa y no alguna otra. La necesidad de la contingencia del ente impone la existencia necesaria del ente contingente” (p. 103)
La especulación demuestra, pues, la contingencia de las
formas trascendentales de la representación, y deduce, de la absoluta
facticidad de estas formas, las propiedades del en-sí.
Aquí inserta Meillassoux una observación metafilosófica,
acerca de su ESPECULATIVISMO: la filosofía consiste en la invención de
argumentos extraños, al límite de la sofística. La especulación implica siempre
la necesidad de nuevas reglas de control de esos argumentos, lo que repercute
en una mejora de estos. Por ejemplo, respecto de nuestro argumento de que no
existe ningún ente contradictorio, se nos podría objetar que hemos confundido
contradicción inconsistencia. Los lógicos contradictoriales desarrollan
sistemas formales consistentes, aunque contengan contradicciones. Por tanto,
mundos contradictorios son pensables. Esta crítica nos permite profundizar
especulativamente. En un primer estadio, corregiríamos nuestra anterior tesis:
lo que rechazamos –diríamos ahora- es la posibilidad de la inconsistencia. Sin
embargo, en un segundo momento, tenemos que dirigirnos a la propia
contradicción, y preguntarnos si hechos contradictorios (que en la lógica son
pensables como fallos en la comunicación) pueden aceptarse también como reales.
Meillassoux no desarrolla este asunto: lo usa para probar que el principio de
irrazón no solo no conduce al irracionalismo sino que enmarca una argumentación
precisa.
A continuación introduce una término nuevo: llama
factualidad (factualité) a la esencia especulativa de la facticidad, es decir,
a la no-facticidad de la facticidad. Es preferible hablar así para distinguir
la facticidad de la contingencia interna a la metafísica.
5. Las Leyes del (hiper-)Caos: el problema de Hume y la
estabilidad de los hechos
Cada vez que alimentamos la idea de que existe una razón de
ser, alimentamos la superstición metafísica, y cada vez que rechazamos esa
necesidad metafísica alimentamos el oscurantismo religioso. ¿Cómo escapar a
esto? La filosofía de Meillassoux nos dice que hay que abandonar la creencia,
común a platonismo y antiplatonismo, de que el devenir está del lado de los
fenómenos: todo está sujeto al devenir, incluidas las leyes. Pero la objeción
que se nos dirige inmediatamente es que, de ser así, debería esperarse que todo
esté continuamente cambiando. Puesto que no vemos tal cosa, y las meras leyes
matemáticas no nos permiten inferir un mundo más que otro (hay infinitos mundos
matemáticamente posibles), hay que creer que existen leyes físicas que “rigen”
los hechos y explican la permanencia y constancia de las cosas. Se trata del
llamado problema de Hume: ¿puede demostrarse que de las mismas causas se
seguirán, en el futuro, mismos efectos? Puntualicemos que la necesidad de las
leyes de la uniformidad de la naturaleza no ha sido realmente puesta en duda
por los epistemólogos. El falsacionismo no admite que las leyes pudieran
cambiar sin causa. Tampoco el indeterminismo o probabilismo afecta al principio
de uniformidad de la naturaleza.
Al problema de Hume se le han dado tres tipos de repuesta.
La respuesta metafísica (cartesiana, leibniziana) pretende demostrar la
existencia de un principio de razón, del que emanaría toda otra necesidad. La
respuesta escéptica (la del propio Hume) rechaza el principio absoluto de razón
de Leibniz y ofrece una explicación psicológica: la costumbre. Por último, la
respuesta kantiana o trascendental intenta reducir al absurdo la posibilidad de
la ausencia de necesidad causal: en ese caso, todo cambiaría constantemente,
contra lo que vemos. No solo la trayectoria de las bolas de las que habla Hume,
sino todo el marco de esas bolas, sería inestable, y la realidad carecería de
estructura.
Por diferentes que sean estas respuestas, dice Meillassoux,
las tres comparten algo en común, a saber, la necesidad de la relación causal.
Esto ni siquiera Hume lo pone en duda: lo que argumenta su escepticismo es que
no podemos conocer esa necesidad. Es este postulado común el que el sistema
especulativo de Meillassoux rechaza. Tenemos que hacer aquí algo semejante a lo
que ocurrió con el nacimiento de las geometrías no-euclidianas: pretendiendo
reducir al absurdo las alternativas a la geometría euclidiana, se construyeron
otras (la de Lobatchevski, primero) que resultaron ser consistentes. De la
misma manera, si seguimos a Kant en suponer un mundo sin necesidades físicas,
encontramos un mundo… sin necesidad, pero
no sin estabilidad. De la falta de leyes necesarias no se sigue la
inestabilidad más que la estabilidad. ¿Por qué, entonces, a Kant (y a casi
cualquiera) la estabilidad del mundo le lleva a inferir la necesidad de las
leyes? La razón, explica Meillassoux (apoyándose en las tesis de Jean-René
Vernes en Critique de la raison aléatoire)
es que se piensa al mundo como uno entre infinitos posibles (en un Universo de
universos) y se aplica un razonamiento probabilístico. Efectivamente, hay
ínfimas probabilidades para que se dé un mundo con tanta constancia, sin que
haya algo que incline a ello (sin que el dado esté marcado o trucado). Por eso,
los partidarios de la necesidad causal piensan que hay una necesidad
extramatemática, física, o sea, que el dado está trucado. Hay quienes refutan
ese argumento (el que probaría la necesidad causal a partir de la regularidad
observable) aduciendo que una tal regularidad bien podría ser fruto del azar
(¿cómo sabemos nosotros sobre qué cantidad de hechos se calcula la
probabilidad?). Ahora bien, esta no puede ser nuestra estrategia, dice
Meillassoux, pues el azar o aleatoriedad está plenamente dentro del marco
teórico de la necesidad. La refutación especulativa pasa, precisamente, por
rechazar el temor que se apoya en la probabilidad y la aleatoriedad. La contingencia de la facticidad no se puede
reducir a azar, pues la contingencia afecta incluso a las leyes con las que
funciona la aleatoriedad. Pero la filosofía especulativa no se contenta con
un resultado así, negativo, sino que busca una respuesta positiva a nuestro
problema (el de Hume).
La solución positiva pasa por las matemáticas. Existe en la
matemática una condición precisa para la estabilidad manifiesta del Caos: es lo
Transfinito. La explicación probabilística o frecuencial de las filosofías
antes rechazadas, presupone que el conjunto máximo de las cosas es una
totalidad numérica: si el mundo, como un todo, tiene una cardinalidad, entonces
la probabilidad se aplicará en él. Sin embargo, desde Cantor (desde su Teorema
más famoso, el que lleva su nombre) sabemos que cualquier conjunto, por grande
que sea, es menor que su conjunto potencia (es decir, que el conjunto de todos
sus subconjuntos). Esta destotalización del número supone una revolución sin
precedentes, como ya ha señalado Alain Badiou (L’Être et l’Événement). El teorema cantoriano nos permite pensar,
al menos como hipótesis, una respuesta no frecuencialista al problema. Ya no es
legítimo pasar lógicamente de la estabilidad observable a la necesidad de leyes
físicas, porque no puede postularse una totalidad cardinalmente cerrada. A esta
otra tesis central del pensamiento de Meillassoux podemos llamarla
TRANSFINITISMO, NO-TOTALIZACIÓN o CANTORIANISMO.
6. Especulación sin metafísica
De una manera semejante a como hemos resuelto el problema de
Hume, deflacionista –dice Meillasoux-, se abandonan todos los problemas
metafísicos. Solo el abandono del principio de razón permite dar respuesta a
todos esos problemas.
“Los problemas metafísicos se revelan (…) habiendo sido siempre verdaderos problemas, puesto que admiten una solución. Pero no lo son más que con una condición precisa y altamente constringente: admitir que a las cuestiones metafísicas que preguntan por qué es así y no de otra manera, la respuesta “por nada” es una respuesta auténtica. No reír o sonreír ante las cuestiones “¿de dónde venimos?”, ¿por qué existimos?”, sino rumiar el hecho relevante de que las respuestas “De nada. Por nada” son efectivamente respuestas. Y descubrir, por este hecho, que tales cuestiones eran efectivamente cuestiones – excelentes. No hay ya misterio. No porque no haya ya problema, sino porque no hay ya razón”. (p. 151)
Volviendo a la cuestión inicial: ¿cómo son posibles los
enunciados de ancestralidad?, o, generalizándolo (porque –explica ahora
Meillassoux- el problema afecta tanto al tiempo pre-humano como al post-humano),
¿cómo son posibles los enunciados diacrónicos de la ciencia? Esto ha sido
posible, respondemos, gracias a la revolución galileana, que ha generalizado la
posibilidad de hacer hipótesis verificables diacrónicamente, por medio de la
matematización completa del mundo. Con la extensión cartesiana el mundo se
presentaba por primera vez como capaz de subsistir sin presencia humana o
consciente. La revolución copernicana supuso descentrar al hombre, dejar de
otorgarle el punto de referencia, y habría la desolación de un mundo sin
necesidad de hombres.
Pero aquí sucede una fuerte paradoja: el “giro copernicano”
que Kant lleva a cabo en la filosofía es completamente inverso al giro
copernicano de la ciencia. Kant nos lleva a referir toda realidad a su
correlación con el Sujeto, justo mientras la ciencia nos permite conocer un
mundo sin el hombre. Se trata, en verdad, de una contra-revolución ptolemaica
en la filosofía. Cuando la filosofía ha pasado el testigo de la referencia
realista a la ciencia, ha habido como una catástrofe o rotura (schize). La filosofía ha reducido el
tiempo de la ciencia, capaz de destruirnos, a un tiempo “vulgar”, secundario, y
supone una temporalidad superior, donde todo está presente ahora. ¿Cuál es el
sentido de esta contra-revolución? Solo se necesita escuchar a Kant, acerca de
qué le despertó de su sueño dogmático: fue Hume, es decir, el peligro de que
desapareciese toda necesidad del principio de razón
“…para salvar la posibilidad de los enunciados a priori hay que dejar de asociar el a priori a las verdades absolutas, para hacer de ellas la determinación de las condiciones universales de representación” (p. 174)
Se ha creído que el fin de la metafísica implicaba el fin de
los absolutos, pero la ciencia nos provee de absoluto. Estamos frente a la
exigencia, concluye Meillassoux, de una doble absolutización de la matemática.
La primera, óntica, implica que todo enunciado matemático describe un estado
contingente susceptible de existir en un mundo sin humanos. La segunda consiste
en absolutizar el no-todo cantoriano, y es ya ontológica, porque dice algo acerca
de la estructura misma de lo posible, y no de esta o aquella realidad posible.
Y eso significa que, aunque otras axiomáticas matemáticas rechacen el
transfinito, el no-todo no es una posibilidad entre otra. Solo las teorías
matemáticas que entrañan el no-todo pueden tener un importe ontológico:
“Si el problema de Hume despertó a Kant de su sueño dogmático, queda esperar que el problema de la ancestralidad nos despierte de nuestro sueño correlacionista, y nos induzca a conciliar pensamiento y absoluto” 178
Realismo materialista no-metafísico, matematicismo
cantoriano, facticidad absoluta, contingencia e irrazón de todo, menos de la
propia facticidad contingente. Este es el pensamiento que nos propone Quentin
Meillassoux.
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ResponderEliminarHola Juan Antonio, gusto saludarte, gracias por este post. Si bien ya tiene varios años de haberse publicado me ha sido de gran ayuda, pues estoy leyendo el libro de Meillassoux, y aún no he llegado a la parte sobre Hume. Debo leer tus otras entradas sobre él, y también la que le dedicaste a M. Gabriel, del cual leí su libro y me pareció "carino", como dicen los italianos. Yo he estado trabajando a Kant, Meister Eckhart (los sermones alemanes), y Wittgenstein, y ya casi al finalizar mi escrito descubrí a Quentin Meillassoux... Lo cual me hizo replantear mi escrito... o por lo menos revisarlo: pues si bien no me convence su postulado sobre el correlacionismo fuerte, creo que debo tenerlo presente. Lo que sí intuyo es que hay una relación de explorar entre las obras de Meister Eckhart y el tema de la facticidad, la contingencia y la finitud. Bueno, nuevamente agradezco tus posts y tu blog. Saludos, Leandro.
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