martes, 22 de noviembre de 2016

Arte y Filosofía, de su relación dialéctica. II


(Esta entrada es continuación de la anterior)

(...) Sin embargo, es unilateral y erróneo definir el Arte solo a partir del gusto o la emoción (y a la Filosofía solo a partir de la cognición), por puros que estos sean, o, más bien, precisamente por eso. Inmediata­mente surge el problema: ¿por qué una cosa gusta o no? ¿Es esto «ar­bitrario»? ¿Es el gusto una instancia, no solo autónoma, sino sin nin­guna relación de correspondencia necesaria con algo objetivado por otras instancias, como por ejemplo y especialmente el conocimiento? ¿No hay ninguna implicación entre emoción y conocimiento, entre Belleza y Verdad? ¿Por qué, entonces, el artista necesita elaborar las formas que elabora, plagadas de recursos «técnicos» y criterios for­males, y situadas en una historia de educación artística? ¿Qué tienen todas estas cosas que ver con el efecto estético que provocan?
La capacidad de apreciación estética solo tiene sentido bajo el supuesto de la objetividad de su «objeto»: el juicio estético o calé­tico es intrínsecamente normativo, es decir, discrimina entre lo co­rrecto y lo incorrecto, lo valioso y lo errado... Y, aunque la objetivi­dad estética puede y tiene que ser sostenida por la propia capacidad axiológica del gusto (el buen gusto, el gusto correcto), no puede serlo en una relación arbitraria con otros modos de acceso a la ob­jetividad y la normatividad, fundamentalmente la cognitiva. Hay una correspondencia necesaria, aunque no analítica, sino sintética (sintético-dialéctica), entre lo bello y las cualidades formales a las que se asocia ese predicado y que le dan sentido: «orden», «simpli­cidad», «simetría», «contraste», «dinámicas», «frases»… todas esas construcciones simbólicas, no «meramente expresivas» (si es que este sintagma tiene sentido), que ocupan al artista y son esenciales para su obra, solo el conocimiento puede evaluarlas, «antes» incluso (lógico-trascendentalmente antes) de que la emoción responda a ellas adecuadamente.
En cuanto al carácter objetivo del Arte, quienes lo rechazan aducen, en primer lugar, el «desacuerdo universal» acerca de los propios criterios de lo estéticamente correcto. Pero ese desacuerdo (en la medida en que existe —medida mucho menor a la que pretende el relativista—) puede explicarse mejor aceptando, primero, que, como en cualquier otro ámbi­to, existen en el Arte la ignorancia y el error, y, por tanto, la posibilidad y necesidad de una educación y crítica artística; y, en segundo lugar, que, tal y como también ocurre en cualquier otro ámbito objetivo, la norma universal se relativiza al contexto, induciendo la apariencia de un «abso­luto relativismo» cuando, en verdad, lo que implica es, precisamente, y como toda relativización, una universalidad que sirve de patrón para toda comparación y traducción entre juicios estéticos (precisamente porque lo mismo e idéntico se expresa y percibe distintamente según la perspectiva conservando la traducibilidad entre perspectivas sin pérdida del carácter normativo del juicio, decíamos en el capítulo anterior).
El otro argumento habitual del no-objetivismo estético dice que, a diferencia de lo que ocurre en el Conocimiento, no existe en el Arte una referencia con la que comparar la obra para atribuirle corrección objetiva. Pero este argumento puede rechazarse con varias razones, algunas de ellas opuestas pero complementarias: ni es incontrovertible que la objetividad exija la referencia (hay teorías no referenciales aunque cognitivistas de la Verdad) ni puede negarse a priori que no existe objeto para el Arte, una objetividad ideal. De esto hablaremos después.
Que se defina al Arte, en un primer momento, mediante el Gus­to y la Emoción, no quiere decir, pues, que pueda hacerse ni conce­birse arte ajeno a la Cognición, o que no pueda y deba encontrarse «adecuación» formal, e incluso, de alguna manera, verdad (y toda la verdad) en la Poesía o en la Música, en una conexión de total necesidad con su belleza. Como puede constatarse de hecho, solo una profundidad va con la otra: cada sujeto y cada época y cultura tienen la Música, la Poesía y, en general, el Arte que les correspon­de, de acuerdo con su conocimiento, con su saber científico y, sobre todo, su querer-saber filosófico, con su «visión del mundo». Toda persona, en cualquier cultura o época, se siente instada a ofrecer un «por qué» de sus gustos. Esa explicación es más sutil y compleja cuanto más educada está la «sensibilidad» del sujeto, pero existe hasta en la más primitiva de las experiencias estéticas. Si ciertas aves del paraíso hablasen (nuestra lengua), nos dirían que al baile que ejecutan los machos y contemplan con gusto las hembras lo hacen bello cualidades como el ritmo, las simetrías, los vivos colores que pone en exhibición, etc. (y pocos humanos, si alguno, por más que hablasen «el lenguaje de los pájaros», sabrían ir más allá y explicar, a su vez, por qué todo eso, color, simetría, ritmo…, es bello y gusta, tanto a pájaros como a humanos).
Similar unilateralidad a la de negar toda verdad al Arte, habría en creer que la Filosofía no requiere o incluso excluye, para man­tenerse incontaminada, cualquier elemento y disfrute estético. Al contrario, solo las emociones adecuadas pueden y no tienen más remedio que acompañarla, como acompañan a lo Ético-político, a la Ciencia, a la Religiosidad…, y hay una belleza de la Verdad, aunque no es ella propiamente la verdad de la Verdad. La Filosofía es poesía y música de manera análoga a como la Música y la Poesía son verdad: implícitamente «pero» de manera necesaria.
Hay, entonces, que tomar como solo verdades parciales, abs­tractas, no-dialécticas, las dos posiciones «puras» o extremas en el ámbito de la metaestética o metacalética: el expresivismo o emo­tivismo, por un lado, y el intelectualismo o cognitivismo, por otro. Según el primero, la esencia de lo estético o calético no tiene nada que ver con la verdad y el conocimiento en general, sino solo con su capacidad de conmover. Esta posición no puede explicar, decimos, por qué el gusto atribuye carácter positivo a ciertas cua­lidades objetivas del sonido o de la palabra o del color y la forma plásticas. A veces, el emotivismo se une a alguna explicación de tipo fáctico (naturalista, biologista, sociologista…) que pretende explicar «causalmente» (en el sentido —o eso se pretende— que esta noción tiene en el ámbito de lo científico-natural), el hecho de que nos guste esto más que aquello. Pero estas explicaciones son una metábasis, un caso de «falacia naturalista» (equivalente a lo que supondría, por ejemplo, explicar nuestra creencia en las verdades matemáticas a partir de una explicación por selección natural), porque, cuando nos preguntamos «por qué» gusta esto o aquello (como cuando nos preguntamos por qué creemos verda­dero esto o aquello), nos estamos haciendo una pregunta acerca del carácter normativo de los juicios estéticos (o teoréticos), no acerca de la historia fáctica de esos juicios. Ningún hecho expli­ca una valoración, nada fáctico reduce lo normativo (aunque al mismo tiempo, dialécticamente, toda normatividad se expresa en hechos).
Un acto de expresividad pura (algo así como una interjección sin contenido cognitivo) es una ficción. El cognitivismo tiene razón al señalar que la Belleza de las cosas no es una propiedad arbitra­ria sino que «superviene» necesariamente a sus (otras) propiedades objetivas, tanto en los objetos naturales como en los «artificiales». El Arte es, en este sentido, portador de significado y de «verdad», y solo tanto significado y «verdad» como porte, le hace bello. Sin embargo, la mera enunciación de una frase, por verdadera y teóri­camente relevante que sea, no hace directamente de ese acto una vivencia estética. Es más, es necesario, decíamos, que el contenido cognitivo esté, a la vez que totalmente presente, puesto entre parén­tesis. El no-cognitivismo tiene razón en esto. Las dos tesis metaes­téticas tienen su razón parcial, pero solo tienen plena razón cuando saben unirse sin confundirse.
Pero ¿no hay algún sentido fundamental en que una de las dos posiciones acierta más con lo que es el Arte? Nosotros diríamos que la prioridad la tiene una u otra según el aspecto que se contemple de ese todo que es la obra artística y la vivencia estética. El emotivismo tiene la prioridad inmediata, en cuanto apela a aquello que, en el Arte, efectivamente afecta de manera más directa y manifiesta: el sentimiento. Sin embargo, el cognitivismo tiene razón al reclamar, como objetivo escondido del Arte, la comprensión de la Realidad, y, si la representación cognitiva y la Verdad fuesen un aspecto tras­cendental más fundamental que el de la Belleza, el cognitivismo podría incluso decir que, aunque de manera inmediata el Arte apela a la emoción, lo hace porque, fundamental aunque indirectamente, es una forma de conocimiento.
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Ahora bien, ¿por qué el Arte, si tiene siempre un contenido cogni­tivo de ninguna manera arbitrario, apela, sin embargo, de manera más directa y manifiesta al sentimiento, y no sobre todo a la «fría» evaluación teórica, como hacen la Ciencia y la Filosofía? ¿Dónde está la diferencia específicamente cognitiva entre ellos? ¿Por qué nos vemos obligados a, como poco, poner entre comillas la palabra ‘verdad’ cuando se la intentamos atribuir a la obra de arte? Nuestra tesis al respecto, tan poco original como lo anterior, dice que el Arte es representación imaginativa o figurativa, más que concep­tual, proposicional y argumentativa, y que la Imagen solo posee verdad de manera no-explícita.
Que un objeto o hecho sea obra artística, con un valor prime­ramente estético, requiere que tenga unas características diferen­tes a las de un objeto principalmente teórico o de otro tipo. No bastaría con que las mismas cualidades fuesen «apreciadas» desde una u otra facultad para que el mismo objeto se convirtiera de estético en teórico o ético-político (aunque siempre es posible hacer tal cosa, abstrayendo ciertos aspectos del objeto), pues fal­taría el motivo objetivo para una u otra consideración. Pero un objeto estético es objetiva e inconfundiblemente estético, como uno teórico es teórico. A esas cualidades específicas que hacen de algo un objeto prioritariamente estético antes que teórico o de cualquier otro tipo, las llamamos imaginativas o figurativas en el sentido más amplio.
Esto no quiere decir que el Arte sea aconceptual. No hay ac­tividad sin conceptos, como tampoco hay actividad humana que prescinda de la imaginación. Imágenes sin conceptos y conceptos sin imágenes, no es solo que sean ciegos y vacíos, es que no existen: cada uno está en su otro, y los dos en todo (la propia distinción y relación entre Imagen y Concepto la expresa cada uno, Arte y Filo­sofía, en su propio modo: figurativamente el uno, conceptualmente el otro). Los animales que imaginan, en algún grado conceptúan, y los ángeles que piensan, en alguna medida imaginan, por infini­tesimal que sea esa medida o ese grado. Lo que implica la tesis del carácter figurativo o imaginativo del Arte, es que el concepto está en el objeto estético de manera no expresa, escondido y latente.
Pero ¿qué es una Imagen? Una Imagen, diremos tentativamen­te, es un orden o estructura (un «todo “mayor” que las partes») esencialmente dotado de «materia» sensible o natural (representa­cional), esto es, de unas cualidades espacio-temporales «secundarias» (visuales, acústicas, táctiles) o no-meramente-matemáticas, pero in­determinadas, es decir, no señaladas con un aquí y ahora absoluta­mente concretos o unívoca y directamente determinables respecto del (cuerpo del) sujeto que imagina. Por eso Aristóteles la sitúa en el ámbito de lo posible, no de lo efectivo. Una especie de síntesis e intermedio de lo universal y lo concreto, un concreto universal, po­dría decirse, es la Imagen. Es eso lo que induce a concebirla como no-convencional o no-arbitraria, frente al Concepto, al que se con­sidera convencional o arbitrariamente relacionado con las «cosas» porque falta en él la relación naturalista de semejanza espacio-tem­poral. En realidad, el Concepto solo es innatural y la Imagen solo es natural en un sentido pobre de «naturaleza».
Una característica de la Imagen, intrínsecamente unida a la anterior, es que, como decíamos, en ella no se producen expresa­mente las articulaciones sintáctico-proposicional y teoremática o argumentativa, sino solo la «morfológica», que ocupa ahí toda la función cognitiva del signo. Las frases, en el Arte, valen tanto como términos: más bien, la diferencia entre término y proposición no es operativa. La Imagen no contiene recursos de interpretación: es, en cierto sentido, muda. Su contenido cognitivo es solo tácito, abierto a «cualquier» intelección. Esto es lo que impide que tenga valor veritativo explícito. Si hay verdad en la Imagen, es una verdad en el sentido de corrección de la propia forma, esto es, porque (como decía Spinoza de la «idea») tenga en sí misma las propiedades de una idea adecuada o verdadera. ¿Hay verdad sin estructura proposi­cional, con mera estructura figurativa? Esto es tan dialéctico como la propia distinción entre Imagen y Concepto. Hay «verdad» en la Imagen: unas formas son más verdaderas que otras porque cum­plen mejor con los mismos criterios de validez que determinan el valor de un conocimiento: unidad, orden, completitud… Pero esa no es la forma de la verdad en la teoría, la verdad explícita y cons­ciente (tampoco dentro del ámbito teórico son unívocas la verdad de la Ciencia y la verdad de la Dialéctica: esta última no puede dar por supuesta la articulación proposicional, lo que la hace, de he­cho, confundible con la Imagen, aunque son, en verdad, extremos opuestos, a medio camino de los cuales se encuentra la articulación apofántica de la Ciencia).
No hay, por otra parte, un limitado ámbito de lo imaginable, sino que la Imaginación es un modo de representar cualquier cosa. Podemos apreciar, como mera imagen, incluso una teoría (y en­tonces es cuando la calificamos de «bella»). Aunque, en ese caso, estaremos haciendo abstracción de lo que, en ese objeto que es la teoría, tiene la prioridad natural y funcional. Puede decirse, pues, que hay una «imagen de la verdad» («la verdad en pintura»), pero solo de manera analógica.
Si todo esto contiene algo de verdad, entonces, y como ya ha sido notado por algunos, hay una conexión esencial entre Imagen y Gusto, por la cual la primera, que no puede ser evaluada como teo­ría (ni como acción télica o ético-política) se destina privilegiada­mente al segundo. Todo esto merecería un tratamiento cuidadoso.
Podría objetarse que en el arte contemporáneo el figurativismo o «formalismo» ha dejado de ser válido, tanto porque, en una dirección, existe «arte conceptual», como porque, por el otro extremo, existe un arte directamente reproductivo de los fenómenos, «concreto». Pero, respecto a lo primero, no hay, en verdad, arte «conceptual» (salvo en el sentido en que todo arte lo es, o sea, implícitamente): con esa des­acertada expresión nos solemos referir a arte no-naturalista, es decir, arte, sí, figurativo (como no podría dejar de ser), pero de figuras menos naturalistas (simplificadas, «abstractas» —pero tampoco existen figuras puramente abstractas—). Que esas figuras remitan a conceptos es, en cierto sentido, una tautología (pues toda figura remite a conceptos, im­plícitamente) y, en otro, una mera interpretación, no el objeto estético mismo. En cuanto a lo segundo, si el último arte moderno ha llegado a la deconstrucción de la imagen, hasta convertir en arte lo cotidiano y no-estético, es en paralelo con la propia deconstrucción del concepto. En realidad, no ha llegado más que a reducir la Imagen a su grado infi­nitesimal (en paralelo a como la Filosofía hacía con el concepto), por­que no hay fenómeno puro ni pura cotidianeidad o naturalidad (y quizá eso es lo que «quiere» indicar, inconscientemente y por la vía negativa, este arte «aconceptual»).



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Fragmento del libro De la filosofía como dialéctica y analogía, pgs. 144 y ss

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