Lo que sigue son algunas reflexiones acerca de la parte o
aspecto más general y fundamental de la ontología, parte o aspecto al que hoy
se ha dado en llamar (sin más ganancia de claridad que pérdida de sana
sencillez) metaontología, a saber: qué significan y cómo significan el término
“existencia” y sus afines (tales como “realidad”), en el sentido más profundo
de estos términos, y, por implicaciones, qué significa y cómo significa
cualquier otro término, es decir, cuál es la esencia o estructura más profunda
del Lenguaje.
Aunque expresado así, en términos de “término”,
“significado”, “Lenguaje”…, podría parecer que se trata de filosofía del
Lenguaje, en realidad solo es del Lenguaje en la medida en que el Lenguaje es
el mejor significante del ser o la realidad misma, al menos tal como esta puede
presentarse para nosotros: es decir, el Lenguaje es tomado “solo” como medio,
aunque el mejor medio. El término ‘término’ es ambiguo o, más bien, analógico,
pues tanto significa el mero significante como el significado o concepto e
incluso, quizá, la realidad misma. Porque no nos referiremos, en general, al
significante, no usaremos en general la comilla simple (‘término’), sino las
comillas dobles, con la que indicamos que nos referimos al significado o
sentido, o incluso sin comillas, como refiriéndonos a “la cosa misma”. Sin
embargo, discutirlo en términos de Lenguaje puede hacer la cosa más inteligible
para ciertos oídos o cierta costumbre de nuestros oídos.
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Puede entenderse la tarea de la ontología o metafísica
(tomamos aquí estos términos como equivalentes, por razones que he explicado
otras veces, es decir, para rechazar la definición moderna y estrecha de
“metafísica”, según la cuál esto trataría de lo trascendente, mientras que la
ontología sería una especie de análisis sin compromisos –precisamente-
ontológicos) como la tarea de buscar qué es lo que es o existe, en el sentido o
el valor más intenso del término: qué es lo que existe realmente, lo ontos on en términos platónicos. Esta
pregunta no es separable de la pregunta por la esencia o propiedad(es) o
estructura últimas de la realidad: no se trata de buscar una enumeración de las
cosas que existen, sino, a la vez e indistinguiblemente, de las características
por las que existen. Esencia y existencia no son separables en ese nivel de
cuestionamiento.
Según Tales, entonces y por ejemplo, la realidad última o lo
que existe en sentido fundamental o primero es agua, presuntamente porque el
“agua” tenga las características de homogeneidad y asociación con lo vital que
serían deseables en el nivel fundamental de realidad; según Demócrito, lo que
realmente es o existe, es no otra cosa que átomos y vacío, seguramente porque
la realidad fundamental tiene que ser, a juicio de este hombre, simple, hecha
de “cualidades primarias” u objetivas, etc.
Las tesis ontológicas pueden adoptar diversas formas de
expresión, especialmente respecto del término “ser” o “existencia”. Heráclito
dice que, si se escucha al Logos y no a él, lo sabio es estar de acuerdo en que
“Hen Panta”: “Uno, todo”. Aquí no
aparece el “es”, pero parece que hay que sobreentenderlo, o sea, que Logos nos
dice que “uno es todo”, o que “todo es uno”, o ambas cosas, distinta o
indistintamente. En el extremo opuesto –en este caso, sí-, Parménides dice que,
si se escucha a la diosa (y no a él), la verdad es “hôs ésti”, “que es”. Aquí, al contrario que en el filósofo de los
contrarios, lo único que aparece es el “es”, sin sujeto ni predicado. Un caso
más: cuando el Parménides de Platón especula sobre si lo Uno es, tan pronto lo expresa como “si lo uno es”, como
“si es uno” como si “lo uno es uno”…, y lo mismo respecto de los otros: “si son
muchos” o “existen muchos”, “si son muchos los seres”… No solo los diversos
filósofos, también las diversas lenguas difieren acerca del uso (o no-uso) de
un término como “es”. ¿Por qué, entonces, habríamos de preferir una expresión a
otra?
Buscamos la estructura profunda del Logos, escondida tras
las superficies gramáticas. Y ahora buscamos, decíamos, el elemento esencial de
la realidad, más allá de sus manifestaciones a través de Heráclito y Parménides
(quienes, ellos mismos, nos advierten de que no miremos al dedo con el que intentan
señalarnos el ser). Cada lengua usará los recursos que tenga para referirse a
ese elemento esencial, pero en griego y en indoeuropeo en general hay (y si no
lo hubiera habría que inventarlo) un término, como “es”, que contiene en su
intensión todo lo que el Lenguaje despliega. Con él se puede hacer la pregunta:
¿qué es? (¿qué existe realmente?), ¿qué es lo que es? (¿cómo es, qué esencia
tiene, lo que es?). Desde que la filosofía reparó en este término, pudo seguir
un camino más preciso. Desde Parménides hasta la última filosofía reciente, el
problema primero es la ontología.
Una precisión muy importante respecto de la terminología (ahora
en el sentido del significante) que se usa aquí. Usaré recurrente y
principalmente el término ‘existir’, para evitar un modo de expresarse
demasiado chocante para el lector, pero en todo momento, salvo que se diga otra
cosa, con ese término nos estaremos refiriendo a lo que los griegos llamaban einai, esti (latín esse, est), es decir, “es”. En nuestra lengua, como en otras
(incluida el propio griego tardío) se introdujeron o reusaron, hasta acabar
predominando e incluso sancionándose como los únicos correctos, términos que
desmenuzan el término “ser”, es decir, el concepto más esencial y general de
todo el Lenguaje, tanto en su nivel semántico como en el sintáctico, o, más bien,
anterior a esa distinción, según veremos. Esa nueva y polícroma terminología
ontológica (a la que pertenece el romance “existir”), puesto que buscaba
disolver los problemas mediante distingos, lo que hace, en verdad, es justamente
lo contrario: ocultar el auténtico problema. Si queremos recuperar con claridad
el problema ontológico, tenemos que recuperar la unidad del concepto “ser”. Por
tanto, el lector tiene que tener presente, en todo momento, que con “existir” y
similares nos referimos aquí a “ser”. Si el ser, es decir, si la realidad misma
tal como se nos muestra en el Lenguaje, debe ser dividida en varios sentidos,
incluso equívocos entre sí, es algo que habría que ganar en la reflexión y
discutirlo una y otra vez, no algo que podamos tomar como punto de partida
firme.
Una última nota previa: existe una vieja tentación o manía
de considerar este tipo de expresiones de los filósofos (“Uno, todo”, “es”, “si
es múltiple”…) como carentes de sentido… sea porque no se atienen al habla más
coloquial, sea –más precisamente- porque no responden a los prejuicios,
precisamente ontológicos o metafísicos, de uno. Es la vieja tentación de querer
hacer callar a uno llamándole tonto (si bien, muy cortésmente). Pero aquí queremos
hacer algo más constructivo y más tolerante: intentar entender todas las
expresiones posibles, indagando cuáles son realmente correctas o incorrectas.
En principio, nos guía la máxima liberalidad: creeremos que casi cualquier
expresión que se pueda hacer con el lenguaje es significativa en sentido
fuerte, es decir, con un significado mayor que la mera semántica del término.
Pero nos vamos a centrar en el término “ser”, porque es, como decimos, el más
esencial del Lenguaje, y de su parte más esencial.
¿Cómo puede usarse el término “ser”, “es”, “existe”? Y, en
último extremo, ¿cuál es la estructura profunda del Lenguaje (del Logos, de la
Realidad)?
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Si el Lenguaje está para referirse a las cosas, y si “es”
(“existe”, etc.) es la esencia del Lenguaje, “es” tendría que decirse de y solo
de las cosas. En último extremo, “es” o “existe” diría la realidad, y “es_”
diría cómo es la realidad. Sin embargo, en la lengua general, tanto del
hablante “natural” como del filósofo, y en la lógica tradicional que intentaba
reflejar sistemáticamente esos usos, uno puede (o, al menos, podía) decir con
toda corrección y verdad que “los duendes son traviesos”. De “todos los duendes
son traviesos” se deduce o deducía que “algún duende es travieso” (regla de
subalternancia). Estas proposiciones son o eran verdaderas aunque también lo
fuese la proposición: “los duendes no existen” o “los duendes no existen
realmente (esto es, en el sentido fuerte o pleno de ser o existir)”. De la
misma manera, uno podía decir que “las mesas son inertes” o que “existen
infinitos números primos” o que “el estar-cerca-de es una relación espacial”
aunque a la vez estuviese dispuesto a afirmar que “las mesas no existen en
realidad (sino que son meros
agregados de átomos)” o “los números no existen en realidad (pues son meros signos físicos)” o que “las
relaciones no son propiamente sustancias o cosas (sino “cualidades” o algo así).
(Paralelamente -aunque esto resulte menos sorprendente, salvo para una mirada
muy dialéctica-, podía decirse “Sócrates no-era un sofista”, es decir, podía
predicarse un no-ser relativo de algo que tenía ser-absoluto).
En la mejor o más analítica sistematización de ese estado de
cosas lógico-lingüístico, la de Aristóteles, se decía que “ser” tiene:
- dos valores sintácticos fundamentales: el valor absoluto, monádico o “existencial”, y el relacional, poliádico o “copulativo” (en realidad, más de dos: todos los llamados categorumena o predicamentos, tales como definición, accidente, identidad… pero dejemos esas sutilezas ahora)
- varios valores sintáctico-semánticos generales, es decir, valores semánticos que determinan el papel sintáctico, las categorías: entidad o sustancia, cantidad, cualidad, relación…. De entre ellos, la entidad o sustancia era el valor fundamental, del que los otros dependerían por analogía (no como especies de un género).
- varios valores de grado o intensidad dentro de cada uno de sus valores puramente semánticos: valores primeros y valores segundos. Así, hay sustancias primeras (los particulares) y segundas (los géneros), cantidades primeras y segundas, etc.
Con este aparato se haría inteligible cualquier expresión
habitual. Cuando decimos “los duendes son traviesos”, usamos “ser” en un valor
relacional o poliádico (copulativo), por el que expresamos algunas
características de las cosas (en el mejor de los casos su esencia o definición);
cuando decimos que “los duendes son” (o “existen”) usamos “ser” en su sentido
absoluto o monádico (“existencial”): en este caso solo predicamos del sujeto el
ser, el simple y mero ser. Pero no siempre lo predicamos con la misma plenitud
o el mismo grado: cuando decimos que “los duendes son (existen)”, o “existen
infinitos números primos”, no por ello hemos de entender que estamos usando el
ser en su valor semántico absoluto o pleno (con pleno compromiso existencial),
sino con un valor existencial disminuido, relativizado a un contexto del
discurso (por ejemplo, ficticio, o abstracto, etc.). Por cierto, el hablante ni
siquiera necesita saber a priori si el valor de su uso del ser existencial es
pleno o disminuido: puede estar hablando de algo que no sabe si existe real y
plenamente, como cuando hablamos de Pitágoras (del que algunos dudan que existiera
realmente, pero no se sabe con certeza), o de los géneros e ideas, o de algún
concepto perteneciente realmente (según Aristóteles, al menos) a una categoría
distinta de la de las sustancias o cosas que pueden ser realmente reales. Solo
la ciencia física “y” sobre todo la filosofía (pero la filosofía es “solamente”
la primera o fundamental ciencia) están interesados en los valores más intensos
del ser, tanto en sus usos poliádicos (la búsqueda de la esencia) como en su
valor monádico (la búsqueda de la realidad o entidad absolutamente primera). La
Matemática, por cierto, tampoco está comprometida existencialmente de manera
plena, sino de manera abstracta. El sistema, por tanto, permitía hablar de lo
que no existe, e incluso decir de ello que existe, relativa o disminuidamente.
Lo que sí estaba excluido en esa sistemática era un uso
absolutamente absoluto de “es”, es decir, el uso que hace, por ejemplo, la
diosa de Parménides cuando dice que la verdad es que “es”. Esto no podía ser,
según Aristóteles (y según Platón, en El
Sofista) porque no existe proposición mientras no hay composición o
síntesis de dos cosas: algo de lo que se predica, y algo que se predica de
aquello. Una proposición es siempre un decir algo de algo, ti kata tinós. Pero ¿a qué se refiere el “es” solitario de la diosa?
¿A sí mismo, y hemos de entender, como hacen o hacían los traductores, “el ser
es”? No parece esta la intención de Parménides. ¿A algo como “la realidad”, que
sería el sujeto elidido: “(la realidad) es”? Esta proposición ya sería
correcta, aunque aparentemente la más pura de las tautologías (no obstante, los
filósofos aman las tautologías; solo hay quizás una cosa que aman más que las
tautologías: las contradicciones). Sea como fuere lo que Parménides
pretendiese, no hay Lenguaje sin ónoma
y rhema, sin sujeto y predicado. La
sustancia o cosa en sí, lo absolutamente individual y actual, no nos es
accesible más que mediante conceptos o esencias, dice Aristóteles: eso debe de
ser lo que significa que seamos mortales. Un lenguaje inarticulado, simple, es
propio solo de… los dioses (o de las bestias). Sin embargo, eso no significa
que, a la vez (a la vez que son diferentes), la sustancia y la esencia tengan
que ser lo mismo.
La lógica tradicional permitía, pues, salvar cierta unidad
de la plural realidad, en los diversos pero esencialmente relacionados valores
del ser, y hablar incluso de lo que no existe plenamente o no lo sabemos, como
desafortunadamente es normal entre los mortales o es su propia condición de
tales. Permitía formularse las grandes preguntas de la ontología o metafísica,
que Aristóteles enumera al comienzo de su filosofía primera: ¿existen los
universales, las ideas, lo universal y eterno, lo Uno…, o solo lo físico, lo
que deviene y es sensible? ¿Cuál es la estructura última del ser o realidad?
Parece un sistema lógico bastante coherente y completo. ¿Por
qué, entonces, no satisface a todos?
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