Parece que, mientras todo lo que ocurre, ocurre y es (“por
tanto”) verdadero y real, no todo lo que ocurre es también bueno y bello, sino
que, al menos para nuestras perspectivas de seres finitos, solo algunas cosas
están marcadas con la bondad y/o la belleza mientras que otras lo están con la
maldad y/o la fealdad. Vivir, al menos para seres finitos, parece ser la tarea
de luchar contra ese desajuste de los “trascendentales” (Verdad, Bien y Belleza),
intentar que lo que ocurre coincida lo más posible con lo bueno y lo bello, y
que lo malo y lo feo desaparezcan de la realidad. Solo eso da orientación a los
actos y permite distinguir la acción del padecer.
Pero si lo bueno y lo bello no son lo mismo que lo que es u
ocurre, ¿qué son y de dónde vienen? No pueden ser –dicen muchos filósofos-
objetos ni propiedades de objetos, no pueden ser cosas, realidades: los objetos
o realidades, y sus propiedades, son solo (y todo) lo que hay, no lo que
debería haber o sería deseable que hubiera. Lo bueno y lo malo, lo bello y lo
feo –se infiere- no pueden estar originariamente en otro lugar que en el
Sujeto, es decir, en quien dice que algo es bueno o bello. Esa subjetividad,
sea particular o universal, sea inmanente o trascendental, es la que, a partir
de sí misma y no de otra cosa externa, otorga bondad y belleza a algunas de las
cosas que existen u ocurren. Esto es lo que nos dice el no-realismo o
irrealismo de los valores.
Pero no solo no son cosas, lo bueno y lo bello: tampoco son,
dentro de su subjetividad, conocimiento. Es decir, los actos por los que la
subjetividad produce o decreta lo bueno y lo bello, no pueden ser calificados
como verdaderos o falsos, no son juicios teóricos o proposiciones. No solo no
hay objetos o propiedades reales a los que la subjetividad pudiera referirse cuando dice que algo es bueno
o bello; es que, además, ningún conocimiento de ninguna presunta realidad
semejante sería ni suficiente ni necesario para poder emitir la palabra
“bueno”, o la palabra “bello”: ninguna propiedad no moral o no estética podría
permitir deducir de ella lo moral o lo estético. Es alguna otra capacidad o
función psíquica (psíquico-trascendental), distinta del mero conocimiento, la
que establece lo bueno, y lo bello. Según unos, esa capacidad es la emotividad,
es decir, la facultad de gustar de unas cosas y sentir disgusto por otras.
Según otros es, al menos por lo que a lo bueno y malo se refiere, la voluntad:
ni el conocimiento ni la emoción pueden, por sí solos, establecer las normas de
lo bueno, solo la decisión puede hacerlo. Esto es el no-cognitivismo, en sus
dos versiones, el emotivismo y el voluntarismo. (El no-cognitivismo no se
deduce, por cierto, del no-realismo: podría suceder que, aunque lo bueno y lo
bello sean producidos por el Sujeto, fueran, no obstante, dignos del
calificativo de verdaderos o falsos; existe también un no-realismo acerca de lo
Verdadero).
El no-realismo y el no-cognitivismo de los valores explican
o salvan, aparentemente, tanto el hecho de que lo que ocurre no coincida con lo
bueno y lo bello, como el salto sobre el abismo que parece darse cuando decimos
de Algo que es Bueno o Bello. El no-realismo y, sobre todo, el no-cognitivismo,
parecen hacer justicia al misterio del desajuste entre los trascendentales. Sin
embargo, el no-realismo y, sobre todo, el no-cognitivismo, no solucionan sino
que, al contrario, consagran, la otra cara de ese misterio: el también
innegable hecho de que lo bueno y lo bello tienen que tener algo (si no todo)
que ver con cómo son las cosas. Si decimos que algo es bueno o bello, es por
las características de ese algo: toda diferencia de valoración ética o estética
tiene que fundarse en una diferencia “real”, objetiva. Frente al misterio de la
desconexión, habría que hacerse cargo, pues, del misterio de la conexión entre
el cómo es lo que es, y el que sea bueno o malo. El salto abismático es,
también, un salto de una cosa a ella misma.
Pero ¿cómo es esto posible? ¿No es cierto, según dijimos al
comienzo, que lo que es no coincide con lo bueno? ¿Cómo podemos, a la vez,
hacer depender, en alguna medida, por pequeña que sea, la bondad y la belleza,
de la verdad?
****
Quizás no hemos considerado con todo cuidado lo que es la
verdad y el conocimiento. Volvámonos a ellos.
Aunque hemos partido de la idea de que todo lo que ocurre es
verdadero, y en cierto modo esto es así (hasta es una tautología), en otro
aspecto, sin embargo, el conocimiento, al menos el propio de seres finitos, es
posible y existe precisamente en la medida en que lo que parece que es (lo que
ocurre, lo dado, el fenómeno) no coincide con lo que realmente es. De alguna
manera, sí, lo que parece es lo que es: las apariencias no pueden engañar,
porque no hay más que apariencias o “representaciones”. Pero, a la vez, es
evidente, para nosotros, que lo verdadero no es lo que lo parece. Existe el
error.
De la misma manera, pues, en que no habría vida en general sin
el desajuste entre lo que existe y lo que debería existir o querríamos o nos
gustaría que existiese, tampoco habría vida cognitiva sin el desajuste entre lo
que vemos y lo que deberíamos ver, al menos para seres finitos. Y, también, de
la misma manera que nos imaginamos una vida perfecta como aquella en que no hay
desajuste entre lo que es y lo bueno (y bello), nos figuramos esa vida como
aquella en que, más aún o “antes”, no hay diferencia entre lo que parece y lo
que es.
Si esto es así, entonces no hemos descrito adecuadamente la
relación entre lo Verdadero y lo Bueno y lo Bello, cuando hemos dicho que,
mientras que el primero de los trascendentales acepta las cosas sin juzgarlas, los
otros dos, lo Bueno y lo Bello, sí juzgan y discriminan entre lo que ocurre. Ahora
vemos que los tres someten lo dado al juicio de su jurisdicción propia, y
salvan a algunos de los fenómenos y condenan a otros.
¿Cuál es la diferencia entre lo que parece y lo que es,
entre lo que (parece que) ocurre y lo que debería(mos ver) ocurrir? ¿Cómo
sabemos que lo que aparece o parece aparecer, es en verdad un error? Como en
todo juzgar, solo podemos hacerlo comparando lo que aparece con el criterio, en
este caso el criterio de la verdad. Si somos capaces de discriminar entre lo
verdadero y lo falso, es que estamos en posesión de una norma de lo que debe ser la Verdad.
Los filósofos han enunciado varios candidatos para ese
criterio (o han mirado al mismo criterio desde diferentes ángulos, como
aquellos personajes de la fábula que, a oscuras, solo tocaban, cada uno, una
parte del elefante y por eso creían
estar tocando cosas distintas). Un empirismo radical dice que el criterio de
verdad es lo que vemos o sentimos en cada instante desde nuestra perspectiva. ¿Y
cómo podría ser de otra manera? La verdad es para mí, mi verdad: cada uno es la
medida de todo porque, para cada uno, todo es lo que ve. Así es según la
primera definición de saber del Teeteto,
la que Platón le atribuye a Protágoras. Pero el empirismo radical, claro está,
no puede distinguir entre verdadero y falso, ni, por tanto, es capaz de
descartar su propia falsedad.
Hay también, por cierto, una versión moral (y estética) de
este empirismo radical: es bueno, según él, todo y solo lo que ocurre que deseo
en este instante; es bello todo y solo lo que en este instante me gusta.
Tampoco estas versiones del criterio permite distinguir entre acierto y error
moral (o estético), entre bueno y malo (bello y feo): nadie está equivocado,
así que todo lo que sucede es bueno y bello, según la perspectiva. Tampoco esta
es la visión de un ser limitado pero a la vez capaz de juicio: es la visión de
un “ser” absolutamente pasajero, insustancial, accidental. Pero nosotros, los
que somos capaces de pensar, somos algo más que pura concreción: somos a le vez
total universalidad. En el empirismo radical hay una verdad, pero es una verdad
muy parcial: la verdad de la más completa parcialidad.
Si el empirismo radical no es (toda) la verdad de la Verdad,
¿cuál lo es? Un empirismo domesticado, que intente dar cabida al (para
nosotros, seres finitos pero a la vez capaces de pensar lo infinito y lo
correcto) innegable hecho del error, exige que la verdad de lo que aparece se
conserve a través del espacio y el tiempo perceptivo, es decir, a través de la
intersubjetividad y la memoria: no basta, para la Verdad, con un yo ahora, sino
que se requiere el acuerdo de las sensibilidades o pareceres de muchos o
indefinidos yoes, entre los que están mis propios yoes múltiples (porque un
sujeto es algo que persiste a través del tiempo y del espacio, una “sustancia”).
Pero también este empirismo domesticado (del que también hay la versión moral y
la estética) es insuficiente. Lo que se cree, por grande que sea el sujeto que
lo cree, no puede ser lo que es, solo puede ser lo que parece. Miles de
creencias, o una creencia mayoritaria, no equivalen a una verdad.
Para ir más allá de la simple creencia, hay que buscar un
pensamiento que no sea concebible como falso. Y este es el conocimiento
racional, universal y necesario. Lo que hace del conocimiento, conocimiento
válido, es la Coherencia. Hasta el
punto de que se ha llegado a definir la verdad como mera coherencia,
prescindiendo de cualquier correspondencia con los fenómenos. Definir la Verdad
como coherencia es equivalente a definir lo Bueno como Respeto de la Ley
formal: ningún interés subjetivo puede garantizar que algo es auténticamente
bueno. Solo una voluntad totalmente coherente (es decir, que quiera
impersonalmente –lo que no es igual que intersubjetivamente-) es algo bueno. Pero
parece que no es suficiente con la mera coherencia: hay muchas posibles maneras
de ser coherente, o de respetar una ley puramente formal, empezando por el
simple vacío (la ausencia de voluntad concreta alguna). Pero la realidad es
también “materia” o contenido.
Propongo, entonces, que el criterio completo de Verdad (en
cierto modo la síntesis de los anteriores, pero no una síntesis como mera suma)
consista en exigir la mayor coherencia para la mayor completud: la teoría más
verdadera es la que explica más unitariamente lo más múltiple del fenómeno. Y,
puestos a proponer arriesgadamente, propongamos también que el verdadero y
completo criterio moral de lo Bueno, y el estético de lo Bello, son ese mismo criterio:
la mayor unidad de la mayor pluralidad. El mejor sistema de bondades será el que
produzca la mayor armonía de voluntades diversas. Y también la belleza será la
armonía de lo diverso.
****
Ahora advertimos algo importante para nuestra reflexión
sobre lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello. En primer lugar, reparemos en que en
los tres ámbitos es posible verse tentado a situar el criterio, no en las
cosas, sino en el Sujeto. El no-realismo, aunque pareciese más obvio en el caso
de lo bueno o el de lo bello, es una teoría posible para los tres. Kant, por
ejemplo, en su giro copernicano, atribuye a la Subjetividad Trascendental la
estructura de lo que ocurre, incluidos el Tiempo y el Espacio, y al más allá
del sujeto le deja solo la difícilmente salvable labor de causar o desencadenar
ignotamente en el Sujeto el proceso de la intelección. La razón para este giro
sería que ninguna recepción o representación de lo exterior al sujeto parece
capaz de salvar lo universal y evitar el escepticismo. Pero este hecho, o sea,
que todos trascendentales puedan tratarse desde una concepción no-realista (y,
por tanto, también desde una realista), los acerca a los tres entre sí. Por
tanto, podemos prescindir de esta diferencia entre ellos. No es el hecho de que
sean o no objetos o propiedades fuera del Sujeto lo que distingue a lo
Verdadero de lo Bueno y lo Bello.
Pero hemos descubierto un segundo parecido o una cercanía
aún más profundos. Hemos partido ahora de la constatación de que no es verdad
que todo lo que ocurre sea verdadero: hay que distinguir lo que parece de lo
que es. Y esto acerca más aún la Verdad a la Bondad (y a la Belleza): también
ellas juzgaban. Ahora hemos comprendido que el Conocimiento, como el Deseo y el
Gusto, implican la distinción entre lo que es y lo que debería ser, o, más
correctamente, entre lo que ocurre, sucede, aparece… y lo que realmente es. Algunos
presentan la diferencia entre Verdad, Bien y Belleza, como si el lenguaje de lo
bueno, y el de lo bello, implicasen conceptos ideales o normativos, mientras que el lenguaje de lo
verdadero no lo hiciese. Pero esto no es así. También en el ámbito de la
verdad, y quizás paradigmáticamente en él, se da la dualidad entre lo fáctico y
lo “ideal”. Y no hay conocimiento posible, verdad posible, sin la aplicación de
lo ideal a lo fáctico. Que una cosa que vemos sea cuadrada depende del concepto
ideal de Cuadrado (que descubre la Matemática). Que una creencia sea una
creencia correcta depende del concepto ideal de Verdad (que descubre la
Epistemología).
Sin embargo, parece que, en otro sentido, sigue siendo cierto
que el conocimiento no juzga a la realidad. De entre las quizás infinitas
posibles nociones ideales, el conocimiento aplica las que se ajustan al mundo,
mientras que el juicio ético (y el estético), a la inversa, juzgan al mundo
según se ajuste o no a lo ideal. Si los hechos encajan con la noción ideal de
Cuadrado más que a la de Triángulo, el conocimiento no tiene nada que objetar:
se limita a constatarlo. Mientras que nuestra capacidad de juzgar algo como bueno
o malo, o como bello o feo, empiezan su juicio más allá de esa constatación. ¿No
sigue siendo cierto que la “dirección de ajuste” es la inversa? Kant insiste
en que, a diferencia de en su uso teórico, la razón en su uso práctico no tiene
necesidad de que ninguna realidad corresponda a sus leyes, puesto que ella es
prescriptiva. Este sería el elemento no-cognitivista de la metaética kantiana.
Sin embargo, esto tampoco es cierto, si lo contemplamos con más cuidado. El conocimiento nunca está satisfecho con un cuadro que presente
al mundo como menos armonioso o perfecto que lo imaginable. Cada vez que el
mundo se nos muestra como menos que ideal, suponemos (es el postulado
fundamental del Conocimiento) que o bien no lo estamos percibiendo
adecuadamente o bien el propio mundo es una ilusión… lo que es decir dos veces
lo mismo. Incluso aquel modo de conocimiento, no último, que se dedica a salvar
los fenómenos, o sea, la Ciencia de la Naturaleza (en el sentido más amplio),
intenta salvarlos de la manera más honrosa, pintando al mundo como “gobernado”
por las más racionales y simples leyes posible. Pero el conocimiento no se
limita a la Ciencia de la Naturaleza o del Mundo, es decir, a salvar los
fenómenos, sino que se plantea la propia realidad del mundo de los fenómenos, y
lo juzga respecto de su verdad. En la reflexión metafísica el mundo tiene que
probar que no es una ilusión. Es verdad, pues, que el hecho de que no se cumpla
lo que es (o decidimos que es) bueno, no le resta bondad: no todo lo que ocurre
es bueno. Sin embargo, tampoco el conocimiento, en su sentido metafísico, es
falsado por que el mundo sea diferente que como él dice que debe ser.
También en el ámbito de los juicios morales, o de los
estéticos, puede distinguirse entre esos dos niveles que en el conocimiento
corresponden a la Ciencia de lo Natural y a la Metafísica. Hay un tipo de
juicios morales que asumen la facticidad (aceptan como hecho moral bruto la
bondad de la existencia en y de este mundo), y se dedica a gestionar las
bondades en su interior; y hay otros juicios morales, trascendentes, que se
permiten incluso juzgar moralmente al mundo. Y lo mismo puede decirse en el
terreno de la estética.
Por último, hemos propuesto, recordemos, un parecido todavía
más específico entre lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello (y nos atreveremos a
mantenerlo mientras no se demuestre lo contrario), parecido que permite, por
fin, concebir cómo es que son de alguna manera “convertibles” o equivalentes la
Verdad, el Bien y la Belleza. Ese parecido es el siguiente: el criterio que
establece lo correcto en cada uno de los ámbitos, es el mismo. El criterio último o primero de toda validez es
la unidad de lo múltiple. De todo, uno; de uno, todo. El concepto formal de
perfección o validez no es ni moral ni estético, ni siquiera teorético, sino
común a todos ellos.
Pero si Verdad, Bien y Belleza son a la vez diferentes e
idénticos, y si todo lo que acabamos de decir (su juicio de lo fáctico desde lo
ideal, según el criterio de la más absoluta unidad de lo más indefinidamente
múltiple) es lo que los identifica, ¿qué es lo que los diferencia? ¿Qué hace de
lo Bueno, o de lo Bello, algo distinto de, pese a ser a la vez idéntico con, lo
Verdadero?
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