Lo bueno y lo bello, al menos “en este mundo” o para seres
perspectivos como nosotros, son diferentes a lo verdadero. Lo que vemos suceder
no es lo que querríamos o nos gustaría que ocurriese. (Tampoco coinciden entre
sí lo bueno y lo bello: lo que querríamos que sucediese no coincide con lo que
nos gusta, ni viceversa) Hay un desajuste, decíamos, entre los
“trascendentales”. La vida, al menos la de un ser limitado (aunque a la vez
capaz de juzgar de Todo), parece ser la búsqueda del mayor ajuste entre ellos.
Esta discordancia, entre cómo son las cosas y cómo las valoramos, lleva a algunos a sostener que el bien y la belleza, los “valores”, no pueden ser entendidos a partir de lo real o verdadero: no son en sí asunto de realidad o
irrealidad, sino de deseabilidad o gusto.
Sin embargo, decíamos, es a la vez imposible separar una
cosa de otra, nuestra consideración de la bondad y la belleza de las cosas, del
cómo esas cosas son. Cuando nos preguntamos por qué algo nos parece malo o
bueno, o nos gusta o no, mencionamos sus características “reales” u “objetivas”,
no morales ni estéticas, dando por supuesto que hay una conexión total y
necesaria entre esas características y su ser buenas o malas, bellas o feas.
Por decirlo en términos de la filosofía contemporánea, la bondad y maldad, y la
belleza y fealdad, supervienen a las
propiedades no morales ni estéticas de las cosas, y esa superveniencia no puede
ser arbitraria (ni puede tampoco tener un fundamento meramente fáctico, como,
por ejemplo, que estemos determinados por la historia de la evolución para
valorar así).
¿Cómo pueden los tres trascendentales de los que nos estamos
ocupando, Bien, Belleza y Verdad, ser diferentes y, a la vez, tener la más
estrecha de las relaciones? En la nota anterior buscábamos sus igualdades, y
encontramos dos muy importantes:
- Los tres suponen una distinción entre lo ideal y lo fáctico. Les es común el discriminar, de entre lo dado, lo correcto de lo incorrecto, según sus propios criterios de validez. No todo lo que ocurre es bello, ni bueno…, ni tampoco real. Solo es bello, de entre todo lo que sucede, lo que responde al criterio de belleza; solo es bueno, de entre lo que sucede, lo que responde al criterio de lo bueno; y, también, solo es verdadero, de entre lo que sucede o parece que sucede, lo que responde al criterio de verdad. Aunque una consideración poco cuidadosa piensa que el caso de lo verdadero es diferente en este sentido (el conocimiento, a diferencia de la valoración ética o estética, no juzgaría lo dado, lo aceptaría tal cual se da), vimos que no es así en todo sentido: el conocimiento impone normas a lo dado, y, en último extremo, está dispuesto a tachar como error e ilusión todo aquello que no se atenga al criterio de lo auténticamente verdadero.
- Y vimos, también, que (se puede postular que) ese criterio por el que cada uno de los ámbitos juzga y discrimina entre lo dado, es el mismo para los tres, aunque adoptando en cada uno de ellos una forma específica. Los tres, en el fondo, imponen o exigen la mayor unidad e identidad de lo más múltiple y diverso. Es verdadera una teoría en la medida en que reduce la mayor multiplicidad de sucesos y cosas a la mayor unidad y orden. También la norma de lo bueno exige, proponemos, la mayor unidad de lo múltiple, tanto para el todo (que se aplique la misma ley y unidad de valor para todos los casos, teniendo, por tanto, total consideración a la especificidad de cada caso) como para cada “individuo” (uno busca ser lo más unitario sin perder la máxima diversidad). Y seguramente también la norma de lo bello sea esa unidad de lo múltiple, esa “armonía”.
Pero si esa es la semejanza e incluso identidad de
verdadero, bueno y bello, ¿en qué se distinguen los tres?, ¿cómo es que no
vemos ese ajuste total?, ¿de dónde nace la diferencia, innegable para nosotros,
entre conocer la verdad, desear el bien y apreciar la belleza?
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Parece claro, si aceptamos todo lo anterior, que el
desajuste entre verdad y bien (y belleza) se produce solo porque y en la medida
en que lo dado no coincide con lo ideal (es decir, con la mayor unidad de la
mayor pluralidad). Hay en nuestras existencias falta de unidad y a la vez (aunque
parezca paradójico –y lo es, pero es también totalmente “lógico”-) de
pluralidad y diferencia. Y es en esa doble falta donde se manifiesta la
divergencia entre lo verdadero y lo valioso. En algunos momentos intentamos
imponer una unidad abstracta y homogeneizadora, que no salva sino que niega y
destruye la diversidad; en otros, pretendemos “liberar” una pluralidad igual de
abstracta y unilateral, que destruye la unidad, y eso tanto en nuestra labor
teórica como en la ético-política y la artística o estética en general.
Ese desajuste, como esa falsa separación, de la que es completamente
solidaria, se deben, pues, a nuestra perspectiva. Y no es que nuestra
perspectiva nos impida solo ver lo universal, ni tampoco solo que nos impida
ver lo particular y múltiple: nos impide ver bien ambas cosas, es decir, nos
impide ver su síntesis dialéctica, y provoca en nosotros la separación
abstracta que empobrece a los dos elementos reduciéndolos a sus sombras: lo
general abstracto (la fábrica, el ejército, el mercado, la mera cantidad o
extensión…) y lo particular desconectado (el idiota, el aventurero solitario,
el que se ha hecho a sí mismo, lo irrelacionable…)
El hecho de que seamos puntos de vista sesgados del Todo-Uno
significa, entonces, dos cosas, que parecen iguales pero son lo más contrario
posible: por una parte, somos seres particulares (en un lugar del Todo) capaces
de comprender lo universal (el Todo); por otra, en cambio, nuestro sesgo
consiste, como hemos dicho, en que ni estamos bien particularizados (nos
identificamos e identificamos a las cosas de maneras vacías y abstractas)
ni universalizamos o unificamos adecuadamente (concebimos la unidad de las
cosas como una mera suma o conjunto de desconexiones). Nuestra manera relativa
de concebir, precisamente porque confunde los polos de lo particular-múltiple y
lo unitario-universal, los separa y desconecta.
Una perspectiva perfecta no es (no sería) la que todo lo mezcla en un borroso conjunto o masa (donde el bosque anula la particularidad de los árboles y las ramas), ni tampoco la que, por ver con detalle las ramas, no logra ver el bosque. La perspectiva perfecta, que orienta nuestra búsqueda al menos como ideal regulativo, es o sería aquella que ve todo como uno y, a la vez, cada cosa como totalmente específica, estando todo en todo.
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Es constitutivo, en cambio, del sesgo de nuestra perspectiva
que veamos lo que ocurre como parcialmente malo y feo. Pero no porque lo dado,
siendo auténticamente real y verdadero, tenga que ser visto como bueno y bello,
y debamos aceptar lo que ocurre reconciliándonos con ello. Si lo que vemos es
malo y feo, solo puede ser porque sea, también, falso. Si lo que ocurriese
fuese diáfanamente lo que es, la realidad sería lo horrible. La recomendación
del amor fati es la suma de la
soberbia teórica (creer que ya se sabe cómo son las cosas) y la humildad o
hasta el servilismo práctico y estético (domeñarse y negarse a sí mismo
volitiva y emocionalmente).
Pero ¿qué hace de la verdad, verdad, de la bondad, bondad, y
de la belleza, belleza? ¿Qué las diferencia y define a cada una?
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En primer lugar, parece que, entre las tres propiedades, es
la de la Verdad o Realidad la que tiene la prioridad, es decir, la que se
define por sí misma y define a las demás. Que algo sea bueno, o bello, dijimos,
depende de (superviene a) sus características. Son ciertas propiedades reales (“aunque”
ideales), no morales ni estéticas, las que hacen a la cosa ser lo que es y,
también, ser buena y bella. La Verdad o Realidad es el valor del valor. En una
situación perfecta, lo bueno es (lo mismo que) lo real, pero porque ahí las
cosas están en su plena o auténtica realidad.
La fractura entre lo que las cosas valen (moral o
estéticamente) y lo que son, se produce, por tanto, cuando se separan el ser y
el parecer, es decir, cuando se escinde el ámbito de lo Real o Verdadero, que
es el ámbito del que emana tanto todo valor como todo contravalor. Es cuando y
en la medida en que se produce el desajuste entre lo ontológicamente perfecto (lo
que es Todo-Uno) y lo que percibimos (perspectiva), cuando nace o superviene,
como consecuencia, el desajuste entre lo que sucede y lo que debería suceder, y
entonces aparecen lo bueno y lo malo y su deseo de que sea hecho o no; y, en
otra instancia (de la que habría que hablar aparte) lo bello y lo feo y su
gusto o disgusto por que suceda.
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Para intentar pensar algo menos oscuramente (pero todavía
precipitadamente) la diferencia entre los trascendentales, vamos a recurrir a
lo que, según el Extranjero eleata en El
Sofista de Platón, caracteriza a todo ser: la dýnamis o actividad-capacidad. Las cosas tienen la capacidad de
hacer y padecer.
Pero ¿cómo distinguir el hacer del padecer? Solo podremos entender lo que es Actividad si lo ponemos en relación con la axiología. Actúa un ser en la medida en que introduce unidad en lo múltiple; padece un ser en la medida en que no posee unidad de lo plural. La división “interior” del sujeto finito es una separación relativa del hacer y el padecer, de Acto y Pasión.
Ahora podemos intentar entender la diferencia entre lo verdadero
o real y lo bueno, de acuerdo con estas ideas. Un ser sería plenamente activo
si en él no hubiese distinción entre lo que es y lo que parece, es decir, si su
perspectiva de las cosas supusiese la mayor síntesis (dialéctica) de unidad y
pluralidad. Solo en un ser así, lo real es lo bueno y bello. Allí donde la
potencia y vida están en estado perfecto o ideal es en el conocimiento. El
conocimiento verdadero es la Acción pura, que no desea (o desearía) un futuro
ni vive (viviría) de un pasado. Pensamiento de pensamiento.
Pero en un ser limitado la divergencia entre lo que es o
sucede y lo que debería ser real se manifiesta como una carencia de realidad, y
es entonces cuando nace el Deseo, es decir, la re-acción del sujeto frente al
padecer que le aqueja como discordancia de lo dado con lo real. El deseo y su
praxis no son acción pura, como sí lo es el conocimiento verdadero, sino acción
de un ser carente de realidad.
Es parte de la naturaleza de la finitud creer, por otra
parte, que lo dado es real, y que, por tanto, lo ideal es irreal aunque
deseable. Es decir, es parte del deseo creerse tendiendo a algo irreal. Sin
embargo, el deseo solo es reacción contra lo que, aunque no es plenamente real,
se aparece al sujeto como tal y como estando, sin embargo, en desacuerdo con lo
que, siendo en verdad plenamente real, se le aparece al sujeto como meramente
ideal o realizable.
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