Cuando alguien (un filósofo, sin duda) afirma cosas tales
como que la Metafísica está ya acabada o que ha llegado a su fin la Historia, lo
mismo que cuando alguien sostiene que las diversas concepciones de la realidad
son las formas inconmensurables en que las diversas épocas o lugares inventan su mundo, o que las nociones de Realidad, Verdad, o Historia… son (en
verdad, en realidad) esencialmente idiosincráticas de una cultura o de una
lengua concretas…, quien esto dice se ve directamente conducido a dos aporías
principales, o dos formas de la misma aporía: la primera consiste en la dificultad,
si no imposibilidad, de explicar cómo el devenir y la inconmensurable diversidad
pueden dar lugar al nacimiento y podrían dar lugar a la muerte de semejantes conceptos e instituciones
que tomamos por eternos y universales, y que son imprescindibles para entender
el propio devenir y la propia multiplicidad de concepciones, culturas,
cosmovisiones…; la segunda (forma de la) aporía, que tiene un carácter autorreferente,
es esta: ¿qué ocurre con su propia tesis, la de la historicidad o la de la absoluta
relatividad o inconmensurabilidad de concepciones?, ¿en qué medida es una tesis
posible y correcta, aceptable…?
Fijémonos algo más en esta segunda forma de esta eterna y universal paradoja. Por un lado, una tesis historicista y relativista solo puede tener, según ella misma, un valor históricamente incardinado, o relativo y provinciano, y no debería ser aplicable a ninguna otra época o contexto ni conmensurable con otras concepciones (por ejemplo con las que, contrariamente, en otras épocas o lugares –y ¿por qué no en esta y ahora?- no creen que haya concepciones inconmensurables). Sin embargo, incluso eso mismo (que la propia tesis historicista o relativista, coherentemente, ha de ser histórica, inconmensurable, relativa a contexto) solo será correcto o, antes incluso, posible, suponiendo que, al contrario de lo que dice, ella misma tenga un valor universal, tras-histórico y no-local. Porque, si no lo tiene, si ella misma no es una tesis con (presunta) validez absoluta, ni siquiera puede extraerse la conclusión de que también a ella debe aplicarse la misma medida. Esta paradoja la expuso ya Platón en el Teeteto, como refutación de Protágoras. Como todas las refutaciones filosóficas, existe desde siempre pero no termina de vencer nunca (lo mismo le pasa, claro está, a su contraria).
Es evidente que ese tipo de tesis (la de la historicidad de las Ideas, y el inmanentismo en general) es, al menos en un cierto sentido importante, heterogéneo al de las tesis historiográficas y científicas en general. La ciencia positiva no cae ni puede caer en esas paradojas (aunque ellas le hacen temblar en la inevitable “crisis de fundamentos”), porque, por su propia constitución, la ciencia positiva no aborda ni puede abordar un asunto semejante, omniabarcador y, por tanto, absolutamente autoincluyente, como reconoce el científico (“eso pertenece a la filosofía”). No es lo mismo hacer la historia o la descripción fáctica de algo, que reducir ese algo a Historia o a factum, e incluso cuando una ciencia se ocupa de sí misma (por ejemplo, en una Historia de la Historiografía) da por supuesta su propia definición o esencia, así como la del método correcto. Más bien parece, pues, que las teorías científico-positivas presuponen criterios y conceptos tras- o meta-históricos, tanto en el aspecto metodológico como en el ontológico, lo que prestaría apoyo a las tesis filosóficas contrarias al inmanentismo: algún trascendentalismo debería ser correcto, entonces. No obstante, en otro sentido esto no es así, porque las ciencias positivas no suponen, como un ingrediente interno suyo, como un postulado científico, ni una cosa ni la otra, ni un trascendentalismo ni un inmanentismo. Eso, decíamos, se lo dejan a la Filosofía. Y es en este sentido en el que hay que decir que “la ciencia no piensa”.
He recordado las aporías de las filosofías inmanentistas. Pero sus adversarias (es decir, toda aquella filosofía según la cual hay algo tras- o meta-histórico, universal y necesario, que sirve de condición normativa de posibilidad o incluso de paradigma ideal a las proposiciones acerca de lo histórico y lo natural), están sujetas también a sus propias aporías correspondientes: primero, no saben cómo conectar lo uno con lo otro, lo universal con lo temporal, lo eterno con lo histórico, lo normativo con lo fáctico (¿cómo pudo lo eterno “caer” en el tiempo?, ¿cómo podemos nosotros, simples mortales, hacernos una idea de algo universal?); y, segunda aporía, autorreferente (más difícil de percibir, no obstante, que su correspondiente inmanentista, ya que la tesis de que existe lo meta-histórico, siendo ella misma una tesis meta-histórica, no cae en auto-contradicción sino que, antes bien, se auto-cumple): ¿puede una tesis tras- o meta-histórica, meta-física, justificarse a sí misma? Parece que una proposición o tesis circular, autoidéntica, no puede ser una auténtica proposición o tesis, porque (como señala el Extranjero eleata en El Sofista de Platón) cualquier proposición implica la distinción entre aquello de lo que habla y lo que dice de ello. Si lo universal y necesario se dice (se piensa) a sí mismo, no es, al parecer, ningún pensamiento, al menos ninguno que pueda salir del más puro solipsismo.
Esta dialéctica entre (por mencionar algunas de sus formas) Universal y Particular, Uno y Diverso, Normativo y Fáctico, Necesario y Contingente, Ser y Devenir, Idea y Fenómeno... es constitutiva de la Filosofía, su primer momento esencial. Platón la expuso paradigmáticamente en el Parménides: tanto si afirmamos como si negamos lo Uno-Idéntico (lo Universal, lo Necesario, la Idea), su relación consigo mismo y con lo Múltiple-Otro dará lugar a aporías. La dialéctica no tiene, para nosotros los seres “finitos”, escapatoria. Tampoco tiene una “solución” unilateral y abstracta, es decir, que elimine como completamente falsas algunas de las alternativas: estar vivo es, para un “mortal”, el arte de recorrer, cada vez más conscientemente, cada una de esas vías, apurando sus aporías.
Pero, aunque no tiene “solución”, la Dialéctica tiene, creo, una “integración”, gracias a la Analogía, es decir –según lo entendemos aquí-, gracias a la idea de que, entre los dos polos de la dialéctica no hay una relación de Univocidad-Equivocidad (relaciones estas que se co-implican: si hay al menos dos nociones, y se quiere que sean de manera completamente unívoca cosas, tienen que ser también equívocamente diversas), sino una relación intensional irreducible a medida, a extensión o cantidad , y –según una cierta concepción de la Analogía- en la que lo múltiple (lo otro, devenir, fenómeno…), es y no-es, participa, de lo uno (idéntico, idea…), de manera “asimétrica” a como lo uno, idéntico, idea, se muestra o se expresa en lo múltiple.
Hay, entonces, diversos grados de consciencia filosófica. Como estadio mínimo, todo filósofo, a diferencia del científico, se plantea el auténtico problema de la totalidad, se encuentra con sus elementos, lo uno y lo otro, lo universal y lo particular, lo normativo y lo fáctico…, e intenta ponerlos en el mejor de los entendimientos; pero la mayor parte de los filósofos toman unilateralmente una de las vías de la dialéctica sin ser plenamente conscientes de sus aporías (las creen solubles, aparentes…, a diferencia de las aporías de los otros). El despertar a un segundo grado de consciencia filosófica comienza, pues, cuando el filósofo se pregunta, dialéctico-reflexivamente, por las aporías de su propia tesis (así distinguen, por ejemplo, los estudiosos, un Platón “pre-crítico” o dogmático, y uno crítico o, mejor, dialéctico). Pero el despertar no acaba ahí: alcanza un nivel superior cuando el pensador comprende que no hay solución unilateral. Y tampoco este es el último estadio de vigilia: aunque toda filosofía se hace cargo, de manera más o menos consciente, de las aporías o dialéctica de la Totalidad, solo las mejores filosofías, a mi parecer, se hacen cargo, también, de la Analogía.
La filosofía moderna, cuyo punto de partida es fundamentalmente inmanentista (tanto Descartes como Occam, racionalismo moderno y empirismo, parten del dato, de la “certeza”, de la representación), ha frecuentado casi solo dos de las cuatro vías de la dialéctica: el inmanentismo puro y el inmanentismo impuro o moderado o “dualista”. El primero es la tesis de que lo universal y necesario no existe en absoluto, es pura ilusión…: su conclusión lógica es el nihilismo. El inmanentismo moderado, para evitar tan “destructivas” consecuencias, segrega y “salva” lo universal, la forma, como algo necesario pero desontologizado, y al que se considera emergido, de alguna misteriosa manera, a partir de lo natural y lo histórico
En el ámbito de la filosofía analítica (es decir, de la filosofía inspirada en la metodología de las ciencias matemático-naturales o mecánicas) el inmanentismo puro se presenta como la tesis del Naturalismo (naturalismo ontológico, naturalismo epistemológico), y el “impuro” como todos aquellos sistemas que, más o menos conscientemente, pretenden salvar una diferencia irreducible entre analítico y sintético, necesario y contingente, normativo y fáctico, sin aceptar un compromiso ontológico para ese elemento no sometido al tiempo. En la filosofía “continental” o fenomenológico-hermenéutica (es decir, la filosofía que se inspira en la metodología de las ciencias, “humanas”, de la historia y la cultura, la interpretación, la psicología…), el inmanentismo adopta sobre todo la forma de algún Historicismo o Culturalismo. Tanto del inmanentismo puro como del moderado, y tanto en una corriente filosófica como en otra, cualquiera que esté familiarizado hasta cierto punto con la filosofía de los últimos ciento y pico años, ha apurado ya la dialéctica que les corresponde.
En cuanto a la Analogía, ha sido menos atendida que la Dialéctica, lo que es “lógico” tanto por razones históricas (por la orientación abstracta, matematicista, univocista-equivocista… propia de la modernidad) como por razones tras-históricas (el propio carácter más esotérico de la Analogía). La filosofía analítica siempre ha sido reacia a la Analogía, dada su pulsión cientificista, univocista y extensionalista: las analogías, entendidas como símiles, son, para la mentalidad científica, precisamente aquello que es, a la vez que lo más eurístico (a veces inconfesablemente), también lo que más puede desencaminarles de la cientificidad. Solo recientemente, y de una manera insuficiente (aunque interesante) ha empezado la filosofía analítica a hacerse eco de la Analogía.
Más sorprendente es, en principio, su escasa presencia como noción central en la filosofía continental (si bien a veces es usada sin ese nombre, en todos los “como si” que, de alguna manera u otra, ayudan a suturar las brechas de los pensamientos hermenéuticos). Las ciencias humanas, ni en sus más rigurosas y positivistas formas han podido pasarse sin la analogía, y cabía esperar que las filosofías que se inspiran en esas ciencias (filosofías que tantas veces han alabado, por lo demás, lo Poético frente a lo Matemático), hubieran sentido más atracción por ella, por la Analogía. La razón para esa cuasi-ausencia no es solo ni principalmente que la Analogía sea un concepto central de una filosofía “ya caduca” y a la que no conviene asociarse, como es el tomismo, ni solo (aunque quizás también), como denuncian los tomistas, el simple desconocimiento profundo de esa idea tan esotérica, sino una más importante, y que delata el carácter de la filosofía moderna: la analogía choca fuertemente con la tendencia equivocista del inmanentismo dominante incluso en el ámbito de las ciencias del espíritu: nociones como Diferencia, destrucción, abismo, etc., han resultado más seductoras. Al fin y al cabo, se “percibía”, inconscientemente, que la Analogía tiende un puente, representacional y casi-figurativo, entre lo Universal y lo Particular, entre el Ser y el Devenir, y es, por ello, una idea casi irreconciliable con la Diferencia Radical preferida por el pensamiento equivocista, desde los tiempos de Lutero hasta hoy. Por eso, la Analogía ha tendido a aparecer cuando se llegaba al momento conciliador, después de la destrucción: es, por ejemplo, cuando Kant se siente llamado a conciliar el fenómeno con el noúmeno, cuando acude al “como si”, y a la relación arquetipo-ectipo. La Historia de la Filosofía Moderna no sería, según esto, la Historia del olvido de la Diferencia, sino la Historia del olvido-evitación de la Analogía. La diferencia entre la Filosofía moderna y la Filosofía que la sustituirá o debería sustituirla, es la Diferencia en la concepción de la Diferencia. Es necesario rescatar la Analogía, la comunicación entre lo dado y su Ser, una comunicación que, respetando la irreducibilidad a matemática de la relación ontológica, salva sin embargo la representabilidad del Ser.
La Analogía tiene un gran potencial hoy. Seguramente el diálogo más prometedor entre los filósofos de tradición analítica y los hermenéuticos provendría del acercamiento a través de ese concepto. Sería preciso, en un primer paso, encontrar lo que ambos tipos de pensamiento filosófico tienen en común, que es mucho más de lo que creen: ambos son pensamientos no-analógicos, equivocistas: equivocismo matematicista, el uno, y equivocismo poeticista, el otro. Y solo después sería más fácil ver lo que a ambos les falta pensar más a fondo: la Analogía metafísica (aunque, incluso para quien esté dispuesto a aceptar un papel central para la analogía, se presentará el conocido hecho de que la propia analogía es analógica, y hasta puede ser entendida de maneras casi equívocas, o con poca relación entre ellas).
El último Derrida, pese a que se confronta con el asunto en varias ocasiones, se resiste todavía, sin embargo, a dejar que la khora o la différance hagan algún tipo de paces con la Analogía:
“Lo que se anunciaba de esa manera como “différance” tenía de singular lo siguiente: acoger a la vez, pero sin facilidad dialéctica, lo mismo y lo otro, la economía de la analogía –lo mismo únicamente diferido, reemplazado, aplazado- y la ruptura de toda analogía, la heterología absoluta”. (“Como si fuese posible”, en Papel Máquina, Trotta 2003, p. 276)
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El libro Signatura rerum, de Giorgio Agamben (traducción de Flavia Costa y Mercedes Ruvituso, Anagrama, Barcelona, 2010), me ha sorprendido gratamente en ese sentido: en sus reflexiones (de tipo últimas o penúltimas, dice el autor) acerca del “método”, Agamben recurre precisamente a la noción de Analogía (entre otras nociones con ella relacionadas –analógicamente-), para explicar en qué consiste la “arqueología” que el filósofo italiano ha venido años practicando, según él tras las huellas de Foucault y Enzo Melandri. En verdad, no se trata en este libro Signatura rerum de reflexiones “meramente” metodológicas (no hay reflexiones meramente metodológicas en filosofía, por el carácter completamente autorreferencial de la propia tarea). Agamben lo reconoce cuando, hacia el final del libro, dice que hay una “ontología paradigmática”
La noción que de la Analogía presenta Agamben, asociada a
las de Paradigma y Ejemplo, no es esa que Derrida considera irreconciliable con
la différance, o sea, la Analogía “platónica”, neoplatónica y tomista, analogía de la philosophi perennis (aunque Agamben, en
un alarde de pericia interpretativa, intenta atribuírsela al mismísimo Platón), y precisamente eso la hace más digna de un
diálogo cuidadoso. En una próxima entrada de este blog intentaré leer su interesante propuesta.
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