Según la concepción que vengo encontrando más convincente
desde hace unos años, la Filosofía (es decir, nuestro pensamiento dedicado a la
búsqueda de una comprensión de la esencia y realidad última del Todo) se define
por, al menos, los dos rasgos de la Dialéctica y la Analogía: la realidad, o
naturaleza de las cosas, es dialéctica (no permite una separación o abstracción
de sus elementos esenciales, sino que cada uno de ellos está en su contrario) y
analógica (no unívoca, matemática, extensional). Y ambos rasgos, dialéctica y
analogía, se implican el uno al otro, aunque en una relación asimétrica,
también dialéctica y analógica. Por eso, que un pensador como Giorgio Agamben
recurra en sus meditaciones más autorreflexivas o “metodológicas” a una
caracterización en cierto modo semejante, en la que la noción de analogía
vendría a “resolver” o aclarar la inevitable dialéctica del pensamiento, es una
feliz coincidencia (en el buen sentido, no en el de “una improbable
casualidad”) y me obliga a una lectura atenta y un diálogo cuidadoso con sus
ideas.
Agamben aborda la cuestión de su método tardíamente (él
mismo lo explica: en cuestiones filosóficas y hermenéuticas la reflexión
metodológica es última o penúltima, cuando ya se tiene el contacto habitual y
familiar con la cosa), en el libro Signatura
rerum, publicado originalmente en 2008 y traducido al castellano en 2010. Aunque,
como era de esperar en un autor tan coherente (o, dirán otros, que no sabe
escapar a su propio pensamiento impensado), las ideas que encuentra en estas
penultimidades estaban desde mucho antes en sus otras obras.
Agamben se plantea desde el comienzo del libro la aporía que
acecha a quien, como él, ha venido haciendo análisis y proponiendo tesis (tales
como que la Historia y la Política han llegado a su final) aparentemente “historiográficas”
pero que, en realidad, tienen un apetito de universalidad y totalidad, de
fundamentalidad, que las hace inasequibles a cualquier tratamiento científico-positivo,
pero cuyo resultado es, paradójicamente, la disolución de la dualidad
universal-particular, normativo-fáctico…, o, más bien, de su separabilidad.
El autor nos advierte, en efecto, de que sus tesis nunca tuvieron
una pretensión historiográfico-positiva. El término de “arqueología” con el que
llama a su “método” no tiene ahí, por tanto, el sentido que tiene cuando nos
referimos a la ciencia positiva homónima, sino que hay que considerarlo, más
bien, como método o estrategia filosóficos, sea esto lo que sea, menos ciencia
positiva. ¿No sería más correcto, entonces, no usar el nombre de ‘arqueología’
para lo que hacen, por ejemplo, Foucault y él, puesto que ese uso da pie a la “confusión”
de que se trata de la práctica científico-positiva que conocemos con ese nombre?
(Este tipo de usos de nombres de ciencias positivas para filosofías que no
quieren llamarse “metafísica”, “ontología”, etc., es frecuente en la filosofía
moderna, desde Kant para acá: piénsese en el “psicólogo” Nietzsche, o en el “análisis
del Lenguaje” de los filósofos “del Lenguaje”, etc.). Sin embargo, seguramente
tampoco sería correcto pedir a esos pensadores que acepten, a priori, una radical
heterogeneidad entre lo que hacen ellos y lo que se llama Arqueología,
Psicología, Historia… o Ciencia en general: precisamente se trata de ver si
hay, y cómo, una tal heterogeneidad: si existen ciencia pulcramente atemporal,
si existe epistemología y metafísica pulcramente no-histórica. Por eso, quizás
es preferible algún expediente como el de escribir la palabra ‘arqueología’
entre comillas (¿qué sería de la Filosofía sin las comillas?) cuando nos
referimos a lo que hacen Foucault o Agamben. La Archeologie es “Arqueología”.
Las aporías para la “Arqueología” son las que -hemos visto-
afectan a toda filosofía de alguna u otra manera: en su caso, las de quien
niega una instancia separada de Ideas, Identidades, Universalidades-necesarias,
etc., que serían Paradigma trascendente o condición trascendental de
posibilidad de lo dado o inmanente. Recordémoslas una vez más: la “Arqueología”,
tanto por su nombre como por sus hechos, parece buscar el “origen” (y el final)
de algo dado, de algún fenómeno o serie de fenómenos. Ese origen o ese final no
son simplemente cronológicos, sino, más bien, lo que un filósofo sin miramientos
llamaría un fundamento, una ley, una causa primera y un fin último con validez
necesaria y universal: es decir, una
“auténtica” arkhé (pues, no
casualmente, la “Arqueología” no quiere prescindir de la vieja idea –fija- atribuida
ya a los primeros filósofos) y un “auténtico” telos (un final, no cronológico sino de la Cronología, no histórico
sino de la Historia, no temporal sino del Tiempo, al menos tal como lo hemos
concebido los últimos casi tres mil años de tiempo cronológico-histórico; un
final, por ejemplo, “mesiánico”). Sin embargo, a la vez también, tanto por su
nombre como por sus hechos, la “Arqueología” pretende desmontar o relativizar o
“modular” la división “metafísica” entre el fundamento y el hecho. De esta
manera, la “Arqueología”, en cuanto se hace auto-reflexiva, se ve enfrentada al
viejo problema metafísico que, en una de sus formas abstractas, conocemos como
“de los Universales”: ¿cómo podría concebirse lo dado, que está en devenir, sin
ideas inmutables?; y ¿cómo puede la propia “Arqueología” pretenderse verdadera,
universal y necesariamente verdadera, si ninguna idea, ni siquiera por ejemplo
la de Verdad, está exenta al cambio y a la relatividad? Pero, como sabemos,
también la posición filosófica que salva lo universal y absoluto está sujeta a
sus aporías: ¿cómo podemos nosotros, seres finitos, relativos, perspectivos…
poseer un discurso absoluto, o afirmar siquiera que existe? ¿Cómo podemos
garantizar la absolutidad de nuestros propios axiomas?
¿Cómo se “soluciona” o se comprende, entonces, la dialéctica
entre lo universal y lo particular, entre lo normativo y lo fáctico, entre
validez y dato…, desde la “Arqueología”? Agamben toma de otros y usa varios
términos (ejemplos, signaturas… diría seguramente él) para explicarlo: Paradigma-Ejemplo,
Signatura, Enunciado… (Es una cuestión interesante preguntarse si usa estos
términos también en un sentido traslaticio y filosófico, y si debería hacerlo así o no). La noción de
Analogía aparece en el primero de los tres ensayos que forman el libro (“¿Qué
es un paradigma?”), asociada a la idea de Paradigma “o” Ejemplo (‘ejemplo’ es,
en efecto, la traducción más literal del uso corriente de la palabra griega ‘paradigma’,
pero ¿es una buena traducción para su uso filosófico, en Platón por ejemplo? Esto
me parece más que cuestionable, y por eso pongo entre comillas la partícula
disyuntiva que aparenta unir sinónimos). Los diversos hechos o tópicos que
Agamben ha tratado a lo largo de sus textos (tales como el homo sacer, el Estado de Excepción, o las Reglas de Vida monásticas
más recientemente…) no se pretenden, decíamos, hipótesis historiográfico-positivas,
pero tampoco serían explicaciones metafísicas. Son “paradigmas” o “ejemplos”. Y
ejemplos en los dos sentidos que distinguían los latinos: tanto en el sentido
de ejemplares o modelos como en el de ejemplos-caso.
Pero ¿qué es un Paradigma o Ejemplo? Agamben nos recuerda
que ya en los Primeros Analíticos (69a
13-14) Aristóteles señaló que el Ejemplo no funciona ni como un todo respecto
de la parte ni como una parte respecto del todo, sino como parte respecto de la
parte. Ni de lo universal a lo particular ni de lo particular a lo universal, ni
deducción ni inducción, el ejemplo es movimiento aclaratorio que circula de una
parte a otra. Pero Aristóteles no habría profundizado en el asunto tanto como
para advertir que la noción de Ejemplo pone en radical cuestionamiento la
distinción entre universal y particular y pertenece a un ámbito que, siguiendo
a Enzo Melandri, diríamos que no es el de la Lógica sino el de la Analogía. La
Analogía debe ser entendida como una relación, irreducible a la lógica
dicotómica clásica, que otorga a los elementos de la eterna dialéctica del
pensamiento (universal – particular, normativo – fáctico…) el papel de polos
indisociables de un campo de intensiones, constituido por tensiones “vectoriales”:
“En La linea e il circolo [La línea y el círculo], Melandri ha mostrado que la analogía se opone al principio dicotómico que domina la lógica occidental. Contra la alternativa drástica «o A o B», que excluye al tercero, la analogía siempre hace valer su tertium datur, su obstinado «ni A ni B». La analogía interviene, pues, en las dicotomías lógicas (particular / universal; forma / contenido; legalidad / ejemplaridad, etc.) no para componerlas en una síntesis superior, sino para transformarlas en un campo de fuerzas recorrido por tensiones polares, en el cual, del mismo modo en que ocurre en un campo electromagnético, éstas pierden su identidad sustancial. Pero ¿en qué sentido y de qué modo se da aquí un tercer término? Ciertamente, no como un término homogéneo a los dos primeros, cuya identidad podría definirse a su vez por una lógica binaria. Sólo desde el punto de vista de la dicotomía, el análogo (o el paradigma) puede aparecer como un tertium comparationis. El tercero analógico se afirma aquí ante todo a través de la desidentificación y la neutralización de los dos primeros, que se vuelven entonces indiscernibles. El tercero es esta indiscernibilidad, y si se busca aferrarlo a través de cesuras bivalentes se llega necesariamente a un indecidible. En este sentido, es imposible separar con claridad en un ejemplo su condición paradigmática, su valer para todos, de su ser un caso singular entre los otros. Como en un campo magnético, no se trata de magnitudes extensivas y graduales, sino de intensidades vectoriales”. (Signatura rerum, traducido por Flavia Costa y Mercedes Ruvituso, Anagrama, Barcelona, 2010, p. 25 y 26)
Pensemos, nos propone
Agamben como ejemplo (como ejemplo del ejemplo -y a ejemplo, en esto, de
Platón, quien también solía poner a letras y palabras como ejemplos ejemplares,
según nos recuerda el propio Agamben-) en el paradigma gramatical: el término ‘rosa’,
paradigma de la llamada primera declinación latina, debe ser desconectado de su
denotación para, sin dejar de ser un caso particular, representar a toda la
primera declinación. ¿Se aplica la regla al ejemplo? Es difícil de contestar a
esto, porque precisamente el ejemplo está funcionando como un no-caso-particular.
El ejemplo es, dice nuestro filósofo, la contracara simétrica de la excepción:
mientras que esta se incluye a través de su exclusión (la excepción solo está
dentro de la regla porque está fuera), el ejemplo se excluye a través de la
exhibición de su inclusión. Agamben recuerda aquí también la Crítica del Juicio, donde Kant habla de
lo estético como un ejemplo del que es imposible dar la regla. El ejemplo, a la
vez que supone la imposibilidad de formular la regla, presupone la regla. La
“regla”, entonces, no preexiste a los casos particulares.
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El autor ya había
presentado mucho antes estas ideas, si bien no de manera tan sistemática (o tan
“ejemplar”) como aquí. En una entrevista de 2003, concebida para presentar su
libro Estado de Excepción a los
lectores en lengua castellana, escribía:
“Mi método es arqueológico y paradigmático en un sentido cercano al que utilizaba Foucault, pero no completamente coincidente con él. Se trata, ante las dicotomías que estructuran nuestra cultura, de salirse más allá de las escisiones que las han producido, pero no para reencontrar un estado cronológicamente originario sino, por el contrario, para poder comprender la situación en la cual nos encontramos. La arqueología es, en este sentido, la única vía de acceso al presente. Pero superar la lógica binaria significa sobre todo ser capaces de transformar cada vez las dicotomías en bipolaridades, las oposiciones sustanciales en un campo de fuerzas recorrido por tensiones polares que están presentes en cada uno de los puntos sin que exista posibilidad alguna de trazar líneas claras de demarcación. Lógica del campo contra lógica de la sustancia. Significa, entre otras cosas, que entre A y no-A se da un tercer elemento que no puede ser, sin embargo, un nuevo elemento homogéneo y similar a los dos anteriores: él no es otra cosa que la neutralización y la transformación de los dos primeros. Significa, en fin, trabajar por paradigmas, neutralizando la falsa dicotomía entre universal y particular. (Estado de Excepción, Adriana Hidalgo editora, 2005, p. 12 y 13)
La noción de Ejemplo
aparece, igualmente, jugando un papel ontológico fundamental en, por ejemplo, La comunidad que viene:
“Un concepto que escapa a la antinomia entre el universal y el particular y que resulta siempre familiar: eso es el ejemplo. En cualquier ámbito que haga valer su fuerza, lo que caracteriza al ejemplo es justo que vale para todos los casos del mismo género y, en conjunto, incluso entre ellos. El ejemplo es una singularidad entre las demás, pero que está en lugar de cada una de ellas, que vale por todas. Por una parte, todo ejemplo viene tratado, de hecho, como un caso particular real; pero, por otra, se sobreentiende que el ejemplo no puede valer en su particularidad. Ni particular ni universal, el ejemplo es un objeto singular que, por así decirlo, se hace ver como tal, muestra su singularidad”. (La comunidad que viene, traducción de J. L. Villacañas y C. la Rocca, Pre-textos, Valencia, 1996, p. 13 –el original es de 1990-)
También el motivo (el ejemplo
o paradigma) central de muchas de las obras de Agamben, el de la vida desnuda y el homo sacer,
consiste en la denuncia de esa bipolaridad, del “misterio de la separación”
entre, por un lado, la vida desnuda, y las formas-de-vida, por otro, separación
que ha producido al Hombre de la Metafísica y la Historia.
Las nociones y tesis
ontológicas centrales en Agamben, pues, son plenamente coherentes con su
concepción metodológica (y lo mismo podría decirse de la propuesta “política”
(postpolítica) que se deduce de, o, más bien, hace juego con todo eso: la
comunidad del cualsea, etc.) Queda por preguntarse en qué medida nos resultan
aceptables, correctas, verdaderas…
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Cualquiera que trate de
la idea de Paradigma y Analogía tiene casi la obligación de ponerla de algún
modo en relación con Platón (quien, aunque no emplea el término para referirse
a su pensamiento, ha elaborado quizás una teoría paradigmática del Paradigma),
y también, creo yo, con Tomás de Aquino y su escuela, que sí usan la palabra en
su central teoría de la analogia entis.
En efecto, enseguida en el texto que estoy comentando, Agamben se dirige a
Platón. En cambio, que yo sepa, en ningún lugar confronta su concepción del
Paradigma, de la Analogía, con la del tomismo (enlazar). Supongo que, de
hacerlo, Agamben intentaría distanciar la analogía tomista de la suya: en Tomás
y sus seguidores se trataría (los autores de esta escuela han sido muy
explícitos al respecto) de una analogía interna a la Metafísica más clásica y
que se pretende plenamente compatible con la lógica clásica o dicotómica: en la
analogía tomista queda a salvo un elemento de absoluta pureza, originariedad,
ahistoricidad y principalidad (Dios, el ens realissimum, analogado primero),
sin que la dependencia de los entes finitos respecto de Él se vea entregada a
una auténtica dialéctica o contradictoriedad esencial. Como insistiera Derrida
(ver, por ejemplo, Cómo no hablar) la
analogía neoplatónica (Dionisio Areopagita, Eckhart) está dedicada a salvar la
superesencialidad de un ser pleno y absoluto, del cual los entes son
participaciones relativas. Todo esto, desde luego, no es lo mismo que la
Analogía de la que nos habla Agamben. Pero ¿no es, en cambio, lo que quería
Platón, y que Tomás habría imitado (de lo cual Tomás habría participado)
bastante adecuadamente?
Sin embargo, Agamben no
solo “evita” –según yo sé, insisto- al tomismo en este asunto, sino que le
evita o parece que le quiere evitar también a Platón la cercanía con el
tomismo: cuando se dirige al filósofo de Atenas, el pensador italiano, en uno
de sus brillantes ejercicios de originalidad hermenéutica, encuentra allí una
paradigmática o paradigmatología similar a la que él mismo nos está
proponiendo.
Ya algunos estudiosos, nos recuerda, han señalado la
paradoja de que en Platón, unas veces la idea es el paradigma de lo particular,
y otras, a la inversa, lo particular es el ejemplo de la idea. La Idea es
Ejemplar, o sea, modelo al que las cosas imitan o se parecen. Pero, por otra
parte, cada cosa es (un) ejemplar de la Idea, y solo esta ejemplaridad de las
cosas múltiples hace inteligible de alguna manera la Idea. En El Político, por ejemplo, se usa ese
segundo tipo de ejemplaridad: el ejemplo del arte de tejer sirve para facilitar
o posibilitar la comprensión del arte político. Y, en el mismo diálogo, Platón
usa, como paradigma o ejemplo del (funcionamiento del) paradigma o el ejemplo,
el paradigma o ejemplo de las letras en el aprendizaje: a semejanza de como los
niños aprenden las letras, los ejemplos nos sirven para entender la Ley. Esta
paradoja platónica se soluciona, cree Agamben, si se interpreta la dialéctica
de Platón desde la noción de paradigma o ejemplo. Tratar las hipótesis como
hipótesis (que es lo que, según República VI, hace el dialéctico) es exponerlas
en cuanto tal, tratarlas como paradigmas. La aporía (señalada ya por
Aristóteles) de que la idea es paradigma de lo sensible y este, a su vez, de la
idea, se soluciona en que la idea no es otro ente: es lo sensible considerado
como paradigma.
La idea de paradigma o ejemplo permitiría iluminar también
otras paradojas filosóficas. Por ejemplo, la del “círculo hermenéutico”. La
hermenéutica sabe que no existe nunca la posibilidad de situarse en un lugar
exento, ajeno al hecho de la precomprensión. También este círculo se aclara si
entendemos la hermenéutica como paradigmatología.
Los paradigmas de la “Arqueología”, concluye Agamben, no
buscan ni una arché histórica ni una arché suprahistórica, sino que se sitúan
en el cruce entre sincronía y diacronía. Los paradigmas no son ni universales
ni particulares, y son ambas cosas inseparablemente. Por ello y además, el
ejemplo como método filosófico vuelve inteligible no menos al investigador que
al hecho indagado.
Si se pregunta si son algo subjetivo u objetivo habría que
responder que ni lo uno ni lo otro: los paradigmas son ontológicos, hay una
Ontología paradigmática.
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Hasta aquí, la paradigmatología o el ejemplarismo o
analogismo de Agamben. Los otros dos ensayos que forman el libro Signatura rerum se ocupan,
paralelamente, de otras dos nociones ejemplares del método filosófico: la de
Signatura y la misma noción de Arqueología. Aunque la que me interesa aquí es,
sobre todo, la noción de Analogía, recordaré rápidamente estas otras, que reflejan
la misma tesis de fondo y pueden ayudar a iluminarla, aunque no sea más que
mediante la redundancia.
La primera de esas nociones es desarrollada en el segundo de
los ensayos, “Teoría de las Signaturas”. Según creía Paracelso, las cosas
tienen una signatura que revela sus cualidades invisibles (siendo la Lengua el
Arte de las Signaturas y las humanas las signaturas principales). Sin
signaturas no habría visibilidad, comprensibilidad ni nombrabilidad de las
cosas: lo invisible y lo dado quedarían incomunicados. Esta noción de Signatura
nos permite, sostiene Agamben, resolver la paradoja de la heterogeneidad entre
semiótica y hermenéutica: la signatura no expresa simplemente una relación
entre significante y significado (salto insalvable si se supone la dualidad o
heterogeneidad de ambos elementos), sino que, más bien, no coincidiendo
plenamente con esa relación, la desplaza y disloca, y la inserta en una nueva
red de relaciones pragmáticas y hermenéuticas. Los signos no hablan si las
signaturas no los hacen hablar. La novedad incomparable de la Arqueologie es que Foucault toma explícitamente
por objeto lo que llama “enunciados”, que no se reducen a semántica, pues se
distinguen tanto de las frases como de las proposiciones: el enunciado sería lo
que queda una vez extraída la estructura de la proposición, un “elemento
residual”. Claro que Foucault se daba cuenta (de ahí sus constantes dudas) de
que el enunciado que pretende no es un ámbito más de lo lingüístico.
Todo se aclara, insiste Agamben, si se les entiende como
signaturas, es decir, ni meros signos ni todavía discurso. Los enunciados
deciden pragmáticamente un destino y una vida de los signos que ni la semiología
ni la hermenéutica logran agotar. El derecho sería, entonces, el lugar por
excelencia de las signaturas, en el cual la eficacia de la palabra prima sobre
su significado, y los speech acts,
solo una reliquia de esa naturaleza de signatura del Lenguaje. Todas las
investigaciones en ciencias humanas tienen que ver con las signaturas, pues los
conceptos implican signaturas, sin los cuales permanecen inertes. Muchas de las
doctrinas filosóficas del siglo XX implican una práctica más o menos consciente
de las signaturas.
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El tercer ensayo (“Arqueología filosófica”) se ocupa, en
fin, de la noción de “Arqueología”. Es en Kant en quien aparece por primera vez
la idea de una arqueología filosófica, y, como el propio Kant advierte, la
paradoja es que se trataría de una historia a priori, de modo que nunca puede
identificar como dato histórico el principio que pretende encontrar. Todo aquel
que practica una investigación histórica se encuentra, tarde o temprano, con
esa heterogeneidad constitutiva de su indagación. No es posible acceder a las
fuentes, de un modo nuevo, sin poner en cuestión al sujeto histórico que debe
acceder a ellas.
En Nietzsche, la
genealogía y la historia, Foucault es consciente de que la arkhé que se busca no es histórica, que lo
que el “genealogista” encuentra no es (no puede ser) una “identidad preservada
de su origen”. Pero ¿qué encuentra, entonces, si lo que busca es un lugar donde
las cosas se han constituido? Encuentra, dice Agamben, que la constitución o emergencia “tiene lugar en el no-lugar”.
Podemos llamar “Arqueología” a toda aquella indagación que no se las ha con el
origen sino con la emergencia del fenómeno. No hay, pues, un pre-derecho, que
fuera a la vez anterior a todo derecho histórico y fundamento suyo, ni una
pre-religión que sea algo así como una proto-religión primitiva, igual que el
indoeuropeo no es una lengua más arcaica, anterior a las lenguas indoeuropeas
que “derivan” de él. Hay la emergencia de un hecho, y esa emergencia implica,
o, mejor, consiste en la disociación simultánea entre lo normativo y lo
fáctico. La “arqueología” foucaultiana, dice Agamben, invierte el procedimiento
normal de explicación (o sea, interpretar un código desde otro supercódigo) y
vuelve la exposición del fenómeno inmanente a su descripción. Esto implica un
decidido rechazo del metalenguaje, es decir, de toda instancia puramente
trascendental (y, por supuesto, trascendente) que no tenga un esencial aspecto
inmanente.
Agamben compara el proceder de la “Arqueología” con lo que
ocurre en el Psicoanálisis. Tal como la regresión psicoanalítica debe
remontarse al momento en que el evento se bifurca en consciente e inconsciente,
la “Arqueología” es lo contrario de una “racionalización”: es una regresión a
la escisión entre historia e historiografía. Pero nuestro modo de
representarnos el antes de la escisión está determinado, claro, por la escisión
misma, así que nos imaginamos el “antes” como estado feliz o edad de oro. En
cambio, más acá o más allá de la escisión, en el diluirse de las categorías que
determinan su representación no hay otra cosa que “la imprevista y luminosa
apertura de la emergencia”, el revelarse del presente como lo que no hemos
podido vivir sin pensar. Pero un pasado que no ha sido vivido, no es técnicamente
pasado, es presente. La estructura temporal de la “arqueología” es, entonces,
un futuro anterior (un pasado futuro): se trata de acceder, por primera vez, al
presente. El arqueólogo retrocede, por así decirlo, hacia presente.
La relación entre “Arqueología” e Historia es, dice Agamben
en especulaciones ya teológicas, análoga a la que hay entre creación y
redención (este asunto lo ha tratado también en otros lugares, como, por
ejemplo, en “Creación y salvación”, incluido en su libro Desnudez, Adriana Hidalgo editora, 2011, p. 5): la obra de la
redención (la salvación, el profetismo…) es superior a la de la creación, e
incluso es la “razón” de que haya creación alguna, por más que el momento de la
creación pertenezca cronológicamente al pasado: la creación carece de sentido
si no es para la salvación. Remontar la obra histórica, como hace el “arqueólogo”
filosófico es “restituirla a su salvación”. La “Arqueología” es, entonces, el a
priori inmanente de la historiografía, y el gesto del “arqueólogo” es el
paradigma de toda acción humana.
Gracias querido amigo por tu reflexión siempre iluminadora. Me dan ganas de comenzar ya a leer lo que me pasaste de Agamben. Ya nos contarás que tal su curso. Gracias por tomarte la molestia de, con un blog tan sensacional, invitarnos a pensar y hasta soñar lo inpensable e "insoñable" Esperanza es lo que nos queda y mucha acción por hacer... Lo imprevisto nos aguarda sin ser visto ...
ResponderEliminarCuarta linea... Me sangran los ojos, obviamente quería decir IMPENSABLE... Gracias ;)
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