Sigo con unas reflexiones acerca de la relación, dialéctica, entre Filosofía y Religiosidad (y que forman parte de un libro que está escribiéndose en estos momentos)
La dialéctica que la
Filosofía guarda con la Religiosidad es de tipo distinto tanto de la que guarda
con el Arte y con la Ética por una parte (que abarcan, cada uno, todo pero un
solo ámbito trascendental –el de lo Bello, el de lo Bueno-) como de la que
guarda con la Ciencia (que son, en cierto modo, como partes dentro de un conjunto
más amplio, el de la teoría). La propia Religiosidad, decíamos, tiene una
relación diferente a cualquier otra con cualquiera de las otras actividades
trascendentales que hemos mencionado.
El conflicto de la Filosofía
con ella es, en un cierto sentido, más similar a los del Arte y la Ética con la
religiosidad, pero en otro sentido es más afín al conflicto que con la
religiosidad tiene la ciencia. Y es, en fin, superior al conflicto que la
Ciencia tiene con la Religiosidad, ya que la Ciencia, al no abarcar toda
posible cuestión de la verdad (al no preguntarse, radical y absolutamente, por
la realidad) puede dejarle a la Religiosidad un ámbito donde se mueva sin
estorbar. Pero la Filosofía no contempla una parte donde ella no llegue y, sin
embargo, siga cabiendo hablar de la verdad.
No es de hoy la
dialéctica, encarnizada y animada, de guerra y amor, entre Filosofía y Religiosidad.
La cultura europea, seguramente más que ninguna otra, ha extremado esta
dialéctica. Para empezar, si bien puede decirse que hubo, de alguna manera,
filosofía en civilizaciones anteriores, sigue siendo cierto que en Grecia, por
vez primera, los filósofos se separaron de, e irremediablemente se definieron
contra, sobre todo, los sacerdotes y las creencias míticas en general. Los propios
filósofos tuvieron desde el principio consciencia de su autonomía, y de su
potencial desmitificador. Pero también desde el principio los filósofos
supieron que trataban de lo mismo que
la religión (lo Absoluto, el Sentido último de la realidad), si bien de manera más
racional y menos imaginal, exotérica y no mistérica… También las instituciones
religiosas (en Grecia más débiles, lo que seguramente fue una condición de
posibilidad histórica del “nacimiento” de la filosofía allí) vieron a los filósofos
como la encarnación de cierta dialéctica, inherente siempre a la propia Religiosidad,
pero hasta entonces controlada o latente. Solo en Grecia hay, oficialmente,
“sabios” ateos, y, lo que es “peor”, agnósticos. Sin embargo, y completamente a
la vez, los filósofos ven, en general, al mitógrafo como un predecesor, un
filósofo sin desenvolver, o envuelto en el primitivo capullo de la poesía; si
no, incluso, como portador de un mensaje demasiado elevado e inefable, que la
exotérica filosofía solo puede soñar con “explicar” sin pervertir
excesivamente. En Platón, esta dialéctica alcanza su máximo: si, por una parte,
expulsa a Homero y su teología de la Polis y no deja lugar alguno a los sacerdotes
(los mitos quedan reducidos apenas al aspecto pedagógico-juvenil de la
filosofía), a la vez, en los momentos más profundos o comprometidos de sus
textos, nos advierte de que el lenguaje de los misterios es demasiado elevando
para comprenderlo ahora… y esto no lo dice “solo” con ironía (porque la propia
ironía no es, en un filósofo, nunca “solo ironía”, sino “auténtica ironía”, es
decir, consciencia de la dialéctica y la analogía).
La filosofía moderna tiende
a distinguir tajantemente filosofía de religiosidad, tal y como la propia
religiosidad moderna, tanto en sus expresiones trascendentes (judeo-cristiana,
especialmente la protestante) como más inmanentes (religiosidad ecologista y
similares), tiende a heterogeneizarse de cualquier otra cosa, pero
especialmente del pensamiento racional. Es conocida la queja de que al dios de
los filósofos no se le puede rezar ni bailar: confundir al “Dios vivo” de la
religión con el Ser “abstracto” de la “filosofía griega” habría sido la mayor
perversión de la historia de la religión. Así nos dicen desde Pascal a
Heidegger y Wittgenstein, y toda la teología protestante y alguna de la católica.
A la vez, desde luego, la teología (sobre todo la católica, cuando ha evitado
la contaminación del protestantismo) está empapada de filosofía, e incluso no
deja de buscar filosofizarse lo más posible por todas partes, si bien
conservando en cada una de ellas, por minúscula que sea, el abismo que las
separa. La locura de la religión no puede confundirse un ápice con la locura
del filósofo.
Hay que señalar con
toda radicalidad el abismo que separa a filosofía de religiosidad. Solo así
podrá verse en qué modo y medida son aspectos de lo mismo. Si bien su
separación irracionalista y adialéctica moderna es errónea y perniciosa
(especialmente para la religiosidad, que se reduce a puro oscurantismo, a
“religión del corazón”, como denunciaba Hegel; aunque también, en parte, para
la filosofía, que forzada y abstractamente se prohíbe a sí misma decir algo de
lo que sabrían los teólogos, como si eso fuese garantía de su asepsia), la
confusión de ambas es un error aún mayor.
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¿En qué consiste esta
completa heterogeneidad entre filosofía y religiosidad? Puesto que la filosofía
es principalmente teoría y tiene por objeto eminente la verdad, la dialéctica
entre Filosofía y religión solo puede ser la del papel de la Verdad en la
religiosidad. Pero el elemento esencial del aspecto cognitivo de la religión,
es la Fe. Por tanto, la dialéctica entre filosofía y religiosidad es, antes que
cualquier otra, y como ya muchos sabían, la dialéctica entre la Razón y la Fe.
Que esta es la dialéctica
principal entre filosofía y religiosidad sería así aunque la Verdad no fuese el
aspecto más importante para la religiosidad. En la medida en que para esta
fuesen más esenciales cosas como, por ejemplo, la plegaria o el rito (cosas que
no pueden ser directamente ni verdaderas ni falsas, según se dice), en esa
medida habría una relación menos dialéctica (y menos interesante) entre ella y
la filosofía.
Pero ¿y si la
religiosidad no tiene ningún compromiso para con la verdad y la realidad? En
efecto, algunos filósofos y teólogos piensan esto, y han encontrado o creído
encontrar ahí la disolución de la dialéctica entre filosofía y fe: ¿qué
importaría, al fin y al cabo, si lo que “cree” el creyente es verdadero o
falso? Ahí la palabra ‘creer’ no sería más que una confusión: lo que dices
creer no muestra lo que crees, sino cómo quieres vivir. Si la esencia de la fe se
realiza en el “ver” (creer, notar) lo sagrado en ciertas cosas, en el “hablar”
con lo divino, en recibir el imperativo o el amor… ¿qué necesidad ni posibilidad
tiene, todo esto, de la certeza teórica de que ese destinatario existe? Y, si
la Religiosidad no tiene por objeto o esencia la Verdad, tampoco puede tenerla
como requerimiento. En esto, se parecería al Arte y a la Ética, por ejemplo.
Esto es, sin embargo,
duro de tragar (aunque “duro de tragar” teóricamente, es cierto). Es difícil aceptar,
por decir lo mínimo, que una persona actúe (rece, cumpla rituales) sin que las
nociones implicadas en sus actos tengan alguna relación necesaria con la
verdad. Los propios creyentes, en su inmensa mayoría, no aceptarían esta
descripción de los hechos. ¿Para qué necesitaría la religión frases
descriptivas, si no se refiere a nada? ¿Por qué determinadas descripciones
(mitos, relatos sagrados…) estarían correlacionadas con ritos y oraciones? ¿Qué
queda de una “creencia” religiosa cuando quitamos todo aquello que implica
referencia a alguna verdad? El no-cognitivismo, el reduccionismo pragmatista (o
poeticista, o de cualquier otro tipo) de lo religioso, como el de lo
filosófico, lo estético o lo ético, está basado en una tesis filosófica
unilateral y, desde mi punto de vista, más errada que acertada, según hemos
visto en otras ocasiones. De tener razón esa tesis, entre filosofía y
religiosidad no podría haber conflicto alguno, desde luego. Pero, entonces,
tampoco el “creyente” creería realmente nada. La motivación para esta “huida al
monte” es el deseo de evitar la dialéctica, y, más concretamente, la
metafísica. Pero esto no se evita, realmente: también el no-cognitivismo tiene
su dialéctica, y su metafísica. Pero no repetiremos esto aquí.
Una posición menos
fuerte dirá que la verdad no es el elemento principal de la religiosidad,
aunque es parte de ella. El creyente cree algo, algo que, de alguna manera,
aspira a la verdad o la falsedad, y que necesita, “por tanto” (en la medida en
que quiere ser una creencia sustentada, no solo intersubjetivamente, sino para
uno mismo de un momento a otro), criterios epistémicos. Esa parte de la
religiosidad que más directamente se hace cargo de su verdad, de manera
reflexiva y sistemática, se podría llamar Teología.
Se trata, pues, de la
dialéctica entre dos criterios epistémicos absolutos, e irreducibles entre sí.
La fe es, en sí misma, inasequible, normativamente, a cualquier factor externo:
la fe es el punto primero o “axioma”, el dogma,
de la religiosidad: el principal dogma de fe es el dogma de la fe misma. Para
la filosofía, el “dogma” o axioma supremo, irrenunciable, constitutivo, es, en
cambio, la Razón. Se trata, también puede decirse, de la dialéctica entre dogma
y axioma. ¿Son, dogma y axioma, lo mismo, o lo totalmente contrario? Son lo
mismo y lo totalmente contrario a la vez. Veamos, primero, cómo pueden
separarse, para observar, luego, como se inter-implican dialéctica e
inextricablemente.
La fe, en cuanto
aptitud epistémica, consiste en esto: la
religiosidad tiene a la verdad de lo absoluto como un dato positivo e
incuestionable. Es decir, la religiosidad, en cuanto conocimiento de lo
absoluto, es la creencia, no criticable, en un ““hecho” bruto”. El momento de
la fe sería tan incompatible con la duda racional como lo son el momento de la
experiencia estética o el momento de la decisión. Pero, mejor aún: el dogma de
la fe es al menos tan incuestionable como, en sentido interno, lo es el método
científico. La religiosidad, en cuanto creencia, es dogmática, es más, puro
dogma o dogma en sí, digamos. Pero también son dogmáticos el arte, la política,
e incluso la ciencia en lo que respecta a sus fundamentos. Esto no implica,
obviamente, que el creyente no pueda ser crítico con su fe. Pero puede serlo
solo, precisamente, suspendiéndola.
La filosofía, al
contrario, tomaría cualquier dato o hipótesis, incluido por supuesto el “dato de la fe”, el “dato” y dogma del sentido
absoluto de las cosas, como un problema. La filosofía no tiene más remedio ni
más deseo que problematizar cualquier cosa, incluida y antes que nada, la
convicción de la fe en una verdad, y validez en general, absoluta. Incluso aquí
la duda es más necesaria y radical que nunca: ¿quién puede hacer verdaderamente
un acto indudable de postulación, o más bien de certeza, de lo Absoluto? ¿No es
un problema, el mayor problema, el de si nosotros, seres finitos, podemos
acceder a algo absoluto, si lo absoluto existe (aunque sea en la forma de la
voluntad de poder del ahora)? El filósofo podría y tendría que plantearse la
cuestión del ateísmo en un sentido que a la religiosidad le está vedada: como
verdadero a-teísmo, y no como mero in-teísmo o religiosidad naturalista o
inmanentista. Una ciencia deja de serlo cuando está subordinada a otra cosa que
la metodología científica. Una filosofía deja de serlo cuando está subordinada
a otra cosa que la exigencia de reflexión absoluta, sin aceptar ninguna
hipótesis exterior.
Que la Religiosidad
parta de un dato absoluto es solidario de que ese dato tenga que ser un puro “fenómeno”.
Efectivamente, en ese sentido la Religiosidad es una actividad positiva (casi
diríamos empírica) en el sentido en que decimos que es positiva la Ciencia, porque
parte de un dado. Aunque al dato de la Religiosidad (el dato de entrar en
contacto con algo indiscutiblemente divino, un libro, una piedra…), nada
natural lo satura: es un dato de lo sobrenatural, lo que parece una
contradicción en los términos. Pero no lo es. Es el “hecho” de la fe, donde
‘hecho’ tiene un carácter tan traslaticio como (o solo algo más que) en la
expresión kantiana “hecho de la razón” para referirse al Imperativo moral.
Aquí puede verse la
paradójica naturaleza de la Teología. ¿Qué es esta, Ciencia o, más bien,
Filosofía? Ningún teólogo ortodoxo la ha confundido nunca con la filosofía (con
una parte de la cual, sin embargo, o más bien por eso, comparte nombre:
“teología filosófica”), pero muchos teólogos ortodoxos (superortodoxos, quizás)
la consideran, con bastante buen criterio (pero no menos unilateralmente), una
ciencia positiva. Efectivamente, “teología filosófica” es una enorme confusión,
una contradicción en los términos (aunque también, por ello, una necesidad).
¿Lo es también Ciencia Teológica? Aquí la situación es más ambigua. Por
supuesto, lo divino no puede ser un “dato” empírico, natural. Pero, decíamos, la
Ciencia, al no aspirar a la completud, puede tolerar, “por fuera” (y quizás
incluso “por encima”, siempre que se salve su autonomía) a la fe. La Filosofía
no puede.
Sin embargo, por
supuesto, esta oposición, esta doble autonomía, aparentemente neutral pero
implícitamente conflictiva, entre dos modos de acceso a la verdad última, entre
creer-sin-dudar y conocer-dudando, no tiene nada de sencilla. Es necesario intentar
pensar su enorme problematicidad. En una próxima entrada iremos al corazón de
la dialéctica entre Filosofía y Creencia religiosa.
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