“El lugar es puro […]
[…] La tierra Dilmun es pura;
(…)
En Dilmun el cuervo no profiere graznidos,
El pájaro-ittidu no profiere el grito del pájaro-ittidu,
El león no mata,
El lobo no roba la oveja,
Desconocido es el perro salvaje, devorador de cabritos,
Desconocido es el jabalí, devorador de grano,
Desconocida es la […] viuda,
(…)
La paloma no inclina la cabeza,
El de ojos enfermos no dice: “tengo mal en los ojos”,
El de cabeza enferma no (dice): “tengo mal en la cabeza”,
(allí) la vieja no dice “soy una mujer vieja”,
El viejo no (dice): “soy un hombre viejo”,
La doncella no se baña, no se vierte agua resplandeciente en la ciudad [...]"
(tablilla sumeria encontrada en la antigua Nippur, y cuyo contenido debió ser fijado en la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo, en Mitos sumerios y acadios, edición de Federico Lara Peinado, Editora Nacional, pg. 33 y ss)
Los hombres parecen haber, desde siempre, soñado con o
creído en un tiempo y lugar sin sufrimientos, un tiempo y lugar que son otros que estos en los que estamos o
creemos estar. En algunas versiones (o, seguramente, momentos de cada
civilización), ese tiempo y ese lugar otros, son situados solo en el pasado, al
“principio”, habitados por los dioses o los antepasados, y no más que un
desdichado deterioro de la pureza y la felicidad de aquel jardín o edad de
Cronos es la actual existencia humana, tras la que solo nos espera (como
descubre Gilgamesh) la muerte total, o, a lo sumo, una pseudo- o sub-vida en alguno
de los diversos Hades que en el submundo han sido. Pero en otras versiones y
momentos más nuevos de muchas civilizaciones (porque esto no es exclusivo de
las religiones “del Libro”), aquel tiempo y aquel lugar son situados
también y sobre todo en el futuro, al "final", a menudo como el tiempo y lugar de
un retorno a la casa del padre o una recuperación de la gloria. Ya no son solo
ni principalmente los antepasados, sino también los hombres actuales y futuros,
primero unos pocos pero luego democráticamente todos, los que aspiran al otro
tiempo y lugar. La visión de la historia humana bascula, así, desde la
paulatina e irreversible corrupción hacia el círculo y aún la paulatina
salvación. La historia se reconcilia con el sentido. Todos los males que han
existido en ella serán plenamente justificados y abolidos, redimidos en ese
otro tiempo y lugar (también, diremos hoy, el sufrimiento de los otros animales, los
infinitos seres triturados por las fábricas cárnicas y cosméticas humanas, por
ejemplo).
Por qué los hombres creen algo así parece claro: si el
origen del pensamiento está en la admiración, la existencia del mal es la
desagradable sorpresa. El hecho incomprensible en sí, el misterio de todos los
misterios, es la existencia del sufrimiento. El misterio del amor apenas parece
capaz de combatir al misterio del mal, y la síntesis de ambos misterios no
parece capaz de cancelarlos, eliminando la negatividad: ¿cómo podría borrarse
lo sufrido? La filosofía se ha dedicado siempre a eso, aunque a veces sin
mirarlo directamente a la cara. Y el asunto no ha caído en desuso (¿podría
hacerlo?) sino que incluso se ha exacerbado, al menos en la filosofía europea.
Como escribió Adorno:
“Para terminar.- El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención”. (Minima moralia, 153, Akal, Madrid 2006, pg. 257)
La teodicea, entendida como la justificación de Dios
mediante, precisamente, un juicio divino (Dios es absuelto en el juicio a que
le somete el hombre porque es capaz de justificar que será Él quien hará un
juicio del hombre) y la convicción aneja de la existencia y representabilidad
de otro tiempo y lugar, dominó la filosofía europea desde sus comienzos
medievales hasta la llegada de la Edad Moderna, es decir, de la concepción escindida
del mundo, mecanicista para la naturaleza y lo dado en general (galileanismo),
y fideísta para el sentido y valor (luteranismo). La historia de la filosofía
de estos últimos siglos puede leerse, en cambio, como a) la progresiva pérdida
de confianza en la racionalidad de la teodicea y en la representabilidad de un
tiempo y un lugar distintos o trascendentes, y, a la vez y coherentemente, b),
una creciente exigencia para situar la práctica, y la salvación y la posible
redención, en este tiempo y en este lugar, de los cuales el tiempo y lugar de
la escatología no serían más que símbolo mítico. Sin embargo, esta “secularización”
tampoco se logra, o no sin locura, y empuja o bien a alguna forma de dualismo
radical que afirma como incomprensible pero ni mucho menos niega lo “otro”, o
bien a intentar situar de alguna forma en este tiempo, el otro tiempo, como una
posthistoria o algo semejante, volviéndolo así “representable” sin sacrificar
completamente su heterogeneidad (lo que le restaría todo el sentido).
Según la teodicea racionalista preilustrada, a partir del axioma de que
lo real es racional (y sería irracional que fuese irracional) se deduce que
todo es lo mejor posible, y que, si ahora no nos lo parece, es porque el ahora de la historia de los hombres es una mala perspectiva y un mal momento
para verlo todo. Todavía Leibniz cree que hay una armonía entre el orden de
las ciegas causas mecánicas, y el orden de los apetitos y los fines más
conscientes y libres, y que, por lo mismo y sobre todo, hay una armonía supra o
trans-histórica. Pero por entonces ya solo los fanáticos o gnósticos perdidos (como
Swedenborg) se atreven a describir aquel otro tiempo y lugar. Pasaron, parece
que irreversiblemente, los tiempos en que personas tan inteligentes y sensatas como Tomás
de Aquino podían hablar del estado de resurrección de los cuerpos, de la
salvación de unos y la condenación de otros, de si entonces habría alimentación
y sexualidad, o si crecerían los pelos y las uñas.
Kant da aquí un giro luterano-rousseauniano: nuestra razón
no está hecha para medir lo que va más allá del mundo natural y de la historia
que los hombres viven en él. Igual que la paloma no puede volar en el vacío,
nuestro intelecto solo es capaz de conocer algo agitando sus esquemas en la resistencia
que ofrece la materia del espacio y el tiempo. De qué haya “más allá” o
“después”, no podemos decir nada, y que nos lo intentemos representar como otro
espacio y otro tiempo, solo revela nuestra impotencia al respecto. La razón cae
en dialéctica, es decir, en contradicciones o paralogismos, cuando pretende
hablar del alma o de la libertad. La esperanza se desdibuja, pero a cambio, y
por eso, se le exige más a la acción. La acción no puede confiarse en un fin,
en la felicidad, sino que tiene que atender solo a la ley moral, que está ya
ahora. Dios, llega a atreverse a decir Kant, es la ley moral en mí. ¿Qué
ocurre, entonces, con el destino último de las cosas, qué hay del dolor y el
sufrimiento? Racionalmente no podemos esperar la salvación y la redención, sino
solo merecerlo.
En El fin de todas las
cosas, ensayo de 1794 (en su más lúcida –e irónica- senectud) Kant se
pregunta por ese “tránsito” a la “eternidad”, de la expresión “corriente”. ¿Qué
podemos pensar de ese fin de todos los tiempos, de ese “tiempo” (duratio noumenon) inconmensurable con el
tiempo natural? Esta Idea (porque es una Idea, es decir, algo que apunta a lo
trascendente) tiene solo un origen moral. Precisamente por eso es tan
problemática kantianamente: porque la relación entre lo moral y los fines,
entre el deber y la felicidad, es lo problemático en sí. Los hombres son
llevados a pensar en el fin de la historia porque, sin ello, la creación
carecería de sentido. El último día sería el día del Juicio, es decir, el día
en que se dirimiría si realmente mereciste ser feliz (paradójicamente, ese mismo
día tendría kantianamente que dejar de existir la moral). Y Kant se pregunta si
se puede llamar siquiera vida a ese tiempo donde nada cambia, a ese Aleluya o
Lamentación perpetuos. Respecto de qué será lo más “probable” para ese tiempo,
a Kant le parece más coherente con el requerimiento práctico o ético, el “dualismo”,
es decir, la escatología en la que unos se salvan y otros se condenan (la
aniquilación de todos denotaría a un creador deficiente, y el monismo, según el
cual todos se salvan, le parece excesiva “segura indiferencia”), aunque
advierte que nadie se conoce a sí mismo ni conoce a los demás lo suficiente
como para pronosticar el Juicio: nadie sabe cierto si su móvil ha sido
plenamente moral. Kant hace de la necesidad virtud: la no cognoscibilidad del
final es una suerte para la moral. La salvación queda, pues, como solo un
postulado moral, fácil de malinterpretar, y completamente irrepresentable,
pero, es esencial decirlo, ni mucho menos inexistente o injustificado. Es la fe
racional, que solo permite el silencio respecto de ese otro tiempo y lugar.
Hegel supone, en cierto modo, un retorno a la teodicea
racionalista, pero, desde luego, no un simple retorno, un retorno ingenuo, sino
un retorno dialéctico, necesariamente postkantiano. Hay algo que Hegel comparte
con Kant, y precisamente eso le lleva a oponerse al fideísmo rigorista de Kant,
porque Hegel rechaza algo que cree (correctamente) que Kant todavía comparte
con Leibniz: el carácter negativo de la contradicción del intelecto abstracto (o
“dignoscitivo”, por llamarlo con Lorenzo Peña). Pero, mientras que Leibniz no
ve ninguna contradicción ni paralogismo en hablar de “sustancia corpórea” y de
“sustancia mental”, o del reino de la necesidad y el de la libertad (o, si las
ve, se esfuerza confiada y heroicamente por resolverlas), Kant ya ha oído el
taladrante despertador escéptico. Como de la libertad y del alma se pueden
predicar cosas contrarias y paralogísticas, y como la contradicción y el
paralogismo o ambigüedad son negativos, la metafísica-teodicea es imposible. Pero
Hegel (también él haciendo, aunque de otro modo, virtud de la necesidad) no
cree que la contradicción sea simplemente negativa, sino, al “contrario”, la
esencia de la razón especulativa. Así pues, la historia humana puede situarse
en un Todo Absoluto, en el que todos los sufrimientos cobran sentido. A la vez,
y contra Kant, da un paso hacia la “secularización” o inmanentización del fin
de la Historia, pero en un sentido inverso al positivismo y naturalismo. La
vieja teodicea seguramente no habría querido (quizá por falta de profundidad en
su platonismo o en su aristotelismo) pagar el precio que Hegel considera
incluso una adquisición.
Marx da un nuevo paso en este simultáneo volver virtuosa una
presunta desdicha y acelerar la urgencia de la acción. También él cree que hay
que ir con Hegel contra Hegel. Hegel aún compartiría con la teodicea, tanto
leibniziana como kantiana, que si no existe una república de los espíritus, la
Historia pierde el sentido. Incluso si todo es un proceso inmanente, creía Hegel,
tiene que ser un proceso espiritual. Pero esto es un “error”: el espíritu es
solo una proyección. Si el sufrimiento tiene solución, solo es una solución material.
Y esto es una gran suerte, pues nos insta a dejar de interpretar el mundo para
de una vez ponerse a cambiarlo: ya no tenemos el falso consuelo, la injusta y
cobarde esperanza, de que todo se arreglará en otro tiempo y otro lugar. Marx
inmanentiza el inmanentismo hegeliano, seculariza la secularización, y
pragmatiza la praxis. Ahora bien, ¿qué hay de los que sufrieron y murieron, de
los caídos antes de o/y por una sociedad sin alienación? ¿Y qué hay del propio
sentido del sufrimiento humano? ¿Desaparece, o se sublima? ¿Cómo figurarse o
representarse la sociedad sin clases ni ideologías, que, aunque es de este
mundo, es completamente diferente de lo que conocemos? Es sabido que ningún
marxista quiere hablar mucho sobre el tema. Es más –añaden algunos-, no es “correcto”
hablar sobre ello, porque una sociedad no alienada es, por esencia, irrepresentable,
ya que el mundo de la representación es el mismo mundo de la alienación, y
donde uno no está alienado, no “pierde el tiempo” representando (así nos dice
también el psicoanálisis). Por tanto, lo que parece hacer Marx es anunciar un
tiempo mesiánico, que, aunque es inmanente y no trascendente, no es por ello
más representable y menos inescrutable. Inmanentiza el mesianismo, pero eso no
lo hace más figurable.
A su turno, Nietzsche cree, con Marx, que, efectivamente, no
hay derecho a fingir un más allá, y también está de acuerdo en que esto nos insta
a la acción, de la que la ide(ologí)a es un simple epifenómeno. Pero Nietzsche cree
que todavía Marx, igual que la teodicea (sea leibniziana, sea kantiana, sea
hegeliana), sueña o especula con un paraíso en la tierra, un estado sin guerra,
que daría el único sentido a la Historia (y que incluso es descrito como un
desarrollo necesario). Marx es, pues, nihilista, esto es, metafísico, y eso
quiere decir que cree en lo Universal, es decir, en la igualdad: en él, eso
universal (la sustancia, el fin, lo uno) es el Hombre, pero esto no es más que
una secularización de Dios. Así, la acción sigue mediada; la voluntad, alienada.
Tenemos que comprender que cualquier esperanza es, definitivamente, un fraude. La
acción solo tiene sentido en el ahora. Quien quiere, quiere el eterno retorno, imprimir
al devenir el carácter del ser. Nietzsche también hace de la necesidad virtud,
y lo lleva a su último extremo: el amor
fati. Nos pide que nos coloquemos en el kairós,
en la ocasión, y veamos todo lo que ocurre como sagrado. Toda la escatología
queda concentrada en el presente. Aunque, ¿no escapa de aquí ese mito y esa
teleología del ultrahombre? Nietzsche no logra evitar la dialéctica, de lo
ideal y lo dado, lo esotérico y lo exotérico: solo la vuelve extrema,
extremadamente tensa. Tampoco parece solucionar el problema del sufrimiento y
la salvación: ver el nihilismo como lo positivo es una auténtica locura, o la
definición de la locura misma.
¿Se puede ir más allá en este camino? En la próxima entrada de este blog continuaremos recorriendo algunas de las consideraciones que acerca del otro tiempo y la salvación han hecho algunos pensadores del siglo XX y XXI.
Investigaré sobre este tema para poder debatirlo, me parece interesante
ResponderEliminarEstupendo, Alberto Rodriguez, todo debate será bienvenido
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