Estamos repasando brevemente algunas de las cosas que la filosofía de los últimos
tiempos (de la llamada modernidad para acá) ha tenido que “decir”, a veces más indirectamente
que mirándolo de frente, acerca del asunto de los otros tiempo y lugar, tiempo
y lugar de otro “pasado”, “futuro”, “presente”, eternidad, intemporalidad… que,
según parecemos querer o tener que creer los humanos, reconciliarían a la
realidad con lo que es exigible de ella, eliminando y/o redimiendo todo el
inmenso sufrimiento que se acumula día a día, minuto a minuto, en este campo de
refugiados que parece el mundo.
Veíamos cómo la vieja teodicea y su
resurrección de los cuerpos en un lugar puro e incorruptible (esa Tierra
auténtica de la que habla Sócrates poco antes de emprender su viaje de regreso
a ella), perdió crédito con el escepticismo ilustrado; Kant, en su giro
copernicoluterano, señaló la absoluta heterogeneidad que existiría entre
nuestro tiempo y espacio, y el otro tiempo y el otro lugar, en que los
espíritus ya han sido juzgados, la felicidad está “sincronizada” con los buenos
actos, y el imperativo moral no tiene, por tanto, ningún papel que cumplir en
adelante: ese tiempo y lugar solo puede ser postulado, no representado ni demostrado,
y mejor así, porque solo así se salvan tanto la praxis ética como la fe de los
hombres, monstruosamente amalgamadas, para tragedia de ambas, en lo que
llamamos metafísica: tenemos que actuar como debemos (como "tenemos que" actuar), sin
que sepamos qué nos cabe esperar; Hegel habría querido disolver o superar esa
heterogeneidad luterano-kantiana, con su historia progresiva y finalista del Espíritu,
aunque el “precio” que habría que pagar es aceptar la naturaleza contradictoria
o dialéctica de todos los conceptos, empezando por el de espacio y tiempo; Marx
habría aceptado esa historia con necesario final feliz, y el “precio” o trabajo
dialéctico, pero rechazando el fetichismo o la plusvalía del ideal, secularizando
el final de los tiempos, encarnándolo, y, con ello, empujando a la acción
material sin dilaciones, aunque no por ello haciendo más representable ni
completa su escatología o, si se prefiere, su edad mesiánica; Nietzsche habría
llevado la secularización o inmanentización, a la vez que la urgencia práctica,
al infinito, condenando así a casi cero cualquier ideal y cualquier otro tiempo
y lugar: no hay promesa ni esperanza, solo la locura del eterno retorno y el puro
amor fati; Heidegger, contra Nietzsche, supone un neo-hiper-kantismo, tanto en
el ámbito teórico como en el práctico: el Ser no es ente, presencia,
representabilidad…; coherentemente, la acción o decisión del Dasein no puede ni
quiere esperar un reino de los espíritus. “Una “filosofía cristiana” equivale a
“hierro de madera””. Pero, por eso, y como en Kant, una “fe cristiana” (más
concretamente, luterana) es un hierro de hierro, o, mejor aún, una “madera de
madera” (de madera de la cruz, digamos, pero no de la cruz de hierro que cruza
el Ser): solo un Dios puede aún salvarnos. Como en Kant, la salvación no es
negada: al contrario, al ser separada de la representabilidad e incluso de la
pensabilidad, es situada en un “lugar” en que no puede ser profanada por las
sucias manos de la metafísica ni del pensamiento. Algo paralelo puede decirse
del otro gran destructor de la metafísica o teodicea, Wittgenstein. Hasta aquí
habíamos llegado. Vamos a ver qué ocurre con algunos postheideggerianos
(heideggerianos, por tanto).
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Jean-Luc
Marion hace, respecto de Heidegger, algo similar a lo que este hizo respecto de
Nietzsche y cada uno ha hecho, de alguna manera, respecto de los anteriores:
denunciar que no llegó al colmo de la radicalidad, que, aunque no se puede
volver a antes de él, también él dejó un impensado esencial, que, sin embargo,
debía seguirse de sus propios planteamientos. Marion (por ejemplo, en Dieu sans l’être, PUF, Paris, 1991) se
atreve a considerar el movimiento de Heidegger como una nueva forma de
idolatría. Si el ídolo es esa relación con lo divino o sagrado en la que es la
mirada la que determina al dios (frente al icono, en el que es lo divino quien
dirige la relación), entonces, no solo la muerte de Dios que anunció Nietzsche
es solo la muerte del ídolo (sobre todo, y en último extremo, del ídolo
conceptual, que es el objeto metafísico), sino que también Heidegger queda
encerrado en la idolatría, en cuanto supone que a la consideración de lo divino
solo se podría llegar a partir del Dasein.
Así, Heidegger seguiría rechazando la posibilidad de una donación genuina, no
mediada ni determinada por la mirada o la escucha del hombre. Pero el verdadero
Dios de la teología es quien no necesita a ningún ente para darse; al contrario,
es dación absoluta, “anterior” incluso al Ser, sin ser. En la concepción postmetafísica
de Marion tampoco es, desde luego, el saber el que puede conducirnos a la donación
de lo sagrado, sino solo el Amor, una instancia esencialmente no-cognitiva que
sirve de fundamento incluso al conocimiento y que, por eso, no puede ser
reducido por este. En tal sentido, esta teología postmoderna sigue siendo
“pragmatismo”, en la forma, concretamente, de la oración (lo que el hinduismo
vedanta llama bhakti yoga). Pero (dejando a un lado si la objeción de Marion vale
contra todo Heidegger, o más bien solo contra el de Ser y Tiempo) ¿qué podría decirnos
esta teología, radicalmente anti-intelectualista, anti-tomista, anti-platónica,
acerca del otro tiempo, de la redención y de la existencia sin sufrimiento?
Parece que una teología así renuncia a cualquier tipo de representabilidad de
lo que, al menos en otros tiempos, se consideró el capítulo fundamental de la
religiosidad: el de las Cosas Últimas o Fin (y Nuevo Principio) de todas las
Cosas.
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Otro movimiento,
con Heidegger y contra Heidegger (y con Levinas y más acá de Levinas), del que
haré memoria ahora, es el mesianismo sin Mesías de Derrida. Si podemos decir
que heideggeriano es quien piensa la cuestión del sentido desde,
principalmente, los términos Tiempo, Diferencia y Don, entonces quizá Derrida
es el más radical de los heideggerianos, en el sentido, al menos, en que esos
tres términos están en su pensamiento más intensamente unidos (y, por tanto, en
una mayor dialéctica) que en ningún otro lugar. Por lo mismo, la radical
heterogeneidad de ámbitos (el rechazo de toda analogía), la extrañeza o extemporaneidad del tiempo, el “hiperkantismo”
moral o político, y la exigencia de silencio hacia lo que consideremos "sagrado",
se exacerba en Derrida.
En
varios lugares el pensador de la differance
se ha ocupado del otro tiempo, o, mejor, del tiempo (de lo (totalmente)) Otro, el
de lo Imposible o incalculable, el del quizá, el de la Justicia y la
Deconstrucción, que es lo que efectivamente pasa, sucede, ocurre… y hay que
esperar que ocurra. Ese sería, en “realidad”, el “auténtico” tiempo, frente al
pseudo-tiempo del Derecho y lo Económico. La cuestión del por-venir es la
cuestión de la “naturaleza” del tiempo. Y por eso habría que ir más allá de
Heidegger, porque ni siquiera Heidegger habría pensado de manera suficiente el
tiempo: aunque quiso evitarlo, siguió preso de la que él mismo llamó concepción
“vulgar” de tiempo, la que va desde Aristóteles hasta Hegel (“Ousía y grammé”, en Márgenes de la filosofía). ¿Cómo hemos de pensar o concebir,
entonces, el tiempo? El tiempo está out
of joint, dice Hamlet: fuera de quicio, desajustado, desacordado, in-justo,
anacrónico. Ese desajuste no es, como en el análisis de la sentencia de
Anaximandro, de Heidegger, un desajuste (in-justicia) que pide o tiene como fin
un ulterior ajustamiento, una recuperación de la propiedad de uno (¿no es esto,
precisamente, el pensamiento de la metafísica o teodicea, de la pulsión de lo
uno?). El desajuste, la des-sincronía del tiempo es, más bien, lo… (¿propio, mismo?)
del tiempo. Y es ese desajuste, precisamente, lo que deja aparecer al Otro, al
totalmente otro, en cuanto tal otro, lo que es, podríamos decir, la “definición”
(e in-definición) misma de la Justicia. Es, pues, casi imposible distinguir
entre el des-ajuste del tiempo y la justicia, y entre ambos y el pensamiento de
la differance, la deconstrucción:
“Más allá del derecho, y todavía más allá de la juridicidad, más allá de la moral, y todavía más allá del moralismo, la justicia como relación con el otro ¿acaso no supone, por el contrario, el irreductible exceso de una dis-yunción o de una anacronía, cierto Un-Fuge, cierta dislocación out of joint en el ser y en el tiempo mismo, una dis-yunción que, por afrontar siempre el riesgo del mal, de la expropiación y de la injusticia (adikia) contra los cuales no hay garantía calculable, sólo ella podría hacer justicia o impartir justicia al otro como otro? […] Para decirlo rápidamente y para formalizar al máximo las apuestas: aquí […] entraría en juego la relación de la deconstrucción con la posibilidad de la justicia […]” (Espectros de Marx, Trotta, pg. 45)
Es
esta diferencia (diferenciar / diferir) del tiempo, esa justicia distinta del
derecho (“incluso de los derechos humanos”), esa democracia “por venir” (no “futura”),
que es indeconstruible porque es la propia deconstrucción, lo que puede
entenderse, propone Derrida, como promesa mesiánica. Pero ¿por qué conservar el
término “mesiánico” para esa hospitalidad sin condiciones? ¿Es adecuado un
nombre o adjetivo religioso aquí? Quizá, dice Derrida, esta sea la herencia más
apropiada (y, por eso la más intempestiva) de ese término. ¿Será porque
deconstruye cualquier escatología, sin sacrificar, con ello, el carácter de
valor innegociable que porta siempre lo religioso?:
“La ascesis despoja la esperanza mesiánica de todas las formas bíblicas e, incluso, de todas las figuras determinables de la espera, se desnuda de ese modo con vistas a responder a lo que debe ser la hospitalidad absoluta, el «sí» al (a la) arribante, el «ven» al porvenir inanticipable —que no debe ser el «cualquier cosa» detrás del cual se amparan los demasiado conocidos fantasmas que, justamente, hay que ejercitarse en reconocer—. Abierta, en espera del acontecimiento como justicia, dicha hospitalidad no es absoluta más que si vela por su propia universalidad. Lo mesiánico, incluso bajo sus formas revolucionarias (y lo mesiánico siempre es revolucionario, debe serlo), sería la urgencia, la inminencia, pero, irreductible paradoja, una espera sin horizonte de espera. Siempre puede considerarse la sequedad casi atea de ese mesiánico como la condición de las religiones del Libro, un desierto que ni siquiera fue el suyo (pero la tierra siempre es prestada, arrendada por Dios, jamás la posee el ocupante, dice justamente el Antiguo Testamento, cuya inyunción habría que oír aquí) […] A ese «mesianismo» que se desespera, algunos —de entre los cuales no me excluyo— le encontrarán quizás un sabor extraño, a veces un sabor de muerte. Es cierto que ese sabor es ante todo un sabor, un sabor antes del sabor y, por esencia, es curioso. (ibid. pg. 188)
¿Qué
puede decirnos este “mesianismo” de eso que nos veníamos preguntando, del otro
tiempo donde el sufrimiento ha sido abolido, transfigurado? Nada, es decir,
nada “positivo”. Antes bien, y como hemos venido viendo también en otros
pensadores modernos, se renuncia “a priori” a que pueda “esperarse” una
respuesta. Detrás de ese hiper-kantismo del
absoluto respeto al Otro, ni siquiera es posible hacer figura alguna del porvenir.
La historia misma, con toda su teleología, debe ser sacrificada a la
insondabilidad de lo Otro. Como el propio Derrida dice en el libro que hemos estado
citando, la “andadura deconstructiva”, habría consistido desde el principio
(por cierto, en varias ocasiones Derrida se preocupa por advertir que pensó así
“desde el principio”…. Pero ¿por qué esta preocupación, precisamente en
Derrida, por señalar que siempre y sobre todo desde el principio pensó así,
como si en el resto de su andadura no hubiera ocurrido realmente nada, salvo el
despliegue argumental de lo mismo…? Sería digno, quizá, de análisis), desde el
principio habría consistido, decíamos, la deconstrucción, en poner en cuestión
tanto el concepto onto-teológico de historia, como también el “arqueo-teleológico
de Hegel y Marx, e incluso el pensamiento epocal de Heidegger. Qué quede
después de esta limpieza, no sería fácil de adivinar, si no fuera porque el
propio Derrida nos lo dice: la irrepresentabilidad misma, la espera de lo
totalmente inesperado. Si la exigencia primera es el respeto incondicional a lo
totalmente otro, ni siquiera podemos saber a quién nos referimos, a quién
podemos y debemos esperar y dar hospitalidad. Pero quienes sufren no son meros
totalmente-otros, son también ciertos unos, alguienes, personas, sujetos... Para ellos,
la deconstrucción no tiene nada que decir ni prometer.
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