lunes, 9 de marzo de 2015

De otro tiempo y lugar, V (Q. Meillassoux)


Los valores reencuentran vida porque están ligados al ser por venir; la esperanza funda la unidad de la comunidad humana, dándole un proyecto común; cada hombre, por fidelidad a sus desaparecidos íntimos, actúa con vistas a conservar la comunidad y la espera de su última posibilidad, y se esfuerza por ser digno, él mismo, del retorno del amado o la amada.

Creer en Dios porque no existe. No había sido jamás defendido sistemáticamente. Es cosa hecha.

Dios, en adelante, puede designar la posibilidad de una vida filosófica, despierta y en espera, más allá tanto de la creencia religiosa como de las leyes naturales. Una vida, en fin, sin fe ni ley

Para oír algo nuevo de lo que los filósofos tengan que decirnos sobre el asunto que hemos recordado, es decir, el de qué esperanza cabe para el sufrimiento del mundo, el de la pensabilidad de “otro” tiempo y lugar donde todo sea redimido o justificado, me dirijo ahora a la potente, casi “salvaje”, especulación de Quentin Meillassoux, y más concretamente a su libro-tesis doctoral L’inexistence divine, texto no publicado pero que circula entre filósofos y es ávidamente leído, como antaño lo fueron los cuadernos de Wittgenstein, y que citaré prolijamente (en una traducción mía y solo provisional)  (una sumaria expresión de algunas de las ideas que vamos a leer se pueden encontrar también en un breve ensayo “Deuil à venir, dieu à venir” Critique, 2006/1).

Es lícito pensar, además, que, pese a la manera en que principalmente se suele abordar a este joven filósofo (como el más potente representante del Nuevo Realismo, es decir, como, ante todo, una nueva especulación ontológica), el polo que orienta su pensamiento se encuentra precisamente en nuestro tema, en la explícita forma de una defensa contundente de la racionalidad de la esperanza de un futuro renacer a la inmortalidad de todos los hombres, o, en otros términos, de la espera de una (futura) venida a la existencia divina. Así lo indica ya el título de la obra, cuya tercera y última parte está íntegramente dedicada a una “ética” inseparable de la escatología y la “divinología”, y respecto de la cual, todas las páginas anteriores, dedicadas a argumentar la necesaria y radical contingencia de todo (tesis de la factualidad), aparecen como un trabajo preparatorio.

Efectivamente, para Meillassoux el problema de un futuro de renacimiento e inmortalidad de los hombres, es tanto una posibilidad perfectamente real como una exigencia esencial de la ética. No puede negarse lo chocante de ambas tesis para el pensamiento moderno y postmoderno. En cuanto a la parte ontológica, hace mucho que había quedado proscrito todo hablar de otra existencia humana que no fuera la que describe la ciencia natural. La posibilidad de la resurrección e inmortalidad corpórea, había quedado apenas para la teología, que, sobre todo en su forma más protestante, lo ocultaba en el terreno de la más “inconfesable” fe, si no es que incluso se sentía empujada a deconstruirla como mito: ¿qué otra cosa que un mito puede ser hablar de una existencia humana trascendente? Y, en cuanto a una existencia inmanente pero renacida e inmortal, si no es una contradicción en los términos (nada en la ciencia natural lo es, he aquí su humildad), sí es algo, por decirlo cortésmente, altísimamente improbable, algo que solo un loco o un hipócrita podría contemplar como posibilidad.

En cuanto a la parte ética de la tesis, también sabemos que hoy uno puede básicamente ser, o bien kantiano, y entonces es para él una exigencia fundamental separar ambos asuntos, el de qué debo hacer y el de qué me cabe esperar (siendo este último, para la ética, a lo sumo un postulado irrepresentable), o bien consecuencialista de algún tipo (utilitarista, hedonista, comunista incluso…), pero sensato, es decir, naturalista y cientificista, lo que significa que toda la esperanza que uno puede poner en las futuras consecuencias de su acción se refiere solo a una vida humana, más feliz, pero mortal y esencialmente igual a la que ya conocemos. Tampoco las éticas de las virtudes, herederas de los grandes filósofos griegos, osan referirse a la escatología, como la que sí deja aflorar aquí y allá Platón en lenguaje “mítico” pero a la que ya renunció el mismo Aristóteles.

Sin embargo, Quentin Meillassoux, a quien no le caracteriza el temor o la reverencia ante ningún pensamiento prohibido, afirma contundentemente, como recordaba antes, que una vida ética sin la esperanza de la inmortalidad, es una ética sin sentido, y que la negación de la real posibilidad de la inmortalidad futura del hombre es fruto solo del pensamiento religioso y metafísico, aunque sea en forma de crítica o deconstrucción de la metafísica, es decir, según él, de un pensamiento, en último extremo, religioso, que no se atreve ni nos deja pensar:
“Toda antifilosofía, todo positivismo, todo cientificismo, todo logicismo, son de esencia religiosa, a la manera espectacular del logicismo de Wittgenstein: decretando que ninguna racionalidad es legítima fuera del marco científico, estas teorías condenan a la razón a no poder ni dar cuenta de la facticidad de las leyes, en el seno de las cuales la ciencia se despliega siempre ya, ni responder a las cuestiones esenciales de la existencia. Esta especie de sinsentido domina hoy el pensamiento, a través de las diversas empresas de destitución de la metafísica, con una fuerza quizá inigualada en la historia, puesto que nadie, apenas, osa todavía defender la filosofía en la integridad de sus ambiciones: comprensión absoluta del ser en tanto que ser y aprehensión conceptual de la inmortalidad del hombre. (L’inexistence divine, pg. 384, traducción mía, solo provisional)

Pero Meillassoux se atreve a pensar, aunque lo que piense el filósofo sea locura para el creyente y para el metafísico.

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Empecemos por la exigencia de la ética (en el doble sentido del ‘de’). ¿Por qué una ética exigente exigiría también el renacer y la inmortalidad futuros de los hombres? ¿Qué sabemos de la justicia? Para comprender qué es ella, Meillassoux nos propone mirar allí donde conocemos manifiestamente su contrario: la terrible injusticia, por ejemplo y sobre todo, de los que fueron asesinados o murieron tempranamente, sin tener la posibilidad de vivir una vida como la nuestra. Esos muertos prematuros reclaman nuestro duelo, pero que para su tragedia no parece haber justificación alguna en el mundo. Todos podemos reconocer que la justicia encierra el concepto de la igualdad entre los hombres: aunque somos diferentes unos de otros, sin embargo, en cuanto seres racionales, somos iguales. Mi vida no es digna si no va acompañada de la vida digna de los demás hombres.

Ante este problema, tanto el ateo como el creyente, tanto quien niega como quien afirma la existencia de Dios y la inmortalidad humana, permanecen, sin embargo, en un impasse. Ninguno de los dos tiene una respuesta satisfactoria para la exigencia ética. El teísta, como correctamente alega el ateo, nos quiere hacer creer que un Dios omnipotente ha creado el mundo y permite todos los sufrimientos que acontecen en él. Que el teísta nos intente consolar asegurándonos que ese Dios nos tiene destinado un paraíso, no hace, para una persona realmente sensible a la justicia, sino aumentar el horror: ¿ser inmortales bajo el auspicio y gobierno de un ser tan cruel? Esto es inaceptable. Pero el ateo tampoco tiene nada que ofrecer, puesto que, como alega el creyente, negando toda esperanza para los muertos, hace imposible para nosotros, los vivos, seguir viviendo con dignidad: mi vida depende de que también aquellos, los que no pudieron vivirla, tengan, antes incluso que yo, alguna esperanza. ¿Hay alguna salida a este impasse?

La cuestión es, entonces, propone Meillassoux, si podemos demostrar la pensabilidad de la inmortalidad, exigida por la ética, sin caer en el problema del creyente. Lo que tenemos que mostrar, pues, es que a) el renacer y la inmortalidad son una posibilidad plenamente real, y b) que no son una necesidad garantizada por un dios existente. La tesis que responde a ambos requerimientos es la tesis de la in-existencia divina: Dios no existe, todavía; pero su existencia futura es una posibilidad plenamente real, una posibilidad que hay que esperar.

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¿Es concebible la posibilidad de un renacimiento e inmortalidad futura para los hombres? Para nuestra admiración, Meillassoux declara que tal demostración es cosa fácil, si tenemos la teoría ontológica correcta:
 “¿Cómo demostrar que esta vida posee en sí misma la dimensión de la inmortalidad? Esta demostración –y ahí reside, sin duda, su mayor extrañeza- está enteramente libre de dificultad, una vez dado lo que ya se ha establecido” (Ibid. pg. 290)
Lo que ya “se ha establecido” previamente (a lo largo de más de doscientas páginas), o sea, la factualidad de la realidad, consiste en la tesis de que la única necesidad real es la de la absoluta contingencia y falta de necesidad de todo. No hay nada necesario, más que la propia contingencia de las cosas. Las más firmes constantes de la naturaleza podrían cambiar, y podrían hacerlo en el instante siguiente; cualquier surgimiento es totalmente posible, si no es contradictorio; todas las leyes naturales son contingentes, no-necesarias. Esto es lo que planteó Hume como problema (la ausencia de conexión necesaria entre los sucesos), pero él le dio una respuesta escéptica, como si fuera una impotencia de nuestro pensamiento, porque, en realidad, también él permanecía preso de la pulsión metafísica, que querría que la realidad estuviese gobernada por la necesidad. Nosotros, en cambio, tenemos que atrevernos a hacer una auténtica inversión del platonismo, a aceptar la potencia del pensamiento, a rechazar definitivamente la validez del principio de razón suficiente en todo, y a desprendernos de ese residuo de constancia, que es la constancia esperada en los fenómenos, para descubrir la realidad como un Caos en el que todo puede surgir.

El otro error del que debemos desprendernos es el de que, con una ontología tal, de la radical facticidad de todo, solo cabría esperar un continuo caos, frente a la constancia y regularidad que observamos en el universo. El error procede aquí de que concebimos la existencia como gobernada por la probabilidad. Ahora bien, la probabilidad solo tiene sentido en el marco de la necesidad. Pero no hay necesidad alguna, por tanto, tampoco existe ninguna probabilidad de que el mundo siga constante. No es más probable que el curso de los acontecimientos se mantenga como si fuera acorde con leyes durante largos periodos de tiempo, que la posibilidad de que surja algo nuevo a cada instante.

Un futuro en que, mediante un surgimiento ex nihilo, renacen los hombres para una vida justa es algo tan simple y puramente posible, tan ajeno a cualquier cálculo probabilístico, como el surgimiento de la vida o la consciencia, para cuyos surgimientos tampoco se daba nada, en el mundo de inercia precedente, que fuera razón suficiente. La vida surgió, y las condiciones materiales acompañaron ese surgimiento, pero no permitían deducirla necesariamente. Y lo mismo puede decirse de la consciencia:
“No solamente el renacimiento es posible, sino que además no puede ser considerado como improbable: pues si el renacimiento surge, debe surgir a la manera en la que un nuevo universo de casos surge en el seno del no-Todo del mundo. El renacimiento es, pues, asimilable al surgimiento improbabilizable de una nueva constante, a la manera en que la vida surge de la materia, o el pensamiento del vivo. Es una acontecimiento que no sería más sorprendente que estos surgimientos, que, de hecho, han tenido lugar. (Ibid. pg. 290)
Esperar un futuro de renacer e inmortalidad de los hombres es análogo, podríamos decir, a esperar que, a partir de un punto, la serie de decimales de un número real se mantenga repitiendo indefinidamente un mismo número o una misma secuencia de números. Esto no es ni menos ni más probable que cualquier otra alternativa (que los números no se repitan), porque esa secuencia es infinita. De hecho, algún número real tiene que ser tal que, a partir de un cierto punto, se expresa con la repetición de indefinidamente el mismo decimal (y nada hace menos probable a ese número real que a cualquier otro). Por tanto, esa es una posibilidad real, simplemente. Solo nuestra falta de perspectiva nos hace creer en la necesidad de la estabilidad de las leyes naturales y en la improbabilidad de un surgimiento semejante.

A ese surgimiento posible de un mundo de justicia, de hombres renacidos e inmortales, Quentin Meillassoux lo denomina Cuarto Mundo (tras el inercial, el de la vida y el de la consciencia).

La posibilidad real de ese Cuarto Mundo nos permite solucionar, por cierto, varios problemas filosóficos. Por ejemplo, el viejo problema del estatuto ontológico del Bien como reino de fines. Hasta ahora, ese estatuto había sido colocado en un lugar trascendente o ideal, o bien negado. Ahora:
“Lleguemos a la solución factual de la relación entre el Bien y la verdad: la verdad del Bien, como Cuarto Mundo, no designa ni una realidad, ni una imposibilidad, ni una posibilidad controlable: el Bien designa la verdad de una posibilidad no controlable”. (Ibid. pg. 296)
El carácter factual de la realidad nos permite también pensar adecuadamente la dignidad del hombre y la libertad. La dignidad del hombre estriba, precisamente, en que piensa la universal factualidad:
“El hombre, puesto que sabe lo eterno, adquiere valor. Pero el hombre no obtiene su valor del objeto de su conocimiento, es decir, de lo eterno mismo: no es lo eterno lo que es valor, pues lo eterno no es sino la contingencia ciega, estúpida, y anónima de toda cosa. El valor es el del saber mismo: el hombre vale no por qué sabe, sino porque sabe. Y ese saber es solo aquel, teórico y absoluto, de las verdades lógicas y ontológicas, y ese, inquieto y atento, de la mortalidad. (Ibid. pg. 318)
Por decirlo en términos heideggerianos, el hombre es el ente destinado a pensar la diferencia entre ser y ente, es decir –según lo traduce Meillassoux-, entre la necesidad de la contingencia de todo, y la contingencia de cada cosa. Lo que -también muy heideggerianamente- significa que su ser para la muerte tiene un valor esencial para su vida. Pero, yendo más allá de la angustia heideggeriana, Meillassoux encuentra ahí el fundamento de la esperanza:
“El factual muestra (…) que el pensamiento posible de su propia muerte, redirige la capacidad del hombre a contemplar la naturaleza real de la contingencia como la posibilidad de toda cosa. El saber negativo de su propia mortalidad conduce así al saber positivo de su renacer posible. Saber que deja de designar la triste consciencia de su propio límite para redirigir a la posibilidad jubilosa del franqueamiento de tal límite. (Ibid. pg.318)
También la libertad, decíamos, encuentra su explicación en la ontología factual. Ni necesidad ni azar ciego, surgimiento de potencia (como la vida o la consciencia), en el ámbito del mundo de la consciencia o Tercer Mundo. Y no se trata de la libertad como uso de los medios, sino una libertad “positiva” y plena:
El hombre es un ser pensante, no solo ni principalmente en cuanto ejerce sus diversos talentos intelectuales, sino más esencialmente en cuanto puede aprehender lo que importa: el hombre piensa cada vez que sabe que sabe que en el hombre se trata de un Contingente Último. La libertad no es otra cosa que el acto que opera según esta verdad eterna de que lo último es factual, es decir, a la vez irrebasable y frágil. (Ibid. pg. 319)
Demos por adquirida la racionalidad de la posibilidad simplemente real de un futuro renacer y una inmortalidad para los hombres. Pero ¿cómo proporciona esta esperanza un fundamento para la ética? ¿No podría pensarse, más bien, que tal esperanza desactive la propia ética: de qué tengo que preocuparme, si, al fin y al cabo, puedo esperar que todo vuelva a nacer y todo el mal quede resarcido? A este problema, kantiano, Quentin Meillassoux contesta con la idea de que la espera(nza) de los hombres tiene que ser activa, de otra manera no puede ser, no sería acreedora de ese renacer:
“La condición para que lo universal advenga es, pues, que sea deseado en acto. Esperar pasivamente lo universal es precisamente no esperarlo. Pues es hacer de lo universal un objeto extraño al hombre, reificado exteriormente a él –es, pues, hacer de lo universal lo que no es, y vuelve imposible su advenimiento. Pues, remarquémoslo bien, si el renacer adviniese pese a que ningún acto de justicia hubiese exigido su espera, no se encontraría ahí nada de universal: no nos encontraríamos más que con un ciego recomienzo, un simple Eterno Retorno, impuesto desde el exterior al hombre. Que el Cuarto Mundo advenga exige que advenga como objeto de esperanza de nuestro mundo, pues, incluso si esta espera no puede actuar sobre el último surgimiento, sólo ella le da el estatus de un nuevo surgimiento, esto es, de un surgimiento de la justicia esperada por el hombre, y no de una simple vuelta repetitiva de la vida”. (Ibid., pg. 327)
En resumen, repitámoslo, la posibilidad real de ese Cuarto Mundo llena de sentido la existencia, ética, del hombre:
El hombre se halla, pues, depositario de una doble espera que se revela como la estructura vi-faz de la acción. Espera, antes que nada, el renacer justo del hombre. Así pues esta espera significa el deseo de ser digno del retorno del amado o la amada y apela a la ética más vigorosa en vistas a adquirir tal dignidad. El amor de los desaparecidos se torna en acción para con los vivos, acción que solo ella vuelve digno de su retorno. (Ibid. pg. 348)

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Vayamos ahora, desde la ética, y pasando por la escatología, a la “divinología”. Quentin Meillassoux describe la futura inmortalidad de los hombres en términos cristológicos, pero interpretados, como era de esperar, de una manera radicalmente diferente a como lo han interpretado tanto la metafísica como la religión: interpretado desde el concepto de inexistencia divina.

Ese futuro de inmortalidad, que Meillassoux describe como la llegada del niño (l’enfant), no es un tiempo en que inmanencia y la finitud quedan abolidas. Contrariamente a la figura tradicional, según la cual lo infinito se hace finito (“carne”) para llevar de vuelta al hombre a lo infinito, el devenir de lo divino consiste, dice Meillassoux, en que lo finito se hace infinito (con el renacer y la llegada del tiempo de la inmortalidad) pero para renunciar a su infinitud y omnipotencia y permanecer en una inmanencia, ahora justa:
“Siendo la contingencia como tal la expresión misma de la necesidad, su Cristo no supera la finitud, sino, al contrario, la omnipotencia del infinito surgimiento, y esto por el gesto en el que, lejos de abandonar su humanidad por la divinidad, supera esta divinidad suprimiendo su propia potencia, según el movimiento finito – infinito – finito, hombre – Dios – hombre. En efecto, el Niño es el hombre contingente que adquiere momentáneamente la omnipotencia acorde con el dios religioso, pero que la supera con su abandono en vistas al cumplimiento de su propia humanidad. (…) La finitud del Niño, como la de todo hombre, se haya finalmente enriquecida por el abandono de la omnipotencia expresada por el Dios religioso, por el gesto que expresa su extrema posibilidad”. (Ibid., pg. 334)
Y es que la visión tradicional no ha proyectado en su Dios la esencia de los hombres, como erróneamente dice la crítica a la religión (Feuerbach y Marx), sino, más bien, su degradación, la posibilidad de su propia omnipotencia, es decir, no el cumplimiento de su humanidad, sino de su inhumanidad.

Puede causar extrañeza que ese inmanente que siempre conserva la muerte como posibilidad, sea lo llamamos “inmortalidad”. Pero Meillassoux distingue aquí entre inmortalidad y sempiternidad. La inmortalidad no suprime la mortalidad. Es siempre necesario que yo pueda morir, pero no lo es jamás que yo muera efectivamente.

Todo esto nos permite redefinir el divino filosófico, el Dios del filósofo o de la especulación, por oposición al Dios trascendente tanto de la religión como de la metafísica:
“Hasta hoy el término Dios no ha designado para nosotros más que su expresión religiosa: Dios de misterio y de poder. Pero el Dios de los filósofos, el Dios vilipendiado por Pascal, se define como el movimiento completo hombre-Dios-hombre descrito por el niño: designa a la vez el reino inmanente del Mundo de justicia, y el gesto fundador del hombre destituyendo en él mismo la tentación del Dios de la potencia. (Ibid., pg. 335)
Y es ese Dios de los filósofos, el que también distingue al filósofo del ateo. Ateo es quien ha aceptado que el lamento se dé en su propio campo; filósofo es quien no acepta tal cosa. Así pues, lo divino filosófico no es ni religión ni ateísmo:
“El divino filosófico no es ni una religión -¿se ha visto alguna vez a un creyente negar la existencia de Dios?- ni un ateísmo -¿se ha visto alguna vez a un ateo creer en Dios? Lo divino lleva a sus consecuencias últimas el ateísmo y la religión para desvelar su verdad: Dios no existe y hay que creer en Dios. Más profundamente, lo divino liga esas dos aserciones, que solo con ese lazo alcanzan su verdad. (Ibid., pg. 384)
Decir que Dios existe es una verdadera blasfemia. Es preciso creer en Dios justo porque no existe. Acabemos citando una vez más, por extenso, al propio Meillassoux:
Blasfemia. Decir que Dios existe es la peor de las blasfemias, pues es decir que Dios reina en el mundo entregado a la gran política sin haber tenido jamás la debilidad de modificar sus designios a fin de impedir las atrocidades que en él ocurren. Es decir que este mundo es tal que Dios lo ha querido en sus proyectos, proyectos impenetrables para el hombre justo, porque de una crueldad efectivamente incomprensible. Es hacer de la esperanza divina del hombre un objeto de temor, e insultar la esencia misma de la bondad con los sofismas más inquietantes. Es, a la manera terrible del teólogo, intentar demostrar al incrédulo de Dostoievski que, de alguna manera, hay una cierta bondad divina en dejar a un niño ser ser devorado por los perros. 
Es justo porque la blasfemia contra Dios consiste en identificarle con el creador de este mundo, fusionando al dios verídico, que no es más que amor, al dios religioso, que no es más que poder, que los mejores de entre los creyentes han  intentado siempre, mediante razonamiento de una sutileza trágica (pues la sutileza es siempre la gestión de un impasse) de separa a Dios de la existencia,, de hacer un ser de una tal trascendencia que estuviera fuera del ser, más allá del ser, indiferente al ser. En breve, de evitar el enunciado blasfemo Dios existe, pero intentando evitar el enunciado inmanente Dios no existe. Lo divino no tiene necesidad de estos virtuosismos, sabiendo que la creencia en Dios es la responsabilidad tomada por el hombre para con el niño todavía por nacer, y que el enunciado, claro y puro como la luz del mundo, de la inexistencia divina, garantiza su esperanza tanto tiempo como un justo permanezca en vida. El Dios digno de ser esperado es justo el que tiene la excusa de no existir. (Ibid., pg.387)

1 comentario:

  1. Hola Juan Antonio, este breve post sobre la tesis doctoral de Quentin Meillassoux me deja un poco perplejo, porque contradice -eso creo pero no he leído su tesis-, su obra "Después de la Finitud" en la que trata de plantear un Gran afuera: más allá de la metafísica (a pesar que como tú dices su noción de metafísica es reduccionista). Yo no comparto para nada estos enunciados: niño, cuarto mundo, ese resurgimiento de una inmortalidad en sentido ético y justo... A pesar que tengo mis grandes diferencias sobre los postulados sobre el Espíritu/espíritu del Cristianismo, Quentin Meillassoux pareciese disfrazar tales postulados con una obligada meta-metafísica que al final vuelve al mismo lugar. Gracias por el aporte, conseguí la tesis de Meillassoux pero la copia está borrosa y es difícil leerla. Saludos. Leandro.

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