¿Hasta
donde se extiende la consciencia?: ¿”hay” consciencia en el chimpacé, en los
otros mamíferos, en las aves, en los insectos?; ¿”tienen” consciencia las
plantas?; ¿y las piedras, o las montañas, o los ríos o las nubes?; ¿y los
postes de telefonía o las mesas? ¿Cómo responder a estas cuestiones (si es que
hay que molestarse en ello)? y ¿qué importancia tiene el sentido de la
respuesta, qué consecuencias éticas y políticas? La lectura del bello, amable e
inteligente libro For
Love of Matter, a Contemporary Panspyquism (State University of New York
Press, 2003), de Freya Mathews, me ha devuelto a la reflexión acerca de una
teoría por la que siempre he sentido gran simpatía (¿qué otra cosa se puede
sentir, antes que nada y como mínimo por ella, más que sim-patía o co-pasión?), el
pamsiquismo, es decir, la tesis de que la consciencia, la psique, la
subjetividad… no son propiedad exclusiva de los humanos y acaso otros
mamíferos, sino que se extiende por toda la realidad, por todas las “cosas”.
En el libro, de estilo analítico pero serenamente poético, la
autora pretende presentar una concepción, de inspiración spinoziana y
schopenhaueriana pero actualizada, rigurosa y bien argumentada, del
pampsiquismo, que pueda tomarse como una razonable alternativa al hoy
predominante “dualismo” (definido, en lo que se refiere a este asunto, como la
tesis de que hay ciertos entes dotados de consciencia o “interioridad” y otros
que no la poseen en absoluto y son pura externalidad o materia). Ofrece vívidamente,
para ello, un argumento sencillo pero perteneciente a una de las áreas más fundamentales
y especulativas de la filosofía (el asunto de la realidad y la apariencia, nada
menos), y despliega toda una verdadera cosmovisión desde una perspectiva
pamsiquista.
El argumento, “a partir del realismo”, consiste en esto: la
única vía para dar soporte a la idea de que lo que percibimos es realidad y no
una mera ilusión solipsista, es atribuir a las cosas mismas (no solo al cognoscente)
una subjetividad “o” sustancialidad, “es decir”, una “auto-presencia” o “presencia-a-sí”,
anterior a y fundamento de su presencia para nosotros. Las cosas se nos
presentan como de tal o cual color, con tales o cuales otras cualidades…, pero
¿cómo sabemos que son reales y no meros habitantes de nuestra subjetividad?
Freya cree que ninguna propuesta no-pamsiquista, ninguna concepción “dualista”
(y ninguna unilateralmente idealista o materialista), es capaz de solucionar
ese viejo problema de la realidad y la apariencia. Si el único sujeto que
suponemos es el del cognoscente, nada auténticamente sustantivo (ninguna “cosa
en sí”, podríamos decir) da soporte a las cualidades que se nos aparecen. Solo
si atribuimos ya a las cosas una sustancialidad, entidad o “presencia”
independiente de nosotros (y, “por tanto”, una presencia “para ellas mismas”)
le reconocemos metafísicamente a la realidad su auténtico peso. La tesis de
Descartes, por ejemplo, según la cual Dios me garantiza la realidad de las
cosas que no tienen consciencia, es inválida, argumenta Freya Mathews, porque,
suponiendo que se aceptase la existencia de Dios, no se sigue que Él no pueda
permitir que nos engañemos (lo hace constantemente, quizá “por nuestro bien”)
y, por lo demás, el concepto de “crear” presupone ya un criterio de objetividad.
Efectivamente: ¿qué queremos decir cuando decimos que se ha producido algo
real? Decir que percibimos “sus” cualidades no es suficiente si no suponemos
también que él es un sujeto de esas atribuciones. El otro argumento habitual, según
Freya, dice que la realidad de las cualidades que percibimos se puede verificar
por su poder causal. Pero esto, si no es una mera reificación de las
apariencias (como lo son las “disposiciones” a las que se recurre
convencionalmente -el cristal tiene la disposición a romperse cuando entra en
contacto con la piedra-, pero nosotros nunca vemos una disposición), es
entonces una expresión del pamsiquismo, es decir, de que toda cosa, “antes” de
mostrársenos y de cómo se nos muestra a nosotros, tiene una subjetividad o
sustancialidad en y, de algún modo, para sí misma. Por tanto, solo el
pamsiquismo hace metafísicamente concebible
la atribución de realidad (obsérvese que no se trata de una teoría
epistemológica, es decir, de cómo es cognoscible
la realidad, sino solo de cómo es concebible que sea objeto de conocimiento).
Si este argumento es válido, entonces debemos modificar
nuestra concepción de lo que significan el conocimiento y la realidad en
general: conocer, y existir en general, no son la relación entre un sujeto y un
objeto, sino entre un sujeto y otro sujeto, entre subjetividades. En la
cosmovisión que Freya Mathews desprende de esta intuición, la realidad es un
Uno-todo constituido por múltiples centros de subjetividad (incluida la del Uno
mismo), en interacción consciente y comunicativa entre sí. En verdad, la
subjetividad o consciencia no es un accidente de la realidad, sino la “cualidad
primaria” de las cosas, de la cual las otras cualidades, externas, son la
expresión exterior. Freya, pues, invierte aquí la concepción
galileano-cartesiana, según la cual las cualidades primarias son las más
exteriores, o sea, las mensurables o matemáticas (la res extensa), siendo las otras, incluidas las psíquicas,
epifenómenos de aquellas. Esto no significa que Freya defienda un
espiritualismo pluralista, pues consciencia y materia están, según ella,
indisolublemente unidas, como dos aspectos de lo mismo, tal y como afirmó
Spinoza: no hay objetualidad sin subjetualidad, ni subjetividad o interioridad
sin expresión objetiva o externa. Pero hay, como también dijo el filósofo
holandés, un conato en toda cosa, que es lo mismo que su esencia. Ese conato (o
la voluntad, no la representación, según Schopenhauer) es la psique y
consciencia de las cosas.
Sin embargo, admite Freya, no hay que entender esto como la
afirmación de que en cada parte concreta de la realidad hay una consciencia, ni
–menos aún- que la hay en el mismo grado o del mismo modo en todo: existen seres
con una consciencia pre-individual o con individualización relativa (una
consciencia que se extiende por muchas cosas sin estar individuamente en
ninguna: quizá, por ejemplo, un bosque, o una planta…), y hay otros con una
gran individualidad capaz de autoconsciencia. Estos seres auto-conscientes
representan un grado peculiar de consciencia, que, a la vez que enriquece la
pletórica producción de mundo por parte del Uno, entra relativamente en
conflicto con él y con el Todo. El Todo es un sistema conativo u oretético que
se autorrealiza (orexis: deseo,
impulso, tendencia…), y un orden comunicativo. A esta relación procesual y
dinámica entre el Uno y los múltiples sujetos podemos llamarla “Camino” o Tao.
Tendríamos, pues, que anteponer, a la concepción de la
coexistencia como Conocimiento, la de la coexistencia como Encuentro. Antes,
metafísicamente antes de conocer las cosas, entramos en o vamos a un encuentro
con ellas. Desde Grecia estamos acostumbrados a que la filosofía, en su afán
por desmitologizar y desantropomorfizar la realidad, se inclina por un
materialismo dualista (en el sentido antes definido), a veces incluso monista
(eliminativista de toda consciencia) que, vaciando de ánima (des-animando) las
cosas, solo se dedica a investigarlas y manipularlas. Pero no debemos olvidar
que esta aptitud, violenta, invasiva…, no tiene nada de aséptica. Existe otra
alternativa, ni mitológica ni des-animadora: la de ir a las cosas como a una
relación bilateral (multilateral) entre subjetividades que tienen cosas que
comunicarse o significarse sin caer por ello en la magia (piénsese en esa doble
actitud ante las personas: una ciencia que objetualiza frente a una que no).
Desde una perspectiva semejante (desarrollada también por cierto feminismo:
Evelyn Fox Keller, Annette Baier, Lorraine Code…), cobra todo el valor el
concepto de Eros o amor (pero no como lo concibe la tradición dualista) y nos
vemos urgidos a una actitud ética muy diferente ante el resto de la realidad.
Cualquier concepción omniabarcante, sobre todo si tiene un
carácter armonicista como lo tiene este pamsiquismo, debe abordar el problema
del mal. ¿Qué sentido o explicación tiene, en el marco ontológico descrito, el
sufrimiento, innegable y terrible, que se da en todos los órdenes de la
naturaleza? Concebir la existencia como encuentro intersubjetivo no elimina,
aunque mitigue, el problema del sufrimiento: el dolor y la muerte son
inherentes a todo sujeto. Freya aborda este asunto contraponiendo, a los dos
mitos fundacionales de la cultura judeo-cristiana, el mito que ella prefiere,
el de Eros y Psique tal como lo relata Apuleyo en El Asno de oro. En el mito del Edén, contenido en Génesis, se significa, según Freya,
primero, la vivencia traumática de la individuación autoconsciente, vista como
una caída (Adán y Eva, al probar el árbol del conocimiento, se reconocen como
individuos autoconscientes, y se ven desnudos y se avergüenzan). La respuesta a
ese evento es, en ese mito, la autoinculpación de los sujetos por haber salido
del seno de la subjetividad indistinta y prerreflexiva, pero, a la vez, la
imposibilidad de volver a aquel seno (simbolizada por la prohibición de probar del
Árbol de la Vida). Esto se traduce, al fin, en un orden represivo, legalista,
en el que consistiría la triste vida del hombre. El mito de Jesús, según Freya,
ofrece una salida más “humana” o aceptable: es, para empezar, el propio Dios quien
sufre (como dice, con contundencia y belleza, Freya, un dios que no sufre en su
creación o emanación, es injustificable), y a los individuos autoconscientes
parciales les queda la esperanza de retornar a lo Uno. Pero sigue tratándose de
una concepción dualista (separa la psique autoconsciente del resto de las cosas,
como si estas fuesen pura exterioridad) y con una pulsión monista (de rechazo
de lo múltiple). Solo el pamsiquismo, arguye Freya, se ve incumbido directa y
plenamente por el problema del mal, porque solo él tiene que explicar el mal
para el todo, para el Uno tanto como para los Muchos, y no solo para una parte
de la realidad: el pamsquismo se haría cargo del problema del mal sin más. La
respuesta que ofrece Freya se expresa como comentario al mito de Eros y Psique,
relato iniciático de Apuleyo en torno al culto de Isis. Psique descubre, como
Eva y Adán, su individuación cuando, faltando a la orden o compromiso
previamente aceptado, quiere ver, con la ayuda de una lámpara, a su esposo,
Eros. Entonces descubre que este no es un monstruo –como le insinuaban insidiosamente
sus hermanas- sino un ser de suma
belleza. Pero en ese mismo momento lo pierde. Y entonces comienza el periplo de
Psique en busca de la recuperación de Eros. Lo que este periplo del alma
simboliza, según Freya, es que el amor no es una cosa que se posee, no es algo que
exija ni una situación preindividuada (simboliza por Pan en el relato) ni una
unión mística y estática, sino que es un proceso
sinérgico, de comunicación e interacción dinámica con el resto del mundo, y
en el que tienen que ponerse en juego todas nuestras capacidades, incluida la
mayor inteligencia (el amor no es ese sentimiento irracional del romanticismo o
las novelas). La propia realidad es un proceso, en el que el Uno se expresa en
una multiplicidad de sujetos. A una realidad así, nunca terminada, nunca
estática, nunca con una única consciencia, es inherente el sufrimiento y la
muerte (y el propio Uno los sufre continuamente), pero estos pueden ser mejor o
peor gestionados: el dolor tendrá su ubicación dentro del proceso erótico de
comunicación con el resto de las cosas o sujetos (comparemos, nos pide la
autora, la enfermedad y muerte de quienes están rodeados de amor y amistad, que
pueden despedirse, expresar sus últimos deseos…, con la muerte solitaria de los
animales a los que se les niega toda subjetividad).
La sociedad occidental haría bien en recuperar esa visión de
la naturaleza, que late en los cuentos de hadas y en las cosmovisiones de
muchos pueblos (por ejemplo, entre los aborígenes australianos o los tibetanos), y que sitúa al
hombre dentro de la naturaleza y en necesaria y erótica comunicación con ella,
como un caso muy especial, sí, pero no como algo ajeno a la naturaleza. Que,
sin perjuicio de nuestro peculiar alto grado de consciencia, formamos parte de
una realidad común, comunicada por una misma consciencia que se manifiesta de
diversas maneras, es la profunda verdad que pretende expresar el pampsiquismo.
****
Este libro merece ser leído por varias razones, la menor de
las cuales no es precisamente la reivindicación de la razón en un ámbito
filosófico donde existe siempre la enorme tentación de caer en irracionalismos
y vitalismos (ya sabemos: esa cadena del anti-falogorraciotecno…centrismo). Al
contrario, Freya Mathews reivindica enérgicamente la metafísica y el
racionalismo, contra la deflación a la que los ha sometido la dualista
des-animación moderna de la realidad, con sus diferentes irrealismos (la
incognoscibilidad de la cosa en sí kantiana, el relativismo naturalista o
hermeneútico, constructivista y deconstruccionista…): el pampsiquismo, como sus
rivales (el materialismo, el dualismo…) son teorías metafísicas. Incluso
(aunque Freya no se refiere a este asunto) son cuestión de Presencia (lo que,
según ese irracionalismo que es el heideggerianismo, sería la gran perversión).
El libro es además, como los de su especie, necesario, como
alternativa a una concepción dominante: siempre que una tesis filosófica domina
de manera casi total, hasta el punto de que sus alternativas están a priori
descalificadas, como si apenas fueran merecedoras de una atención seria, debemos
sospechar que quizá estemos ante un caso de dogmatismo (generalmente
inconsciente, por supuesto, lo que es aún peor), antípoda de la auténtica
reflexión filosófica. Este es el caso con el pamsiquismo: suscita una
imprudente sonrisa de desprecio. ¿Quién, si no un inmaduro, podría tomarlo en
serio? Curiosamente, cuestiones a priori tan “irrisorias” (como, por ejemplo,
la de la existencia o no de un Dios único y omnipotente, o la de si no existen
en absoluto experiencias subjetivas) son discutidas con total seriedad. Sin
duda, porque encajan mejor en el espíritu “dualista” que denuncia Freya
Mathews, y, por lo tanto, con una sociedad y una política como la nuestra.
Ahora bien, ¿hasta qué punto es convincente (y no solo bella,
amable e inteligente, además de necesaria) la propuesta de Freya, en especial
el argumento en que apoya todo lo demás? ¿Es realmente el pamsiquismo una
respuesta convincente al problema de la realidad y la apariencia? (¿Necesita el
pamsiquismo ser respuesta a un problema así?) ¿Por qué aceptar o rechazar el
pampsiquismo?
Para empezar, es muy problemático el concepto de
“subjetividad” que usa Freya. Admite que no podemos atribuir ni
auto-consciencia ni siquiera capacidad sentiente a todas las cosas. Pero entonces,
la “auto-presencia” o “presencia para sí” (self-presence,
present-to-inself) mediante la que define
la subjetividad ubicua (y a la que compara, problemática y ambiguamente, con la
“presencia a sí” de nosotros mismos cuando estamos dormidos) ¿es algo más que “simplemente”
el concepto de cosa o sustancia?, y el “para-sí” ¿es solo una vaga analogía, si
no una confusión? ¿Nos está diciendo algo más que la casi total vaciedad de que
las cosas son reales solo si tienen sustancialidad, es decir, si son lo que
son, de manera unitaria e identitaria cada una, con independencia de que las
estemos contemplando nosotros? Sin duda esto resulta mucho menos interesante (y
comprometido) que lo que parecía prometernos el pamsiquismo: suponíamos que se
nos anunciaba que todas las cosas (incluidas las plantas, las montañas, los
postes de telefonía, las mesas…) sufren
o sienten “internamente”, como
nosotros. No es lo mismo encontrarse con y amar a algo que pensamos que, de
alguna manera y en algún grado, siente, que a algo que simplemente tiene
sustancialidad, aunque sea dinámica, pero en la que no hay vida interior o
representación. ¿No está nuestra autora (y quizá todo el pampsiquismo)
confundiendo “simplemente” Consciencia con Sustancia, a través, quizá, del
engaño de la palabra ‘Sujeto’?¿O, en términos hegelianos, en-sí y para-sí?
Sin embargo esta “confusión” es una confusión interesante,
es decir, es filosofía pura. No es una confusión en el sentido de un error, en
el que caería nuestra autora. Tanto desde el lado de la filosofía de la consciencia
como desde el de la filosofía de la sustancia, la confusión está servida, y no
solo por el lenguaje. ¿Hay, en verdad, más sustancias que las que son sujetos? ¿No es la
filosofía moderna, desde Kant, pasando por el Espíritu de Hegel y la
fenomenología, hasta, incluso (una interpretación posible d)el lingüicismo y
textualismo del siglo XX, la tesis constante de que la sustancia es el Sujeto?)
¿Qué relación hay entre subjetividad y sustancialidad, entre interioridad y
exterioridad…?
La propia noción de “consciencia” encierra esa “confusión”,
es decir, esa dialéctica. Porque ¿qué es consciencia, psique, sujeto…? (aunque
tomamos estos términos como equivalentes, en esa equivalencia anida también la
“confusión”). Entre los pensadores griegos, la comprensión de la pique o mente
(pero no de la consciencia, ni de la subjetividad, que no eran directa o
principalmente su problema) se hacía fundamentalmente en términos de “capacidad
de acción”. Tiene psique (“o” también vida) cuanto se mueve por sí mismo,
cuanto es principio de movimiento. La filosofía postcartesiana, sin embargo,
define la mens sive anima sobre todo como
subjetividad, esto es, a partir de la “capacidad” o “hecho” de la
representación o, más generalmente, intencionalidad
(tal como es entendida en la filosofía contemporánea a partir de la
terminología de Brentano y Husserl).
Desde la primera caracterización, antigua o griega, terciopersonal,
parece relativamente natural verse conducido al pampsiquismo, es decir, a la
tesis de que todo tiene un principio de movimiento, “vida”, “comprensión”: Tales
con su piedra magnética y sus démones que están en todas partes (también
Heráclito, Empédocles, Anaxágoras…), Platón, el estoicismo… Y lo habría sido en
la modernidad si en su nacimiento (el renacimiento) hubiera triunfado la
corriente más demónico-dinámico-continuista (Telesio, Bruno, Campanella, Henry
Moore… que se extiende hasta Goethe, Haeckel…) en vez de la más mecanicista
(galileana) que tiene, al contrario, la pulsión a segregar y eliminar cuando se
pueda todo vestigio de cualidades o propiedades no matemática, tales como las fuerzas
y principios vitales. En todos aquellos casos la psique-consciencia está
considerada ante todo como función de ciertos cuerpos o entes en general, es
decir, desde un punto de vista “exterior”: lo interior es definido o entendido,
en el mejor de los casos, a partir de “su” exterioridad. Por supuesto (y esto es
lo que significa “confusión”) se pretende, simultánea pero
medio-inconscientemente en muchos casos, que esos focos de actividad tienen
representación o subjetividad interna, por analogía con los organismos humanos.
Sin embargo, esto es más difícil de aceptar. Nosotros mismos conocemos estados propios
funcionales pero sin representación consciente subjetiva (nuestros procesos
“meramente” fisiológicos o somáticos). ¿Cómo creer, sensatamente, que hay algo
así como “percepción” y “apetito” en cualquier lugar? Sin embargo, esto es lo
que creyó Leibniz, aunque no tuvo muy claro qué cosas eran auténticas mónadas y
qué meros agregados…
En la concepción más moderna, representacionista e
intencionalista, primo-personal, donde la consciencia es definida como
subjetividad en el sentido de percepción interna, autopercepción, primera
persona…, parece, pues, más difícil “caer” en el pamsiquismo. Lo que David Chalmers
ha denominado el problema “duro” de la consciencia es, no el de dar una
descripción funcionalista de conducta de los seres conscientes, sino salvar
metafísicamente la subjetividad (la percepción interna de qualia, etc.). Es
también lo que Thomas Nagel expresó en su famosa pregunta: ¿cómo es ser un
murciélago? Pero parece que tiene mucho menos sentido preguntar: ¿cómo es ser
un paramecio, una orquídea, una nube, un poste de telefonía…? Parece que ahí
nos faltan todas las razones para atribuir estados mentales o internos, y la
analogía entre un cerebro o la conducta humana y el sistema fisiológico o la
conducta de una planta o una bacteria, es poco más que una metáfora antropomórfica,
“primitiva” y desencaminante.
No obstante, el propio Chalmers es un ejemplo de que el
problema no se reduce a si consideramos el asunto desde una perspectiva
exterior (blanda) o interior (dura): él mismo, que aborda el problema desde la
perspectiva dura y es defensor de la irreducibilidad de lo subjetivo a algo meramente
fisiológico-funcional, expresó sus dudas de que se pueda decir dónde acaba la
consciencia (¿no tiene consciencia un termostato?). Y, por supuesto, existe
también el caso inverso, es decir, el “eliminativista” de lo interno que, sin
embargo, rechaza el pamsiquismo o continuismo. Por tanto, el problema de hasta
dónde se extiende la consciencia debe ser abordado de otro modo.
Parece que, más bien, conviene abordarlo dando por supuesto el correspondentismo más fuerte posible: tanto desde una perspectiva interna como desde una externa debe poderse dilucidar hasta dónde es razonable atribuir consciencia a las cosas. Atribuimos consciencia a las cosas, al parecer, por analogía con nuestra propia consciencia. Yo tengo consciencia de mi consciencia, y solo de ella directamente, pero conozco (relativamente) la correlación entre ella y ciertos hechos o sucesos físicos que la expresan o le corresponden (aquellos en los que me veo envuelto activamente, donde soy yo, por decirlo a la antigua, “principio de movimiento”). A partir de ese conocimiento, atribuyo a los otros seres (de todos los cuales, sean humanos o no, solo tengo una percepción exterior) un interior de una riqueza análoga a la que se expresa en mi propia exterioridad. ¿Hasta dónde es lícito estirar la analogía? ¿Qué relación hay entre subjetividad y sustancialidad, entre sujeto y realidad? Invito al lector a que reflexione y ofrezca aquí sus propuestas y argumentos en torno a esta cuestión (además de que, por supuesto, lea el libro de Freya Mathews).
(Continúa)
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