Se ha publicado recientemente el libro de Luis Martínez de
Velasco Ni vigilar ni castigar (Editorial Fundamentos, Madrid, 2015), una serie de veinte breves y ágiles pero
a la vez agudos y comprometidos artículos a través de cuya heterogeneidad de
temas (lectura de grandes filósofos, política, literatura, educación…) y
motivos (artículos y entrevistas periodísticos, libros, reflexiones espontáneas…)
emerge ante el lector una clara y distinta, y muy digna de consideración,
propuesta de
filosofía, en el doble
sentido, objetivo y subjetivo, del ‘de’, es decir, una propuesta filosófica o
desde la filosofía, y también una propuesta acerca de la filosofía misma y su
lugar en la sociedad y en la existencia humana en último extremo. A esta
propuesta filosófica el propio Luis Martínez de Velasco la caracteriza como
dirigida por la “idea-fuerza” de que la filosofía “ha de recuperar su
naturaleza moral”, en la convicción de
que el siglo XXI ha de ser el siglo de la consciencia, esto es, de la
consciencia de la desigualdad o injusticia de nuestra sociedad capitalista. Yo
me atrevería a calificarla de eticismo simpatético-trascendental, y se
caracteriza, a mi parecer, por los siguientes principales rasgos:- Una filosofía crítica práctico-trascendental: es labor del pensamiento filosófico (en diálogo, desde luego, con los saberes positivos, pero no en actitud de servidumbre hacia ellos) indagar los criterios trascendentales (a priori, condición de posibilidad de…) tanto del conocimiento como, sobre todo o en último extremo, del “uso teórico” de la razón (y la emoción), de la ética y la praxis, que es en Luis Martínez de Velasco (como en Kant, Marx y, en general, todo el pensamiento moderno) superior al (¿mero?) “uso teórico” de la razón (y la emoción), evitando cualquier forma de pensamiento acrítico, tanto la del dogma empirista de lo dado como la del dogma de la fe
- Una antropología “idealista” o, más bien, trascendentalista, y racio-pasional: que la existencia humana sea buena o mala, justa o injusta (juicios que nadie puede ahorrarse), se mide de acuerdo con una idea o esencia de lo humano (de su razón y sus emociones), y del resto de los seres vivientes y sentientes, incluso quizás de todas las cosas
- Un “axioma” o principio axiológico supremo que podríamos enunciar así: actúa de manera que tu acción no cause dolor (innecesario) a ningún ser en la medida en que es capaz de dolor, y ayude a todo ser sentiente (o simplemente vivo) a realizar su naturaleza propia.
La propuesta filosófica de Luis Martínez de Velasco es
sumamente interesante en cuanto tiene en todo momento necesidad de y se afana
denodadamente por no caer en ninguno de los dos lados de presuntas dicotomías
insalvables: ser kantiano (es decir, crítico-trascendental) sin caer en el
formalismo; ser emotivista (expresar el objeto de la acción en términos
“materiales” de evitación del dolor) sin caer en el hedonismo, en el
utilitarismo o, ni siquiera, en un mero consecuencialismo; ser marxista o
marxiano sin caer en el materialismo-positivismo dialéctico y su determinismo; hablar
abiertamente de la necesidad de lo espiritual sin caer en la religión ni en lo
trascendente siquiera, o, a la inversa si se quiere, ser ateo sin caer en el
naturalismo y el nihilismo; criticar frontalmente la sociedad burguesa y
capitalista, con sus principales instituciones diseñadas para fabricar hombres
de fábrica, sin tirar, con Foucault, al bebé con el agua de la bañera… Veamos
algunos de estos encajes de bolillos.
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Una interesante y esencial doble crítica luisiana (si se me
permite, si mi amigo Luis me permite, llamarla así) es la que evitando la
Escila del positivismo no cae, por ello, en la Caribdis de la destrucción
radical (la de, por ejemplo, Foucault). Si el positivismo nos pide que tomemos
ingenua, “infantilmente”, lo dado como lo único e irrevasablemente real (lo
cual políticamente se traduce en la aceptación acrítica del sistema, por
ejemplo y sobre todo del capitalismo), la crítica radical, enfrente, parece ir
a liberarnos de todos los conceptos e instituciones aparentemente inmutables,
mostrándonos que tienen una historia y un momento de creación y deben (de) tenerlo
de destrucción. Sin embargo, siendo aparentemente contrarios, el positivismo
simple y la crítica radical acaban (por esa identidad de los polos contrarios
que es una de las maneras de interpretar a Heráclito) convergiendo en lo mismo:
porque si, con Foucault (Luis Martínez de Velasco encuentra más interesante
disputar con la crítica radical que con el ingenuo positivismo), afirmamos que
todo concepto, toda institución… es producto histórico, ¿desde qué punto arquimediano
hacer una crítica constructiva, es decir, reclamar una justicia? Si incluso la
Verdad y la Justicia son solo productos de cada régimen histórico, ¿qué queda
tras su complejo desmontaje? Foucault, dice Luis, tiene que enfrentarse a un
dilema: o bien afirmar, de manera meramente “ontológica” (es decir, sin poder
abandonar o trascender el plano de la mera descripción), que siempre se produce
esta o aquella forma de alienación y que toda institución y concepto es siempre
alienante, o bien que existe un plano contrafáctico ideal desde el que hacer
una crítica de la alienación. Como se recordará, este es el asunto principal
del famoso encuentro entre Foucault y Chomsky. Luis Martínez de Velasco, con
Chomsky y con Honneth y la escuela de Frankfurt, piensa que
“tras la deconstrucción pero apoyándose en ella y asumiendo la innegable parte de razón que conlleva, la reconstrucción”. (“¿París o Frankfurt?”, en Ni vigilar ni castigar, pg. 47)
Vemos, pues, que el positivismo ingenuo, acrítico con lo
dado, y su aparente contrario, la crítica radical, tienen el mismo efecto
paralizante. Para encontrar una auténtica orientación crítica de la acción
debemos acudir a una filosofía trascendental o “idealista”. En los dos primeros
artículos del libro (“Ni vigilar ni castigar” y “¿Tiene sentido seguir
preguntándonos hoy por la enseñanza de la filosofía?”) este análisis crítico a
dos bandas (contra el dogmatismo y contra el relativismo) se expresa mediante
el tratamiento del asunto, central para un pensamiento pedagógico como el de
Luis Martínez de Velasco, de la educación. Es imposible, con los presupuestos
foucaultianos, superar una enseñanza dogmático-utilitaria (como la que
promovería la enseñanza religiosa, según nuestro autor, pero también el
utilitarismo productivista). Es preciso preguntarse para qué está el hombre en
el mundo, cuál es su naturaleza, que debe realizarse mediante la educación y la
vida en sociedad. La filosofía no es, pues, deconstruible, ni reducible a mera
positividad. Como la literatura o el arte, tiene una esencial misión
antropológico-moral.
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¿A qué filosofía(s) iremos en busca de esa necesaria indagación
antropológico-filosófica? Los grandes héroes de Luis Martínez de Velasco son Marx
y Kant. Por eso a ambos los trata con la mayor honestidad, es decir,
críticamente, sin intentar disimular sus aporías.
¿Se puede ser un marxista o marxiano idealista? Se debe,
dice Luis: el propio Marx era idealista, sin saberlo. Lo que hoy (cuando ya –según
nuestro autor- no podemos confundir idealismo con reconciliación, ni
post-metafísica con anti-metafísica) tenemos que rechazar de Marx es su actitud
positivista y determinista, según la cual el cambio social sería un mero
proceso “real”, que ocurre y ocurrirá por los simples mecanismos necesitaristas
de la naturaleza, sin que haga falta intervención de voluntad alguna. Este
positivismo del “materialismo dialéctico” es inconsistente con la esencial
actitud crítica ético-política de Marx. Es una falacia creer que de la simple
descripción “objetiva” (meramente teórico-científica) de las “necesidades”
humanas, se deduce la exigencia ético-política, el deber-ser, de cubrir o
satisfacer esas necesidades en todos los hombres. Marx habría sido presa, como
el positivismo en general, de la indistinción entre lo descriptivo y lo
prescriptivo. Al fin y al cabo, Marx el cientificista caería, entonces, en la
creencia liberal de una mano invisible, que dirige providencialmente la
historia, aunque, en este caso, hacia el comunismo. Pero no: necesitamos
consciencia crítica, y, por ello, consciencia de esa consciencia crítica. Es
decir, necesitamos filosofía, indagación ético-trascendental de lo injusto y
doloroso, idealismo sin metafísica. Nuevamente, la filosofía es indestructible,
no mera superestructura o “ideología”. Precisamente al pensamiento de
izquierdas, señala Luis Martínez de Velasco en varios lugares del libro, le
falta pensamiento filosófico.
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“Ahora” (pero no un ahora cronológico en el caleidoscópico
libro que comento, sino en el ahora de mi reconstrucción –que solo el autor,
quizá, sabrá si sigue un camino aceptable-) es cuando Luis se enfrenta al más
fuerte de sus encajes de bolillos: un baile crítico con el maestro de la
crítica, Kant, que no quiere ser ni vals ni polka, y que le obliga –por seguir
con la metáfora musicológica- a moverse en un compás que los músicos llaman de
“amalgama” (un cinco por cuatro, por ejemplo): ser kantiano sin Kant, o más
kantiano que Kant (y sin que nadie sufra un pisotón). En el que es, quizás, el
más denso y nuclear de todos los ensayos que forman el libro, “¿Hasta qué punto
puede ser formal una fundamentación a priori de la moral? (el problema del
hombre en la moral kantiana)”, Luis Martínez de Velasco osa enfrentarse al formalismo
ético del inmenso pensador alemán. En cualquiera de sus formalizaciones, cree
Luis (como otros autores contemporáneos), el imperativo categórico fracasa en
su intento de encontrar un fundamento puramente lógico o formal de la ética: un
racista podría hacer consistente su racismo con la mera exigencia de
universalidad de la máxima. Y la formulación que exige tomar al hombre como
fin, es (al contrario y, paradójicamente, podríamos decir, cercana al racismo) injustificadamente
antropocéntrica. Es preciso, pues, postular un axioma ético-“material”-emocional
para que obtengamos una verdadera o completa ética trascendental, a saber: el
axioma de no-infligir-dolor (innecesario), axioma que, a lo largo del libro,
Luis enuncia de diversas maneras:
“El ser inmoral es quien, con su actuación, inflige un dolor y un sufrimiento a sus semejantes (…) y a todos los seres vivos que pueblan la Tierra” (pg. 108)
“(…) una concepción de la justicia o, lo que es igual, con un planteamiento vinculado a la ausencia de dolor o, al menos, a su disminución” (pg. 146)
“(…) puede decirse que el filósofo está “especializado” en captar el dolor y las injusticias registradas en el mundo real” (pg 21)
Como se ve, Luis Martínez de Velasco no solo quiere situar
la ética en el corazón o la cabeza de toda la filosofía, sino que también
quiere que en la propia ética estén tanto la cabeza como el corazón. Por eso me
he atrevido a llamarlo un simpatetismo (o, traduciendo del griego al latín, un
com-pasivismo) trascendental. Tal posición, cree nuestro filósofo, respondería
más completa y acertadamente a la naturaleza de los seres dignos de respeto y
cuidado. Que no son solo, como vemos y como es coherente con el emotivismo, los
humanos: Luis no solo pretende desbordar a Kant introduciendo en la
trascendentalidad el principio del dolor (o del no-dolor), sino también
metiendo dentro de la protección trascendental a los otros animales no humanos,
en cuanto son capaces de dolor.
¿Es posible seguir siendo kantiano cuando se es no solo
racionalista sino también emotivista? Desde luego, Kant pensaba que no, porque
los sentimientos carecerían, según él (y una vieja tradición), de la absoluta universalidad
o constancia que es necesaria para tener una ética racional (es decir,
simplemente una ética, pues no hay ética sin racionalidad). Dada la volubilidad
de los sentimientos nos sería imprescindible basar la ética solo en la
racionalidad. El propio Luis se ve casi enfrentado a la paradoja (aunque no se
detiene en ella) cuando concluye su crítica al formalismo kantiano diciendo:
“Y esta es la sorpresa final, la gran ironía. Para defender una posición que casi debería ser de sentido común ha hecho falta todo el esfuerzo y el talento de un Kant volcado en demostrar [sin conseguirlo, según Luis –añado yo, Juan Antonio Negrete-] la irrachazabilidad de un axioma moral que, después de todo, se limita simplemente a proscribir el daño entre seres humanos. Como si al entrar a un pueblo viéramos un cartel que advirtiera. “Prohibido disparar a los bebés””. (pg 110)
Bien –me imagino a Kant contestar a Luis-: de hecho la
historia está y sigue estando llena de disparos a bebés y, lo que es peor o
más fundamental, de justificaciones de ese dolor, dando por supuesto que el
dolor, por sí mismo, no es un axioma de justicia, o, si se quiere (para
acercarlo al lenguaje de Luis), que no todo el mundo concibe igual la frontera
entre el dolor necesario y el gratuito o malvado-egoísta. Así que parece que
hará falta algo más que ser sensible al dolor, aunque sea el ajeno (que no
tiene por qué ser menos injusto y egoísta), algo más que el “ama y lo demás no
importa”. Además, con seguridad Kant rechazaría también las consecuencias que
según Luis (siguiendo a Hare y otros) se deducen del mero principio formal
kantiano. ¿Ampara este, por ejemplo, a un racista consecuente, que estuviese
dispuesto a considerarse él mismo inferior si descubriese que él pertenecía a una
“raza inferior”? Lo dudo. Seguramente el imperativo kantiano, entendido en toda
su densidad, no se queda en una universalización simple, sino que obliga a
deducir –como dedujo el propio pensador de Köninsberg- que nadie puede ser
discriminado por rasgos que sean irrelevantes para su capacidad racional-moral,
y ello solo a partir del hecho puramente formal de que la ética es cosa de
seres racionales y en tanto que meramente tales (y esto sirve también para
atemperar –aunque no, ciertamente, a mi juicio, invalidar- la otra objeción, la
de antropocentrismo, pues Kant no se refiere, obviamente, al hombre en cuanto
especie biológica, sino a todo ser capaz de elección). Seguramente, pues, el
imperativo categórico no necesita, como cree Luis, ningún aditamento de
reconocimiento de la dignidad humana, pues él solo se basta para fundar la
inalienabilidad de los más esenciales derechos del “hombre” (equidad, libertad…
pero también no ser dañado en cuanto uno es soporte de esos valores). Aún
faltaría el asunto del derecho de los (otros) animales.
No obstante, quizás es posible y, desde luego, deseable
encontrar, como busca Luis, una síntesis de racionalismo y sentimentalismo
moral, si, por ejemplo, rechazamos que los sentimientos sean tan volubles o
imprevisibles, tan recalcitrantes a la trascendentalidad como cree Kant, y si,
a la vez, consideramos la esencia humana de manera menos magra y menos maniquea.
Esto nos acercaría a las éticas de la antigüedad, donde el dolor es, como
quiere también Luis, cuando menos un síntoma de que la esencia de ese ser está
siendo contravenida, objetivamente dañada. Por su parte, Luis tendría que
aceptar (para evitar también él caer en el positivismo) que no cualquier
fenómeno “doloriforme”, digamos, es auténtico y éticamente objetivo dolor (¡hay
gente muy quejica, y gente que se queja menos de lo debido!). Recientemente, también
la monumental obra de Derek Parfit, On
what matters, está dedicada a mostrar posible y necesaria una síntesis de
Kant y el consecuencialismo, como dos posiciones que suben la misma montaña de
la ética desde laderas diferentes.
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Más allá de Kant la crítica de Luis Martínez de Velasco se
vuelve más dura y menos terciadora, “por acción u omisión”, con cualquier forma
de trascendencia. También más injusta, creo yo. “Por omisión” y con menos
dureza en el caso de Platón (y la metafísica densa en general), a quien Luis
preferiría reducir a Kant pero tiene la honestidad de no hacerlo más allá de lo
debido, reconociendo que en Platón hay un discurso plenamente metafísico, espiritual-sustancialista
(del alma y de las ideas), que Luis considera definitivamente inaceptable pero
que, curiosamente, y usando la expresión de Gadamer, tiene –dice- un
sorprendentemente extraordinario rendimiento práctico para su casi nulo
rendimiento teórico.
Y “por acción” respecto de cualquier defensa del teísmo, especialmente
la de la creencia o fe. En el artículo “Dios, caso cerrado” (dedicado, como me
dijo el propio Luis personalmente, “a hacer amigos”), y en otras partes de
varios otros artículos, Luis sostiene que hay que desplazar el problema de Dios
desde el ámbito de discusión teórica (donde, dice, para cada argumento a favor
de su existencia se ha ofrecido uno muy serio en su contra) al ámbito
pragmático. Y aquí, el filósofo diagnosticaría en la creencia religiosa una
falta de honestidad intelectual e incluso vital. Ante el dolor del mundo, la
religión es la opción débil de buscar un consuelo dogmático y oscurantista. Con
Kant, la crítica tiene que arrebatar a la razón su última ilusión. La ciencia
(Hawking, para más concreción), en un ejercicio de plena honestidad, rechaza cualquier
hipótesis teísta y da el asunto de Dios por un caso cerrado.
Esta me parece la parte más floja y difícil de aceptar de
toda la propuesta de Luis Martínez de Velasco. ¿Es verdaderamente honesto –intentemos
devolverle la pelota del enjuiciamiento moral- desentenderse del debate
puramente racional acerca de Dios diciendo que hay tantos argumentos fuerte en
contra como a favor (pero ¿en qué asunto filosófico no hay tantos argumentos a
favor de una posición como de la contraria?), sin abordar por qué uno se
inclina por los primeros, o, siquiera y lo que es peor, por qué uno cree que el
problema de Dios no es, aunque algunos lo pretendan presentar como tal, un
auténtico problema teórico, concretamente filosófico, sino un pseudoproblema e
incluso una argucia (in)moral? Creo que los muchos pensadores, antiguos y
contemporáneos, que dedican su atención escrupulosamente filosófica a ese
debate (véase el reflorecimiento actual del debate en las principales universidades
occidentales) no merecen el simple desprecio de situarlos fuera del auténtico
campo de la filosofía. No me parece honesto desplazar el problema desde su
ámbito propio a un metalenguaje, es decir, hacer una lectura oblicua,
sospechosa, deflacionista, del tema de Dios (ni de ningún otro) sin una muy
buena argumentación para ello. Y es claramente falaz, a mi juicio, aducir aquí
las posiciones de la ciencia. Sencillamente la ciencia no tiene nada que hacer
con Dios, por supuesto. Pero es que Dios no es un problema científico, sino
filosófico, como son filosóficos y no científicos los problemas que plantea el
propio Luis en todo su libro (y, desde luego, es oportuno recordar que muchos
importantes científicos son teístas, con lo que no son intelectualmente, al
menos a priori, ni más ni menos honestos que los ateos o los agnósticos). La misma
soberbia positivista que desdibuja la radical heterogeneidad entre hechos y
valores es la que se permite apostolar (nunca, paradójicamente, mejor dicho) acerca
de metafísica o de religiosidad.
Pero ¿cuál es esa buena argumentación que nos impele a sacar
el tema de Dios de la filosofía para situarlo en el de la (in)moral? Luis Martínez
de Velasco cree, al parecer, que contamos con ella desde, por lo menos, Kant:
la crítica habría mostrado que la metafísica es una ilusión de la razón… Pero,
creo yo, hoy podemos también pensar que Kant estaba equivocado en ello. Y con
él, toda la post-metafísica, que Luis Martínez de Velasco quiere pero, a mi
juicio, no logra convincentemente, distinguir de la anti-metafísica. Y con esto
llegamos a lo que, para mí, es el problema de fondo de una propuesta filosófica
con la que, por lo demás, comparto en la inmensa mayoría de sus resultados,
pero no de su fundamentación: el antiplatonismo o anti-idealismo (por eso he
entrecomillado la palabra ‘idealismo’ cuando he tomado el uso que Luis hace de
ella). El problema, a mi juicio, es que es imposible ser “idealista”, es decir,
creer que de alguna manera hay un
ámbito contrafáctico o suprapositivo desde el que enjuiciar la justicia o
injusticia de lo que ocurre y hacemos, sin comprometerse con el estatuto ontológico de ese ámbito, de ese haberlo. Creo que un pensamiento como el
de Luis (o incluso el de Kant, no digamos el de Marx, etc.) no llega a ser
plenamente consciente del problema. Los a priori no pueden, simplemente, flotar
en el limbo. Al menos el naturalismo tiene una posición ontológica clara y
consciente: no hay ámbito alguno más allá del espacio y el tiempo, por lo que
toda la axiología o normatividad se reduce, en realidad, a la contingencia
humana. Pero si uno quiere rechazar esto, porque ve que así (como le dice Parménides
a Sócrates en el Parménides) colapsa
todo el discurso, pues no hay nada a lo que agarrar el pensamiento (que tiene
que ser pensamiento de lo que es), entonces uno no puede simplemente evadir la
metafísica. Si uno, como Popper, se ve instado a postular un Mundo-3 donde
habiten las teorías y las prescripciones morales, uno está comprometido
ontológicamente con ese ámbito. Y, por supuesto, es ámbito (como mostraron
Platón y Nietzsche, cada uno desde un lado) es exactamente lo mismo que Dios,
es decir, un Absoluto que mide todas las cosas, incluido al hombre. El distingo
entre post-metafísica y anti-metafísica quiere, pues, nadar y guardar la ropa,
al precio de un auténtico oscurantismo filosófico, pues, repitamos, ¿qué
condición ontológica es esa de lo trascendental, del Sujeto Trascendental, etc?
Incluso si nos referimos al ámbito de la fe, no me parece
honesto calificarlo de deshonestidad vital. El ámbito de la fe no es, por
supuesto, el de la filosofía, ni el de la ciencia. Tampoco lo es el ámbito del
arte, por ejemplo. Pero eso no lo convierte ni en anti-espiritual ni siquiera
en irracional (o no más que lo serían el arte y la política). Está por discutir
hoy (y es un tema muy largo) la dialéctica entre la razón y la fe. Quizás
detrás de la profesión de crítica insobornable del filósofo se esconda algún
impensado fideísta. Quizás no. Pero me parece que, en tanto los seres humanos
no sean perfectamente racionales o, si se quiere, critico-trascendentales (y no
pueden serlo por puras razones materiales, es decir, porque no somos ángeles
sino seres mixtos) la creencia en un valor insobornable que no vemos ni podemos
plenamente justificar pero que no podemos dejar de suponer, nos acompañará
indefectiblemente. Y eso es, seguramente, más allá de dogmáticas eclesiásticas,
lo que constituye la esencia de la actitud religiosa.
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Para concluir, el libro Ni
vigilar ni castigar de Luis Martínez de Velasco me parece un libro
magnífico e incluso necesario. Trasluce, ante todo, un pensamiento (volvamos a
esta palabra, que es clave aquí) honesto, de una honestidad intelectual y, más
aún, moral, a prueba de relativismos y desesperanzas varias. Si no tuviese la
enorme fortuna de conocer personalmente a Luis, podría de todos modos adivinarlo
a través de estas vivísimas y sinceras páginas: una persona, (como decía su
admirado Machado) en el buen sentido de la palabra, buena.
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