Vuelvo a mis reflexiones acerca de la situación actual de la filosofía, fijándome en la tantas veces considerada pero no del todo aclarada
ni “solucionada” dicotomía entre “analíticos” y “continentales” o, como
prefiero identificar a este segundo eje, “hermenéuticos”.
Seguramente no muchos lectores de filosofía hacen habitualmente
el ejercicio de leer por la mañana (¿o por la tarde?) a autores como, por ejemplo,
Peter van Inwagen, Timothy Williamsons, Derek Parfit o Ronald Dworkin, y, por
la tarde-noche (¿o por la mañana?) a autores como Jean-Luc Nancy, Alain Baidou
o Giorgio Agamben, en la idea de que están leyendo, por la mañana y por la
tarde, textos pertenecientes al mismo género y que tratan de los mismos asuntos,
esto es, de los asuntos centrales de la filosofía, en un sentido no equívoco de
la palabra. Aunque cada vez más intérpretes, sobre todo en el ámbito analítico,
ensayan hábilmente el ejercicio de poner en diálogo a autores de sendos
continente filosóficos, los propios filósofos principales de uno y otro lado
parecen habitar, no ya en continentes o islas separados, sino en diferentes e
incomunicables mundos, y ni siquiera creen que el mundo que habitan los otros
sea un mundo posible. Desde luego, ni en, por ejemplo, Material Beings de van Inwagen, ni en The Philosophy of Philosophy de Williamson, ni en Justicia para erizos (Justice for Hedgehods) de Dworkin o en On what matters de Parfit, encontrará
uno referencias a Nancy, Badiou o Agamben, ni, menos aún, en, por ejemplo, Être singulier pluriel de Nancy o en Court traité d’ontologie transitoire de
Badiou, se hallará eco de aquellos. Si dejan la cortesía a un lado y dicen lo
que piensan al respecto, los primeros se mueven entre cierta humilde confesión
de su incompetencia para entender a los segundos y, sobre todo, un honesto
reconocimiento de que piensan que estos ni razonan con pulcritud y claridad ni
lo hacen sobre temas relevantes, sino que escriben de manera vaporosa, oracular
y “literaria” acerca de cosas, cuando no incomprensibles, anecdóticas; entre los
segundos también algunos (aunque muchos menos y mucho menos) admitirán cierta
falta de competencia o entrenamiento para comprender a los primeros pero, sobre
todo, confesarán que ven a aquellos como unos perfectos ingenuos y unos simples
que viven en un mundo filosófico en realidad hace ya mucho tiempo muerto. Los
primeros, adiestrados en los más rigurosos métodos lógico-matemáticos y en los
modos del hacer científico-natural en general, creen que quien no se atiene a
estos métodos cambia pensamiento riguroso por palabrería pseudo-iluminada, y
que todo lo que tiene que ver con la historia de las palabras y sus
connotaciones es una especie de adorno, en el fondo insustancial e innecesario.
Los segundos, adiestrados en los más exigentes métodos de hermenéutica y
lectura, piensan que la filosofía es esencialmente o quizás solo lectura e
interpretación de “textos” (los textos pueden ser instituciones o
acontecimientos históricos, porque “todo es texto”) y que quien ignora la
hermenéutica y cree que puede usar los términos filosóficos asépticamente, está
en estado virginal.
Estoy convencido de que ambos se equivocan en su unilateralidad:
ambos explotan aspectos diferentes de la escritura y lectura filosófica, del
pensamiento filosófico, pero ambos carecen de lo que tiene el otro y, peor aún,
ambos ignoran y pretenden seguir ignorando este hecho, y absolutizan así
aquello único que hacen. Por usar un símil (pero es solo un símil) sería como
si quienes trabajasen en la lingüística se repartiesen, como de hecho es
frecuente, entre quienes se dedican a la pura gramática (formal, sincrónica o
anacrónica –incluso cuando es histórica-…), y los que se dedican a la
interpretación literaria (diacrónica, atenta a la connotación…), y ambos grupos
pensasen que podían prescindir del o ignorar al otro. Pero la lengua es ambas
cosas, gramática y hermenéutica, sincrónica y diacrónica, y, sin ambas, ni se
sabe hablar ni se entiende lo que se dice.
Como quiera que es cierto que los métodos adecuados tienen
esencialmente que ver con la cosa (no solo en filosofía, también en la ciencia
o en cualquier otro ámbito, con toda seguridad, pero desde luego igualmente y
quizás más –aunque menos aparentemente- en filosofía) es lógico tener la
percepción de que no se está hablando del mismo asunto que quien usa un método
muy distante del nuestro. De hecho, por el lado de la filosofía hermenéutica es
muy fácil caer una y otra vez en la tesis de que nadie está hablando de lo
mismo nunca. La filosofía analítica, dada su vocación ahistórica y univocista,
es más propensa a tender o buscar puentes, en una continua extensión de la
llamada “caridad hermenéutica”.
Me parece obvio, sin embargo, que, más allá de las
apariencias, ambos mundos filosóficos están tratando de los mismos asuntos, e
incluso a veces de una manera mucho más próxima de lo que quieren creer. Se
sigue tratando, sí, de ontología, de epistemología, de ético-política, de
estética… Y, lo que es más, se siguen sosteniendo las mismas tesis, aunque
expresadas en otras palabras (lo que no es anecdótico o prescindible). Aunque,
en el ideal, método y cosa son lo mismo, en las prácticas humanas no es así, si
bien tampoco lo contrario. Los métodos humanos intentan ser lo mismo que la
cosa, pero cada uno de nosotros la aborda desde un cierto lugar, porque no los
abarcamos todos. Parafraseando la imagen que Parfit ha utilizado para figurar
su buscada convergencia entre el consecuencialismo y el kantismo éticos, se puede
decir que unos y otros, analíticos y hermenéuticos, suben la misma montaña por
diferentes caras. Esto no quiere decir que sea posible subirla solo por un lado
porque lo importante sería la cima. Sería preferible, quizás, subirla en
círculos, y no ser así ni lo uno ni lo otro sino todo, como lo son algunos
grandes pensadores de la historia, paradigmáticamente Platón.
¿Por qué, entonces, unos y otros creen estar hablando de
asuntos diferentes, y, en el caso de los filósofos hermenéuticos, incluso de
algo diferente a lo hablado en cualquier otro momento de la historia del
pensamiento? La causa es, a mi parecer, una serie de confusiones, de confusiones
propiamente filosóficas que deben ser discutidas filosóficamente.
****
Para observar estas confusiones tomemos, por ejemplo, el
tema de la Metafísica. Mientras que los filósofos analíticos, después de un
breve periodo positivista y pretendidamente antimetafísico en la primera mitad
del siglo pasado, hace ya mucho que
creen estar haciendo metafísica, los filósofos hermenéuticos siguen
viviendo plenamente bajo la tesis, remotamente kantiana y más próximamente
nietzscheana y heideggeriana del acabamiento de la Metafísica, generalmente
unido al dictum de la muerte de Dios.
Los filósofos hermenéuticos creen que los filósofos analíticos solo pueden
seguir haciendo o haber vuelto a hacer metafísica bajo una completa ignorancia
de los acontecimientos o, más bien, del Acontecimiento moderno-postmoderno. Los
metafísicos analíticos, por su parte, creen que los hermenéuticos solo pueden
seguir sin hacer metafísica, o, acaso, seguir creyendo que no la hacen, bajo el
influjo de una hipertrofia de interpretación histórico-literaria. Aunque ambos
tienen su parte de razón, en esta cuestión creo que los analíticos están más
cerca de la verdad (entre otras cosas porque casi solo ellos siguen sosteniendo
que la filosofía busca la verdad). Será interesante intentar desentrañar la
confusión o confusiones del hermeneuticismo en este asunto. En otro momento se
tratará de la confusión o confusiones analíticas. Por decirlo en pocas
palabras, la filosofía hermenéutica o, mejor, hermeneuticista, cree en la
muerte irreversible de la Metafísica porque vive bajo el dogma de la absoluta historicidad.
Esta hipertrofia del aspecto histórico del Texto le impide hacer un análisis
relevante de las eternas cuestiones (Verdad, Justicia, etc.), a las que se
dedica apenas a “deconstruir”, y, de paso, le impide ver que ella misma, la
filosofía hermeneuticista, sigue “presa” o, mejor, habita, como no podría ser
de otro modo, en la Metafísica. Veámoslo.
¿Qué es la Metafísica, de qué trata? Desde Aristóteles sabemos que lo que luego se llamó Metafísica y él llamaba “sabiduría primera” es
el estudio o la “ciencia” del ser en cuanto tal (no de este o aquel género o
tipo de ser) y de las propiedades que en cuanto tal le corresponden. La
Metafísica se plantearía, pues, si el ser es, en último extremo, uno o múltiple
o ambas cosas y en qué modo, material o inmaterial o ambas cosas y en qué modo;
qué tipos y categorías estructuran el ser, etc. Desde Kant, sin embargo, se
consolida otro género de definición de lo que es “metafísica”, que da lugar a
una cascada de cambios de significación, a cada cual más pernicioso:
Kant, quizás queriendo ante todo combatir las meditaciones
metafísicas racionalistas, define la metafísica como la indagación de realidades
suprasensibles. Es esencial dejar claro que este no era el sentido
aristotélico. La prote sophia del
aristotelismo comenzaba por la consideración más general y menos comprometida
ontológicamente del ser. Solo en segunda instancia se indagaba la existencia o
no de realidades suprasensibles o inmateriales, y la respuesta no tenía por qué
ser positiva. Cuando Kant cree estar haciendo algo radicalmente nuevo con su
análisis de las categorías lógico-trascendentales, no está haciendo más que la
vieja ontología, pero con los términos subjetivistas propios de la modernidad.
La motivación de Kant para cambiar más de palabras que de temas es el
fundamentalmente engañoso giro gnoseológico moderno, que cree que tenemos que
desconfiar de un acceso directo a la realidad. En el fondo de esta desconfianza
está el fuerte dualismo triunfante en la fundación de la modernidad mediante el
galileanismo y el luteranismo de la mano, según el cual el Sentido o valor de
las cosas es algo total y radicalmente Otro, otro que el objeto de
conocimiento. Volveremos a encontrar este “oscurantismo” en todas las etapas
posteriores. El propio Kant fue quizá consciente de que su “giro” no lo era
hacia una mera teoría del conocimiento, sino hacia una ontología e incluso
metafísica. No obstante, el sentido negativo y limitado de metafísica tuvo
éxito. He aquí un primer capítulo de la confusión moderna acerca de la
Metafísica. Llamémoslo la confusión oscurantista-subjetivista.
El segundo capítulo importante en la cascada moderna de
malversaciones del término “metafísica” podemos localizarlo en Nietzsche, o
quizás antes en Feuerbach y en Marx. En un paso más en el camino de su
hipostatización, Nietzsche caracteriza a la Metafísica como la creencia
voluntaria y cobarde en otra realidad diferente de la del cuerpo y el devenir.
Ahora, en lugar de “Lógica trascendental”, lo que procede es, según Nietzsche,
hacer una “genealogía” que desmonte la pretensión metafísica, empujando al
asunto, de paso, al terreno de la praxis (lo que ya estaba presente, cuando
menos, en Kant, y es otra cara del sino moderno). Pero, por supuesto, tal como
las tesis “trascendentales” de Kant son ontología y, por tanto, dicho
correctamente, metafísica, las tesis de Nietzsche también son metafísica. En
esta metafísica del devenir, sin embargo, y a diferencia de en Kant, ya no hay
más categorías eternas que las de esa propia metafísica, y la pulsión de
constante cambio lo impregna todo bajo la forma mitológica de “muerte de Dios”.
Es el oscurantismo-devenir.
El último capítulo esencial en esa cascada de cambios del
término y del concepto de Metafísica se da en Heidegger. La confusión
heideggeriana es múltiple, y múltiple, a mi juicio, el “daño” que ha hecho.
Heidegger define la Metafísica como el olvido del Ser y su confusión con el
ente (o, en el mejor de los casos, como la “confusión” de lo ontológico y lo
óntico-primero, la “onto-teología”). En su lugar propone, no una Lógica
Trascendental (como Kant) ni una Genealogía Inmanentista (como Nietzsche) sino
una Ontología (o Analítica ontológica) Hermenéutica. Pero ¿qué quiere decir
Heidegger con todo esto del acabamiento de la Metafísica?
Lo más promisorio en términos de inteligibilidad me parece
que es su caracterización del ente de los metafísicos como lo presente: la Metafísica
confundiría el ser con la presencia, ocultando lo que “hace posible” (las
condiciones de posibilidad) de la presencia. Esto parece una exigencia kantiana.
Efectivamente, Heidegger pretende un nuevo y más radical (y, por tanto,
fuertemente dualista y, en último extremo, oscurantista) giro trascendental. Pero
¿qué quiere decir ahí “presencia” y, sobre todo, qué es lo otro que la
presencia? No podemos conformarnos, obviamente, con interpretar que lo que se
presenta no es lo que es y que lo que es auténticamente lo que es nos queda
oculto. Desde luego, este motivo oscurantista está operando esencialmente en el
pensamiento heideggeriano, como paralelamente en el de Wittgenstein (el sentido
del mundo está fuera del mundo, y sobre él no cabe hablar, porque todo lo que
decimos es y no puede dejar de ser sobre el ente, y oculta al ser) pero, digo, no
podemos conformarnos con esta tesis, porque queda aún muy poco “clara” e inmotivada,
y es, además, en último extremo inconsistente (como el propio Wittgenstein supo
ver). Si, al menos, buscamos la
“argumentación” heideggeriana de este oscurantismo ontológico (que ha dado,
como prole, toda la serie de pensadores marcados por el pathos de lo desconocido aún por venir pero del que nadie sabe nada
ni puede saberse sin puede saberse algo) obtenemos la “Diferencia Ontológica”:
la Metafísica olvida, o, más bien, consiste en el olvido, del Ser porque
–argumenta Heidegger- ignora la diferencia radical entre ser y ente: el ser no
puede ser, no es un ser (más –¿ni menos?-). Aquí llegaríamos a la primera tesis
estructural (o, al menos, más manejable) del pensamiento heideggeriano (como se
sabe, la Diferencia también ha tenido una importante prole durante el siglo XX
y lo que va del XXI). Sin embargo, esta tesis, en cuanto mera tesis (dejando
aparte su contenido) es una confusión. Por si fuera poco, va unida a otra
confusión, que no era necesario unirle aunque sí muy fácil: el “análisis” de
las distintas tesis acerca del Ser tiene que ser un análisis, dice Heidegger,
hermenéutico, es decir, de interpretación histórico-literaria. Veamos ambas
confusiones.
La tesis de la diferencia ontológica radical es una
confusión en cuanto tesis pretendidamente no metafísica (o, al menos, en cuanto
–ambiguamente expresada- tesis pretendidamente meta-metafísica sin
implicaciones metafísicas). En el viejo lenguaje de la metafísica
pre-malversada, la tesis de la diferencia ontológica es sencillamente la tesis
de la equivocidad entre el ser y los entes. Ni mucho menos es una tesis
desconocida: Platón la discute una y otra vez, y conoce perfectamente la
aporética de esa dialéctica. Si lo que da el ser a los seres (o lo que da el
tipo de ser-A a los entes que son A) es también ser (es también A, se participa
a sí mismo) entonces pertenece al conjunto, con los otros, y no es la Propiedad
de ese conjunto. Si, en cambio –porque Platón es consciente, dialécticamente,
del “si, en cambio…”-) el Ser es diferente de los entes (si el ser-A es
diferente de las cosas que son A, si el ser-A no es A o participa de lo A)
entonces queda en un completo misterio tanto cómo entender al Ser (o al Ser-A)
y cómo el Ser hace ser a los entes (como el Ser-A hace ser-A a las cosas que
son A). Se trata, en fin, de un viejo asunto metafísico, en el sentido correcto
de esta palabra, y será metafísica su continua y futura discusión.
A la confusión ontológica (o, a lo sumo, metaontológica) se
añade, en Heidegger, la Confusión Hermenéutica (con mayúsculas) y varias
confusiones hermenéuticas con minúscula. La Confusión Hermenéutica con
mayúsculas es la hipostatización de la hermenéutica, es decir, la tesis de que
el Ser y la Metafísica (o la Ontología, o como se la quiera llamar) no solo
tiene historia sino que es su
historia (aunque se pretende que historia tiene, desde luego, un sentido
no-metafísico). Es un hermenéuticismo absoluto, donde la hipertrofia de lo
histórico pretende convertir en ontológicamente inconmensurables los diferentes
pensamientos sobre el ser: ya no estaríamos hablando de lo mismo que Platón,
etc. Mediante esta esencial confusión propiamente moderna, cuya motivación
(semejante a la del giro copernicano de Kant) es la presión historicista de la
modernidad en su rechazo luterano de la Metafísica racional y el ansia de
novedad radical (que se extiende por toda la modernidad como escatología
secularizada), el heideggerianismo intenta desplazar las discusiones
ontológicas a disputa sobre lecturas histórico-literarias, ignorando así la
propia dialéctica que existe entre la Metafísica (u Ontología o como se la
quiera llamar) y la Historia. Por supuesto, Platón conocía también
perfectamente bien esta aporética, que es la que está detrás de que sus textos
sean una síntesis dialéctica de diálogo ahistórico y texto “literario”. Pero,
nuevamente, Heidegger reduce el asunto a un solo polo, y desencamina así sus
pasos hacia el bosque de lo indecible. La tesis heideggeriana de que la
Metafísica es la confusión ontoteológica es ella misma la confusión
(metafísica) de la ontohermenéutica.
Junto a la Confusión Hermenéutica están, por último, las
confusiones hermenéuticas concretas, sumamente importantes, también, y bastante
bien conocidas: me refiero a la desencaminada y desencaminante lectura que
Heidegger hace de prácticamente todos y cada uno de los filósofos,
especialmente de los griegos.
Resumamos, entonces, la confusión o serie de confusiones que
conducen a la tesis del acabamiento de la Metafísica y al error de ignorar que
la propia filosofía hermenéutica es o supone una metafísica:
- Primero está la (doble) confusión kantiana de que la metafísica tradicional es la búsqueda de lo suprasensible y que es necesario anteponerle una “Lógica Trascendental”. En verdad –digámoslo una vez más-, ni la metafísica tradicional era tal cosa (sino que contenía un análisis previo y fundamental del ser en general, del ser en cuanto ser…), ni es posible simplemente anteponer una crítica del conocimiento (subjetiva) a la metafísica, ni se trata de una confusión inocente. La “Lógica” kantiana e idealista en general resulta ser el heredero-sustituto de la vieja ontología, convirtiéndose en una ontología inconsciente de sí misma, y su motivación es soportar el oscurantismo y voluntarismo moderno.
- Después está la confusión nietzscheana que, en primer lugar, malinterpreta, igual que Kant, lo que es la metafísica (atribuyéndole nuevamente no el análisis del ser sino la búsqueda de lo suprasensible), y, en segundo lugar, de modo similar a Kant pero más radical y equivocadamente, cree que se puede hacer preceder o, más bien, se puede sustituir la metafísica y la ontología (incluida la ciencia como una consecuencia suya) por una “genealogía” (o “psicología”, etc.) que, obviamente, no es ciencia, sino oráculo puro. Así, Nietzsche produce, como no tenía más remedio que producir (y pienso que él fue consciente de ello) una metafísica más (“el devenir no deviene”), que tiene, por tanto, que dirimirse frente a las otras opciones metafísicas y recibir la cobertura de la metafísica en último extremo.
- Por último, Heidegger acumula las confusiones: como Kant, malinterpreta la metafísica tradicional y propone una (inconsciente de sí misma) metafísica de la diferencia radical; y como Nietzsche, introduce una perspectiva irreduciblemente histórica en la cuestión. Como toda la tardo-modernidad, el designio es un oscurantismo voluntarista y anti-racionalista.
****
Veamos, por último,
cómo opera este juego compuesto de confusiones en dos recientes metafísicos del
fin de la metafísica. Tomemos, por ejemplo, a Giorgio Agamben y a Jean-Luc
Nancy (aunque igualmente podríamos haber tomado a otros de sus compañeros de
viaje, como Derrida, Jean-Luc Marion, etc., e incluso algunos que no lo son
tanto, como Alain Badiou).
Tanto en Agamben como en Nancy es clara y explícita la tesis
de que vivimos en tiempos irrevesiblemente postmetafísicos. En Nancy esto va
muy claramente unido al tópico nietzscheano de la muerte de Dios: Dios está
muerto definitivamente. Es más, el propio Cristianismo, dice Nancy en un alarde
de torsión (¿o tortura?) hermenéutica, tiene y tenía desde el principio el
designio (el telos debería decirse
aunque Nancy no quiera que se diga), de deconstruirse a sí mismo.
Pero ¿qué tipo de tesis es esta de la muerte irreversible de
Dios? ¿Se trata –como podría creerse a primera vista- de una tesis
historiográfica, esto es, de una especie de predicción según la cual, por razones
históricas, culturales, o incluso “esenciales” (de la esencia de Occidente), se
fue para no volver la idea de que el mundo tiene su sentido en algo
trascendente? Por supuesto que no es una tesis historiográfica, que podría ser
falsada y verificada con los acontecimientos. En el supuesto de que, durante
los próximos dos mil años mucha gente siguiese creyendo, o cierta mucha gente en
Occidente volviese a creer, que el mundo tiene un trasunto axiológico no
inmanente, Nancy (o Agamben) podría(n) mantenerse impertérrito(s) afirmando que
toda esa conducta es propia de zombis que no saben (o hacen o quieren hacer
como que no saben) que irreversiblemente “Dios ha muerto” (Nancy encuentra
incluso hastiador el presunto retorno de lo religioso, y augura o parece
augurar que se trata solo de los últimos estertores, pero no descarta un muerto
que indefinidamente simula estar muy vivo). Si muchos filósofos en los próximos
dos mil años siguen escribiendo libros de metafísica (como se hace en las
universidades del mundo anglosajón) Agamben y Nancy, y sus compañeros de viaje,
pueden permanecer impertérritos afirmando que todos esos filósofos ignoran que
sus temas están ya irremediablemente pasados, carentes de sentido… No es, pues,
una tesis historiográfica. Ni siquiera podría serlo, porque, para Nancy y compañía
de viaje, vale la tesis nietzscheana de que la propia historiografía, en cuanto
ciencia, es ella misma parte o deudora de la metafísica. Todas las categorías
que podrían estructurar la especulación racional, tales como Verdad,
Demostración…, también Justicia, etc., son objeto de deconstrucción.
Pero, entonces, ¿de dónde sacan su legitimidad las tesis de
Nancy y compañía? Más allá de cómo cada uno de ellos llame a su “método” (genealogía,
arqueología, deconstrucción, análisis…), si buscamos la argumentación más
rigurosa posible, encontramos, en realidad… vieja ontología o metafísica.
Nancy, por ejemplo, en Ser
singular plural, donde no oculta su pretensión de hacer (con nuestra
participación) una nueva “filosofía primera”, nos comunica que el ser es, en
verdad, el ser-con, una pluralidad de singularidades en indefinidamente
múltiples conexiones o contactos, red por la que circula el sentido, y más
allá, después o antes de la cual no hay un ente primero, ni el gran Uno ni el
gran Otro. El mundo no tiene un sentido antes y fuera de él, sino que el
sentido es esa circulación de significaciones que es el vivir en comunidad con los
otros irreducibles. He aquí la ontología de Nancy.
Recordemos también, muy brevemente, la metafísica de
Agamben, bastante afín a la de Nancy (y resto de compañeros). En La comunidad que viene quizás más
claramente que en ninguna otra parte (pero consistentemente con todos los otros
lugares posteriores de su obra, creo yo) Agamben nos proporciona una
descripción de la correcta ontología: lo real es el “cualsea” o cualquiera, el
“ejemplo”, un ser que no es ni universal ni particular, en el que no se
reconoce la escisión “metafísica” de espíritu y nuda vida, etc.
El asunto no es, ahora, si estas ontologías o metafísicas
(en el viejo y correcto sentido de la palabra, insistamos) son preferibles a,
por ejemplo, una ontología platónica, o una aristotélica. El problema es cómo
pueden ser válidas de alguna manera. ¿Son válidas porque resultan ser la
ontología más coherente y que mejor explica los hechos? En ese caso, son
válidas supuesta la validad general y ahistórica de la propia ontología o
metafísica, y su verdad queda pendiente de la, siempre a la vez eterna e
histórica, discusión metafísica. Pero entonces, por tanto, no pueden dar
soporte a la tesis (ni histórica ni metafísica, pues) de la irreversible muerte
de Dios y, menos aún, del acabamiento de la Metafísica.
Seguramente ni Nancy ni Agamben estarán satisfechos con
hacer depender la verdad de sus tesis (porque a la verdad aspiran) de la
validez incondicional de la metafísica u ontología. De hecho, creen, la
metafísica está acabada, y ello incluye o debe incluir cualquier forma de la
ontología, no solo la extrema tesis de la muerte de Dios (suponiendo que
aceptasen que son diferentes estas cosas). Entonces, la validez de la tesis del
acabamiento de la Metafísica y de la muerte de Dios no pueden depender de una
metafísica u ontología del ser singular-plural o del cualsea, sino que es una
tesis independiente e incondicionada. La muerte de Dios y el acabamiento de la
metafísica solo podrían tener una “justificación” por sí mismas, como
“Acontecimiento” impensable racionalmente pero indudable. Este es el que
venimos llamando oscurantismo historicista. Oscurantismo que no tenemos ninguna
razón para aceptar, y que es
inconsistente consigo mismo, pues no puede ser llamado ni verdadero ni falso,
ni argumentado o contraargumentado.
Así pues, tenemos que desenmascarar el discurso, propiamente
patológico (pleno de pathos), del
acabamiento de la metafísica y de la muerte de Dios. La Metafísica sigue
perfectamente vigente incluso pretendiendo sostener pero no sosteniendo los
discursos de su propia muerte, que son discursos puramente metafísicos, aunque
negativos, como es metafísico ese otro inmanentismo más propio del mundo
analítico, el naturalismo. Por tanto, cuando los filósofos analíticos,
superando el error kantiano del giro copernicano y, desde luego, “superando” o
simplemente ignorando el error historicista-hermenéutico que ha irrigado o
plagado el grueso del pensamiento germánico y francés, se dedican a la Metafísica,
están en su pleno derecho y en su obligación. Sin embargo, también ellos
ignoran algo que deberían aprender del otro mundo. Y ambos, continentales y
analíticos, ignoran la dialéctica que los une y separa, aunque esto lo ignoran
más los analíticos. Pero todo eso lo trataremos en otra ocasión.
Podría insinuarse esta (también vieja) objeción: una
ontología pluralista es, por esencia, antimetafísica, pues deconstruye la
propia metafísica. En todo caso, se añadirá, es una meta-metafísica. Esta
objeción no es correcta. No es preciso llegar a la extrema posición defendida
por Ronald Dworkin, según la cual el escepticismo moral relevante es interno a
la moral, es decir, es una posición moral más (aunque negativa), de modo que la
metaética sería propiamente una confusión, para distinguir con precisión una
tesis meta-metafísica de una tesis metafísica: una tesis que, como las antes
recordadas, usan como términos temáticos “ser”, “singular”, “relación”, etc.,
son tesis intrínsecamente metafísicas. Tesis metametafísicas son las usan como
términos temáticos, no los términos de los objetos de la metafísica, sino los
términos que nombrar a la propia actividad metafísica (tales como “conceptos”,
“ideas”, “argumentación dialéctica”, etc). Y, además, es fácil mostrar que
cualquier posición metametafísica implica una posición metafísica, sin que
(como querría Dworkin) sea directamente una tesis metafísica. Como argumenta
van Inwagen al comienzo de su libro de texto Metaphysics, si alguien afirma que no hay hechos ontológicos
últimos (tales como que el ser es singular plural, o bien es universal, etc.),
ese alguien está haciendo una afirmación acerca de, precisamente, el carácter
último de la realidad.
Justamente estaba leyendo "Un maestro de Alemania, Martin Heidegger y su tiempo"; de Rüdiger Safranski y hay una leve pulla que seguramente tú aplaudirás. Permíteme citarla: "Para poder conservar este 'lugar abierto' del ser-ahí, el pensamiento tiene que retraerse y prestar atención a que tal apertura no se bloquee con representaciones de cualquier tipo. El pensamiento ha de conceder quietud y mantenerse 'silencioso'. Pero Heidegger no sabe salir de la paradoja del silencio elocuente. Y además, tenemos todavía la tradición de los grandes pensadores. Toda una montaña descuella en el claro. ¿No habría que comenzar por desmontarla? Al hacer este trabajo adiverte que le espera toda una masa de tesoros no explotados. Así se le va a él en compañía de todos los 'grandes'. Después de dos decenios de ocupación intensa con Platón, al final de los años treinta Heidegger le dice a Georg Picht: 'Una cosa he de concederle: para mí es completamente oscura la estructura del pensamiento platónico' "
ResponderEliminarAsí es, querido amigo Héctor, aplaudo esta "pulla" del magnífico libro dde Safranki, la mejor presentación de Hediegger que he leído nunca. Creo que la pose del silencio reverente ha tenido su época... Un abrazo
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