Según veníamos viendo, para los filósofos que
aceptan la herencia de la “muerte de Dios” no se presenta como tarea fácil, sin
embargo, la de ser definitiva y completamente ateo (o a-teo, o posteísta,
etc.). En cuanto el pensamiento de la sospecha habría delatado la presencia
parasitaria de teologemas incluso en los conceptos y valoraciones seculares y
racionales, y no solo en los de la metafísica, sino también en la ciencia y la
política, esto es, en todo aquello que directa o indirectamente afirme o
postule algo universal y trascendente al ámbito de lo definido por el tiempo y
el espacio o, más bien, por el aquí y el ahora, solo quedaba, para quien se
pretendiese radicalmente pos-teológico, un “pensamiento” de la radical finitud
y contingencia. Pero incluso este pensamiento (en la medida en que lo sea)
podía ser delatado como una nueva forma de teísmo, un teísmo radicalmente
“ascético” que lo que haría en realidad, según esta hipersospecha, es situar a
Dios, al infinitamente Otro, más allá de toda afirmación y comprensión posible.
Así, el rechazo de la metafísica y de toda racionalidad, propio del pensamiento
de “la muerte de Dios”, no sería “más que” el viejo repudio del Dios de los
filósofos, la vieja iconoclastia, la vieja teología meramente negativa, el
viejo fideísmo voluntarista, que se manifiesta en otros muchos signos (también,
por ejemplo, en el dualismo radical del Tractatus),
pero reforzado. La muerte de Dios sería un teologema más: el de la radical
inaccesibilidad de Dios. Obviamente, el nietzscheano puede rechazar esta
interpretación, sosteniendo que lo único que él afirma es la ausencia de Dios,
la definitiva necesidad de vivir por nuestros propios medios. Pero esto puede
ser visto, a su vez, como una postura inconsciente de sí misma, y ello desde
dos puntos opuestos de vista: desde el punto de vista del teólogo de lo
radicalmente Otro, que le objetará que, al rechazar lo radicalmente Otro, el
nietzscheano sigue preso de la metafísica, que le impide concebir a Dios de
otra manera que a través de ella; y desde el punto de vista del racionalista,
que le objetará que cada vez que habla el nietzscheano está implicando
precisamente aquello que quiere dejar atrás, es decir, conceptos universales y
necesarios, metafísica.
¿Qué hay del ateísmo más allá o por fuera de esa
manera nietzscheana de plantear las cosas? El pensamiento anglosajón analítico,
mucho menos dado que el francés a hermeneuticismos e historicismos radicales,
ha rechazado siempre (más implícita que explícitamente) la identificación de
teísmo y racionalidad, esto es, la tesis de la secularización. Para el continente
intelectual analítico, un mundo secularizado es, al contrario, un mundo en el
que las creencias religiosas son solo una opción individual, que no operan
esencialmente ni en la política ni en la ciencia, ámbitos estos donde opera
solo la racionalidad (Charles Taylor, A
secular Age, 2007).
¿Cómo es ser ateo en ese mundo intelectual? En
primer lugar, también “allí” se identifica usualmente el teísmo, e incluso la
religiosidad sin más, con la creencia en una instancia sobrenatural. Sin duda,
esto es un sesgo cristiano o bíblico (si bien, también dentro del cristianismo
y de las otras religiones del libro hay versiones inmanentistas de Dios
–piénsese en el Dios de Hobbes o de Spinoza-). Pero, dejando por el momento
esto, el pensamiento anglosajón distingue entre religiosidad y racionalidad:
esto es, se puede “perfectamente” (pretender) ser ateo sin por ello sentirse
obligado a rechazar la idea de Leyes universales y necesarias de la Naturaleza
y/o de la Ética y la Política. Se puede, es más, ser ateo y, a la vez, tener un
pensamiento fuertemente metafísico: así lo fue McTaggart, y lo son actualmente
algunos filósofos analíticos.
No obstante, obviamente, hay una fuerte relación
dialéctica entre ambos terrenos, el de la creencia y el de la racionalidad, de
modo que el teísmo intenta siempre presentarse como amparado por argumentos
racionales, y el ateísmo se presenta, todavía más, como la demolición racional
de la tesis de la existencia de una entidad tal como debería ser Dios (aunque
los atributos de este varían según los filósofos: por ejemplo, es muy relevante
la posición de Ch. Hartshorne, uno de los más importantes teístas metafísicos,
que rechaza la omnipotencia divina).
El ateísmo, en el mundo anglosajón, ha ido unido
esencialmente al positivismo y a la ontología naturalista en general. Como se
sabe, positivismo y naturalismo dominaron ese mundo intelectual durante buena
parte de la primera mitad del siglo XX, y todavía son, seguramente, la
concepción más común. No obstante, ello no condujo necesariamente al ateísmo,
sino que se halló siempre alguna forma de dejar sitio al teísmo: una de ellas, tal
vez la más importante, era colocar a la creencia teológica en la misma caja en
la que se metía a todo discurso que no perteneciese a la ciencia, tales como la
estética y la ética: todos esos podían ser considerados otros “usos” del
lenguaje, usos no descriptivo-veritativos, sino expresivos o algo semejante. El
teísmo no tendría valor de verdad, pero podría tener un fuerte valor emocional
o de otro tipo semejante. Esta es, por ejemplo, la concepción de Wittgenstein:
lo que dices de Dios no manifiesta qué cosas crees, sino tu modo de ver o
valorar el mundo. Tal desplazamiento de la creencia desde la verdad a otros
usos era paralelo al movimiento, en la Europa continental, hacia formas
anti-cognitivistas, y no dejaba de ser una interpretación muy querida por la
religiosidad Europea, sobre todo la de inspiración más luterana e
irracionalista. No obstante, y como es lógico, el teísmo nunca se ha sentido
del todo a gusto con ese desplazamiento no-cognitivista. Y tampoco el ateísmo
ha creído que el no-cognitivismo salvase de alguna forma la “creencia”
religiosa: si, al fin y al cabo, lo que crees no tiene ningún referente ni
valor de verdad sino solo un valor emotivo, ¿qué más puede pedirse desde una
perspectiva atea?
Pero la situación se volvió progresivamente más
complicada por varias razones:
Por un lado, el pensamiento analítico fue realizando
para con la ciencia un semejante desplazamiento al que se hizo primeramente con
el lenguaje ético, estético y religioso: la verdad iba dejando de ser un
anclase último seguro, y la epistemología se desplazaba hacia el pragmatismo
(según la tradición más americana: Peirce y James). Si incluso las teorías
científicas tienen su justificación última, no en la noción de verdad, sino en
las consecuencias prácticas de creer en ellas, ¿en qué se diferencia
esencialmente la ciencia de la creencia religiosa, dado que esta tiene, para el
creyente, un enorme importe práctico? La frontera entre el conocimiento y la
religiosidad se desdibujaban, y, con ello, el ateísmo.
Por otro lado, el propio positivismo y su
naturalismo ontológico eran cada vez más puestos internamente en duda. Este camino
no ha dejado de avanzar. Poco a poco se ha ido haciendo más evidente para casi
todos que el positivismo-naturalismo tiene serias dificultades para explicar el
elemento normativo que hay en todo lenguaje, incluido, desde luego, el
científico. Aunque podía parecer que las constantes discusiones de los
filósofos analíticos acerca de los universales, de la realidad de las entidades
matemáticas, etc., no eran más que bizantinismo académico, lo cierto es que el
debate resultaba tan apasionante porque escondía algo más: si el naturalismo
fracasaba en su explicación de la normatividad de los lenguajes teorético,
ético, estético…, si había que reconocer una instancia supra- o meta-natural,
en la que lo universal y necesario existía de alguna manera autónomamente,
entonces el ateísmo, entendido como el rechazo de todo lo sobrenatural, quedaba
completamente comprometido.
No es que el pensamiento analítico confunda
simplemente el posible ámbito de lo trascendente, universal, normativo… con
Dios: este es distinto en cuanto es una entidad no solo trascendente sino,
además y sobre todo, personal, cosa que lo no es, “desde luego”, una noción o
criterio universal. No obstante, hay un paso relativamente transitable desde
esto segundo a lo primero, y ya los teólogos tradicionales situaban las Ideas
en Dios: ¿dónde, si no, podían situarse? También los actuales teístas
analíticos han solido argumentar que solo Dios puede ser el soporte requerido
por el objetivismo de diversos tipos, teorético, ético…
Por todas estas razones, el ateísmo es cada vez una
opción menos fácil también en el mundo anglosajón analítico: tiene que tomarse
enormes molestias para, más allá de seguir salmodiando su profesión de fe
naturalista, volver a discutir lo que muchos daban ya por definitivamente
enterrado, como el argumento ontológico (dejamos sin considerar aquí formas
burdas de ateísmo como el naturalismo inconsciente y apenas algo más que
panfletario de autores como R. Dawkins).
****
Como una muestra de ese estado intermedio en que algunos
de los más importantes filósofos analíticos “todavía” no han “recaído” en el
teísmo filosófico pero ya han superado convencidamente el naturalismo y el mero
y simple ateísmo, podemos traer aquí el último libro de R. Dworkin, Religion without God (Harvard University
Press, 2013).
En estas lecturas, Dworkin caracteriza la
religiosidad como la aceptación de la realidad independiente de los valores:
sería objetivamente válido que la vida humana tiene un significado objetivo,
pero también que el propio universo es algo más que un mero hecho, algo con
valor intrínseco objetivo, estético y ético:
"The religious attitude accepts the full, independent reality of value. It accepts the objective truth of two central judgments about value. The first holds that human life has objective meaning or importance. Each person has an innate and inescapable responsibility to try to make his life a successful one: that means living well, accepting ethical responsibilities to oneself as well as moral responsibilities to others, not just if we happen to think this important but because it is in itself important whether we think so or not. The second holds that what we call “nature”— the universe as a whole and in all its parts— is not just a matter of fact but is itself sublime something of intrinsic value and wonder". (pg. 10)
La actitud religiosa es, pues, el rechazo del
naturalismo, del psicologismo y, en general, de cualquier forma de
reduccionismo de lo normativo a fáctico. Dworkin admite que esto es, en cierto
sentido, y en último extremo, un “acto de fe”, ya que no hay, según él, manera
no circular de justificar la autonomía de los valores. Ahora bien, añade,
tampoco hay justificación no circular de cualquier otra cosa, incluida la
ciencia.
Que el universo es bello le parece a Dworkin difícil
de rechazar, salvo por un prejuicio naturalista. El propio científico, dice, se
orienta por la noción de belleza. La belleza del universo consistiría, al menos
en parte, en el hecho de que las leyes que gobiernan el universo lo conectan
todo y presentan una visión de total integridad: todo es explicable en
coherencia con lo demás. A esa no arbitrariedad y completitud, a esa
inevitabilidad, es a la que se habría referido Mozart en su famosa respuesta a
aquel emperador que comentó que en La Flauta Mágica había demasiadas notas: no
hay más notas que las justas, dijo el genio.
"They sense beauty in the fact— if it is a fact— that the laws that govern everything there is in the vastness of space and in the minutiae of existence are so delicately interwoven that each is explicable only through the others, so that nothing could be different without there being nothing". (pg. 99)
Aún más claro sería que la vida humana tiene un
valor y sentido objetivo: todo el lenguaje ético y político carece de base sin
ese supuesto, según vienen defendiendo cada vez más importantes filósofos de la
ética, tales como Derek Parfit en su monumental On What Matters, y el propio Dworkin en, por ejemplo y sobre todo,
su testamento filosófico, Justice for Hedgehogs.
Esta religiosidad no implica, sin embargo, para
Dworkin, la aceptación del dios personal del teísmo. Un dios personal no añadiría
nada al carácter autónomo de los valores, que es propio de la actitud
religiosa. Como decíamos antes, los filósofos teístas discutirían seriamente
esto: ¿puede entenderse una instancia trascendente, sobrenatural, de valores
absolutos y fuente de sentido, que no sea de carácter personal, es decir,
pensado y querido por un entendimiento suprahumano?
También es muy cuidadoso Dworkin con el problema del
conflicto entre religión y política. ¿Qué
libertad de religión debe protegerse? Su respuesta pretende ser una salvaguarda
de la total secularidad del Estado. Todas las religiones, dice, contienen una
parte moral y una parte “científica” (no en el sentido de que sean hechos
verídicos, sino en el sentido de que pretenden ser narración de hechos). La parte
científica de la mayoría de las religiones contiene manifiestas falsedades e incluso
brutales crueldades, etc., que de ninguna manera pueden pedir ser protegidas
como creencias. Así, por ejemplo, el Estado no debe proteger el derecho a aprender
el creacionismo como hipótesis aceptable acerca del origen de la vida, como lo
es actualmente la teoría evolucionista.
¿Qué hay de la parte moral de las religiones?
¿Pueden estas legítimamente exigir protección? Ahora bien, la protección de las
diversas prácticas religiosas llevaría al gobierno a contradicciones: si no
interfiero, por ejemplo, en la práctica religiosa de los indios de tomar
peyote, o en la católica de negar la adopción a personas del mismo sexo,
discrimino a otros ciudadanos, que podrían exigir el libre uso de drogas o la
discriminación de personas por otros motivos. El estado, piensa Dworkin, no
debe legislar por el contenido material moral, sino para preservar la libertad
de los individuos. Solo puede hacer excepciones por religión si esto no va
contra el derecho a igual trato.
En fin, la religiosidad que nos presenta Dworkin,
una religiosidad sin teísmo pero seguramente no una “religiosidad atea”,
identifica sin complejos el carácter suprapositivo de la axiología (una vez
rechazado el naturalismo epistemológico y ontológico) y el ámbito de la
religiosidad. Esta postura, que seguramente tendrá cada vez más adeptos, vuelve
más ardua que hace unos decenios la tarea de ser ateo en el mundo intelectual
analítico.
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