domingo, 21 de febrero de 2016

¿Cómo es ser ateo?, IV: las dificultades del naturalismo y la religión sin teísmo de Dworkin

Según veníamos viendo, para los filósofos que aceptan la herencia de la “muerte de Dios” no se presenta como tarea fácil, sin embargo, la de ser definitiva y completamente ateo (o a-teo, o posteísta, etc.). En cuanto el pensamiento de la sospecha habría delatado la presencia parasitaria de teologemas incluso en los conceptos y valoraciones seculares y racionales, y no solo en los de la metafísica, sino también en la ciencia y la política, esto es, en todo aquello que directa o indirectamente afirme o postule algo universal y trascendente al ámbito de lo definido por el tiempo y el espacio o, más bien, por el aquí y el ahora, solo quedaba, para quien se pretendiese radicalmente pos-teológico, un “pensamiento” de la radical finitud y contingencia. Pero incluso este pensamiento (en la medida en que lo sea) podía ser delatado como una nueva forma de teísmo, un teísmo radicalmente “ascético” que lo que haría en realidad, según esta hipersospecha, es situar a Dios, al infinitamente Otro, más allá de toda afirmación y comprensión posible. Así, el rechazo de la metafísica y de toda racionalidad, propio del pensamiento de “la muerte de Dios”, no sería “más que” el viejo repudio del Dios de los filósofos, la vieja iconoclastia, la vieja teología meramente negativa, el viejo fideísmo voluntarista, que se manifiesta en otros muchos signos (también, por ejemplo, en el dualismo radical del Tractatus), pero reforzado. La muerte de Dios sería un teologema más: el de la radical inaccesibilidad de Dios. Obviamente, el nietzscheano puede rechazar esta interpretación, sosteniendo que lo único que él afirma es la ausencia de Dios, la definitiva necesidad de vivir por nuestros propios medios. Pero esto puede ser visto, a su vez, como una postura inconsciente de sí misma, y ello desde dos puntos opuestos de vista: desde el punto de vista del teólogo de lo radicalmente Otro, que le objetará que, al rechazar lo radicalmente Otro, el nietzscheano sigue preso de la metafísica, que le impide concebir a Dios de otra manera que a través de ella; y desde el punto de vista del racionalista, que le objetará que cada vez que habla el nietzscheano está implicando precisamente aquello que quiere dejar atrás, es decir, conceptos universales y necesarios, metafísica.

¿Qué hay del ateísmo más allá o por fuera de esa manera nietzscheana de plantear las cosas? El pensamiento anglosajón analítico, mucho menos dado que el francés a hermeneuticismos e historicismos radicales, ha rechazado siempre (más implícita que explícitamente) la identificación de teísmo y racionalidad, esto es, la tesis de la secularización. Para el continente intelectual analítico, un mundo secularizado es, al contrario, un mundo en el que las creencias religiosas son solo una opción individual, que no operan esencialmente ni en la política ni en la ciencia, ámbitos estos donde opera solo la racionalidad (Charles Taylor, A secular Age, 2007).

¿Cómo es ser ateo en ese mundo intelectual? En primer lugar, también “allí” se identifica usualmente el teísmo, e incluso la religiosidad sin más, con la creencia en una instancia sobrenatural. Sin duda, esto es un sesgo cristiano o bíblico (si bien, también dentro del cristianismo y de las otras religiones del libro hay versiones inmanentistas de Dios –piénsese en el Dios de Hobbes o de Spinoza-). Pero, dejando por el momento esto, el pensamiento anglosajón distingue entre religiosidad y racionalidad: esto es, se puede “perfectamente” (pretender) ser ateo sin por ello sentirse obligado a rechazar la idea de Leyes universales y necesarias de la Naturaleza y/o de la Ética y la Política. Se puede, es más, ser ateo y, a la vez, tener un pensamiento fuertemente metafísico: así lo fue McTaggart, y lo son actualmente algunos filósofos analíticos.

No obstante, obviamente, hay una fuerte relación dialéctica entre ambos terrenos, el de la creencia y el de la racionalidad, de modo que el teísmo intenta siempre presentarse como amparado por argumentos racionales, y el ateísmo se presenta, todavía más, como la demolición racional de la tesis de la existencia de una entidad tal como debería ser Dios (aunque los atributos de este varían según los filósofos: por ejemplo, es muy relevante la posición de Ch. Hartshorne, uno de los más importantes teístas metafísicos, que rechaza la omnipotencia divina).

El ateísmo, en el mundo anglosajón, ha ido unido esencialmente al positivismo y a la ontología naturalista en general. Como se sabe, positivismo y naturalismo dominaron ese mundo intelectual durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, y todavía son, seguramente, la concepción más común. No obstante, ello no condujo necesariamente al ateísmo, sino que se halló siempre alguna forma de dejar sitio al teísmo: una de ellas, tal vez la más importante, era colocar a la creencia teológica en la misma caja en la que se metía a todo discurso que no perteneciese a la ciencia, tales como la estética y la ética: todos esos podían ser considerados otros “usos” del lenguaje, usos no descriptivo-veritativos, sino expresivos o algo semejante. El teísmo no tendría valor de verdad, pero podría tener un fuerte valor emocional o de otro tipo semejante. Esta es, por ejemplo, la concepción de Wittgenstein: lo que dices de Dios no manifiesta qué cosas crees, sino tu modo de ver o valorar el mundo. Tal desplazamiento de la creencia desde la verdad a otros usos era paralelo al movimiento, en la Europa continental, hacia formas anti-cognitivistas, y no dejaba de ser una interpretación muy querida por la religiosidad Europea, sobre todo la de inspiración más luterana e irracionalista. No obstante, y como es lógico, el teísmo nunca se ha sentido del todo a gusto con ese desplazamiento no-cognitivista. Y tampoco el ateísmo ha creído que el no-cognitivismo salvase de alguna forma la “creencia” religiosa: si, al fin y al cabo, lo que crees no tiene ningún referente ni valor de verdad sino solo un valor emotivo, ¿qué más puede pedirse desde una perspectiva atea?

Pero la situación se volvió progresivamente más complicada por varias razones:

Por un lado, el pensamiento analítico fue realizando para con la ciencia un semejante desplazamiento al que se hizo primeramente con el lenguaje ético, estético y religioso: la verdad iba dejando de ser un anclase último seguro, y la epistemología se desplazaba hacia el pragmatismo (según la tradición más americana: Peirce y James). Si incluso las teorías científicas tienen su justificación última, no en la noción de verdad, sino en las consecuencias prácticas de creer en ellas, ¿en qué se diferencia esencialmente la ciencia de la creencia religiosa, dado que esta tiene, para el creyente, un enorme importe práctico? La frontera entre el conocimiento y la religiosidad se desdibujaban, y, con ello, el ateísmo.

Por otro lado, el propio positivismo y su naturalismo ontológico eran cada vez más puestos internamente en duda. Este camino no ha dejado de avanzar. Poco a poco se ha ido haciendo más evidente para casi todos que el positivismo-naturalismo tiene serias dificultades para explicar el elemento normativo que hay en todo lenguaje, incluido, desde luego, el científico. Aunque podía parecer que las constantes discusiones de los filósofos analíticos acerca de los universales, de la realidad de las entidades matemáticas, etc., no eran más que bizantinismo académico, lo cierto es que el debate resultaba tan apasionante porque escondía algo más: si el naturalismo fracasaba en su explicación de la normatividad de los lenguajes teorético, ético, estético…, si había que reconocer una instancia supra- o meta-natural, en la que lo universal y necesario existía de alguna manera autónomamente, entonces el ateísmo, entendido como el rechazo de todo lo sobrenatural, quedaba completamente comprometido.

No es que el pensamiento analítico confunda simplemente el posible ámbito de lo trascendente, universal, normativo… con Dios: este es distinto en cuanto es una entidad no solo trascendente sino, además y sobre todo, personal, cosa que lo no es, “desde luego”, una noción o criterio universal. No obstante, hay un paso relativamente transitable desde esto segundo a lo primero, y ya los teólogos tradicionales situaban las Ideas en Dios: ¿dónde, si no, podían situarse? También los actuales teístas analíticos han solido argumentar que solo Dios puede ser el soporte requerido por el objetivismo de diversos tipos, teorético, ético…

Por todas estas razones, el ateísmo es cada vez una opción menos fácil también en el mundo anglosajón analítico: tiene que tomarse enormes molestias para, más allá de seguir salmodiando su profesión de fe naturalista, volver a discutir lo que muchos daban ya por definitivamente enterrado, como el argumento ontológico (dejamos sin considerar aquí formas burdas de ateísmo como el naturalismo inconsciente y apenas algo más que panfletario de autores como R. Dawkins).

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Como una muestra de ese estado intermedio en que algunos de los más importantes filósofos analíticos “todavía” no han “recaído” en el teísmo filosófico pero ya han superado convencidamente el naturalismo y el mero y simple ateísmo, podemos traer aquí el último libro de R. Dworkin, Religion without God (Harvard University Press, 2013).

En estas lecturas, Dworkin caracteriza la religiosidad como la aceptación de la realidad independiente de los valores: sería objetivamente válido que la vida humana tiene un significado objetivo, pero también que el propio universo es algo más que un mero hecho, algo con valor intrínseco objetivo, estético y ético:

"The religious attitude accepts the full, independent reality of value. It accepts the objective truth of two central judgments about value. The first holds that human life has objective meaning or importance. Each person has an innate and inescapable responsibility to try to make his life a successful one: that means living well, accepting ethical responsibilities to oneself as well as moral responsibilities to others, not just if we happen to think this important but because it is in itself important whether we think so or not. The second holds that what we call “nature”— the universe as a whole and in all its parts— is not just a matter of fact but is itself sublime something of intrinsic value and wonder". (pg. 10)

La actitud religiosa es, pues, el rechazo del naturalismo, del psicologismo y, en general, de cualquier forma de reduccionismo de lo normativo a fáctico. Dworkin admite que esto es, en cierto sentido, y en último extremo, un “acto de fe”, ya que no hay, según él, manera no circular de justificar la autonomía de los valores. Ahora bien, añade, tampoco hay justificación no circular de cualquier otra cosa, incluida la ciencia.

Que el universo es bello le parece a Dworkin difícil de rechazar, salvo por un prejuicio naturalista. El propio científico, dice, se orienta por la noción de belleza. La belleza del universo consistiría, al menos en parte, en el hecho de que las leyes que gobiernan el universo lo conectan todo y presentan una visión de total integridad: todo es explicable en coherencia con lo demás. A esa no arbitrariedad y completitud, a esa inevitabilidad, es a la que se habría referido Mozart en su famosa respuesta a aquel emperador que comentó que en La Flauta Mágica había demasiadas notas: no hay más notas que las justas, dijo el genio.

"They sense beauty in the fact— if it is a fact— that the laws that govern everything there is in the vastness of space and in the minutiae of existence are so delicately interwoven that each is explicable only through the others, so that nothing could be different without there being nothing". (pg. 99)

Aún más claro sería que la vida humana tiene un valor y sentido objetivo: todo el lenguaje ético y político carece de base sin ese supuesto, según vienen defendiendo cada vez más importantes filósofos de la ética, tales como Derek Parfit en su monumental On What Matters, y el propio Dworkin en, por ejemplo y sobre todo, su testamento filosófico, Justice for Hedgehogs.
Esta religiosidad no implica, sin embargo, para Dworkin, la aceptación del dios personal del teísmo. Un dios personal no añadiría nada al carácter autónomo de los valores, que es propio de la actitud religiosa. Como decíamos antes, los filósofos teístas discutirían seriamente esto: ¿puede entenderse una instancia trascendente, sobrenatural, de valores absolutos y fuente de sentido, que no sea de carácter personal, es decir, pensado y querido por un entendimiento suprahumano?

También es muy cuidadoso Dworkin con el problema del conflicto entre religión y política.  ¿Qué libertad de religión debe protegerse? Su respuesta pretende ser una salvaguarda de la total secularidad del Estado. Todas las religiones, dice, contienen una parte moral y una parte “científica” (no en el sentido de que sean hechos verídicos, sino en el sentido de que pretenden ser narración de hechos). La parte científica de la mayoría de las religiones contiene manifiestas falsedades e incluso brutales crueldades, etc., que de ninguna manera pueden pedir ser protegidas como creencias. Así, por ejemplo, el Estado no debe proteger el derecho a aprender el creacionismo como hipótesis aceptable acerca del origen de la vida, como lo es actualmente la teoría evolucionista.

¿Qué hay de la parte moral de las religiones? ¿Pueden estas legítimamente exigir protección? Ahora bien, la protección de las diversas prácticas religiosas llevaría al gobierno a contradicciones: si no interfiero, por ejemplo, en la práctica religiosa de los indios de tomar peyote, o en la católica de negar la adopción a personas del mismo sexo, discrimino a otros ciudadanos, que podrían exigir el libre uso de drogas o la discriminación de personas por otros motivos. El estado, piensa Dworkin, no debe legislar por el contenido material moral, sino para preservar la libertad de los individuos. Solo puede hacer excepciones por religión si esto no va contra el derecho a igual trato.

En fin, la religiosidad que nos presenta Dworkin, una religiosidad sin teísmo pero seguramente no una “religiosidad atea”, identifica sin complejos el carácter suprapositivo de la axiología (una vez rechazado el naturalismo epistemológico y ontológico) y el ámbito de la religiosidad. Esta postura, que seguramente tendrá cada vez más adeptos, vuelve más ardua que hace unos decenios la tarea de ser ateo en el mundo intelectual analítico.

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