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miércoles, 25 de junio de 2014

Fe y razón, otra vez, III


A primera vista, la Filosofía se presenta como totalmente crítica y no dogmática, mientras que la creencia religiosa, la fe, se presenta (o es presentada, por la Filosofía de la Religión -pues a la religiosidad misma no le corresponde esa reflexión-) como algo dogmático, incuestionable: “no pasará una iota…” Sin embargo, a la vez y por eso, pero paradójicamente, si se piensa, la Filosofía se presenta como entregada al auténtico saber, mientras que presenta a la fe como un mero “creer”. ¿Por qué esto es paradójico? 

Porque, como es obvio, para considerarse en el camino del saber y colocar a las otras actitudes vitales en la vía lateral del mero creer, la Filosofía tiene que (creer) saber algo realmente: por ejemplo y como mínimo, en qué consiste saber. Aunque diga que no sabe, que solo sabe que no sabe, que se limita a ser para-doxa, en realidad la Filosofía “supone” que sabe en qué consiste saber: cree que sabe eso, aunque a veces no se de cuenta de este "dogmatismo" o "fe" suya. Incluso si quiere ser radicalmente crítica, necesita presuponer el axioma de la validez de la crítica: la exigencia de buscar la máxima unidad y coherencia, digamos. La Filosofía es “axiomática”, aunque lo sea dialécticamente (no “apodícticamente” -ni, menos aún, escépticamente-). Y su dialéctica no puede ser absoluta, tampoco en esto, porque no da lo mismo suponer que se sabe que suponer que no se sabe nada, ya que incluso la posición negativa implica el saber. Por tanto, es analógica. Pero ¿no es el analogismo una forma de dogmatismo? (Y ¿no es también "analógica" la fe?)

La paradoja, vista ahora desde el otro lado, dice esto: la creencia, a la inversa que el saber o teorizar filosófico, aunque se presenta como sabiendo perfectamente algo (algo que no puede cuestionarse o criticarse), como teniendo autoridad absoluta de primera mano, sin embargo lo toma “solo” como creencia y dato, es decir, como algo que no puede justificarse ni sustentarse desde el sujeto que cree y “ve” u “oye”. Es un saber absoluto, pero injustificable, incluso “oculto”, puro no-saber.

Entonces, ¿cuál de las dos es más “modesta”, más consciente de su finitud? Aunque lo parece la Filosofía, con su incansable afán auto-crítico y su reconocerse como solo búsqueda y deseo sin certeza alguna, sin embargo, la religiosidad lo es más en otro sentido: en aceptar que su sabiduría no es suya, no es sabiduría humana… y, por tanto, no es sabiduría alguna. El filósofo dice no tener autoridad (más que la de la Razón, ¡ni más ni menos!); los hombres religiosos dicen tener autoridad, pero no viniendo de ellos, no siendo ellos capaces de darle soporte. El filósofo, según él, no cree (no se conforma con mera creencia), pero, por eso no sabe, nada; y, sin embargo, cree saber, cree saber distinguir saber de creer. El creyente “sabe”, pero solo cree (solo es creencia): no sabe, nada. ¿Cuál de las dos es menos paradójica?

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Esto no significa, no obstante, que el filósofo haga un literal acto de fe. De ninguna manera puede confundirse el postulado de la razón (o “fe” en la razón –pero siempre entre comillas-) con la fe literal, es decir, con el dogma. Aunque la apologética teológica gusta de recordar que el filósofo necesita suponer, siquiera tácita o inconscientemente, un absoluto, esto es, en un esencial sentido, una total confusión. La “fe en el Logos” en la que consiste la Filosofía, es precisamente la disolución de toda fe. No se puede llamar fe (es decir, creencia incuestionable) a lo que hace la Filosofía, pues esta, al ser dialéctica, somete a crítica incluso sus propios presupuestos. El hecho de que el propio presupuesto racional se autovalide a sí mismo precisamente cuanto intenta cuestionarse, no significa que sea lo mismo que la creencia, que solo "se" autovalida heterónomamente, es decir, sin crítica propia (sin crítica, simplemente). La racionalidad es circular, tautológica (y, por eso, también paradójica, dialéctica), pero no es confundible con cualquier otra forma de “falta” de justificación. La fe, de hecho, ni siquiera es circular, sino lineal: depende de Otro. La racionalidad es una exigencia absoluta para el conocimiento, es decir, un conocimiento absoluto no dejaría lugar a otra cosa que ella (el absoluto es Logos), no tendría necesidad de la fe. Si la fe es necesaria para los seres racionales, lo es solo en cuanto estos son finitos, y esa fe no es fe en la racionalidad, sino fe en el sentido último. La fe se tiene, propiamente, por defecto. Cuando no se ve esto, y se cree que la fe es absolutamente positiva, se cae en el oscurantismo y el fanatismo.

Puede decirse que razón y fe son los dos lados de la misma contingencia de tener lo absoluto. La única forma en que un ser finito puede saber (creer) es tomando algo finito, un fenómeno, como absoluto, como capaz de remitir a lo absoluto. La creencia religiosa consiste en datualizar la idea, mientras que la filosofía consiste en idealizar el dato. Ambas atienden a un “verbo encarnado”, pero la filosofía, como verbo, y la religión como encarnado.

La religiosidad considera que una cosa completamente singular, e incluso minúscula  está marcada por lo divino. El objeto del ritual, por ejemplo, es literalmente Dios mismo. ¿Puede una cosa singular ser portadora de lo Absoluto? Al menos, así cree el amor, en una de sus manifestaciones si no en todas. Y también lo reconoce la Filosofía dialéctico-analógica. El Uno-todo está en cada cosa, si bien no en todas en la misma medida en cualquier situación. Pero la elección de lo singular material divino es dada por la fe.

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Algunos creen que, lo mismo que hubo épocas puramente religiosas (sin Filosofía), puede concebirse una época sin religiosidad, como ya hay personas que no hacen aparentemente ningún uso de ella en toda su vida. Quizás venga un día una época puramente técnica, o estética… Creo que esto es una concepción simplista. En cualquier caso lo que se vive hoy en Europa es un retorno a la religiosidad, que estuvo ligeramente amenazada por la ahora moribunda Ilustración naturalista. Hoy es mucho más fácil imaginar un mundo sin Filosofía e incluso sin Ciencia (una Europa hundida en la “barbarie” y la medievalización –donde, consta efectivamente, la religiosidad sobrevive, casi a solas-) que una Europa sin religión. La misma tesis de la muerte de Dios, presuntamente un enorme evento del último pensamiento moderno, ha sido interpretada, más bien, como una tesis teológica positiva, que solo mataría al "dios de la metafísica" (es decir, a lo que ya habría sido un cadáver desde su origen, un “ídolo”) para dejar el sitio despejado a la auténtica religiosidad, no-metafísica, no idolátrica, irracionalista, luterana. El problema hoy es, más bien, si la religión, en su modo más fideista y unilateral, no acabará tragando a las demás cosas. Si la civilización europea está efectivamente en su final -cosa que, no obstante, no veo nada claro-, esta sería una perspectiva realista.

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En tanto los hombres no tengan un saber perfecto, una justicia perfecta, no tendrán "más remedio" que creer aquello que aún no ven pero esperan. Pero siempre tendrán, más aún, el deber de cuestionarlo racionalmente todo, sobre todo eso.

La cuestión de Sócrates a Eutifrón (¿lo que los dioses mandan, lo mandan porque es bueno, o es bueno porque lo mandan?) no tiene una solución unilateral. Por supuesto, “lo mandan porque es bueno”, es decir, la validez absoluta no tiene la forma de la arbitrariedad o la contingencia, que va unida al carácter antropomórfico de las figuras divinas (aunque sean el Hijo de Dios). Pero, ¿qué es lo bueno, para nosotros los mortales? ¿No está “más allá de toda comprensión y de toda esencia”? Si es así, ¿quién puede considerarse en su posesión? Cualquier atisbo de ello solo puede ser una “teofanía” (una “agatofanía”), y siempre tendrá, por dialéctica que sea, algo de dogmático e imaginativo. Como lo expresó Tomás de Aquino, fue preciso que se diese revelación a los hombres porque ni todos ellos pueden dedicarse a la Filosofía ni ninguno de ellos la posee completamente, pero todos necesitan irremediablemente sentido y salvación. Pero el filósofo tiene filosofía como Descartes tenía una moral provisional o una convicción “moral” en que el mundo es real cuando aún no lo sabemos realmente.

lunes, 16 de junio de 2014

Fe y razón, otra vez. II

Sigo con unas reflexiones acerca de la relación, dialéctica, entre Filosofía y Religiosidad (y que forman parte de un libro que está escribiéndose en estos momentos)

La dialéctica que la Filosofía guarda con la Religiosidad es de tipo distinto tanto de la que guarda con el Arte y con la Ética por una parte (que abarcan, cada uno, todo pero un solo ámbito trascendental –el de lo Bello, el de lo Bueno-) como de la que guarda con la Ciencia (que son, en cierto modo, como partes dentro de un conjunto más amplio, el de la teoría). La propia Religiosidad, decíamos, tiene una relación diferente a cualquier otra con cualquiera de las otras actividades trascendentales que hemos mencionado.

El conflicto de la Filosofía con ella es, en un cierto sentido, más similar a los del Arte y la Ética con la religiosidad, pero en otro sentido es más afín al conflicto que con la religiosidad tiene la ciencia. Y es, en fin, superior al conflicto que la Ciencia tiene con la Religiosidad, ya que la Ciencia, al no abarcar toda posible cuestión de la verdad (al no preguntarse, radical y absolutamente, por la realidad) puede dejarle a la Religiosidad un ámbito donde se mueva sin estorbar. Pero la Filosofía no contempla una parte donde ella no llegue y, sin embargo, siga cabiendo hablar de la verdad.

No es de hoy la dialéctica, encarnizada y animada, de guerra y amor, entre Filosofía y Religiosidad. La cultura europea, seguramente más que ninguna otra, ha extremado esta dialéctica. Para empezar, si bien puede decirse que hubo, de alguna manera, filosofía en civilizaciones anteriores, sigue siendo cierto que en Grecia, por vez primera, los filósofos se separaron de, e irremediablemente se definieron contra, sobre todo, los sacerdotes y las creencias míticas en general. Los propios filósofos tuvieron desde el principio consciencia de su autonomía, y de su potencial desmitificador. Pero también desde el principio los filósofos supieron que trataban de lo mismo que la religión (lo Absoluto, el Sentido último de la realidad), si bien de manera más racional y menos imaginal, exotérica y no mistérica… También las instituciones religiosas (en Grecia más débiles, lo que seguramente fue una condición de posibilidad histórica del “nacimiento” de la filosofía allí) vieron a los filósofos como la encarnación de cierta dialéctica, inherente siempre a la propia Religiosidad, pero hasta entonces controlada o latente. Solo en Grecia hay, oficialmente, “sabios” ateos, y, lo que es “peor”, agnósticos. Sin embargo, y completamente a la vez, los filósofos ven, en general, al mitógrafo como un predecesor, un filósofo sin desenvolver, o envuelto en el primitivo capullo de la poesía; si no, incluso, como portador de un mensaje demasiado elevado e inefable, que la exotérica filosofía solo puede soñar con “explicar” sin pervertir excesivamente. En Platón, esta dialéctica alcanza su máximo: si, por una parte, expulsa a Homero y su teología de la Polis y no deja lugar alguno a los sacerdotes (los mitos quedan reducidos apenas al aspecto pedagógico-juvenil de la filosofía), a la vez, en los momentos más profundos o comprometidos de sus textos, nos advierte de que el lenguaje de los misterios es demasiado elevando para comprenderlo ahora… y esto no lo dice “solo” con ironía (porque la propia ironía no es, en un filósofo, nunca “solo ironía”, sino “auténtica ironía”, es decir, consciencia de la dialéctica y la analogía).

La filosofía moderna tiende a distinguir tajantemente filosofía de religiosidad, tal y como la propia religiosidad moderna, tanto en sus expresiones trascendentes (judeo-cristiana, especialmente la protestante) como más inmanentes (religiosidad ecologista y similares), tiende a heterogeneizarse de cualquier otra cosa, pero especialmente del pensamiento racional. Es conocida la queja de que al dios de los filósofos no se le puede rezar ni bailar: confundir al “Dios vivo” de la religión con el Ser “abstracto” de la “filosofía griega” habría sido la mayor perversión de la historia de la religión. Así nos dicen desde Pascal a Heidegger y Wittgenstein, y toda la teología protestante y alguna de la católica. A la vez, desde luego, la teología (sobre todo la católica, cuando ha evitado la contaminación del protestantismo) está empapada de filosofía, e incluso no deja de buscar filosofizarse lo más posible por todas partes, si bien conservando en cada una de ellas, por minúscula que sea, el abismo que las separa. La locura de la religión no puede confundirse un ápice con la locura del filósofo.

Hay que señalar con toda radicalidad el abismo que separa a filosofía de religiosidad. Solo así podrá verse en qué modo y medida son aspectos de lo mismo. Si bien su separación irracionalista y adialéctica moderna es errónea y perniciosa (especialmente para la religiosidad, que se reduce a puro oscurantismo, a “religión del corazón”, como denunciaba Hegel; aunque también, en parte, para la filosofía, que forzada y abstractamente se prohíbe a sí misma decir algo de lo que sabrían los teólogos, como si eso fuese garantía de su asepsia), la confusión de ambas es un error aún mayor.

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¿En qué consiste esta completa heterogeneidad entre filosofía y religiosidad? Puesto que la filosofía es principalmente teoría y tiene por objeto eminente la verdad, la dialéctica entre Filosofía y religión solo puede ser la del papel de la Verdad en la religiosidad. Pero el elemento esencial del aspecto cognitivo de la religión, es la Fe. Por tanto, la dialéctica entre filosofía y religiosidad es, antes que cualquier otra, y como ya muchos sabían, la dialéctica entre la Razón y la Fe.

Que esta es la dialéctica principal entre filosofía y religiosidad sería así aunque la Verdad no fuese el aspecto más importante para la religiosidad. En la medida en que para esta fuesen más esenciales cosas como, por ejemplo, la plegaria o el rito (cosas que no pueden ser directamente ni verdaderas ni falsas, según se dice), en esa medida habría una relación menos dialéctica (y menos interesante) entre ella y la filosofía.

Pero ¿y si la religiosidad no tiene ningún compromiso para con la verdad y la realidad? En efecto, algunos filósofos y teólogos piensan esto, y han encontrado o creído encontrar ahí la disolución de la dialéctica entre filosofía y fe: ¿qué importaría, al fin y al cabo, si lo que “cree” el creyente es verdadero o falso? Ahí la palabra ‘creer’ no sería más que una confusión: lo que dices creer no muestra lo que crees, sino cómo quieres vivir. Si la esencia de la fe se realiza en el “ver” (creer, notar) lo sagrado en ciertas cosas, en el “hablar” con lo divino, en recibir el imperativo o el amor… ¿qué necesidad ni posibilidad tiene, todo esto, de la certeza teórica de que ese destinatario existe? Y, si la Religiosidad no tiene por objeto o esencia la Verdad, tampoco puede tenerla como requerimiento. En esto, se parecería al Arte y a la Ética, por ejemplo.

Esto es, sin embargo, duro de tragar (aunque “duro de tragar” teóricamente, es cierto). Es difícil aceptar, por decir lo mínimo, que una persona actúe (rece, cumpla rituales) sin que las nociones implicadas en sus actos tengan alguna relación necesaria con la verdad. Los propios creyentes, en su inmensa mayoría, no aceptarían esta descripción de los hechos. ¿Para qué necesitaría la religión frases descriptivas, si no se refiere a nada? ¿Por qué determinadas descripciones (mitos, relatos sagrados…) estarían correlacionadas con ritos y oraciones? ¿Qué queda de una “creencia” religiosa cuando quitamos todo aquello que implica referencia a alguna verdad? El no-cognitivismo, el reduccionismo pragmatista (o poeticista, o de cualquier otro tipo) de lo religioso, como el de lo filosófico, lo estético o lo ético, está basado en una tesis filosófica unilateral y, desde mi punto de vista, más errada que acertada, según hemos visto en otras ocasiones. De tener razón esa tesis, entre filosofía y religiosidad no podría haber conflicto alguno, desde luego. Pero, entonces, tampoco el “creyente” creería realmente nada. La motivación para esta “huida al monte” es el deseo de evitar la dialéctica, y, más concretamente, la metafísica. Pero esto no se evita, realmente: también el no-cognitivismo tiene su dialéctica, y su metafísica. Pero no repetiremos esto aquí.

Una posición menos fuerte dirá que la verdad no es el elemento principal de la religiosidad, aunque es parte de ella. El creyente cree algo, algo que, de alguna manera, aspira a la verdad o la falsedad, y que necesita, “por tanto” (en la medida en que quiere ser una creencia sustentada, no solo intersubjetivamente, sino para uno mismo de un momento a otro), criterios epistémicos. Esa parte de la religiosidad que más directamente se hace cargo de su verdad, de manera reflexiva y sistemática, se podría llamar Teología.

Se trata, pues, de la dialéctica entre dos criterios epistémicos absolutos, e irreducibles entre sí. La fe es, en sí misma, inasequible, normativamente, a cualquier factor externo: la fe es el punto primero o “axioma”, el dogma, de la religiosidad: el principal dogma de fe es el dogma de la fe misma. Para la filosofía, el “dogma” o axioma supremo, irrenunciable, constitutivo, es, en cambio, la Razón. Se trata, también puede decirse, de la dialéctica entre dogma y axioma. ¿Son, dogma y axioma, lo mismo, o lo totalmente contrario? Son lo mismo y lo totalmente contrario a la vez. Veamos, primero, cómo pueden separarse, para observar, luego, como se inter-implican dialéctica e inextricablemente.

La fe, en cuanto aptitud epistémica, consiste en esto: la religiosidad tiene a la verdad de lo absoluto como un dato positivo e incuestionable. Es decir, la religiosidad, en cuanto conocimiento de lo absoluto, es la creencia, no criticable, en un ““hecho” bruto”. El momento de la fe sería tan incompatible con la duda racional como lo son el momento de la experiencia estética o el momento de la decisión. Pero, mejor aún: el dogma de la fe es al menos tan incuestionable como, en sentido interno, lo es el método científico. La religiosidad, en cuanto creencia, es dogmática, es más, puro dogma o dogma en sí, digamos. Pero también son dogmáticos el arte, la política, e incluso la ciencia en lo que respecta a sus fundamentos. Esto no implica, obviamente, que el creyente no pueda ser crítico con su fe. Pero puede serlo solo, precisamente, suspendiéndola.

La filosofía, al contrario, tomaría cualquier dato o hipótesis, incluido por supuesto el “dato de la fe”, el “dato” y dogma del sentido absoluto de las cosas, como un problema. La filosofía no tiene más remedio ni más deseo que problematizar cualquier cosa, incluida y antes que nada, la convicción de la fe en una verdad, y validez en general, absoluta. Incluso aquí la duda es más necesaria y radical que nunca: ¿quién puede hacer verdaderamente un acto indudable de postulación, o más bien de certeza, de lo Absoluto? ¿No es un problema, el mayor problema, el de si nosotros, seres finitos, podemos acceder a algo absoluto, si lo absoluto existe (aunque sea en la forma de la voluntad de poder del ahora)? El filósofo podría y tendría que plantearse la cuestión del ateísmo en un sentido que a la religiosidad le está vedada: como verdadero a-teísmo, y no como mero in-teísmo o religiosidad naturalista o inmanentista. Una ciencia deja de serlo cuando está subordinada a otra cosa que la metodología científica. Una filosofía deja de serlo cuando está subordinada a otra cosa que la exigencia de reflexión absoluta, sin aceptar ninguna hipótesis exterior.

Que la Religiosidad parta de un dato absoluto es solidario de que ese dato tenga que ser un puro “fenómeno”. Efectivamente, en ese sentido la Religiosidad es una actividad positiva (casi diríamos empírica) en el sentido en que decimos que es positiva la Ciencia, porque parte de un dado. Aunque al dato de la Religiosidad (el dato de entrar en contacto con algo indiscutiblemente divino, un libro, una piedra…), nada natural lo satura: es un dato de lo sobrenatural, lo que parece una contradicción en los términos. Pero no lo es. Es el “hecho” de la fe, donde ‘hecho’ tiene un carácter tan traslaticio como (o solo algo más que) en la expresión kantiana “hecho de la razón” para referirse al Imperativo moral.

Aquí puede verse la paradójica naturaleza de la Teología. ¿Qué es esta, Ciencia o, más bien, Filosofía? Ningún teólogo ortodoxo la ha confundido nunca con la filosofía (con una parte de la cual, sin embargo, o más bien por eso, comparte nombre: “teología filosófica”), pero muchos teólogos ortodoxos (superortodoxos, quizás) la consideran, con bastante buen criterio (pero no menos unilateralmente), una ciencia positiva. Efectivamente, “teología filosófica” es una enorme confusión, una contradicción en los términos (aunque también, por ello, una necesidad). ¿Lo es también Ciencia Teológica? Aquí la situación es más ambigua. Por supuesto, lo divino no puede ser un “dato” empírico, natural. Pero, decíamos, la Ciencia, al no aspirar a la completud, puede tolerar, “por fuera” (y quizás incluso “por encima”, siempre que se salve su autonomía) a la fe. La Filosofía no puede.


Sin embargo, por supuesto, esta oposición, esta doble autonomía, aparentemente neutral pero implícitamente conflictiva, entre dos modos de acceso a la verdad última, entre creer-sin-dudar y conocer-dudando, no tiene nada de sencilla. Es necesario intentar pensar su enorme problematicidad. En una próxima entrada iremos al corazón de la dialéctica entre Filosofía y Creencia religiosa. 

lunes, 9 de junio de 2014

Fe y razón, otra vez. I

Si la Filosofía, a diferencia del Arte y de la Ética, es teoría y busca la Verdad, y, a diferencia de la Ciencia, busca lo Absoluto, lo anhipotético, la condición incondicional de posibilidad… ¿qué tiene que ver con esa otra actividad propia de un ser inteligente que es la Religiosidad? ¿No “busca” esta, también, lo Absoluto, el sentido radical de la existencia? ¿Qué tiene que ver el “dios de los filósofos” con el del creyente? ¿Tiene el término ‘Dios’ un lugar en la Filosofía?

Pero, habrá que empezar preguntándose, ¿qué hay que entender por religiosidad?, es decir, ¿qué noción de lo religioso es interesante, histórica y conceptualmente? 

Porque daremos aquí por hecho que hay, pese (gracias) a sus diversas expresiones, algo único y muy relevante que es “lo religioso”, y que existe desde que hay, y allí donde hay, humanos, marcando de manera esencial su existencia -si bien, según cada cultura, más o menos mezclado con los otros aspectos de la vida-, de forma que no sería absurdo definir al humano como “animal religioso”.

La religiosidad se define por lo sacro o sagrado; “lo numinoso”, si se quiere. Pero ¿qué es lo sagrado o lo numinoso? Como todas las ideas fundacionales de un “ámbito trascendental” (lo bello, lo correcto, etc.), es, en un sentido, imposible definir esto. Quien no lo entienda ya, no lo entenderá por mucho que intentemos iluminarlo. Sin embargo, también es claro que tenemos que poder iluminarlo.

Como puede hacerse para caracterizar a la filosofía, lo sagrado puede caracterizarse, dialécticamente, respecto de lo natural. Lo sagrado es no-natural, si bien a la vez está en cualquier humano, es de su “naturaleza”, de su naturaleza innatural. No es que la religiosidad sea nihilista respecto del valor del mundo (como no lo son el arte ni la política porque “idealicen” y denuncien la fealdad y maldad del mundo): al contrario, de hecho, ninguna religiosidad lo es, aunque siempre lo son algunas vías o posiciones extremas (que solo pueden existir, sin embargo, dentro de una religión global). Toda religiosidad completa, por trascendentista que sea, contiene una intensa y esencial dialéctica entre la plena sacralidad de la naturaleza, como encarnación, manifestación o, al menos, producto que es de lo divino, y su total falta de valor y sentido en sí misma, si se le descuenta el elemento sacro o numinoso. La religiosidad supone la insuficiencia radical de la condición “natural”, mundana, “arrojada”… del hombre, su necesidad (y la de todas las cosas) de una asistencia y una “salvación” sobrenatural; pero también supone la sacralidad del ser humano, y de todas las cosas. Aun cuando se trate de una religiosidad “puramente” naturalista o trascendentistamente “minimal”, será religiosidad porque la sacralidad marcará las cosas con un valor absoluto, que no es su propia fenomenicidad natural: incluso si todas y solo las cosas naturales son consideradas sagradas (lo que, en cierto modo, es propio de cualquier religiosidad pero, en un sentido directo, no es verdadera seguramente de ninguna) lo son, no por el hecho de estar dadas, sino porque lo dado está marcado como sagrado. Y siempre es posible retirar ese don (o ese reconocimiento) a la naturaleza.

El ateísmo, al menos en cierto sentido del término, es también una posición religiosa, una manera de religiosidad, tal como el escepticismo es una postura epistemológica, el nihilismo una postura ontológica y el apoliticismo una postura política. Y, desde luego, son religiosidades las religiosidades más inmanentistas, aunque a veces se las considere, desde la influencia de las religiones más trascendentistas, como a-religiosas o anti-religiosas. O, si se quiere, digamos que un inmanentismo religioso radical será el grado cero de la religiosidad.

Quizás ese caso mínimo es el del budismo o parte de él, que se pretende una religiosidad completamente inmanentista, hasta el punto de que la sacralidad habita en la vacuidad y nihilidad última de todos los fenómenos, en la accidentalidad radical. Sin embargo, lo que hace del budismo algo diferente a un naturalismo ateo o un materialismo radical es el carácter de sacralidad que reconoce en las cosas. Por otra parte, ese inmanentismo radical no es propio de la religiosidad popular dentro del budismo, sino una postura muy elitista y gnóstica dentro de él.

A-religiosidad radical lo sería solo no creer en que nada sea sagrado, es decir, que nada, absolutamente nada, tiene sentido ni valor absoluto: un nihilismo negativo radical de fe. Muchas formas de presunta a-religiosidad sitúan todo sentido y valor en el hombre. Esto, como señaló Nietzsche, no es más que “secularización” de la religiosidad, “humanismo”. Sin embargo, la propia Voluntad de Poder es una religiosidad, la de un dios que supiera bailar, aunque ahí lo sagrado esté situado en la sustancia infinitesimal o puntual del ahora.

Quizás el esoterismo de Nietzsche (como parece insinuar en algunas notas póstumas: en realidad, no hay voluntad alguna) sea verdaderamente ateo. En ese caso, todas las predicaciones salvíficas de Zaratustra serían puro exoterismo (y esto no dejaría de ser coherente con la idea de que no existe el futuro). Pero, si rechazamos esto como, por lo menos, unilateral (¿se puede escribir una sola palabra desde la simple creencia, sin contrapartida ni dialéctica, de que todo carece de sentido y no hay nadie para dárselo?), digamos que la reconciliación que el eterno retorno de lo mismo pretende con lo dado no es ninguna forma de arreligiosidad sino todo lo contrario.

Pero, si respecto de su objeto la religiosidad consiste en la sacralidad de las cosas, ¿qué la caracteriza respecto del sujeto? La religiosidad es una convicción plena, una fe. La fe no es ni una mera creencia de tipo teórico, ni un sentimiento ni una decisión. Es todas esas cosas, en el modo religioso. La creencia religiosa no es teoría (ni filosofía ni ciencia) sino más bien del mismo terreno epistemológico del que lo son las creencias cotidianas sobre las cosas del mundo, aunque referida a una objetualidad radicalmente diferente (pero no separable); el sentimiento religioso no es gusto (como en lo estético) sino más del tipo de las emociones vitales cotidianas (dolor, miedo, alegría…); las prescripciones y los actos religiosos (rituales…) no son eminentemente morales ni políticos, sino más del tipo de los actos domésticos y cotidianos (como recoger la mesa, pintar las flechas), o del tipo de los actos colectivos (como hacer una parada militar), pero son actos sacralizados, marcados por un valor sobrehumano. En estas comparaciones o “como”s, no es que esos actos no religiosos hayan sido “antes”, históricamente, y hayan servido de modelo a los actos religiosos. Más atrás lo que había era una indistinción entre esos actos y su religiosidad.

Aunque quizás todo humano sea religioso (al menos en algún instante de su vida), hay personas que se dedican específicamente (“profesionalmente”) a la religión, como hay quienes se dedican específicamente a la filosofía, al arte, a la política… aunque la filosofía, el arte, la política… sean propias de todo humano. La capacidad, la habilidad y el genio propiamente religiosos no son reducibles a otras capacidades, habilidades o (formas del) genio. El hombre o la mujer religiosos (desde los avatares o hijos de Dios, los profetas y pitonisas hasta la última escala del ayudante en los oficios) tienen una inspiración sagrada, de la que emana su autoridad religiosa. Son capaces, o se sienten y creen capaces y son vistos como siendo capaces, en un grado u otro, de “ver”, comunicar y gestionar de manera más directa que los demás, lo sagrado. Hablan “como quien tiene autoridad”, y así son reconocidos, entre ellos mismos y por el resto de la sociedad en general. Este genio no es la inspiración artística (no es principalmente una Imaginación o un buen Gusto), no es una mera fuerza de voluntad o voluntad de poder, no es un saber teórico, es una fuerza y “sabiduría” propiamente religiosa, es decir, de posesión del sentido auténtico de las cosas. Su autoridad se percibe a sí misma, y es percibida, como superior a las demás: juzga sin ser juzgado. A partir de ella parece capaz, también, de hablar con autoridad sobre el arte, la moral, la filosofía…

La religiosidad es algo “vivencial” e inefable, que no puede entenderse desde fuera, porque no es solo ni principalmente cuestión de entenderse. Pensar, por ejemplo, que puede compararse una teorización científico-antropológica o filosófica de lo religioso con lo religioso mismo, o incluso que, de alguna manera, el sentido de lo religioso puede “reducirse” a su teorización científica o filosófica más algún rasgo completamente subjetivo y despreciable, es tan absolutamente inadecuado (y tan absurdo) como pensar que la vivencia musical o la acción moral o el enamoramiento se pueden comparar o incluso reducir a sus teorizaciones sociológicas, psicológicas, filosóficas. Incluso si la religiosidad (a diferencia, presuntamente, de la ciencia o la filosofía o la política) fuese una pura imaginería irreal (cosa que estaría por “demostrar”), siempre sería cierto que lo religioso (como lo estético, etc.) solo pueden entenderse realmente desde dentro. Ni desde solo la ciencia, ni desde el arte, ni desde la política ni desde la filosofía, ni desde solo todas ellas juntas, puede entenderse lo religioso. El trance, en el que uno es poseído por las fuerzas divinas, solo puede entenderlo quienes entran en trance y quienes lo contemplan y lo viven como auténtico trance. Entenderlo es, en un esencial sentido, irreduciblemente vivirlo como tal. Ese acontecimiento tiene su propio criterio.

“Otra cosa” diferente es si ese hecho es “real”, científicamente objetivo…, es decir, si cabe en otras criteriologías. Aunque, por supuesto -como discutiré en otra entrada-, esto no es simplemente “otra cosa”, sino precisamente la dialéctica que lo religioso guardará con otras (formas de) validez: tal como el artista no puede ser ajeno a la filosofía o las ciencias acerca del arte, tampoco lo puede ser el hombre religioso, e incluso más, porque la religiosidad no se pretende extraña a la verdad, a la bondad, a la belleza. Pero esto solo puede hacerse desde el respeto a la autonomía de la vivencia religiosa, que no es, en sí, ni filosofía, ni arte, ni política ni ciencia…, aunque es implícita y dialécticamente todas esas cosas. Como el arte no pierde un ápice de su valor porque se diga que es “irreal” o no verídico (cosa que, realmente, carece de sentido), así la religiosidad no deja de tener todo su valor porque se diga que es indemostrable o falsa (cosa que también carece de verdadero sentido, aunque menos y de manera diferente que en el arte, como veremos).

La religiosidad impregna todos los aspectos de la vida. No se limita a ser una parte de alguno de ellos, de, por ejemplo, los que hemos llamado “ámbitos trascendentales” (del arte, de la política, del saber), ni se limita siquiera a ser un mero ámbito completo de la vida humana (como lo son el arte, la política o el saber), sino que es, digamos, una manera completa de tomar el ser: hay en ella un aspecto cognitivo (la fe), un aspecto práctico (la oración, el ritual), un aspecto estético (la fruición y sus modos, también la angustia…). No hay ninguna función del lenguaje que sea específicamente la propia de la religiosidad, pero las abarca a todas. Es, desde luego, más amplia que la ciencia: el científico, aunque, por supuesto, en cuanto científico no puede admitir ningún elemento religioso más que de manera indirecta (heurística, como inspiración) y tiene que rechazar como falsas o infundadas las aserciones “positivas” del religioso, en cuanto ser racional puede, sin embargo, tener alguna religiosidad, aunque sea alguna manera de religiosidad naturalista. Es más amplia también que el arte, aunque el criterio estético sea totalmente autónomo respecto de cualquier creencia religiosa y solo admita de ella influencias indirectas (como motivos e inspiración), y aunque la religiosidad de un artista, en cuanto persona (y la del no artista), puede ser una religiosidad esteticista. Y hay un sentido en que es más amplia que la filosofía, puesto que esta no abarca directamente todos los aspectos de la vida sino que es primordialmente teórica, y, en cierto modo, se puede decir que un filósofo, en cuanto persona y no en cuanto “mero” filósofo, tendrá alguna manera de religiosidad, aunque sea la del ateísmo (si bien aquí la relación es a la vez más cercana y alejada y conflictiva, y, por eso, más interesante, que en los demás casos).

Ver religiosidad por todas partes no significa la trivialización del problema de la religiosidad (Tampoco decir que en todo hay, en alguna medida, arte, o en todo hay cierta ciencia y técnica, o filosofía, significa trivializar el arte o la ciencia o la filosofía). El debate si religiosidad sí o religiosidad no es un debate pequeño, abstracto, propio de quien no ha entendido bien el carácter holístico de las auténticas ideas. El problema denso que queda es: aceptando que toda actividad humana implique de alguna manera religiosidad (como contiene arte, política, ciencia, filosofía…) ¿qué hace ahí lo religioso? Abordaremos esto desde la perspectiva de su dialéctica con nuestro asunto, o sea, la filosofía.

Pero, obviamente, no es la filosofía la única que es radicalmente heterogénea a, y, en cierto sentido esencial, incompatible con la religiosidad (aunque, por ello, en otro sentido, aspectos de lo mismo). Cualquier otro de los ámbitos trascendentales de actividad humana, lo son. El arte, por ejemplo, es incompatible con ser parte de la religiosidad, como siervo suyo: los criterios estéticos no son los religiosos, y cuando la religiosidad ha querido imponer o prescribir al artista lo que tiene que hacer, ha entrado en conflicto con su autonomía de artista. Tampoco es la ética sencillamente compatible, ni mucho menos idéntica a la religiosidad. Aunque a veces se concibe a las religiones como mera o esencialmente sistemas éticos, esto no es cierto. Más bien podría ser todo lo contrario, que sea imposible conservar la autonomía moral si está uno sometido a “mandamientos” positivos, que se salve la pregunta del qué debo hacer bajo la presión de la pregunta qué me cabe esperar, como mostró Kant. La religiosidad, en cuanto código positivo de leyes, solo puede prescribir acciones sin carácter moral directo: sacrificios, es decir, propiamente, actos de fe. La religiosidad puede, muy bien, recomendar también una conducta ética, pero la ética ni necesita ni puede soportar esa recomendación: se basta a sí misma.

En cuanto al conflicto de la religiosidad con la ciencia, todo el mundo hoy sabe algo de él. Si bien, según decíamos, la religiosidad, en cuanto a su aspecto meramente veritativo, es parcialmente independiente de la ciencia, pues se ocupa de asuntos “sobrenaturales”, sin embargo la religiosidad no puede dejar de hacer, en todo momento, aserciones positivas, de al menos dos tipos esenciales, y es en ellas donde se plantea el conflicto. Por un lado, en cuanto a la realidad objetiva del mundo, la creencia, en cada momento, se representa el mundo de una manera. Pero la ciencia natural siempre disuelve esas maneras primitivas de describir y representarse el mundo. ¿Qué puede hacer, entonces, la religiosidad? Si se aferra a la intelección literal del mensaje religioso trasmitido, como si fuese una autoridad en asuntos naturales, está totalmente condenada a fracasar. La creencia religiosa no trata del dato, sino del sentido y valor del dato. Confundir ambas cosas es fetichismo. La creencia religiosa debería admitir a priori que no sabe nada del mundo natural, aunque quizás lo “sepa” todo sobre su sentido y valor. Pero ¿cómo puede uno creer en sentidos y valores sin encarnarlos concretamente en algo? Ahora bien, encarnarlos concretamente en algo no es igual que encarnarlo concretamente en esto.

El segundo aspecto, más crítico, en que el conocimiento científico problematiza a la religiosidad, es el de la propia naturaleza del objeto sagrado (el tótem, el fetiche, el libro sagrado…). La ciencia da una respuesta exhaustiva al “origen” natural de ese objeto, con todas sus contingencias y caprichos del azar, con sus manipulaciones y errores de trasmisión. ¿Cómo puede eso tener un origen sobrenatural?, ¿qué significaría eso? Sin embargo, ese origen sobrenatural, asunto de la religiosidad, es un origen en cuanto al sentido y valor, del que la ciencia no puede decir lo más mínimo. Por supuesto, esto es completamente dialéctico, porque ese sentido absoluto se da "encarnado" en un objeto absolutamente contingente.

La dialéctica más radical, no obstante, la guarda la religiosidad con la filosofía. De ello se trata aquí.


martes, 15 de mayo de 2012

En qué tiene Razón Ratzinger

Ni la modernidad ni la postmodernidad han significado una verdadera devaluación de la religión, y mucho menos su muerte, sino, más bien, su luteranización y “judaización” (tomando este término como mero tópico habitual en la hermenéutica, quizás sin mucha justificación histórica). El pensamiento moderno vive bajo el signo del voluntarismo y el antiintelectualismo, defendido por Duns Escoto, Guillermo de Ockhan y Lutero, que empuja a la creencia a enajenarse de todo intento de comprensión racional, pero ni mucho a desaparecer sino, al contrario, en ser el sentido del mundo pero completamente más allá del mundo. Kant, Wittgenstein, Heidegger, el “pensamiento débil”… no han pensado ni intentado expresar otra cosa en diferentes lenguajes.
Frente a la analogía “griega”, o más bien, platónica (también aristotélica, y gnóstica), la heterogeneidad radical que niega al mundo el carácter de imagen o representación (es un tópico de las filosofías del siglo XX su lucha contra el “representacionismo”).

Sin embargo, no todo el mundo que vive en los tiempos modernos piensa así. Entre otros, el teólogo J. A. Ratzinger (quien en los últimos años firma con el pseudónimo de Benedicto XVI) cree que la institución que preside por la gracia de Dios, sintetiza lo mejor del pensamiento griego con el aliento espiritual judío, frente al voluntarismo y el irracionalismo moderno.
Así lo dice en, por ejemplo, su Discurso en la universidad de Ratisbona (2006), comentando palabras del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, quien afirmaba que la difusión de la fe mediante la violencia (asociada por aquel emperador, y por este papa, con la yihad musulmana) es contraria a la razón. Y cita al emperador:

"Dios no se complace con la sangre; no actuar según la razón (σὺν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas. (...) Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona".
¿Es esto solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo?, se pregunta Ratzinger. Y responde que en este punto se manifiesta la profunda concordancia que, según él, hay entre lo que es griego en el mejor sentido y lo que es correcta fe en Dios según la Biblia. ¿No comienza el Evangelio de Juan, cambiando el primer versículo del libro del Génesis, con las palabras: "En el principio existía el λόγος"? Ratzinger encuentra un destino providencial en el encuentro de lo bíblico con lo griego para dar a luz al cristianismo (nos recuerda la visión de san Pablo, a quien en sueños vio un macedonio que le suplicaba: "pasa a Macedonia y ayúdanos"). Se trata del verdadero encuentro entre la fe y la razón, entre “auténtica ilustración” y religión.
Ratzinger reconoce (“por honradez”) que no todos los teólogos cristianos han sido tan filohelénicos, y localiza “en la tardía Edad Media”, el desarrollo de “tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano”. En contraposición al “intelectualismo agustiniano y tomista”, dice, Juan Duns Escoto principia los planteamientos voluntaristas que acaban pintando a un Dios arbitrario, que no está vinculado ni siquiera a la verdad y al bien.

“La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas tras sus decisiones efectivas”. “En contraposición a esa visión, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía [subrayo yo, J.A.], en la que ciertamente —como dice el IV concilio de Letrán, en el año 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero a pesar de ello no llegan a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable; el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros”.

Ratzinger cree que, frente a la ortodoxia católica, la época moderna está empeñada en un intento de “deshelenización del cristianismo”, en la que se pueden apreciar tres oleadas:

     - la primera es la Reforma del siglo XVI, con su sola scriptura, que ve a la metafísica como algo ajeno al cristianismo, que deriva de otra fuente, de la que es preciso liberar la fe para que vuelva a ser totalmente lo que era. Dice Ratzinger:

“Con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, Kant actuó según este programa con un radicalismo que los reformadores no pudieron prever. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a toda la realidad”.
     - La segunda oleada sería la teología liberal de los siglos XIX y XX (cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack).

“En el trasfondo subyace la autolimitación moderna de la razón, expresada de un modo clásico en las "críticas" de Kant, pero mientras tanto radicalizada ulteriormente por el pensamiento de las ciencias naturales”.
Curiosamente Ratzinger identifica el origen de este cientificismo, en “una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, confirmada por el éxito de la técnica”. Como se sabe, la Iglesia hace cuanto puede para apartarse de Platón (con buen criterio).
Ese cientificismo, dice Ratzinger, supone una reducción injustificada del ámbito de la ciencia y de la razón. Además, el cientificismo deshumaniza al hombre: “si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, "de dónde" viene y "a dónde" va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la "ciencia" entendida de este modo y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo”. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente insuficiente.

     - La tercera oleada de deshelenización la encuentra Ratzinger en el eclecticismo teológico, hijo del relativismo cultural, para el cuál todas las religiones (como todas las culturas) serían igual de buenas y verdaderas, y la presunta superioridad de la ética y los derechos occidentales, un mero etnocentrismo. Ratzinger piensa que no es posible sostener tal cosa, y que podemos respetar el lugar de las demás culturas y religiones sin dejar de conocer la superioridad de lo occidental.

Con toda esta crítica a la modernidad, advierte Ratzinger, no quiere defender que haya que volver a antes de la Ilustración.

“Sólo lo lograremos si la razón y la fe se vuelven a encontrar unidas de un modo nuevo, si superamos la limitación, autodecretada, de la razón a lo que se puede verificar con la experimentación, y le abrimos nuevamente toda su amplitud”.
No debemos, advierte Ratzinger, caer en la misología, como explica Sócrates en el Fedón que le ocurre a quienes están acostumbrados a ver fracasar a los razonamientos.

“Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión contra los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo”.
Como se ve, Ratzinger es muy clarividente (mucho más que todos sus adversarios, que ya querrían, en general, para sí el rigor y la claridad de pensamiento que ha acumulado la “escolástica”), y acierta de lleno, a mi juicio, en todo cuanto denuncia en la época moderna. ¿En qué se equivoca (concediendo que se trate de una equivocación, y no de otra cosa)? En todo, también. Pero dejo esto para la siguiente entrada.