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lunes, 25 de febrero de 2013

Física y Metafísica, IV: de cómo el naturalismo es autoinconsistente, junto con otras reflexiones quizás menos pertinentes


En la entrada anterior he intentado mostrar que la tesis de que toda actividad teórica que  aspire a ser legítima tiene que estar sometida a contrastabilidad empírica (tesis que he llamado “del Continuismo en favor del Naturalismo”, TCN, o, también, Naturalismo epistemológico holista), es una tesis inaceptable porque establece un criterio de teoreticidad injustificado e imposible de aplicar a ciertas áreas de la especulación humana que no hay buenas razones para rechazar sino que, al contrario, están implicadas por la propia ciencia natural.

En esta entrada paso al argumento b: recordaré (una vez más) el viejo argumento antipositivista (más en general, contrario a toda deflación de la metafísica), que Béla Weismahr llamó “argumento de la torsión”, y que mostraría que TCN es auto-inconsistente. Se trata de “torcer” o retorcer la Tesis Naturalista sobre sí misma. Debemos preguntarnos si TCN cumple el criterio que ella misma impone a todo posible aspirante al juego de la verdad:

¿Está TCN sujeta a sí misma, o no? Es decir, ¿la proposición “Debemos aceptar solo aquellos elementos teóricos (conceptos, hipótesis…) que mejor encajen con nuestra mejor teoría científico-natural” es una proposición que debemos aceptar porque y solo porque es la que mejor encaja con nuestra mejor teoría científico-natural?

(Suponemos aquí que una teoría es científico-natural si y solo si es contrastable empíricamente)

No se trata, nótese bien, de si TCN encaja de hecho con nuestra mejor teoría científico-natural (lo que, a decir verdad, carece de sentido, por lo que veremos) sino de si debemos aceptarla por eso, si el fundamento para aceptarla es ese, o sea, que es la mejor hipótesis de acuerdo con la ciencia-natural, con lo contrastable empíricamente.

Pero, podríamos preguntarnos, ¿es pertinente esta cuestión? ¿Podría y/o debería estar obligada TCN a someterse a sí misma? Cabría pensar que ni siquiera sería bueno que lo estuviese, porque en ese caso sería una tesis circular.
Esta no me parece una buena idea. Toda tesis normativa (como lo es TCN) tiene que ser o bien “hetero-fundante” (llamemos así a una tesis cuando da fundamento a otras pero no a sí misma) o bien auto-fundante (cuando se aplica y valida a sí misma). En el primer caso, o sea, si la tesis epistemológica más general (presuntamente TCN), fuese solo hetero-fundante, y no se aplicase a sí misma, el Continuismo u Holismo fuerte sería falso, pues habría al menos una proposición (justo TCN) que no estaría sometida al criterio al que están sometidas las demás proposiciones, esto es, al criterio empírico: TCN no sería nunca falsable, como no lo son, según nuestra teoría TDM (Teoría Discontinuista en favor de la Metafísica) las proposiciones metafísicas.

Por tanto, para que el Continuismo sea válido, el criterio más general debe ser auto-fundante o, al menos, si se prefiere, auto-aplicable, es decir, TCN debe comportarse de acuerdo con TCN. La “circularidad” no debe ser un problema para ningún Continuismo u “holismo”, sino algo requerido por el propio elemento holista. Si la circularidad es la ruina de una teoría, entonces TCN no puede ser una teoría válida, como no lo podría ser ningún continuismo u holismo fuerte. Concedamos al Continuismo la circularidad. Quizás no todos los círculos son viciosos ni toda autorreferencia, contradictoria.

Volviendo, entonces, a nuestra pregunta, ¿es TCN autoconsistente y, por tanto, auto-aplicable?, ¿TCN se da cobertura a sí misma?

Si el criterio que impone TCN a toda proposición aspirante a válida, se aplica a la tesis “TCN”, resulta que TCN será una tesis (o hipótesis) aceptable sólo si encaja con nuestra mejor teoría científico-natural, es decir, con la mejor teoría contrastable empíricamente. Esto implica que 
TCN debería ser, por muy indirectamente que se quiera, falsable por los hechos. Debería ser concebible (concebiblemente concebible) la posibilidad real de que experiencias empíricas futuras nos obligasen lógicamente a pensar (implicasen) que es falso que “debemos aceptar solo aquellas hipótesis que mejor encajan con los datos empíricos”.

(Obsérvese, entre paréntesis, que los propios datos empíricos no pueden, por sí mismos, implicar algo así, o sea, que TCN es falso (ni lo contrario). Los datos empíricos implican la aceptabilidad o validez de ciertas hipótesis solo bajo el supuesto de que los datos empíricos son la base correcta para inferir validez de hipótesis. No ellos por sí mismos. Es la tesis epistemológica normativa del Empirismo la que daría validez a la inferencia).

¿Es concebible la falsación o, simplemente, la contrastación empírica de la proposición “debemos aceptar solo aquellos elementos teóricos que mejor encajen con nuestra mejor teoría contrastable empíricamente” o TCN? Obviamente, no: TNC no es una tesis o hipótesis falsable, porque sencillamente, y por su propio carácter, no podría ser falsa: 
Si resultase falsa, dejaría de darse validez a sí misma. Si tuviésemos que abandonar TCN cumpliendo con lo que nos prescribe TCN, no tendríamos ninguna razón o justificación para abandonarla, porque habríamos abandonado a la propia justificación. Por tanto, a TCN solo le quedan dos opciones: o es falsa o es infalsable. Pero, si es infalsable, entonces es falsa. Luego TCN es necesariamente falsa. TCN → ¬TCN

No es verdad, pues, que debamos aceptar solo aquellos elementos teóricos (conceptos, hipótesis) que mejor encajen con nuestra mejor teoría científico-natural o contrastable empíricamente. TCN es un ejemplo de tesis que deberíamos aceptar (de ser aceptable) sin que cumpla ese criterio. Pero como precisamente ella es la que afirma que ese criterio es omniabarcante, TCN es falsa e inaceptable.

Obsérvese que el problema no emana de la circularidad de TCN, o sea, de que deba ser auto-fundante o auto-aplicable. Si el principio básico que se nos propone no implica que toda tesis sea revisable o falsable, no surge este problema de inconsistencia, incluso aunque sea un principio auto-aplicable. Por ejemplo, supongamos TCC, la Tesis Continuista en favor de criterios lógicos (amplios) de Coherencia, que afirmaría que hemos de elegir solo aquellos elementos teóricos (conceptos, hipótesis…) que mejor encajen con el Criterio de Coherencia. Según esta tesis, es concebiblemente concebible, por ejemplo, que el día de mañana tuviésemos que prescindir de los datos empíricos (como ilusorios, quizás) y con ellos de toda la ciencia natural en pro de la coherencia, pero no podría ser que tuviésemos que prescindir de la propia tesis TCC: nunca va a justificarse coherentistamente que haya que prescindir de la coherencia. TCC se autojustificar. Pero en esta autojustificación, aunque haya circularidad, no hay inconsistencia, como sí la hay en que nunca vaya a ser falsable el omni-falsacionismo.

Esta aporía del holismo naturalista es análoga a lo que en la filosofía del derecho se conoce como la paradoja de Ross: el artículo fundamental de una Constitución no puede ser revisable, porque dejaría sin validez a la propia revisión.

Esto indica que al menos el principio más general no puede ser falsable, revisable. Y, por tanto, no puede ser una tesis omniabarcante la de que toda tesis es falsable

El Naturalismo es intrínsecamente contradictorio, no porque pretenda autojustificarse, sino porque no puede hacerlo. Otra cosa es el Empirismo circunscrito al ámbito de las Ciencias Naturales, pero sujeto a la prescripción epistemológica de Empirismo. La Ciencia Natural, que funciona de manera relativamente autónoma con su método adecuado, el empírico, ni necesita ni justifica al Naturalismo, que es una posición metafísica equivocada. El Científico tiene todo su derecho a expulsar de su ámbito de trabajo las “meras especulaciones”, es decir, teorías metafísicas o, más bien, pesudocientíficas. Y el Metafísico tiene el suyo para especular más allá de lo natural, sin creerse sometido al método de la ciencia natural.

                                                             ****

Hoy el argumento de la torsión es o debería ser ya viejo hasta para el pensamiento contemporáneo. Fue una de las primeras cosas que se le objetó al Círculo de Viena, o a A. J. Ayer: si todo lo que no es ciencia natural o matemáticas, es sinsentido, el propio positivismo debe estar en este segundo saco: es el sinsentido del sinsentido. Al menos el Wittgenstein del Tractatus era consciente de que, de acuerdo con su “positivismo” lingüístico-trascendental (todo lo que no cae bajo la ciencia es mejor callarlo) el propio Tractatus carece de sentido. Él creyó que, no obstante, podía servir de escalera para salir de sí mismo. Yo creo que más bien es un pozo que conduce a su propio abismo.

H.. Putnam se ha referido al extraño atractivo que tienen las ideas equivocadas. Aquí podría caerse en la tentación de decir eso mismo. Cuando explico a mis alumnos el argumento de la torsión, siempre alguno exclama algo como: “Si es tan evidente como nos lo parece ahora, ¿cómo es que sigue habiendo gente lista que sigue cayendo en el error?”. Yo no creo que sea una “idea equivocada” sin más. Creo que es una idea más bien equivocada, sí, pero que es, como todas las teorías metafísicas equivocadas, una equivocación interesante e inevitable, algo así como lo que Kant llamó “ilusión trascendental”, pero vuelta hacia el otro lado.

No es que el Naturalismo esté completa y científicamente equivocado, sino que es uno de los momentos dialécticos del pensamiento metafísico. El naturalismo siempre tendrá sus argumentos a favor: los argumentos a favor de lo Otro y lo Múltiple. Y siempre los antinaturalistas repetirán (o repetiremos) el argumento de la torsión y los argumentos a favor de lo Uno y lo Mismo. ¿Qué prueba esto? Justo lo contrario de lo que pretende el Naturalismo epistemológico: es decir, que hay pensamiento más allá de la Ciencia, la cual no sabe nada de la dialéctica, porque no es una investigación acerca de lo absoluto.

Platón hablaba (en El Sofista) de una constante lucha entre Titanes y Olímpicos, entre Materialistas y Amigos de las Ideas. Los primeros toman su fuerza de la Tierra, y se intentan sacar de ella tirando de sus cabellos, como aquel barón famoso de Munchausen; los celestes intentan apagar sus humos con la Luz de arriba. En nuestro mundo de la mezcla, esta guerra es constitutiva: es el estar-vivos mismo.

¿Qué hace a uno decantarse por una cosa o por la otra, por el materialismo o por el espiritualismo (más allá de que el primero sea la opción equivocada)? No diré que esta sea la causa, pero sí estoy convencido de que luchar del lado de los Titanes, aunque tiene de "bueno" ese aire rebelde e iconoclasta (hay gente, casi completamente equivocada, que cree que para ser de “izquierdas” hay que ser materialista), pone a uno en una visión vacía y sinsentido. Parece un poco lo que Nietzsche dijo de los filósofos ingleses: que se alegrasen con demostrar las miserias de todo lo que creíamos noble, la falta de sentido y de grandeza de las cosas. Hay, creo yo, mucho de falsa humildad en esta actitud, quizás la enfermedad moderna (muy luterana). Sin embargo, están equivocados y se han puesto del lado feo, como se puede mostrar racionalmente.

sábado, 23 de febrero de 2013

Física y Metafísica, III. De cómo el criterio científico-natural no es ni necesario ni posible en Metafísica

Solemos ser capaces de distinguir cuestiones metafísicas de cuestiones científico-naturales, o simplemente científicas. “¿Por qué algo, y no más bien nada?”, es un ejemplo de las primeras; “¿Cómo funciona ese algo?”, de las segundas. O, al menos, y según algunos, somos capaces de distinguir una teoría sustentada por la metodología científica, de una tesis que (“solo”) se apoya en los métodos de la metafísica. ¿Qué relación hay entre ellas? En la entrada anterior proponíamos un esquema de las respuestas posibles a esta cuestión, y dejábamos  pendiente discutir sus virtudes, concentrándonos en las dos que creo más interesantes, el Naturalismo (holista) y un cierto No-naturalismo.

Un naturalista epistemológico es aquel que sostiene que toda cuestión con sentido tiene que estar, más o menos inmediatamente, sometida a los criterios metodológicos de la ciencia natural. Si antiguamente (a principios del siglo pasado) el naturalismo tendió a excluir la metafísica como un cúmulo de cuestiones sin sentido, la evolución posterior, espoleada por los problemas de la demarcación (no parecía posible distinguir qué tesis son directa y claramente falsables) y de la imposibilidad de la reducción de los términos con aspectos ontológicos poco deseables naturalistamente hablando (números, universales, intensiones…) a entidades estricto-naturalistamente respetables, condujo a la tolerancia: ahora la metafísica es vista como una empresa con sentido, e incluso relativamente autónoma, que se mueve en unas regiones muy generales y fundamentales del edificio teórico único (o muy centrales, si usamos la metáfora quineana de la ciencia como una red que toca por sus puntos exteriores a la realidad). La forma en que sigue siendo válido el naturalismo en estas versiones holistas es que la metafísica está sujeta al criterio global de ser “coherente” con nuestra mejor teoría científico-natural, lo que implica que los descubrimientos científico-naturales pueden y tienen que influir, por amortiguadamente que sea, en la metafísica, es decir, que la metafísica está también sujeta al tribunal propio del conocimiento científico-natural.

He llamado a esto “Tesis de la Continuidad a favor del Naturalismo”, TCN. Y dije que pienso que hay que rechazar, en primera instancia, TCN, y preferir la Tesis Discontinuista a favor de la Metafísica, TDM, tal como la expliqué anteriormente. Creo que cuestiones como “¿por qué hay algo en vez de nada?”, “¿qué es existir?”, “¿existen las Ideas platónicas?”, “¿qué relación hay entre Sujeto cognoscente y Realidad?”,  “¿Tiene el mundo material una causa inmaterial?”, “¿es la mente una sustancia, o una función o un epifenómeno de lo material?”, “¿qué relación hay entre mente y materia?”, e incluso cuestiones como “¿Qué es (cuál es la esencia d)el tiempo?”, “¿Qué es la vida?”, todas estas y muchas otras son cuestiones que no pueden esperar aporte alguno de la metodología científico-natural, porque, por usar la letra de Wittgenstein, “dejan todo (todo lo material) como está”, aunque, por usar el espíritu de Wittgenstein, también lo cambian radicalmente todo, y, contra la letra y quizás el espíritu de Wittgenstein, no son sinsentidos ni cabezazos contra los límites de La Gramática, sino, precisamente, ejercicio de La Gramática en sí misma o Logos (hablando casi consigo mismo).

La cuestión principal entre TCN y TDM es, pues, esta: ¿son o deben ser, en último término, contrastables científico-naturalmente las proposiciones metafísicas para que tengan sentido? Por ejemplo, ¿deben ser contrastables las tesis que aspiren a dar respuesta a la pregunta “¿por qué algo en vez de nada?”?

Pero ¿qué significa eso de ser contrastable de acuerdo con los criterios de la ciencia natural? Damos por supuesto que el método científico consiste, básicamente, en la formulación de hipótesis y su contrastación empírica. De estos dos rasgos, el específico o distintivo de la ciencia natural será el segundo, es decir, el criterio empírico, la vieja comprobación “por medio de los sentidos” (en un visionado o una escucha, etc.) El primer aspecto metodológico, el puramente especulativo, lo puede compartir la ciencia con la metafísica. Pero si falta el segundo, si una hipótesis no tiene ninguna influencia, directa y contrastable empíricamente, en cómo se comporta la naturaleza, entonces es “mera especulación” o “metafísica” (luego discutiremos algo más este asunto del criterio empírico).

Definíamos la Tesis Continuista Naturalista, TCN, como:

“Tenemos que aceptar aquellos elementos teóricos (hipótesis, conceptos…) implicados por nuestra mejor teoría científico-natural del mundo”.

Ahora añadimos, pues, que esta tesis comporta el criterio metodológico de Falsación / Verificación, o Criterio Científico-natural (un poco por extenso):

“Es científico-naturalmente contrastable cuanto y solo cuanto es falsable mediante experiencia empírica, sea que se trata de algo directamente experimentable, sea que está implicado lógica- (o cuasi-lógica-)mente por algo directamente experimentable ”.

Con “cuasi-lógicamente” nos referimos a criterios de bondad epistémica, “lógicos” en sentido amplio, como la coherencia, la simplicidad, la fecundidad, etc. Un concepto o hipótesis aspirantes a pertenecer a una teoría científica no pueden ser subjetivos o tener una conexión casi-arbitraria, o naturalistamente arbitraria, con lo experimentable. Kepler pudo “usar” presupuestos místicos para su propuesta de las órbitas planetarias, pero la ciencia no acepta esa implicación, precisamente porque no hay una conexión lógica (sino metafísica) con algo empíricamente comprobable. Algo parecido es lo que quiso expresar la dualidad contexto de descubrimiento / contexto de justificación. No hay que admitir más entidades que las “lógicamente” implicadas por las teorías. Y están lógicamente implicadas aquellas cuya estructura es necesaria para explicar los datos. Todas las nociones con un papel causal o estructural o “semántico” de una teoría, tienen que guardar una relación lógica (en sentido amplio). Hay, por ejemplo, una relación de modelación (y la relación de modelo implica la relación de isomorfismo): un modelo no puede ser cualquier cosa. Y hay restricciones, igualmente, para cualquier otro tipo de causación que aspire a serlo dentro de la ciencia natural.

Pues bien, Si TCN es válida, su criterio empírico tiene que ser universal, para toda presunta teoría que aspire a la verdad.

¿Es así?: ¿están todos los conocimientos legítimos sometidos al Criterio científico-natural o empírico?

Mi argumentación contra esto será doble:
     a)      el criterio empírico, que TCN propone como criterio panteórico último, no es ni necesario ni posible en todos los ámbitos del conocimiento, sino que es inadecuado para, por ejemplo, las cuestiones metafísicas.
     b)      TCN (o sea, la tesis de que el criterio naturalista es universal) es inconsistente.

TCN no es no salva toda la racionalidad ni se salva a sí misma.

Desarrollaré la argumentación a en esta entrada y dejo b para la siguiente.

                                                             * * * *

En primer lugar, no parece necesario, sino extrañamente injustificado, pretender someterlo todo al criterio empirista. ¿Por qué la comprobabilidad empírica había de ser un elemento de cualquier conocimiento legítimo? ¿Por qué la ciencia natural iba a ser el único “juego de la verdad”? ¿Por qué no iba a tener sentido que nuestra razón se preguntase si tiene sentido o no que el mundo procedo de la nada, e indague racional y aprioríticamente sobre su posible causa o falta de ella? Es, habitualmente, una mera petición de principio exigir a un área como la metafísica, que pase la prueba de la ciencia empírica. Además, como intentaré mostrar en la próxima entrada, es una tesis autocontradictoria.

Los argumentos tradicionales y habituales para encerrarse en lo que podemos descubrir empíricamente, son más bien flojos:

     - la ciencia natural, se dice, ha demostrado su eficacia progresando y produciendo acuerdo universal, mientras la metafísica sigue empantanada en Platón. Obviamente, este tipo de motivos no es suficiente para abandonar un campo de conocimiento, mientras no se encuentren razones estructurales por las que la metafísica sea inválida (algo del tipo de los –fallidos- intentos terapéuticos wittgensteiniano o positivista, o del –igualmente errado- análisis trascendental de Kant).

     - se dice también que nosotros no estamos capacitados para investigar, o no tenemos acceso a, presuntas realidades que estarían más allá de aquello con lo que sí estamos en contacto. Este argumento o bien es un prejuicio metafísico (ya estamos en contacto con la realidad) o es una petición de principio de empirismo.

En cuanto a los análisis disolutivos más serios, y que son argumentos independientes de los anteriores, son, decía, intentos fallidos. Todos esos análisis, en general, suponen lo que había que demostrar:

     - suponen por ejemplo (Kant) que lo que no es representable espacio-temporalmente no es pensable, o sea, que conceptos sin “intuiciones” están vacíos (su propia filosofía, “Lógico-trascendental" estaría, pues, vacía);

     - o, similarmente, otros (los positivistas) suponen que el “lenguaje correcto” solo admite en sus variables existenciales cosas verificables (con lo que el propio positivismo no es ciencia sino sinsentido);

     - o suponía otro (Wittgenstein) que hay un hablar correcto, y la metafísica no lo es.

Hay alternativas más plausibles y menos inconsistentes para explicar la supuesta falta de progreso y acuerdo en la metafísica: la metafísica es dialéctica. O, quizás, está por progresar (quizás nuestra inteligencia no está aún bien encaminada a la solución de esos problemas, aunque ya los entiende y tantea algunas repuestas).

Lo peor para los que pretenden deshacerse de ella, es que la metafísica es ineludible, y, aunque no forma parte de la ciencia (de su interior), es presupuesta, sin embargo, por la propia ciencia, metacientíficamente, como algo necesario en el edificio racional pero inabordable científico-naturalmente. Toda la ciencia implica metafísicamente, por ejemplo, que hay algo más bien que nada, y que nuestro conocimiento es adecuado.


Segundo: la exigencia, de TCN, de que todo conocimiento válido se atenga al Criterio Empírico, es, no solo innecesaria, sino imposible de cumplir, porque es un criterio totalmente inadecuado para ciertas cuestiones, como las cuestiones metafísicas.

La ciencia natural, en sí misma, no tiene directamente nada que decir acerca de las preguntas “¿por qué hay algo en vez de nada?”, o “¿Existe un ser inmaterial, causa del universo?”. No hay ningún posible experimento natural en que pueda falsarse eso (no estamos preguntando si ciertas asimetrías matemáticas pueden explicar que el mundo se cree “de la nada”, como dicen, bastante puerilmente, ciertos científicos aficionados a la metafísica: estamos preguntando por todo, incluida la matemática, o sea, hablando de la verdadera nada). Incluso si el mundo es maravillosamente armonioso y absurdamente improbable o bien extraordinariamente cruel y solo uno más sin nada de especial, el razonamiento que, a través de ahí, indujese que hay o no hay un creador inteligente, no sería un razonamiento científico-natural, verificable o falsable, sino un razonamiento metafísico, sin posible conexión lógica con el criterio empírico. 

La razón de lo anterior es que, como decíamos más arriba, tiene que haber alguna conexión inteligible y no arbitraria entre el experimento empírico y aquello que se pretende estar experimentando. Si lo que medimos son fenómenos materiales, ¿cómo podemos conectar con ellos nociones como las de mente, Dios, etc.? La simple idea de una acción inmaterial, de una operación de la inteligencia sobre la materia, carece de sentido científico-natural. Aquí, el concepto de causación, metafísica, es analógico, no unívoco (tampoco equívoco) con el de la ciencia. Hay una relación mucho más estrecha de lo que a veces se cree entre epistemología y ontología: unos entes exigen unos métodos y rechazan otros.

Lo anterior no quiere decir (como desarrollaremos en otro momento) que las tesis metafísicas que son, por ejemplo, el teísmo o el ateísmo no puedan (y/o deban) partir del “dato” (metafísico) del mundo natural y sus cualidades, usado metafísicamente; ni que el científico no pueda usar heurísticamente presupuestos metafísicos, infalsables científico-naturalmente pero útiles desde un punto de vista más general. Hay una influencia indirecta, de interacción entre ámbitos cerrados por metodologías diferentes (que no incompatibles).

                                                                 * * * *

Pero ¿es correcto todo esto que acabamos de decir? Quizás, se dirá, la Ciencia natural sí puede (y debe) abarcar esas cuestiones, porque su único requerimiento es que cualquier tesis pase el test de la falsación empírica, no que las entidades postuladas tengan que ser materiales. El naturalismo, como tesis epistemológica, no está indisolublemente unido al materialismo o naturalismo ontológico (que es una posición metafísica, por cierto, por más que se la pretenda deducir directa o lógicamente de la ciencia). Pero un partidario de TCN tiene que estar dispuesto, como dijo Quine, a arrojar el naturalismo ontológico por la borda si la ciencia mañana nos dice que creer en la acción mentalista es la mejor manera de explicar lo que vemos. Quizás todos los conceptos con los que hoy definimos el ámbito de lo natural (espacio, tiempo…) sean abandonados el día de mañana por la Ciencia natural (o por la Ciencia sin más, si se prefiere).

¿Hasta dónde puede concebirse ese cambio? ¿Quizás el día de mañana los científicos ya no hablen ni de energía, ni de tiempo, ni de espacio, ni de fuerzas…, ni de algo que conserve el significado central de esos términos aunque profundice en ellos (lo que no significaría una equivocidad), sino de espíritus o auras? Esto parece bastante inconcebible, de buenas a primeras. Pero supongamos que sea, en principio, posible o remotamente concebible. ¿Cómo sabremos que no estamos, ya, haciendo simple metafísica?

Esto nos conduce al criterio epistemológico ya dicho: sabremos que estamos en la ciencia mientras podamos aducir experimentos empíricos que lo confirmen. Pero ¿qué es un experimento empírico, más que un experimento espacio-temporalmente ubicable? ¿Puede, el naturalismo epistemológico, por holista que sea, abandonar el empirismo? Y, ¿puede el empirismo prescindir de las nociones naturales básicas, sean “primarias” (como espacio, tiempo, etc.) o “secundarias”, como color, olor…? Parece que no. Por tanto, siempre será exigencia naturalista las nociones naturales básicas.

Y ahora se trata de explicar cómo pueden jamás hacerse coherentes nociones de entidades o eventos inmaeriales (inespaciales, intemporales) con esas nociones materiales, de forma que sea el método empírico el que tenga que, o incluso, pueda sancionar acerca de las primeras.

Pero ¿no podemos ser aún más tolerantes, y no exigir siquiera experimentos empíricos, sino conformarnos con el criterio pragmático? La Ciencia sería entonces, será siempre, aquella que funcione, aunque no sea alguna vez empírica. El holismo se enrocaría en el pragmatismo. Pero ¿qué significa aquí “funcionar”? ¿Cómo se demuestra algo en la práctica? Si significa, como parece, que funcione en hechos materiales que todos podemos ver, en experiencias empíricas, entonces no hemos dado un paso más allá del empirismo vulgar. Si significa que “funcione” en algún otro sentido, abstracto o indeterminado, aparte de que no sabemos cuál sentido es ese, no se ve por qué no serviría para justificar que la metafísica “funciona” en su sentido y autónomamente. Funcionar se reduce a “considerarse correcto”.

Por tanto, la tesis de que todo conocimiento está sometido a la metodología científico-natural (sea que se entienda a esta en el sentido restringido de ciencia de lo natural o espacio-temporal, sea que se la entienda como aquel saber que usa del método empírico, sea que se la entienda “pragmatístamente”) implica una exigencia que no es ni necesaria ni posible de cumplir, y la ciencia natural es incapaz de medir a la Metafísica.

sábado, 26 de enero de 2013

Ciencia, política, religión y todo lo demás


He vuelto a ver con mis alumnos el vídeo Diseño Inteligente, Darwin contra Dios, en que se cuenta el famoso juicio acerca de si, según querían unos cuantos cristianos fundamentalistas y consiguieron que aprobara el Comité escolar de la ciudad, debía leerse en las clases de ciencias del Instituto de Educación de Dover, Pensilvania, un texto en que se decía que la Teoría de la Evolución no es “más que una teoría”, que “tiene lagunas” y que existe una teoría alternativa, el Diseño Inteligente, que puede competir exitosamente con ella. Los profesores de ciencias se negaban a aceptar ingerencias en su clase, y los padres que los defendían interpusieron una demanda ante el juez. Este caso dividió a la ciudad, y tuvo eco en todos los medios de comunicación. Hasta el presidente del gobierno democrático de Estados Unidos (G. Bush) se manifestó al respecto (¿adivináis en qué sentido?). Para la mayoría del público europeo, y estadounidense también aunque menos, se trata de un caso de “ingerencia” de la religión en la ciencia y en la educación. Para los que promovieron la lectura de aquel texto en clase, en cambio, el evolucionismo es un dogma de la (mayoría de) comunidad científica, y no quieren que sus hijos sean educados en ello como si se tratase de una verdad absoluta, verdad que, a su juicio, es incompatible con sus propias creencias acerca del origen del hombre, basadas en la “palabra divina” de la Biblia. Quizás la mitad de la población de Dover o más (una piadosa ciudad con más de doce iglesias por un solo instituto), estaba de parte de los defensores de la fe.

Hay muchos sentidos en los que ese caso o similares merecen reflexión (¿qué lugar deben ocupar los padres en la escuela y en la educación?, ¿puede y deben mantenerse las creencias “separadas” de los demás aspectos de la vida, especialmente de los más importantes?...) Me voy a fijar aquí en uno que no es, seguramente, el más llamativo ni “importante” (aunque qué sea importante es precisamente parte de lo que quiero plantear), pero que filosóficamente me parece digno de atención: ¿quién debe decidir qué es Ciencia?

¿Qué era exactamente lo que tenía que dirimir el juez en aquel juicio? ¿Acaso si los padres tenían derecho a intervenir en los contenidos de las clases de ciencias? No era eso (o, al menos, no solo ni directa o principalmente) lo que pretendían los “defensores de la causa de la fe”. Ellos aducían que el Evolucionismo no es una teoría tan firme como pretenden sus defensores, que la teoría del Diseño Inteligente es una verdadera alternativa científica, y que, por tanto, era dogmatismo no enseñar a los alumnos ambas teorías. El juez tenía que decidir, al parecer, y entre otras cosas, qué es auténtica ciencia, o qué había que considerar oficialmente como tal.

Por supuesto, el juez, “sensatamente”, se atuvo (decidió atenerse, juzgó oportuno o justo atenerse) a lo que dijeran al respecto los expertos en la ciencia. Unos cuantos científicos tuvieron que declarar ante él, explicando por qué creían que es ciencia la Teoría de la Evolución y no lo es el Diseño Inteligente, y por qué, por tanto, la primera tiene una validez teórica de la que carece la segunda: las teorías científicas, como el Evolucionismo, son hipótesis muy completas y consistentes, que permiten hacer predicciones empíricamente verificables, y que están muy confirmadas y contrastadas por cuidados experimentos. El Diseño Inteligente, en cambio, es una mera “teoría” negativa (se apoya solo en lo que falta a otra), que no permite inferir nada ni, por tanto, avanzar en el conocimiento de los hechos, entre otras mil razones para desecharla. La inmensa mayoría de la comunidad científica tiene claro que se trata de una maniobra religiosa y no de una propuesta científica.

Los ciudadanos creacionistas fundamentalistas decían no compartir la Teoría de la Evolución. Algunos manifestaban, sin ningún pudor, creer que el mundo no tiene ni diez mil años, y que fue creado en seis días. ¡Un tercio y medio de la población estadounidense rechaza la teoría de la evolución! Ahora bien, ¿quiénes son ellos, los ciudadanos, aunque fueran el 99% de la población, para decir que no aceptan la Teoría de la Evolución? ¿Están siquiera en condiciones de tener una creencia acerca de eso? ¿No son solo los expertos en el tema quienes están habilitados para decirlo, aunque sean solo uno por un millón de la población? La defensa de los padres fundamentalistas siguió la “sensata” estrategia de aceptar que, en efecto, son los científicos quienes mejor saben qué es la Ciencia, y que está suficientemente claro qué es eso, y se concentraron sobre todo en buscar algunos expertos o científicos oficiales (con puestos docentes universitarios) que disintiesen de la Teoría de la Evolución. Por pocos que fuesen, y aprovechando que la ciencia (al contrario que las iglesias) quiere tener una conducta no dogmática, justificarían quizás la pertinencia de siquiera mencionar en clase de ciencia la teoría del Diseño Inteligente.

Ahora bien, ¿hicieron bien, el juez y aquellos ciudadanos fundamentalistas, al dejar en manos de los expertos en ciencias la determinación de qué es Ciencia? Eso nos conduce a la pregunta: ¿quiénes son los expertos? (¿quiénes son ellos para ser expertos)? ¿Está la ciencia “cerrada” por criterios universales y objetivos, y puede por tanto asegurarse que, por ejemplo, nunca será ciencia una proposición que no pueda relacionarse de manera lógica con alguna experimentación? Esta es la posición “ingenua” y “sensata” que comparten la inmensa mayoría de los científicos, y que aceptaron el juez y la defensa de los padres cristianos fundamentalistas. Pero quizás esos ciudadanos que no aceptaban la teoría de la evolución no sabían que muchos filósofos podrían haberles provisto de una mejor y más contundente defensa…

Consideremos la idea de que los significados de los términos, y los criterios de su combinación, es decir, de la verdad o validez o aceptabilidad de las proposiciones, son, en una democracia al menos, asunto de consenso social. Así se expresan, por ejemplo, los rotyanos: los criterios epistemológicos son el fruto de un consenso dialogante, no le preexisten. También Feyerabend insistió en que los científicos, en una democracia, tienen que estar al servicio de los ciudadanos y bajo su criterio. No hay una metodología o criterio metafísico o trascendental que justifique el elitismo de la comunidad científica.

Parecida a esta es la tesis (presuntamente antropológica pero, en verdad, filosófica, puesto que pretende, al menos implícitamente, tener importe normativo o metanormativo) de que los criterios de verdad (como los de bondad o cualesquiera otros criterios de validez) son creaciones culturales, y no tienen valor universal o transcultural. Lo que es válido para los científicos occidentales, no lo es para un chamán. Lo que es válido para un hombre culto hijo de una educación secular, no lo es para un hijo de la educación fundamentalista. Ahí acaba todo: ninguna verdad es más verdad que otra.

Ante el dogma añejo de que la ciencia se basa en la experimentación y la deducción lógica, estos filósofos nos pueden recordar que no existen datos puros, sino que cada uno “ve” el mundo desde su perspectiva, y ve lo que quiere o cree conveniente ver; ni hay conmensurabilidad entre unos paradigmas teóricos y otros, sino que cada paradigma teórico tiene su propia realidad y es fruto de la sociedad o la cultura; ni siquiera la  idea de que hay una única lógica está a salvo de ser un dogma, el dogma de los dogmas: quizás los indios hopi no admiten el principio de no-contradicción, o la ley transitiva, o el modus tollens.

Acogiéndose a esto, los fundamentalistas cristianos podrían decir: puesto que no hay datos puros o no contaminados ideológicamente, los datos en los que se basa la concepción naturalista-científica no son mejores que los datos vivenciales del cristiano; puesto que diversas teorías, aunque pretendan ser sobre lo mismo, son inconmensurables si pertenecen a paradigmas distintos, entonces la teoría de que el hombre es fruto de mutaciones aleatorias no es mejor, en ningún sentido objetivo, que la teoría de que fue hecho un día por Dios; puesto que los criterios epistemológicos y la propia lógica no son leyes exentas, las sagradas escrituras pueden ser un perfecto criterio de verdad y credibilidad.

Otra de las concepciones más extendidas acerca de la ciencia (la más extendida entre filósofos, quizás) es el pragmatismo. Esta teoría metacientífica también va, al parecer, más allá del empirismo o el positivismo “ingenuo”. Ni siquiera cree que la última palabra sean los datos (pues no existen), sino que se conforma con creencias útiles. Aunque hoy nos resulte inconcebible que algo como el espiritismo forme parte de la ciencia, si el día de mañana alguien “demuestra pragmáticamente” tener percepciones extrasensoriales, habrá que considerar que “sabe” lo que dice. Hay una cierta interpretación de esto que no va un ápice más allá del positivismo, porque ¿que se entiende por prueba pragmática? Si es una prueba comprobable empíricamente, no hemos avanzado un paso. Ahora bien, supongamos que el pragmatismo va más allá y nos pide que llamemos ciencia a lo que a cada uno nos funciona.

Es fácil imaginar a un devoto cristiano decir algo como: “muchas de las cosas que afirman los científicos, como que el hombre es fruto del azar y no de un proyecto espiritual, son no solo inútiles, sino muy perjudiciales para las buenas costumbres y la vida feliz. No es útil para la vida del hombre rebajar al hombre, etc”. En cualquier caso, la discusión de si algo es ciencia o no, se desplazaría a la cuestión de qué nos es útil.

Hay versiones mixtas, consenso-pragmáticas. Putnam, por ejemplo, dijo que se trata de división del trabajo lingüístico: cada uno nos ocupamos de legislar en una parte del lenguaje. Pero ¿por qué, sino porque somos expertos en ese ámbito? Pero ser experto presupone conocer algo existente en sí. Si no aceptamos eso, entonces hemos de aceptar que el reparto del trabajo es epistemológicamente arbitrio, y tiene solo una contingente causa social o política. Entonces, ¿no deben los fundamentalistas cristianos luchar por hacerse lo suficientemente influyentes en la política como para repartir el trabajo lingüístico a su gusto?

En fin, ¿no tiene la ciudadanía pleno derecho a decidir quiénes son expertos en ciencia y qué de lo que dicen es verdadero, es decir, útil o consensuado? ¿No es una actitud elitista, dogmática, fundamentalista y antidemocrática, creer que solo unos pocos, autodenominados expertos, pueden definir y legislar qué es verdadero? ¿No deberían, los ciudadanos creacionistas de Dover, haber pedido que se votase democráticamente entre los ciudadanos, quizás solo entre los que tienen hijos en la escuela, si debía enseñarse en clases de ciencias naturales el Génesis? ¿Quién y cómo determina qué es Ciencia?

Yo, sin embargo, y como he argumentado otras veces, creo que solo hay una manera correcta de razonar; y que solo hay un método para descubrir cómo es la naturaleza y no puede ser ciencia natural, por definición, la que no consiste en la descripción de lo que puede observarse empíricamente, es decir, en el espacio y en el tiempo; y que basar el conocimiento de la naturaleza en la lectura de un libro de hace más de dos mil años es una actitud casi completamente irracional. Pero quizás los filósofos a los que me he referido tienen razón y no hay nada más racional que nada.

viernes, 19 de octubre de 2012

La Naturaleza: todo lo que se mueve (microcomentarios a Aristóteles, II)

¿Qué define, según Aristóteles, a la Ciencia de la Naturaleza? Y ¿qué define a la Naturaleza misma?

El libro primero de la Física empieza con los presupuestos metodológicos o epistemológicos, que diríamos hoy. La ciencia (entendida en el sentido amplio que le da Aristóteles, que incluye cualquier grado de generalidad) es un saber de las causas, principios y elementos de las cosas. No es retórica que Aristóteles use tres términos en vez de uno: es esencial para el aristotelismo rechazar que todos los fundamentos o principios se reduzcan a un género unívoco. Es aristotélicamente un error, tanto de los racionalistas-idealistas (desde Pitágoras a Platón) como de los “materialistas” (desde Tales a Demócrito o Antístenes) reducirlo todo a un tipo de principio. La causa (aitía) tienen un carácter plenamente ontológico, y lo mismo puede decirse de los elementos (en un ámbito más restringido), mientras que los principios (arkhai) tienen más bien un carácter lógico, o, en un sentido más general (pero no unívoco sino analógico), un significado que engloba tanto a los fundamentos ontológicos como a los lógicos. Espero discutir esto más detenidamente en otro momento, pero es muy importante ver qué situación aporética genera esta tesis: ¿qué relación hay entre los principios ontológicos y los lógicos, si no son inter-reducibles? En otras palabras, ¿qué relación hay entre ontología (saber general acerca de la realidad) y lógica (saber general acerca de cualquier pensamiento)? ¿Es la lógica más general o universal que la propia ontología –y, en ese caso, cuál es su objeto: es el pensamiento más extenso que la realidad-, o son lo mismo –como dirá explícitamente Hegel-, o son simplemente disjuntas…? La no univocidad de todas las explicaciones supone la irreducibilidad, de alguna manera, de la realidad misma, al menos en cuanto conocida por nosotros.

Los principios, causas y elementos de la naturaleza no son obvios e inmediatos en nuestro conocimiento habitual, sino que se descubren tras el “análisis” de lo que se nos presenta como confuso o complejo:

“Puesto que el saber y la ciencia, en todos las investigaciones acerca de principios, causas y elementos, procede del conocer estos (pues nos parece que conocemos algo cuando conocemos las causas primeras, y los primeros principios y aun sus elementos), es claro que también en la ciencia de la naturaleza hay que procurar aclarar primero lo que se refiere a los principios. El camino va desde lo más conocido y más claro para nosotros, hacia lo más claro por naturaleza y más cognoscible. Porque no es lo mismo lo que lo es para nosotros que lo que es cognoscible en sentido absoluto.
Lo que para nosotros es primeramente manifiesto y claro, es más bien confuso. Pero llegan a sernos, después, conocidos sus elementos y principios, cuando los analizamos. Por eso es preciso avanzar desde lo compuesto a lo que le pertenece a cada cosa”  (184 a).

πειδ τ εδέναι κα τ πίστασθαι συμβαίνει περ πάσας τς μεθόδους, ν εσν ρχα ατια στοιχεα, κ το τατα γνωρίζειν (τότε γρ οόμεθα γιγνώσκειν καστον, ταν τ ατια γνωρίσωμεν τ πρτα κα τς ρχς τς πρώτας κα μέχρι τν στοιχείων), δλον τι κα τς περ φύσεως πιστήμης πειρατέον διορίσασθαι πρτον τ περ τς ρχάς. πέφυκε δ κ τν γνωριμωτέρων μν δς κα σαφεστέρων π τ σαφέστερα τ φύσει κα γνωριμώτερα· ο γρ τατ μν τε γνώριμα κα πλς. […] στι δ' μν τ πρτον δλα κα σαφ τ συγκεχυμένα μλλον· στερον δ' κ τούτων γίγνεται γνώριμα τ στοιχεα κα α ρχα διαιροσι τατα. δι κ τν καθόλου π τ καθ' καστα δε προϊέναι·

Si nuestro conocimiento inmediato (nuestro “estado de naturaleza” teórico) conociese la constitución y origen completo de los fenómenos, no necesitaríamos dedicarnos a la ciencia, pues ya la tendríamos (o la seríamos). Por eso hay que distinguir entre el orden quoad nos y el orden propio de las cosas.

Es un tópico que aquí Aristóteles está enmendando a los racionalistas, como, por ejemplo, Platón y los suyos. Esto, ya sea que lo sostuviese el propio Aristóteles o no, es falso. En ningún lugar dice Platón que tengamos un conocimiento inmediato y suficiente de la esencia de las cosas. Al revés, insiste que partimos de imágenes (eidola) a partir de las cuales nos remontamos hacia la comprensión de la Idea. Este camino puede ser tan escarpado como se cuenta en República o en El Banquete: solo unos pocos, si alguno, llegan a una intelección de lo Bello en sí, lo Bueno en sí, etc. Sin embargo hay aquí un problema filosófico fundamental, a mi parecer. ¿Cómo conciben Platón y Aristóteles, cada uno a su modo, los conceptos de General, Concreto, Principal, Complejo…? Según Aristóteles el conocimiento va desde lo general-confuso (los niños llaman primero padre a todo varón, llamamos árbol a todo tipo de árbol) hacia lo específico-formal o lo “distinto”. En ese camino “analizamos” el compuesto, que era, en un primer momento, borroso (no distinguíamos sus partes) y el resultado son las formas (principios, elementos) que constituyen el compuesto real. En Platón, partimos de imágenes concretas (el fenómeno de la luna, o el fenómeno de un ser humano) hacia la esencia que subyace a los fenómenos, lo que conseguimos depurando (analizando, también aquí) el fenómeno de todo lo que es “material” o ininteligible, y destilamos la forma, que solo es inteligible, no perceptible ni imaginable. ¿Qué papel juega en Platón lo universal o general? ¿Son, las esencias platónicas, “géneros”? No: son individuos (incluso personales, como se dice en El sofista, por ejemplo). Es verdad que Platón, cuando pone ejemplos de Ideas, pone ejemplos de “géneros”, pero esto es porque hablamos genéricamente: “tenemos primero un fenómeno de caballo y luego la Idea Caballo”. Igualmente podríamos haber puesto como ejemplo un individuo: Sócrates y la esencia de Sócrates (que en Platón no es lo mismo que la esencia de todos los humanos, como sí lo es en Aristóteles). Ahora bien, ¿no es verdad que Platón caracteriza a menudo la Idea como aquello que tienen en común todas las cosas que la participan? Sí, pero eso es así porque la esencia es una e individual, no porque sea un colectivo o conjunto. Para entender el platonismo es imprescindible entender que las esencias no son meros conjuntos, sino identidades coherentes, que dan lugar a un conjunto de fenómenos que las participan. Por eso, el dialéctico distinguirá correctamente, y no como un “mal trinchador”. Es un error básico atacar la teoría de las ideas desde la interpretación que las identifica con conjuntos o extensiones.

También está en Platón (en la boca del Extranjero, en El Sofista) el axioma epistemológico de que es preciso “salvar los fenómenos”, es decir, que nuestra teoría racional tiene que permitir explicar lo que vemos. Y este es el segundo elemento metodológico de la Ciencia, según Aristóteles: partir de lo que experimentamos y explicarlo o “salvarlo” mediante su análisis y su etiología. Sin embargo, sí hay alguna diferencia importante entre aristotelismo y platonismo en cuanto al papel de los fenómenos: el racionalismo puede admitir que una buena manera de salvar los fenómenos es negarlos radicalmente, si son inconsistentes. El aristotelismo intentará adecuar la razón para que haga consistentes a los fenómenos. Después trataré de esto.

                                                                   * * * * 

¿Cuál es el objeto, el tema, el asunto, el ente, del que trata la Física?

“En cuanto a nosotros, daremos por supuesto que las cosas que son por naturaleza (lo Natural), todas o algunas, se mueven. Esto es claro a partir de la experiencia” (185 a).

μν δ' ποκείσθω τ φύσει πάντα νια κινούμενα εναι· δλον δ' κ τς παγωγς.

(A veces se traduce epagogé por inducción. Y no es incorrecto, pero en Aristóteles tiene un sentido menos estrecho y técnico que el que ha acabado teniendo ‘inducción’).

El tema de la Física se nos presenta como un conjunto de entidades y hechos claramente unitario, caracterizado por un hecho tan básico y primitivo como el del cambio. No está dando aquí Aristóteles una definición de naturaleza, sino, a lo sumo, una definición-preliminar (es decir, una delimitación que recoja lo que ya “sabemos”, el fenómeno del que partimos, y que hay que analizar más profundamente).
De hecho, esa cuasi-definición de lo natural como lo móvil, aparece en un contexto dialéctico, en que Aristóteles discute con los “metafísicos” que podrían amenazar la existencia de la propia Física. Ocurre así: Si hemos dicho que la Ciencia lo es de los principios, causas y elementos (abreviadamente, cuando los tratemos en general, “principios”), uno podría intentar remontarse hasta los primeros principios de todas las cosas, y entonces se plantearía, como los filósofos antiguos, si la realidad tiene uno o varios principios, si es móvil o inmóvil, etc. Aristóteles empieza haciéndose eco de esto, pero enseguida advierte de que tales problemas desbordan a la Física (pertenecen a la Filosofía Primera), aunque dadas las repercusiones que tienen en la propia Física (que es una filosofía segunda) decide dedicarles los primeros capítulos del libro primero. Es en este contexto donde Aristóteles ofrece la caracterización o definición-preliminar que he citado, pero que es lo más parecido a una definición que hay en todo ese libro primero: La física está constituida, en cuanto a su objeto, por el ente móvil (“o parte de él”, añade curiosamente).


Dejaré a un lado (ya que es una cuestión extra o meta-física) la refutación que hace Aristóteles tanto de los inmovilistas, que todo lo quieren reducir a forma estática (Parménides, etc.), como de los “físicos” antiguos, o materialistas o naturalistas, que lo pretenden reducir todo a un único principio amorfo pero dinámico. Quedémonos con que, según Aristóteles, el objetivo principal de la Física es explicar y definir profundamente el movimiento, hallar sus principios, causas y elementos. Cuanto vaya más allá de lo móvil (y de hecho Aristóteles cree que existen cosas más allá) es un problema tras-físico, incluso aunque afecte indirectamente a la Física. Por tanto, la Física tiene su autonomía (aunque también su dependencia) definida por el estudio de “todo lo que se mueve”. Colinda, por encima, con la Ciencia más general (la Ontología general), y, lateral o específicamente, con la Matemática y la Teología (ver Metafísica L). Esas dos ciencias se ocupan de lo que no se mueve: la Matemática, de lo que no se mueve pero no es separable realmente (sino solo por abstracción) de lo que sí se mueve: los objetos matemáticos, en realidad, son inmanentes a lo natural, pero pueden ser separados de la materia y estudiados independientemente. La teología trata de lo que no se mueve pero está separado realmente de lo que sí se mueve, o sea, de inteligencia(s) no inmanentes, si la(s) hay. 

lunes, 24 de septiembre de 2012

Saber-cómo, solo un caso concreto de Saber-que. Apología del intelectualismo (y una vez más T. Williamson)


El intelectualismo, en su sentido más general, puede definirse como la tesis filosófica según la cual una actividad consciente es más plena en la medida en que está dominada o regida por el conocimiento o “intelecto”, es decir, por la capacidad del sujeto de “representar”(se) las propiedades de las cosas de manera racional, es decir, de acuerdo con conceptos, proposiciones, ideas, etc. Otra manera, normativa, de caracterizarlo es diciendo que el Intelecto tiene la prioridad conceptual o “lógica” sobre las demás capacidades o funciones intencionales, o, parodiando inversamente a Hume, que el Intelecto es y no puede dejar de ser el amo del resto de la psique (en un ser racional, se entiende). Una manera más de expresar esto es diciendo que la principal función del lenguaje es la proposicional-veritativa, o que el modo verbal fundamental es el indicativo, y no el optativo, el imperativo o cualquier otro.

Esta tesis tiene implicaciones ontológicas (pues supone que nuestro mejor acercamiento a las cosas es el que nos presenta el conocimiento y, por tanto, la realidad tiene que ser más como nos la representa el intelecto –es decir, implica el racionalismo ontológico-epistemológico-), y tiene, también, aplicación en ámbitos filosóficos referidos a todo tipo de actividades intencionales, por ejemplo y especialmente en la actividad desiderativa o volitiva, en la afectiva o emotiva, y, por supuesto, en la actividad propiamente cognitiva. En todas ellas el intelectualismo tiene implicaciones normativas. Aplicado, por ejemplo, al ámbito volitivo o “práctico” (o moral), el intelectualismo sostiene que una decisión no es verdadera decisión más que en la medida en que está causada o regida por la “creencia” racional de que ese deseo o acción es racionalmente bueno de acuerdo con las propiedades objetivas de las cosas. Aplicado al ámbito cognitivo, el intelectualista dirá, obviamente, que solo es verdadero conocimiento algo en la medida en que está dominado o regido (si no es, en este ámbito, completamente identificado) con una actividad pura y autónomamente intelectiva, no condicionada por la capacidad volitiva, o de cualquier otro tipo. El intelectualismo no tiene por qué (aunque tampoco tiene, en principio, por qué no) adoptar la postura extrema de que una orden, un ruego, una expresión afectiva… sean reducibles a una proposición puramente cognitiva y veritativa, pero sí que cualquier actividad intencional no puramente cognitiva depende de o está regida por un acto puramente cognitivo. Es decir, que, por ejemplo, una orden (“¡abre la puerta!”), para ser una verdadera orden (o sea, un ejemplo de actividad racional) y no una casualidad o el sonido de un magnetófono, debe implicar, en el sujeto que la emite, actividad puramente cognitiva o proposiciones, algunas de ellas con contenido valorativo pero no ajeno un ápice al modo cognitivo (tales como “si él abre la puerta, podremos escapar del incendio”, “es deseable escapar del incendio”).

Es entendible que el intelectualismo moral suscite oposición, puesto que en cierto modo niega la autonomía de la voluntad, y parece, por tanto, no respetar la “brecha” (como la ha llamado, por ejemplo, Searle) que parece que debería de haber entre, por un lado, saber o creer que algo está bien, y desear o decidir realizarlo. No es raro que la mayoría de los filósofos de la moral sean anti-intelectualistas en mayor o menor medida, con las excepciones de Sócrates, Platón, los estoicos, y poco más. Sin embargo, y más paradójicamente, el anti-intelectualismo está muy presente también, en los últimos siglos, en el terreno epistemológico. Bajo la égida del voluntarismo moderno (la prioridad de la voluntad o “razón práctica” sobre el entendimiento -¿qué importante pensador moderno escapa a esto, salvo Leibniz?-), de varias maneras se ha querido negar la autonomía de la propia actividad cognitiva incluso cuando se dedica al conocimiento.

El ataque más radical al intelectualismo ha provenido, quizás, de la posición filosófica del Wittgenstein de la segunda etapa, y de muchos filósofos que han orbitado en torno a su radical y oracular propuesta. Me refiero a la tesis de que la función cognitivo-referencial no es ni la única ni la principal función del Lenguaje (y, hay que entender, por tanto, de la actividad inteligente), sino que es “posterior” a otros usos o praxis irreduciblemente no cognitivo-representacionales. Se trata, en otra versión, de la tesis filosófico-lingüística de la prioridad de la función pragmática sobre la sintáctica y semántica: “en el principio, fue la Acción”, podría servir de lema a toda la filosofía moderna y ultramoderna. Es hora de desmontar este gran error, el anti-intelectualismo.

Una de las versiones más populares de anti-intelectualismo pragmatista es la G. Ryle, según la cual es preciso, primero, distinguir saber-que de saber-cómo (knowledge-that / knowledge-how) y, segundo, advertir que el saber-cómo es absolutamente irreducible a, e independiente de, un saber-que. Es más, el propio saber-que sería un caso de saber-como, un “uso” entre otros, y no el más interesante. Según eso, uno puede saber-cómo montar en bicicleta sin saber-qué es montar en bicicleta (qué es lo que está haciendo o qué es aquello en lo que consiste conducir una bicicleta), o saber (-cómo) argumentar algo sin saber (-qué es) en (lo) que consiste una buena argumentación, es decir, sin ser saber lógica. ¿Análogamente, entonces, debería poder decirse que la biela del pedal de la bicicleta sabe cómo girar sobre el eje (aunque no sabe qué es lo que está haciendo al saber hacerlo y al hacerlo), un cuerpo sabe-cómo seguir la geodésica (pero no sabe-qué es eso) o un gato sabe geometría, puesto que sabe cómo atravesar unas barras, con lo que tendríamos un bello, no ya pampsiquismo, sino pantepistemismo, donde toda la naturaleza sabe-muy-bien-cómo aunque no tenga ni idea de ningún sabe-qué hace?

La tesis de Ryle ha tenido mucho éxito entre los espíritus pragmatistas de los últimos tiempos. Sin embargo, es una tesis, creo yo, completamente equivocada, y un caso paradigmático del mayor de los males filosóficos que padece la modernidad. Ya otras veces me he referido a este error (algo más que un error, diría yo) de Wittgenstein y su espíritu pirómano (él mismo dijo que sería recordado de manera similar a quien quemó la biblioteca de Alejandría –y también, debió decir, por un aprecio enternecedor por la fe ciega que busca un sentido infinito para su pobre existencia). Voy ahora a hacerme eco, una vez más, de un artículo (“Knowing how”, 2004) en que participa el fino filósofo oxoniense de origen sueco, T. Williamson (en colaboración con Jason Stanley), donde se rechaza la tesis de Ryle y se defiende que el saber-cómo no es más que un subtipo de saber-que. Después daré mi propia opinión.

El argumento de Ryle para la irreducibilidad del saber-como a saber-que (argumento único, como el propio Ryle admite) es el siguiente:

Si todo acto de inteligencia debiera depender de la consideración de un contenido proposicional, ninguna actividad intelectiva llegaría a darse jamás, puesto que la propia actividad de considerar una proposición es una actividad y debería venir regulada, pues, a su vez, por la consideración contemplativa de la norma que la regula, con lo que caeríamos en un regreso vicioso. Algunas actividades intelectivas, por tanto, tienen que ser posibles sin que vengan regidas por la consideración contemplativa-proposicional de la norma que las regula y son, por tanto, un saber-cómo pero no un saber-que.

En términos más simples: si embarcarse en una acción implica contemplar una proposición, dado que contemplar una proposición es un embarcarse en una acción, deberá implicar la contemplación de otra proposición, ad infinitum.

Las premisas de Ryle, dicen Stanley y Williamson, son dos:

(1) si uno F, entonces uno emplea un saber-cómo F
(2) si uno hace uso de un conocimiento de que p, entonces uno contempla la proposición de que p.

Si uno monta en bicicleta, uno sabe-cómo montar en bicicleta; si uno usa el conocimiento de que para construir un silogismo hacen falta al menos tres términos, entonces uno está contemplando la proposición “para hacer un silogismo hacen falta al menos tres términos”.

Son esas premisas las que nos conducirían al regreso, pues si hago algo, sé como hacerlo, y si sé como hacerlo, estoy haciendo algo más que hacerlo, estoy contemplando la proposición que dice en qué consiste hacerlo, y, entonces, a su vez tengo que estar haciendo una tercera cosa, etc.

Stanley y Williamson rechazan este argumento, mostrando que no es posible ninguna interpretación uniforme de las dos premisas que las haga verdaderas a las dos y permita, por tanto, concluir como pretende concluir Ryle:

-         La primera premisa, tomada en toda su generalidad, es evidentemente falsa para muchas instancias de F, como el propio Ryle sabe: por ejemplo, hacemos la digestión, pero no se puede decir que sabemos-cómo digerir (a no ser que queramos decir que también una planta carnívora sabe cómo digerir). Tampoco sabemos cómo ganar la lotería incluso cuando la ganamos. ¿Cómo hay que restringir la premisa para que sea útil a la tesis ryleana? Hay que restringirla, dice Ryle, a “operaciones ejecutadas inteligentemente”. Es decir, y sin empantanarnos en definir “inteligentemente”, la premisa 1 solo sirve para acciones intencionales (mentales) o un subgrupo de ellas.

-         La segunda premisa también es falsa para ciertos casos de saber-que. Como ha argumentado Carl Ginet, ejerzo o manifiesto mi saber que la puerta se abre accionando el pomo, haciéndolo, sin necesidad de formular(me) la proposición. Es decir, cuando estoy en el estado intencional de abrir la puerta, no estoy simultáneamente en el estado intencional explícito de saber que la puerta se abre accionando el pomo, sin embargo, sé-que la puerta se abre así y es ese saber el que me permite saber-cómo hacerlo (a diferencia del animal que la abre –al menos las primeras veces- por casualidad). Puede escaparse a este contra-argumento diciendo que “contemplar una proposición” no hay que entenderlo en el sentido de una acción intencional: si llamamos “contemplar una proposición” a cualquier caso en que una acción implica un saber-que aunque el sujeto no necesite estar en ese estado intencional, entonces seguiría valiendo la premisa 2: si uso un saber que p, entonces estoy, en un sentido amplio y no-intencional, “contemplando” la proposición de que p. Sin embargo, recuerdan Stanley y Williamson, hemos visto que la primera premisa solo es aceptable si se refiere a acciones intencionales: uno sabe-cómo hacer algo si ese saber es una actividad intencional (a diferencia de un electrón, que no sabe-como hacer lo que “hace”). Luego no podemos salvar simultáneamente esta segunda premisa y la primera.

Si, por ejemplo, saber-cómo demostrar un teorema T, implica saber-que un teorema se demuestra de esta o aquella manera M, pero no es preciso que en el momento en que estoy demostrando T tenga explícitamente a la vista (esté en la situación intencional de contemplar) M, entonces no hay la justificación que pretende el argumento del regreso infinito de Ryle para aceptar que algún saber-como es necesariamente independiente de un saber-que. No hay, pues, una lectura uniforme de las premisas 1 y 2 en las cuales sea verdadera la conclusión.

Ryle, creen Stanley y Williamson, interpreta erróneamente los “saber-cómo”. ¿Cómo los interpreta? Según Ryle, una expresión del tipo “x sabe cómo F” solo adscribe a x una “habilidad” para F. Pero esto es claramente falso. Un entrenador de baloncesto puede saber cómo hacer la jugada maestra sin tener él mismo la habilidad para realizarla. Saber cómo se hace algo es una cosa muy diferente a tener la habilidad pragmática para hacerlo. Y, a la vez (añado yo), que un ente tenga (o parezca tener) la “habilidad” de hacer algo es muy diferente a que sepa cómo hacerlo, salvo con una metáfora muy arriesgada que nos lleva al pampsiquismo (en realidad, aquí está implicada una muy pobre intelección de lo que es la acción, el hacer –frente al mero ocurrir-).

A continuación Stanley y Williamson se ocupan de versiones modernas del argumento de Ryle, que apelan al presunto hecho de que la estructura sintáctica de las expresiones “x sabe-como…” es distinta a la estructura sintáctica de las expresiones “x sabe que…”. Las primeras piden como complemento un infinitivo (que denotaría una acción o una habilidad), mientras que las segundas piden una proposición. Stanley y Williamson pasan a analizar la sintaxis posible de las expresiones “x sabe + infinitivo” (notando, antes, que esto no afecta solo a verbos como ‘saber’ ni es especial del terreno de la epistemología).

¿Cómo pueden interpretarse las estructuras del tipo “x sabe + infinitivo” (“Juan sabe -- montar en bici”, “Luisa sabe -- resolver ecuaciones de segundo grado”)? Según Stanley y Williamson (me ahorro aquí el pormenorizado desarrollo de esta parte del artículo) solo hay cuatro interpretaciones posibles:

1)      x sabe cómo él debe F (Juan sabe cómo debe -él- actuar o qué debe hacer él para que ande la bicicleta)
2)      x sabe cómo uno debe F (Juan sabe cómo tiene uno que actuar o qué tiene que hacer uno para que ande la bicicleta)
3)      x sabe cómo él puede F (Juan sabe cómo puede actuar o qué puede hacer si quiere que ande la bicicleta)
4)      x sabe cómo uno puede F (Juan sabe cómo puede uno actuar o qué puede uno hacer para que ande la bicicleta).

Los casos 1 y 2 atribuyen, claramente, un conocimiento proposicional a x, a saber, el contenido de la norma que uno (yo o cualquier otro) debe seguir para hacer F. Esos casos, por tanto, no dan cobertura a la tesis de que saber-cómo es independiente de saber-que. Los casos 3 y 4 son ambiguos: ¿necesita uno saber todas las formas en que hacer F? No: uno podría “hacer” algo sin saber todas las maneras de hacerlo. Pero lo que sí es imprescindible para que se pueda decir que “sabe-cómo” hacer algo (es decir, que sea una acción intencional, diferente a la que es el caer de una hoja de un árbol) es que x sepa al menos una manera de hacerlo. El análisis de la sintaxis no provee ningún argumento para sostener que alguna expresión del tipo “x sabe + infinitivo” no implica un saber-que.

¿Cómo hay que definir entonces “saber-cómo”? La propuesta de Stanley y Williamson es la siguiente:

“x sabe cómo F” es verdadera si y solo si para cierta manera contextualmente relevante, m, que es una manera para x de hacer F, x sabe-que m es una manera para él de hacer F.

Es decir, podemos hablar de que alguien sabe cómo hacer algo (y no simplemente que lo “hace” por casualidad o le ocurre) si ese alguien sabe que esa es una de las maneras posibles, y pertinente dada el contexto, de hacer eso. Juan sabe cómo montar en bici si conoce alguna manera en que hay que mover el cuerpo y los pedales para que la bici ande. Luisa sabe demostrar un teorema si sabe qué es lo que hace, de alguna manera al menos, que un teorema esté demostrado.

Esta caracterización del saber, añaden los autores del artículo, implica una teoría de la intencionalidad de tipo russelliano, en que el sujeto se relaciona con proposiciones, pero con proposiciones que pueden contener maneras de entrar en acción. Hay diferentes maneras en que puede presentarse a la mente una proposición que contenga maneras de actuar. Pero el hecho de que un conocimiento tenga conexiones no conocidas, no implica que no sea un caso de saber-que. No es preciso, en definitiva, postular un tipo de conocimiento no proposicional: el saber-cómo es solo un caso de saber-que, un saber-qué hay que hacer en determinadas circunstancias.

Por no alargar mucho esta entrada, dejo mis comentarios y mi opinión sobre el tema, para una futura ocasión.

sábado, 8 de septiembre de 2012

T. Williamson acerca de intuiciones y escepticismo


Muchas veces, sobre todo en discusiones filosóficas, recurrimos a “intuiciones”: “eso suena poco intuitivo”, “esto es intuitivamente aceptable”... ¿Qué es ahí la intuición? ¿Hay alternativa a este recurso? ¿Podemos confiar básicamente en nuestras intuiciones, o estamos condenados a sucumbir al escepticismo, para el cual es un mero estado psicológico de creencia, sin ninguna garantía de objetividad? ¿Es, en esto, distinta la intuición a cualquier otra herramienta cognitiva? ¿Cómo justificar, contra el escepticismo, que nuestras creencias tiendan a ser correctas?

De estas cosas trata el excelente artículo que acabo de leer, Philosophical‘Intuitions’ and Scepticism about Judgement”, de Timothy Williamson, uno de los más agudos y rigurosos filósofos ingleses actuales. En él, Williamson sostiene que la “intuición” es una aplicación más de nuestras capacidades cognitivas, pero en contextos donde el escepticismo acerca de ellas es alto. No hay buenas razones para aceptar el escepticismo acerca de la intuición, como ningún otro escepticismo, y podemos explicar que nuestras creencias tiendan a ser verdaderas. Para ello, sin embargo, no es adecuada ninguna explicación naturalista-evolucionista ni, tampoco, el principio de caridad de Donald Davidson (es decir, la maximización del acuerdo y la verdad), sino, propone Williamson, un principio de caridad que maximice el conocimiento. Esto es coherente con una concepción “externalista” (anti-psicologista) de lo mental y la prioridad o irredubilidad del conocimiento (sobre la creencia), por cuya magnífica defensa (sobre todo en su, ya clásico, Knowledge and Its Limits, 2000) es más conocido el autor. Me haré eco del contenido del artículo, pero mezclando mis propias interpretaciones e ilustraciones (aunque dejando para otra ocasión mis disensiones).

Pensamos que existen, por ejemplo, montañas y estados mentales (o sillas). ¿Cómo lo sabemos? Forma parte de nuestras “intuiciones”, de lo habitual. No tenemos una justificación especial para creerlo, no lo deducimos de ciertos axiomas, o algo semejante. La intuición, así entendida, se usa por todas partes y en todo momento, y quizás más, o más de lo que gustaría a algunos, en la filosofía. Pero ¿qué firmeza tiene la intuición? Y ¿cómo hace lo que hace? Puede considerarse un escándalo que los filósofos tengan tan poco que decir de esto. La segunda pregunta (¿cómo lo hace, la intuición?) no es tan grave: no es necesario saber cómo funciona algo para saber que da buenos resultados. Son investigaciones suficientemente diferentes ser escritor y ser fabricante de lápices, programador e ingeniero, pintor y químico. Pero la primera cuestión (qué garantía tiene la intuición en nuestros juicios) está sometida a su particular escepticismo: ¿y si, cuando juzgamos que existen montañas, o estados mentales, o sillas, estamos en una completa ilusión?

Los escépticos acerca de nuestra intuición no son necesariamente escépticos en general, no ponen en duda todo conocimiento. Algunos de ellos comparten la metafísica naturalista, y creen que la ciencia (lo que se suele entender hoy por hoy por ello, es decir, un conocimiento hipotético-empírico) tiene suficientes garantías. Estos metafísicos naturalistas se muestran escépticos solo respecto de la intuición o el “sentido común”: pensamos que existen montañas, o estados mentales, pero eso es solo una “intuición”, una creencia que no encaja con (la metafísica que ellos construyen y que creen más coherente con) la ciencia natural. Vivimos, sostienen, inmersos en un escenario ilusorio, con montañas y estados mentales. En “realidad”, no hay tales cosas, aunque creer que las hay es, seguramente, una ilusión muy útil para nuestra pervivencia.
Si les preguntamos a estos filósofos cómo hacen ellos, entonces, para creer en sus juicios (¿no serán todos ellos también ilusiones útiles?, ¿no será una ilusión que sus ilusiones son ilusiones útiles…?), unos se encaminarán al escepticismo total, que es definitivamente paralizante, pero otros creerán que solo tenemos que aceptar un escepticismo parcial, y rechazar formas de pseudo-conocimiento, como la “intuición” o el sentido común. ¿Será la intuición el último bastión conservador y anticientífico?
Sin embargo la ciencia está impregnada hasta los huesos de juicios y percepciones estándar, acerca de, por ejemplo, cosas macroscópicas como las montañas. ¿Cómo ser escéptico para con nuestras percepciones y juicios acerca de que el termómetro señala cero grados centígrados? No obstante, es preferible hacer una defensa positiva de la intuición, empezando por demostrar que no hay razones para ser escéptico.

Cualquier escepticismo concede una base evidencial: “tú tienes, efectivamente, la sensación de… (tú efectivamente imaginas, tú efectivamente recuerdas…) X, pero falta saber si es cierto: quizás tus sentidos te engañan, te falla la memoria…" De manera análoga, se pretende en el escepticismo acerca de los juicios, tú piensas o juzgas que p, “que existen las montañas”, pero quizás tu juicio sea ilusorio. Ahora bien, señala Williamson, no hay verdadera semejanza entre una percepción (imaginación, recuerdo) y un juicio. La percepción es un fenómeno “interno”, de cuya justificación se puede dudar. El escepticismo acerca de los juicios intenta asimilar un juicio a una percepción, es decir, a un hecho interno: intenta psicologizarlo. Pero los juicios no pueden ser psicologizados: puesto que todos los hechos psicológicos valen lo mismo, si reducimos los juicios a los hechos psicológicos acerca de ellos, vamos directamente a la equivalencia de cualquier juicio y, por tanto, al absurdo: el psicologismo mismo no sería más que una creencia, un estado psicológico más, sin mayor importe teórico que el juicio contrario. Si “hay montañas” es solamente el estado interno “creo que hay montañas”, entonces “los juicios son meramente hechos psicológicos” es solo un hecho psicológico. Pero las cuestiones de la filosofía (como las de cualquier ámbito) no son acerca de los estados mentales (ni del lenguaje) sino acerca de la realidad. Por tanto, si el psicologismo fuese válido, tendríamos que ser completamente escépticos, acerca incluso del psicologismo.

Si se puede salvar el conocimiento, no podemos aceptar la psicologización de la actividad de juzgar, es decir, el internalismo epistemológico. El conocimiento no se deja reducir a creencia (aunque sea verdadera). El conocimiento es lo primero (aquí ocurre como en cualquier otro ámbito: la matemática o la lógica o la ética no se dejan psicologizar ni naturalizar: el propio naturalismo, como metafísica que es, no se deja naturalizar).
En verdad, no hay ninguna razón para aceptar el psicologismo o internalismo, ni, por tanto, el escepticismo que conlleva. El escepticismo acerca de los juicios es semejante al eliminativismo de lo mental. Coherentemente, tal como el eliminativista tiene que prescindir de los estados mentales, el escéptico acerca de los juicios tiene que redescribir cualquier juicio (“hay montañas”) como un fenómeno psicológico-interno (“creo que hay montañas”). ¿Es esta una postura teórica respetable? Veamos: ¿puede convencérsele de algo? En particular, ¿puede convencérsele de que existen juicios no subjetivos (es decir, de lo contrario a su tesis)? No se puede, pues para que eso fuese posible, él debería aceptar, o dar por supuesto, que hay criterios no internos o psicológicos, sino externos y objetivos, de lo que es correcto o no creer. Dada su posición reduccionista-internalista, él está obligado a aceptar cualquier cosa que deduzcamos, pues todas ellas son meras creencias o estados internos.

Si referimos esto a la propia primera persona, la cosa es aún más dura de tragar: ¿cómo puedo considerar mis juicios como meros hechos psicológicos?, es decir, ¿cómo puedo ser neutral respecto de mis creencias; creer que valen objetivamente lo mismo que sus contrarias? “Que p” implica que quien cree que-p tiene una creencia verdadera de que-p. Así que, si creo que hay montañas, tengo que creer que quien cree que hay montañas cree algo verdadero. No puedo creer que hay montañas a la vez que creo que quien cree que hay montañas no cree algo más verdadero que quien cree lo contrario.

Puesto que no hay manera de refutar al escéptico, no hay que aceptar que no lo hemos refutado: hay que decir que es inepto a la refutación, es decir, no es una teoría. Es como si alguien nos dice que no hemos matado al oso, pero es un oso de cartón. Lo que no tiene vida, no puede ser ni no ser matado.

Pero, ¿podemos, además de rechazar el escepticismo propio del internalismo, dar una explicación o justificación de cómo es que nuestros juicios tienden a ser verdaderos? Williamson evalúa diversos intentos, para rechazarlos y proponer el suyo propio.

Empecemos por la explicación naturalista-evolucionista. ¿Pueden todos nuestros juicios ser un mero subproducto del ADN? Muchos naturalistas creen que nuestras creencias tienden a ser verdaderas porque la verdad es exitosa. Si deseo D, y creo que si actúo de forma A conseguiré (ocurrirá) D, entonces, caeteris paribus, actúo de tal modo que creo que hago A. Es decir, lo Verdadero conduce (en general) a lo Bueno.
Pero esto explica muy poco. Basta definir de la manera "oportuna" Verdadero y Bueno para que cualquier creencia y conducta sea justificable. Imaginemos que estamos intentando interpretar a un alienígena. Bastaría atribuirle o bien creencias, o bien deseos, o ambas cosas, lo suficientemente absurdos desde nuestra perspectiva teórica y axiológica, como para que su conducta fuese completamente coherente. “No es –por ejemplo- que estos alienígenas ignoren la regularidad de la naturaleza, es que algunas veces desean suicidarse”. Como todos somos aliens, tendríamos que aceptar, por caridad, que todo el mundo conoce perfectamente las cosas, pero lo que pasa es que tiene propósitos diferentes a los nuestros.
Puesto que no es así como funciona nuestro conocimiento, necesitamos otra forma de explicarlo. Y ello nos lleva, irremediablemente, fuera de cualquier vía internalista, para buscar una relación, externa, entre nuestras representaciones y la realidad o naturaleza.

Esto es lo que han buscado algunos filósofos, ya desde una perspectiva holista, ya molecularmente (sosteniendo que hay una justificación, propia, para cada hecho de conocimiento aislado). Las teorías moleculares tienen pocas probabilidades de éxito, cree Williamson: incluso en condiciones ópticas muy favorables ¿cómo justificar, sin círculo, que estoy en lo correcto al pensar que hay una montaña ahí? No digamos si intentamos justificar, uno por uno, cualquier recuerdo.
El más famoso intento holista de justificación de la objetividad de nuestras creencias es, sin duda, el de Donald Davidson y su caridad interpretativa: sería un principio fundamental de todo acto de interpretación (de lenguaje) atribuir al otro el mayor acierto y el menor error (la mayor cantidad de verdad) posible. No podemos pensar que uno está masivamente equivocado.
Sin embargo, argumenta Williamson, Davidson asume dos cosas no garantizadas: asume la tesis, verificacionista, de que los demás tienen creencias solo si pueden tener buena evidencia de que tienen creencias (que saben que saben lo que saben), y la tesis, constructivista, de que podemos tener buena evidencia de que tenemos creencia solo si podemos tener buena evidencia de cómo podemos tener esa creencia. Más en general, la teoría de Davidson implica un cierto tipo de verificacionismo ideal, en el que los agentes tienen solo los estados intencionales que un buen intérprete con acceso ilimitado a datos no intencionales les adscribiría. Pero esto, dice Williamson, no es necesario ni suficiente para explicar el conocimiento objetivo. Cómo supervienen los estados intencionales de los agentes en los estados no intencionales del mundo es una cuestión metafísica, no epistemológica. El acuerdo es secundario respecto de la verdad, y el error masivo sigue siendo posible: la mayoría puede estar equivocada (según Platón, apenas “puede” no estarlo).

La vía correcta no buscará maximizar el acuerdo o cantidad de gente en lo correcto, sino maximizar el conocimiento (de manera análoga a como la ética no maximizaría la satisfacción mayoritaria, sino lo correcto: los anti-internalismos siempre significan que uno puede estar equivocado en lo que cree que sabe o en lo que cree que desea –ver, por ejemplo, D. Parfit, On What Matters-):
Supongamos que Pancho dice, refiriéndose a Lucas (que está presente) que “es un A, B y C”, pero, en realidad, no es así, Lucas no es ninguna de esas cosas. Sin embargo, Blas (a quien Pancho no conoce) sí es un A, B y C. ¿A quién diremos que se refiere Pancho? Si quisiésemos, sobre todo, maximizar la verdad, diríamos que se refiere a Blas (así atribuimos menos falsedad al interpretando). Pero eso no sería correcto: Pancho no sabe que Blas es A, B y C, ni sabe que Lucas no lo es. Sabemos que tenemos que atribuirle a Pancho la creencia de que Lucas es A, B y C. Le damos  más peso al deíctico de Pancho que al resto de lo que juzga y dice. ¿Por qué? Porque eso explica mejor (maximiza) el Conocimiento, aunque no maximice la verdad: Pancho está en condiciones de saber que Lucas está ahí, aunque se equivoca en lo que le atribuye, pero no está en condiciones de saber nada de Blas.
Por tanto, el principio de caridad correcto no es el que maximiza la creencia verdadera (ni el que minimiza la creencia falsa), sino el  que maximiza el Conocimiento.
Esto es, antes que nada, un principio metafísico acerca de la referencia: la referencia “está para” provocar conocimiento. Solo ulteriormente es un asunto epistemológico. Ni lo primero se reduce a lo segundo, ni la maximización de creencia verdadera salva la maximización de conocimiento.

¿Qué relación hay, entonces, entre conocimiento y acción? El conocimiento no es una capacidad entre otras, es la capacidad de las capacidades. Una acción que no se base en el conocimiento solo defectuosamente es y puede llamarse acción. Si uno no sabe lo que está haciendo, no está haciendo algo. La referencia maximiza el conocimiento, sin imponerle limitaciones independientes.

Volviendo, entonces, al problema de la intuición y su garantía, muchas veces sabemos, y muchas sabemos que sabemos algo, sin saber cómo (sabemos-qué sin saber-cómo, pero no al contrario, no sabemos-cómo sin saber-que). Y eso pasa con la intuición: no hay razones para desestimarla, aunque no sepamos explicarlo todo acerca de ella. 
Al escepticismo acerca de la intuición, que nos pregunta “¿cómo sabes que-p?”,  se le responde, pues, diciendo que no hay necesidad de saber cómo. Si pregunta “¿cómo sabes que no estás en el escenario escéptico al pensar que-p?” (“¿cómo sabes que no es una ilusión que hay montañas o estados mentales?”), se le debe contestar: “que-p implica que no estoy en el escenario escéptico” (“que existen montañas (o estados mentales) implica que no estoy en una ilusión al respecto”). -“Pero ¿cómo sabes “que-p”? (“¿cómo sabes que hay montañas?”). -Lo sé como tú sabes que me estás preguntando algo, aunque ni tú ni yo lo sepamos todo al respecto. Que no sepamos explicarlo todo no nos conduce al escepticismo. Sabemos unas cosas (aunque podamos entenderlas todavía mejor) y creemos erróneamente otras. Los hombres de la edad de piedra sabían ciertas cosas, aunque no pudieran dar cuenta de todos los detalles implicados en lo que sabían.

Hay razones para ser cautos con las intuiciones, pero no hay ninguna razón para rechazarlas. Cuando el escéptico plantea la cuestión de la forma “solo ocurre que estás inclinado a juzgar que-p” ignora perversamente el valor de que-p, aunque él mismo lo está implicando. No debemos, por tanto, aceptar que no haya buenas intuiciones o evidencias (unas mejores que otras), y que todo sean estados psicológicos o productos de la evolución, o cualquier otra versión reduccionista: el conocimiento es primero. (¿Qué haríamos, si no, con el irresponsable que siempre que, en un debate, algo no le conviene, lo rechaza como mera creencia del otro?).