miércoles, 26 de junio de 2013

De la Ironía


Es evidente que en la Ciencia no tiene cabida la Ironía. En el mejor de los casos, formará parte de ese aditamento retórico o didáctico que en casi todo texto científico enmarca a la fórmula, a la tesis precisa, al hecho constatado…, aditamento del cual, sabemos bien, se podría (y se debería, si de ciencia pura estuviésemos hablando) prescindir completamente. La Ironía, por su parte, tampoco acepta a la Ciencia como tal: a lo sumo, la usa como motivo, para hacer con ella algo acientífico, algo intrínsecamente inmensurable y, sobre todo, impredecible. Y aunque quizás algunas ironías han sugerido alguna vez alguna idea al científico, para este eso solo formará parte del cúmulo de motivos no científicos que influyen (accidentalmente, como bien sabemos) en su actividad. Ciencia e Ironía son, pues, heterogéneas.

Por otro lado, parece muy difícil negar que la ironía es un signo de inteligencia. Incluso podría decirse –dicen algunos- que es su más inequívoco signo. La ironía es algo que no puede encontrarse en las consciencias más planas, sean de humano, otro animal o máquina. Seguramente el hombre es más el animal irónico que el animal calculador o incluso que el animal económico. Quizás somos el tipo de ser que, ante el mundo, tiene como misión ironizar, más que entregarse a conocerlo y predecirlo. Ironía e Inteligencia están estrechamente unidas.

¿Quiere esto decir que hay inteligencia más allá de la Ciencia? Sin pararnos a pensarlo mucho, diríamos que sí, claro. Pero ¿sabe uno a qué le compromete eso? ¿En qué consiste, entonces, la Inteligencia, si no es en la entrega total a la Verdad? O ¿es que hay verdad fuera de la Ciencia? Y, en ese caso, ¿el nivel o ámbito al que se refiere la Ironía es, en términos de cantidad y calidad de verdad, inferior, superior, o simplemente distinto al de la Ciencia? ¿Y si la Ciencia, en realidad, no es una actividad tan inteligente, no lo es en cierto sentido serio y profundo de la palabra Inteligencia? ¿O bien es que la Ironía no tiene que ver con la Verdad, sino con algún otro modo de entender, inconmensurable con la Verdad?

Hay que intentar aclarar qué pasa con la Ciencia y la Ironía. También con el Arte y la Ironía, y con la Filosofía y la Ironía. Es en el Arte donde muchos situarían primordialmente la Ironía. Yo, sin embargo, creo que el Arte, como la Ciencia (pero por motivos contrarios), no puede ser propiamente irónico (aunque, desde luego, puede hacer uso y motivo de la ironía), y que es en la Filosofía donde la Ironía tiene su lugar natural y su pleno sentido. Es más, pienso que no hay gran Filosofía sin ironía. Al menos, no la hay sin ironía en el sentido más fuerte de la palabra (irónicamente, puede haber filosofía sin uso de la ironía retórica e inofensiva). Por decirlo provocativamente, la Ironía sería propia de la Filosofía, y no de cualquier otra actividad de la Inteligencia, porque la Filosofía piensa más profundamente, o, simplemente, porque solo ella piensa en profundidad, mientras que la Ciencia no piensa-en-profundidad (es decir, piensa, pero no lo profundo), y el Arte, podríamos decir, no-piensa en profundidad (es decir, tiene por objeto lo profundo, pero no mediante el concepto). Dejo a un lado la posibilidad, explotada por wittgensteinianos y demás, y para mí inadmisible, de que la Ironía tenga que ver, no con el conocimiento y la Verdad, sino con alguna otra “función del lenguaje”. Aquí doy por supuesto que cualquier no-cognitivismo está equivocado, es decir, que no hay “juegos de lenguaje” disjuntos ni superiores al de la Verdad.

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¿Qué es la Ironía? Paul de Man, en su conferencia “El concepto de ironía” (en La ideología estética, Cátedra 1996) dice que la ironía no es un concepto, porque (y por lo que) no se puede definir. Yo creo que eso le pasa a todas las cosas, que son en su esencia última inconceptualizables e indefinibles, pero también creo que de todas se puede dar un cierto concepto, siempre profundizable, sí, pero siempre relativamente suficiente y útil, y siempre mejor que nada. También de la Ironía se debe poder dar concepto y definición, incluso aunque la Ironía sea, como defiende con razón Paul de Man revitalizando la concepción romántica de Friedrich Schlegel, el mismo acto de romper el hilo narrativo y el apuntar al inconceptualizable presupuesto de todos los conceptos. En ese caso, lo que podríamos proporcionar es una definición no irónica de la Ironía. Pero “definición-no-irónica” es, de todas maneras, un pleonasmo. Y esta paradoja de la relativa exterioridad e inadecuación del concepto y la cosa, insisto, es algo que ocurre con todo, desde que uno abandona el “realismo ingenuo” y se sitúa en la consciencia filosófica.

¿Cómo definir o conceptualizar, entonces, la Ironía? Para empezar, y como se ha dicho siempre, la Ironía consiste en decir una cosa para decir otra (o “queriendo decir” otra). A veces esto es muy evidente, como cuando se le sigue la corriente o “se le da cuerda” al necio (esa actitud, para algunos tan exasperante, de Sócrates). Pero otras veces la cosa es más sutil, y se hace necesario entender en su máxima amplitud eso de “decir una cosa para decir otra”. Por ejemplo, cuando es a nosotros, a los lectores, a quienes Sócrates-Platón nos da(n) cuerda. O, como sucede en la película El Golpe, donde el timado resulta ser el espectador. O, más en general, cuando todo el discurso aparentemente firme y definitivo desplegado por el autor, es, acaba resultando ser, “solo” un juego. La Ironía es siempre una negación y una superación de la univocidad, de la ingenuidad respecto del discurso.

Por supuesto, “decir una cosa para decir otra” no basta para definir a la Ironía. Eso es propio de todos o casi todos los tropoi. Por ejemplo, de la Metáfora. ¿No es, la Metáfora, la forma por excelencia de decir algo para decir otra cosa? Habrá que pensar qué relación hay entre Ironía y Metáfora. Pero si “decir una cosa para decir otra” es parte del concepto de Ironía, podemos preguntarnos ya lo siguiente: ¿es, entonces, la Ironía, un modo de mentir, o de no decir la verdad (aunque, precisamente por eso, perteneciente al campo de la Verdad)? Esto explicaría por qué no tiene lugar sustantivo en la Ciencia, ni en las filosofías que quieren ser o parecer ciencia. Decir de lo que es, que es, y de lo que no es, que no es, eso es la verdad, según Aristóteles. En este aspecto, Aristóteles es claramente el filósofo de espíritu científico que tantos han visto en él.

Todo lo contrario que Platón, en cuyos textos no hay manera de encontrar algo literal, algo que diga una cosa para decir (“literalmente”) esa misma cosa, sino que todo está plagado de desplazamientos, de “mitos”, de “metáforas” o analogías y, sobre todo o dominándolo todo, de Ironía. Es, a diferencia de lo que pasa en cualquier texto científico o paracientífico o pseudocientífico, no solo inútil sino totalmente desencaminado buscar cómo desenredar, en Platón, lo irónico de lo literal. Pero no, desde luego, porque Platón quiera mentirnos. Al contrario, porque quiere decirnos la verdad, se ve o se cree ver obligado a decir una cosa para decir otra, a decir Otro para decir Uno, a ironizar. Algo semejante puede encontrarse en los grandes dialécticos, tanto fuera de la tradición greco-europea (en los textos del Vedanta, por ejemplo, o en los del taoísmo) como dentro (Heráclito, Parménides –sí, Parménides-… ¿y cuántos más?). 

La Ironía de todas las ironías, en Platón, reside en lo que dice sobre lo que hay que decir o lo que cabe decir. Lo importante, dice, no se puede decir. Es el esoterismo platónico. Pero esto no significa, claro está, que haya que permanecer callado. El silencio es tan inadecuado o más que el hablar ingenuo. Platón no es un partidario de la mística del silencio. Quien no habla es posible que no se equivoque, pero desde luego no dice ni quiere decir nada. Solo queda una vía: decir y no decir a la vez. Decir una cosa para decir otra.

Y esto puede hacerse de varias maneras, concretamente cuatro (como las ramas de la dialéctica platónica): dos maneras de decir lo mismo (o lo semejante) y dos de decir lo diferente, y, en cada caso, ya para referirse a lo uno-mismo o a lo otro. O, para describirlo menos abstracta o formalmente, y tomando como semántica paradigmática de la Filosofía lo Uno y lo Otro, se puede: a) decir lo Uno para expresar eso mismo, lo Uno, porque, si se dice con Ironía, surge una mismidad profunda, no ingenua (como cuando hablamos de la armonía manifiesta para expresar la armonía ideal); b) decir lo Otro para expresar lo Uno, (como en el arte de lo feo, o en la comedia, donde se despierta, por contraposición o vía negativa, lo Verdadero y Bueno –enlazar-); c) decir lo Uno para expresar lo Otro (como en la parodia, donde lo noble es rebajado a base de ensalzarlo –recuérdese, por ejemplo, esa escena de La Misión, en que Robert De Niro pide perdón al traficante de esclavos portugués-); y d) decir lo Otro para expresar lo Otro, como en el acto de “cinismo” (en el sentido coloquial de la palabra: decir con descaro lo que se sabe inaceptable). El arte filosófico total consistiría en reunir todas las ironías en un mismo texto.

En Diálogos de Filosofía he analizado algunos ejemplos de las ironías de Platón. Uno de sus recursos más espectaculares es la connivencia (o la contradicción, también irónica) entre lo dicho y el decirlo, entre lo que dice y cómo lo dice. Por ejemplo, es en un banquete en honor al vencedor en el arte trágico (Agatón), donde se nos cuenta que Eros fue concebido en un banquete divino en honor a la Belleza recién nacida. Alcibiades presentándose ebrio al banquete humano es la réplica de Penía presentándose al banquete de los dioses, etc. O, por poner otro ejemplo, en el símil o mito de la caverna se dice que los hombres no conocemos más que imagen de las cosas mismas, y esto se nos dice, precisamente, mediante una imagen o “mito”. El más profundo de los casos que encontré, y que explico con algo de detalle en el libro, es lo que se refiere al Parménides, donde Parménides es puesto a decir que lo que dice Parménides no puede decirse porque, cuando es dicho, produce contradicciones.

¿Cuál es, entonces, la motivación de toda la Ironía platónica, y filosófica en general? El reconocimiento de la inadecuación del lenguaje, de la pobreza de la univocidad y, en definitiva, del carácter no unívoco y “matemático” de la realidad para nosotros. De las dos clases de ironía de que podríamos hablar (una ironía domesticada y una ironía absoluta), solo la primera tiene cabida en los lenguajes no filosóficos, y solo donde está la segunda hay un lenguaje propiamente filosófico. Todos conocemos la ironía domesticada. Es inocente. El más pulcro de los hombres se puede permitir esa ironía, que incluso es un gesto de urbanidad. Pero ¿dónde hay que parar de ironizar? La ironía está, “normalmente” (en nuestra actitud natural), enmarcada en un entorno superior no irónico. Pero ¿y si ese entorno puede ser interpretado como una ironía, a su vez? La Ironía, entonces, amenaza con disolverlo todo. Los amantes del orden pretenden ponerle freno. Eso significaría, al fin, la victoria de la Ciencia, del Matema: en algún punto, sería determinable el sentido unívoco. Sin embargo, la Filosofía es la continua puesta en cuestión de todo postulado, buscando lo anhipotético, y esto quiere decir que todo tiene que ser disuelto, hasta encontrar algo que ya es consistente en sí mismo, pero que, por eso mismo, no se puede expresar idénticamente por medio de otra cosa. Ese algo es lo Uno mismo, que es lo mismo que lo Bueno en sí. Pero cualquier expresión suya es ya inadecuada. Por eso hay que usarla impropiamente: decir eso para decir otra cosa. La actitud filosófica es la que ironiza con todo. La Ironía es la comprensión de la dialéctica y analogía de la realidad.

La Ciencia no puede ser irónica porque no es dialéctico-analógica. Vive en la ingenuidad de la univocidad. Esto no es un defecto de la Ciencia, sino su límite o definición. La Ciencia cree presuponer el realismo ingenuo (cree presuponer, digo, porque en realidad la Ciencia, internamente hablando, no presupone ninguna posición filosófica: lo mismo daría que estuviese describiendo la realidad que describiendo una ilusión indetectable fenoménicamente).

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Pero, decía, “decir una cosa para decir o expresar otra” no es suficiente para individuar a la Ironía. Y no solo porque eso es propio de todos o casi todos los tropoi, de la “literatura”, sino porque es propio incluso del error o el engaño. Otro elemento esencial de la Ironía es que su autor sea consciente de ella. Sería, seguramente, muy “irónico” que el autor de cierta ironía no supiese de ella, pero sería esa una ironía de otro ser (una ironía de la Historia, del destino, de Dios o el Diablo), no de quien escribió o dijo la ironía sin saberlo: él no hizo realmente la ironía; ni siquiera la transmitió, en el sentido en que se dice que un ser consciente transmite cierta información. Si no hay ningún ser consciente al que atribuir la ironía, solo impropiamente se habla de ironía (este es el caso cuando se habla de “ironías del destino”, etc.).

Esto implica, además, que para que haya ironía tiene que poderse saber, por las características del propio mensaje, que es irónico, aunque sea obra de un alienígena. No basta con que el autor de la ironía sea consciente de ella. Es necesario que introduzca algún elemento sémico que permita descubrir que se trata de una ironía. Tiene que haber, por ejemplo, algo ridículamente improbable por ahí (como una numerología, o cualquier otra extraña “coincidencia”). A veces es muy difícil saber si el autor está ironizando o no. Solo las personas más inteligentes se dan cuenta de las más finas ironías. Algunas ironías están destinadas a serlo solo para algunos, mientras tienen como objetivo ser planos mensajes literales para otros. Quizás hay ironías que no hemos descubierto todavía: ¿y si toda la Biblia es una ironía (que hay que interpretar desde, digamos, el Eclesiastés), o lo que escribió Nietzsche (y en realidad es un místico del Cristo con que firmó en alguna de sus cartas últimas), o lo que Newton hizo pasar por fórmulas científicas…? (¿Hay un posible algoritmo para detectar todas y solo las ironías?). Mientras no encontremos, en el mensaje, el elemento que solo puede significar su carácter conscientemente irónico, no es lícito hablar de ironía en sentido propio.

Con esta nueva caracterización de la Ironía podemos abordar la cuestión de la relación entre Ironía y Arte. En efecto, no he dicho todavía por qué no creo que el lugar de la Ironía sea el Arte. Tampoco he dicho qué relación hay entre Ironía y Metáfora. Empezando por lo más sencillo e intrascendente (lo segundo), hay una diferencia “técnica”, creo yo, entre ambas. La Metáfora es semejanza. Dice una cosa para decir otra, sí, pero entre ambas tiene que haber, además, alguna relación de semejanza. Esto no es así en la Ironía. Ni siquiera cuando se trata de una ironía que opera por semejanza. La Ironía, en cuanto tal, no vehicula ninguna relación específica entre lo dicho y aquello a lo que se apunta. Solo vehicula la Relación Analógica en sí. Cualquier puesta entre paréntesis de lo dicho, cualquier negación de la univocidad, es irónica. ¿Se podría decir, entonces, que la Metáfora es una especie dentro del género Ironía?

Vayamos ahora a la cuestión más dura: por qué creo que el Arte, en general, no es el lugar de la Ironía. La razón es que el Arte, por ejemplo la Metáfora (la Metáfora Poética), no es consciente de que apunta a otra cosa. Así le pasa al mito. En cambio, el uso de analogías y mitos en la Filosofía, implica necesariamente la consciencia de su uso. No es lo mismo el uso del mito en el pensamiento mítico que en Platón. Platón es consciente de lo que quiere decir con el mito, y por qué tiene que usar ese modo de decir una cosa para decir otra. El pensamiento mítico no lo es. Esto desconcierta a algunos, que pretenden que todo mito es esotérico, es decir, mensaje conscientemente cifrado, de autores que eran plenamente conscientes de su no-literalidad. Pero no es así, como no es verdad que las imaginaciones del niño vayan acompañadas de la consciencia de cómo podrían ser conceptualizadas.

Por eso, solo en cierto sentido se puede decir que la Metáfora es un tipo de Ironía: solo en el sentido en que la Metáfora es parte del discurso filosófico. La Metáfora poética, en cambio, no solo no requiere que se sea consciente de ella, sino que requiere todo lo contrario: la Fantasía tiene que estar totalmente desinhibida de todo concepto. Tiene que ser locura. Y esto tanto en el ámbito poético como “fuera”. Dentro del ámbito artístico, si se es consciente de la analogía que porta el tropo, entonces se trata de un símil. Pero el símil, en realidad, es solo una analogía consciente en el interior del discurso poético, y no requiere ni puede tener la consciencia, de orden superior, de que se está usando el símil porque lo que se pretende expresar no es expresable unívocamente. Eso es filosofía, pero el poeta se guía por el sentimiento estético. Por supuesto, cualquier poeta o artista en general puede ejercer también de filósofo. Y hasta puede muy bien suceder que sus reflexiones filosóficas inspiren, desde fuera, aspectos de su arte. Pero el momento propiamente poético, en que está operando libremente la imaginación, no puede ser consciente ni de que remite a otra cosa, ni de por qué el hombre quiere remitir a otra cosa. Es inconscientemente profundo, y profundamente inconsciente. En este sentido, decía, es inverso a la Ciencia, que es consciencia total de la superficie, y, por tanto, superficialmente consciente de la realidad.

El Romanticismo, dado que piensa que para acceder a lo incondicionado hay que suspender lo racional y dejar a la imaginación caótica, cree que el Arte es el lenguaje más auténtico. Al Romanticismo le parece, pues, todo lo contrario que al Positivismo, el cual ve en la Ciencia, en la univocidad de lo superficial, el paradigma de la verdad. Pero la Filosofía racionalista dialéctico-analógica no acepta ninguna de estas dos posturas: ni profundidad irracional ni racionalidad superficial: en lo mejor de la racionalidad, en la Dialéctica (que Platón situó más allá de la Matemática y dos pasos más allá de la imitación artística) es donde se produce la ironía: en la dialéctica y la analogía.

Sin embargo, tan necesaria como es la Ironía, así de imposible es también. Y no solo porque, como recuerda Paul de Man, hay una contradicción en el concepto de parábasis o ruptura permanente del orden del discurso: una interrupción constante no es interrupción, se convierte en norma. Por tanto, no puede hacerse regla de la Ironía. Pero esto no es sorprendente, dado que hemos visto que la ironía es la ruptura del régimen mecánico y univocista. La Ironía es Analogía (y, por tanto, dialéctica). Precisamente porque la Inteligencia es dialéctica, no puede permanecer unívocamente en la Ironía. Por eso hay, junto a la necesidad de su ruptura, siempre una fuerte pulsión de univocidad y de sistema y orden en todo filósofo. Y ambas cosas, deseo de univocidad y reconocimiento de analogía, son necesarias. Esto se manifiesta en el hecho de que cuanto mejor es una ironía, más difícil es detectarla. En el límite, el máximo filósofo con la máxima Inteligencia ironizaría de manera infinitesimalmente indistinguible pero a la vez absolutamente distinguible. En ese punto inextenso e infinito se contiene el mundo.

lunes, 3 de junio de 2013

El lugar de la Filosofía

¿Puede alguien creer que los problemas de la humanidad (que quince mil niños mueran de hambre al día o haya guerras, por ejemplo), o que los problemas de los países más “avanzados” (la desigualdad injustificable o la esclavitud al trabajo y al consumo, por ejemplo), o que los problemas de España (la corrupción o la especulación sin freno, por ejemplo) se deben a que hay en la Educación un déficit de formación científico-técnica y un exceso de educación humanística y de reflexión filosófica y ética? Sí, puede alguien. Para empezar, los líderes mundiales. Después, los líderes europeos. Y, por supuesto, los líderes españoles. Detrás de ellos, con toda seguridad, la masa reflexiva que constituye el cuerpo de nuestras democracias. En la educación española sobran, según la futura ley de Educación, LOMCE, reflexión filosófica y ética, educación musical y artística en general, educación humanística..., y falta ingeniería (bueno, y catequesis también). Si aumentamos la instrucción científico-técnica, ya sí que todo se arreglará, todo irá bien, muy bien…

 Algo tan grotesco, que no merecería siquiera el aliento que se invierte en refutarlo, es real, sí, es el espíritu de nuestro tiempo. Estamos en crisis, de eso no hay duda. Y los profesores de Filosofía, por cierto, no somos meras víctimas.

Texto de la ponencia que presenté el día 1 de Junio en Mérida, invitado por la Plataforma de Defensa de la Filosofía en Extremadura (PDFex) y la Asociación de Filósofos Extremeños (AFex):