domingo, 21 de febrero de 2016

¿Cómo es ser ateo?, IV: las dificultades del naturalismo y la religión sin teísmo de Dworkin

Según veníamos viendo, para los filósofos que aceptan la herencia de la “muerte de Dios” no se presenta como tarea fácil, sin embargo, la de ser definitiva y completamente ateo (o a-teo, o posteísta, etc.). En cuanto el pensamiento de la sospecha habría delatado la presencia parasitaria de teologemas incluso en los conceptos y valoraciones seculares y racionales, y no solo en los de la metafísica, sino también en la ciencia y la política, esto es, en todo aquello que directa o indirectamente afirme o postule algo universal y trascendente al ámbito de lo definido por el tiempo y el espacio o, más bien, por el aquí y el ahora, solo quedaba, para quien se pretendiese radicalmente pos-teológico, un “pensamiento” de la radical finitud y contingencia. Pero incluso este pensamiento (en la medida en que lo sea) podía ser delatado como una nueva forma de teísmo, un teísmo radicalmente “ascético” que lo que haría en realidad, según esta hipersospecha, es situar a Dios, al infinitamente Otro, más allá de toda afirmación y comprensión posible. Así, el rechazo de la metafísica y de toda racionalidad, propio del pensamiento de “la muerte de Dios”, no sería “más que” el viejo repudio del Dios de los filósofos, la vieja iconoclastia, la vieja teología meramente negativa, el viejo fideísmo voluntarista, que se manifiesta en otros muchos signos (también, por ejemplo, en el dualismo radical del Tractatus), pero reforzado. La muerte de Dios sería un teologema más: el de la radical inaccesibilidad de Dios. Obviamente, el nietzscheano puede rechazar esta interpretación, sosteniendo que lo único que él afirma es la ausencia de Dios, la definitiva necesidad de vivir por nuestros propios medios. Pero esto puede ser visto, a su vez, como una postura inconsciente de sí misma, y ello desde dos puntos opuestos de vista: desde el punto de vista del teólogo de lo radicalmente Otro, que le objetará que, al rechazar lo radicalmente Otro, el nietzscheano sigue preso de la metafísica, que le impide concebir a Dios de otra manera que a través de ella; y desde el punto de vista del racionalista, que le objetará que cada vez que habla el nietzscheano está implicando precisamente aquello que quiere dejar atrás, es decir, conceptos universales y necesarios, metafísica.

¿Qué hay del ateísmo más allá o por fuera de esa manera nietzscheana de plantear las cosas? El pensamiento anglosajón analítico, mucho menos dado que el francés a hermeneuticismos e historicismos radicales, ha rechazado siempre (más implícita que explícitamente) la identificación de teísmo y racionalidad, esto es, la tesis de la secularización. Para el continente intelectual analítico, un mundo secularizado es, al contrario, un mundo en el que las creencias religiosas son solo una opción individual, que no operan esencialmente ni en la política ni en la ciencia, ámbitos estos donde opera solo la racionalidad (Charles Taylor, A secular Age, 2007).

¿Cómo es ser ateo en ese mundo intelectual? En primer lugar, también “allí” se identifica usualmente el teísmo, e incluso la religiosidad sin más, con la creencia en una instancia sobrenatural. Sin duda, esto es un sesgo cristiano o bíblico (si bien, también dentro del cristianismo y de las otras religiones del libro hay versiones inmanentistas de Dios –piénsese en el Dios de Hobbes o de Spinoza-). Pero, dejando por el momento esto, el pensamiento anglosajón distingue entre religiosidad y racionalidad: esto es, se puede “perfectamente” (pretender) ser ateo sin por ello sentirse obligado a rechazar la idea de Leyes universales y necesarias de la Naturaleza y/o de la Ética y la Política. Se puede, es más, ser ateo y, a la vez, tener un pensamiento fuertemente metafísico: así lo fue McTaggart, y lo son actualmente algunos filósofos analíticos.

No obstante, obviamente, hay una fuerte relación dialéctica entre ambos terrenos, el de la creencia y el de la racionalidad, de modo que el teísmo intenta siempre presentarse como amparado por argumentos racionales, y el ateísmo se presenta, todavía más, como la demolición racional de la tesis de la existencia de una entidad tal como debería ser Dios (aunque los atributos de este varían según los filósofos: por ejemplo, es muy relevante la posición de Ch. Hartshorne, uno de los más importantes teístas metafísicos, que rechaza la omnipotencia divina).

El ateísmo, en el mundo anglosajón, ha ido unido esencialmente al positivismo y a la ontología naturalista en general. Como se sabe, positivismo y naturalismo dominaron ese mundo intelectual durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, y todavía son, seguramente, la concepción más común. No obstante, ello no condujo necesariamente al ateísmo, sino que se halló siempre alguna forma de dejar sitio al teísmo: una de ellas, tal vez la más importante, era colocar a la creencia teológica en la misma caja en la que se metía a todo discurso que no perteneciese a la ciencia, tales como la estética y la ética: todos esos podían ser considerados otros “usos” del lenguaje, usos no descriptivo-veritativos, sino expresivos o algo semejante. El teísmo no tendría valor de verdad, pero podría tener un fuerte valor emocional o de otro tipo semejante. Esta es, por ejemplo, la concepción de Wittgenstein: lo que dices de Dios no manifiesta qué cosas crees, sino tu modo de ver o valorar el mundo. Tal desplazamiento de la creencia desde la verdad a otros usos era paralelo al movimiento, en la Europa continental, hacia formas anti-cognitivistas, y no dejaba de ser una interpretación muy querida por la religiosidad Europea, sobre todo la de inspiración más luterana e irracionalista. No obstante, y como es lógico, el teísmo nunca se ha sentido del todo a gusto con ese desplazamiento no-cognitivista. Y tampoco el ateísmo ha creído que el no-cognitivismo salvase de alguna forma la “creencia” religiosa: si, al fin y al cabo, lo que crees no tiene ningún referente ni valor de verdad sino solo un valor emotivo, ¿qué más puede pedirse desde una perspectiva atea?

Pero la situación se volvió progresivamente más complicada por varias razones:

Por un lado, el pensamiento analítico fue realizando para con la ciencia un semejante desplazamiento al que se hizo primeramente con el lenguaje ético, estético y religioso: la verdad iba dejando de ser un anclase último seguro, y la epistemología se desplazaba hacia el pragmatismo (según la tradición más americana: Peirce y James). Si incluso las teorías científicas tienen su justificación última, no en la noción de verdad, sino en las consecuencias prácticas de creer en ellas, ¿en qué se diferencia esencialmente la ciencia de la creencia religiosa, dado que esta tiene, para el creyente, un enorme importe práctico? La frontera entre el conocimiento y la religiosidad se desdibujaban, y, con ello, el ateísmo.

Por otro lado, el propio positivismo y su naturalismo ontológico eran cada vez más puestos internamente en duda. Este camino no ha dejado de avanzar. Poco a poco se ha ido haciendo más evidente para casi todos que el positivismo-naturalismo tiene serias dificultades para explicar el elemento normativo que hay en todo lenguaje, incluido, desde luego, el científico. Aunque podía parecer que las constantes discusiones de los filósofos analíticos acerca de los universales, de la realidad de las entidades matemáticas, etc., no eran más que bizantinismo académico, lo cierto es que el debate resultaba tan apasionante porque escondía algo más: si el naturalismo fracasaba en su explicación de la normatividad de los lenguajes teorético, ético, estético…, si había que reconocer una instancia supra- o meta-natural, en la que lo universal y necesario existía de alguna manera autónomamente, entonces el ateísmo, entendido como el rechazo de todo lo sobrenatural, quedaba completamente comprometido.

No es que el pensamiento analítico confunda simplemente el posible ámbito de lo trascendente, universal, normativo… con Dios: este es distinto en cuanto es una entidad no solo trascendente sino, además y sobre todo, personal, cosa que lo no es, “desde luego”, una noción o criterio universal. No obstante, hay un paso relativamente transitable desde esto segundo a lo primero, y ya los teólogos tradicionales situaban las Ideas en Dios: ¿dónde, si no, podían situarse? También los actuales teístas analíticos han solido argumentar que solo Dios puede ser el soporte requerido por el objetivismo de diversos tipos, teorético, ético…

Por todas estas razones, el ateísmo es cada vez una opción menos fácil también en el mundo anglosajón analítico: tiene que tomarse enormes molestias para, más allá de seguir salmodiando su profesión de fe naturalista, volver a discutir lo que muchos daban ya por definitivamente enterrado, como el argumento ontológico (dejamos sin considerar aquí formas burdas de ateísmo como el naturalismo inconsciente y apenas algo más que panfletario de autores como R. Dawkins).

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Como una muestra de ese estado intermedio en que algunos de los más importantes filósofos analíticos “todavía” no han “recaído” en el teísmo filosófico pero ya han superado convencidamente el naturalismo y el mero y simple ateísmo, podemos traer aquí el último libro de R. Dworkin, Religion without God (Harvard University Press, 2013).

En estas lecturas, Dworkin caracteriza la religiosidad como la aceptación de la realidad independiente de los valores: sería objetivamente válido que la vida humana tiene un significado objetivo, pero también que el propio universo es algo más que un mero hecho, algo con valor intrínseco objetivo, estético y ético:

"The religious attitude accepts the full, independent reality of value. It accepts the objective truth of two central judgments about value. The first holds that human life has objective meaning or importance. Each person has an innate and inescapable responsibility to try to make his life a successful one: that means living well, accepting ethical responsibilities to oneself as well as moral responsibilities to others, not just if we happen to think this important but because it is in itself important whether we think so or not. The second holds that what we call “nature”— the universe as a whole and in all its parts— is not just a matter of fact but is itself sublime something of intrinsic value and wonder". (pg. 10)

La actitud religiosa es, pues, el rechazo del naturalismo, del psicologismo y, en general, de cualquier forma de reduccionismo de lo normativo a fáctico. Dworkin admite que esto es, en cierto sentido, y en último extremo, un “acto de fe”, ya que no hay, según él, manera no circular de justificar la autonomía de los valores. Ahora bien, añade, tampoco hay justificación no circular de cualquier otra cosa, incluida la ciencia.

Que el universo es bello le parece a Dworkin difícil de rechazar, salvo por un prejuicio naturalista. El propio científico, dice, se orienta por la noción de belleza. La belleza del universo consistiría, al menos en parte, en el hecho de que las leyes que gobiernan el universo lo conectan todo y presentan una visión de total integridad: todo es explicable en coherencia con lo demás. A esa no arbitrariedad y completitud, a esa inevitabilidad, es a la que se habría referido Mozart en su famosa respuesta a aquel emperador que comentó que en La Flauta Mágica había demasiadas notas: no hay más notas que las justas, dijo el genio.

"They sense beauty in the fact— if it is a fact— that the laws that govern everything there is in the vastness of space and in the minutiae of existence are so delicately interwoven that each is explicable only through the others, so that nothing could be different without there being nothing". (pg. 99)

Aún más claro sería que la vida humana tiene un valor y sentido objetivo: todo el lenguaje ético y político carece de base sin ese supuesto, según vienen defendiendo cada vez más importantes filósofos de la ética, tales como Derek Parfit en su monumental On What Matters, y el propio Dworkin en, por ejemplo y sobre todo, su testamento filosófico, Justice for Hedgehogs.
Esta religiosidad no implica, sin embargo, para Dworkin, la aceptación del dios personal del teísmo. Un dios personal no añadiría nada al carácter autónomo de los valores, que es propio de la actitud religiosa. Como decíamos antes, los filósofos teístas discutirían seriamente esto: ¿puede entenderse una instancia trascendente, sobrenatural, de valores absolutos y fuente de sentido, que no sea de carácter personal, es decir, pensado y querido por un entendimiento suprahumano?

También es muy cuidadoso Dworkin con el problema del conflicto entre religión y política.  ¿Qué libertad de religión debe protegerse? Su respuesta pretende ser una salvaguarda de la total secularidad del Estado. Todas las religiones, dice, contienen una parte moral y una parte “científica” (no en el sentido de que sean hechos verídicos, sino en el sentido de que pretenden ser narración de hechos). La parte científica de la mayoría de las religiones contiene manifiestas falsedades e incluso brutales crueldades, etc., que de ninguna manera pueden pedir ser protegidas como creencias. Así, por ejemplo, el Estado no debe proteger el derecho a aprender el creacionismo como hipótesis aceptable acerca del origen de la vida, como lo es actualmente la teoría evolucionista.

¿Qué hay de la parte moral de las religiones? ¿Pueden estas legítimamente exigir protección? Ahora bien, la protección de las diversas prácticas religiosas llevaría al gobierno a contradicciones: si no interfiero, por ejemplo, en la práctica religiosa de los indios de tomar peyote, o en la católica de negar la adopción a personas del mismo sexo, discrimino a otros ciudadanos, que podrían exigir el libre uso de drogas o la discriminación de personas por otros motivos. El estado, piensa Dworkin, no debe legislar por el contenido material moral, sino para preservar la libertad de los individuos. Solo puede hacer excepciones por religión si esto no va contra el derecho a igual trato.

En fin, la religiosidad que nos presenta Dworkin, una religiosidad sin teísmo pero seguramente no una “religiosidad atea”, identifica sin complejos el carácter suprapositivo de la axiología (una vez rechazado el naturalismo epistemológico y ontológico) y el ámbito de la religiosidad. Esta postura, que seguramente tendrá cada vez más adeptos, vuelve más ardua que hace unos decenios la tarea de ser ateo en el mundo intelectual analítico.

lunes, 15 de febrero de 2016

¿Cómo es ser ateo?, III: Nancy y la deconstrucción del Cristianismo

La concepción de lo que para Jean-Luc Nancy debería ser un pensamiento posteológico es muy diferente, en cierto esencial aspecto inversa, a la de Alain Badiou. Según Nancy, la muerte de Dios significa, efectivamente, el definitivo reconocimiento de que el mundo no se apoya en nada exterior a él.  Como Badiou, también Nancy quiere rechazar, por otra parte, un falso ateísmo ascético, es decir, ver en la ausencia de Dios una falta (una “ausencia” en el sentido más afectivo-negativo que damos a este término), ver el mundo como incompleto. Pero Nancy, al contrario que Badiou, cree que la muerte de Dios es idéntica al abandono definitivo del postulado y del intento de hallar un principio o fundamento total y absoluto para el mundo, sea este lo Uno de la metafísica tradicional, sea la “matemática” infinitud de lo múltiple de la que habla Badiou. La muerte de Dios es la asunción de la finitud como un “hecho positivo”. La noción de Principio, en cualquiera de sus formas, cae en contradicción: no se somete a lo que exige a las demás cosas. El ateísmo, o, más bien (como veremos) el “absenteismo”, es el rechazo definitivo de toda arkhé. El mundo no es una totalidad, no tiene clausura: es el singular plural, siempre en relación con otros y nunca completo.

Ahora bien, la manera en que dejamos atrás el pensamiento teológico y la metafísica no es, según Nancy, ninguna destrucción o ruptura radical: una pretensión tal, como sabríamos por Heidegger, Derrida o Deleuze, seguiría presa de la misma teología y metafísica que pretende dejar atrás. No se trata de la destrucción sino de la deconstrucción del cristianismo. Pero la deconstrucción del cristianismo lo es, según Nancy, en el doble sentido del “de”: es decir, es el propio Cristianismo quien se deconstruye a sí mismo, dando paso al a-teísmo; es la propia razón metafísica la que se deconstruye y libera a sí misma, abriéndose a sí a su propia sinrazón. A esto lo llama Nancy la déclosion, que sería el fenómeno por el cual algo cerrado se abre a sí mismo: tal como sería la más extrema exigencia de la razón delatar su incompletitud, así el cristianismo llevaría en su seno, desde el principio, la necesidad de su abandono definitivo. Según la “historia” que nos cuenta Nancy, el hebreo dios monoteísta que viene a sustituir a los politeísmos en los que lo divino es presente y tangible, es ya el dios invisible, el deus absconditus, el dios ausente. El cristianismo sintetiza ese dios inaccesible con el concepto griego, en la noción de Principio, dando con ello comienzo a la secularización, esto es, a la mundanización de lo teológico. La secularización es, pues la esencia ontoteológica del cristianismo, no su destrucción ni su declive. La encarnación de Cristo es efectivamente una kenosis o vaciamiento. No se trata, entonces, de sustituir teísmo por simple ateísmo, sino de la superación de la estructura binaria teísmo / ateísmo: el ateísmo es contemporáneo del teísmo. En otros términos, usados también por Nancy (y tomados de Schelling), el monoteísmo es ateísmo. O, como sería mejor decir, absenteismo, en cuanto se trata de reconocer la ausencia de Dios, en el sentido no afectivo-negativo.

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¿Consigue efectivamente Nancy un pensamiento limpiamente ateo o posteológico?

Derrida creyó que no. Si,  como sostiene Nancy, la deconstrucción del cristianismo fuese “un” movimiento cristiano, eso significaría que la deconstrucción del cristianismo es una nueva victoria del propio cristianismo, incluso un cristianismo hiperbólico. La deconstrucción del cristianismo seguiría parasitándolo e incluso lo perfeccionaría. No se sale del cristianismo a través del cristianismo (o, podríamos decir, en términos de Wittgenstein pero contra él: no se puede salir de un sitio mediante una escalera que es humo –en cuanto forma parte de ese mismo mundo que habría que abandonar-). Por otra parte, creerse “a salvo” (no digamos “definitivamente”) del cristianismo no sería, según Derrida, más que un nuevo ejemplo de espíritu cristiano: el de la salvación.

También Badiou, aunque por razones muy diversas, cree que Nancy sigue preso de un pensamiento religioso. Si Nancy califica de metafísica, ontoteológica, teológica… la infinitud ahistórica que propone Badiou, este acusa a Nancy de caer en un “platonismo de la finitud”: la finitud sería el gran significante que absorbe todos los motivos de Nancy y lo nombra todo. En esa misma medida, Nancy no evita un pensamiento totalitario. El propio Nancy se expresa de modo que deja entrever la paradoja: no hay un incondicionado que haga de principio –dice-, pero –añade- ese “no hay” es incondicionado, es, por decirlo así, nuestra “condición humana”.  (Nancy citado por Christopher Watkin en Dificult Atheism (Edimburgh University Press, 2011). Pero, a la vez, el de Nancy sería, imputa Badiou, pseudo-ateísmo ascético más (semejante al de Derrida y resto de pensamiento débil o nietzscheano negativo), es decir, un pensamiento que se siente o se constituye como incapaz de lo infinito.

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Tenemos, pues, en Baidou y Nancy, dos intentos contrarios de pensamiento posteológico, esto es, de lo que podríamos llamar, en el sentido más amplio, un radical y definitivo ateísmo. Uno de ellos, de signo neo-racionalista e “ilustrado” y cientificista (en sentido amplio) vuelve a sostener que la superación definitiva de la creencia religiosa viene de la mano de la racionalidad, del matema, pero ahora entendido, no como orientado por la unidad (según habría hecho la metafísica, en este sentido auténtica gemela de la religiosidad –al menos la trascendente-) sino por la idea de multiplicidad infinita. El otro intento, al contrario, piensa que la definitiva muerte de Dios es lo mismo, precisamente, que el abandono definitivo del sueño matemático, la aceptación definitiva de la contingencia y la falta de totalización de nuestra existencia. Racionalismo frente a irracionalismo o sinracionalismo, infinitismo frente a finitismo, atemporalismo frente a temporalismo… ¿cómo es posible que movimientos tan contrarios pretendan contemporáneamente lo mismo, esto es el más “perfecto” “ateísmo”?


Bien, efectivamente comparten algo: el pluralismo, el anti-monismo y, en ese sentido, el anti-trascendentalismo. Son ambos pensamientos de la multiplicidad y la diferencia. Pero el uno es un pensamiento de la necesidad y el otro uno de la contingencia, el uno es de la totalidad y el otro de la parcialidad. Y, sin embargo, tanto una cosa como la otra han sido opuestas al teísmo, precisamente porque hay dos maneras contrarias de entender el teísmo, la necesitarista y la contingentista o “precarista”. O, mejor dicho, ambos aspectos concurren dialécticamente en el teísmo. Como concurrirían en cualquier pensamiento, en cuanto todo pensamiento es dialéctico. ¿Y si tanto Badiou como Nancy cometen el fundamental error de olvidarse de la dialéctica? Porque, ¿cómo puede Badiou pretender ser un pensamiento de lo inmanente si lo explica mediante nociones completamente totalitarias como los conceptos matemáticos? Pero ¿cómo puede, análogamente, Nancy pretender un pensamiento de la finitud y la historicidad, a la vez que hace afirmaciones como la de que la muerte de Dios es definitiva, y que definitivamente Dios está ausente? 

viernes, 12 de febrero de 2016

¿Cómo es ser ateo?, II (Badiou: Matema contra mitema)

¿Cómo es ser ateo, auténtica y radicalmente ateo? En la historia del pensamiento occidental, marcado por una religiosidad de la trascendencia, el ateísmo se identifica con la negación de todo origen y valor del mundo que habite más allá de él. Se ignora así cualquier forma no trascendente de religiosidad: ¿es lo mismo religiosidad que trascendentismo, ateísmo que inmanentismo?, ¿no son religiosidades el animismo, la veneración de la naturaleza o de la “Madre Tierra”, el budismo…? Esto queda pendiente de ser pensado.

Limitándonos a la identificación de religión y trascendencia, la muerte de Dios anunciada por el loco en la Ciencia Feliz significaría, sin embargo, algo más que la muerte del dios de los creyentes e incluso del dios de los filósofos, esto es, del dios “metafísico”: los teologemas cristianos, resumidos en el postulado de que el valor habita y procede de más allá del presente, seguirían, denuncia el personaje de Nietzsche, operando en los principales valores del moderno mundo secular, tanto en su concepción ético-política (democrática o socialista), aún fundada en la idea universal de Hombre y en la Igualdad, como en su concepción científica, aún fundada en la creencia en leyes universales y necesarias que rigen y por tanto niegan el devenir. Desde una perspectiva nietzscheana, pues, la mayor parte de nosotros, los ciudadanos modernos, si no todos, vivimos todavía atados al cristianismo.

Sin embargo, según veíamos, la muerte de Dios ha sufrido una torsión radical por parte de Heidegger y algunos pensadores de su inspiración. Según esta lectura, que le pasa la factura de la sospecha al propio Nietzsche, el dios del que se anunció la muerte no es más que el dios de la metafísica, es decir, el que solo se deja entender como presencia, como luz, como parusía. Pero esto no afectaría en absoluto al auténtico dios cristiano, que no tiene nada que ver con la “superficialidad” griega de creer que el valor tiene que ser visible y conceptualizable, sino más bien con el dios judío, recuperado por Lutero, el dios de la distancia. Esta otra trascendencia sería irreducible a y mucho más profunda que la trascendencia del dios interpretado alla graeca. Una nueva teología negativa rescata a dios, no contra sino incluso a partir y con el impulso de la muerte de Dios,  y lo presenta como casi inasequible-“a-priori” a cualquier análisis destructivo.
Si se quiere ser ateo, hay que estar en condiciones de rechazar tanto cualquier forma de secularización, es decir, de metafísica parasitaria, como cualquier forma de preservación de una posible distancia mística. Esto es lo que han intentado diversos pensadores actuales.

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En su libro Dificult Atheism (Edimburgh University Press, 2011), Christopher Watkin recuerda y confronta los intentos de un pensamiento posteológico en tres de los principales filósofos franceses que dominan el debate filosófico hoy: Alain Badiou, Jean-Luc Nancy y Quentin Meillassoux. Aunque los tres pretenden pensar después de la muerte de Dios, siguen caminos distintos y se encuentran, cada uno, con dificultades aparentemente insuperables, señaladas por los otros. La dialéctica más estrecha se da entre Badiou y Nancy. Comencemos por el primero.

Badiou da por hecho que, efectivamente, Dios está definitivamente muerto, y la religión también. Su aparente resurgimiento o renovación de estos últimos decenios no es, piensa Badiou, más que un disfraz de trasuntos políticos. Ahora bien, ¿qué pensamiento hay tras la muerte de Dios? Para Badiou hay tres formas de Dios, a las que les corresponden sendas formas de morir: el Dios de la creencia religiosa, el de la metafísica y el de los poetas. El primero muere de hecho: la gente simplemente habría dejado de creer sinceramente. El Dios de la Metafísica, en cambio, solo muere cuando y porque a la ontología de lo Uno le sustituye una ontología de lo radicalmente Múltiple. Por lo que se refiere al Dios de los poetas (el de Hölderlin) su muerte ocurre cuando abandonamos el romanticismo que lo produce.

Esa ontología de lo radicalmente Múltiple es la que Badiou habría desarrollado en varias de sus obras, especial y fundacionalmente en L’Être et l’Événement. Según Badiou, la ontología es lo mismo que la matemática, como ya habría descubierto la filosofía desde Platón. Pero la matemática anterior a Cantor no suministraba la forma adecuada para entender el ser como absoluta multiplicidad. La teoría cantoriana de los infinitos, en cambio, mostraría o permitiría entender al ser como lo mismo que la multiplicidad infinita.

No hay, más allá o por fuera del ser infinitamente múltiple y su eventualidad, lugar para Dios, es decir, para el ser uno fundamental. Según Badiou, la filosofía comenzó a matar a Dios desde que comenzó, en Grecia, a cambiar el mitema por el matema. Dejar atrás definitivamente a Dios es dejar definitivamente atrás cualquier veleidad con lo que no se avenga con la matemática, es decir, con unos conceptos que tienen la vocación y el derecho de abarcarlo todo, y que cuentan con una validez incondicional y ahistórica. Porque el matema es esencialmente ahistórico, atemporal. Badiou pretende “rescatar”, así, cierto racionalismo, un racionalismo post-teológico y, en ese sentido, un racionalismo sin metafísica. De ese modo escaparía tanto a la secularización como (y es en lo que está especialmente interesado), al misticismo, que exige una instancia radicalmente más allá de lo inteligible.

Baidou cree que en los pensadores nietzscheanos de la diferencia, por ejemplo y sobre todo en Derrida, hay todavía un pseudo-ateísmo, una forma de ascetismo, porque la negación de la trascendencia va unida, en ellos, a la idea de que algo queda irremediablemente no-presente: lo Totalmente Otro, siempre por-venir y nunca presente, que Derrida “profetiza” continuamente, y que despierta el irónico comentario de Badiou:

«Une pensée tout entière à venir! » Comme est irritant le style postheideggérien de l’annonce perpétuelle, de l’à-venir interminable, cette sorte de prophétisme laïcisée ne cesse de déclarer que nous ne sommes pas encoré en état de penser ce qu’il y a à penser, ce pathos de l’avoir-à-répondre de l’être, ce Dieu qui fait défaut, cette attente face à l’abîme, cette posture du regard qui porte loin dans la brume et dit qu’on voit venir l’indistinct! Comme on a envie de dire: « Écoutez, si cette pensée est encore tout entière a venir, revenez nous voir quand au moins un morceau en sera venu! » (Citado por C. Watkin, pg. 9)

Para Badiou un pensamiento solo ha abandonado la teología cuando no está dispuesto a reconocer nada que lo limite, nada que le quede oculto o inaccesible. Cualquier pensamiento de la finitud sería un pensamiento religioso.

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Mis objeciones detalladas al pensamiento de Badiou las dejo para más adelante: consisten fundamentalmente en el rechazo de a) su identificación entre Filosofía y Matemática; b) su consecuente inconsciencia respecto de la dialéctica y de la analogía, ausentes en la matemática y la ciencia en general, pero esenciales a la especulación filosófica; c) su fallida defensa de la prioridad de la multiplicidad. Por el momento, y como un asunto relativamente menor (aunque solidario con el tenor de mis principales objeciones), me parece evidentemente incorrecta la interpretación que Badiou hace de Platón: de ninguna manera para Platón la matemática es la episteme superior. El matemático, llega a decir Platón, sueña, en cuanto parte de supuestos no racionalizados y se apoya en imágenes sensibles, es decir, desconoce la dialéctica.

Pero, ¿consigue Badiou, según sus compañeros de ultra-ateísmo, ser verdaderamente ateo, o, si se quiere, posteológico? No, según Jean Luc Nancy (y, podríamos decir, según cualquier nietzscheano medianamente ortodoxo). La pretensión de Badiou de una teoría perfectamente ahistórica que accedería al conocimiento de lo infinito es, para un heredero de Nietzsche, un evidente movimiento onto-teológico: la muerte de Dios tiene que ser, para un pensador de la muerte nietzscheana de Dios, el definitivo abandono de la aspiración a la Totalidad (aunque sea esta entendida en forma de Infinitud), y la aceptación (positiva) de la relatividad, la historialidad, la parcialidad, la finitud insuperables. Badiou, pues, seguiría preso de un teologema secularizado, parasitaría al Dios que pretendía dejar atrás, el de algún valor atemporal no sometido a la historia. El propio historicismo, arguye Nancy, es una creación metafísica, así que no se puede separar filosofía de historicismo, como pretende Badiou. Ahistoricismo / historicismo es una dualidad metafísica, como lo es sensible / suprasensible. (Ya veremos cómo puede dejarse atrás esa dualidad, según Nancy).

Otros autores han ofrecido otros argumentos que mostrarían que Badiou no alcanza un pensamiento posteológico. Para el teólogo derridiano J. Caputo, por ejemplo, lo incondicionado de Badiou, aunque sea inmanente, es un teologema, y su lectura del deseo es mesiánica. El Evento o Acontecimiento que teoriza Badiou como surgimiento de una singularidad en el seno de la multiplicidad, tendría su modelo, según Ranciere, en el acontecimiento de la Cruz. También se le ha objetado (por parte, por ejemplo, del teólogo y filósofo John Milbank) que sus axiomas en favor de lo Múltiple son una pura decisión no motivada racionalmente, en tanto que matemáticamente existen otras posibles axiomatizaciones de la Teoría de Conjuntos que no suponen el “axioma de infinitud” y la negación de la unidad fundamental.

Respondiendo a esto, Badiou admite que la elección de los axiomas no puede justificarse a su vez, de modo que, en cierto sentido, se trata, sí, de una elección indecidible. Pero –arguye- que los axiomas sean indecidibles no quiere decir que sean caprichosos: son, según Badiou, lo que exige el pensamiento, al menos en el estado histórico moderno, que es, desde el Renacimiento, el movimiento de apertura a la infinidad de los mundos y el “afecto de la inmanencia”.

Ahora bien -cabe contra-argumentar-, ¿son, el “afecto de la inmanencia” o la coyuntura moderna algo necesario, o bien algo contingente? Si son necesarios (como parece exigir Badiou), eso implica un valor supra-histórico, supra-fáctico, que la crítica radical de la secularización interpretará como parasitario del teologema de causa sui, etc; si, para evitar esto, se acepta que esa elección que Badiou hace es contingente, entonces tendrá que admitir que, en otra época histórica y en otras circunstancias, puede darse un pensamiento que, al contrario, pida o incline a postular lo divino. Este dilema, por lo demás, no podría afrontarse ya con recursos matemáticos: eso sería una petición de principio. La decisión por la que Badiou elige una axiomática que da la prioridad ontológica a la infinitud, no probaría nada, pues, y menos que cualquier cosa la no-existencia de Dios.

En resumen, a un pensamiento pretendidamente posteológico como el de Badiou, desde el lado del nietzscheanismo o "irracionalista" radical se le objetará que sigue siendo teológico-metafísico en cuanto sigue creyendo en una validez universal. Y esta objeción le será hecha, por cierto, tanto por el ateísmo "irracionalista" o "sinracionalista" (Nancy) como por el teísmo irracionalista (Jean-Luc Marion).

Pero ¿quizás entonces desde el lado racionalista de corte clásico (el de la filosofía perenne) sí se le admitirá ser un pensamiento ateo, en cuanto niega radicalmente lo Uno y defiende que el Ser es la pura multiplicidad? Tampoco: un pensamiento racionalista de corte clásico (como el de, por ejemplo, J. Milbank) objetará, cuando menos, lo siguiente: a) el pluralismo radical de Badiou está injustificado; y b) en cualquier caso, no escapa a lo más nuclear de la filosofía perenne y, “por tanto”, a la teología-metafísica cristiana: la necesidad de una axiología universal y necesaria, que está en dialéctica con la historia pero no se reduce a ella ni la niega.

(continúa)

miércoles, 10 de febrero de 2016

¿Cómo es ser ateo? I

¿Qué es ser ateo? ¿Se puede serlo?, ¿se puede no serlo? El asunto no es nada fácil.

¿Diríamos que los pueblos animistas eran ateos? ¿Eran ateos los griegos?; ¿eran ateos los ateos ilustrados, “o” Feuerbach, “o” Marx?; ¿y Nietzsche? Según el cristianismo, los animistas e incluso los griegos eran esencialmente ateos, pues no habían descubierto al Dios radicalmente sobrenatural. Según Nietzsche, ni los ilustrados ateos ni Marx eran verdaderamente ateos, pues creían en cosas como Las Leyes de la Naturaleza o La Igualdad del Hombre. Según algunos filósofos posteriores a Nietzsche, Nietzsche no era auténtica o profundamente ateo, porque la muerte de Dios solo afecta al dios de la metafísica, al Dios-Ser, no al Dios sin el ser… ¿Hay, en algún lado, un ateísmo perfecto y definitivo? ¿Cómo es ser ateo?

En un sentido estrecho (y etnocéntrico, o bibliocéntrico –propio de las religiones del Libro-) el ateísmo sería la negación de la existencia de una Persona sobrenatural, creadora y juez de toda la naturaleza y de las almas. Sin embargo, este sentido del término, aunque muy literal (pues apela al lexema “theos”) es poco interesante, ya que deja fuera muchas posibles manifestaciones de algo que querríamos considerar esencialmente un único género: deja fuera todas las manifestaciones de religiosidad menos una. ¿Es interesante distinguir entre teísmo y religiosidad? Puede ser interesante para el teísta en sentido estrecho, que tendría la tentación de considerarse la única forma genuina o depurada de religiosidad; y, por lo mismo, puede resultarle interesante a cierto ateísmo moderado o relativo, que se conformaría con rechazar esa forma concreta, trascendente, de religiosidad. Pero no es interesante en el sentido amplio en que con el término “ateísmo” nombramos un rechazo universal de la religiosidad, es decir, de algo que hay en común al cristianismo, al animismo, al budismo y a muchas e indefinidas formas de creencia religiosa. Este es el concepto interesante, y, en la misma medida, problemático. ¿Cómo hay que definir el teísmo, o la religión, para que tenga toda su fuerza posible el ateísmo?

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La cuestión se ha vuelto completamente intrincada desde que Nietzsche, siguiendo ciertas inspiraciones precedentes, defendió la tesis de la secularización, es decir, la tesis de que el espíritu religioso seguía presente en sitios donde ingenuamente no se creía: por ejemplo, en la ética y política moderna, tanto en la liberal-democrática como en el socialismo y el marxismo, pero también en la religión positiva comtiana, y también en las ciencias, en cuanto todas esas concepciones modernas creían en valores universales, suprapositivos, eternos, tales como el Hombre o las Leyes que rigen (y, por tanto, niegan) el (auténtico) devenir. La tesis de Nietzsche identificaba simple y brutalmente la religiosidad con la racionalidad. Igualmente, mediante un “análisis” psicológico y genealógico, identificaba racionalidad y enfermedad de la voluntad, etc. El anuncio de la muerte de Dios significaba la negación de todo sentido no inmediata y radicalmente inmanente: el instante presente no recibe su valor de ningún otro (trans)tiempo o lugar; no existen axiologías universales, trascendentes ni trascendentales, ni para el conocimiento ni para la voluntad. Aquí parece alcanzarse un concepto sumamente radical de ateísmo (pero un sentido, a la vez, extremadamente problemático y difícilmente sostenible, a mi juicio, pues ¿no elimina por decreto toda posibilidad de discutirlo racionalmente? Hablaré de esto más adelante. No obstante, esta no es la principal objeción que el ateísmo de Nietzsche se encuentra en el irracionalista pensamiento postnietzcheano).

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¿Es realmente ateo Nietzsche? Es decir, ¿excluye su pensamiento cualquier forma de entender la esencia de la religiosidad? ¿O bien puede interpretarse como religiosidad esa afirmación suya de la radical inmanencia (de modo que, tal como él habla de la moral amoral o sin moralina, se pueda hablar de teísmo ateo o religiosidad arreligiosa o sin “trascendentina”? Y, segunda cuestión, ¿consigue al menos Nietzsche la completa y certificada muerte de Dios, del Dios sobrenatural?
Respecto de lo primero, es evidente que puede hablarse de una religiosidad de la inmanencia. Hay propuestas de religión naturalista (véase, por ejemplo, Jerome A. Stone, Religious Naturalism Today, The Rebirth of a Forgotten Alternative, 2008). Lo que nos obligará a pensar de manera más abierta qué es lo que distingue al espíritu o la actitud religiosos de la pura arreligiosidad. Quizás aquí encontraremos que el pensamiento moderno y especialmente el nietzscheano es radicalmente religioso, incluso fideista, en cuanto renuncia o intenta renunciar cuanto puede a cualquier racionalización del sentido, y se entrega a algo que podemos llamar de diversas maneras: voluntad, sentimiento, fe…

En cuanto a lo segundo: ¿no habría acabo Nietzsche, al menos, con cualquier dios trascendente? Sin embargo, la “muerte de Dios” de Nietzsche es vista por Heidegger como solo la inversión del platonismo y del Dios de la metafísica. Puesto que Nietzsche sigue preso de la dualidad sensible / suprasensible, no escapa a la metafísica o a la onto-teología, sino que es solo su último capítulo. Es solo el dios filosófico, el dios como causa suprema o ente máximo, el que es vuelto del revés en la muerte de Dios. Para saber de Dios, recomienda Heidegger, sería bueno acudir a Lutero. O a Pascal o a Kierkegaard, podríamos de decir. La religión, incluso la cristiana (incluso la católica) ha estado siempre en “conflicto” (en dialéctica) con el dios de los filósofos. Y, ¿no es solo del dios de los filósofos del que Nietzsche habría anunciado la muerte, aunque él creyese que su terrible anuncio iba más allá?

Jean-Luc Marion sostiene (véase, por ejemplo, Dieu sans l’etre) que la muerte de Dios no afecta al Dios cristiano, al Dios de la distancia, sino solo al dios ídolo procedente del pensamiento griego. El concepto de la secularización ha dado aquí una vuelta completa: no es ya que la secularización haya traído al mundo teologemas cristianos, parasitando en ellos, es que, más bien, la secularización, con toda la filosofía desde los griegos (o sea, simplemente la secularidad), es una radical incomprensión del cristianismo auténtico. Ante el intento ateo, el teísmo se refuerza proyectándose más allá de cualquier reducción. Y lo interesante es que esta salida no es ni mucho menos extraña a la religiosidad, pues, como decíamos, esta siempre ha sostenido el teologema fundamental del deus absconditus, el dios del misterio, etc. Posiciones aparentemente ateas, en cuanto niegan explícitamente el ser o la existencia de Dios, son en realidad interpretables como superreligiosas y teístas, esto es, como teologías radicalmente negativas que nos piden que, de aquello que no se puede hablar, callemos, no porque aquello no “exista” o no tenga sentido, al contrario: aquello de que no se puede hablar, es el sentido, pero, por eso, sería inaccesible a ser nombrado, sería la parte que no se escribe del libro (según dice el prólogo del Tractatus).

¿Qué puede hacer el ateísmo ante esto? Según los parámetros heredados de la “muerte de Dios”, el ateísmo parece que tiene que evitar, pues, dos caídas, dos caídas de sentido contrario: por un lado, debe evitar ser parasitario de algún teologema inadvertido, es decir, de una forma de secularización; todavía en otros términos, tendría que evitar caer en algún concepto metafísico. Por otro, tiene que evitar ser un “ateísmo ascético”, es decir, un falso ateísmo que, aunque niega lo trascendente, sin embargo vive preso de ello, en cuanto lo vive como una limitación o pérdida, porque tal ateísmo es, en realidad, o puede ser fácilmente revertido en una forma de teología negativa. ¿Puede un ateísmo evitar estas Escila y Caribdis? ¿Tiene realmente que evitarlas, es decir, son las exigencias nietzscheanas “razonables” y necesarias? ¿Es posible, de alguna manera, ser auténticamente ateo?


(continuará)