sábado, 18 de mayo de 2013

Paradoja


ι μάλιστα διηνεκς μιλοσι, τούτωι διαφέρονται, κα ος καθ μέρην γκυροσι, τατα ατος ξένα φαίνεται
“De aquello con lo que más a menudo se relacionan, están separados, y lo que se encuentran cada día, les parece ajeno”.Heráclito, D-K 72

La existencia es paradójica. La condición de lo que se llama, con dos nombres torpemente restrictivos, “condición - humana”, es la paradoja. Y lo que hace, de ese pensamiento que todavía llamamos “filosofía”, algo radicalmente extraño, indomesticable, intempestivo, impresentable…, paradójico, pero (o, más bien, “y por eso”) ineludible, es precisamente que él es el pensamiento que se hace cargo de la paradoja. Es un continuo o siempre presente (aunque también, de manera (,)naturalmente(,) paradójica, diferido hacia pasado y futuro) vencer la actitud “natural”. Lo que está en cuestión es, en verdad, la naturaleza de lo natural. Lo natural (,)paradójicamente(,) no es lo natural.

Cuando Heráclito dice (fragmentos D-K 20) que “nacidos, desean vivir y recibir muerte, o más bien reposo, y dejan niños a los que les advenga la muerte” (es de notar, de paso, que el sabio de la luminosa oscuridad usa la misma raíz para el nacimiento o llegar a ser de los unos, γενόμενοι,  genómenoi, y para el llegarles la muerte a sus niños μόρους γενέσθαι, mórous genésthai: lo más diferente de la naturaleza, paradójicamente, se dice lo mismo, porque, en verdad, vida y muerte es lo mismo), quiere referirse cuando dice eso, digo yo, al exterior de la “actitud natural”. Los hombres parecen ahí una galería de fantasmas repitiendo el estúpido proceso de venir a ser (sucederles el suceder) y venir a no-ser (sucederles el dejar de suceder). Pero ningún humano, en verdad, deja de tener u obtener, como lote en ese entre el nacer y el morir de la naturaleza, la paradoja. Eso sí, “los más” la tienen como un bicho interior, que hace la vida difícil y rara, inconfesable o inexpresable hasta para los íntimos (salvo en paradójicos momentos sin tiempo, en algún rincón de una habitación o un pasillo, una tarde anónima), como una manía (diría Pavese) que desvía del trabajo y la crianza sucesivas. Parece que la naturaleza de la “actitud natural” es la repetición. La repetición (que nos disculpe Deleuze) es la manera en que la parte (una parte, (“)naturalmente(”), de la realidad, del todo) se asume como parte y se sustantiva, para dejar ya de aspirar al todo, para olvidarse, si es posible, de él, al menos conscientemente (ya no acordarse nada de que todavía se acuerda de todo). Ahí, la existencia entra en “reposo” ναπαύεσθαι,   anapaúesthai, en ralentí. La repetición es la forma mínima de la existencia, casi una vida “bajo mínimos”. Es esa forma, ese thánatos u obtener la muerte en vida, que rige en la cadena de montaje, en el pupitre, en los tuppers …, en el aburrimiento inconsciente del negocio universal, en fin. La repetición, en verdad, no logra permanecer intacta (es imposible la pura repetición, la pura cantidad de lo mismo), pero todo lo que le sucede es precisamente eso: que le sucede, no que lo hace o lo es. Le viene de fuera, de las fuerzas de la “naturaleza”, del azar o del señor de voluntad inescrutable, que es lo mismo. Por eso, paradójicamente (y por tanto natural y “necesariamente”), la figura que de la realidad segrega la consciencia “natural” o mínima, es, a la vez que la de la pura repetición, la figura más informe: la naturaleza como azar, y misterio: lo que sucede. La máxima repetición mecánica convive necesariamente con la máxima incalculabilidad del deseo, con la creencia religiosa más oscura.

Algunos “hombres” hacen otra cosa, diferente pero igual, con la paradoja de la existencia. Se trata, también para ellos, de ignorarla, y, en ese preciso sentido y precisamente por eso, su actitud es reconocidamente natural y puede presentarse públicamente sin que nadie vaya a extrañarse: al contrario, era lo esperado, y soluciona muchos problemas, proporciona bienestar, hace más fácil el movimiento de la máquina, más previsible la repetición, menos numerosamente misterioso el suceder (aunque, claro, acumula todo el misterio en un agujero negro del olvido o inconsciente acordarse). A esto, a esta actitud natural bien compuesta, lo llamamos, en los mecánicos y repetitivos, inconscientes y para-paradójicos tiempos modernos, Ciencia (restringiendo así una palabra que alguna vez significó “más”). Esta aptitud no conoce la paradoja, no es consciente de ella, no “quiere” ser consciente de ella. Solo manipula, risueñamente, paradojas de juguete: algo parecía que iba a caer más deprisa y resulta que cae a la misma velocidad (ignorando la paradoja del caer y el movimiento); creíamos que todo lo que sucede ahora sucede a la vez y resulta que no hay un ahora privilegiado (ignorando la paradoja del instante de ahora y del tiempo)... Saca el conejo de la chistera, pero nos muestra, sonriendo, cómo el conejo estaba antes allí.

La paradoja de la existencia no es rozada. Al contrario, al potenciar la “actitud natural”, la Ciencia hace más inverosímil y ajeno lo que, sin embargo, siempre está tratando con nosotros, en nosotros, de nosotros. Se acepta como postulado (impensado, desde luego –pues, en cuanto se piensa, ya no se lo puede uno quitar de encima-) la “naturalidad” de la existencia: estamos aquí, en el mundo, en un escenario, para hacer un papel, etc. Este pensamiento casi inconsciente, esta “actitud natural reglada” (como podríamos llamarla), tiene como límite el infinito, sabe que no conoce lo natural. Pero “sabe” cómo conocerlo: la matemática, la medida. Se trata de cuadrar el círculo. Se van inscribiendo cada día nuevos polígonos regulares más precisos, con más aristas, que se acercan al círculo. Claro, el círculo está, en verdad, a la misma distancia siempre: en el infinito. Porque no es medida. Pero ¿cómo aceptar lo sin-medida? El pensamiento “natural” medido, que llamamos ciencia, no puede ni planteárselo. Tendría que aceptar que saber es no saber. Y eso no es lo que llamamos hoy ciencia. Eso necesita otro nombre muy distinto. (Así, un “error” semántico –estrechar el significado de ‘ciencia’- provoca un bien colateral: sí, necesitan nombres distintos la Ciencia y lo que está, en la consciencia, más allá de la ciencia. Pero no porque la ciencia abarque todo lo que es de la consciencia, sino, natural y paradójicamente, por lo contrario).

“Puesto que es evidente por sí mismo que no hay proporción de lo infinito a lo finito, es sumamente claro también, por lo mismo, que donde se encuentra algo que excede y algo que es excedido, no se llega al máximo absoluto, siendo como son, tanto las cosas que exceden como las que son excedidas, finitas, y el máximo, en cuanto tal, necesariamente infinito. Dada, pues, cualquier cosa, que no sea el mismo máximo absoluto, es evidente que es dable que exista una mayor. (...) De ahí que siempre permanecerán diferentes, por muy iguales que sean, la medida y lo medido. Así, pues, el entendimiento finito no puede entender con exactitud la verdad de las cosas mediante la semejanza. La verdad no está sujeta a más o a menos, consistiendo en algo indivisible, a lo que no puede medir con exactitud ninguna cosa que no sea ella misma lo verdadero; como tampoco al círculo, cuyo ser consiste en algo indivisible, puede medirle el no-círculo. Así, pues, el entendimiento, que no es la verdad, no comprende la verdad con exactitud, sin que tampoco pueda comprenderla, aunque se dirija hacia la verdad mediante un esfuerzo progresivo infinito; al igual que ocurre con el polígono con respecto al círculo, que sería tanto más similar al círculo cuanto que, siendo inscrito, tuviera un mayor número de ángulos, aunque, sin embargo, nunca sería igual, aun cuando los ángulos se multiplicaran hasta el infinito, a no ser que se resuelva en una identidad con el círculo. Es evidente, pues, que nosotros no sabemos acerca de lo verdadero, sino que lo que exactamente es en cuanto tal, es algo incomprensible y que se relaciona con la verdad como necesidad absoluta, y con nuestro entendimiento como posibilidad. (Nicolás de Cusa, La docta ignorancia, libro primero, capítulo III. traducción de Manuel Fuentes Benot)

La paradoja verdadera (no la de juguete) es un escándalo para la actitud “natural”. Es para-doxa. Para acceder a ella hay que separarse, hacer epojé respecto de la “actitud natural”. Los entendidos dicen que doxa significa “opinión”, “creencia no sustentada en razones”. Y es verdad. También dicen, (“)paradójicamente(“), que doxa es un saber, un estar convencido, un dogma. También es cierto. Un dogma y una creencia son lo mismo, aunque, en el interior del pensamiento sin para-doxa, son a la vez lo más distinto, lo que va desde el ignorante al científico (al sage –en esa descarada tontería “natural” de la lengua ilustrada-): una creencia firme, un haber apresado ya la realidad y haber disuelto el misterio, al menos en parte, una teoría científica…

El pensamiento que se hace cargo de la paradoja, de la contra-opinión y la contra-certeza, de la innaturalidad de lo natural, se le llame como se le llame pasado mañana, es la Filosofía. La Filosofía ve, está destinada a ver, “claramente”, que somos parte, todos y cada uno, del todo de la realidad, parte o aspecto o modo; pero que, a la vez, tenemos consciencia del todo. De hecho, tener consciencia del todo es una redundancia, porque solo hay consciencia de(sde e)l todo. Cuando somos conscientes de una parte, la parte tiene que ser reconocida o reconocerse a sí misma, como parte, pero esto solo puede hacerse desde el todo. No puede volverse uno completamente sobre sí mismo (como dice Proclo que hace la mente) sin pasar por fuera.

Cada una de las frases que escribo se refiere al todo, por tanto son siempre lo mismo y, por así decirlo, sólo son aspectos de un objeto visto desde distintos ángulos” (Wittgenstein, Aforismos. Cultura y Valor, 31 –traducción J. Sádaba-, Espasa Calpe)
 Pero la paradoja, ni siquiera en la filosofía se da de manera “natural”. (Eso, que la paradoja se diese en algún sitio, aunque o sobre todo en su sitio, de manera natural, sería, desde luego, paradójico). La paradoja se tiene que dar paradójicamente incluso (o sobre todo) en su lugar natural, el filósofo. Y esto se expresa o manifiesta en la escisión de dos filosofías. Dos filosofía respecto de la paradoja (o sea, respecto de su tema), que a veces son sostenidas en cabezas diferentes, a veces en la misma cabeza en diferentes momentos, y a veces, en un alarde de vitalidad, en la misma cabeza al mismo tiempo.

Una de esas filosofías consiste en la pretensión de negar o reducir la paradoja. No es que sea aquí como en la Ciencia. La Ciencia no tiene consciencia de la paradoja: eso es constitutivo de ella, de su naturaleza. En cambio, es constitutivo o natural del filósofo que sí la tenga. Cualquier filósofo la tiene: empieza a ser filósofo uno en cuanto se le plantea la paradoja. Un científico (un matemático, un biólogo…), de hecho, empieza a hacer filosofía (filosofía de la matemática, de la biología…) cuando, por la fuerza de la natural naturaleza paradójica de su existencia, llega a hacerse cargo, casi como espontáneamente, del todo, de los fundamentos, etc., a partir de su profesión científica. Un filósofo filósofo, sin embargo, es un “profesional” de la paradoja, hace profesión de ella. Esto le incapacita para la ciencia:

“(…) No me interesa levantar una construcción, sino tener ante mí, transparentes, las bases de las construcciones posibles. Así pues, mi fin es distinto al del científico y mi manera de pensar diverge de la suya”  (Wittgenstein Aforismos Cultura y valor, aforismos 30).

Pero algunos filósofos (la mayoría, como es natural) quieren negar la paradoja. Esto se puede hacer, principalmente, pretendiendo una construcción cuasi-científica del todo. Esta “filosofía pese a sí” no es ciencia, pero querría serlo. Apenas uno de estos filósofos ha terminado su edificio, alguien le envía una carta diciéndole que hay una paradoja encerrada en sus fundamentos. De alguna manera se ha querido conceptualizar el todo con una sola parte, de alguna manera se ha querido cuadrar el círculo de golpe, desnaturalizar la paradoja naturalizándola dóxica o dogmáticamente.

He aquí algunas formas de la paradoja, que puedes recibir por carta:

  • Todo es algo -dicen. Todo es Agua, Número, Energía, Lenguaje… Y eso es verdad. Pero, naturalmente, no lo es. Todo no puede ser solo algo. De hecho, todo no puede ser todo. Ni por arriba ni por abajo. Por arriba, porque todo, si es muchas cosas, no llega a ser uno, no tiene unidad (¿cuál sería, de manera que podría convivir con la diferencia?). Por abajo, porque el conjunto de todos los subconjuntos que se pueden formar con las partes de un todo, siempre es mayor que el todo, así que nunca hay un todo. Por aquí, el todo se escapa hacia lo indefinido.
  • Lo que es, es -dicen. Y eso es verdad. Pero, naturalmente, no es así. Lo que es, no puede ser lo que es. Tiene que haber y ser lo que no es. El propio ser no puede ser (lo que es). Ni por arriba ni por abajo. Por arriba, porque no hay ninguna articulación proposicional o del pensamiento que alcance la pura identidad del ser consigo mismo. Ni siquiera la más redundante y tautológica de las predicaciones quiere prescindir de ambos, del sujeto y del predicado, si es que quiere seguir pensando. Por abajo, porque no hay manera de que lo otro, el no-ser, se contenga en el ser del todo.
  • Lo que se piensa es lo que es -dicen. Y eso es verdad. Pero, naturalmente, no es así. Lo pensado no puede ser lo que es. El propio pensar no puede ser. Ni por arriba ni por abajo. Por arriba, porque ni el más puro de los pensamientos del pensamiento, el de Dios, puede seguir siendo uno y pensamiento a la vez. Por abajo, porque lo que es pensado, el referente, nunca puede ser engullido por el pensamiento.

Pocos filósofos se hacen cargo en serio de la paradoja. Estos pocos no quieren negarla. Viven en ella, eso es lo “natural” para ellos: la innaturalidad de la actitud, el asombro radical o existencial. Y esta, creo yo, es la mejor forma de estar vivos. Un pensamiento así es lo que podemos llamar la Dialéctica (que debemos entender, naturalmente, en sentido no domesticado, en sentido paradójico). Por supuesto, es de la naturaleza de la dialéctica, que ella misma no resulte aceptable (ni para sí misma), a la vez que resulta ineludible. Pero también es de la naturaleza de la dialéctica o filosofía consciente de sí misma, pienso yo, la analogía . Cuando uno se apea de ese pensamiento que hace o toma de la paradoja su naturaleza, entonces uno “cae” a un nivel de inconsciencia, y sueña, como dijo Heráclito en todas sus frases.

Pero -se dirá- ¿no hay otros filósofos (ya una amplia minoría, como se suele decir) que han asimilado y superado perfectamente todo esto? Se trataría de aquellos que, vistas las paradojas, admiten que son irresolubles, y entonces nos piden o nos aconsejan, como terapeutas, que nos olvidemos de ellas, que no pensemos, que vivamos. (A este grupo pertenecen, como pelotón de cola, los eternos y blandos falibilistas). ¿Son, todos estos pocos pensadores, una liberación de la paradoja? No: estos no son más que el reverso, el negativo, de los filósofos que nombramos al principio, de los filósofos a su pesar, de los no-dialécticos. Donde aquellos construían, estos destruyen, pero ambos son lo mismo al ser contrarios, porque ambos rechazan la dialéctica, es decir, la paradoja mirada de frente.

Parece inmodesto, que el filósofo se presente así, como el despierto, como el que realmente vive. Pero cuando hablamos de la existencia, la falsa modestia es una verdadera soberbia: creer que se puede negar la paradoja. Solo existe lo que es consciente, y solo es consciente lo que es paradójico, lo que va contra la opinión y el saber matemático. Por hacer frente a la paradoja (aunque, desde luego, la paradoja nunca está enfrente, sino también frente al enfrente, desde aquí, en el “sujeto”) la filosofía es esotérica, intempestiva, inactual. Pero fuera de la paradoja no hay naturaleza. La paradoja es la naturaleza.

domingo, 12 de mayo de 2013

Filosofía, ¿de "ciencias" o de "letras"? La filosofía analítica, la filosofía hermenéutica, y más allá

A menudo voy leyendo varios libros a la vez, y procuro que sean dispares en diversos sentidos. Por ejemplo, muchas veces leo simultáneamente a varios filósofos que no pertenecen a solo una de las dos grandes maneras de hacer filosofía en los últimos ciento y pico años, o sea, la filosofía analítica y la filosofía hermenéutica. Mi intención es buscar, por encima o por detrás de sus diferencias, de qué forma están haciendo lo mismo, pensando y escribiendo sobre lo mismo. No me gusta la idea de que alguna de esas escuelas o corrientes me abduzca y se presente como la única y correcta. Es evidente que no es así. Creo que solo cegándose uno a sí mismo (al menos de un ojo) puede negar que en ambos mundos filosóficos se encuentran profundidades, bondades y bellezas. Esto, claro está, no tiene nada de original: hoy se publican cada vez más estudios en los que se hace una comparación entre Quine y Heidegger, o entre Wittgenstein y Derrida. Pero no se puede hablar de un auténtico diálogo, sino de acercamientos y semejanzas. Todavía un filósofo suele ubicarse y ser ubicado en una de las corrientes, y se muestra bastante incapaz de meterse en la piel terminológica y metodológica de la otra. La filosofía sigue fuertemente dividida en este sentido. Creo que hay que desentrañar y, en cierto modo, superar esta división. No para eliminar la diversidad de estilos (cada uno puede seguir haciéndolo a su manera, y eso será siempre bonito) sino para disolver la falsa apariencia de que no están haciendo fundamentalmente lo mismo y, sobre todo, para poder alimentarse de los destellos de ambos. Aquí, como en todo mestizaje y en todo viajar, hay mucho que aprender. Ambas maneras de filosofar son maneras de filosofar, se plantean las mismas cuestiones últimas o primeras, y dan, a menudo, respuestas mucho más cercanas de lo que puede parecer. Lo que intento aquí es, no solo defender que efectivamente analíticos y hermenéuticos hablan de lo mismo, sino también ver de dónde viene que hablen de lo mismo aunque de formas tan diferentes, y por dónde podría o debería ser superada esa separación. Haré primero un ejercicio de historia espontánea de la filosofía, siguiendo mi impresión a partir de lecturas a las que no guió, sin embargo, una preocupación historiográfica.

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La “filosofía analítica” se remonta a unos padres fundadores, Frege, Peirce, Russell, aunque podríamos rastrear sus antepasados en autores como Hume, Locke, Hobbes y, en general, un cierto estilo o modo “anglosajón”. Los primeros años de su existencia contemporánea tienen como protagonistas, además de al propio Russell, a filósofos como Wittgenstein, Moore, y el Círculo de Viena (Carnap, Neurath, etc). ¿Qué compartieron, en esencia, estos filósofos? Por un lado, el método: usando la lógica simbólica moderna (sistematizada inicialmente por Frege y Russell-Whitehead), el filósofo analítico se propone un análisis formal, “matemático”, de(la estructura profunda de)l Lenguaje. Dentro de la filosofía analítica es un truísmo decir que la lógica simbólica trajo un nivel de rigor y claridad en el planteamiento de los problemas filosóficos, respecto del cual todo lo anterior parecía ya un juego arbitrario y confuso. El propio Russell no solo dio el método sino magistrales ejemplos de cómo usarlo. La forma en que analiza las proposiciones existenciales en general (renovando la vieja tesis de que el ser se dice de muchas maneras), es considerada paradigmática por sus descendientes. Estos filósofos piensan estar ateniéndose a todo lo que un científico podría pedir (respeto por un hecho natural y tangible, como es el Lenguaje, y por su estructura matemática) y repudian la mala literatura germánica (con Hegel como blanco preferido).

Pero esta “tesis” metodológica (el análisis formal del Lenguaje) tiende también a confundirse, o a fundirse sigilosamente, con tesis filosóficas más sustantivas: por ejemplo y sobre todo, la superación o disolución de la Metafísica. La Metafísica queda superada en dos sentidos: en sentido formal, la antigua Metafísica general (u ontología, u ontología general) se reduce a Análisis de (la “esencia” de)l Lenguaje: donde creíamos estar hablando del Ser y su estructura, solo estamos hablando del Lenguaje y la suya. En este primer sentido, aún queda sitio para tesis metafísicas diversas. Sin embargo, resulta que el análisis del Lenguaje llevado a cabo por estos autores, muestra una pertinaz tendencia a darle la razón a la tesis (metafísica pero antimetafísica) del naturalismo o fisicalismo. El análisis tiende a arrojar el resultado de que las grandes convicciones y cuestiones metafísicas (como el argumento ontológico, o el problema de la nada) son malos usos del Verdadero Lenguaje: la existencia no es un predicado sino un cuantificador, la negación no es un sustantivo sino un sincategorema... La superación de la Metafísica es una superación (¿podía ser de otra manera?) naturalista y cientificista. En principio, insisto, no tendría por qué seguirse necesariamente eso, y es indeseable que se siguiese (pues ello desmontaría la pretendida neutralidad filosófica del método). De hecho, Frege no es un naturalista, sino que otorga una independencia a los conceptos (aunque Frege no habría dicho que la Filosofía “es” análisis del Lenguaje o que el Lenguaje es su objeto: su objeto son los conceptos, y no, además, en cuanto entidades psíquicas y contingentes). El propio Russell tendrá sus dudas, por ejemplo respecto de los universales. El naturalismo parece, pues, una tesis legítima y no tautológica, alcanzada con un método pulcro y neutral. Por supuesto, hay una mayor motivación previa a favor del naturalismo. Para empezar, algo así como la navaja de Occam: subsistamos teóricamente con lo mínimo. Esto es completamente legítimo. Ahora bien, hace falta algo más que eso, que amor por la austeridad, para privilegiar al naturalismo, porque ¿qué vamos a considerar mínimo e imprescindible? Hace falta, también, el prejuicio (o presupuesto, o ejercicio de sensatez, o como se quiera llamar), a favor de lo empíricamente dado, de lo natural. Es lo otro, lo sobrenatural, lo que tiene que demostrar su necesidad. Lo natural se presupone. Esto ya no es tan neutral (sino bastante hijo de su tiempo), pero tampoco es, quizás, tan restrictivo como para que impida por principio una tesis antinaturalista. De hecho, aunque no existan apenas pensadores antinaturalistas en esos años, están en la cabeza de los que sí existen, porque nadie puede pensar filosóficamente sin su otro, sin su pareja dialéctica.

Las características más importantes de esta primera época de la Filosofía Analítica son, pues:
  • la Filosofía se autocontempla como análisis lógico del Lenguaje. 
  • Este análisis arroja una estructura, ahistórica, del nivel más profundo del Lenguaje, estructura que parece ser el nuevo equivalente de lo que era la ontología tradicional 
  • la postura filosófica más común, y quizás favorecida por, o en una cierta extraña connivencia con, la nueva metodología, es el naturalismo (ontológico y epistemológico). 


Una segunda ola de la filosofía analítica, en su línea más ortodoxa, tiene como maestro indiscutible a W. van O. Quine, y como autores con influencia a K. Popper, T. Kuhn, etc. Quine alaba la pulcritud del análisis russelliano y carnapiano, y también lucha en el bando del naturalismo (y con las mismas motivaciones: simplicidad y prejuicio a favor de lo que es objeto de la ciencia natural). Pero ciertas cosas, comunes a los primeros analíticos, se han mostrado inconsistentes: sobre todo, la distinción rigurosa (para un análisis de tipo científico) entre lo formal-analítico y lo material-sintético, y la existencia de datos empíricos puros (también han aparecido lógicas alternativas, que arrojan ontologías diferentes, aunque Quine pretende neutralizarlas con la navaja de Occam). Ya no parece posible trazar una frontera cientificista entre lo necesario y lo contingente, ni entre lo dado y lo construido. Ambas imposibilidades parecen dejarnos ante solo una alternativa: o volver atrás y aceptar un dualismo no-naturalista y metafísico (en sentido sustantivo), o huir hacia delante y aceptar, como única salvación del naturalismo, un holismo relativista. Por supuesto, la inercia intelectual de la filosofía analítica ortodoxa de la primera mitad del siglo pasado, solo podía empujar hacia lo segundo. Aún así, otra vez hace falta algo más que holismo y relativismo para ser naturalista (también un idealismo puro puede ser austero, holista e incluso relativista –solipsismo-): hace falta que todo el cuerpo teórico tenga que seguir pasando de alguna manera ante el tribunal de la experiencia: salvar los fenómenos (exergo que Quine toma de Platón para encabezar su libro La búsqueda de la Verdad). Pero, una vez que no existen los datos puros, nos vemos conducidos, según Quine, al pragmatismo: todo el cuerpo teórico tiene que seguir mostrando su utilidad en experiencias empíricas funcionales. Esto, obviamente, es una restricción al holismo y al relativismo: hay una parte por donde todo el aparato teórico (toda la red) sigue tocando con la realidad. Y eso sigue siendo lo empírico, pero ahora llamado pragmático. (Aunque, si no hay datos puros ¿puede haber hechos pragmáticos puros? ¿Qué hemos ganado, en verdad, con el pragmatismo? No hemos ganado nada -como se verá algún día-: nos hemos llevado el punto de anclaje a la función no-referencial del lenguaje… allí donde todos los gatos son pardos y podemos seguir en la ilusión empirista y anti-intelectualista. Porque ¿hay alguna manera de entender lo pragmático sin una descripción de ese hecho pragmático? -Dejemos esto ahora). Sigue operando el prejuicio a favor del cientificismo. La tesis ontológica más importante de Quine es la caracterización de la existencia, de acuerdo con su famoso criterio de compromiso ontológico: existe todo y solo aquello sobre lo que nos obliga a cuantificar nuestra mejor construcción que pase el criterio (empírico-)pragmático. Este criterio se va a mostrar muy peligroso, porque va a obligar a aceptar la existencia literal de los números (y no en cuanto algo ontológico-naturalistamente reducible). El naturalismo ontológico deja de quedar a salvo también respecto de las mentes y espíritus (quizás la ciencia postule mentes el día de mañana, si no lo hace ya la física cuántica), pero subsiste el naturalismo epistemológico, o pragmatismo cientificista.

Pese al relativismo ontológico, Quine no insiste en el carácter histórico y sociológico de las construcciones teóricas (científicas o filosóficas). En cierto modo, sigue creyendo que hay unos criterios universales de cientificidad (simplicidad, máxima de la mutilación mínima, empireo-pragmatismo) que flotan por encima de toda posible teoría científica. Mientras tanto, un filósofo-historiador de la ciencia, Thomas Kuhn, sostiene la historicidad de las propias construcciones científicas, incluso en su parte más nuclear y paradigmática. Esto puede ser interpretado como un relativismo todavía más profundo que el de Quine, porque los propios criterios de cientificidad están sujetos a la historia. Ahora bien, con gran ingenuidad Kuhn no se plantea si la propia historiografía (y con ella sus propios análisis, los de Kuhn) están sujetos a cambios de paradigmas, fundando en… ¿qué? Kuhn intenta defenderse de la acusación de relativismo extremo, sin éxito. El historicismo no va a hacer mucha mella en la ortodoxia analítica.

El otro gran filósofo, heterodoxo, de este periodo de la filosofía analítica, es Wittgenstein, en su vuelta a la filosofía. El cambio en Wittgenstein es en cierto modo paralelo al que supone Quine respecto de Carnap, aunque en otro sentido, es mucho más radical (como era mucho más radical y profundo el Tractatus que todo el Círculo de Viena junto), y más desintegrador para la corriente de la filosofía analítica, si es que alguna vez Wittgenstein ha pertenecido a ella (se dirá). También Wittgenstein rechaza el trascendentalismo de su Tractatus (la idea de que hay una esencia del Lenguaje, que hay una línea clara entre lo formal y lo material…), y también él se encamina al pluralismo y al pragmatismo. Pero se trata de un pluralismo más radical, sin veneración explícita por el cientificismo (todo lo contrario), y de un pragmatismo más “metafísico”, que no se apoya en hechos empíricos (como en Quine) sino en “formas de vida”. (El único juego de lenguaje que sigue siendo una confusión es, según Wittgenstein, el de la Metafísica: la motivación antimetafísica es la más fuerte). El camino del segundo Wittgenstein hará más fácil la comunicación con los filósofos hermenéuticos. Por lo que, no obstante, cabe seguir considerando a Wittgenstein como un filósofo analítico es porque sigue tomando por objeto de reflexión al Lenguaje y, sobre todo, porque lo hace mediante un análisis que quiere parecer científico: lingüístico, semántico, o al menos de la pragmática lingüística.

¿Qué queda, entonces, de la Filosofía analítica, en esta segunda ola?
  • sigue presentándose, en cuanto a lo formal y metodológico se refiere, como análisis lógico-científico (cientificoide) del Lenguaje. 
  • sigue inclinándose, en cuanto a tesis sustantivas, por el naturalismo epistemológico, o, al menos, por un pluralismo de lo inmanente. 


Los discípulos de Quine provocaron una nueva revolución multiforme. En cuanto a la tesis formal de la filosofía analítica (el análisis del Lenguaje), si bien algunos se mantienen fieles en eso (como Davidson –quien, sin embargo, rompe definitivamente, o lo pretende, con el empirismo-), otros varios vuelven, para escándalo de la vieja guardia analítica, a hablar directamente de metafísica: de esencias y sustancias, etc. Lo que Quine llamó tímidamente “ideología” de una teoría global, es ahora la parte más general del todo, y puede legítimamente llamarse metafísica y reconocerse en el pasado (en las discusiones de Aristóteles o de los filósofos medievales acerca de los Universales). Este es un resultado lógico del holismo: ¿por qué excluir una parte ineliminable y muy central de nuestro lenguaje? Pero hay en ello otro cambio más radical: la filosofía ya ni siquiera es, en ningún sentido privilegiado, análisis del Lenguaje. ¿Qué es el Lenguaje del que dice hablar la antigua filosofía analítica? Obviamente, no es el Lenguaje como objeto de la ciencia. Se trata de algo así como la esencia de todo posible lenguaje. Pero, cuando hablamos de eso, hay un sentido básico en que no estamos hablando más del lenguaje que cuando hablamos de cualquier otra cosa: al fin y al cabo, todas las cosas (también los objetos de la química, o de la meteorología) se expresan en el lenguaje. Pero, lo mismo que cuando hablamos de electrones no hablamos de la palabra ‘electrón’ sino de aquello acerca de lo que la palabra es nombre, así también cuando hablamos, por ejemplo, de la existencia, no hablamos de la palabra ‘existencia’, sino de aquello que nombra esa palabra, de su referencia, o de su sentido, o de ambas cosas. Al parecer, los primeros analíticos se autoengañaron, haciéndose creer que trataban con algo de indudable pedigrí científico, como es el lenguaje, cuando en verdad trataban con algo mucho más etéreo. El quineano Michael Devitt propone hacer metafísica directamente. J. Heil escribe un libro con el título Desde un punto de vista ontológico. Hay quienes adoptan un objeto de nivel intermedio entre el lenguaje y el ser: los conceptos. La filosofía, para el fregeano M. Dummett por ejemplo, es análisis de conceptos, y estos siguen manifestándose privilegiadamente en el lenguaje. Pero, como dice T. Williamson en su recuerdo de esta historia (en The Philosophy of Philosophy), tampoco tratamos, en general, de conceptos en filosofía, sino de las cosas de las que son conceptos.

En cuanto a las tesis sustantivas, sigue habiendo propensión por alguna forma de naturalismo o materialismo (¿quién puede, en pleno siglo XX, volver a una postura metafísica espiritualista?), aunque ese materialismo a veces es “anómalo”, o incluye cosas que no serían de recibo antes, como las mentes y sus estados.

A partir de aquí hay una importante brecha. Los herederos del segundo Wittgenstein desarrollan el pluralismo pragmatista que sigue encontrando en (los usos d)el lenguaje, su mejor expresión. Por otra parte, toda una serie de importantes filósofos, como los americanos David Lewis, Saul Kripke, Peter van Inwagen, etc., hacen, ya sin ningún pudor, metafísica pura y dura, y cada vez son menos materialistas. Algunos incluso se declaran aristotélicos (Kit Fine, E. J. Lowe), y recuperan la idea de la Metafísica como una ciencia primera, relativamente independiente y a priori respecto de las ciencias específicas.

Otras cosas que merecen recordarse son: sigue tratándose de una perspectiva fundamentalmente ahistórica; el criterio pragmatista de significado o de validez, no convence a todos. Es muy importante señalar, además, que, poco a poco, la filosofía analítica fue admitiendo, como temas legítimos, lo ético, lo estético, etc., proscritos al principio de los tiempos analíticos, reducidos a las posturas metaéticas o metaestéticas no-cognitivistas (emotivismo y prescriptivismo), y de lo cual autores tan importantes como Quine apenas habían dicho una palabra. También aquí aparecen ahora posturas cognitivistas, aristotélicas, etc.

Pese a todos estos cambios recientes, que para algunos suponen sencillamente la muerte de lo iniciado por Frege y Russell, sigue, sin embargo, siendo reconocible, completamente reconocible, cuándo estamos ante un texto de filosofía analítica. Estoy convencido de que Russell leería a T. Sider, T. Williamson o K. Fine, como filósofos hermanos, y no como incomprensibles y verbosos “metafísicos”. ¿Qué tienen todos ellos en común, si ya no hablan del Lenguaje sino de las Esencias, si ya no son necesariamente naturalistas (algunos defienden el argumento ontológico), si ya no excluyen la ética y la estética cognitivistas de sus contenidos…? La respuesta es que los textos de estos autores siguen siendo textos que parecen científicos, que imitan a los textos de ciencia natural y, sobre todo, formal, que adoptan la manera o la metodología del “análisis lógico”, incluso aunque ya no proliferen las fórmulas en ellos. La filosofía analítica sigue siendo, o es quizás más que nunca, una filosofía hecha desde el espíritu de las ciencias naturales y la matemática, desde las ciencias no-humanas, digamos.

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La filosofía hermenéutica tiene sus orígenes recientes en Husserl y Heidegger, aunque hay que rastrearla, desde luego, en Dilthey, Schelling, Hegel, Kant..., y en una forma “germánica” de abordar los asuntos últimos. Husserl, quien, como Frege, era matemático y se preocupó por los fundamentos de la matemática y de la ciencia en general, no adoptó, sin embargo, un lenguaje simbólico, ni compartió la veneración por el modelo galileano como proyecto omniabarcante. Sus especulaciones (tan ahistóricas y racionalistas, por lo demás, como las de Frege y descendientes) se encaminaron a la “observación” de los “fenómenos” de la “consciencia”. Fenómenos espirituales, irreducibles a fenómenos materiales. Esto le llevó incluso a una posición idealista (aunque ello no ejerció una gran influencia), y a un “análisis” o una observación del mundo de la vida en la consciencia.

Los descendientes de Husserl unieron su método de fenomenología espiritual con la gran filología alemana. En ningún sitio se ha leído los textos históricos con tanta seriedad, con tanta consciencia de la interpretación, como en Alemania. Esto viene, seguramente, de los años de la hermeneútica romántica, con los Schlegel, pero quizás tiene antepasados más antiguos, en los que ahora no caigo. Nietzsche había filosofado también desde la filología y la historia. Pero es Heidegger quien da su, para mucho tiempo definitiva, orientación hermenéutica a la filosofía centroeuropea. Desde entonces, los filósofos europeos se han hecho expertos en leer textos e instituciones, mediante etimologías y todo tipo de arqueologías: Gadamer, Deleuze, Foucault, Derrida, J. L. Marion, G. Agamben..., nos enseñan la historia y las implicaciones antropológicas de cada término, giro, forma del Lenguaje. Se trata del Lenguaje, sí, como en la filosofía analítica (esto, tomar por objeto el Lenguaje, hipostasiarlo, es algo que tienen en común analíticos y hermenéuticos, sin duda empujados por el inmanentismo cientificista dominante en el pensamiento moderno), pero no se trata de análisis lógico, sino de la interpretación histórico-cultural del Lenguaje.

También en la corriente hermenéutica a lo largo de los últimos cien años ha habido cambios. Y han sido cambios paralelos a los habidos en el ámbito analítico: desde la perspectiva trascendentalista de Ser y Tiempo (la cuestión de ser es ontológica, no óntica) hasta el pluralismo inmanentista y el pragmatismo de algunos postmodernos. Pero, a lo largo de todos ellos, se ha conservado lo que identifica a la filosofía hermenéutica: el espíritu de las “ciencias del espíritu”.

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Ahora tenemos dos maneras muy dispares de filosofar (otras maneras intermedias, como el estilo de la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, merecerían una nota aparte). Una de ellas intenta un análisis lógico y científico-natural (propio de las ciencias mecánicas o no-humanas) de los asuntos de la Filosofía (el ser, la esencia, lo bueno, lo bello…) La otra, se dedica a la lectura e interpretación de esos términos. Es difícil que se pongan de acuerdo en la mirada. Es como, puestos ante un escrito, abordarlo desde el análisis lingüístico-gramatical (sintáctico, semántico, pragmático), o bien abordarlo desde el análisis literario de sus ideas. Para un filósofo analítico, los textos de la filosofía centroeuropea son “mera literatura”, carentes de rigor y más preocupados por analogías, resonancias históricas y etimologías, que por el “auténtico” significado de la palabra y su contenido veritativo. La verdad se pierde en la indefinida interpretación perspectiva. Para un filósofo de la corriente hermenéutica, por su parte, los textos filosóficos analíticos son un ejercicio de ingenuidad: los términos son usados como si no tuviesen una historia y unas implicaciones sociales y culturales. ¿Cómo puede uno –se pregunta, escandalizado, quien se ha cultivado en la interpretación de textos- volver alegremente a las cuestiones que si nominalismo o realismo, propias de los teólogos de la Edad Media, como si Kant o Hegel o Marx no hubiesen existido, como si los términos filosóficos no tuviesen una historia, concretamente griega?

Sin embargo, por detrás de ese desprecio, ambos se miran a veces de reojo. Entonces algunos filósofos analíticos descubren, en los textos de esos amantes continentales de la literatura, profundidades aquí o allá, aunque expresadas peculiarmente, y llegan a sospechar: ¿y si tienen estos cierta razón, y soy un ingenuo y un superficial (no es verdad que, al fin y al cabo, soy inglés)? Y algunos hermenéuticos, por su parte, descubren finura y pulcritud en los análisis ontológicos del analítico, y se preguntan: ¿y si tienen estos alguna razón, y estoy construyendo castillos en el aire (no es cierto que soy, al fin y al cabo, alemán, o, lo que es peor, francés)? Yo, al menos, tengo a veces ambas sensaciones. Me sorprende gratamente la finura y rigor de algunos textos analíticos, aunque me decepciona su constante superficialidad; y me sorprende lo mismo o más la profundidad e inteligencia de los textos de Heidegger, Derrida, etc., aunque me desagrada a veces su “jerga de autenticidad” y su etimologismo. Me parece un error monumental privarse de la lectura de alguno de ellos.

Creo que los dos deben ser admitidos, pero los dos deben ser superados. Tenemos que forzarlos a discutir de lo mismo. ¿Es la Filosofía algo de “ciencias”, o de “letras”?, pregunto a veces a mis alumnos. En general, muy sensatamente, dicen que no es ninguna de las dos cosas, o es las dos a la vez. La filosofía analítica quiso y quiere reducir la Filosofía a Ciencia natural y matemática; la filosofía hermenéutica ha tendido y tiende a intentar reducirla a Literatura y Filología, a Poesía y análisis de la poesía. O sea, también a ciencia, pero a “ciencia humana”. Cada uno de los dos caminos científicos tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La cientificidad “natural” y matemática (como lenguaje, esta, de la ciencia más básica), proporciona una gran precisión, pero el precio que paga es la simplicidad de su objeto. No estamos en condiciones (si es que es algo solo coyuntural) de tratar matemáticamente asuntos que vayan más allá de comportamientos mecánicos simples. Es una burda pretensión estudiar lo humano (e incluso lo vivo) desde el modelo mecánico. Es como querer disfrutar una pieza musical estudiando geométricamente las líneas en el papel pautado o las vibraciones del aire y su repercusión mecánica en el oído y en las neuronas. Conseguimos una precisión completamente superficial, que no entiende nada de lo que trata. Para un filólogo, que se acerca a la comprensión de los textos, el método galileano es tan útil como puede serlo un bisturí para un escultor. Las ciencias humanas, basadas, no en el análisis empírico y matemático, sino en la interpretación, consiguen una infinitamente mayor profundidad de comprensión, pero al precio de la falta de precisión, de la eternidad. El ejercicio de la interpretación, por su parte, paga el precio de la etereidad, y la Verdad acaba perdiéndose entre los velos de las connotaciones.

Pero la Filosofía no es ciencia, y no puede renunciar ni a la verdad y la objetividad por un lado, ni a la profundidad de comprensión espiritual por otro. El modelo mecánico-matemático se funda en una concepción univocista y extensionalista; el modelo hermenéutico, en una concepción analogista e intensionalista. Es preciso superar el cientificismo analítico, univocista, y el analogismo poeticista e irracionalista. La filosofía no puede limitarse a ninguno de los dos métodos, aunque de los dos puede sacar inspiración y motivo. La filosofía necesita su propio método. Y esto es una misión tan imposible como necesaria, una misión dialéctico-analógica. Pero los grandes filósofos han sabido, más o menos instintivamente, hacerlo: Platón y Aristóteles, pese a ser uno más propenso a la hermenéutica y el otro a la ciencia natural, Descartes y Kant, e incluso, en los últimos cien años, los más grandes, los que escaparán a ser meros representantes de una corriente, Wittgenstein, Quine, Heidegger, Derrida…