domingo, 30 de diciembre de 2012

El problema metafísico de la Libertad, III. Precisando las precisiones preambulares


Pido disculpas, pero aún voy a dedicar una entrada más a precisar el problema, tal como me gustaría abordarlo.

Decido coger tal libro porque deseo informarme sobre lo que tal autor piensa acerca del libre albedrío. A continuación, voy a la estantería y lo cojo. Normalmente, no me extraña que suceda materialmente lo que he decidido en mi mente. Si alguien pregunta por qué cogí el libro, responderé diciendo que porque quería informarme sobre lo que piensa ese autor acerca del libre albedrío. Si utilizamos la palabra ‘causa’ (como creo que debemos utilizarla aquí) en el sentido amplio en que una causa C de un efecto E es algo que determina o co-determina que ocurra E, las razones del sujeto son causas de sus actos. Justamente así somos agentes (Donald Davidson ha insistido, correctamente, en este punto: las razones son causas).

Sin embargo, eso que llamamos nuestras acciones (coger el libro) puede describirse, a otro nivel de análisis material, como sucesos químicos o electromagnéticos o cuánticos, donde “coger el libro” o “decidir cogerlo” se convierten (por ejemplo) en sendos enormes bailes de partículas (“en el cerebro”, quizás), en que las nociones “coger”, “libro”, etc. no existen. Ahora, la causa de que se diera el evento microfísico correspondiente a lo que llamamos coger el libro es el estado en que se encontraba la naturaleza en el pasado, o, para decirlo más correctamente, eso más las leyes que rigen la conducta de la naturaleza. Que el cerebro se encuentre en el estado E no es efecto de que el sujeto decidiera nada, sino de que el mundo se encontrase antes en el estado C más las leyes que lo rigen. Si nosotros sabemos (suponiendo que lo sabemos) que una descripción (la microfísica) es “de lo mismo” que la otra (la mental-intencional), es solo porque conocemos ambos cursos de acciones-sucesos y los correlacionamos. Un ser que conociese solo el nivel microfísico de descripción de la naturaleza (si eso es posible) no podría por ello conocer lo que ocurre a nivel mental-intencional, ni un ser que (si eso es posible) solo conociese el mundo mental (no tuviese ni idea de qué es una partícula) no podría figurarse lo que pasa en el ámbito microfísico mientras él piensa o decide.

Tenemos, pues, dos descripciones o niveles de análisis de cosas íntimamente relacionadas, hasta el punto de que cabe la tentación de considerarlas “lo mismo” una que la otra. Pero cada una de las descripciones habita en un mundo de conceptos completamente heterogéneos a los del mundo de la otra, y lo que es relevante en uno de esos mundos, ni siquiera existe en el otro. Ni las intenciones o los razonamientos pintan nada en el nivel cuántico, ni los fenómenos cuánticos pintan nada en un razonamiento (por ejemplo, en mi deseo de coger el libro).

Cuando existen dos descripciones de “lo mismo”, necesariamente surgen las siguientes cuestiones: 
  • ¿Son compatibles ambas descripciones, o bien la una excluye a la otra?
  • ¿Son necesarias ambas, o se puede prescindir de una de ellas (o quizás sintetizarlas en una sola)?

 Por razones lógicas, es deseable no contar con dos descripciones incompatibles. Por razones de economía, es deseable no mantener dos explicaciones si una es prescindible.
Sin embargo, aunque cabría pensar que una respuesta negativa al primer brazo de la primera pregunta implica una respuesta también negativa al primer brazo de la segunda, no es así. Dos descripciones de “lo mismo” (es decir, de dos aspectos, modos, perspectivas… de lo mismo) pueden ser incompatibles y, a la vez, imprescindibles ambas. Un ejemplo es, quizás, la incompatibilidad de las dos grandes teorías físicas de los últimos cien años, la relatividad y la cuántica. Evidentemente, se trata de una situación indeseable: por pura lógica, suponemos que al menos una de las dos teorías es incorrecta, y trabajamos con la hipótesis de reducir esa dualidad.

¿Qué ocurre con la dualidad y la relación entre la descripción intencional de “desear informarse y, por tanto, ver la conveniencia de coger un libro que trata de ese asunto y decidir cogerlo” y la descripción microfísica de lo que pasa en el cerebro simultáneamente? ¿Son compatibles entre sí? Y (sea lo uno o lo otro) ¿son necesarias ambas?

Llamemos ficcionalismo a la tesis filosófica, concretamente ontológica, general según la cual un determinado tipo de conceptos, que quizás usamos habitualmente, en realidad, por razones lógicas o de economía, no deben ser tenidos como reales: son una ficción o ilusión. Un ficcionalismo fuerte argumentará que esas nociones son completamente prescindibles. Un ficcionalismo débil dirá que son nociones que, si bien son, al menos de momento y/o en determinados aspectos, imprescindibles, no son fundamentales, y hay que considerarlas más bien, epifenoménicas.

El ficcionalismo débil es, a mi parecer, mucho menos interesante que el fuerte, y quizás es una teoría inconsistente (aunque quizás, también, “imprescindible” en cierto modo, en filosofía). En principio, no está claro cuál es su criterio ontológico. El ficcionalismo fuerte es claro: si un concepto es inconsistente (consigo mismo o con lo mejor asentado) o innecesario, tenemos que prescindir de él. En caso contrario, tenemos que aceptar que es parte de la realidad y no una ficción: imprescindibilidad teórica implica realidad (es su criterio). Si podemos prescindir de Eolo para explicar lo que pretendía explicar, Eolo no existe; si, en cambio, no podemos prescindir del concepto de energía (o números) la energía (los números) existen. El ficcionalismo débil no es tan claro, es un “sí pero no”: no podemos prescindir de los números, o de los géneros, pero los números, o los géneros, no existen. ¿Por qué? ¿Cuál puede ser la motivación de esta segunda actitud filosófica? Es lógico pensar que o bien el deseo de eliminar incompatibilidades o bien el deseo de simplificación y economía. Pero, empezando por lo primero, ¿cómo pueden considerarse irreales cosas que, pese a ser incompatibles, son necesarias para la comprensión de la realidad? El ficcionalista débil debería presentar un argumento a priori (como a priori es su tesis) que muestre que es esperable reducir esa dualidad (que, por ejemplo, los números serán prescindibles si tal o cual). Mientras tanto, es poco más que un acto de fe. 
Pasando al segundo posible criterio, la simplicidad, es obvio que al ficcionalista le mueve la pulsión minimalista y, en último extremo, monista: debemos postular que el mundo es lo más simple posible, uno solo o de un solo tipo de entidad, a ser posible. No parece deseable que haya tipos heterogéneos e irreducibles de entidad. Esa pulsión monista está en la filosofía desde los primeros filósofos, que todo lo reducían al Agua o a lo Infinito. Y me parece correcta. Pero, además de que necesita argumentos a priori que expliquen por qué uno se decanta por esta o aquella simplificación ontológica, es dudoso que considerar real solo a uno de los diversos ámbitos que no podemos eliminar de nuestra descripción del mundo (calificando a los demás de epifenoménicos) simplifique la ontología. ¿Es que los epifenómenos no necesitan un estatus ontológico, aunque sea fantasmal? Por tanto, el ficcionalismo débil es una teoría insatisfactoria, al menos mientras no presente claramente qué criterios ontológicos hemos de manejar para aceptar que algo es real o no.

El ficcionalismo débil puede querer recurrir a una noción últimamente muy explotada: la noción de superveniencia. Consiste en la idea de que, dadas ciertas características de un determinado nivel, necesariamente se dan en otro nivel otras características, o incluso surge necesariamente ese otro nivel. Por ejemplo, dadas determinadas características del mundo químico, surgen necesariamente las características biológicas y el propio nivel biológico, o las propiedades mentales, etc. El atractivo de la idea, para muchos de sus usuarios (de tendencia naturalista o fisicalista), es que parece dar aliento a la esperanza de explicar de alguna manera causal (causación inter-niveles, es decir, causación ontológica) lo que se produce en un ámbito y hasta la propia existencia del ámbito (por ejemplo, lo mental) a partir de otro, considerado más básico y “respetable”. Esa causación interniveles es, piensan, lo más parecido a una reducción ontológica a que se puede aspirar.

Sin embargo, hay que hacer algunas observaciones al respecto:

En primer lugar, la noción de superveniencia es ontológicamente neutral, es decir, no favorece más a una teoría ontológica que a otras. Un idealista puede ser superveniente en el sentido inverso al naturalista: una vez dadas las características del mundo mental, necesariamente supervendrá (o sub-vendrá, quizás) un determinado mundo material. Y un dualista no tiene por qué pensar que la superveniencia amenaza sus tesis.

Segundo: la superveniencia no es (no parece) una relación necesaria. Para demostrar que la superveniencia no es contingente es preciso mostrar, concretamente, cómo un ámbito surge de otro. La noción de superveniencia no ahorra el problema de cómo opera (cómo es posible, cómo es necesario que sean las cosas para que ocurra, en qué modos es posible) la superveniencia.

Volvamos ahora a nuestro asunto, el de la Libertad. Cuando nos referimos al problema de las decisiones de una persona, de un agente racional, usamos nociones como “libertad”, “responsabilidad”, “motivo”, razones”, “deseos”, “sentimientos de arrepentimiento”, etc. El lenguaje moral parece imposible sin todas o la mayoría de estas nociones, y en especial el de Libertad. Pero se plantean las cuestiones, metafísicas, de si tales conceptos son compatibles con lo que sabemos con firmeza en otros ámbitos, y si son prescindibles.

El ficcionalismo librearbitrista será, en general, la tesis de que la noción de Libertad es o Incompatible con lo que sabemos de la realidad, o prescindible, o ambas cosas. El ficcionalismo librearbitrista fuerte, y consecuente a mi juicio, dirá que la idea de Libertad es una ficción, y, si es optimista y naturalista, creerá que podemos o podremos mañana (de momento es un “programa”) prescindir completamente de esa y de todas las explicaciones mentalistas, y nos bastará con explicaciones microfísicas.

Una manera en que habitualmente se ha argumentado la incompatibilidad de la Libertad con lo que sabemos del mundo es señalando que, mientras las mejores teorías que tenemos sobre la naturaleza física abonan la hipótesis determinista, la noción de Libertad, en cambio, implica indeterminación, ya que un ser libre es aquel que puede escoger entre diferentes caminos de acción. La indeterminación de la voluntad sería incompatible con el determinismo natural. Así se argumentaba generalmente hasta el siglo XX, aunque muchos siguen haciéndolo en el siglo XXI. Pero llegó la física cuántica y trajo como consecuencia que la naturaleza no es totalmente determinista, sino que es parcialmente indeterminista: es probabilista. Pese a que Einstein se negase a aceptar que Dios juegue a los dados, la indeterminación cuántica es, en la Ciencia física actual, un elemento firme (aunque nadie sabe qué puede pasar mañana). Sin embargo, y aunque algunos creyeron y creen que la relativa indeterminación cuántica traía una tabla de salvación a la noción de Libertad, porque quizás por esa grieta del mecanismo-determinista podría operar la libre voluntad (como si se tratase de una nueva “glándula pineal” –así por ejemplo, la hipótesis de Penrose de que la libertad será explicable en términos cuánticos-), lo cierto es que la indeterminación cuántica es tan poco útil para la noción de libertad como el determinismo le era amenazante. Simplemente se trata, a mi juicio, de un planteamiento completamente desorientado y “vulgar”, que no ha reparado en la completa heterogeneidad entre lo mental-intencional y lo físico, y en la consecuente dificultad de explicar su “comunicación” o interacción. Tanto si la Libertad implica indeterminación como si no (cosa que hay que discutir), y tanto si la naturaleza física es determinista o no, el problema, si hay problema, es el mismo.

En primer lugar, es dudoso que la Libertad implique la noción de indeterminación. Por supuesto, la Libertad implica la noción de que es lógicamente y mentalmente posible, para un agente, elegir otro curso de acción; pero también implica que el curso de acción que elegimos está completamente determinado si tenemos en cuenta la suma de todos los motivos y razones (todos ellos mentales o intencionales) que determinaron nuestra voluntad. Si alguien hace algo y, ante nuestra pregunta de por qué lo ha hecho, toda la respuesta que puede ofrecer es que no lo ha hecho por nada, es decir, sin que ningún motivo o complejo motivacional le determinase a ello, no hablaremos de una persona que ha actuado libremente, que ha elegido lo que ha hecho, sino de un ser al que le ha sucedido algo al azar, de un ser no dueño de sí mismo. Así que la Libertad implica tanto la contingencia general de lo elegible como la necesidad particular de lo elegido. 

Completamente análoga es la situación en el ámbito material: aunque el mundo material (que sepamos) es tal que podría ser, en general, de otra manera (es decir, es contingente), sin embargo lo que sucede, sucede de una manera determinista o cuasideterminista (la probabilidad es un determinismo relativo: determina exactamente qué ámbito de sucesos pueden ocurrir).

Por tanto, el problema de la libertad no es el problema de la indeterminación de la voluntad frente al determinismo material. La cuestión es, primero, si son compatibles los órdenes intencional y material en que ocurren cursos de acciones y sucesos que consideramos “lo mismo” o aspectos de lo mismo, y cómo se relacionan esos ámbitos; y, segundo, si la noción de libertad es prescindible y en qué sentido.

En este sentido, el problema es análogo al de la teleología: ¿es compatible, y en qué sentido, una descripción teleológica de los fenómenos vitales, sociales, etc., con la naturaleza no-teleológica (suponiendo que sea no-teleológica) de la microfísica? Y ¿es imprescindible la teleología?

Argumentaré en la próxima entrada que la noción de Libertad (correctamente entendida):

-         es compatible con cualquier tesis, determinista o indeterminista, del mundo físico, siempre que se den ciertas características de este.
-         que la noción de Libertad es imprescindible para nuestra completa y adecuada intelección del mundo, incluida la actividad científica y filosófica que pretende sustentar al ficcionalismo librearbitrista (o sea, que el ficcionalismo incurre en auto-inconsistencia).
-         Que la relación entre Libertad y Naturaleza (o, más en general, entre lo Intencional y lo Natural) es la de superveniencia no-naturalista de analogía estructural, donde es lo mental-intencional el "analogado primero" respecto de lo físico.

viernes, 28 de diciembre de 2012

El problema metafísico de la Libertad, II: precisiones del planteamiento


Siguiendo con “el problema metafísico de la Libertad, y antes de argumentar por qué creo que hay que rechazar el ficcionalismo o irrealismo también en ese terreno, el debate habido en los comentarios de la entrada anterior me han sugerido la pertinencia de precisar la manera en que me gustaría afrontar la cuestión y los conceptos implicados, para intentar descartar planteamientos habituales que creo que no ayudan a iluminarla.

Habitualmente el problema se plantea de la siguiente manera (o algo parecido):

¿Es compatible o no el fenómeno intencional de la indeterminación de la libre voluntad (es decir, que sea un elemento necesario del concepto de libertad que se pueda elegir entre al menos dos posibles opciones) con el hecho (o, más bien, hipótesis) de que la naturaleza es determinista o cuasideterminista?

En How to Think about the Problem of Free Will”, Peter van Inwagen enumera y define así las posibles respuestas a las diversas cuestiones involucradas en esa pregunta:

  • Tesis de la libre voluntad (llamémoslo “librearbitrismo” –aunque van Inwagen no le da ese nombre-): a menudo podemos elegir seguir un curso de acción u otro.
  • Determinismo: el pasado más las leyes naturales determinan, en todo momento, un único futuro.
  • Indeterminismo: negación del determinismo.
  • Compatibilismo: el determinismo y el librearbitrismo pueden ser ciertos a la vez.
  • Incompatibilismo: negación del compatibilismo.
  • Libertarismo: conjunción del librearbitrismo y el determinismo (implica el indeterminismo)
  • Determinismo fuerte: conjunción del determinismo y del incompatibilismo (implica, pues, la negación del librearbitrismo).
  • Determinismo débil: conjunción del determinismo y del librearbitrismo (implica, por tanto, el compatibilismo)

Como se ve, la cuestión y sus respuestas giran en torno a dos ejes: el eje determinismo / indeterminismo, y el eje compatibilismo / incompatibilismo.

Pues bien, pese a lo que se piensa normalmente y lo que piensa el propio van Inwagen, creo que el primer eje es mucho menos importante que el segundo, e incluso prescindible, en la discusión del problema de la Libertad, y que si se le relativiza como se debe, y se mira a lo fundamental, el problema se inclina hacia el lado del eje Compatibilismo / incompatibilismo, que, claro, también habría que precisar, empezando por ver que se trata de la compatibilidad o no de dos ámbitos de presunta realidad, el de lo mental-intencional por un lado (en el que figuran las nociones de razón práctica como “responsabilidad”, “motivo”, “fines”, y “libertad” en su sentido original o fundamental) y el de lo natural o físico por otro (donde habitan los eventos materiales a los que consideramos actos voluntarios de un agente intencional).

Pienso que ni por el lado de lo mental-intencional ni por el lado de lo natural, el determinismo o su contrario son esenciales ni, por tanto, juegan un papel decisivo en el problema de la relación entre Libertad y actos materiales:

Empezando por el lado de lo intencional, que es el lado principal en este problema, ni mucho menos es evidente que la noción de Libertad implique la de indeterminismo. Muy pocos filósofos, de hecho, han defendido hasta las últimas consecuencias lo que se llamaba tradicionalmente la “libertad de indiferencia”, es decir, que la voluntad se inclina por uno u otro curso de acción de forma realmente indeterminada. Todos conocemos al famoso asno de Buridán, que si no quería morirse de hambre ante dos montones de pienso igual de suculentos, tenía como mínimo que jugárselo a cara o cruz, para tener un motivo que inclinase y determinase su elección. La mayoría de los filósofos han sostenido que la voluntad no es indiferente ni, por tanto, totalmente indeterminada, sino que se “autodetermina” por motivos y razones, ya sean emotivos (como en el humeano esclavismo de las pasiones) ya sea racionales (como en el intelectualismo socrático-platónico). Lo que la libertad implicaría, entonces, no es un indeterminismo radical, sino un curso de (auto)determinación autónomo respecto de cualquier factor no-intencional. En cualquier caso es una cuestión abierta, propia del puro ámbito de la intencionalidad, si la Libertad debe entenderse como implicando el indeterminismo o no. Por tanto, no puede ser un elemento esencial en el problema inter-ámbitos libertad / eventos naturales.

En lo que se refiere al ámbito de lo natural es preciso recordar que ni el determinismo ni el cuasideterminismo son, en principio, un elemento esencial de la naturaleza (como sí lo sería, por ejemplo, consistir en sucesos espaciales y temporales, observables empíricamente, etc.). El determinismo es una hipótesis meta-científico-natural. De todas maneras, esto tiene menos importancia en la cuestión de la libertad de la voluntad. Al defensor de la existencia de la libertad le basta con que la libertad sea compatible con todo lo que se cree firme acerca de la realidad en general, y con que sus conceptos sean imprescindibles para explicar todo un ámbito de la realidad humana.

Por tanto, el eje determinismo / indeterminismo no juega un papel importante en el asunto de la compatibilidad o no de la libertad con los hechos, puesto que ni la propia noción de Libertad implica el indeterminismo, ni la noción de naturaleza implica un determinismo absoluto. Para aclarar eso voy a introducir aquí una distinción-definición entre:
  • Determinismo absoluto (en un determinado campo): la secuencia de eventos no podría ser o haber sido de otra forma sino que es de absoluta necesidad como es.
  • Determinismo relativo (en un determinado campo): la secuencia de eventos podría haber sido de otra manera, aunque la manera en que suceden sigue una ley determinista.
Según el determinismo relativo, aunque en el ámbito (por ejemplo) de la naturaleza, las cosas ocurran de acuerdo a leyes deterministas o cuasideterministas, esas leyes podrían haber sido otras, de manera que el mundo es contingente (no son necesarias sus leyes). En el ámbito intencional, paralelamente, el determinismo relativo entraña que, aunque un sujeto elige necesariamente lo que elige según las leyes de su intencionalidad propia (no existe la libertad de indiferencia), ese sujeto podría haber sido de otra forma, es decir, podría haber tenido otra vida nomo-intencional, y entonces habría elegido otra cosa.

Creo que

a)      la hipótesis metafísico-natural del Determinismo no puede aspirar a más que un determinismo relativo de lo natural (si no, tendría que demostrar que este es el único mundo posible),
b)      que a la hipótesis metafísico-intencional del Librearbitrismo le basta y le sobra también con el determinismo relativo de lo intencional y
c)      los determinismo relativos de lo natural y lo intencional son lógicamente compatibles.

Basta, pues, con esas contingencias moderadas, según las cuales, por un lado el sujeto elije de una manera determinista (motivada) lo que elije, aunque el sujeto podría haber sido de otra manera; y, por otro, la naturaleza sigue el curso que sigue según leyes (cuasi)deterministas aunque podría haber seguido otras leyes, para que pueda escaparse al deteminismo absoluto de la libertad. Pienso, incluso, que el determinismo absoluto de lo físico no implica el incompatibilismo de la libertad, pero como quizás no es necesario combatir una tesis tan fuerte, me conformaré con lo anterior.

Sin embargo, lo importante es comprender que eso no soluciona en lo más mínimo el problema, porque no se trata de si son posibles dos pseudonecesidades o dos pseudocontingencias, sino de cómo pueden coordinarse y hacerse “compatibles” (inteligiblemente compatibles, no como si fuesen una casualidad) la una con la otra.

Que la cuestión Determinismo / indeterminismo no esencial en el asunto de la libertad, puede mostrarse también haciendo ver que, con cualquiera de las combinaciones posibles entre el par determinismo / determinismo y el par libertad/naturaleza subsistiría análogo problema, a saber, el de la relación entre lo intencional y lo natural:

Supongamos indeterminismo natural e indeterminismo intencional. En esta hipótesis (que, aunque no es la hipótesis metacientífica actualmente más aceptada, es una posible hipótesis para un mundo posible) los eventos naturales ocurrirían sin que fuera posible (o sin que de hecho se hubiese logrado) encontrar en ellos regularidad alguna. La naturaleza sería un caos de espontaneidad, quizás del gusto de los nietzscheanos. Por su parte, también la vida intencional sería completamente “espontánea”, si es que no hay que llamarla completamente aleatoria. ¿Facilitaría eso la solución al problema de la Libertad? Creo que es evidente que no, porque no basta con que los sucesos de uno y otro ámbito sean indeterminados, sino que es necesario que estén correlacionados entre sí.

Lo mismo puede decirse de las otras combinaciones. Incluso en la hipótesis de dos determinismo, intencional y natural, correlativos (como dos relojes sincronizados o como la armonía preestablecida de Leibniz) subsiste la cuestión de la relación entre un ámbito y otro.

Por tanto, creo que el problema de la libertad es el problema (“de compatibilidad”) de cómo un curso de acción intencional, donde todo lo que figuran son seres intencionales como motivos, fines, razonamientos, deseos…, se relaciona con un curso de acción material, donde ninguno de esos seres tiene cabida más que si ya hemos hecho la correlación entre ellos y los eventos propiamente físicos que correlacionamos con ellos. Y este problema, como decía, es análogo al de cualquier otro tipo de actividad intencional, como por ejemplo y sobre todo, el conocimiento. Cuando abro la boca y emito una frase, p, desde el punto de vista material todo eso está “determinado” por las leyes que rigen a las partículas últimas o primeras de la naturaleza, y por tanto, si “digo” p, eso tiene una explicación natural-causal que nada tiene que ver con unas premisas. Sin embargo, a nivel intencional (que es donde tiene su lugar original un acto cognitivo) la aserción final es la consecuencia lógica de las premisas. Y ninguna explicación natural-causal puede suplir a la explicación lógica de por qué debo afirmar esa proposición final. Parece que debe de haber alguna coordinación entre eventos intencionales y eventos materiales. Y de eso trata este problema metafísico: de la “comunicación de las sustancias”, o de la eliminabilidad de alguna de ellas.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El problema metafísico de la Libertad, otra vez, I. Planteamiento de la cuestión


El problema metafísico de la libertad es el siguiente: ¿cómo es posible la causación mental o intencional, o elección, de nuestros actos, si estos, como todos los acontecimientos físicos o naturales, ocurren según leyes físicas o naturales, sean deterministas, probabilistas o aleatorias, pero en las que, en todo caso, la idea de intencionalidad no tiene cabida?

Normalmente este asunto se expone en términos de la incompatibilidad de las explicaciones mentalista-intencionales, por un lado, y las explicaciones neurológicas o fisiológicas o físicas en general, por otro. Pero es clarificador ver que el problema afecta a cualquier relación entre lo intencional y lo natural (científico-natural). Por ejemplo, afecta a la metafísica de las ciencias humanas. Las ciencias humanas estudian, cada una a un nivel, el comportamiento humano. La sociología, por ejemplo, encuentra leyes probabilistas de correlaciones de conductas sociales, y es capaz de predecir, cada vez con mayor precisión, qué ocurrirá en tal o cual grupo social. La ciencia política, por ejemplo, estudia los comportamientos políticos, y consigue “explicar”, es decir, reducir a leyes estadísticas, las conductas políticas de la gente. La psicología estudia, de manera semejante, la conducta “psíquica” de las personas.

Más “abajo”, dejando ya quizás las ciencias humanas, la neurociencia estudia lo que sucede en el cerebro, y es capaz de predecir con gran precisión lo que ocurrirá en él según lo que haya ocurrido antes. Además, ha ido estableciendo una correlación cada vez más exhaustiva entre lo que ocurre en el cerebro y lo que el sujeto dice pensar, sentir, desear…, es decir, entre fenómenos cerebrales y “fenómenos” subjetivos o mentales (“representaciones”), y eso le permite, a partir de las relaciones puramente fisiológicas, inferir también qué pensará, sentirá, deseará y se representará en general, el sujeto si tal o cual área del cerebro es activada.  

Toda la conducta se reduce, en las ciencias, a leyes o correlaciones fácticas más o menos deterministas o probabilistas (y, en el peor de los casos, indeterministas). Sin embargo, las personas que discuten (aunque sea consigo mismas) de política, y valoran y sopesan cada argumento a favor de esta o aquella ideología, y deciden apoyar esta o aquella opción, creen (o al menos parece que creen) estar actuando libremente, como si lo que al final vayan a decidir que suceda no esté predeterminado ni se pueda predecir. ¿Cómo es posible ambas cosas, si es que lo es? ¿Cómo es posible la libertad, si la descripción científico-natural en general (incluyendo a las “ciencias humanas” es correcta? ¿No será la libertad solo una ilusión, una “representación”, generada por el cerebro, pero sin verdadera realidad?

Me parece muy importante señalar (aunque, cuando se trata de la libertad, usualmente no se hace esta observación, o precisamente por eso) que un problema completamente similar se plantea con cualquier otra actividad consciente o intencional, por ejemplo, con la actividad de razonar. ¿Cómo hacer compatible la descripción neurológica con la descripción intencional o mental de un razonamiento? Cuando razono, según una posible descripción en términos mentalistas o intencionales, “observo” y valoro primero unas premisas y, “a partir” de ellas, concluyo, lógicamente, la conclusión. Mi afirmación de la conclusión ha sido “causada”, entendemos, por la consideración de las premisas más la observancia de la lógica (de las leyes del pensamiento correcto). Pero la descripción o, más bien, descripciones, científico-naturales (fisiológica, sociológica, etc.) del “mismo” suceso son muy diferentes: el estado físico en que se encuentra mi cerebro cuando “piensa” que el teorema de Pitágoras es correcto, tiene una relación químico-causal con los estados en que el cerebro se encontraba antes más las leyes físicas que gobiernan la “conducta” de las neuronas (si nos atenemos a la explicación neurológica); o el hecho sociológico de que yo crea en el teorema de Pitágoras tiene una explicación en términos sociológico-causales (si nos atenemos a la explicación de las “ciencias humanas”); etc. 

En cualquiera de estas “explicaciones” científicas, la causación lógico-intencional (creo en el teorema de Pitágoras porque encuentro correctas sus premisas y la deducción) es sustituida por otra causación (neurológica, sociológica, etc.) en la que lo lógico-intencional no juega ningún papel directo. En ciencias como la neurología ni siquiera juegan papel alguno (una neurona no elije, ni razona); en las ciencias humanas, aparecen conceptos como libertad o razonamiento, pero aparecen como hechos, o aparecen más bien los correlatos fácticos de esos conceptos, no como la libertad juega un papel esencial en el razonamiento moral o las premisas juegan un papel esencial en la matemática, por ejemplo. El razonamiento moral o lógico ha sido descrito en términos químicos o sociológicos, y ahí la validez interna a un razonamiento moral o lógico ya no juega ningún papel. Es muy fácil, entonces, pasar a pensar que realmente yo no creo en el teorema de Pitágoras por razones lógico-matemáticas sino por causas químicas, o sociales, etc. Sería, pues, una “ilusión” que la persona afirma la conclusión porque considera las cosas conscientemente y elige voluntariamente.

En verdad, no solo la libertad o la racionalidad, sino todos los conceptos mentalistas y personalistas (la identidad personal, el yo…) pasan a ser una ilusión o ficción, o, al menos, un epifenómeno, si aceptamos que la descripción científico-natural (incluyendo a las ciencias humanas) puede agotar en lo esencial los conceptos intencionales. Este es el problema metafísico de la libertad y de la intencionalidad en general. Como se ve, es el problema, también, de lo mental.

Antes de abordarlo preguntémonos: ¿por qué es importante este asunto metafísico? No es, en verdad, un asunto que preocupe al científico en cuanto tal, aunque pueda ocuparle en cuanto animal filosófico que es toda persona. Cuando él estudia el cerebro, para ver qué ocurre allí mientras razonamos o tomamos una decisión, no está pensando en que debamos prescindir de los conceptos mentales e intencionales, o en si el concepto normativo de verdad queda a salvo o no con esa reducción. El ficcionalismo de lo intencional es una posición filosófica, concretamente metafísica, acerca de los componentes sustanciales últimos de la realidad. Como problema metafísico, no puede esperar el menor aporte de las ciencias positivas, tanto porque metodológicamente no es ciencia positiva (y la discusión metodológica no es científica, sino metacientífica, es decir, metafísica) como porque su objeto (la relación entre los ámbitos mental y material) es extra-natural. La ciencia natural avanzará de manera relativamente autónoma pese a esa discusión, de la que muchos científicos no saben nada. También la ética y la política seguirán su camino, usando o presuponiendo el concepto de libertad y sus compañeros (mérito, responsabilidad…), diga lo que diga el ficcionalismo. El problema metafísico de la libertad y la intencionalidad “deja las cosas como están”, y tiene toda la “inutilidad” propia de la Filosofía.

Sin embargo, es una cuestión que nos interesa si estamos interesados en una descripción racional del conjunto de lo que hacemos, es decir, filosóficamente. Por ejemplo, y empezando con el asunto de la libertad y su implicación moral, es incoherente pensar a la vez que nuestros actos no son libres, y sin embargo considerar digno de alabanza o de censura lo que hacemos. Los conceptos de mérito, reconocimiento, castigo, etc., se quedan sin sentido, o deben ser completamente redefinidos, de una manera completamente deflacionaria, si tenemos que aceptar el ficcionalismo o reduccionismo de lo intencional. Lo mismo puede decirse con nuestra actividad puramente teórica: ¿es consistente pensar que mis creencias están causadas por hechos químicos, o sociales, etc., y que a la vez afirmo lo que encuentro teoréticamente correcto? No lo es. Si no tengo más remedio que creer lo que creo, el concepto de verdad y su familia se convierten en una ilusión. Solo un espíritu estrecho no advierte o prefiere ignorar este problema de completitud de la racionalidad.

¿Qué puede decirse, entonces, del problema metafísico de la Libertad? Este asunto ha ocupado a los filósofos desde la antigüedad hasta nuestros días. Hoy, sobre todo en el ámbito de la Filosofía analítica (que es donde, a mi parecer, se discuten hoy con más honestidad y claridad los viejos problemas metafísicos, ya que la mayoría de los hermenéutas creen estar de vuelta de todos esos rancios asuntos), sigue debatiéndose entre las posturas deterministas, libertaristas y compatibilistas, con argumentos similares a los de Agustín o Kant, pero con terminología más actual y quizás precisa (aunque no necesariamente con mayor profundidad). Propondré mi línea de respuesta en la próxima entrada. Entretanto, quizás el lector quiera aportar la suya aquí mismo. O siquiera denunciar la legitimidad de la propia cuestión.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Diálogos de Educación


En unos días, y dando muestras de mi irresponsabilidad, publicaré un segundo libro, titulado Diálogos de Educación, también en la Editorial Manuscritos. No es un libro de Pedagogía, sino de Filosofía de la Educación. Eso quiere decir, tal como yo lo entiendo, que intenta hacerse preguntas como las siguientes (según dice la contraportada):

¿Qué es aprender, y enseñar? ¿En qué queremos o deberíamos querer convertirnos cuando nos enseñamos y aprendemos? Y ¿cómo habría que hacerlo?, ¿de qué manera una buena enseñanza llega para quedarse en la mente y el cuerpo de uno? ¿No necesitamos saber, para todo eso, qué somos y qué nos conviene, por tanto, “hacer y padecer”, según decía Sócrates? ¿Empieza la educación por el conócete a ti mismo?, ¿o quizás acaba ahí?, ¿o ambas cosas? Pero ¿hay, en realidad, algo así, algo que por “esencia” somos ya pero a la vez no somos todavía, y que queremos, aunque a la vez no creamos querer, llegar a ser del todo? ¿No es, más bien, que la educación nos inventa, y no que nos descubre? Y, si es que somos ya algo antes de llegar a serlo, ¿qué es eso?: ¿un nudo de deseos dotados de una diestra pero peligrosa sierva, la razón; una soberana voluntad que elige entre los motivos que sus consejeros le presentan; o una inteligencia que busca el conocimiento de lo mejor, y solo hace daño y se hace daño por ignorancia? A lo largo del diálogo, dos amigos filósofos, antiguo maestro y antiguo alumno, encuentran y discuten varias de las respuestas que al pensamiento se le ocurren ante esas preguntas. De todas quieren quedarse con lo mejor, y no con todo.

El libro recorre cuatro posibles filosofías de la educación, cada una con sus virtudes y sus aporías (siguiendo el esquema tetrádico que encontré en el Parménides y otros textos de Platón, y en el que me empeño en sistematizar mis ideas). Cada una de esas filosofías supone una concepción de lo que somos (una “antropología filosófica”) y de lo que deberíamos, por tanto, querer llegar a ser, de acuerdo con aquel mandato que trasmite Píndaro: “llega a ser quien eres”.

La primera de esas concepciones es la que dice que no somos nada, que no tenemos esencia. Desde este punto de vista, la educación no puede ser más que “manipulación”: un dar forma (“formar”) desde fuera y, por tanto, siempre por la fuerza, a algo que en sí no la tiene ni debería tenerla, sino que más le valdría ser… o, más que ser, haberlo, darse… como algo siempre abierto, imprevisible, libre, dedicado al juego sin reglas de vivir el instante. Toda escuela es y será siempre triste, aburrida, angustiosa, porque es un querer ponerle puertas al campo, un brutal intento de domesticar al vacío activo que “somos”, de acuerdo con unas ideas que segrega nuestro miedo. Nada vivo ha nacido en los pupitres más que por casualidad, pero mucho aleteo ha muerto por necesidad en ellos casi nada más nacer.

La aporía de este pensamiento, que parece tan liberador, es que, queriendo huir de todo ideal y toda teoría, él mismo es, como no había más remedio, teoría e ideal. Si no tenemos esencia, si no somos nada antes de la manipulación de la escuela, ¿qué más da lo que se haga con “nosotros”? ¿Por qué había de sufrir una nada? ¿Por qué habría que luchar por liberarla de la tiranía de la forma? ¿Cómo sería la anti-escuela que este pensamiento “nihilista” o anarquista nos propondría? ¿De verdad puede creerse que cualquier ley (la de las letras, por ejemplo, con las que se dice incluso lo que dice este pensamiento del no-pensar) es contraria a la libertad? ¿Qué libertad es la de un algo que es nada, y que nunca sabe, ni siquiera él, qué va a “hacer”, o, mejor dicho, qué le va a ocurrir? Quizás necesitamos reconocer que tenemos una naturaleza propia, que puede ser propiciada y estorbada, y que hay, pues, lugar para una buena y a una mala educación.

La segunda concepción que analiza el libro es la que podríamos llamar Sentimentalismo: la esencia del ser humano es el deseo de satisfacción, placer, felicidad…, con la poderosa esclava llamada Razón. Una versión pedagógica, benigna, de esta filosofía, nos enseña que educar es el bello arte de criar al animal complicado que somos, de manera que consiga con su ayuda vivir una vida feliz. Para ello habríamos de usar inteligente y amorosamente esos dos grandes maestros que la Naturaleza le ha dado a todo bicho viviente, la alegría y la tristeza, el agrado y el dolor, con la confianza puesta en que nuestra sabia madre nos ha diseñado de tal forma que nuestros gustos son el mejor indicio de lo que nos conviene. La escuela aburrida es la que crean los adultos cuando, creyéndose más sabios que la propia Naturaleza, imponen su despótica voluntad, su sedentaria senectud, sus disciplinas de hierro y sus heladas abstracciones a quien es todavía libre y joven, carne y fantasía. Hay una escuela posible en la que se aprende jugando, jugando a las palabras sin la lápida gramatical, jugando a los sonidos sin las rejas del pentagrama, jugando entre iguales sin la ley de los adultos. Y esto vale para todo el que quiere aprender, aunque no sea ya un “niño”.

Todo esto suena muy bien, pero ¿tiene en cuenta lo que verdaderamente somos? ¿Son la alegría y la tristeza el tribunal último de lo que nos conviene hacer y padecer, o no son más que, a lo sumo, síntomas? ¿Es nuestra razón solo una sirvienta de nuestros gustos? ¿Saben los gustos qué es lo bueno, qué tiene valor y qué debería gustarnos y hacernos felices? ¿Saben siquiera algo? Quizás haya que reconocer en nosotros otra forma, más libre, de interés y libertad.

La tercera concepción que se discute, más o menos “kantiana”, sitúa nuestro centro, no en los sentimientos, sino en la voluntad. Educar, según cierto pensamiento para élites oído en el discurso fundacional de un gran colegio, consiste en ir desbastando disciplinadamente nuestras oscuras tendencias, para que acabe aflorando nuestra responsabilidad, nuestra auténtica libertad, nuestro dominio sobre nosotros mismos, que es lo que nos haría seres tan especiales y dignos.

Sin embargo, el antiguo maestro del antiguo alumno no termina de entender la libertad en la que piensa ese gran discurso. ¿Cómo es que tendríamos esa tendencia al mal? ¿Por qué se necesita esfuerzo para seguir lo que es bueno, y cómo es que además somos responsables, dueños, creadores, de ese desvío de lo que nos interesa? ¿Para qué necesita varas quien tiene verdadera autoridad, y cómo puede una vara hacer más digno de respeto a quien la blande, aunque sea uno mismo para consigo? ¿Es la libertad un inescrutable poder de elegir lo que sabemos malo? ¿No es eso un absurdo pesimista? ¿Qué puede ser la libertad, aparte de conocer lo bueno?

Cuando ya pensaban irse cada mochuelo a su olivo, el antiguo alumno y el antiguo maestro buscan sin saberlo y acaban encontrando a sabiendas a unos cuantos adolescentes que charlan en una pequeña plaza y que dentro de unos días volverán a las clases del instituto, precisamente con este maestro. Estos amigos, como pequeño recuerdo del espíritu socrático y platónico, quieren creer (cuarta y última concepción discutida en el libro) que educarse es hacerse más sabios, más buenos y más bellos; o sea, buscar y quizás encontrar lo que realmente ya somos: ejemplares relativos de lo perfecto. El camino solo puede hacerse mediante el amor a las razones y las razones del amor. Solo el amor puede resolver las contradicciones del ser: la contradicción, por ejemplo, de que seamos, todos, uno y lo mismo, y varios y diferentes a la vez. La mayor ignorancia, entonces, es la ignorancia de la ignorancia: creer que nuestra razón no tiene nada que decir sobre lo que es bueno, que es una esclava, un “mero medio” al servicio de azarosos deseos que serían nuestro auténtico magma interior, o, a lo más, una consejera de la despótica voluntad de voluntad. Hijo de esta ignorancia primordial es ese pobre engendro llamado Culpa, según el cual uno es dueño de sí y de sus actos también cuando hace mal. Pero ¿quién querría hacerse peor? Solo quien crea que hacer el mal no es hacerse mal a uno mismo, y que uno puede salir “beneficiado” perjudicando, puede encontrarle sentido a la idea de Culpa. Justo esta triste y dañina idea, que es la raíz de toda ignorancia, es la que el amor puede y debe curar. 

Pero también este pensamiento, que “todo lo perdona porque todo lo comprende”, es quizás imposible: ¿no nos confunde con lo que no somos, no suplanta la realidad con una ilusión? ¿No ha estado siempre y siempre estará en ningún-sitio una escuela del conocimiento y la amistad?

En próximas entradas copiaré aquí pasajes de diversas partes del libro.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Lo prescindible. Del ser humano y las humanidades


No es suficiente enseñar a un hombre una especialidad. Aun cuando esto logre convertirlo en una especie de máquina útil no tendrá una personalidad desarrollada de manera armoniosa. Es indispensable que el estudiante adquiera una comprensión de los valores y una profunda afinidad con ellos. Tiene que alcanzar un vigoroso sentimiento de lo bello y de lo moralmente bueno, De lo contrario, la especialización de sus conocimientos lo asemejarán más a un perro adiestrado que a una persona de desarrollo culto y equilibrado. Ha de aprender a intuir las motivaciones de los seres humanos, sus sufrimientos e ilusiones para conseguir una relación adecuada con su prójimo y la comunidad. La insistencia exagerada en el sistema competitivo y la especialización prematura fundada en la utilización inmediata matan el espíritu en que se asienta toda la vida cultural, incluido el conocimiento especializado. (Einstein, New York Time, 5 de octubre de 1952)

Qué es lo que piensa de sí mismo un hombre o una sociedad, se ve más a las claras, quizás, cuando se sienten urgidos a prescindir de todo lo que no consideran necesario. Solo “quizás”, porque es posible que la propia urgencia del momento no deje a uno pensar con claridad y el instinto engañe acerca de lo que importa. Pero supongamos que cuando uno está dispuesto a tirar ciertas cosas por la borda para conservar otras o incluso morir por ellas, en lo fundamental está delatando qué idea se hace de lo que él es, de lo que cree que “le corresponde hacer y padecer”, que decía Sócrates.

Hay un ámbito social donde esa decisión es muy significativa, porque es en él donde las sociedades creen, con razón, que se expresa más seriamente su “esencia” y se gesta su futuro: la educación. ¿En qué “formaremos” a nuestros futuros ciudadanos? Al elegir qué es lo que considera imprescindible y qué prescindible enseñar, la sociedad se retrata.

Los países occidentales, y en especial los arrabales de occidente (España, por ejemplo), sea que estén “en crisis” y no puedan “permitírselo todo”, sea que sufren la "estafa" de unos ciudadanos por otros (esto no es lo más relevante de momento), hacen cuentas de qué cosas se pueden permitir y de cuáles, sin embargo, pueden y tienen que prescindir. ¿En qué es vital educar a los futuros adultos de Europa, o España, por ejemplo? ¿Qué les es necesario para que estén preparados para la vida, y de qué se puede o debe prescindir?

Es un error (y un caso claro, diría yo, de falta de buena educación) creer que es evidente y todos sabemos qué es lo necesario. Diógenes cínico necesitaba solo tres objetos, un manto, una escudilla y un bastón, y cierto día, viendo a un niño de la calle bebiendo en un charco, llegó a la conclusión de que todavía le sobraba uno. Un monje quizás necesita materialmente poco más que Diógenes, pero necesita de toda necesidad la oración y el rito religioso, y moriría físicamente por ello o espiritualmente sin ello. Nosotros, ciudadanos europeos y españoles medios, “necesitamos” muchísimas más cosas para llevar una vida “digna”. Pero ¿qué? ¿Qué se desprende, de nuestras creencias educativas, que creemos necesitar?

Algunos, sobre todo en el mundillo “liberal” (y, desde luego, quienes legislan sobre educación hoy por hoy en España), pero también algunas (muchas aunque sean pocas) personas que dicen ser de ideología “de izquierdas”, piensan que lo que es más esencial o necesario que niños y adolescentes estudien es Ciencias, Lengua y lenguas extranjeras (Inglés, sobre todo, y las otras con “influencia” en el mundo, como el Chino). Piensan que otras áreas de la cultura, como la educación plástica (dibujo, pintura, escultura…) la música, el conocimiento de la cultura y literatura clásicas, la filosofía, etc., son más bien “adornos del espíritu”, que, en el mejor de los casos, completan y embellecen el vestido del alma humana, pero son, como los bordados de la ropa, prescindibles cuando se trata de cubrirse del frío. Sin estas pero no sin las primeras materias, se puede llevar una vida humana digna y feliz. Son prescindibles. Incluso puede decirse, según algunos, que se ha estudiado demasiado de esas cosas secundarias, ¡como si todo el mundo tuviera que leer a Sófocles o apreciar la Capilla Sixtina! A las primeras o principales, en cambio (a las que llaman ellos, con una gran ingenuidad, “instrumentales”,  porque las consideran recursos básicos para la vida), se las ha estudiado poco. (Dejo a un lado el asunto de la catequesis –opcional de momento pero con horario obligatorio para todos los alumnos-, que sigue contando con una o dos horas semanales todos los cursos de primaria y secundaria, es decir, con muchísima más presencia en el currículo que cualquier otra materia exceptuando las (¿otras?) “instrumentales”).

El anteproyecto de la futura Ley de Educación, LOMCE, contempla una disminución en el horario, o la casi extinción, de algunas de las materias artísticas o “humanísticas”, en favor de las horas lectivas dedicadas a las materias “instrumentales”, Ciencia, Lengua e Inglés. El ministro de educación ha llegado a decir que aquellas materias distraen de lo principal.

¿Qué nos indica esta jerarquía de necesidades y prescindibilidades acerca de lo que creemos y deseamos ser? Evidentemente, supone otorgar la prioridad al “espíritu” científico-técnico sobre el espíritu “humanístico”. No hace falta ser muy malpensado, además, para advertir que ese favor no se debe tanto al valor espiritual intrínseco que se le atribuye a lo científico-técnico, como a su aplicabilidad más básica y burdamente pragmática, en el engranaje productivo, industrial y comercial. Europa, y España en concreto, necesitan ser “competitivas”, como repite una y otra vez a modo de estribillo la ley de “educación”: es la economía (y concretamente la economía tal como la conocemos en el sistema “capitalista”, es decir, la dedicada a la producción masiva de “bienes” materiales y sus necesidades correspondientes) la que dicta qué es necesario educar y qué prescindible. No se piensa que quizás habría que educar en otro modo de vida más sostenible y menos alienada. Todas aquellas cosas con las que no se puede comerciar, son secundarias. Y esto dice muy claramente qué idea se hace un hombre y una sociedad de sí mismas. Al parecer, preferimos acumular objetos (casas, coches…) a poder leer a Sófocles o escuchar a Brahms: eso es lo que significa una buena vida para nosotros, por lo visto.

Sin embargo, pongámonos en el más caritativo de los supuestos: supongamos que la razón que tienen muchos para priorizar las áreas científico-técnicas en la educación, es que consideran que son mejores en sí mismas, más valiosas para el hombre. (Esto ya, por mucha caridad que uno quiera aplicar, no se puede negar que es lo que piensan). Quiero discutir esta tesis. Creo que es una idea radicalmente equivocada, que ataca a lo mejor de la humanidad, y concretamente, de occidente y Europa. No se puede considerar algo secundario, y mucho menos un adorno, una distracción o algo semejante a la creación artística, al conocimiento de la cultura griega y romana, y cosas similares.

¿Qué nos ha aportado el espíritu y el trabajo científico-técnicos, que le haga acreedor de la primacía espiritual? Creo que podría creerse que dos tipos de cosas.

Por una parte, el espíritu y la labor científico-técnicos han aportado un gran conocimiento nomológico de los hechos, en cantidad y calidad, gracias a y de acuerdo con el descubrimiento de estructuras formales complejas y abstractas (la Matemática) que permiten organizar en pocas unidades de conocimiento (conceptos, leyes) muchísima cantidad de información, y gracias también a la observación sistemática y escrupulosa de los hechos o fenómenos. La Ciencia matemático-positiva nos ha llevado a un conocimiento mucho más preciso que nunca de las fuerzas y leyes que a nivel muy elemental “rigen”, de forma determinista o cuasi-determinista, la naturaleza, lo que permite predecir con gran finura lo que ocurrirá en el futuro o lo que debió de ocurrir en el pasado. Nos ha permitido especular sobre la historia del universo entero, y sobre sus partes más pequeñas. La bioquímica nos dice, con mucha precisión y detalle, cómo están hechos los vivos y cómo se comportan en detalle las morfodinámicas vitales. La neurología nos descubre cómo suceden en el cerebro los estados cognitivos y emocionales... En resumen, la Ciencia nos ha acercado a la verdad del mundo en el que estamos, y de nosotros mismos, como habitantes de este mundo.

Además de su valor teórico intrínseco, la aplicación de todos esos descubrimientos nos ha “cambiado la vida”. Nos ha provisto de instrumentos o herramientas (exógenas y también endógenas) de una virtualidad o poder varios órdenes mayor al que conocíamos de la era pre-científico-moderna, y que nos permiten “dominar” la naturaleza, desde sus fuerzas más básicas hasta los más poderosos medios de la comunicación. Tanto el escenario en que se desarrolla nuestro drama, como muchas características del propio personaje, Yo, se han iluminado por medio de la ciencia y su técnica.

Todo eso, el conocimiento científico y su aplicación, merece y “necesita” ser conocido, porque es parte de lo que para el hombre es estar conscientemente en el mundo. Cuando o donde la educación consistía o consista en la enseñanza del latín y la retórica, ignorando la ciencia natural y la matemática, era o es una educación muy deficitaria.

Sin embargo, y en cuanto a lo que se refiere a este primer aporte general de la ciencia (o sea, el conocimiento del mundo y la posibilidad de dominarlo) hay aspectos en los que lo científico-técnico está seria e incluso radicalmente limitado.

El primero consiste en que, dado que conseguir la precisión cuantitativa propia de la matemática, es sumamente difícil, la investigación científica empieza por los aspectos más simples, básicos, elementales, mecánicos, de la naturaleza, y deja metódicamente para más adelante lo más complejo y recalcitrante a la cuantificación y la simplificación. No es, ni mucho menos, intrínseco al espíritu científico (más bien al contrario) creer que aquello que se puede ya explicar y en el modo en que se puede, lo abarca fundamentalmente todo. Pero es muy difícil (exige mucha “humildad”, o, más bien, perspectiva acerca de uno mismo) verse bebiendo unas gotas de un mar inmenso en extensión y profundidad, y los espíritus menos sutiles, cegados por el poder de explicación muy precisa aunque parcial de la Ciencia conocida, caen en la trampa de creer que ya está todo básicamente explicado y que lo que no encaja en el mecanicismo básico, se puede reducir a ello. Ni siquiera esto sería un mal, si fuese solo un principio metodológico (navaja de Occam): explicar lo máximo posible con lo mínimo necesario. Al fin y al cabo, el “reduccionismo” no es una tesis científica sino filosófica (fundamentalmente equivocada, a mi parecer), aunque pueda tener valor regulador para la labor de un científico. El problema más importante surge cuando, bajo la ilusión reduccionista, creemos que eso ya está conseguido, y tratamos a las cosas como si, efectivamente, estuviesen reducidas. Creemos que todo lo que no es un átomo (por ejemplo, un animal o una persona incluso), son epifenómenos de átomos, que tienen que ser, además, análogos a un átomo. De ahí a tratarlas como átomos, es decir, como cosas del tipo más elemental, haciendo abstracción de todo aquello que realmente importa, hay un camino escurridizo.

Cuando se plantea individualmente a los científicos la pregunta “¿qué es la vida?”, nos hablan de lo que anima la vida y de las reacciones o de las fórmulas en las que se refleja. Esto viene a ser más o menos como preguntarse qué es un libro y obtener esta respuesta: lo descomponemos, analizamos el papel, miramos a qué se parecen las letras y con qué tinta se han impreso, pero ignoramos lo que se haya verdaderamente en el libro. Lo mismo se puede decir de las ciencias de la naturaleza, tampoco nos lo dicen”. Erwin Chargaff, en El libro de los saberes, Ediciones siruela, pg. 82)

Aunque la ciencia describa con precisión el aspecto químico de la vida, no explica ni de lejos lo que es un ser vivo o la vida. Los aspectos más importantes y valiosos de la vida quedan completamente fuera de su alcance actual. Alguna vez he puesto a mis alumnos el ejemplo de acercamiento a la realidad animal presente, por ejemplo, en un poema (por ejemplo, este de Antonio Colinas):

A nuestro perro, en su muerte

Es la última noche
y no es fácil dormir porque detrás del muro
intuimos tu muerte.
Así que he acabado por salir a buscarte
a tientas en la sombra
y en ella te he encontrado respirando
aún como una llama
(como llama en lucerna sin aceite).

Hoy, sobre todo, sentimos dolor
al pensar en lo mucho que nos diste
y en lo poco, tan poco, que te dimos.
Porque ha sido mucha la soledad que fuiste
llenando con tu clara soledad
y el diálogo sabio aquel de tu mirada
con mi mirada, de tus silencios
con mis silencios
en el centro del día.

Con cuánta lentitud, con qué dulzura
te vas, amigo mío, arrastrando
por el río de la sombra que es la noche,
por el río de estrellas que es la noche,
por el río de muerte que es la noche.
Y cómo calla ahora el jardín, y cómo calla
el bosque vaciado
de aquellos ruiseñores de junio
de los que tus ladridos nocturnos fueron luna.

Qué silencios tan negros y tan hondos
caen sobre esos dos ojos como estanques,
sobre esos ojos como hogueras negras.
Postrado en miserable rincón
fidelísimo aún,
no te mueves, nada haces cuando llego
para no inquietarnos.
Aunque el dolor penetra más y más en tu ser
tú callas, callas manso –todavía más manso-,
y en esa mansedumbre se propaga
tu fiel adiós.

No temas, no le ladres a la Sombra
esa que al alba llegará muy ciega
a arrancarte los ojos, la vida, en el límite.
Aunque quedamos tristes
porque no alcanzaremos a saber,
también sabemos que desde mañana,
como volcán de luz,
toda la isla ya será tu cuerpo.

Es sencillamente ridículo pensar que hoy la ciencia natural puede acercarse al conocimiento que del animal provee el poema. Es absurdo creer que alguna ciencia actual puede informarnos de la psique humana, de sus profundidades morales, filosóficas, religiosas…, como una obra de Bach, Beethoven o Penderecki; o como una obra de Van Gogh o de Kandinsky.

Desde luego, cabe esperar que la ciencia progrese muchísimo, indefinidamente, no tanto en la cantidad de su objeto (ya trata de todo el Universo) sino, sobre todo, en profundidad. De una manera en que ahora nos resulta inconcebible, hay que suponer que una matemática del futuro descubra estructuras formales (intensionales) capaces de contener la complejidad de un fenómeno vital o psíquico. Esa matemática del futuro guardaría con la matemática que conocemos, una relación equivalente a la que guarda nuestra matemática actual con la de los egipcios o babilonios, por ejemplo. Mientras tanto, nuestro acercamiento a los entes naturales es proporcionalmente más tosca e inapropiada cuanto más complejos son. Y creer que la ciencia, tal como la conocemos, tiene básicamente los conceptos suficientes para tratar algo como la vida o la emoción o el pensamiento, es como creer que una fotografía de una persona es una persona. Por tanto, al menos de momento, el acercamiento “humanístico” es insustituible, y tan necesario o más que el científico-técnico.

Pero hay un problema más grave para la ideología que piensa que todo es, al fin y al cabo, reducible a ciencia positiva. A esa actividad que se define como investigación empírico-hipotética siempre le quedará absoluta y esencialmente vedado el acceso a lo que propiamente es una actividad psíquica (o “intencional” como dicen los filósofos), porque esas actividades tienen sus propios criterios de validez internos, y respecto de ellos la ciencia positiva todo lo que puede hacer es constatar a qué resultados dicen haber llegado los expertos de ese ámbito. Esto se entenderá mejor con unos ejemplos. Pongamos como ejemplo tres actividades:

-         Resolver un problema matemático
-         Componer una obra musical o pictórica
-         Reflexionar sobre una cuestión filosófica, por ejemplo, ontológica o ética.

Ninguna de estas tres cuestiones (entre otras) puede esperar el menor avance interno o directo que provenga de las ciencias positivas, incluidas la neurología o la psicología, por ejemplo. Una cuestión matemática solo se puede solucionar matemáticamente, una cuestión moral solo se puede abordar mediante el razonamiento moral, y una composición musical solo puede hacerse con criterios musicales.

Supongamos un futuro en que las neurología puede predecir con una probabilidad de prácticamente el 100% (suponiendo que es expresión tenga sentido) lo que contestará un sujeto cuando se le presente un problema matemático, o un dilema ético. ¿Acabará eso con lo que es propio de la reflexión matemática, ética o artística? En absoluto. El neurólogo no podrá decir, en cuanto neurólogo, que la respuesta del matemático es la correcta, que el razonamiento moral del sujeto es razonable o sus deseos son deseables.

La ciencia describe lo dicho, lo contestado, lo deseado…, no lo que debería decirse, lo que sería deseable, lo que es bello. La reflexión científica, ética y estética es irreduciblemente normativa, no-fáctica. Podría decirnos el neurólogo qué vamos a desear necesariamente en tal o cual contexto y, sin embargo, eso no haría un ápice menos digna la cuestión de si eso es lo que deberíamos o querríamos desear.

De hecho, ¿qué ha aportado la ciencia y su técnica a la música, a la pintura, a la moral, a la filosofía? Herramientas o instrumentos, por un lado, y motivos de inspiración, por otro, pero nada sustantivo. Y así será siempre, porque los criterios morales (la pregunta moral), los criterios estéticos y los criterios filosóficos son autónomos e inaccesibles a la ciencia positiva. Antes bien, los criterios científicos son no-positivos: el principio de que lo que no se puede confirmar empíricamente no es ciencia positiva, es una proposición no-empírica y, por tanto, no científico-positiva.

Es un absurdo radical, por tanto, pensar que la ciencia natural, dedicada a describir nomológicamente los fenómenos, pueda responder (o siquiera intentarlo) una cuestión ética, estética, filosófica. Y es un absurdo aún mayor pensar que estas cuestiones sencillamente no tienen sentido y son eliminables.

Esta pobreza intrínseca de lo científico-positivo la expresa, por ejemplo, Schrödinger diciendo que la ciencia deja fuera precisamente al sujeto, que es donde tiene lugar “todo lo que tiene sentido o valor”:

La imagen científica del mundo que me rodea es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre los hechos, reduce toda experiencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre todos y cada uno de los aspectos que tienen que ver con el corazón, sobre todo lo que realmente nos importa. No es capaz de decirnos una palabra sobre lo que significa que algo sea rojo o azul, amargo o dulce, físicamente doloroso o placentero; no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. (…) Y la razón por la que nos encontramos ante tan desconcertante situación no es más que esta: que para construir esa imagen del mundo exterior, hemos acudido al expediente sumamente simplificador de dejar fuera, de excluir, la propia personalidad; de ahí que haya desaparecido, se ha evaporado, resulta manifiestamente innecesaria. En particular, y esto es lo más importante de todo, esa es la razón por la cual la visión científica del mundo no contiene por sí misma valores estéticos ni éticos, mi dice una palabra sobre  nuestro último objetivo o destino final, ni quiere saber nada –solo faltaría- de Dios. ¿De dónde vengo, adónde voy? La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que nos salten las lágrimas. (Schrödinger, en Cuestiones cuánticas)

A lo sumo, uno podría pretender lo que dice Brian Greene:
Sigo ahora tan convencido como lo estaba hace décadas de que Camus escogió correctamente el valor de la vida como cuestión definitiva, pero las ideas de la física moderna me han persuadido de que valorar la vida a través de las lentes de la experiencia cotidiana es como mirar un Van Gogh a través de una botella de Coca-Cola vacía. (El tejido del cosmos, drakontos bolsillo, pag. 20)

Creo que Greene sobrestima, en esta frase, la aportación de la física moderna para el sentido y valor de la vida. Como mucho, y como también él lo expresa en otras líneas, la física proporciona el escenario de nuestras acciones (lo que no es, ni mucho menos, despreciable, obviamente). Pero todas las interesantes especulaciones que acerca del tiempo, por ejemplo, contiene su libro, no aportan nada a la solución de los problemas morales o políticos, nada al arte, salvo como eso, como instrumentos.

No cito, por cierto, a científicos, como argumento de autoridad (ni la autoridad es un gran argumento, ni los científicos son una autoridad en otra cosa que en su ciencia). Los cito porque son, en general, un buen contraejemplo a lo que defienden quienes creen ser adalides de la ciencia. Es imposible encontrar a algún gran científico, a alguien que se haya dedicado con intensidad y fervor a la ciencia, que autorice la idea de que la poesía, la pintura o la música, por ejemplo, son algo secundario en la vida humana. De hecho, ser capaz de decir algo así va casi indefectiblemente unido a ser un personaje poco dotado para la creación o la especulación (aunque sí dado, seguramente, a la otra “especulación”).

Hasta aquí he discutido una de las cosas que nos ha dado la ciencia: conocimiento muy preciso y aplicable, aunque limitado tanto coyuntural como absolutamente. Pero hay otra cosa que podemos encontrar en la ciencia, sobre todo en su aspecto más teórico: el respeto y amor a la verdad y a la veracidad, y la admiración por la belleza. Los científicos, al menos en la medida en que son creadores (y no meros reproductores o aplicadores de algo ya descubierto), son personas de gran honestidad y de gran sensibilidad estética, como ellos mismos insisten (para sorpresa de quienes ven la ciencia muy desde fuera). Esta es, en lo que se refiere a los asuntos de valor y sentido, una aportación mucho mayor. Pero no es una aportación de la ciencia, o sea, que la ciencia haya causado o hecho posible, sino a la inversa, ello mismo, ese escrúpulo por la verdad y la veracidad y ese afán de buscar lo bello, ha hecho posible que exista la ciencia y la ha sostenido, incluso cuando la ciencia parecía desmoronar todo lo valioso y bello. Es el espíritu moral y estético, en este sentido, el que hace posible a la ciencia.

De las dos cosas que incluía en el primer grupo de aportaciones de la ciencia (conocimiento del mundo y posibilidad de dominarlo), han sido quienes se han dedicado a lo primero (al conocimiento por el conocimiento) quienes han hecho posible lo segundo (que generalmente a ellos les interesaba mucho menos; eran mucho menos optimistas con el simple poder) y también han sido ellos quienes más han representado la actitud moral y estética de la ciencia. Los espíritus más “utilitaristas”, en cambio, han vivido siempre de lo que caía de aquellas “nobles almas” desinteresadas, y las han utilizado con menos solidaridad y justicia.

Sin embargo, algunos piensan que basta con enseñar en la escuela matemáticas y ciencias para conseguir más poder y, “en consecuencia”, una vida mejor. Esto no puede ser más miope y obtuso. Es obvio que occidente está en una crisis, pero me parece que no es como se la imagina. No se trata tanto de crisis económica: al fin y al cabo, occidente seguirá siendo, seguramente, bastante rica. Simplemente tendrá que serlo menos con respecto a los países “emergentes”, lo que no puede ser más justo. Sin embargo, occidente y Europa están, efectivamente, en un momento crítico, como siempre lo está la vida y la inteligencia: tiene que optar, no entre dar la primacía a lo científico o a lo humanístico, sino entre dar la primacía al espíritu de nobleza, o al espíritu de la sagacidad.

Para elegir lo primero tiene que comprender que, ni se puede separar lo científico de lo humanístico (lo moral de lo técnico) ni que, por tanto, tiene sentido dar la prioridad a lo científico-técnico sobre lo humanístico. Lo que ha permitido a Europa ser lo que es ha sido el espíritu humanístico en general, incluyendo a la ciencia. Sin embargo, la mediocridad puede estar haciéndose con el espíritu europeo y occidental en general. Y eso ha sido favorecido por ciertas ideas filosóficas concretas: el positivismo-pragmatismo y el irracionalismo acerca de los valores.

Los que dicen que lo que necesitamos y necesitan nuestros hijos es estudiar ciencias e inglés, llaman instrumentales a esas áreas. Es, decía más arriba, una gran ingenuidad, porque qué sea instrumental depende de para qué lo sea. Un cuadro puede ser un instrumento para el especulador, y un fin para el artista. Se trata, entonces, de qué fines deberían definirnos. Sin embargo, en un sentido, subconsciente, no se engañan los que hablan de las materias instrumentales. Efectivamente, tienen una concepción instrumental, pero no de los conocimientos sino, precisamente por eso, del propio ser humano.

¿Qué sociedad tendremos, cuando nuestros futuros ciudadanos tengan una extensa preparación científico-técnica, pero no tengan cultivada la apreciación estética, moral y filosófica, sino que estén en una especie de estado de naturaleza o brutalidad al respecto? Quizás sigamos, entonces, siendo competitivos con respecto a China (seguramente ni siquiera, pues nos faltará el hábito de la disciplina esclava), pero no seremos lo que yo desearía creer que es Europa. Si, en lugar de confundir cantidad con calidad, aprendiésemos a ser más austeros, pero más justos y más cultivados, valorando más una lectura intensa de un Sófocles, o una escucha profunda de un Beethoven, que tener más objetos materiales, quizás Europa tenga algo que decir todavía.

jueves, 8 de noviembre de 2012

¿Qué pinta la Filosofía en la Educación de una Democracia?


Siempre que los gobernantes se proponen cambiar la ley de educación y “amenazan” el estatus de esta o aquella “materia” o “asignatura”, muchos profesores de cada una de las amenazadas buscan amontonar argumentos que la hagan imprescindible, y solo unos pocos aprovechan para preguntarse, de la manera más neutral posible, qué sitio debería corresponderle en la mejor educación pensable. A los profesores de Filosofía, más que a ningún otro, les seduce e incumbe esta reflexión sobre uno mismo. No tengo ninguna intención de “defender” corporativamente mi profesión de profesor de Filosofía (mi tendencia natural es más bien la contraria), pero, puesto que es un tema que me interesa “desinteresadamente”, aprovecho este momento e, instigado por la interesantísima entrada que publicó el otro día en su blog mi amigo Víctor y consciente de que nadie importante va a leerme (no te ofendas, lector, sino todo lo contrario), voy a explicar por qué creo que la Enseñanza de la Filosofía es imprescindible en una Democracia (dándole a estas palabras, Democracia, Enseñanza, Filosofía…, la más caritativa de las interpretaciones).

¿Qué pinta la Filosofía en la educación pública de los niños y adolescentes de una sociedad democrática? Eso depende de lo que haya que entender por ‘Democracia’, ‘Educación’ y ‘Filosofía’. Y por ahí deberíamos empezar. Pero para contestar estas preguntas (qué es Filosofía, qué es Educación, qué es Democracia) hay ya que hacer filosofía, y no se pueden contestar propiamente de otra manera, como argumentaré después. De donde se seguirá que los ciudadanos que no tengan una mínima educación filosófica (la hayan adquirido como la hayan adquirido) no podrán hacerse competentemente la pregunta de qué pinta la filosofía en la educación de un país democrático. Tampoco podrán hacerse competentemente la pregunta de por qué habría que preferir vivir en democracia, o por qué y en qué habría que educar a los ciudadanos. Todas esas cuestiones son primera y propiamente filosóficas, y solo lateral e impropiamente pueden ser tratadas por cualquier otro ámbito del conocimiento. Si, pues, la Filosofía no fuese parte de lo que todo ciudadano recibe como educación básica, el Estado no garantizaría que todo ciudadano tenga desarrollada la habilidad para reflexionar críticamente y argumentar sobre su misma condición de ciudadano. De tenerla uno (y dando por supuesto que no se nace con ella plenamente actualizada, sino que necesita educación), sería algo que ese individuo habría desenvuelto “por casualidad” política (como uno sabe, “por casualidad” política, construir barcos con palillos o esquiar). Es dudoso que se pueda llamar democrática a una sociedad que no garantice cuanto pueda que los ciudadanos estén educados para la reflexión acerca de su propia cualidad de tales, porque precisamente la Democracia es, presuntamente, el sistema político en que la legitimidad emana de los ciudadanos. Y es más dudoso todavía que el Estado, por una parte tenga, como suponemos que tiene, la “obligación” de “educar” o instruir a los ciudadanos en la adquisición de habilidades técnicas (que le permitan desenvolverse laboral y económicamente) y quizás también, como reclaman algunos con mucha razón, en el conocimiento positivo de la ley vigente (que le garantice desenvolverse, en cuanto esté en su mano, con la mayor seguridad jurídica), y, sin embargo, no tenga una obligación superior a educarles en la habilidad reflexiva que los hace propiamente ciudadanos.

Pero algunos no estarán de acuerdo con todo eso. Negarán “la mayor”: no es la Filosofía –dirán- la encargada privilegiada de dirimir qué es Democracia, ni qué es Educación ni, quizás, qué es la Filosofía. En realidad –se sentirán impelidos a sostener- la Filosofía no está encargada de dirimir ninguna auténtica cuestión, porque Filosofía no es saber autónomo alguno, sino solo el saco donde se mete, por defecto, lo que aún no es cuestión auténticamente dirimible. Todo lo que cabe responder y, por tanto, legítimamente preguntar, pertenece a un ámbito o, como mucho, a dos: el de la Ciencia positiva (empírica) para todos los asuntos teóricos, y el de la Decisión o Voluntad para todo lo que tiene que ver con acciones, “valores”, normas, etc. Si esta objeción fuera acertada, efectivamente la Filosofía no pintaría prácticamente nada en la educación de una sociedad democrática (no “nada” completamente, porque aún podría reivindicarse su valor estético, o “cultural”, o algo así, pero sí casi nada, o algo “despreciable”). Voy a sostener que esa objeción es inválida. Para eso habrá que discutir frontalmente asuntos como en qué consiste la Filosofía (y si tiene algún terreno autónomo, distinto del de cualquier Ciencia positiva y el de la Decisión práctica), qué es Educación, qué es Democracia... Pero antes de enfrentar directamente todo eso, otra vez hay que observar que tanto esa discusión, que estamos obligados a abordar, como la tesis que subyace a la objeción referida (o sea, la tesis que dice que la Filosofía no tiene tema) son, precisamente, una cuestión y una tesis filosóficas, una cuestión y una tesis filosófica más. Una de sus formas más manoseadas en los últimos cien años pregona que los Grandes Discursos (la Metafísica y sucedáneos) han muerto para no volver, o que la Filosofía ha sido sustituida por la Física o por la Interpretación literaria o por la Historia... Pero ¿quién ha dicho eso? Quiero decir, ¿qué tipo de tesis son estas? Obviamente, no son tesis científico-positivas (de la sociología, por ejemplo, o de la historiografía, no digamos de la física o de la biología o de la psicología1). Son, insisto, tesis puramente “ideológicas”, es decir, filosóficas. De modo que, ya oblicuamente considerada, la tesis de que la Filosofía no pinta nada en la Educación, es una tesis filosófico-pedagógica, ideológica, no una hipótesis científica ni un mandato legal. Es una ideología o filosofía concreta queriendo erigirse justo en lo que presuntamente más rechaza: gran discurso único e irrebatible. ¿Sería democrático aceptar este dogmatismo, y abolir la Filosofía por decreto (pseudo)filosófico (pseudo-, porque ninguna filosofía puede ser dogmática)?

Pero abordemos la cuestión, no oblicuamente o por la espalda, sino de frente. ¿Qué es la Filosofía, y qué la Democracia, y qué la Educación; y qué relación hay entre ellas? Creo que hay dos grandes posiciones o grupos de respuestas, al respecto, de las que se deducen sendas “defensas” de la necesidad de la Enseñanza básica de la Filosofía en la Democracia. La primera se basa en unas nociones “modestas” (y coherentes entre sí) de Filosofía, Democracia y Educación: una concepción, podríamos decir, “formal”, “normativa”, “deontológica”, “procedimental” o “trascendental” (todo ello en un sentido amplio, como explicaré luego). La segunda defensa apelaría a nociones más sustantivas de Filosofía, Democracia y Educación (concepción socrático-platónica, intelectualista en general). Creo que fuera de esas dos grandes posiciones solo hay lugares intelectualmente poco habitables (como el naturalismo montaraz o alguna forma de irracionalismo o relativismo extremo –que también son posturas filosóficas, obviamente-), y, desde luego, nada seductores para los que se plantean, en “la realidad efectiva”, qué sitio debemos reservar al estudio de la Filosofía en el curriculum oficial. La primera defensa (la normativa o trascendental) es, estratégicamente, más rentable, pues implica menos cosas. La segunda (platónica) es, a mi juicio, más profunda, aunque menos aceptable para la mayoría, seguramente. En lo que sigue me centraré en la primera, y dejaré para mejor ocasión la otra.

Definamos, pues, ‘Democracia’, ‘Educación’ y ‘Filosofía’ en un sentido lo suficientemente mínimo como para que aspire a una aceptación general o a una defensa fácil, y a la vez en un sentido lo suficientemente suficiente como para que salve aspectos que estamos interesados en justificar: sobre todo, la idea de legitimidad. Debe ser posible plantearse, por ejemplo, si una situación política es legítimamente democrática. ¿Qué es Democracia; qué, Educación; y qué, Filosofía, según esa concepción modesta o (casi)mínima?

Empecemos con la idea de Democracia. La Democracia es el sistema político cuya legitimidad consiste en la “suma” (o, mejor, maximización) de la voluntad de todos y cada uno de los individuos de una / la sociedad en cuanto que son seres igualmente racionales o personas. En versión ligeramente diferente, la Democracia es el procedimiento de toma de decisiones colectivas tal que seres (reconocidos como) igualmente racionales encontrarían más razonable aceptar.

Es fundamental señalar que estamos así definiendo (o intentando definir) qué es constitutiva o esencialmente la Democracia, no qué es lo que fáctica o históricamente se ha llamado así. Solo esa noción constitutiva nos permite distinguir entre democracias más o menos imperfectas, más o menos legítimas2. La Democracia se basa, constitutiva o esencialmente, en la igualdad de las personas. Pero ¿en qué son iguales las personas? Obviamente, no en los conocimientos, deseos, emociones, habilidades… concretos o efectivos que tienen todos (no hay, seguramente, dos sujetos fácticamente iguales en nada), sino en la facultad o capacidad, que se les atribuye como inherente naturalmente, de conocimiento y volición racional, o sea, en la racionalidad como facultad a priori para tener pensamientos, deseos, etc., y que es (o, más bien, se toma normativamente como) asunto de todo o nada: o se es (virtual o potencialmente) capaz de razonar y hablar (de hacer una deducción y entender una noción de aplicabilidad universal y necesaria, de construir una frase todo lo compleja que sea) o no. Es evidente, pues, que esa igualdad de racionalidad es una condición “ideal”, no materialmente dada ni positivamente constatable, y es “ideal”, también, la asociación que se hace entre tener esa capacidad y ser sujeto de Derecho. En este sentido, “merecería” la crítica de Nietzsche a todos los ideales y universales, si la crítica de Nietzsche fuese admisible (y no autocontradictoria, como en realidad es). Pero si esa crítica a lo universal, ideal, virtual…, fuese válida, sería letal para la Democracia, como el propio Nietzsche se encargó vehementemente de señalar3.

Democracia no es, pues, una noción que se adquiera científico-positivamente ni que se implante legislativo-positivamente. Ambas reducciones incurrirían en la falacia naturalista: una serie de hechos (incluidos los hechos que consisten en la existencia material de normas dictadas) no dan soporte a la validez de las normas. La legitimidad o validez es irreducible a facticidad y a legalidad efectiva. Lo normativo es irreduciblemente no fáctico. Pero la Democracia implica, necesariamente, la distinción de lo legal y lo legítimo. Por tanto, Democracia es un concepto normativo, no fáctico, y normativa y no fáctica es la cuestión de por qué es legítima la Democracia, es decir, simplemente la cuestión política. Usando terminología kantiana, pero tomada en sentido amplio, la cuestión de qué es Democracia y cuándo es legítimamente democrático un régimen político, es una cuestión Trascendental. Y todo ciudadano que se plantee la cuestión de legitimidad, está embarcándose en una pregunta trascendental, normativa, deontológica…, no fáctica o positiva.

¿Qué es Educación? De manera semejante y coherente con la anterior caracterización de Democracia, la Educación es el proceso y complejo de actuaciones por el que se capacita al individuo racional, o persona, para la vida, tanto natural como política. Esta caracterización normativa o “trascendental” permite, también aquí, distinguir entre una educación adecuada o correcta, y la que no lo es, cosa que ningún conocimiento científico-positivo puede hacer, incluido aquel que se limitase, "iuspositivistamente", a cotejarla con la legislación vigente, como si la legitimidad se redujese a legalidad. Y, si aceptamos que es una obligación de toda sociedad democrática proporcionar educación a todos los ciudadanos (lo doy por supuesto, pero es fácilmente argumentable), entonces también es parte fundamental de una adecuada o correcta educación democrática proveer al ciudadano de todos aquellos recursos imprescindibles para ser un auténtico ciudadano. Por supuesto, esto puede considerarse cuestión de grados (nadie, ni el Estado, puede garantizar que se produzca nada efectivo), pero es difícil creer que una sociedad donde los ciudadanos no reciban, desde niños, una educación para ser ciudadanos políticamente reflexivos y críticos, sea una auténtica democracia. Ninguna enseñanza científico-técnica ni ninguna enseñanza práctica o legal (ninguna trasmisión de la mera ley vigente) pueden sustituir a la enseñanza cívica, consistente en la reflexión “trascendental” o normativa que define a la actividad política.

Vayamos a por el tercero de los personajes. ¿Qué es Filosofía? También ahora definiremos “mínimamente” la Filosofía como Reflexión Trascendental o Normativa. La Filosofía se ocuparía, entonces, de las condiciones de posibilidad de cada área de la racionalidad humana. La filosofía teorética se ocuparía de las condiciones de posibilidad de toda actividad cognitiva; la filosofía “práctica”, de las condiciones de posibilidad de toda actividad moral y política; la filosofía “estética”, de las condiciones de posibilidad de toda actividad estética; etc.

Esta caracterización de la Filosofía como reflexión formal-trascendental o normativa, es mucho más comprensiva de lo que puede parecer. No define solo al kantismo, sino a posturas aparentemente lejanas a la de Kant. Por ejemplo, y limitándonos a la filosofía contemporánea: puede considerarse reflexión trascendental todo lo que hace Wittgenstein, no solo en el Tractatus (donde es evidente) sino también en sus reflexiones últimas, acerca de las categorías del lenguaje. Un heredero, hoy de moda, del pragmatismo wittgensteiniano, Robert Brandom, ha sabido resaltar el elemento kantiano, deontológico,normativo, trascendental, de toda reflexión no reduccionista sobreel Lenguaje y la Praxis: para que haya lenguaje y actividad racional en general, son necesarias unas condiciones mínimas a priori, y de eso se encarga la Filosofía. En general, todo lo que se llama Filosofía o “Análisis” del Lenguaje (incluido casi todo positivismo), es, lo quiera o no, reflexión crítico-trascendental. Se engaña completamente quien crea que el Análisis del Lenguaje que llevan a cabo los filósofos analíticos es algo así como una parte de la Lingüística (tampoco de la Logística, como ciencia formal o matemática). Esos análisis filosóficos apriorísticos y dialécticos (no hay una sola tesis filosófica universalmente compartida) buscan la “esencia” del lenguaje, y no usan en ningún sentido relevante la metodología empírica de las ciencias positivas. Si se quiere decir que estudian la Gramática, hay que notar que no se trata, desde luego, de ninguna gramática fáctica (de esta o aquella otra lengua existente, ni de una gramática universal humana que se hallase por comparación de diferentes culturas). Los filósofos del lenguaje no recurren a ningún estudio antropológico ni sociológico ni psicológico.... Se trata de una investigación completamente apriorística, como siempre lo fue la reflexión filosófica. El análisis del Lenguaje es, pues, tan lingüístico como psicológica es la analítica kantiana del Sujeto trascendental: nada. Pasando al campo de la filosofía continental, la mayor parte de los pensadores de la hermenéutica, desde Husserl hasta hoy, caben en la caracterización que he ofrecido de Filosofía. Derrida, por ejemplo (por poner un caso poco favorable), no opuso reparo alguno a que se le considerase un pensador trascendental (aunque entendiera la crítica filosófica de una manera menos racionalista que en Kant) y reivindicó un lugar “esencial” en la Educación para la Filosofía como crítica radical, cuyo antecedente principal es la kantiana “facultad inferior” de El conflicto de las Facultades. Por supuesto, todas las filosofías del discurso (el procedimentalismo de Habermas y compañía, etc.) caben perfectamente en la concepción deontológica de la Filosofía. Y, dentro del amplio mundo del naturalismo anglosajón, todos los naturalismo no reduccionistas conceden también un lugar autónomo a la Filosofía en incluso a la Metafísica, como reflexión casi puramente apriorística e insustituible.

Reuniendo, ahora, a los tres personajes, Democracia, Educación y Filosofía, podemos decir lo siguiente:  

si la Democracia es el sistema político en el que la soberanía reside en todos los ciudadanos en cuanto individuos dotados de razón;
si la Educación, por su parte, es el proceso por el que se desarrolla en un individuo la capacidad de realizarse como ser racional o persona, y, por tanto, en una sociedad democrática, la Educación es la que habilita a un ciudadano para ser, lo más plenamente posible, miembro político;
si el Estado tiene obligación de garantizar cuanto pueda la educación mínima que habilita a cada individuo para ser ciudadano
y si Filosofía es la reflexión crítico-trascendental mediante la que un ser racional se entrega a determinar racionalmente las condiciones de posibilidad o “esencia” de ciertos ámbitos de la racionalidad (entre ellas y sobre todo, las condiciones de legitimidad del propio sistema político en que él es, normativamente, ciudadano plenamente activo),
entonces la Filosofía es la asignatura esencial de cualquier educación democrática y todo Estado democrático debe garantizarla cuanto le sea posible. 

Insistamos: ningún conocimiento científico-positivo ni legal-positivo puede suplir a la reflexión crítico-trascendental. Y eso es la Filosofía, precisamente, la reflexión no positiva, sino trascendental o normativa, que hace de uno un ciudadano democrático.

En lo que sigue daré por supuesto que esto es correcto, y me dedicaré a intentar deshacer, brevemente, algunas dudas que podrían suscitarse.

Parece que hemos reducido, la reflexión filosófica requerida para la Educación, a solo la Ética, lo que deja sin sitio a toda esa parte de la Filosofía que llamamos Ontología, Epistemología, etc. Pero esto no es así de ninguna manera, por dos razones principales. Primero, porque, aunque una persona es un individuo político (y es desde ese ángulo desde el que estamos considerando el asunto de la Educación), eso no quiere decir que su principal actividad vital sea la praxis política, antes que, por ejemplo, la actividad teórica. Si una entidad es un ser racional, lo es por y en el ejercicio de la racionalidad, y esta no se limita a la actividad política, sino a toda aquella que sea propia de la racionalidad. Y, segundo, porque lo ético y lo teorético están íntimamente ligados en la reflexión trascendental. Es imposible determinar las condiciones de legitimidad de la situación política de las personas si no se tiene idea de cuáles son las condiciones de posibilidad de la racionalidad misma (del Lenguaje) o se carece de una reflexión trascendental antropológica. Así, por ejemplo, Robert Brandom arguye que sin unos mínimos normativos, no hay lenguaje alguno. Y, sin lenguaje, no hay personaje racional ni, por tanto, ciudadano ni libertad algunos.

Pero -segunda posible duda-, suponiendo que la Filosofía sea imprescindible en una educación democrática, ¿es necesario que esa materia tenga tal autonomía como para merecer, en la Escuela, un Departamento propio, unas horas lectivas, etc.? ¿No podría, por ejemplo, formar parte del contenido de otra materia y ser atribución de otro Departamento? De ninguna manera. La Filosofía no puede ser impartida, por ejemplo, como una Historia de las Ideas (en el sentido literal de la palabra) ni por profesores de historia. Por supuesto, puede hacerse historiografía (sociología, psicología, biología…) de la Filosofía, análogamente a como puede hacerse historiografía (sociología…) de la Matemática o de la Biología. Pero análogamente a como una historia de la Matemática no puede suplir a la Matemática misma (el historiador no puede, en cuanto tal, demostrar teoremas matemáticos, sino solo presentar los eventos históricos en que los matemáticos demostraron tal o cual teorema), de la misma manera un historiador no puede, en cuanto tal (es decir, salvo que se vuelva filósofo por arte o milagro de la Consejería de Educación), sustentar una reflexión filosófica o trascendental, pues esta va más allá de la metodología hipotético-empírica de la historia. De manera equivalente pero en sentido inverso, el filósofo puede hacer filosofía de la historiografía, de la sociología, de la psicología… (por ejemplo, epistemología de las ciencias sociales…), pero no puede hacer propiamente historiografía, ni ninguna otra ciencia4.

Tampoco puede sustituirse la Filosofía o reflexión crítico-trascendental por una materia de Educación Cívica y Legal (“Educación para la Ciudadanía”, “Educación Constitucional y Cívica”…) que se dedique a transmitir las normas vigentes en el Estado. Una materia así, también imprescindible en una democracia (y, en general, en cualquier régimen político, pues, aunque el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, es deseable para cualquier gobierno en general que los sujetos a la ley la conozcan) es una materia “legal-positiva” y debe ser impartida por un jurista o profesor de ciencia jurídica. En esa materia, la dialéctica entre legalidad y legitimidad no tiene cabida, y un jurista no está, en cuanto tal, capacitado para exponerla. La Filosofía es una materia completamente diferente.

Pero –una duda más- ¿puede, la educación filosófica o crítica, tener solo un puesto transversal en el curriculum? No. Por supuesto, el ejercicio efectivo de la reflexión crítica debe ser exigido y fomentado. También puede decirse esto de la Lengua, o de la Gimnasia. Entonces ¿no bastaría con exigir que la gente hable correctamente, o se mueva ágilmente, sin que sea necesario un horario donde abordar temáticamente todo eso? Obviamente, no. En todos los ámbitos del conocimiento o de la actividad racional en general, debe haber un lugar temático, no meramente práctico, en que se reflexione acerca de ello, como preparación precisamente para su mejor ejercicio. El estudio y análisis de los métodos crítico-trascendentales o filosóficos, es tan útil para su posterior ejercicio activo como lo puede ser el estudio de la Gramática y el Análisis literario para el uso de la Lengua.

Pero –última duda- ¿no sería la Filosofía, como reflexión “superior” o de segundo orden, algo propio de estudios más avanzados (universitarios), porque quizás las mentes humanas no alcancen la madurez suficiente antes? La respuesta, a mi juicio, es, una vez más, claramente no. Desde que un niño puede preguntar por qué tiene que respetar las normas, está exigiendo, democráticamente considerado el hecho, una respuesta ni histórica ni legalista (“porque así se viene haciendo”, “porque lo digo yo”, “porque si no viene la policía”…) sino filosófica. Y este tipo de pregunta y reflexión debe ser inducido lo más temprano posible, adaptándolo cuanto sea necesario para no forzar el desarrollo natural del niño. Es labor de los psicólogos, en colaboración quizás con los filósofos, detectar cuándo se manifiesta la capacidad de ser “sensibles” a la justicia y a la argumentación. Mi intuición me dice que esa sensibilidad existe desde el principio, y que es una cuestión de grado que esté más o menos desarrollada (como la capacidad de hablar, razonar, percibir belleza, etc.). Pero, desde luego, muchísimo antes de que uno sea universitario, es racional y es ciudadano en desarrollo. Por otra parte, si la Filosofía fuese (como es en algunos lugares) un estudio meramente universitario, muchos ciudadanos no llegarían a esa reflexión, al menos de manera institucional, sino por casualidad, o “respirándolo del ambiente”5.

Puede decirse, en resumen, que la Filosofía (esto es, la reflexión crítico-trascendental, deontológica, o normativa), es el eje esencial de toda educación democrática, puesto que educa precisamente en lo que es constitutivo del ciudadano en cuanto tal, en la reflexión crítica. La escasa presencia de la Filosofía en los planes de estudio de todos los países conocidos no es más que una prueba de lo muy imperfecto de las democracias realmente existentes, lo que se traduce, también, en esa masa de “ciudadanos” políticamente pasiva y acrítica que todos conocemos, tan fácil de manejar por intereses cuya justificación es escasa o nulamente universalizable. Es muy improbable que, en tanto los ciudadanos permanezcan en un estado “de naturaleza” respecto de la Filosofía, la Democracia “realmente existente” se parezca a lo que debería ser.

Alguien objetará de nuevo (y volvemos así al principio) que todo lo que precede depende de que aceptemos la tesis filosófica según la cual hay algo así como la Filosofía, es decir, reflexión trascendental, autónoma respecto de cualquier saber positivo o cualquier legislación vigente. Es cierto: las conclusiones anteriores dependen de esa tesis filosófica. Pero, de la misma manera, repito, la tesis contraria, según la cual la Filosofía no es un ámbito autónomo sino una confusión definitivamente muerta que no debe tener lugar en la educación de los niños y jóvenes, es “solo” una tesis ideológica o filosófica, es decir, una tesis no de esas que son sancionadas por ninguna comunidad científica, sino de las que se discuten en seminarios y congresos de filósofos. La prueba es que, a diferencia de las tesis científicas, que se dejan dirimir de una manera empírica, las posiciones filosóficas son dialécticas, lo que no quiere decir que sean irracionales. La Filosofía es inescapable.

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Notas:

1 Al contrario, de tener algo que decir al respecto, las ciencias positivas pueden constatar un renacimiento de la Metafísica en las mejores cátedras de las mejores universidades del mejor mundo; pero las ciencias positivas no tienen nada que decir acerca de la validez o corrección de esta o aquella tesis o este o aquel argumento filosóficos, igual que el historiador de la matemática, qua tal, no tiene nada que decir respecto de la validez o corrección de tal o cual demostración matemática
2 Aunque la definición ofrecida parece solo kantiana, puede darse una versión de tinte utilitarista y consecuencialista, siempre que este contemple un principio de universalización de las preferencias, mínimo requerido para que pueda considerarse una actividad racional.
3 Y ¿para qué no sería letal? Todavía no conocemos –yo al menos- cómo se vive o existe sin nociones universales, cómo se las apaña el ultrahombre.
4 Y es completamente inadecuado que el profesor de filosofía, para rellenar su materia, imparta nociones de divulgación científica, como viene haciéndose desde hace muchos años en España.
5 Algunos pueden recordar que Platón, por ejemplo, consideraba la Filosofía como un estudio para pocos, situándola más allá incluso de una formación “en geometría”. Pero hay que recordar, al mismo tiempo, que Platón rechazaba, precisamente por eso, el régimen democrático.