lunes, 24 de enero de 2011

La existencia como sustrato del mundo, según Grossmann

Continuo y termino con el resumen y comentario del libro de R. Grossmann La existencia del mundo. En el capítulo IV, Grossmann trata de la Existencia. ¿Qué es? ¿Cómo habría que analizarla?

La existencia, según Grossmann, no pertenece a ninguna categoría. Es, dice, un “rasgo” del mundo. No hay modos o tipos de existencia o ser. Sólo hay un tipo de ser, la existencia. Todo lo que hay, existe, y lo que no, no existe.
Russell, recuerda Grossmann, argumentaba (en su época temprana, hay que decir) que Ser es más amplio que existir, porque todo lo que es contable, es algo, y hay UN Hamlet. Pero Grossmann cree que el género más extenso no es Ser, sino Objeto de la mente, u Objeto, simplemente. Algunos objetos no existen. Es enigmático cómo puede relacionarse la mente con un no-existente, admite Grossmann, pero este enigma, dice, no se soluciona ni negando el carácter relacional de la mente ni diciendo que todo tiene ser o existencia. En general, sostiene Grossmann, una gran diferencia entre entidades, no implica una diferencia en modos de ser. Si no, podríamos aplicar ese expediente a todo.

En la tradición, nos recuerda el autor, se creyó que existir es una propiedad. El argumento ontológico se basa, dice, en ese error ontológico, además de en el error lógico de creer que lo que pertenece a la definición le pertenece al ser. No, “las sirenas tienen cola de pez” no implica que las sirenas tengan cola de pez, sino que, si hay sirenas, tienen cola de pez.
Sin embargo, y curiosamente, Grossmann confiesa enseguida que no tiene un buen argumento para rechazar que la existencia sea una propiedad. “Mi intuición, dice, es que está mucho más conectada [la existencia] con el sujeto de lo que lo está cada una de sus propiedades”.

Grossmann repasa y rechaza algunas de las definiciones o cuasi-definiciones recientes de la existencia:

Algunos (Frege en cierto momento) creyeron que existencia es autoidentidad. Pero, aunque existencia y autoidentidad se coimplican, no son lo mismo, sostiene Grossmann.

Según otros (Russell y muchos) la existencia es una propiedad de tener propiedades, o sea, de estar ejemplificado. Según ese análisis (“hay cosas tales que son F”), no se podría atribuir la existencia a individuales. Esta definición es inadecuada, afirma Grossmann. Primero, porque hace falta un criterio para determinar qué propiedades existen o no. Segundo, porque es circular decir que existe aquello de lo que “hay” (o sea, existe) una propiedad que es ejemplificada por aquello.

En general, argumenta Grossmann, es circular definir la existencia mediante sólo el cuantificador existencial. Según ese análisis, “existe…” equivale a “hay una cosa, x, tal que…” Y, en esa última expresión, ‘hay’ significa precisamente “existe”. Disfrazarlo con la expresión pretendidamente desexistencializada “al menos una cosa es tal que…” es una falacia, porque, aunque el cuantificador no tiene importe existencial, ‘cosa’ si lo tiene en esa expresión.

Para entender la existencia, dice Grossmann, hay que partir de que hay hechos cuantificados irreductibles, hechos que contienen variables. La existencia reside, dice, en la variable. En la expresión “si alguna cosa es un hombre, entonces es mortal” ‘cosa’ significa entidad, es decir, existente. Equivale a “todas las entidades (existentes) son tales que si una entidad es un hombre, entonces es mortal”. ‘Todos’ es el cuantificador, ‘son tales que’ es el nexo cuantificacional, ‘si… entonces’ es la conectiva entre estados de cosas, ‘es’ es el nexo de ejemplificación, y ‘entidad’ es lo que hay en el mundo como existente. Si simbolizamos con e toda variable de entidad, entonces, para expresar que existe una cierta propiedad que es ejemplificada por alguna cosa, podemos escribir “alguna entidad e, es tal que e es una propiedad y alguna entidad, e2, es tal que e2 ejemplifica e”.
La existencia se halla diseminada en muchas piezas a lo largo de ciertos hechos cuantificados.
La existencia, o variable entidad e, es, explica Grossmann, el sujeto último que subyace a toda atribución, pero no es una propiedad de algo: la existencia es el sustrato del mundo. Esta concepción de la existencia, dice el propio autor, se parece a la concepción de la sustancia de Spinoza y a la hyle aristotélica.

Decir que César existe es decir que es un existente, es decir, que “algún e es tal que e es César”.

Con esto, advierte el autor, no pretendemos reducir ni definir la existencia, porque la existencia es irreductible, sino exhibir la estructura de ciertos hechos existenciales. Cada cosa es idéntica a un existente (no a la existencia como tal).

Toda cosa existe. Así que la existencia también existe. Si no existiera, ¿cómo podría existir ninguna otra cosa? Decir que la existencia existe es decir que los existentes son idénticos a los existentes: “algún e es tal que e = e”

Propiamente no hay cuantificación existencial.

Para los no existentes hay que contar con la variable Objeto. También podemos decir “alguna entidad e es tal que e es un acto mental y e se dirige a Santa Claus”. Cuando hablamos de lo no existente tomamos el objeto, dice Grossmann, como imaginado.

En el último capítulo (El enigma del mundo: la negación) Grossmann dice algunas palabras sobre el No-ser. Hay que distinguir, dice, Nada (que es un cuantificador) de No-ser, que es meramente negación del ser (la negación de existencia es negación de que algo sea idéntico a un existente) y la Negación: hay hechos negativos. A cada estado de cosas positivo le corresponde uno negativo.

Resumiento, la teoría de la existencia de Grossmann dice que:
-la existencia es transcategorial
-la existencia es unívoca (no hay “modos” de ser, como quizá los hay en Aristóteles y los hay más claramente en Tomás de Aquino –aunque mejor habría que hablar, quizá, de “grados” no cuantitativos de ser-)
-la existencia no es una propiedad, sino algo más intrínseco a la entidad.
-la existencia no es ni un cuantificador, ni meramente autoidentidad, aunque la existencia tiene que ver con los hechos cuantificados y con la autoidentidad.
-La existencia es la “variable entidad”, que puede reconocerse (aunque a veces pretende disimularse) en todo análisis cuantificacional.
-La existencia es el “sustrato” del “mundo”.

¿Qué nos aporta esta teoría de la existencia? Según ella, podríamos decir (parodiando a Quine) que “ser es ser el valor de la variable entidad”. Contra un análisis como el de Quine se ha objetado al menos dos cosas importantes: que es una definición o análisis trivial(izante) y que es demasiado (o demasiado poco) riguroso:
-Es trivial porque podemos poner en el lugar de la variable ligada lo que nos apetezca. Así que, para un “metafísico”, bastará con decir que “existen universales” para afirmar que existen. Obviamente, decir que “ser es ser el valor de una variable” no es dar criterios de existencia, como el propio Quine admite. Lo más que nos da es un criterio lógico-lingüístico para buscar los compromisos ontológicos del que habla. (Incluso se puede decir que su neutralidad es un elemento positivo… aunque un exceso de neutralidad ¿no acaba en vaciedad?)
-Pero otros piensan que ni siquiera eso se consigue. Por una parte, podríamos sostener que no siempre que situamos algo en el ámbito de la variable ligada queremos comprometernos realmente con su existencia. Si alguien, por ejemplo, dice que existe un número tal que…, no se está metiendo en el asunto ontológico de si existen los números, sino limitándose a afirmar la existencia en el ámbito interno de la teoría. Cuando un científico dice que “hubo un tiempo en que la luna era un grupo de piedras” no se está comprometiendo con la afirmación (metafísica) de que el tiempo es real. Lo mismo puede decirse de “érase una vez un gigante…” Por otra parte, y en sentido inverso, podríamos decir que uno no sólo se compromete con aquello que menciona dentro del rango de los cuantificadores, sino que adquirimos compromiso ontológico con toda entidad cuya noción necesitamos, sea que la situemos en el rango de la cuantificación o sea que la dejemos en el ámbito de los predicados. ¿Por qué iban a ser ontológicamente neutrales los predicados? ¿Son significativos sin tener, sin embargo, importe real o existencial? ¿No es esto consagrar un dualismo inconsciente?

¿Cómo afectan estos problemas a la teoría de Goodmann?
Respecto a la trivialidad del análisis, Grossmann, igual que Quine, admite que esto no es una reducción de la (idea o “rasgo”) de la existencia. Por otra parte, los criterios de existencia Grossmann los “expone” (aunque sólo de manera implícita) en su discusión acerca de si existen propiedades, universales, etc. Ahí da por supuesto el criterio de indispensabilidad teórica: si necesitamos una categoría o un “objeto” (concepto) para explicar cómo es que conocemos la realidad, entonces hemos de admitir la existencia de esa categoría o ese objeto.
Respecto a si es buen expediente analizar la existencia en términos de variable, me preguntaré lo siguiente. ¿Por qué la existencia no es una propiedad o un predicado? ¿En qué sentido no lo es? ¿Por qué es mejor análisis de “Cesar existe” convertirlo en “hay algo que es igual a Cesar” que dejarlo como está (lo que daría un análisis más sencillo del lenguaje o pensamiento)? Como se sabe, el origen del análisis “moderno” (y, más concreta y mayormente russelliano) es el afán de solucionar unos cuantos rompecabezas como, por ejemplo, el de cómo vernos libres de referirnos a reyes de repúblicas y círculos cuadrados; o, cómo es que predicar la existencia de algo no es enunciar una mera tautología. En palabras de Quine, se trataría de cortarle la “barba” a Platón. Esa enmarañada barba (que, dice la finura de Quine, ha mellado a menudo la navaja de Occam) pretende que nos comprometemos con el ser de todo aquello que mencionamos. Enmarañado en esta barba habría quedado Meinong y el primer Russell. Esto se afeitaría si decimos, con Russell-Quine, que no, que no tenemos que asumir tanto, y que sólo nos comprometemos con la existencia mediante cierta parte del discurso. Para eso está esa aparentemente pulcra parte de la gramática, esa parte casi sin significado, que es el sincategorema de los cuantificadores. El modesto “hay”.

Creo que este análisis está completamente desencaminado, como intentaré argumentar en otras entradas (aunque también en lo que sigue de esta). Si nuestras proposiciones implicasen siempre cierto compromiso ontológico fuerte, lo implicarían en todos sus elementos. Es simplemente evadir o esconder el problema llevarse todo aquello de que uno quiere hablar sin comprometerse antológicamente al cuarto trastero de los predicados. El problema, en venganza, se evade de allí, como podemos observar en la historia de la filosofía analítica a lo largo del siglo XX. Pero si podemos, de alguna manera, pensar en y hablar de lo que no existe (o no existe en sentido fuerte), si podemos hablar de la “esencia” y no sólo de la existencia, entonces no necesitamos suponer que todas nuestras proposiciones o juicios tienen algún compromiso existencial fuerte.
Si es así, podemos conservar la regla de subalternancia de la lógica aristotélica, según la cual, a partir de “las sirenas tienen cola de pez” se puede inferir perfectamente “la sirenita Ariel tiene cola de pez”. Al fin y al cabo nadie puede estar seguro de que, aquello de lo que está hablando, exista realmente. Pero es que normalmente el análisis tipo Russell ha ido unido a un realismo fisicista ingenuo.
Si esto es así, podemos rechazar la idea de que la existencia no es, en ningún sentido, un predicado o una propiedad. (Y con todo ello podemos, de paso, rechazar el rechazo que ofrece Grossmann del argumento ontológico).

viernes, 21 de enero de 2011

La Necesidad de la Metafísica, según Tuomas Tahko


Desde hace unos años, en el mundo de los filósofos, varios autores de la metagalaxia “analítica” están volviendo a defender, casi sin pudor alguno, la necesidad de una disciplina teórica, ya muerta para siempre según los ultrafílósofos de casi todas las galaxias, llamada Metafísica. Un ejemplo es Tuomas Tahko, autor de La Necesidad de la Metafísica (su tesis).

Según Tahko, la metafísica es imprescindible, ineliminable. La defensa metafilosófica que hace Tahko de la necesidad de la metafísica es, como él mismo dice, de filiación aristotélica.
El argumento fundamental (y, en cierto modo, único) que ofrece Tahko es que, para explicar la investigación racional, son necesarias nuestras capacidades a priori, las cuales sólo pueden fundarse en la modalidad metafísica y, en último extremo, en las esencias de las cosas. ¿Cuál es la estructura de la realidad, y cómo podemos conocerla?, nos preguntamos. Para explicar ambas cosas es necesaria la Metafísica.
La Metafísica es,
define Tahko siguiendo a Aristóteles , el estudio de la Esencia y del Ser en cuanto ser, es decir, no limitado a un género de la realidad , como hacen las (otras) ciencias (incluida esa ciencia que algunos consideran absoluta, la Física o ciencia empírico-natural). Sólo la Metafísica puede delimitar las posibilidades de la realidad, empezando por las más generales. Y esa labor la lleva a cabo la Metafísica mediante razonamientos a priori. Un razonamiento a priori es un argumento acerca de lo que es, en principio, lógica (y, por tanto, realmente) posible.
La Metafísica es, pues, la “ciencia primera”. Es “anterior” lógica (y, por tanto, ontológicamente) a las (otras) ciencias. Las (otras) ciencias se limitan a dar por supuesto que hay un orden real de las cosas, y a describir lo que observamos como manifestación de ese orden. La Metafísica va “más allá” en la búsqueda del significado último de lo observado, es decir, en la búsqueda de la esencia de la realidad. Hoy puede a muchos parecerles obsoleta la explicación que Aristóteles ofrece de por qué se produce el movimiento, pero lo cierto es que la ciencia moderna no tiene una explicación alternativa. Lo único que nos ofrece es una descripción de ciertos modelos causales de tipos de fenómenos de cambio. Pero ¿cómo es posible el movimiento? Esto es algo que deja sin responder.
El carácter apriorístico de la Metafísica no significa, sin embargo, que esta ciencia primera no se vea afectada por lo que, a posteriori, puedan decir las ciencias segundas. Hay, dice Tahko, una interinfluencia entre lo a priori y lo a posteriori. Pero, en esa comunicación, lo a priori tiene su lado o aspecto, autónomo. La Metafísica aparece en la investigación científica sobre todo al principio y al final. Al principio, interpretando ontológicamente una hipótesis propuesta. Al final, planteando nuevas posibilidades alternativas.

Como es usual entre los partidarios de la Metafísica, también Tahko se dedica, primero, a rechazar los ataques que la metafísica ha padecido en los últimos tiempos.

El primer gran ejemplar de la denuncia de la ineptitud de la metafísica es, desde luego, Kant. De todas maneras, dice Tahko, puede darse una interpretación poco hostil de Kant hacia la metafísica. Su pregunta, cómo es posible la metafísica, es, de hecho, una buena cuestión metafísica (porque la metafísica es asunto de la metafísica). Pero Kant, interesado como estaba en rechazar la versión extremadamente dogmática de la metafísica (el iluso Leibniz y el pobre Wolff, claro), que la consideraba un saber puramente apriorístico e inmune a todo dato empírico, se hizo una idea equivocada de lo que es realmente la Metafísica (aristotélica) y dio una solución poco satisfactoria al hecho de que hay conocimientos a priori. Entendió la Metafísica como algo absolutamente inescrutable, y a lo a priori lo colocó en “nosotros”, dejándolo así eternamente desconectado de las cosas (en sí). La inviabilidad del giro Copérnico-kantiano, dejando a un lado su subjetivismo, se puede comprobar, por ejemplo, en su fracaso al tratar del tiempo y del espacio, con la supuesta aproricidad de la geometría euclídea. Hoy sabemos que la ciencia empírica tiene cosas que decirnos sobre cuál geometría es realmente real, pero eso no debe hacernos abandonar la idea de que las investigaciones sobre cómo es el tiempo y el espacio son principalmente a priorísticas, o sea, metafísicas. Lo que debemos aceptar, para evitar tanto el dogmatismo wolffiano como el subjetivismo kantiano, es que los conceptos y juicios a priori no son inmunes a la revisión. Hecho esto, podemos contemplar ahora las categorías kantianas como un buen intento por determinar la (posible) estructura de la realidad, es decir, como teoría metafísica, ontológica, más.

Más hostil a la Metafísica es el ataque de Carnap y los positivistas en general. Aunque hoy es un lugar común que la posición carnapiana es insostenible, merece la pena refutar a Carnap una vez más, porque, aunque de maneras menos evidentes, hay muchos todavía que siguen creyendo básicamente, como él, que sólo lo empíricamente observable es conocimiento o ciencia, y que la Metafísica pertenece al terreno de lo irracional o “expresivo”.
Carnap define la Metafísica como todo aquel presunto saber acerca de las cosas en sí mismas, más allá de toda posible experiencia sensible. Obviamente, un aristotélico, advierte Tahko, no compartirá esta definición: la Metafísica sólo en cierto modo está más allá de la experiencia, en cuanto no se reduce exclusivamente a ella. Pero el aristotélico cree que la Metafísica está en estrecha relación con la ciencia empírica, o, mejor sería decir, la parte empírica de la ciencia. De todas maneras, veamos si la posición de Carnap es, en sí misma, consistente.
Él distingue entre cuestiones internas a la ciencia y cuestiones externas, y dice que toda cuestión externa a la (o a una) ciencia es un pseudo-problema. Como ejemplo de pseudo-problema, valga el de si el tiempo existe realmente o no. Esto es algo que no tiene ningún sentido preguntarse en el interior de ninguna ciencia natural (es decir, ciencia sin más). Una correcta formalización del lenguaje puede dejar fuera todas esas pseudo-cuestiones. Pero ¿quiere decir Carnap que los científicos no están comprometidos con cuestiones ontológicas, o sea, con lo que existe realmente? Desde luego, los científicos, si es que están comprometidos con algo, están comprometidos sobre todo con que existe aquello que postulan en sus teorías. ¿Cómo, entonces, puede ser una cuestión interna, y mucho menos una pseudo-cuestión, si tal o cual entidad teóricamente postulada, existe o no? El propio Carnap parece mantener la postura, sumamente ingenua, de que a la vez que no hay cuestiones ontológicas (externas a tal o cual ciencia), hay que creer en el realismo cientificista. Según él la ciencia remite a realidades empíricas (discernibles de los sueños, las ilusiones, etc.). Así que, aunque piensa que los tres candidatos a teoría metafísica (idealismo, fenomenismo y realismo) son puras posturas metafísicas, ninguna de ellas inconsistente con la ciencia, él parece adherirse al realismo, casi podríamos decir a un realismo aristotélico. En definitiva, Carnap no sólo no elimina la pertinencia de las cuestiones ontológicas o metafísicas (y no puramente científico-parciales) sino que él mismo presupone, ingenuamente, una postura metafísica: el realismo.

El siguiente ataque que ataca Tahko en su defensa de la Metafísica, es el de Quine. Según este influyente pensador, las cuestiones ontológicas son, ahora, cuestiones internas a una teoría, en el sentido de que, qué entidades hay que considerar reales, lo decide cada teoría, postulándolas según sus intereses, y expresándolas mediante las variables cuantificadas (“ser es ser el valor de una variable”). Ya no hay, pues, la férrea distinción entre cuestiones internas y externas, porque eso depende de cómo decida organizarse una teoría. Por otra parte, mediante análisis del tipo Russell (reducir los aparentes nombres propios a descripciones) podemos librarnos del aparente compromiso con entidades como Pegasos y reyes de repúblicas.
Esta posición, dice Tahko, es muy extraña, porque, como han señalado algunos, no tenemos por qué aceptar que siempre que decimos “Pegaso existe” nos estamos comprometiendo ontológicamente. Hay que tener en cuenta el contexto teórico de la frase (por ejemplo, si lo estoy diciendo en un cuento). Pero, sobre todo, dice Takho, la posición de Quine acerca de la ontología, es difícil de casar su naturalismo. Según el naturalismo, que exista o no una entidad es algo que lo determina la ciencia (cada ciencia), según sus intereses. Por tanto sobraría cualquier otra consideración filosófica de si existen Pegasos. Simplemente no existen porque (eso es lo que significaría el relativismo ontológico) los científicos han decidido no postular esa entidad para sus intereses.
Otro ejemplo de la inconsistencia quineana, según Tahko, es su tratamiento de los universales. Si nos atuviésemos a su lema “ser es ser el valor de una variable”, para un partidario de la metafísica (como el McX del famoso artículo de Quine “Acerca de lo que hay”) sería trivialmente verdadero que existen los universales, puesto que le bastaría con cuantificarlos. Obviamente, como reconoce Quine, su lema meta-ontológico no nos proporciona ningún criterio ontológico ni remotamente productivo. Ese, dice Quine, es otro asunto. ¿Qué es, entonces, lo que determina los importes ontológicos de lo que hablamos? ¿El lenguaje que decide adoptar el científico? Evidentemente, dice Tahko, Quine ha malentendido el problema ontológico: no es el lenguaje (ningún lenguaje) que uno adopte, el que determina lo que hay, sino que, mediante el lenguaje, intentamos expresar lo que creemos que hay o existe. No basta con trasladar la responsabilidad de elegir ontologías a los científicos: estos no se dedican a crear lenguajes, sino a intentar describir la realidad.
El propio Quine falta a sus principios, pues, después de defender el relativismo ontológico, se dedica sistemáticamente a cuestiones ontológicas. Es un metafísico.
Además, su teoría de la inescrutabilidad de la referencia presupone la independencia de la realidad respecto del lenguaje. El (único) argumento que tiene Quine para la inescrutabilidad de la referencia, es la circularidad que inevitablemente hay en todas las definiciones. Pero, dice Takho, es posible defender que hay un lugar donde detenerse, si aceptamos que unas partes del “lenguaje” son más fundamentales que otras, sin que eso quiera decir que sean absolutamente inmunes a la revisión.
Para acabar con Quine, Tahko discute la relación que, según el filósofo americano hay entre Ciencia y Filosofía. Como se sabe, Quine defiende la primacía de la Ciencia sobre la Filosofía y la pura continuidad entre una y otra disciplina (naturalización de la epistemología). Quine, como él mismo dice y nos recuerda Tahko, tiene una “robusta creencia” en que existen electrones, árboles, etc. Pero, según su teoría de la ontología, eso sólo significa que acepta que existen electrones porque los científicos han decidido hablar sobre esas entidades, lo cual es muy extraño. Los científicos han debido decidir hablar de electrones porque crean que los electrones son reales, es decir, porque su postulación como esencias reales explica lo que vemos.
En fin, Quine ha invertido la explicación, y no ha demostrado que podamos prescindir de la metafísica. Es más, como los otros positivistas, él mismo ha caído en la práctica de la metafísica.

Después Tahko se fija en el ataque que Putnam, en su época escéptica, dirigió contra el realismo. Según Putnam, el representacionismo (del cuál es una versión inconsistente el cientificismo –inconsistente porque materialismo y representacionismo son inconciliables, ya que el segundo implica una relación causal que según el primero es inexitente-) implica una teoría de la verdad como correspondencia que no puede existir, porque implicaría tener acceso a las cosas en sí (aquí se ve la faz kantiano del planteamiento de Putnam –como, podríamos decir, de la mayor parte del planteamiento moderno del problema de la “representación”-). Para defender, contra ese Putnam, el realismo metafísico, lo único que necesitamos es alguna teoría de la verdad como correspondencia, porque, como el propio Putnam acepta, el realismo metafísico es lógicamente compatible con el realismo interno. En cualquier caso, Putnam no ofrece una alternativa sostenible al realismo, porque su “solución” es una forma de escepticismo. Putnam llega a decir, para escándalo de Tahko, que, aunque hay diferentes versiones ontológicas posibles para interpretar una teoría científica (por ejemplo, para la mecánica cuántica) “no conoce a ningún científico preocupado por la cuestión”. ¿¡Cómo no!? Si hay algo por lo que, en último término, está preocupado un científico, es por saber si su teoría es la que expresa correctamente cómo son las cosas.

Por tanto, contra la relatividad semántica o conceptual defendida por Putnam, Dummett o Goodman, podemos defender el realismo metafísico si le añadimos una respetable teoría de la verdad como algo más que asertabilidad idealmente justificada. Esto lo desarrollará algo más adelante Tuomas Tahko. El mejor argumento contra el antirrealismo, de todas maneras, dice, es que el realismo es la única alternativa al relativismo. Putnam no cumple lo que promete, o sea, los beneficios del realismo sin sus costes ontológicos. Ningún antirrealismo nos explica cómo es que nuestros conceptos funcionan. No hay vía media entre realismo y antirrealismo.

A continuación Takho rechaza, también, los reduccionismos de Frank Jackson y de E. Hisch. Según el primero, los problemas metafísicos son problemas conceptuales. Pero, objeta Tahko, los conceptos necesitan un contexto teórico. Entender un término natural implica entender a qué se refiere. Las propiedades del concepto de Agua no son independientes de cómo es, realmente, el agua.
Según Hisch, los problemas metafísicos son sólo problemas lingüísticos. Por ejemplo, cómo determinamos la identidad de las entidades, depende del esquema lingüístico que adoptemos. Es verdad, se ve obligado a reconocer Hisch, que hay cuestiones ontológicas más fuertes, pero las explica como aptitudes innatas que nos hacen ver como muy extraño otro lenguaje. Ahora bien, se pregunta Tahko, ¿por qué tenemos esas aptitudes? Sólo puede ser porque se han mostrado eficaces, es decir, porque se correspondían con cómo son las cosas.

Así pues, no podemos separar la Metafísica de la Ciencia. Hay que admitir, aristotélicamente, que hay una inter-alimentación entre problemas metafísicos y problemas científico-empíricos. Además, la distinción entre cuestiones a priori y a posteriori no es radical. La Ciencia se dedica a proponer hipótesis acerca de cómo son las cosas, para intentar verificarlas empíricamente luego. El momento de elaboración de hipótesis es el momento con más carga apriorística. Ni siquiera todas las discusiones científicas dependen de la verificación empírica, sino que algunas son cuestión de “mera” consistencia. Por ejemplo, la discusión entre Einstein y Bohr acerca de la correcta interpretación de la mecánica cuántica es un problema de pura consistencia. De hecho, cree Tahko, ha sido la mecánica cuántica la que ha vuelto a conectar asuntos científicos y asuntos metafísicos, al hacernos replantearnos algunas características muy fundamentales de la realidad, como, por ejemplo, los criterios de identidad de una cosa.

Uno de los momentos en que se ve actuando a la Metafísica como ciencia de lo posible, es en los experimentos mentales. Los experimentos mentales dilucidan cómo podría ser el mundo, ateniéndonos sólo a lo que ya sabemos sobre él y a criterios de consistencia. Los experimentos mentales son reflexiones a priori, cuyo único fundamento es la modalidad metafísica, es decir, cómo es posible que sean las cosas.

Tahko dedica, a continuación, un buen espacio al asunto de la modalidad. Su propósito es defender que existe la modalidad metafísica (lo metafísicamente posible y necesario) y que no se la puede segregar de la modalidad epistémica (lo que puede concebirse). Krikpe, el gran adalid de la dignidad de los conceptos modales (y en buena parte responsable del resurgimiento, en terreno analítico, de teorías filosóficas esencialistas) ha sostenido que hay que distinguir claramente lo que es epistémicamente posible o concebible, y lo que es metafísicamente posible, y que esto último debe basarse en el conocimiento a posteriori del mundo. Otros, por su parte (como Jackson) han pretendido reducir toda modalidad a modalidad conceptual. Tahko sostiene, en cambio, que toda auténtica posibilidad o necesidad es metafísica, es decir, se basa en cómo puede o tiene que ser la realidad. Todo lo que podamos concebir tiene que tener su apoyo en las propiedades realmente posibles de las cosas, independientemente de si descubrimos esas propiedades a priori o a posteriori. Si nos parece que podemos hablar de lo que es concebible conceptualmente pero no es realmente posible, es sólo porque tenemos un conocimiento incompleto de lo que nos estamos planteando. No podría ser que algo fuese plenamente consistente y completo desde un punto de vista puramente conceptual y, sin embargo, no fuese realmente posible, porque eso dejaría desconectados los conceptos de la realidad. ¿De dónde viene, entonces, que tantos filósofos crean que existen posibilidades meramente conceptuales? Según Tahko, eso viene de que, como somos falibles, engendramos pseudo-posibilidades, hasta que descubrimos que eran nociones incompletas y, en realidad, imposibles, tanto conceptual como realmente.

La defensa del realismo metafísico necesita, nos decía antes Tahko, una teoría de la verdad que haga frente al relativismo conceptual (Putnam, Dummett-Goodman). Takho cree que alguna versión de la teoría de los truthmakers o verificadores (desarrollada, entre otros y sobre todo, por Amrstrong) es la mejor opción, pero reconoce que ninguna teoría así implica necesariamente al realismo metafísico, sino que son compatibles con el relativismo conceptual. El orden de la argumentación, cree Tahko, debe ser inverso. Para argumentar contra el relativismo conceptual basta con decir que el realismo es mejor opción, porque, como ya se ha dicho, es la única que explica cómo es que funciona nuestro conocimiento. El que las teorías correspondentistas (como la de verificadores) sean neutrales respecto de la discusión entre realismo y antirrealismo es, en realidad, un punto a favor, dice Tahko, porque si tenemos razones independientes para preferir el realismo (como de hecho los tenemos), entonces, el que el realismo pueda unirse a una neutral teoría correspondentista de la verdad, es un argumento a favor de ambos, del realismo y del correspondentismo. El correspondentismo es la teoría alética que mejor recoge nuestra intuición popular de que nuestros pensamientos son verdaderos en función de algo externo a ellos. El realismo explica cómo es que funciona nuestro conocimiento. Así que juntos hacen muy buena pareja.

Las ciencias tienen, pues, una base realista y metafísica. Y esto afecta también a la lógica y la semántica, que son verdaderas en virtud de cuáles son las características más generales de la realidad (por ejemplo, no puede ser contradictoria). Putnam ha sostenido que la semántica es externa (los significados no están en la cabeza), que es social (no hay lenguaje privado) y que el significado lo fijan, principalmente, los expertos. Pero no hay que confundir el hecho de que los expertos sean los que más saben de la cuestión y gozan, por tanto, de una situación privilegiada para determinar el mejor significado que hay que atribuirle a cada término, con el hecho, completamente diferente y relativista, de que sean ellos los que decidan, por su simple arbitrio, los significados de los términos. Según Tahko, el significado se fija en dos etapas. En un primer momento, se producen unas clasificaciones generales, en virtud de lo que es posible, y, en segunda instancia, los expertos verifican cuáles de esas posibilidades están más de acuerdo con cómo son actual y concretamente las cosas. El camino va, pues, de la metafísica a la semántica, no a la inversa. Ahora bien, ¿no podríamos, el día de mañana, descubrir que los tigres no son en verdad animales, sino robots? Sí, pero eso sólo significa que nuestras clasificaciones a priori son falibles.

En fin, concluye Tahko, ni podemos ni debemos prescindir de debates metafísicos. Es verdad que no toda discusión (aparentemente) metafísica es sustancial. No lo es cuando no están suficientemente establecidos los criterios que delimitan la discusión. Pero hay muchas discusiones metafísicas sustantivas.

Sintetizando, ahora, todo lo dicho, Tahko expone su argumento a favor de la necesidad de la metafísica en siete puntos:
1. Toda investigación racional requiere una delimitación de qué es posible.
2. El espacio modal es completamente un espacio de modalidad metafísica.
3. La modalidad metafísica se basa en las esencias.
4. Nuestro acceso a la modalidad metafísica es via razonamientos a priori.
5. Toda investigación racional requiere conocimiento acerca de esencias (a partir de 1, 2, 3 y 4)
6. El razonamiento aprorístico es, fundamentalmente, relativo a esencias (por 3 y 4).
7. Toda investigación racional requiere razonamientos a priori (por 5 y 6)

El más controvertible de esos puntos es el primero. Pero debemos sostener, cree Tahko, que sin una delimitación a prori de qué es lo que podemos esperar de la estructura de la realidad, es imposible interpretar los datos empíricos. Estos son manifestaciones de esencias o fuerzas, sin presuponer las cuales no podríamos esperar que la naturaleza siguiese comportándose de manera regular, y no podríamos, por tanto, inferir lógicamente nada a partir de los datos, ni interpretarlos de alguna manera.

viernes, 7 de enero de 2011

La estructura del mundo, según R. Grossmann

Sigo con la lectura del libro de Reinhardt Grossmann, La existencia del mundo. Introducción a la ontología.

Después de defender, en los dos primeros capítulos, que el mundo es mucho más que aquello a lo que el naturalismo quiere reducirlo (o sea, el universo físico o material), en el capítulo tercero Grossmann hace una enumeración y defensa de las que él considera diferentes categorías ontológicas irreducibles. Según él, hay, al menos, siete: individuos, propiedades, relaciones, estructuras, conjuntos, cuantificadores, y hechos. Las dos primeras son clásicas y básicas, a juicio de Grossmann, y apenas necesitan más defensa que la que implica el rechazo del naturalismo (que vimos antes). Es más interesante defender la irreducibilidad de las otras cinco.

Sin embargo me voy a detener un momento a comentar por qué no es tan fácil aceptar ese dualismo de Cosas Individuales por un lado y Propiedades por otro (aunque, desde luego, no sea un ápice más cómodo negar alguna de ellas y seguir, no obstante, utilizándola). Asumir que ineludiblemente nuestra mejor manera de comprender la realidad deba contener esas dos categorías ontológicas implica que, o bien las cosas en sí mismas están compuestas de elementos irreducibles, o bien, al menos, que no hay perfecta identidad entre cómo comprendemos o definimos la realidad, y cómo es la realidad en sí misma. Las dos opciones son insatisfactorias para un gusto racionalista como el que padecemos algunos. ¿Cómo puede la cosa, siendo una en sí misma, estar hecha de cualquier “mezcla” de aspectos totalmente heterogéneos? O ¿cómo puede lo que pensamos ser distinto de aquello de lo que es pensamiento…?
Todas las aporías de la filosofía, al menos en el aspecto teorético, emanan de aquí. Por limitarnos a la manera de hablar de la corriente analítica (que es a la que más cercana está la manera de hablar de Grossmann), de aquí nacen los rompecabezas de Frege acerca de la identidad y la predicación, que son la fuente de todos los problemas lógico-ontológicos de la corriente analítica. Si queremos que una proposición que define a una cosa no sea una simple tautología (y nadie quiere simples tautologías), tenemos que aceptar una dualidad entre referencia y sentido, o sea, entre aquello de que pensamos y hablamos (la cosa, la realidad…) y lo que pensamos y hablamos de aquello (las propiedades). Pero, ¿tenemos un acceso directo a las cosas, o todo nuestro referirnos a ellas es sólo a través de Sentidos (Significados, Conceptos...)? Aunque los nominalistas se han empeñado en evitar los significados y las intensiones, no ha habido manera de encontrar hechos puros (acceso directo a la realidad). Las recientes teorías de los truthmakers se han encontrando con los mismos problemas.
Pero si nuestro único acceso a la cosa es a través de los sentidos o propiedades, y en el aparato referencial no podemos poner más que un señalador completamente neutral (el cuantificador) ¿qué podemos saber de la realidad? Esto nos condena a ser eternas presas de la representación, o del mundo de las propiedades, sin llegar nunca al de la sustancia, que desde Aristóteles a Quine, es inescrutable. Grossmann, es verdad, no comparte una visión tan flaca de la(s) sustancia(s), puesto que, además de atribuir existencia a las propiedades, cree que hay y que conocemos verdaderos individuos, individuos con contenido (del tipo Sócrates). Pero creo que sería fácil argumentar que, siguiendo su propio criterio de lo que es individual (estar localizado espacial y temporalmente) no hay tales individuos, o que no son propiamente individuos cosas tales como Sócrates, sino que son, más bien, propiedades predicables de indefinidos eventos, o sea, de sus manifestaciones.
En realidad, todo este análisis que acabo de hacer es parcial e incorrecto, porque para ser completo tendríamos que poner en juego tres nociones (y no dos) fundamentales de la ontología: Sustancia, Esencia y Existencia (o Cosas, Propiedades, y Referencia). Esto lo discutiré más detenidamente cuando comente la teoría grossmanniana de la existencia. Pero por ahora hay que notar que muchos filósofos (incluidos aquellos con los que polemiza Grossmann) han visto en lo Individual el puente entre la Esencia (las Propiedades) y la Existencia (la referencia). Grossmann, al otorgar la existencia tanto a individuos como a propiedades descarga de peso ontológico a la distinción entre Individuos y Propiedades. Pero sigue siendo cierto que es indeseable cualquier distinción ontológica irreducible (como el propio Grossmann dirá después en el ámbito de la Existencia), y que es discutible que se pueda establecer esa dicotomía, de manera que en el lado de los individuos puedan caer cosas como, por ejemplo, Sócrates, más bien que simples “esto-aquí-y-ahora”s. Aunque también es difícil (más bien imposible) entender cómo pensar y hablar del mundo sin aceptar alguna forma de esa distinción. La única alternativa es algún tipo de intuición intelectual o comunión mística (como ese “tercer género” de conocimiento del que habla Spinoza en la Ética).

Dejando a los Cosas individuales y a las Propiedades, vayamos a otra categoría ontológica diferente: las Relaciones. Grossmann piensa que es imposible reducir las Relaciones a propiedades, como se ha intentado a menudo con el ánimo de hacerlas localizables. No es lo mismo decir que Platón es grande y Sócrates pequeño, que decir que Platón es mayor que Sócrates. Todo análisis reductivo, cree Grossmann, deja sin explicar, precisamente, el hecho de la relación.
Bradley, recuerda Grossmann, argumentó que las relaciones son contradictorias porque implican un regreso infinito: si para relacionar a con b hace falta una entidad R (la relación), hará falta a su vez otra relación, R2, para relacionar R con a y con b, etc. Y si no hace falta relaciones de segundo orden ¿por qué aceptarlas de primer orden, y no decir que a y b se relacionan directamente, sin mediación de esa entidad llamada relación? Este argumento ha tenido mucho peso en la tradición analítica, a través de Russell. Según Grossmann, sin embargo, eso lo más que probaría, si probase algo, es que las relaciones implican a infinitas otras relaciones, algo que no tiene por qué ser un problema o vicio lógico. Pero es que, sigue Grossmann, el argumento de Bradley ni siquiera implica tal cosa, porque las relaciones, a diferencia de otros tipos de entidades, tienen como peculiaridad no necesitar de otra conexión ulterior para conectar a las cosas a las que conectan, de la misma manera que, por ejemplo, la cola pega dos tableros sin requerir una cola-2 entre la primera cola y los tableros. En fin, no hay razón para eliminar las relaciones del mobiliario ontológico, y sí necesidad de conservarlas.
Así es como Grossmann aborda, con su peculiar intrepidez, un enredoso problema de la ontología. Siempre se ha deseado reducir o eliminar las relaciones a propiedades de manera análoga a como se ha soñado con reducir las propiedades a sustancias (si bien la lógica moderna ha sido mucho más abierta a aceptar la irreducibilidad de las relaciones). La motivación reduccionista es similar a la del reduccionismo de propiedades: la falta de identidad y la economía. Ya es doloroso (aunque parece que no para Grossmann) aceptar la dualidad entre una cosa individual y sus propiedades, pero peor aún es tener que aceptar esas extrañas entidades que son (o serían) las relaciones. Si las Propiedades universales parecen incumplir el lema de “no entidad sin identidad”, más deshilvanadas todavía parecen las relaciones. Pero parece verdad que, si queremos salvar algo remotamente parecido a cualquier lenguaje, tenemos que aceptar esta otra desgarradura en la unidad del ser. Un lenguaje que pretendiese prescindir de todo relator y limitarse a meras unidades de significación, se quedaría sin sintaxis. Y si la sintaxis es ineliminable en el lenguaje (salvo en el lenguaje místico), y suponemos que el lenguaje, de alguna manera, refleja (figura, representa…) la realidad, tenemos que aceptar que existen relaciones, y no sólo entidades aisladas, a las que conecta arbitrariamente un lenguaje innecesariamente complejo. Incluso habría que decir, quizá, que en las construcciones lógicas corrientes se tarda demasiado en reconocer la aparición de las relaciones. Porque la pulsión reduccionista ha llevado a intentar definir una relación n-aria como la clase de todas las n-uples ordenadas de objetos relacionados. Pero en esa “definición” de relación es esencial la noción de orden, que es, a su vez, una relación. ¿Se puede, por ejemplo, hablar de individuos y propiedades sin aceptar una entidad entre ellos? Cuando decimos P(x) ¿no estamos implicando ya un relator entre P y x? ¿No implica cualquier juicio una relación, no sólo implícita?

Otra categoría ontológica postulada por Grossmann son las Estructuras. Tampoco ellas son reducibles a alguna de las otras categorías. Las cosas ordinarias, dice Grossmann, son complejas, y eso quiere decir que son estructuras. Las estructuras son entidades atemporales. El álgebra es la teoría de las estructuras. Así que las estructuras no son ni individuales (localizados espacio-temporalmente) ni propiedades (las propiedades pueden ser simples) ni relaciones (aunque las estructuras implican ciertas relaciones). Ahora bien, ¿no se podría decir que las estructuras son complejos de relaciones…?

Una categoría más, sostiene Grossmann, la constituyen los Conjuntos. Los conjuntos, a diferencia de las estructuras, consisten meramente en cosas, sin relación. Por supuesto, no son meras construcciones mentales, sino entidades objetivas. Pero, para ser un conjunto, no se requiere ninguna estructura (o, quizá, se requiere la mínima, la estructura de la coordinación, pero sin que por eso pueda identificarse el conjunto con esa estructura simplísima, puesto que el conjunto podría ser ordenado de diversas maneras y se le podrían aplicar diversas estructuras).
La paradoja de Russell (que es la principal amenaza para la existencia de los conjuntos puros) se puede solucionar, según Grossmann, aceptando que hay propiedades a las que no les corresponde ningún conjunto.
Esta es, quizá, la parte que he comprendido peor (si alguien ha leído el libro y puede aclararlo, sea bienvenido). No me parece que Grossmann explique qué relación debe haber entre propiedades y conjuntos. A mí me parece que, independientemente de cuál sea el orden en que uno prefiera interdefinirlas (sea uno más bien platónico-intensionalista o nominalista-extensionalista), un conjunto tiene que definirse por alguna propiedad (o complejo de propiedades). No habrá conjunto que sea indefinible mediante propiedades (sería “inefable”). Pero ¿puede haber propiedades sin conjunto correspondiente, o sea, sin extensión? ¿No significaría eso, más bien, que la propiedad en cuestión es inconsistente en sí misma? Cuánto más si se trata de un conjunto no que contigentemente no existe, sino que ni siquiera puede existir…

Los Cuantificadores son otra categoría más. Entre ellos hay que incluir a los números.

Y, por último, hay que contar con una séptima categoría, la de los Hechos. Los hechos tienen algunas características que les hacen irreducibles. Sólo los hechos pueden ser conjuntados, y sólo los hechos pueden ser negativos. El mundo, dice Grossmann, es un hecho, un hecho que consta de otros hechos. El universo, sin embargo, no es un hecho, sino una estructura espacio-temporal. La reivindicación de esta categoría es casi un tópico de la filosofía analítica (recuérdese, por ejemplo y sobre todo, a D. Davidson), que ha tendido, más bien, a reducir de alguna manera las cosas a hechos.

Hasta aquí llega la teoría de las categorías ontológicas que Grossmann expone en La existencia del mundo. Cada uno de los puntos exigiría un trato detenido. Pero lo que Grossmann está principalmente interesado en defender es la imprescindibilidad de (al menos) esas siete categorías.