lunes, 31 de octubre de 2011

Causa e Idea

Una vez oí decir a alguien mientras leía de un libro, de Anaxágoras, según dijo, que es la mente lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas. Regocijéme con esta causa y me pareció que, en cierto modo, era una ventaja que fuera la mente la causa de todas las cosas. Pensé que, si eso era así, la mente ordenadora ordenaría y colocaría todas y cada una de las cosas allí donde mejor estuvieran. Así, pues, si alguno quería encontrar la causa de cada cosa, según la cual nace, perece o existe, debía encontrar sobre ello esto: cómo es mejor para ella ser, padecer o realizar lo que fuere….. Haciéndome, pues, con deleite estos cálculos, pensé que había encontrado en Anaxágoras a un maestro de la causa de los seres de acuerdo con mi deseo, y que primero me haría conocer si la tierra es plana o esférica, y, una vez que lo hubiera hecho, me explicaría a continuación la causa y la necesidad, diciéndome lo que era lo mejor, y también que lo mejor era que fuera de tal forma. [...] Mas mi maravillosa esperanza, oh compañero, la abandoné una vez que, avanzando en la lectura, vi que mi hombre no usaba para nada la mente, ni le imputaba ninguna causa en lo referente a la ordenación de las cosas, sino que las causas las asignaba al aire, al éter y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que realizo, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones; que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearse los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al aire, al oído y a otras mil cosas de esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mí también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Boecia, llevados por la apariencia de lo mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en acatamiento a la ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería capaz de llevar a la práctica mi decisión, diria la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago, y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo, y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. Y esto, según se ve, es a lo que los más, andando a tientas como en las tinieblas, le dan el nombre de causa, empleando un término que no le corresponde. Por ello, el uno, poniendo alrededor de la tierra un torbellino, formado por el cielo, hace que así se mantenga en su lugar; el otro, como si fuera una ancha artesa, le pone como apoyo y base el aire. Pero la potencia que hace que esas cosas estén colocadas ahora en la forma mejor que pueden colocarse, a esa ni la buscan, ni creen tampoco que tenga una fuerza divina, sino que estiman que un día podrían descubrir a un Atlante más fuerte, más inmortal que el del mito y que sostenga mejor todas las cosas, sin pensar que es el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas. Pues bien, por aprender cómo es tal causa, me hubiera hecho con grandísimo placer discípulo de cualquiera; pero, ya que me vi privado de ella, y no fui capaz de descubrirla por mí mismo, ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación que en busca de la causa he realizado?
-Lo deseo extraordinariamente -respondió.
-Pues bien -dijo Sócrates-, después de esto y una vez que me había cansado de investigar las cosas, creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en el agua o en algún otro objeto similar. Tal fue, más o menos, lo que yo pensé, y se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquéllos la verdad de las cosas. Tal vez no se parezca esto en cierto modo a aquello con lo que lo compare, pues no admito en absoluto que el que examina las cosas en los conceptos las examine en imágenes más bien que en su realidad. Así que por aquí es por donde me he lanzado siempre, y tomando en cada ocasión como fundamento el juicio que juzgo el más sólido, lo que me parece estar en consonancia con él lo establezco como si fuera verdadero, no sólo en lo referente a la causa, sino también en lo referente a todas las demás cosas, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero explicarte con mayor claridad lo que digo porque, según creo, ahora tú no me comprendes.
-No, ¡Por Zeus! -dijo Cebes-, no demasiado bien.
-Pues lo que quiero decir -repuso Sócrates- no es nada nuevo, sino eso que nunca he dejado de decir en ningún momento, tanto en otras ocasiones como en el razonamiento pasado. Así es que voy a intentar exponerte el tipo de causa con el que me he ocupado, y de nuevo iré a aquellas cosas que repetimos siempre, y en ellas pondré el comienzo de mi exposición, aceptando como principio que hay algo que es bello en sí y por sí, bueno, grande y que igualmente existen las demás realidades de esta índole. Si me concedes esto y reconoces que existen estas cosas, espero que a partir de ellas descubriré y te demostraré la causa de que el alma sea algo inmortal.
-Ea, pues -replicó Cebes-, hazte a la idea de que yo te lo concedo: no tienes más que acabar.
-Considera, entonces -dijo Sócrates-, si en lo que viene a continuación de esto compartes mi opinión. A mi me parece que, si existe otra cosa bella aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que participa de eso que hemos dicho que es bello en sí. Y lo mismo digo de todo. ¿Estás de acuerdo con dicha causa?
-Estoy de acuerdo -respondió.
-En tal caso -continuó Sócrates-, ya no comprendo ni puedo dar crédito a las otras causas, a esas que aducen los sabios. Así, pues, si alguien me dice que una cosa cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma, o cualquier otro motivo de esta índole -mando a paseo a los demás, pues me embrollo en todos ellos-, tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción de que no la hace bella otra cosa que la presencia o participación de aquella belleza en sí, la tenga por donde sea y del modo que sea. Esto ya no insisto en afirmarlo; sí, en cambio, que es por la belleza por lo que todas las cosas bellas son bellas. Pues esto me parece lo más seguro para responder, tanto para mí como para cualquier otro; y pienso que ateniéndome a ello jamás habré de caer, que seguro es de responder para mí y para otro cualquiera que por la belleza las cosas bellas son bellas. ¿No te lo parece también a ti?
-Sí.
-¿Y también que por la grandeza son grandes las cosas grandes y mayores las mayores, y por la pequeñez pequeñas las pequeñas?
-Sí.
-Luego tampoco admitirías que alguien dijera que un hombre es mayor que otro por la cabeza, y que el más pequeño es más pequeño por eso mismo, sino que jurarías que lo que tú dices no es otra cosa que todo lo que es mayor que otra cosa no lo es por otro motivo que el tamaño, y que por eso es mayor, por el tamaño, en tanto que lo que es más pequeño no es más pequeño por otra razón que no sea la pequeñez. [...]
-¿Y qué? ¿No te guardarías de decir que, cuando se agrega una unidad a una unidad, es la adición la causa de que se produzcan dos, o cuando se divide algo, lo es la división? Es mas, dirías a voces que desconoces otro modo de producirse cada cosa que no sea la participación en la esencia propia de todo aquello en lo que participe; y que en estos casos particulares no puedes señalar otra causa de la producción de dos que la participación en la dualidad; y que es necesario que en ella participen las cosas que hayan de ser dos, así como lo es también que participe en la unidad lo que haya de ser una sola cosa. En cuanto a esas divisiones, adiciones y restantes sutilezas de ese tipo las mandarías a paseo, abandonando esas respuestas a los que son más sabios que tú. Tú, en cambio, temiendo, como se dice, tu propia sombra y tu falta de pericia, afianzándote en la seguridad que confiere ese principio, responderías como se ha dicho. Mas si alguno se aferrase al principio en si, le mandarías a paseo y no le responderías hasta que hubieras examinado si las consecuencias que de él derivan concuerdan o no entre sí. Mas una vez que te fuera preciso dar razón del principio en sí, la darías procediendo de la misma manera, admitiendo de nuevo otro principio, aquel que se te mostrase como el mejor entre los más generales, hasta que llegases a un resultado satisfactorio. Pero no harías un amasijo como los que discuten el pro y el contra, hablando a la vez del principio y de las consecuencias que de él derivan, si es que quieres descubrir alguna realidad. Pues tal vez esos hombres no discuten ni se preocupan en absoluto de eso, porque tienen la capacidad, a pesar de embrollar todo por su sabiduría, de contentarse a sí mismos. Pero tú, si verdaderamente perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.
-Dices muchísima verdad -exclamaron a la vez Simmias y Cebes.

(Platón Fedón (97c y ss)).

Amén

sábado, 29 de octubre de 2011

Apología de la causalidad, III. Contra los moderados

Vayamos ahora a los menos radicales.

Hay personas “sensatas” y con los pies en el suelo que no ven con buenos ojos los puñetazos o martillazos de esos aguerridos destructores de ídolos, sino que prefieren seguir creyendo que los conceptos claro que tienen vida y derechos, siempre que se les mantenga sensatamente atados a este pequeño mundo en que sensatamente nos movemos. Por ejemplo, Causa puede ser un concepto respetable en las ciencias naturales, pero no más allá. Lo de más allá es, si acaso, cuestión de fe, o de "credulidad".
¿En qué argumentos se apoya esta opción sensata? En uno muy famélico, en verdad. Lo que no es de extrañar, ya que se devora a sí mismo. Es el argumento empirista. Según esta tesis, todas nuestras ideas, para tener validez, deben apoyarse, más tarde o más temprano, en alguna “impresión” sensible. Todo lo que vaya más allá está vedado. Todo conocimiento tiene que echar el ancla en la “realidad”, es decir (por definición), en los fenómenos materiales.
Si se pide una justificación de esta (autocontradictoria) tesis (autocontradictoria porque ella misma no es comprobable empíricamente -y, en la medida en que algo análogo a ella es comprobable, es falsa-), si se pregunta por qué todo conocimiento válido tiene que ser del tipo del de las ciencias naturales y carecen de sentido preguntas como por qué existe el universo, se dará uno golpes contra un muro de silencio y hasta de sordera.
El muro devolverá el eco: porque cualquier cosa que no se pueda comprobar empíricamente no es conocimiento legítimo porque no se puede comprobar empíricamente... Quizá a veces se acompañe de la constatación de que dos mil años de historia de la metafísica no han proporcionado ninguna solución. Pero, mientras no se de un argumento de por qué precisamente esa explicación es imposible, no habrá razón para proscribir por ley las preguntas del tipo por qué existe este universo y no más bien nada.
Forman parte de este tipo de lecho de Procusto la tesis de que la noción de causa equivale a la de regularidad observada, lo que, en verdad, no es ni suficiente ni necesario. No suficiente porque eso no salva la necesitación que acompaña al concepto de causa (como dijimos en anteriores entradas); y no necesario porque el concepto de causa es previo a e independiente de que se produzca más de un suceso semejante. Yo puedo entender perfectamente la tesis filosófica (gnoseológica) de que las cosas causan en el sujeto conceptos o representaciones de ellas (sea o no falsa esta tesis) sin que ahí pueda jugar el más mínimo lugar ninguna repetibilidad.

Kant comprendió que ninguna explicación "inmanente" (naturalista o psicologista) podía salvar el carácter “normativo” de las nociones epistemológicas, incluida, por supuesto, la de causa. Comprendió que la noción de causa implica la de necesitación, y no puede ser sustituida por una explicación contingente. Cuando la ciencia desecha cierta explicación causal es para sustituirla por otra o para reconocer que aún no sabemos cuál es la causa correcta que hace necesario tal efecto. Nunca para aceptar que algo carece o puede que carezca de causa. Si se asumiese realmente que puede haber un hecho sin causa, eso significaría que cualquier hecho puede carecer de causa. Entonces nunca cabría lógicamente esperar que las causas presuntamente descubiertas por la ciencia se cumplan en el siguiente caso. Sería un razonamiento completamente ilógico inferir la más mínima probabilidad de que la misma causa (en las mismas circunstancias) producirá el mismo efecto. No sirve de nada decir que es que la creencia de que la misma causa producirá el mismo efecto es un mero hábito: sería un hábito completamente irracional. Y lo sería por más que siempre sucediese que la misma causa viniese produciendo el mismo efecto. No es así como piensa el científico, ni por supuesto ningún otro pensador que intenta dar una explicación de las cosas. Al fin y al cabo ¿cuál era la razón para aceptar la explicación psicologista del hábito? Simplemente la tesis empirista, la que de todas maneras es falsa: los propios empiristas argumentan a priori, e independientemente de cualquier experimento empírico.
Pero Kant aceptó del empirismo que las nociones epistémicas normativas (tales como Causa) tenían como condición imprescindible (necesaria) de aplicabilidad, que su uso estuviese ligado a fenómenos en el tiempo y/o el espacio. Por eso consideró que preguntas como por qué existe el universo, son preguntas “dialécticas” que caen en sofismas llamados antinomias.
Ahora bien, ¿cuál es el argumento de Kant para sostener que todo discurso legítimo tiene que mantenerse en el ámbito de los fenómenos? Curiosamente, el mismo prejuicio empirista de que lo que no podemos imaginar nos está vedado. Yo no conozco más argumento de Kant al respecto que el que dice que la única manera de representarnos (por ejemplo) una relación de causa, es figurándonos eventos naturales conectados necesariamente. Pero esto no es verdad. El propio Kant incumplió sus prescripciones, cuando de alguna manera sostuvo que las cosas en sí (noúmena) “causan” en nosotros las representaciones. Si el concepto de causa, como las demás categorías, solo tuviese sentido aplicado a los fenómenos, entonces Kant (ni nadie) no podría decir nada acerca de la relación entre las cosas y nuestras representaciones. Y no tenía más remedio que incumplirlas, si quería plantearse la cuestión. Ahora bien, si podemos planteárnosla (la cuestión gnoseológica de la relación entre las cosas en sí y nuestras representaciones) es que podemos entender el concepto de causa más allá de las ciencias de la naturaleza.

No hay razón, por tanto, para proscribir la metafísica pregunta de la causa del universo. En fin, resumiendo, ninguno de los ataques a la noción de causa muestran lo que pretenden: que sea una noción confusa o ilegítima, o que lo sea, al menos, para asuntos que van más allá de los eventos naturales. La noción de causa sigue siendo tan respetable como lo fue siempre.

Apología de la causalidad, II. Contra los radicales

¿Por qué algunos filósofos encuentran ilegítima, confusa o hasta ininteligible la pregunta “¿por qué existen las cosas?”, o incluso, más radicalmente, el propio concepto de Causa? Unos de ellos tienen una visión y unas razones más radicales que otros.

Empecemos por los más radicales (por ejemplo, Nietzsche, y, en general, los dedicados a deconstruirlo o desmontarlo todo). Estos hombres (pocos, pero sagaces) dicen que conceptos como Ser, Sustancia, Causa, Fin, Unidad… son invenciones humanas, antropomorfismos. El concepto de Causa, concretamente, seguramente sea, dicen, una metáfora extraída del hecho de que nosotros “sentimos” que operamos sobre las cosas. Como primitivos que somos en el fondo, extendemos a la naturaleza lo que creemos encontrar en nosotros (de hecho, nos antropomorfizamos a nosotros mismos). No tiene por qué haber causas en las cosas, eso es solo nuestra manera de pensar, nuestra necesidad psicológica. Y lo mismo pasa con los otros conceptos, como Sustancia o Finalidad. No existen sustancias: eso es una manera artificial de hablar. Ni siquiera existe el Yo, ese antropomórfico prototipo de todas las sustancias. ¿Qué existe, entonces? Bueno: seguramente “existir” es también un antropomorfismo, el proto-antropomorfismo. Pero, usando las armas enemigas (se avienen) podríamos decir que lo que existe o hay en verdad (pero, por supuesto, Verdad es también un antropomorfismo) lo que hay, digo, es una indefinida diseminación de concreciones. Ser es devenir. Todo lo demás son metáforas. Todo concepto es, al fin, un producto artificial de un ser que tampoco es nada en verdad. Antropomorfismos de un antropomorfismo, metáforas producidas por una metáfora… No tenemos derecho a decir que hay en sí una causa, un ser, una verdad, una necesidad. Sería más honesto, de hecho, abandonar los conceptos y todo pensamiento, como propuso el Buda cuando vio que todo era insustancial. Sin embargo, los que dicen que todo discurso es antropomórfico, son muy locuaces, no paran de discursear.

Esta “visión de las cosas” (si es que merece siquiera ese nombre) es completamente incapaz de explicar nada, empezando por ella misma. Partió de la sensata constatación de que todas las visiones de las cosas tienen un aspecto relativo, porque son diferentes perspectivas de algo, y saltó mortalmente al vacío de que las perspectivas lo son de nada, porque no hay nada a lo que remitan. Saltó de la perspectividad al perspectivismo, de la relatividad al relativismo: de la relativa relatividad, a la absoluta relatividad. Pero “relatividad absoluta” es una contradicción en los términos. Es una “teoría” que se refuta sola (claro que ¡qué le importa contradecirse a quien cree que no hay nada más lógico que nada!).

Yendo a nuestro asunto (el concepto de Causa), esta “deconstrucción” radical es completamente inocua. Si no hay conceptos válidos, no hay discurso alguno, ni el del deconstruccionista. Sin embargo, el deconstruccionista bien que se esmera en buscar explicaciones causales (normalmente psicologistas) de nuestras ideas. Y si hay conceptos válidos (como presupone el que abre la boca) “Causa” es tan digno como el que más. No hay explicación alguna, racionalización alguna, que no consista en preguntar por qué. La causalidad, la necesidad de dar una razón suficiente, es a priori respecto de todo discurso. Es completamente absurdo querer reducir esto a un “antropoformismo”, como si la idea de Hombre (anthropos) fuese más limpia que la de Causa. Claro que toda noción humana tiene algo de antropomórfico, y hay que esmerarse en descontar lo más posible ese aspecto “subjetivo”, pero eso no equivale de ninguna manera a que todo es antropomorfismo.

Otra crítica muy radical (o la misma, vista desde otro aspecto) a la noción de Causa (y que ya se encuentra en Nagarjuna y el escepticismo antiguo, pero que tiene un aire muy humeano hoy día) dice que todo lo que se puede separar conceptualmente, es que no va necesariamente unido. Conceptualmente, al parecer, puedo separar el Yo de mis estados. Así que nada me define, nada va necesariamente unido a mí: no tengo esencia alguna. Conceptualmente puedo separar el sabor de la manzana, así que, aunque sea poco habitual ver sonrisas sin gato, no es imposible. Y conceptualmente puedo separar cada cosa de su por qué: de que se diera, por ejemplo, una gran explosión, no se sigue necesariamente que el universo se expandiera; de que se rompiese uno de los pilares no se sigue necesariamente que se cayese el edificio; de que yo decidiese mover la mano no se sigue necesariamente que se moviese; incluso (dicen los más atrevidos y consecuentes) de que yo tenga dos hijas no se sigue necesariamente (no es razón suficiente para afirmar) que tenga un número par.
¡Ojo! No quieren decir que el edificio podría no haberse caído PORQUE otro objeto podría haberlo sujetado, o que mi mano podría no moverse pese a mi intención porque sufra una parálisis, o que el universo no se expandiera porque otra variable lo hubiese hecho colapsar, o que podríamos haber llamado ‘par’ a lo ‘impar’. Todo eso no eliminaría la necesidad que (creemos los demás que) hay en el concepto de causa. Obviamente, si las circunstancias fuesen otras, sucedería otra cosa. Lo que quieren decir es más profundo: no hay ninguna relación necesaria entre una cosa como causa y otra cosa como efecto. No hace falta cambiar las circunstancias en nada para concebir que lo que ha ocurrido de una manera pudiera haber ocurrido de otra.
Tampoco quieren decir (o no deberían querer decir) que no se cayó el edificio porque, de pronto, dejó de regir la fuerza gravitatoria. Un partidario de la noción de causalidad (como relación necesaria) puede perfectamente aceptar que las (o algunas, al menos) de las leyes de nuestro universo son contingentes, es decir, que podrían ser otras. Pero entonces remontará un grado la pregunta y preguntará por qué rigen estas y no otras, y por qué en este momento dejó de regir esta ley concreta. Pero el negador radical de la causalidad se refiere (o debería referirse) a que no puede pensarse ninguna causalidad, es decir, ninguna relación de necesitación, según la cual, lo que hay y es contingente, lo hay porque hay otra cosa que es necesaria.

Y esto hay que aplicarlo incluso a las ideas, incluidas, por ejemplo, las matemáticas. Aunque Hume no se atreviera a dar este paso en (toda) la matemática (sí en la geometría), ni menos en la lógica, otros se atreven: nuestra lógica es contingente. Y, en el fondo, el propio Hume lo da en otro momento, al considerar que todas mis creencias son falibles (incluso, es de suponer, las que se refieren a “relaciones entre ideas”). Dos podría no ser par. Que creamos que es par es solo un estado psicológico.

Entonces ¿cómo es que los demás sentimos una tan grande compulsión a pensar que era imposible que se diese la gran explosión (teniendo el universo las leyes que tiene), y no evolucionase como evoluciona; o que si se rompe la viga (y se dan las demás circunstancias), necesariamente se caerá el edificio, o que si decido mover la mano y no tengo ningún problema físico, necesariamente se moverá? ¿Es decir, cómo es que los demás creemos en relaciones necesarias, como la de causalidad? La impresionante respuesta humeana es que eso es un hábito psicológico. Claro, que esto no es mucho decir para quien sostiene que todos nuestros pensamientos y creencias son, en realidad, estados psicológicos contingentes (presumiblemente también las propias tesis humeanas sobre la causalidad y demás).

Por las mismas razones que antes, no hay manera de tragar racionalmente esta tesis suicida. Quizá haya personas con una fuerza mental hercúlea, capaces de hacer trizas toda necesidad, o sensación de necesidad, incluida la que debería acompañar a su propia tesis. (Es impresionante, no obstante, que nieguen nuestra afirmación de necesitación, reduciéndola a mera creencia contingente, y sin embargo consideren (siquiera un poquito) más firme las afirmaciones psicologistas de sus propia teoría). Quizá, digo, la mayoría no somos lo suficientemente penetrantes como para vencer nuestra primitiva compulsión a pensar que todo lo que sucede necesita necesariamente una razón suficiente. Quizá solo unos pocos han llegado a darse cuenta de que es perfectamente posible desprenderse de ese prejuicio, como somos capaces de ver más allá de la monogamia y la heterosexualidad. Yo debo reconocer que no soy capaz de ir más allá de la convicción de que todo aquello que existe pero que no exhibe rasgos de autonecesitación, necesita una razón o causa externa. Considero esto equivalente a la idea de que solo lo que es racional es realmente inteligible. No soy capaz de concebir ciertas relaciones estructurales entre entidades o conceptos, sin que les acompañe el predicado de "relación necesaria". Y, por supuesto, no veo más evidentes las “explicaciones” psicologistas y naturalistas que pretenden reducir la necesidad a contingencia. Al contrario, pienso que esas tesis, como cualquier tesis, suponen implícitamente conceptos de necesitación, lógica y, por tanto, ontológica. No concederé, pues, que se ha demostrado que todo es contingente, y que toda necesitación ontológica es una mera creencia contingente. Pero quizá yo no poseo la fuerza mental hercúlea como para acceder a esa verdad.
Ahora bien, me permito sospechar que quizá nadie la tiene, y que los que se dicen capaces de separar el concepto de cualquier entidad del concepto de una causa o razón suficiente, están cayendo en un error y tienen una simple creencia equivocada y en absoluto inevitable (al fin y al cabo, ellos mismos deben conceder que su propia presunta capacidad de separar cualquier cosa de cualquier otra, no es más que un estado de creencia, tan subjetivo como los demás). Pero ¿en qué error podrían estar cayendo? Bueno, quizá imaginan que pueden separar cualquier concepto de cualquier otro, imaginan o se figuran o fingen que pueden prescindir de toda necesitación. Seguramente (si es esto lo que les pasa) les pasa porque imaginan parcial y cercenadamente los conceptos. Uno puede llegar a imaginarse capaz de separar el dos del par. Basta con que no esté pensando a fondo las cosas, sino imaginando. Por ejemplo, confundiendo el concepto matemático con algunas de las imágenes en que puede figurarse, o incluso confundiéndolo con el signo. ¿No confundían Berkeley y Hume el triángulo con la imaginación de triángulos, y otros incluso con la palabra ‘triángulo’? Así se sintieron capaces de cuadrar el círculo y negar la infinitud de los infinitesimales (Hume pareció arrepentirse de esto en sus Investigaciones sobre el entendimiento humano). Igualmente, si uno imagina en lugar de pensar, quizá pueda figurarse que concibe una cosa existiendo espontáneamente, sin una razón para que existiera o no existiera. Pero esto es igual que admitir que la realidad es irracional. Y, entonces, ¿en qué situación de privilegio se halla él, cuando por ejemplo concede crédito a algunas de sus creencias (por ejemplo, que está viendo ahí una puerta, o que está viendo a varios que le dicen que en efecto ahí hay una puerta), sobre los que dicen cualquier chaladura? En resumen el ejercicio escéptico de separabilidad de conceptos y anulación de toda necesitación puede no ser más que una figuración incompleta e inadecuada, y ni mucho menos puede pasar por un argumento.

No tenemos, pues, ninguna razón (ninguna causa) para aceptar que la noción de Causa, en sentido amplio y pleno, y la pregunta general de por qué existe lo que existe, son una noción y una pregunta ilegítimas, ininteligibles, confusas. Los radicales deconstruccionistas no han demostrado, ni mucho menos, que la noción de causa sea un mero antropomorfismo, o que el concepto de necesitación ontológica sea prescindible. Al contrario, sus propias palabras, en la medida en que quieren ser una teoría, implican justo lo contrario: que hay causas y necesidades.
“… se debe a que nunca elevan su espíritu por encima de las cosas sensibles, y a que están de tal manera acostumbrados a no pensar nada sino imaginándolo (lo cual es un modo de pensar particular, solo apropiado para las cosas materiales), que todo lo que no es imaginable les parece que no es inteligible” (Descartes, Discurso del método, iv)

Apología de la causalidad metafísica. I

Todos los cursos hago el siguiente ejercicio de reflexión y debate con mis alumnos (de E.S.O. y Bachillerato):

Si nos preguntamos (como se supone que tiene que hacer un filósofo, y como se dice que toda persona hace alguna que otra vez en su vida) ¿de dónde viene todo esto?, ¿por qué estamos aquí?, ¿por qué son las cosas como son?, podemos acudir, en primera instancia, a la ciencia natural, a la física, a la cosmología y la microfísica... El científico nos dirá que el estado actual del universo procede o es “consecuencia” de (o quizá, simplemente, es el estadio actual subsiguiente a) una historia pasada, la de todo el universo, y de la naturaleza y composición de sus primeros elementos. Según la teoría modernamente más aceptada entre los expertos, el universo tiene una historia, finita, al principio de la cual se encontraba en un estado que los físicos llaman “singularidad”: más allá de ese no se puede retroceder y preguntar qué había o qué sucedió antes. El propio tiempo, que es una característica interna del universo, “nació” de esa singularidad. Las características “inestables” de ese estado primigenio “provocaron” una “gran explosión”, cuya expansión es la historia del universo. Aquí acaba (o por aquí empieza) la explicación físico-matemática. Entonces nos hacemos la pregunta: ¿por qué existía esa singularidad?, ¿por qué hay un universo, y por qué es como es? ¿Por qué las leyes, tanto las más abstractas como las más concretas, son las que son? ¿Por qué no hay más bien nada?

Todos los alumnos consideran, primero: que la pregunta tiene sentido; segundo, que no parece ya competencia de la ciencia natural responderla, puesto que para ella (que estudia qué leyes rigen el (este) universo, comprobándolas mediante experimentos empíricos) lo que vaya más allá de este universo es inasequible; y, tercero, ven más razonable (esto con alguna excepción) que el universo exista por una causa que sin causa, espontáneamente, por casualidad, digamos.

Si se hace esta reflexión entre científicos, las respuestas serán esencialmente las mismas (quizá haya algunos más que no vean inaceptable la espontaneidad del universo). Si se hace la reflexión entre las mejores mentes humanas, del pasado y del presente, solo se puede encontrar a dos o tres que no responderían lo mismo que mis alumnos.

Sin embargo, hay filósofos que dicen que la pregunta causal no tiene sentido, o no tiene sentido (según una versión moderada) fuera del ámbito de lo empíricamente testable. Por citar a dos de los grandes, Hume y Nietzsche. Sostienen que la pregunta de por qué existe el universo (por qué hay algo y no más bien nada) está mal planteada, no es verdaderamente una pregunta, una pregunta inteligible, es un pseudo-problema. Paradójicamente, dicen que es una pregunta confusa (digo que paradójicamente porque es una pregunta que la mayor parte de la gente, incluidos los grandes cerebritos, encuentra nítida (incluso ineludible), y considera, en cambio, confusas las tesis de esos filósofos).

Es más, esos filósofos afirman que el propio concepto de Causa no tiene nada de claro, y es, en el mejor de los casos, un batiburrillo de conceptos. Nosotros solemos pensar que cuando preguntamos “¿por qué?”, aunque tanto esa pregunta como su respuesta tengan características parcialmente diferentes según el ámbito de entidades (o de conceptos, si se prefiere) sobre la que recae, el significado fundamental es el mismo. Queremos decir que, sin la causa, el efecto no se daría o no existiría, y que, existiendo la causa (completa) necesariamente existe el efecto. Y queremos decir, además, que hay razones conceptuales o ideales (es decir, fundadas en las propiedades de las cosas, y no arbitrarias) por las cuales la causa es causa del efecto. Por ejemplo, creemos que se oscureció la tierra porque se interpuso la luna entre el sol y ella y hay razones estructurales para que eso sea una causación suficiente; que me socorriste porque me viste en peligro, y para salvarme (porque querías salvarme); que ocho es divisible en dos mitades iguales porque es múltiplo de dos; que la Tierra estará mañana en tal lugar respecto del sol porque las leyes topológicas implican que la geodésica pase por ahí, etc. Creemos que el significado general de causa (razón, fundamento…) es claro e inequívoco, según lo he definido (o cuasi-definido, porque, al ser un concepto muy básico, es imposible definirlo a partir de otros más fundamentales). Sin embargo, estos filósofos lo niegan.

Deben tener fuertes argumentos para pretender que casi todo el mundo está sumido en una ilusión en algo que encuentra muy nítido. ¿Cuáles son esos argumentos? ¿Por qué sostienen algo así?

viernes, 21 de octubre de 2011

De Dios, III. Existencia y Actualidad. De los errores de Anselmo y Gaunilo

Sigo con lo tratado en las entradas anteriores:

Hay otra manera de plantearse la cuestión de la existencia. Es en torno al concepto de actualidad. Cuando hablamos de que algo existe, entendemos que es algo “actual”. Los seres que existen (pensamos) tienen, sobre lo no existente, la ventaja de la actualidad. Pero ¿qué significa eso?

Si mis padres hubiesen engendrado a su hijo un día antes, yo no existiría y sí existiría otro ser, en parte similar a mí, pero diferente. Ese ser no existe, no ha tenido la fortuna de la actualidad. Pero su concepto sí existe. Puedo pensar en él. ¿Existe o no existe? No está instanciado materialmente, al menos en este mundo. Podría estarlo en otro, o en otro tiempo. Pero ¿significa eso que no existe, sin más? No, a no ser que identifiquemos por definición “existir” con “estar instanciado en este mundo”. Y hacer esa identificación, por definición (por estipulación), repito, no es una buena idea, porque encubre un problema filosófico, ontológico, real: qué hay de los no instanciados. Quienes pretenden reducirlos a estados de nuestros cerebros sí instanciados, se equivocan completamente, porque las características de los seres ideales son independientes de nosotros: las descubrimos, no las producimos. Son eternas, no localizadas como nuestro cerebro.

Si mantenemos el valor más general de “existir” (ser autónomo, activo, etc.) tenemos que aceptar que los entes ideales (o esencias) existen. Podríamos, en ese caso, contemplar dos modos o, más bien, grados, de existir: una existencia local o mundana, que afectaría solo a las entidades instanciadas en este mundo (o quizá en cualquier mundo con propiedades espaciales y/o temporales), y una existencia no-local, no-mundana, trascendente, que es la propia de las entidades ideales en sí mismas. Aunque en este mundo no hubiese un par de cosas, existiría no-localmente (no-mundanamente) el Dos, y existe no-localmente mi hermano no nacido. No está implementado en este mundo, pero podría estarlo, en este o en otro. En realidad, las cosas que existen localmente son proyecciones, ejemplos, imágenes, reflejos o implementaciones de objetos ideales. Se podría pensar que tú, por ejemplo, existes primero de una manera ideal o no-local, atemporal, inmaterial, y existe localmente una imagen o proyección de ti.

Pero sentimos una fuerte pulsión a considerar la actualidad, nuestra actualidad material, como algo determinante para hablar de existencia. ¿Por qué? Ni siquiera intramundanamente hay derecho a algo así. Recordemos la preciosa intuición de MacTaggart. Estamos en 2011 y en el instante de ahora, ya no estamos en la época de los egipcios, ni en el día de ayer ni en el instante anterior. ¿Qué significa esto? Yo estoy en mi ahora, como aquel egipcio está en su ahora. “Estuvo” solo se puede pronunciar desde mi ahora. ¡Pero mi ahora es el real!, decimos. Pero ¿qué queremos decir con eso? ¿Qué tiene de especial mi ahora? Desde el ahora del egipcio yo soy un mero futuro. Desde un punto de vista exterior al espacio tetradimensional, cada ahora (el suyo y el mío) es un punto en un espacio tetradimensionalmente simultáneo. Aparte de una pertinaz ilusión egocéntrica, quizá mi presente no tiene nada de especial. Esto se multiplica por infinito cuando nos referimos a algo exterior a nuestro universo, sea(n) otro(s) universo(s) material(es), sea el universo inmaterial de todas las ideas.
        
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Por tanto (refiriéndonos a los preparativos para el argumento ontológico) Anselmo, Descartes, Leibniz y compañía, se equivocaban cuando pensaban que el argumento ontológico solo sirve para probar la existencia de un ser totalmente perfecto, mientras que el resto de ideas son meros posibles que bien pueden existir o no. Por ejemplo, Descartes, decía que observando el triángulo no veía nada en su esencia que implicase la existencia. Obviamente, se refería a la existencia material o indexada. Pero es que de esa manera el triángulo ni ha existido ni va a existir jamás. Existirán, a lo sumo, objetos materiales o fenómenos triangulares (es decir, implementaciones o reflejos, más o menos fieles) del Triángulo. El triángulo, en sí, existe de manera ideal y autónoma. Y si lo que pretendía Descartes es probar que Dios, a diferencia del triángulo, sí existe necesariamente como existen las mesas, es decir, en el sentido limitado o local o mundano de existir, se equivocaba completamente. En el mejor de los casos, del Ser Perfecto pueden existir, en este o en cualquier otro universo, expresiones o encarnaciones, es decir, Teofanías. Ni Dios ni las demás ideas o esencias ganan nada por verse implementadas en un mundo, ni pierden por no estarlo.

Anselmo, Descartes o Leibniz fueron poco “platónicos”, les faltó “barba”. La barba de Platón (como la bautizó Quine) dice que hemos de postular la existencia de todo aquello de lo que tenemos que aceptar el concepto objetivo. Los conceptos no pueden estar “en la cabeza”. Hay, pues, un argumento ontológico para cada idea.

¿Y Gaunilo? Gaunilo, con su contra-argumento de la Isla Maravillosa, compartía el mismo error que Anselmo, aunque agravado, pues pensó que de ninguna cosa, ni siquiera del Ser Perfecto, se podía inferir la existencia a partir de la necesidad conceptual. Él pedía algo más: ser visible o tangible, o deducible de lo visible y tangible. Con esto daba por supuesto el significado naturalista o mundanal de existencia, y tenía que huir hacia algún conceptualismo o nominalismo para esconder los conceptos.

¿Qué hay de la isla perfecta? ¿Existe? Si con eso queremos decir que está instanciada en este mundo, es decir, entendido el “existe” localmente, habría que investigarlo, en efecto, ya sea por medio de la observación, ya deduciéndolo de las condiciones de este mundo. Pero desde luego esa isla existe de manera ideal, y tiene autonomía ontológica y operatividad. Si en este u otro mundo se dieran las condiciones pertinentes, la esencia “isla-perfecta” (suponiendo que se defina correctamente) haría posible la existencia local de una isla así, o lo más parecida posible.

De Dios, II: existir y Existir

Sigo con lo empezado en la entrada anterior:

De una manera inmediata atribuimos existencia a aquello que, de acuerdo con la visión científica mejor sustentada metodológicamente, sucede en el mundo, es decir, en el todo espacio-temporal en que nos movemos. Pero obviamente el concepto de existencia no se reduce, por definición, a eso. De ser así las cuestiones ontológicas no tendrían sentido, no serían ni planteables. Es completamente significativo plantearse si existen entidades extra-mundanas, exteriores a este universo o incluso a cualquier universo físico. Es más, la pregunta de si acaso este universo existe realmente o es una mera ilusión, es una pregunta con sentido. Las ciencias materiales, en cuanto que a priori se dedican a describir nomológicamente los fenómenos, ni quieren ni pueden plantearse esas preguntas. Su método, empírico-hipotético-pragmático, no les permite, a priori, rebasar el ámbito de los fenómenos naturales. Para ellas es igual decir que están estudiando la realidad o un fenómeno. Salvan las apariencias físicas. Si la pregunta por realidades más allá de este mundo tienen sentido, hace falta un concepto de existencia más general y acogedor que el de existencia en este mundo. ¿Qué entendemos por existencia, en sentido amplio?

Existencia implica, en primer lugar, autonomía ontológica, ser por sí. Existir es ser con independencia de todo sujeto cognoscente, es decir, estar más allá de cualquier subjetividad. Esto no significa que una cosa se nos pueda dar total y absolutamente tal cual es, con independencia de nuestras facultades y capacidades. Las cosas se dan, en parte, según el sujeto. Pero no se puede reducir todo a cosa nuestra, porque en ese caso, además de que se dejaría toda realidad en manos del sujeto, es que se trasladaría el problema al “nosotros” mismo, pues habría que preguntarse si ese nosotros es algo ya real y autónomo, o es a su vez una “construcción”… ad infinitum.

Otra característica que debe tener lo que existe es poder activo, poder causal, entendido esto en el sentido más amplio posible. Operari sequitur esse. Lo que exista debe influir de alguna manera, por leve que sea, en las demás cosas. Debe ser, por ejemplo, inferible a partir de otros eventos.

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¿Existe algo tras-mundano, es decir, hay que atribuir esos rasgos, la autonomía ontológica y la operatividad en sentido amplio, a alguna otra cosa que las entidades de nuestro universo? Quienes se oponen a esto (cualquier forma de "inmanentismo" o "naturalismo") están comprometidos con poder reducir ontológicamente cualquier concepto que parezca trascender lo natural, es decir, con dar una explicación lógica de cómo todo lo no natural no es más que epifenómeno, accidente, etc., de algo natural (por ejemplo, los cerebros humanos). Pero cualquier versión de conceptualismo o nominalismo fracasa para explicar los rasgos atemporales y universales de las entidades ideales. Ninguna ciencia natural puede reducir ni epistémica ni, por tanto, ontológicamente ningún concepto. Las ideas tienen autonomía epistémica, y por tanto ontológica (quien no acepte este “por tanto” nos debe una explicación de cómo se distingue una cosa de la otra).

¿Tienen las ideas poder causal? Desde luego. Los físicos, cuando especulan, dicen cosas como que el universo evoluciona como lo hace en virtud de ciertas leyes (matemáticas) que lo rigen. Esto no es una metáfora. Si acaso, es una analogía filosófica, del todo legítima. Las leyes de que hablan esos científicos son autónomas respecto del universo. Evidentemente no se trata de una operación o causación del tipo de la que ejerce la lluvia en la humedad del suelo. Se trata de una causación de las entidades ideales sobre las físicas (cuidado con evitar aquí el capcioso “reales”), una causación que podríamos llamar “metafísica” o trascendente.

De Dios (o sea, de la Existencia de la Perfección) I. Preparatio ontologica

Hace unos días, un antiguo alumno y una antigua alumna (los dos muy inteligentes y brillantes, aunque uno de la versión éxito y otro de la versión fracaso escolar) me hicieron partícipe de un debate que se traían (porque, sí, la frase de viejos según la cuál “los jóvenes no son como eran ellos, sabios y respetuosos” es solo eso, una expresión de viejo acartonado): ¿qué decir del asunto de la muerte y la tras-muerte?, preguntaban. Les contesté, desde luego, que son preguntas que no sólo tienen sentido, sino que son las que más sentido tienen. Pero también que, por ello, hay que huir de todo mito (en la medida de lo posible para seres mitófagos como nosotros). Esto me ha llevado a intentar poner una vez más en claro, y compartir con el posible lector de este blog, mis opiniones sobre asuntos filosófico-teológicos.

Mi intento en estas próximas entradas consistirá en defender la validez de algo parecido a lo que Kant llamó Argumento Ontológico. Pero para eso hace falta una preparación (conceptual) previa. Siempre me ha parecido ese argumento la pieza filosófica más maravillosa. Responder a ella adecuadamente exige haber puesto en claro todos los temas principales de la filosofía. Puesto que el argumento ontológico pretende probar que el ser perfecto en todos los sentidos existe necesariamente, nadie debería atreverse a pronunciarse sobre él sin llevar en el bolso una buena tesis sobre lo que es probar o demostrar, lo que es perfección o absolutez, lo que es existir y lo que es necesidad, como mínimo.

Empezando por Existir, el argumento ontológico implica tanto que sabemos qué significa decir que algo existe, como que contamos con criterios de cuándo afirmar que algo existe. ¿Qué significa decir que algo existe?

Tradicionalmente se entendía que la existencia era una propiedad de las cosas. Muy especial, desde luego, pero una propiedad. Por eso era (según el análisis lógico más común) un predicado (muy especial, desde luego, pero un predicado). Pero de ello resultaba, entre otras cosas, la desagradable consecuencia de que todo de lo que nos atrevemos a hablar debe existir, tautológicamente. Por eso, varios filósofos modernos, en su cruzada contra los dinosaurios de la metafísica, quisieron entender la existencia como un no-predicado, o al menos no como un predicado “real”.

Una versión reciente, sofisticada (con el aparato de la lógica clásica moderna) y radicalmente desmitificadora dice que decir que algo existe no es más que decir que nuestra teoría más aceptada acerca de lo que hay, coloca al lado del elemento cuantificacional del lenguaje a ese algo. Decir que existe Madrid, o que existo yo significa que nuestra teoría acerca de lo que hay incluye a Madrid o a mí como valores de las variables ligadas por los cuantificadores. Unida a la tesis de que hay diferentes maneras inconmensurables de tratar de lo que hay, da lugar al temible (y, por eso, adorado por los iconoclastas) relativismo ontológico.

Esta (debería ser obvio) es la típica manera falaz de poner el carro a tirar de los bueyes. Se supone que una teoría quiere hablar de lo que realmente hay, y que, por eso, cuando postula una entidad, es porque cree que esa entidad realmente existe. No existe porque es postulada, sino que es postulada porque existe. Cuando no había variables de las que ser valores, había, existían, dinosaurios. Por supuesto, cómo son las cosas en sí mismas, está mediatizado por cómo las conocemos nosotros, pero de aquí no se puede saltar, como se hace alegremente (quiero decir, tristemente) a que no hay ningún “cómo son las cosas”. Si no hay ningún cómo-son-las-cosas (o, lo que es equivalente, hay irreducible o inconmensurablemente múltiples modos de cómo-son-las-cosas) no hay ninguna teoría mejor que otra. Aquí acabaríamos en la, para algunos heroica, para mí paranoica, tesis de que es la pura voluntad (¿de quién?) la que crea la realidad. Todavía, sin embargo, no he encontrado a ningún zaratustriano capaz de salir andando por el balcón. Así que me permito rechazar esta tesis: existir no es ser postulado por un lenguaje, y menos si esa postulación no está sometida a criterios.

Si no se acepta que haya diversas maneras de ver el mundo, todas igual de correctas e intraducibles entre sí (Davidson le mostró a Quine, y este aceptó, que su relativismo ontológico era insostenible –la relatividad de puntos de vista presupone un espacio común en que se den esas perspectivas-), uno puede quedarse todavía con que la existencia no es ni un predicado ni un sujeto, sino un cuantificador. “Existen planetas” se traduce al lenguaje profundo (que sólo algunos lógicos han logrado… ¿encontrar?) por “alguna(s) cosa(s) es (son) planeta(s)” (no, como capciosamente se dice a menudo, por “hay al menos alguna cosa que es planeta”, porque en ese caso ya habríamos metido de contrabando la existencia (con el “hay”) como si fuese parte del cuantificador, cuando no lo es). Ahora bien, ¿qué pinta aquí el “alguna cosa”? Si digo “existe mi cama”, entonces, algo es mi cama… sí: mi cama misma. ¿En lugar de qué está el “algo”, o el “cosa”? Parece que ahí tendría que ponerse algo, más básico que mi cama, similar a “(alg)un eso es mi cama”. Aquí se empieza a presentirse que la motivación de este análisis es meter con calzador el criterio empirista de existencia. Pero en cuanto se le descargar de presupuestos (o prejuicios) se vuelve tan vacío e inofensivo, aunque más complicado, que un análisis más simple. “Existe mi mesa” significa, solo, que mi mesa existe. No hace falta redundar en que hay un algo que es mi mesa. Aunque si la exigencia que pretende plantear ese análisis es que lo que realmente y en última instancia exista, sean las “primeras sustancias”, o sea, como decía también Aristóteles, el tode ti (lo más concreto posible), esto no desemboca en ningún naturalismo ni nominalismo. Las primeras sustancias absolutamente concretas e individuales podrían ser las mónadas espirituales de Leibniz. De hecho, los atomistas lógicos (Russell y cierto Wittgenstein) no supieron dar un ejemplo de cosa atómicamente existente. Es más, admitieron que no se podía dar.

La tesis de que la existencia es lo ligado por la cuantificación se ha mostrado vacua. Es, por una parte, demasiado hospitalaria: cualquiera puede poner lo que quiera en el dominio de la variable ligada. Pero, a la vez, ese análisis es demasiado poco hospitalario. El propio discurso de los científicos de la naturaleza cuantifica sobre predicados de orden superior a uno. Y lo hace de manera inevitable, como reconoció el propio Quine.  Además, ¿en qué se basa el optimismo nominalista que lo inspira, para creer que solo los cuantificadores comprometen existencialmente? ¿Es que los predicados que se usan son puro arbitrio? Esto nos remite, pues, a los criterios de existencia. Suponiendo (lo que es mucho suponer) que el análisis cuantificacional fuese legítimo, aún sería vacuo.

Un precedente de todo lo anterior es la tesis trascendental kantiana (inspirada en la tesis redundancial de Hume): La existencia no es ninguna propiedad “real” de las cosas, es decir, ninguna cualidad o quiddidad. No le añade nada a don Quijote existir o no existir, en ambos casos es un chalado manchego). ¿Qué es, entonces, la existencia de la que no goza don Quijote sin cambiar por ello? Es sólo la modalidad lógica (lógico-trascendental, mejor dicho) que atribuimos a un fenómeno cuando está “puesto” en relación con nuestro acto de conocer. Como se sabe, la cosa en sí es, según Kant (como según Russell y más radicalmente Quine), algo inescrutable, una mera incógnita, referente último de nuestros conocimientos, pero de la cual no sabemos nada. Todo lo que atribuimos a las cosas está a priori en nuestro aparato o programa cognitivo, en forma de doce (como los apóstoles o las tribus de Israel) funciones o “categorías”, divididas en cuatro tipos (como las estaciones del año y los evangelistas). Uno de esos cuatro tipos es la Modalidad, y una de sus formas (junto a la Necesidad, la Contingencia, etc.) es la Existencia. Pero las categorías de la modalidad tienen, según Kant, la curiosa particularidad de que no añaden ninguna propiedad al objeto. Sólo indican en qué relación está con nuestro conocimiento. Un objeto que no puede no darse, es necesario; uno que puede no darse, contingente; y uno que se está dando, existente.

Esta teoría, aunque de manera algo menos evidente, sigue poniendo antes lo que es después. Una cosa es que (si fuese verdadero esto –que no lo es-) yo sólo tenga derecho a decir que algo existe cuando lo estoy “experimentando” o puedo deducirlo de mi experiencia actual, y otra muy diferente es decir que la existencia no es una propiedad de las cosas mismas. Esto último es idealismo puro: deja en manos del sujeto (aunque aquí se trata –como luego en el Tractatus- de un sujeto trascendental, que no es ni tú ni yo sino todo lo contrario) la construcción de toda la realidad.

Además, si fuese cierto que la existencia es algo que sólo se puede predicar de los fenómenos, sería inviable decir que existe la cosa en sí, como referente último de nuestros pensamientos. Si la existencia es un predicado para fenómenos, no puede decirse nada de los noúmenos.

Por lo demás, me parece claramente falso que la existencia sea una modalidad, es decir, que pertenezca al mismo género de conceptos que necesidad o contingencia. La existencia es un concepto del ámbito del lenguaje objeto, pero las modalidades pertenecen a un lenguaje de orden superior (a un “metalenguaje”). Hablamos de la existencia de algo sin necesidad de decir si esa existencia es ontológicamente necesaria o contingente, o si esa aseveración de existencia es, epistémicamente, necesaria o contingente.

La teoría de la existencia que se puede encontrar en Heidegger, sobre todo en el primer Heidegger (la existencia (dasein) es el modo de ser propio de nosotros) es un antropocentrismo, similar al de Kant y al del positivismo. Por similares razones, la teoría de Frege, según la cual la existencia es un predicado de predicados, es rechazable. ¿Es la existencia algo supraestructural, algo ficticio? Al contrario, sea lo que sea, la existencia es lo menos ficticio que pueda haber.

Pero la alternativa parece ser algo como lo que sostuvo Meinong. Según los meinongianos, la existencia no puede ser lo mismo que el cuantificador, ya que hablamos de cosas que no existen. Podemos decir, se supone, que, de entre todas las cosas, unas existen y otras no. Así que Ser es más genérico que Existir. Ahora bien, ¿cómo va a ser lo que no existe?, ¿qué es?, ¿dónde está? Son preguntas comprometedoras. Intentando evitarlas, hay una salida fácil y otras difíciles. La fácil es decir que cuando hablamos de lo que no existe, sólo nos referimos a conceptos, no a seres. Esta solución me parece de un tipo peor incluso que la de cambiar una palabra por otra.

Rehuyendo esto, aceptando valientemente que todo lo que es, existe, sólo hay dos caminos: la barba de Platón (como llamó Quine a la postulación de tantas entidades como conceptos se nos pasen por la cabeza y en la medida en que nos resulten irremediables) o la cara rala del nominalismo (a la que, mejor o peor, intentó ceñirse el propio Quine, si bien a veces supo reconocer que uno no podía eliminar de las teorías todos esos molestos pelos que son los conceptos, los números y compañía). El problema del nominalismo (o sea, del intento de reducir toda existencia, incluida la de los conceptos o esencias, a aire) es que está equivocado.

En todo caso, tanto en el análisis barbudo como en el irsuto, todo sigue pendiente de con qué criterios atribuimos existencia a algo. En ausencia de una respuesta a esta cuestión, nadie tiene derecho (lógico) a aceptar o rechazar el "argumento ontológico"

miércoles, 19 de octubre de 2011

De la inmortalidad del alma

En 2112, cuando te diagnostican un tumor cerebral destructivo, te ofrecen, a la vez, una solución ortopédica. Pueden replicar exactamente tu cerebro (quizá con otro tipo de material, mucho más resistente pero igual de funcional) y trasplantárselo a(l resto de) tu cuerpo (o a otro cuerpo, claro está). Tu gato, de hecho, ya fue trasplantado, y te hace el mismo caso que antes, cuando le interesa. Por una pequeña suma (porque, eso sí, la sanidad es ya, como todo, “liberal”) te ofrecen también un puerto USB, justo encima de la oreja derecha, en el que puedes introducir una memoria externa donde guardar periódicamente toda la información necesaria para reconstruir tu cerebro. Un conocido tuyo fue arrollado hace un mes por un camión, que le aplastó el cráneo, pero antes de ayer estuvo comiendo contigo. Su familia sabía que guardaba una copia en la mesilla.



En 2222 las condiciones ambientales se hicieron tan extremas en la Tierra que la gente se grabó en un disco de plástico y se dispusieron para una larga hibernación, quizá milenaria, tras la cual una máquina, provista de termostato, los volverá a despertar construyéndoles un cuerpo íntegro.


En 3333, varios años después de tu muerte, unos científicos “construyen”, a partir de material puramente cuántico, un humano casualmente “idéntico” a ti (tan idéntico como pudiste serlo tú entre un año y otro de tu vida). Este personaje encuentra un día, también por casualidad, información acerca de ti suficiente como para reconocerse a sí mismo. Tiene las mismas actitudes y las mismas ideas que tenías tú (además de ser físicamente indistinguible), y quiere escribir el mismo libro (o lo más parecido posible) que querías escribir tú. Esto volvió a pasar en 3443 y en 4554.

En 33333, sin embargo, toda vida humana se extinguió. Pero en otro de los muchos universos que existen, con condiciones materiales diferentes a las de nuestro extinto universo, condiciones que, sin embargo, permiten la existencia de vida inteligente, existe un ser inteligente que tiene tus mismas actitudes e ideas (además de que se parece mucho a ti: digamos que es una proyección topológica de ti a las condiciones de ese universo). Este personaje conoce teorías que dicen que muy probablemente (o quizá de toda necesidad) debió existir un universo que es el nuestro, y que en él debió existir un ser lo más idéntico posible a él.

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¿Qué era de las ideas (por ejemplo, del Dos o del Mamut o de Ti) cuando no existía este ni quizá ningún universo físico o material? Por supuesto, el “cuando” es una metáfora, porque el tiempo es una propiedad intra-mundana (quizá sólo de algunos mundos). Pero esto no invalida una pregunta análoga: ¿qué hay de la validez y realidad del Dos o el Mamut o Tú, respecto de este o cualquier otro universo que implemente pares o mamuts o túes?

Cuando los científicos juegan a la cosmoficción (cosa totalmente legítima, a mi parecer) suelen decir que el universo (este, o cualquier otro) bien pudo ser producido por ciertas leyes matemáticas “previas” (ciertas asimetrías, por ejemplo). Lo que no creo que se le haya ocurrido decir a ninguno (yo no he leído nada similar) es que las propias matemáticas surgieron de la nada. Sea que las matemáticas puedan surgir de la nada o no, es una cuestión completamente extra-científico-natural. Respecto de cualquier universo, el Dos o el Mamut son ideas con una validez intrínseca irreductible. Y lo mismo pasa conmigo y contigo. Que estas ideas se implementen o materialicen o encarnen en este universo o en otros, en estos momentos o en otros, es una cuestión diferente. El Dos, el Mamut, o Tú, son (sois) entidades en sí atemporales, inespaciales y, más en general, inmateriales, autónomas respecto de todas sus potencialmente infinitas materializaciones.

Decir que solo las materializaciones de una idea existen y son “reales” (realmente reales) sería, en el mejor de los casos, una mera petición de principio. Pero es algo peor que una petición de principio: es una contradicción. Porque no hay manera de sostener un discurso legítimo sin implicar la validez incondicional de las ideas, ni manera de reducir las ideas a fenómenos contingentes (el Dos a diversas implementaciones suyas). 
Las esencias, incluidas las nuestras, son entidades reales e independientes de sus materializaciones. Son inmortales.

I sing the progress of a deathless soul,
Whom fate, which God made, but doth not control,
Placed in most shapes
(J. Donne)

Canto la evolución del alma, que no muere,
A la que el Hado, que hizo Dios, mas no controla,
Puso en diversas formas.

martes, 11 de octubre de 2011

Materialismo "sensato" (pero equivocado) III: ficciones-no-arbitrarias

En la entrada anterior objetaba a las objeciones que Mario Bunge ofrece contra el antirrealismo en cualquiera de sus formas, en el libro A la caza de la realidad.

Veamos ahora la defensa que hace Bunge del materialismo contra el platonismo (o, en general, es de suponer, todo no-materialismo). No existen, realmente, entidades inmateriales, como serían los objetos matemáticos u otras ideas platónicas. ¿Por qué? Repasando su exposición en busca de la argumentación, no he sido capaz de encontrar más que esto, que comento críticamente:


- Se empieza por definir “materia”. Material se define como mudable y energético. En esta definición podría estar perfectamente de acuerdo el no-materialista.

- Ahora se define “materialismo”. El Materialismo, según Bunge, es la tesis de que todo objeto es, o material o conceptual. Esto ya no puede aceptarse tranquilamente. El materialismo debería ser la tesis de que todo objeto, incluidos los conceptos, son materiales, reducibles a material. La tesis expresada por Bunge en esa frase sería la tesis de un dualismo ontológico, y no de un monismo materialista. Esto es solidario con lo que veremos a continuación.

- Ahora, una matización al materialismo craso. El Materialismo, dice Bunge, no es reductivo, sino emergentista. No se puede, sencillamente, prescindir de todo concepto no directamente mudable o energético. Sin embargo, no por ello hay que admitir que tengan realidad o existencia independiente. Esto es también inadmisible, como tesis ontológica fuerte. Quien dice que los únicos objetos que existen son los materiales, tiene que poder reducir todo lo demás a eso, porque ¿cuál es, si no, el criterio de lo que es real o no, más allá de la irreducibilidad e imprescindibilidad de ese algo? Antiguamente se presumía de haber reducido antológicamente a los dioses griegos o troyanos cuando algún otro concepto no deiforme podía hacer el mismo trabajo, y se podía recluir a los dioses en la cárcel de la literatura fantástica. Hoy, sin embargo, algunos quieren estar “al plato y a las tajadas”, admitiendo, por una parte, que ciertos conceptos son irreducibles e ineliminables del lenguaje, pero afirmando muy convencidos de que eso no les confiere realidad. Estas personas han descubierto el poder de las cosas inexistentes. El propio Bunge define realidad como lo que es independiente de todo sujeto, algo con lo que también el platónico estará de acuerdo.

- Ahora, por fin, la tesis fuerte del materialismo (aunque debilitado o licuado por el no-reduccionismo): Solo lo material existe realmente. Increíblemente, esta tesis no es sino un “postulado”, es decir, algo que damos por sentado, y que no se deduce de ninguna otra proposición más evidente (o yo no he sido capaz de encontrar esa deducción). ¿Cree acaso Bunge (o cualquiera que se dedique a postular el materialismo) que es una tesis tan evidente que no necesita discusión? Si es así, ¿con quién piensa que está discutiendo? No, desde luego, con un platónico, porque este ve justo lo contrario, y desde luego, no puede admitir que sea cuestión de mera postulación (o sea, de petición de principio). Y con toda la razón:

Si real es, como acepta Bunge, lo que es independiente del sujeto (es decir, aquello que no puede reducirse a subjetivo -es decir, habrá que inferir, lo que el sujeto necesita reconocer como teniendo validez autónoma si es que quiere explicar las cosas-), las entidades abstractas o “conceptuales” son tan objetivas como el que más.

Toda la tesis de Bunge se apoya en lo que el denuncia como error quineano, es decir, la identificación de “es” con “existe”. No siempre que nos vemos obligados a hablar de algo (decir que es tal o cual) estamos obligados a decir que existe. Esta es la vieja estrategia del equivocismo: ser se dice de varias maneras, pero no todas ellas con importe ontológico. Ahora bien, incluso si eso fuese admisible, habría que discutir cuál es el criterio para otorgar a un objeto el carácter de auténticamente existente o real. Yo no soy capaz de ver qué hace Bunge al respecto, aparte de postularlo.

Vamos a ver esto aplicado al “platonismo matemático” (tesis, dicho sea de paso, que no tiene mucho que ver con Platón). Según Bunge el platonismo está equivocado. ¿Cuál es la justificación de este aserto? Porque el platonismo no puede demostrarse empíricamente, y, según hemos postulado, solo lo que puede estar en algún almacén o yacimiento, existe de verdad. O sea, todo se reduce, repito, a postular el materialismo y deducir de ahí lo errado del platonismo o realismo. El problema ontológico no existe, porque una de las opciones hay que postularla…

Pero no es solo que lo que Bunge pretende se reduzca a una mera postulación o petición de principio, sino que es una tesis auto-contradictoria. Porque, repito, si hay que aceptar como real lo que no depende del sujeto, la matemática, por ejemplo, es completamente autónoma. Los intentos que hace Bunge por considerarla una ficción son insostenibles:

Bunge aduce que la matemática, al ser meramente formal, no puede ser objetiva. Esto no es, obviamente, argumento contra la realidad de lo formal. Las propiedades formales son condición necesaria y suficiente de realidad. Son imprescindibles para explicar el mundo material, y no implican lógicamente ni a este ni a ningún otro mundo material, porque la validez de, por ejemplo, el teorema de Pitágoras, es independiente de cualquier evento físico, de este o de cualquier otro mundo. El propio Bunge admite que en ellas no entra ningún dato neurológico. Pero tampoco biológico ni químico, etc.

Bunge dice que el teorema de Pitágoras es relativo a contexto, porque solo sirve para superficies planas, en tanto un fotón es absoluto. Dejando aparte la discutible absolutez del fotón, el teorema de Pitágoras es absolutamente válido para el ámbito para el que es válido, y ese ámbito tiene validez teórica independientemente de que haya implementaciones materiales de él o no.

Bunge dice que las matemáticas son artificiales, creadas. Sin embargo, no son arbitrarias. ¿Qué quiere decir esto? ¿No es una pura contradicción? Yo no he logrado entender cómo algo puede ser creado (no descubierto) y, sin embardo, estar constreñido por disciplinas de validez autónoma.

Y, en cuanto a la rentabilidad de la matemática (cómo es que funciona y es imprescindible para explicar la estructura de la realidad) lo más parecido que se da a una explicación es que eso se debe a su carácter simbólico, no icónico, es decir, que no necesita tener ninguna relación estructural objetiva con aquello a lo que describe. Pero eso es poner una palabra (simbólico) donde se necesita una explicación. ¿Por qué un elemento “simbólico”, es decir, cuya relación con lo simbolizado es “convencional” o artificial, puede explicar lo simbolizado? ¿Qué hace que algo sea simbólico? No puede ser la mera arbitrariedad, porque en ese caso valdría cualquier engendro.



¿Qué se puede extraer de esta discusión? Creo que se puede aprender que las cuestiones ontológicas ni se reducen a postulados científicos ni se dirimen desde la ciencia. Son cuestiones (como la de si materialismo o idealismo) trascendentales (en cuanto son presupuestas por las ciencias inmanentes pero no solubles desde ellas) y trascendentes, en cuanto se refieren a un ámbito de sentido que desborda lo inmanente.

Y, concretamente de la observación de los argumentos materialistas de Bunge, yo no tengo más remedio que concluir que el naturalismo, también en esta versión moderada o sensata, es inviable como teoría ontológica y gnoseológica. Pretende estar en misa y repicando, quedarse con los conceptos in-mutables pero considerarlos, por decreto, no realmente existentes.

Materialismo "sensato" (pero equivocado) II: Realidad y objetividad, en Mario Bunge

En la anterior entrada intenté reflejar las tesis y argumentos que aduce Bunge en defensa de su ontología materialista emergentista y realista. Si no le he malentendido gravemente, mis objeciones a todo eso son las siguientes, que dividiré en dos partes. Bunge ataca a dos flancos, que parecen las dos irremediables caras de la misma desazonadora moneda: el antirrealismo o fenomenismo, por un lado, y el ultrarrealismo o platonismo, por otra. Ambos ataques me parecen fallidos.


Empezando por el antirrealismo, es verdad, como dice Bunge, que la ciencia da por supuesta (o “postula”) la objetividad de los referentes de sus conceptos y proposiciones, y que no admite que todos ellos sean, en verdad, objeto de la psicología (como interpreta Bunge que hace el psicologismo o el fenomenismo). Pero es que la objetividad que postula la ciencia no equivale, de ninguna manera, a la realidad, que es lo que está en juego en las discusiones filosóficas y metafísicas, por ejemplo, en la discusión de si realismo o no-realismo. La ciencia, ni quiere ni puede meterse en el problema de la representación (¿qué es realmente real? ¿Es real lo que nos representamos?) La disputa entre el realismo y el antirrealismo es una disputa extracientíficas, trascendental, filosófica. Empieza cuando termina toda ciencia (es decir, toda proposición asequible al método empírico-pragmático). La prueba es que cualquier respuesta que se diese a esa cuestión de la representación, dejaría a la ciencia exactamente igual que estaba. Para ella es indiferente si se la cree tratando con cosas reales o con “meros fenómenos”, siempre y cuando no haya ningún posible acceso científico-natural (es decir, empírico-pragmático) a lo que está más allá de los meros fenómenos. Las cuestiones ontológicas no son ni científicas ni meras postulaciones de los científicos. (Y, sin embargo, no son cuestiones ociosas, aunque los ignorantes quieran ignorarlas. Pero esto es asunto de otro momento).

Digamos que lo que hace Bunge, en su defensa del realismo, es, por una parte, confundir una cuestión filosófica (concretamente trascendental, y, más concretamente, gnoseológica), que no se puede dirimir con el método científico; y, por otra, limitarse a postular lo que la ciencia postula, sin añadir un argumento, como si la ciencia (igual que en Quine y su naturalización de la epistemología) se auto-justificase. Lo que no es el caso.

Imagen: Mario Bunge, por Sciammarella

Materialismo "sensato" (pero equivocado): la tesis ontológica de Mario Bunge

Una sensata y estructurada versión de ontología materialista o naturalista que, no por huir de todo platonismo y espiritualismo, quiere verse presa en el nominalismo, el antirrealismo y en el fenomenismo, es la de Mario Bunge. Hace un tiempo, un comentarista me reprochó, con razón, que identificara el naturalismo, sin más, con la versión montaraz de Quine. Voy a intentar paliar eso criticando igualmente la versión bungiana, a partir de la lectura de su libro A la caza de la realidad (Gedisa). Doy por descontadas las alabanzas que este filósofo y este libro se merecen (además, confieso mis simpatías con Bunge en cosas como el realismo y cognitivismo moral, por ejemplo). Empezaré por resumir aquellas cosas que me parecen relevantes para la discusión, ontológica, en la que estoy interesado: si el materialismo y el naturalismo son viables, en esta versión.


La ontología materialista de Bunge “postula” que una cosa es material si es mudable, y, en otra definición, si posee energía. Bunge admite de buena gana que conceptos como energía son ontológicos, y sobrepasan cualquier capítulo de la ciencia física. Otras propiedades, primarias y secundarias, concretan la energía hasta hacerla objeto de las ciencias. La ontología se ocupa de conceptos sumamente generales, como energía o cosa. Cosa, como Energía, es un concepto imprescindible, aunque no científico (en el sentido de pertenecer a una ciencia específica) sino ontológico. Las cosas tienen propiedades, pero las propiedades no reducen a la “cosa”, que es el sustrato o soporte de aquellas. Las propiedades no pueden mutar. Bunge cree que se puede dar una rigurosa definición de las nociones ontológicas recurriendo al lenguaje matemático de un Espacio de fase. Por ejemplo, una propiedad o atributo es un predicado n-ario del espacio fase, un estado es un punto en el espacio-fase, etc.

Ahora la definición y afirmación del materialismo, en versión emergentista y realista:

El materialismo, según Bunge, es la tesis ontológica que dice (a) que todo objeto es o bien material o bien conceptual y (b) que todos los constituyentes del mundo son materiales. Pero “materia” no es, señala Bunge, un concepto reductivo. El materialismo “correcto”, digamos, es emergentista.

Ahora bien, si el materialismo consiste en afirmar que lo auténticamente real es solo lo material, ¿qué significa decir de algo que es “real”? Bunge afronta con valor esta cuestión (a diferencia de quienes lo dan por bien sabido pero no tienen ni idea). Con la ontología tradicional, desde al menos Platón (como él mismo señala), Bunge entiende por real toda cosa que exista con independencia de cualquier sujeto (cognoscente).

Pero, debemos preguntarnos ahora, ¿qué significa “existe”? Según Bunge, la tesis de Quine (descendiente de la de Russell), según la cual la existencia es lo expresado por el cuantificador existencial, es un grave error, porque, con ella, uno no puede decir coherentemente “Algunos ángeles son de la guarda aunque en realidad no existen ángeles”. No puede confundirse el concepto de existencia con el de “algunidad”, que es el expresado por el cuantificador, y que es existencialmente neutral. Esa confusión positivista, cree Bunge, ha traído como consecuencia un nominalismo insostenible. Si uno cree que todo uso del cuantificador implica compromiso ontológico, no tiene más remedio que verse empujado a opciones tan extremosas como la de aceptar la existencia de los números (puesto que son imprescindibles en el lenguaje científico (¡posición quizá adoptada por el propio Quine!)) o, lo que no parece más prometedor, intentar prescindir de los números en la ciencia (como pretende Field). Y, añado yo, ¿por qué reducir este intento a los números? Habría que poder reducir cualquier predicado de orden superior a uno, de manera que no tuviese que aparecer ligado por el cuantificador (lo que se ha demostrado imposible, según el propio Quine), y todo ello aceptando (que no hay que aceptarlo) que lo que se usa en el lenguaje pero no aparece en el dominio del cuantificador no tiene compromiso ontológico.

Entonces, ¿cómo se sostiene el materialismo? Curiosamente, es un postulado. El principal postulado materialista, dice Bunge, es que todas y solo las cosas materiales, junto con sus propiedades y cambios, existen. “Expresado de manera algo paradójica, ser es devenir”. Sí, es paradójico. Pero más curioso es, si cabe, que se presente como un postulado. Luego hablaremos de ello.


Contra todo antirrealismo

Bunge ataca insistentemente las diversas formas de antirrealismo de la filosofía reciente. Según él, es un error sostener que la ciencia trata de fenómenos o quialia (fenomenismo). El fenomenismo reduce a cuestión psicológica la realidad. Es, dice Bunge, una auténtica contrarrevolución (sea en la versión berkeleyana, humeana, kantiana o verificacionista), contra el realismo galileano que puso las bases de la ciencia moderna:

- El contingentismo radical de Hume es ajeno a la ciencia, que se basa en la creencia en la regularidad de la naturaleza, y en la existencia de leyes que, de ninguna manera, se reducen, como quiere Hume, a meras regularidades.

- Kant lleva a su extremo el antirrealismo, dejando la cosa en algo vacío.

- El verificacionismo, dice Bunge, ignora que debemos conocer el significado de una proposición antes de verificarla.

- El positivismo (Carnap, etc.), como fenomenismo que es, pretende reducir a psicológico (y a veces incluso a lingüístico) lo que es real. La ciencia no trata de quialia, sino de realidades.

- Goodmann, y los constructivistas en general (que piensan que somos nosotros los que hacemos la realidad), confunden, “mágicamente”, idea con cosa.

- Incluso algunos científicos se han dejado engañar por esa contrarrevolución antirrealista. Pero, aunque Bohr diga que la totalidad objeto-observador-aparato forman una unidad indisoluble, la inmensa mayoría de los sucesos cuánticos, dice Bunge, suceden fuera de un laboratorio. La ciencia se basa en la presunción de que hay electrones, no fenómenos de electrones. El reparador de la televisión (ilustra Bunge) trabaja tras la pantalla.

Para el materialismo emergentista, los qualia son algo subjetivo, procesos en el cerebro que solo pueden ser estudiados por la neurociencia, aunque no se dan en el mundo físico, sino en la interfaz entre el sujeto y el objeto. La ciencia solo puede ser tercio-personal.

Algo parecido cree Bunge que hay que decir del ataque fenomenista al concepto central de causa. Los científicos buscan causas, no sucesiones de eventos. Lamentablemente, la definición formal que intenta Bunge del concepto de causa (el evento C en la cosa A causa el evento E en la cosa B si y solo si el acontecimiento de C genera una transformación de energía desde A hacia B que tiene por resultado el acontecimiento B) parece implicar el mismo concepto que pretende definir. (Pero es que quizá es un movimiento equivocado pretender definir causa a partir de algo más simple, o creer que, de no hacerlo, no podemos entender qué es causa).


Contra todo “realismo” (platónico)

Bunge sostiene que el nominalismo es una tesis filosófica inadmisible, ya que reduce las teorías (que son cosas abstractas) a lenguaje (que es una entidad concreta y contingente). El lenguaje no puede reducir lo abstracto. Entonces, ¿qué hacer con ello?

Las teorías, dice Bunge, son cosas simbólicas, no icónicas. Además, son simplificaciones. Son “ficciones”. Pero no “fantasías”, sino, dice, “estilizaciones”, “como si”…

Lo mismo, pero más todavía, vale para la matemática. Las entidades y propiedades matemáticas se construyen, no se descubren; son artificiales, no naturales; formales, no materiales; aunque a fines de análisis podemos fingir que sus referentes existen, no son objetivamente reales.

El platonismo, por tanto, está equivocado. Afirma que los objetos abstractos existen realmente, objetivamente, pero no puede probarlo, porque “no hay yacimientos ni almacenes matemáticos”, y (¡por supuesto!) la única prueba de que algo existe, es que esté en algún yacimiento o almacén.

El ficcionalismo, que es completamente falso respecto de la ciencia fáctica, es “bastante verdadero” en lo concerniente a la matemática.

Las verdades matemáticas, formales, son esencialmente dependientes del contexto (por ejemplo, el teorema de Pitágoras vale para triángulos planos), a diferencia de los fotones, que son absolutos.

Si nos deshacemos de la teoría quineana del compromiso ontológico, podremos ver que la matemática es ontológicamente neutral, es una “gigantesca (aunque no arbitraria) ficción”. Por eso (¡!) es el lenguaje universal de la ciencia.

Es verdad que la matemática, realmente, está en el cerebro, pero podemos fingir que es autónoma, y en ella, desde luego, no entra ningún elemento neurológico.

Es ficción en cuanto no especifica o precisa de qué lugar está hablando. Pero no es una ficción como el Quijote, porque es disciplinada (constreñida por axiomas) y no arbitraria. Si logra representar cosas reales es por su carácter simbólico (no icónico).

Hasta aquí lo que encuentro más relevante para lo que estoy interesado en discutir. Mis pegas a todo esto las expongo en la siguiente entrada.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Zenón de Elea la razón te lía, I

Voy a publicar aquí algunas de las entradas menos malas de mis blogs para alumnos de bachillerato. Esta se refiere a la escuela de Elea (Historia de la Filsoofía, de segundo de Bachillerato).
 
(Diálogo entre Zenón de Elea y un paisano suyo.)

Paisano de Elea.- Oye, Zenón, ¿te pillo bien?
Zenón.- Sí, estoy sentado y no tengo escapatoria.
P.- Dime, por favor, algunos de esos tan inteligentes razonamientos un poco absurdos tuyos.
Z.- Vale, pero no son tan inteligentes ni un poco absurdos, son sólo absolutamente absurdos, o sea, totalmente inteligentes.
P.- Bueno, pues uno de esos.
Z.- Te preguntaré dos cosas, ¿te parece bien? ¿O te parecen muchas?
P.- No, dos no son muchas.
Z.- Está bien. Pues dime, la primera, cuántas cosas crees que hay en realidad. Y después, dime cuánto es de grande cada cosa.

P.- ¿Cuántas cosas hay? Muchas. Ya en mi salón creo que hay demasiadas, no te digo nada si hablamos de Elea entera o de toda Grecia. Muchas.
Z.- O sea, que no crees que haya ni una sola ni ninguna.
P.- Claro que no. Tú mismo me has preguntado ya dos cosas.
Z.- Muy bien dicho. Entonces, dime, esas muchas cosas que existen según tú ¿son en número infinito o finito? Quiero decir, ¿se podría alguna vez acabarlas de contar, o no?
P.- Ahí ya me pones en un apuro.
Z.- ¿No te parece que tienen que ser cuantas son, ni más ni menos?
P.- Claro.
Z.- Y eso tiene que ser una cantidad determinada, ¿no? Aunque ni tú ni yo podamos contarlas, tienen que ser una cantidad fija.
P.- Sí, parece sensato.
Z.- Pues piensa ahora lo siguiente. Supongamos que haya tres cosas, para abreviar.
P.- Por ejemplo, yo y mis dos perros.
Z.- Por ejemplo. Entonces te pregunto. ¿no habrá otra cosa que será tu cabeza? ¿Y los hocicos de tus perros, y, en fin, todas las partes de esas tres cosas?
P.- ¿Y las partes de cosas son cosas?
Z.- Dímelo tú.
P.- Yo creo que sí, la verdad.
Z.- ¿Y las partes de las partes, son cosas o no?
P.- Sí, claro, por la misma regla.
Z.- Así que parece que habrá una infinidad de cosas.
P.- Salvo que haya cosas, Zenón, que no tengan partes más pequeñas que ellas mismas.
Z.- Muy bien. Y ¿crees que podrías contar una cosa que no se pudiera partir?
P.- ¿Por qué no?
Z.- Porque una cosa que no se puede partir, creo yo, no ocupa nada ni es nada.
P.- Puede ser.

Z.- Piénsalo además de otra manera. Si hay tres cosas, hay siete, ¿no?
P.- ¿¡Cómo!?
Z.- Supón que haya estas tres, a, b y c. Entonces hay también la combinación de a y b, llamémosla, ab, y la de a y c, o sea, ac, y bc, y abc.
P.- Bueno, pero eso son otro tipo de cosas.
Z.- Ya, pero cuando yo te he preguntado por la cantidad de cosas que crees que hay, no te he pedido que distingas en tipos. Todos los tipos valen si hablamos de cantidad de cosas.
P.- Vale, hay siete.
Z.- ¿Siete? ¿Es que no sabes contar? ¿O no piensas contar a la combinación de a y ab, o sea, a(ab), y las demás combinaciones de las siete cosas?
P.- Ya veo a dónde vas. Entonces nunca podremos parar así tampoco.
Z.- Así es. Creo que en el siglo XIX vivirá un matemático alemán que demostrará de esa forma que nunca puede darse un conjunto que lo contenga todo, porque siempre el conjunto de todos los conjuntos que puedes hacer con los elementos de un conjunto dado, A digamos, es mayor que el propio A.
P.- Entonces ¿las cosas que hay son en número infinito?
Z.- Si tú puedes digerir eso…
P.- ¿Qué problema le ves, Zenón?
Z.- Hombre, dicen que la mitad de infinito es tan grande como infinito. La milmillonésima parte de infinito es igual de grande que el infinito…
P.- Todos los infinitos son iguales, claro.
Z.- Bueno, según ese matemático del que te he hablado, un tal Jorge Cantor, no es así, sino que hay unos infinitos más grandes que otros. Por ejemplo, el infinito de los números que resultan de una división sin resultado exacto, los Reales, como los llaman los matemáticos, tiene por lo menos un número que no está en la fila de los que llaman números naturales. Pero creo que con el infinito más pequeño tenemos ya bastante para inventar esos razonamientos absurdos inteligentes que vienes buscando.
P.- Tienes razón.
Z.- A mí el infinito no me parece una cantidad. No hay manera de partirlo en cachos más pequeños. Si te pones a caminar hacia el infinito, por mucho que andes estarás siempre a la misma distancia. Así que…
P.- ¡Menudo lío!
Z.- A eso venías, ¿no? ¿Estás ya satisfecho? Resumiendo, parece a la vez que, si hay muchas cosas, como dices tú (y aunque sean pocas), deben ser una cantidad finita e infinita, pero las dos opciones parecen absurdas.

P.- ¿Entonces, tú que piensas?
Z.- Puede que no hay ninguna, o que haya una sola cosa.
P.- ¿Eso te parece más lógico?
Z.- Que no haya ninguna, no me lo parece, la verdad.
P.- Claro, ya estás tú mismo, que eres una cosa, para desmentirlo.
Z.- No por eso, Calias. No me gusta razonar así.
P.- ¿Por qué?
Z.- Porque eso no es un razonamiento, sino un hecho, que estamos viendo. Y lo que nos estamos preguntando es si es lógico, no si nos parece que lo experimentamos, ¿entiendes?
P.- Creo que sí. ¿Entonces, que crees que es lógico?
Z.- Ninguna, no me parece. Porque, si hubiese ninguna, ya habría una, la nada o conjunto vacío.
P.- Pero el conjunto vacío no existe.
Z.- Pues para no existir está muy ocupado. ¿No sabes que estamos metiendo cosas en él continuamente? ¡Todo lo que no cabe en ningún otro! Fíjate, incluso, en que un lógico más o menos contemporáneo del matemático que te mencioné, definirá los números diciendo que el Uno es el conjunto que tiene como elemento al conjunto vacío, el Dos el que tiene como elementos al Uno y, por tanto, al Vacío, y así.

P.- Entonces ¿crees que hay una sola cosa?
Z.- Eso decía siempre mi maestro, el sapientísimo Parménides. Pero esa es una verdad, como también él decía, incomprensible para nosotros, los mortales. Sólo la diosa puede comprender que todo es uno y lo mismo, y que las diferencias son aparentes, porque en verdad el no-ser es nada, nada de nada, y sin el no-ser no podemos distinguir ni siquiera dos seres.
P.- Y ¿cómo dices que no podemos comprender lo que dice Parménides? A mí me acaba de parecer que lo he entendido, aunque me parece tan increíble que, como no me invites a un trago de esa buena cerveza que tienes en tu bodega…
Z.- Pues, aunque es muy lógico, también tiene su lado absurdo. Fíjate. Basta con que intente decirlo o pensarlo, que todo es uno, basta que lo diga o piense, te digo, para que me contradiga, porque la frase “todos es uno” (o “es uno”, si quieres acortarla) ya es más de uno, ya tiene por lo menos dos cosas, el ‘es’, y el ‘uno’. ¿Te das cuenta?
P.- Me doy.

Z.- Así que las cosas son muchas, infinitas, finitas, una y ninguna, y, a la vez, no son ni una ni muchas ni ninguna ni infinitas. ¿Me quieres decir ahora cuánto mide cada una?
P.- Eso lo dejamos para mañana, si no te parece mal. Por hoy, ya tengo bastante con una: al fin y al cabo, es como si me llevara infinitas ideas, o más bien ninguna, porque me has dejado la inteligencia más pelada que la cabeza de un etíope.
Z.- De acuerdo, mañana lo hablaremos. Ahora tómate conmigo una de esas cervezas que dices que tengo.

La continuación de este agradable diálogo está aquí

Ver también esta otra entrada sobre Parménides y esta entrada sobre Zenón de Elea