lunes, 14 de junio de 2010

Verdaderamente verdadero y verdaderamente bueno. I

"Y dijo Dios: ¡Haya Luz! Y hubo Luz. Y vio Dios ser buena la Luz".

¿Cómo pudo ver Dios eso? ¿Qué tenía de buena la Luz, salvo que él había decidido crearla y creerla buena? ¿O tenía Dios que reconocer que la Luz era intrínseca y naturalmente buena? ¿Qué es el valor, en la luminosidad?

¿Lo que quiere Dios, lo quiere porque es bueno, o es bueno porque lo quiere él? Esta pregunta le hace Sócrates al teólogo. Y como, después, Dios nos hizo a su imagen y semejanza, hay que preguntarnos: ¿nos gustan las cosas porque son buenas, o son buenas porque decidimos que nos gusten?

¿Son las cosas objetiva e intrínsecamente buenas (dadas sus cualidades, su esencia…), o la bondad y valor de las cosas le son atribuidos subjetivamente por una voluntad que no se apoya en las características de las cosas, o al menos no está determinada por ellas? Pero ¿en qué se apoya, entonces, la (santa) voluntad para dar el valor que las cosas, por sí mismas, no tienen?

Este es el problema que la manía lingüística del siglo pasado ha llamado Metaética. Realmente es, antes que nada, un problema ontológico: de la realidad o irrealidad, objetividad o subjetividad, de lo Bueno, del Valor. Pero ese problema se trasmite a todos los lugares donde el valor tenga algún papel (o sea, a todos, de alguna manera o en algún grado).

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Los “ingenuos” filósofos premodernos daban, en general, por hecho que, por ejemplo, la Vida es buena objetivamente. La razón última por la que pensaban así es porque creían que la Bondad es una propiedad “trascendental” del Ser, es decir, una propiedad que todo ser, en cuanto que es un ser, tiene que tener. Platón, en La República, sitúa al Bien incluso más allá de toda (otra) esencia, como fundamento último de toda la realidad: si no existiese la Idea de lo Bueno en sí mismo, no existiría ni sería comprensible ninguna otra Idea. Lo Bueno es la Idea de las Ideas, la Esencia de las Esencias, la Realidad de la Realidad.

Esa creencia en lo bueno por naturaleza dependía de una determinada concepción de la naturaleza. Lo natural está estructurado u organizado en Esencias (Formas, Ideas…), que determinan lo que cada ente concreto puede llegar a ser, y llegará a ser, si algo accidental no se lo impide. Es decir, las cosas tienen finalidades (entelequias), conscientes o inconscientes. Y el Fin es lo Bueno, por definición.
Por ejemplo, un caballo tiene una esencia, compuesta por formas universales como Vida, Sensibilidad… Si nada lo impide, la naturaleza tiende a perfeccionar al individuo, hasta acercarlo lo más posible al Caballo Perfecto.

Con la pérdida de la “ingenuidad” antigua (en realidad, ya había habido ese mismo resabio en la democracia griega, cuando se discutió si lo Bueno es por naturaleza, como creía el pobre Heráclito, o por convención, como creían los jóvenes vendedores de retórica y tecnología), se “descubrió”, decía, modernamente, que no existen las esencias, como no sea las puramente cuantitativas. Los conceptos con que entendemos las cosas, tales como Caballo, son creaciones nuestras, por asociación de casos parecidos. Y, lo que es peor, no existen fines o finalidades en la naturaleza. En la Ciencia no tiene lugar el “para qué” ni el “bueno” o “malo”, cree la filosofía cientificista más extendida. En la Naturaleza hay cosas rojas o, más bien, cosas triangulares (mejor dicho, hay casos o eventos lo “suficientemente parecidos” como para que sea interesante inventarles un término general), pero no hay cosas vergonzosas, crueles o indignas (ni siquiera cosas lo suficientemente parecidas como para poder señalarlas con esas palabras).

Entonces se plantea: ¿sobre qué bases decimos que algo es bueno o malo, vergonzoso o encomiable, cruel o feliz?
El Dios al que le tocó vivir en la época del “nacimiento de la ciencia moderna” (o sea, el Dios de Occam, Lutero o Calvino) no podía ver la bondad en las cosas, como parece decir el Génesis, sino que la bondad la pone Él, mediante un designio inescrutable (obviamente, pues no va unido a ninguna esencia el que sea buena y deseable, entre otras razones porque no existen ya las esencias: Dios se tuvo que contentar con producir individuos puros, sin géneros ni especies).

Ha sido moneda corriente en las filosofías modernas (más en las más “positivistas” o “cientificistas”), y sigue siendo mayoritario, creer firmemente que el valor no es una propiedad objetiva (natural, científica) de las cosas, como sí lo es el color, o, cuando menos, el momento o la velocidad. El valor no sería objetivo, sino subjetivo. Hoy, no obstante, este nominalismo voluntarista ha perdido tirón, y cada vez nacen más aristotélicos incluso (o, diría yo, sobre todo) en suelo anglosajón. Pero el problema es intemporal. Así que siempre habrá que volver a discutir si las cosas son buenas por naturaleza o por convención.

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¿Qué importancia tiene este problema para “seguir viviendo”? Bueno, en la medida en la que uno reduzca las exigencias de lo que considera vivir, la importancia de esto, y de todo, tenderá a cero. Pero si alguien quiere saber si actúa por motivos y causas racionales y objetivas o, más bien, por sentimientos irracionalizables, hábitos, fes, etc, parece que debería importarle el asunto.
Es curioso que muchos que niegan la objetividad del valor, sean tan duchos en condenar moralmente a otros. Más curioso aún es que muchas veces estas personas se hagan adalides de la racionalidad y critiquen a sus “enemigos” acusándoles de irracionales y esclavos de alguna que otra fe.

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Mi experiencia es que, en tratamiento de este asunto, normalmente se mezclan muchos temas que embrollan la discusión. Si se quiere llegar a algo, habría que desenredar todos esos temas.

Para aclarar la cuestión, me propongo comparar el asunto de lo Bueno con el de lo Verdadero (ese otro “trascendental” de los escolásticos medievales). La mayoría de los que dicen que el valor no es objetivo o real, sino subjetivo, creen, en cambio, que con la verdad no pasa lo mismo: hay una y la misma realidad para todos, aunque casi nadie o nadie la conozca aún. ¿Dónde está, entonces, la diferencia entre lo Verdadero y lo Bueno? ¿Cómo es que hay Verdad objetiva y no Bondad objetiva? ¿Cómo se puede determinar esto?

Normalmente la gente habla como dando por sentado que sabe qué cosas son reales y cuáles no, y también, cuáles son valiosas y cuáles no. Es verdad que el refranero dice a veces que “para gustos, los colores” (también dice el poeta: “en este mundo traidor,/ nada es verdad ni es mentira,/ todo es según el color / del cristal con que se mira”). Pero en la tranquila cotidianeidad nadie duda de que algunas cosas son realmente verdaderas y algunas cosas son realmente buenas.
Si alguien dice que oyó doce campanadas, cualquiera supone que hubo, en la “realidad”, una campana que vibró doce veces. Si alguien dice que un padre mató a su hijo enfermo, cualquiera piensa que ocurrió algo realmente malo.
Pero este sentido común puede tambalearse. Supongamos que alguien nos dice que en su cultura selvática era usual matar a un hijo enfermo, para acabar con el mal de ojo. O alguien nos dice que está bajo el efecto de un mal de ojo, o que siente que está dirigido por “fuerzas extraterrestres”. Junto a quienes tomarán al primero por “salvaje” y al segundo por ignorante, siempre hay alguien que dice: “es que todo es relativo, o subjetivo”.
¿¡Cómo!? ¿Es que para ti puede existir el mal de ojo y para mí no? ¿Para ti puede ser bueno matar a un hijo y para mí no?
En estos casos se ve uno obligado a remontar hasta los criterios de lo que aceptamos como real y de lo que aceptamos como valioso.

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Hay quienes afirman que no hay criterios universales y únicos de lo que es la realidad. Cada lenguaje, cada cultura, cada individuo, en cada instante incluso, tiene sus propios criterios ontológicos y epistemológicos, de lo que es real y de cómo saberlo, y no hay meta-criterios para decidir cuáles son los correctos. El escepticismo y relativismo teorético están por rebatir. Es una vía filosófica, dialéctica, que tiene sus aporías de sobra conocidas (si lo que dice el escéptico-relativista es cierto, su propia frase no es válida universalmente; no explica cómo es que el conocimiento funciona), pero que tiene sus virtudes y, como las demás, se nutre de las aporías de su otro: si el objetivismo fuera cierto, habría un punto de vista desde ninguna parte, o desde el punto de vista de Dios. Pero nadie está en ese punto (que sepamos), y si lo estuviese, no podría ver nada porque no podría tener contraste.

Que uno sea subjetivista o relativista en lo teorético le quita interés a que lo sea en la cuestión del bien y el valor, en lo agatológico y lo axiológico (consideraré como indistintos bien y valor). Si ni la Verdad se salva, no se va a salvar el Bien, creemos hoy.

Otros, en cambio, y es en lo que me voy a centrar, sostienen que sí hay criterios objetivos y reales de lo que es real y objetivo, pero que no los hay, en cambio, para los valores o bondades de las cosas. ¿Dónde está la diferencia? ¿Por qué creer en verdades objetivas y no en bondades objetivas?

Veamos cuánto se puede mantener el paralelismo entre lo verdadero y lo bueno para ver dónde se encontraría la diferencia.

miércoles, 9 de junio de 2010

Nihilismo oriental

Algunos piensan que, de manera parecida a como pasará con la tecnología y la producción industrial, también en el mundo del pensamiento la “conquista” vendrá de los países más orientales. Ciertos teólogos cristianos creen que la única alternativa religiosa a la que “temer” es el budismo. Entre quienes piensan así, hay incluso algunos orientales.

Supongamos que los europeos tenemos capacidad suficiente para calibrar esa alternativa espiritual oriental (si la distancia fuese muy grande, o, más bien, abismal, eso sería imposible: con nuestros pobres recursos no podríamos imaginar algo que los desborda, como un perro no puede hacerse buena idea de la conducta de su amo). Dado que hay algunos pensadores orientales que han hecho el esfuerzo de argumentar (en términos comprensibles para un filósofo occidental) las diferencias entre el pensamiento de uno y otro lado, mostrando las deficiencias intrínsecas del espíritu europeo (desde Parménides hasta Nietzsche), y presentando las ventajas de la visión oriental, veamos qué nos dicen. Así damos un paso (aunque, quizás, demasiado “temprano”) hacia el ineludible diálogo con lo oriental, del que hablaba Heidegger.

Voy a tomar como representante de esa defensa del espíritu oriental a Keiji Nishitani, filósofo japonés que estudió en Alemania y conoció personalmente a Heidegger. En unos artículos titulados La Religión y la Nada defiende que la perspectiva budista de la vacuidad esencial de todo ser es una respuesta más profunda o consistente que la de la metafísica y la religión europea al problema esencial de qué son las cosas y cómo tratarlas.

En pocas palabras, Nishitani (como todos los demás budistas que han intentado algo similar, hasta donde yo sé) describe el pensamiento occidental, más concretamente platónico-cristiano, como una perspectiva metafísica, racionalista, representacional, trascendentalista, sustancialista, jerárquica y personalista.

Frente a ello, el budismo, más sabiamente, ofrecería una visión no-racionalista, no-representacional, no trascendente (al menos en el sentido de situar las esencias en un “más allá”), no sustancialista sino "nihilista" (pero en sentido “positivo”, claro está), no jerárquica sino partidaria de la diseminación, y apersonal.

La diferencia entre las dos visiones se muestra en el propio vocabulario de “palabras guía” al que el pensador oriental recurre para referirse a lo que en esencia quiere decir: "más acá" (frente a más allá), horizontal (frente a vertical), vacío (frente a lleno), “terruño” (frente a "celeste"), nada frente a ser…

¿Va ese pensamiento extremo-oriental más allá (o más acá) del pensamiento filosófico occidental? ¿Cómo responde más profundamente, más eficazmente, a la pregunta común por el sentido de la realidad?
Veamos primero la crítica que el “extremo-oriental” tiene que hacer de la visión occidental tradicional, es decir, del “racionalismo metafísico”, de la Metafísica, de Platón en una palabra. Después me fijaré en la propuesta de solución propia de la visión budista.

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El problema fundamental que ambos pensamientos abordan (debe ser el mismo, si tiene sentido hablar de ambos como pensamientos filosóficos y ponerlos en diálogo) es el del sentido y realidad últimos de las cosas, y la manera en que debemos tratar con ellas. Por muchos matices que se quiera poner a esos términos y mucha hermenéutica que se quiera practicar, algo similar es lo que se está buscando, y Nishitani lo expresa así en diversas ocasiones.

Pero la “solución occidental”, desde los griegos, consiste o ha consistido esencialmente, al parecer, en querer comprender las cosas desde un punto de vista eminentemente racional o lógico, como Ideas. Esto implicaba que:

-la cosa y su esencia son lo mismo y, a la vez, diferentes.

-las esencias últimas de las cosas son puestas “más allá”, arriba, en un cielo o mundo ideal, porque, al seguirse el camino de la razón, se niega por principio toda validez a este mundo, el sensible y cambiante, el del devenir, condenado como apariencia.

Como era de temer, esta visión occidental de las cosas sugiere una forma concreta y perniciosa de tratarlas: las cosas se jerarquizan y se ordenan teleológicamente respecto a un valor superior, de carácter personal: Dios y la escatología. Lo dado tiene poco valor, es sólo un medio para la salvación sustancial-personal.

Esta visión occidental, argumenta Nishitani, se ha mostrado insatisfactoria (el espíritu oriental ya lo sabía desde siempre), porque supone un dualismo irreducible que nos impide llegar a la realidad última y unidad básica de las cosas en sí mismas. El terreno del logos tiene un carácter dual (sustancia-sujeto):
"por eso, la razón no es el campo donde las cosas son en su terruño como lo que son en sí mismas”.
“La ontología tradicional fue incapaz de descender al campo en el cual quien pregunta y lo preguntado son transformados en un único punto interrogativo”.
Yo diría que estas palabras, tal cual están, corresponden a una perspectiva tópica y popular de esos metafísicos, de Parménides, Platón, Aristóteles… Esta "pobreza" en la interpretación no es exclusiva, ni mucho menos, de Nishitani, sino que afecta a los más grandes hermeneutas europeos.

El caso es que, empezando por Parménides, cuya diosa pronuncia la vía de la verdad como “que es, y no es posible que no sea”, todo gran “metafísico” se ha remontado a una unidad que, sin dejar de ser Razón, dejase de ser compuesta o articulada. El propio Nishitani, más adelante, dice:

"Naturalmente los puntos de vista que se refieren a una concentración en lo Uno absoluto han aparecido de vez en cuando en Occidente”.
Y menciona a Jenófanes, Parménides, Plotino, Spinoza, Schelling. Podría haber mencionado cualquier otro nombre, como Platón o Tomás de Aquino. Pero, argumenta Nishitani:

El Uno que tenían en mente, no obstante, era concebido como razón absoluta o, cuando se llevaba más allá del punto de vista de la razón, al menos era concebido como una extensión de ese punto de vista […]. Al mismo tiempo, el Uno absoluto era concebido en términos de una negación de la multiplicidad y diferenciación”.
Esto es bastante parecido a la Verdad: los metafísicos racionalistas, que han puesto en el principio a lo Uno, han llegado a él a través del Logos, o lo han identificado con él. ¿Qué problema existe aquí?

Para Nishitani, así no se puede escapar, aunque se pretenda, del dualismo representacionista: al entender las cosas como autoidénticas (como no tiene más remedio que hacerlo el pensamiento racional) tiene que considerarlas dualmente, distinguiendo su sustancia y su esencia. No es posible, al parecer, pensar racionalmente sin usar una estructura articulada, como la estructura apofántica (predicativa) de la que hablan desde Platón y Aristóteles hasta Kant. Somos presa, dirán Nietzsche y Wittgenstein, del indoeuropeo que hablamos, o que nos habla.

Desde Platón a Kant, pues, todo es Representacionismo. Como decía Heidegger, cuando se interpreta al Ser como Idea o Presencia, el Ser se oculta tras el Ente.
¡Qué feliz coincidencia, que cuando un monje-filósofo japonés decida racionalizar su fe o práctica se encuentre en Europa a filósofos que luchan precisamente contra el representacionismo y la trascendencia metafísica! (En épocas pasadas, usaron el lenguaje de Schopenhauer, por ejemplo)

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En resumen, la aporética de la visión occidental es la aporética del racionalismo metafísico:

-Se contradice, puesto que no puede expresarse sin contradicción: no puede entenderse racionalmente lo Uno absoluto, que sería la forma última de racionalidad.

-Y no salva los fenómenos, las cosas del más acá. Sólo las deja en el limbo de lo aparente.

Veamos ahora la “solución budista”, presente, por lo visto, en dichos tradicionales como “el fuego no quema al fuego”, “el ojo no ve al ojo”: la nihilidad y vacuidad esencial de todas las cosas.

Todo empieza por el descubrimiento de la impermanencia e inconsistencia, la nihilidad radical de todo. Este descubrimiento disuelve la sustancia y la objetividad:

“En el campo de la nihilidad, las cosas dejan de ser objetos y como resultado de ello aparecen como realidades separadas de su representación”.
Pero no hay que entender esa nihilidad tampoco como una cosa (so pena de recaer -o reascender- a la metafísica), sino como el lugar donde las cosas dejan de ser cosas y son lo que son:

“En la vacuidad las cosas vienen a descansar en su fundamento originario”.
Como la autoidentidad es contradictoria, la cosa, en su realidad esencial

“debe incluir una negación total de esa identidad, y con ello, una conversión de la posición de la razón y todo su pensamiento lógico”
Este “y con ello” es, insisto, fatal. Ningún metafísico-racionalista occidental aceptará esa descripción. Pero concedamos que su posición sea aporética, o, cuando menos, inefable.
Junto al Logos es bueno deshacerse del Ser, como carácter último de las cosas. No el Ser, sino la Nada, es el fondo último de los fenómenos:

“El hecho de que el ser sólo es ser al unísono con la vacuidad significa que el ser posee en su fundamento el carácter de una ilusión”.

El punto de vista oriental, frente al metafísico occidental, tiene que rechazar el rechazo de lo múltiple, de lo sensible. La vacuidad aparece en cualquier nivel:

“La nihilidad es algo que puede aparecer detrás de cualquier experiencia en el ámbito de la sensación y de la razón…"
El campo de la nihilidad es el campo de esa dispersión infinita”.
Y, junto con lo anterior, hay que dejar atrás la idea de trascendencia, al menos entendida occidentalmente. Siempre queda alguna manera de salvarla (porque sin ello, quizás ya no hay religión):

“El punto de vista de la nihilidad no es un más allá en el sentido en que normalmente pensamos a Dios o el mundo de las Ideas, como residentes en el más allá. Y, sin embargo, va más allá del punto de vista de la comprensión cotidiana. […] No es simplemente un punto de vista del más acá; es una trascendencia del más acá”
Todo eso no significa que la naturaleza última de las cosas sea completamente incognoscible. Es, en efecto, incognoscible para la razón; pero

“cuando nos transformamos y entramos en el campo de la vacuidad, donde la cosa en sí misma se manifiesta como tal, su realización es susceptible de acontecer”.
Y ¿qué forma de comportarnos con las cosas emana del punto de vista oriental? Aquí la actitud budista recuerda mucho al amor fati de Nietzsche:
“El campo de sunyata [vacuidad] no es otro que el de la gran afirmación.”
Las cosas están bien como están. Los que estamos mal somos nosotros, al no aceptarlas.

¿Qué puede decirse de esto?
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Lo que hay que decir, creo, es que todo este discurso es racional, tanto sintáctica como semánticamente, desde el cabo al rabo. Y no hay (o no se nos ha mostrado) otra manera de decirlo. Aquí se escribe y habla alegremente con una estructura bimembre clásica, se predica en la forma "metafísica" de sustancia - esencia (y accidentes), se jerarquizan los conceptos de acuerdo a géneros y subgéneros, se argumenta con silogismos…

Pero no sólo se usa el Logos, sino que aquello que se dice mediante él es absolutamente inconsistente con ese mismo uso: la esencia de las cosas es que no tienen esencia, el ser de las cosas es que no son ser sino nada (aunque una nada que no es realmente pura nada, aunque tampoco es algo), la naturaleza última de las cosas es que el concepto de naturaleza última no es válido.

Al menos el racionalismo-metafísico habla de un “más allá” del Logos a través del logos, un más allá superlógico, digamos. El monje budista habla de un más allá ilógico, pero para hacerlo no tiene más remedio que recurrir, en todo momento, al logos que, según él mismo, falsea radicalmente la “realidad”, la “naturaleza”, la “esencia”… última de las cosas.

No se nos ha dicho cómo hay que conocer no-racionalmente las cosas, en su “terruño”, prescindiendo de todo término metafísico-racionalista como “esencia”, “naturaleza última” y demás. Ni siquiera las metáforas sirven, porque están hechas con el patrón de la metafísica. Nadie, de momento, ha inventado otras metáforas, otro lenguaje.

¿No sería más honesto callarse? Así lo creen los mejores maestros zen.

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En definitiva, la propuesta del pensamiento más oriental es:

-frente a la metafísica racionalista, un nihilismo irracionalista.
-Frente a la esencia más allá de los fenómenos, el vacío "más acá".
-Frente a la acción de ordenar el mundo de los fenómenos de acuerdo con las esencias, la inacción de dejarse caer en el darse de las cosas.

Todo esto, argumentado en el lenguaje de un heideggerianismo un tanto pobre.

Se dice que Heidegger dijo, después de conocer la obra de un pensador budista japonés, que eso es lo que él llevaba toda su vida queriendo expresar. Felizmente, podría decirse, los monjes budistas han encontrado en Heidegger todos los argumentos que llevaban siglos queriendo encontrar (sin saberlo, quizás).
Podrían usar para sus propósitos también perfectamente a Wittgenstein y su terapia de volver al lenguaje cotidiano, donde las esencias se disuelven en juegos de diferencias sin identidad. O a mil otros autores de esta "época de la Diferencia".
Parece que, en cierto modo, tenía razón Nietzsche al considerar al budismo una religión atea, materialista y hedonista, tardía y decadente.
A los historiadores les gusta señalar que las principales influencias filosóficas le llegaron al budismo de los escépticos griegos. Compáresela con el hinduismo, el que ya conoció Pitágoras, que es un misticismo racionalista. También tenía razón Nietzsche al ver el parentesco entre los filósofos védicos y el platonismo.

Dado que Europa, por su propia dialéctica, atraviesa épocas de nihilismo, ha sido posible una cierta consonancia entre la visión extremo-oriental y la occidental pretendidamente post-metafísica. Pero el nihilismo es, "sólo", el reverso del pensamiento dialéctico. Y el anverso de la Filosofía, del Pensamiento dialéctico (y analógico) es el racionalismo, en el que la realidad última (lo Uno, el Ser puro...) se define como algo más allá del Logos pero no contra el Logos.
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¿Qué pueden enseñar los pensadores más orientales a Europa? Realmente, nada de nada. Ningún pensamiento es propio de oriente o de occidente. De occidente es, quizás, un mayor grado de cuidado en la argumentación y la abstracción, fruto de la veneración por el Logos. Pero ese cuidado lógico puede y debe usarse tanto para el racionalismo como para el nihilismo.

El espíritu oriental, menos venerador del Logos y su articulación necesaria, no ha dado ni podría haber dado un Bach o un Beethoven, un Kant o un Platón, un Tomás de Aquino o un Hans Urs von Balthasar, un Newton o un Einstein. Lo que ha dado, en su lugar, es un bello espíritu ensimismado y repetitivo, que tiende al anonadamiento más que a la lucidez.
Con todo esto, repito, no quiero decir que se intrínseco a cierto “espíritu oriental” algo así como la visión budista, igual que lo sería el racionalismo para el “espíritu occidental”. Todo eso tiene el valor que tiene la “historia”: marginal, anecdótico. Hablar de “pensamiento oriental” es una forma de llamar a cierta manifestación de cierto pensamiento universal, no la forma en que son ciertos espíritus de cierto lugar del planeta.
Seguramente los países orientales conquistarán comercialmente a Europa, pero tendrán que pasar años para que sean, a su vez, plenamente conquistados espiritualmente por sus conquistados. De momento, esa conquista ha acaecido en el ámbito más externo, el de la tecnología. Pero detrás de la tecnología está el pensamiento del Logos, y, tras éste, la Metafísica racionalista de lo Uno. La religión de la Vacuidad no es una alternativa a esa metafísica, sino su otra cara, la que desarrolla la dialéctica del no-ser, la que en Europa representan sofistas, escépticos, y muchos pensadores modernos.

sábado, 5 de junio de 2010

Decisión y Saber, III

¿Qué es más fundamental, más esencial, el Saber o el Querer, el Conocimiento o la Decisión? ¿Qué fué al principio, la Idea (el Logos) o la Acción?
Esto se decide viendo cuál de ellos es más "simple", cuál de ellos puede subsistir sin el otro.

¿De qué podemos prescindir en la idea de Decisión, y de qué en la idea de Idea?

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Un ahorro importante consiste en quitarse de encima la distinción Sujeto - Objeto, en el sentido más amplio de estas palabras. ¿Necesita el Conocimiento esa dualidad? ¿La necesita el Deseo?

Muchos piensan que la mejor manera de argumentar que la Decisión es heterogénea y anterior al saber es hacer ver que todo conocimiento es Representación, y toda representación implica un dualismo insalvable (el desdichado dualismo epistemológico, y cartesiano, que es el padre de todos los problemas sin solución), en tanto el Acto de la Voluntad es indiviso, porque no presupone ninguna realidad externa, sino que, más bien, la crea o produce ella misma en su propio acto.
Es más, si se quiere acabar con el representacionismo teorético, el camino que habría que tomar, según algunos, es, precisamente, intentar reducir el conocimiento a una actividad, a una forma de vida o algo similar.

Así creen todos los que creen que hablar es hacer cosas con palabras, que los problemas con el Significado se resuelven en una teoría causal o de la referencia directa.

Sin embargo todo este argumento es poco concluyente, porque no es más difícil pensar en un Conocimiento sin Sujeto (o, al menos, sin la distinción Sujeto – Objeto) que en una Decisión o actividad sin esa dualidad. Muchas teorías antiguas lo hacían. ¿Por qué es más necesaria una "sustancia pensante" que una sustancia deseante o decidiente? Tan fácil es decir “se piensa” o “se da pensamiento” (en vez de “yo pienso” o “Dios sabe”) como decir “se desea”, “se da deseo” (en vez de “yo deseo” o "Dios quiere").

¿En qué sentido puede ser más indivisible una decisión que un saber? Si la decisión es instantánea, sin tiempo, también, según los intelectualistas (al menos los más místicos) lo es la comprensión. Si es difícil imaginarse lo segundo, no parece que lo sea menos lo primero.

No hay nada en el Mundo de las Ideas que lo haga más complejo que el Mundo de las Actuaciones.

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Pero -volviendo a pensarlo-, ¿no es verdad que el Conocimiento presupone siempre la existencia de algo ya dado, una realidad que él debe captar, o a la que debe adecuarse para convertirse a la verdad, de manera que, por mucha originalidad que queramos suponerle a nuestra “capacidad cognitiva”, siempre habrá que atribuirle una pasividad irreducible? En otras palabras, ¿no es verdad que la Verdad es la aceptación de algo por parte del ser que la alcanza, mientras que la Bondad es el producto de algo por parte del ser que la instituye, que la decide? ¿No es eso lo que, según Kant, le da la prioridad a la "razón práctica" sobre la teórica?

Es cierto que los teólogos se estrujaron los sesos distinguiendo dos maneras de Conocimiento, uno Finito, que sí presupone la realidad dada (las formas reales, las Ideas de la Mente Divina, las Leyes "con las que el buen Dios ha hecho el mundo"...), y otro Infinito o Absoluto, que no presupone sino que produce de la nada sus ideas. Pero ¿no es eso Voluntad, y no Conocimiento, Acción y no Saber?

La Voluntad, al parecer, es pura cuando crea lo que ha de ser, mientras que el Conocimiento es puro sólo cuando re-crea o reproduce o representa lo que es. Esto hace que la Decisión verdadera (o, para que no parezca un juego de palabras, digamos "la Decisión decisiva") sea incalculable.

Esto es todo lo que se me ocurre a favor del Voluntarismo. Ahora, lo que se me ocurre en contra, o, mejor, a favor del Intelectualismo.

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¿Necesita la Decisión, para existir, una realidad previa, una Idea ya dada?, ¿o puede haber Decisión (o, más bien, debe haberla) a partir de la nada, tal como, según el existencialismo, hay existencia sin esencia?

Creo que hay que defender que no hay Decisión alguna si no le precede el Saber, y no sólo como intrumento o consejero, sino como causa y soberano. Es más, una Decisión (una volición, un deseo), aunque en cierto sentido es irreducible a Idea, en un sentido más profundo, es sólo la exteriorización o aparecer de la Idea. No es el Conocimiento una Actividad o conducta, sino que la actividad es una "representación" o Idea:

-Si suponemos que una verdadera y auténtica Decisión debe ser autónoma, heterogénea, irreducible…, más allá de todo lo que se sepa y de cómo son las cosas es del todo ininteligible, para mí al menos, en qué se diferencia una Decisión de un suceso al Azar, qué diferencia hay entre una Acción y una Pasión, entre Autonomía y Aleatoriedad, entre Responsabilidad y Ceguera.

¿Cómo somos capaces de distinguir quién actúa y decide, quién es responsable de sus actos, quién, siquiera, está vivo, de quién simplemente padece y está muerto, si nada en la realidad de las cosas puede determinar una decisión o una acción? La Actividad no se define por sí misma, sino por la Idea. Para saber qué entidad es activa y cuál pasiva, es más, para saber qué es una entidad, es necesario conocer su grado de unidad, de orden, es decir, su Forma (en el sentido más profundo de esta palabra).

La Voluntad, para existir, necesita responder a la Idea de lo Bueno. Sin la Idea de lo Bueno en sí, cualquier deseo es "bueno", es más, cualquier cosa es un deseo.

No basta, por tanto, con decir “hay que saber, y lo más y lo mejor posible, para tomar una decisión o asumir una responsabilidad”. ¿Para qué hay que saber, si eso no determina la decisión, si la decisión puede ser cualquiera, no se mide por cómo responde al saber?


-Además de esto, y lo que es "peor": si la Decisión es, realmente, heterogénea al Saber, no hay saber alguno posible, no puede haber ninguna certeza, ni absoluta ni relativa. Si la Decisión es la que decide lo que ocurre, la que lo causa, la que lo determina, y si la decisión es irracionalizable en último extremo, nada de lo que ocurre puede ser racionalizable, ni cognoscible (si cognoscible significa algo que yo pueda concebir).
Si el Conocimiento es producto de la Voluntad (el Interés, el Deseo...), si los Significados son creados por los Usos y formas de vida, nada es realmente comprensible. A toda afirmación de verdad, debería preceder una toma de dicisión irracional e inescrutable.

No es raro que los hechos no salven, ni digan nada de nada, si Dios es pura Voluntad de Voluntad, y si la Voluntad absoluta "podría haber decidido que lo bueno fuese odiarla". Esto sí que nos lleva del todo a la "inescrutabilidad de (toda y cualquier) referencia".

Y esto, sin embargo, es la esencia del pensamiento moderno, desde Lutero hasta Derrida, pasando por Kant y Nietzsche. Al menos éste fue "consecuente" y reconoció que si la esencia de todo es Voluntad, no hay idea posible alguna ni libertad ni responsabilidad. No fue lo suficientemente consecuente (hubiera sido ya inconsecuente) como para callar y no predicar ídolos futuros. Como todo pensador, "cayó" en la dialéctica, de la que quiso salir, como todo pensador, mediante la analogía.

Pero esa vía, la del Voluntarismo y el irracionalismo, tiene su reverso positivo, el Intelectualismo. A aquella le ha llegado el momento de callar hasta otro tiempo "histórico" que le sea más propicio, y está ya sus estertores, y casi tan muerta como puede estarlo una filosofía, es decir, estando casi completamente viva.

Hoy tenemos derecho a preguntarnos qué es una Decisión, por qué a ciertas cosas se les considera una decisión y a otras no, por qué ciertas cosas nos parecen activas y otras pasivas, a unas vivas y a otras muertas. Y no puede contestarse a nada de esto sin ideas o esencias, y sobre todo sin la Idea de las Ideas, la Idea del Bien, la que está más allá de las esencias, dándoles el ser y la inteligibilidad.

Derrida quiere salvar la responsabilidad, la Justicia más allá del Derecho, ante lo Otro absoluto. Pero ¿qué es más otro absoluto que una piedra? ¿Por qué debo dar hospitalidad a un subsahariano y no, antes, a una piedra? ¿Qué significa Responsabilidad cuando no puede haber, por definición, nada que responder, ni nadie ante quien responder? Porque ¿quién es ese Otro, que es nuestro Juez y Dios, según cree o quiere creer Derrida?
Quien afirme que la Decisión está más allá o al menos es heterogénea a un saber, no puede tener ni idea de la justicia. Dicho en términos “antiguos”: si las cosas valen porque así se decide (si bona quia preacepta) no hay más justicia que el derecho positivo que un monarca establece; pero ¿qué es un monarca?, y ¿qué es establecer?, ¿qué es poder, fuerza…?

Hay que decir que el propio Derrida es muy consciente de la aporética de su teoría:
“…y, por eso, lo que estoy diciendo aquí [el carácter aneconómico e incalculable de la Decisión y la Responsabilidad] soy consciente de ello, entraña un riesgo muy grave”.

Es "consciente" de lo imposible de su teoría o de su decisión, y quiere sostenerla, pese a ello. Pero no basta con eso. Necesita tener razón.

Decisión y Saber, II

Dice Derrida, según vimos:

“…, el saber es indispensable, hay que saber, y lo más y lo mejor posible, para tomar una decisión o asumir una responsabilidad. Pero el momento y la estructura del “hay que”, justamente, así como la decisión responsable son y deben seguir siendo heterogéneos al saber. Una interrupción absoluta, que siempre podemos juzgar “loca”, debe separarlos; de no ser así, el compromiso de una responsabilidad se reduciría a la aplicación y al desarrollo de un programa…”

¿Cómo podremos determinar tal cosa? ¿Cómo concluir si la Decisión es irreducible a Saber, si la Acción es irreducible a Idea, si la Pragmática es irreducible a Semántica, si el Uso es inanalizable como Significado, (ese embrujo contra el que luchó el segundo Wittgenstein)?

Y, desde luego, es muy natural y conveniente pasar de creer en esa heterogeneidad a creer en la superioridad, en la mayor dignidad, y no quedarse en la simple equipolencia o equidistancia: si la Decisión es autónoma, de lo que se trata es de cambiar el mundo, no tanto de comprenderlo, por más que comprenderlo pueda ser una buena herramienta.

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Hay argumentaciones "populares" a favor de la irreducibilidad de la Decisión, como la que dice que en la ciencia no hay lugar para valores, porque ni los fenómenos ni la lógica pueden probar una proposición como “A es bueno”, o “debes querer p”. Las trataré en otros momento. Ahora es preferible fijarse en la forma general o "trascendental" del asunto.

El argumento que da Derrida es que, si la Decisión no fuese heterogénea al Saber, no habría, realmente, Decisión: se trataría de algo mecánico, de la mera aplicación de un programa. Así que, en verdad, no ocurriría nada (pues todo estaría ya escrito), ni habría Libertad (aunque Derrida evita esta palabra) ni Responsabilidad. Pero la “verdad” (en la que Derrida cree o ha tomado la decisión de creer) es que sí pasan cosas, suceden Acontecimientos, y estos no pueden estar previstos: sólo sucede lo imposible. Ésta es la condición de imposibilidad de la que habla a menudo Derrida. (Otras versiones de esto son el imprevisibilismo humeano o el irracionalismo nietzscheano). Y, además -cree o quiere creer Derrida-, de alguna manera hay Responsabilidad, que debe ser incalculable, irracionalizable.

¿Es bueno este argumento? ¿El intelectualismo anula todo hecho y exime de toda responsabilidad porque niega todo devenir, toda espontaneidad, y "todo lo disculpa porque todo lo comprende"?
Evidentemente, en cierto sentido fundamental, es así. El intelectualismo, según el cual todo está escrito en la Mente Divina, y, ni en Dios ni en las criaturas hay acto que no esté sometido al Conocimiento o a la Creencia, tiene que decir que nada sucede (porque lo que deviene no es, sólo lo parece; los fenómenos son ilusiorios, la verdad es inmutable), y que no hay ni responsabilidad ni libertad (menos aún, culpa), porque todos actúan según su mejor criterio;

El intelectualista siempre puede intentar salvar todo eso diciendo que:
- sí sucede algo, sucede la apariencia, lo que, a un nivel relativo, es lo que realmente sucede.
- aunque todo esté escrito, si llamamos libertad a no estar determinado por nada inferior, es decir, por la ignorancia, es más libre quien más sabe, aunque su conducta no sea espontánea, sino justo lo contrario (el voluntarista, según el intelectualista, tiende a confundir la Libertad con la Indeterminación); y si llamamos responsabilidad a la posibilidad de dar respuesta de lo hecho, desligando esto de la idea de Culpa, es decir, de mal querido conscientemente (valga el pleonasmo), es responsable quien es libre.

Claro que el voluntarista puede hacer un movimiento semejante para salvar todo aquello que, como veremos, no parece salvar: que lo que sucede sólo es comprensible mediante conceptos que no suceden o devienen, y que nuestros actos y decisiones son racionales y no “ciegos”…


Pero tanto la estrategia del uno como la del otro, son secundarias respecto de sus tesis fundamentales.

(Es importante, por cierto, notar cómo, igual que el Racionalismo (en ontología) va muy "naturalmente" unido al Intelectualismo moral, paralelamente, el Voluntarismo o Decisionismo es más coherente con un antirracionalismo o fenomenismo ontológico: la “realidad” es lo que ocurre, lo que deviene, lo múltiple, lo diferente…)

El argumento de Derrida (si no hubiese un salto infinito entre Saber y Decidir, la Decisión no sería tal, sino mera aplicación calculable de un programa) es bueno, y sustenta algo que es necesario aceptar. Pero es sólo uno de los lados dialécticos del problema filosófico Entendimiento - Voluntad, o, en términos ontológicos, Idea o Actividad. Hay que pensar más a fondo esta dialéctica.

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¿Cómo puede decidirse o saberse si la Decisión es heterogénea y anterior, por tanto, en "dignidad", al Saber, o es el Saber el que precede necesariamente a toda decisión, determinándola? ¿Cómo decidir si la "esencia" de todo es Voluntad o Conocimiento?
¿A qué criterios se recurre cuando se intenta defender que algo es más básico o fundamental que algo, o al menos que le es heterogéneo?

Aunque normalmente no se hace explícito, el criterio que todo el mundo usa es el criterio racional por excelencia, el de la unidad, el que Quine expresa como “no entidad sin identidad”, de lo que puede deducirse que “una cosa es más real cuanto más identidad o unidad tiene”. Una cosa es, por eso, autónoma e independiente si es auto-idéntica, si se basta a sí misma. Para determinar si fue antes la Decisión o el Conocimiento, si Dios es más bien Voluntad de Voluntad o Conocimiento del Conocimiento, se mira si lo uno o lo otro es (más) indescomponible, inarticulado, simple.

Quien sostiene que la Decisión es irreducible, y anterior al Saber, imagina que, mientras que no podemos imaginar un Saber sin una dicisión o interés previo (buscamos y vemos lo que queremos ver), sí podemos y debemos pensar una decisión pura sin que en ella ninguna certeza forme “parte de la esencia”. Las certezas tienen que ser sólo accidentes, porque si las certezas determinasen la decisión, no habría decisión real (según la entiende el voluntarismo, es decir, como espontaneidad imprevisible).
De igual manera, el intelectualista piensa que podemos representar un Saber sin Deseo, pero no un Deseo sin saber (pero no sólo porque todo deseo presuponga, como medio, un saber, sino porque la propia decisión última en sí misma, sea un modo de saber o idea).

O, en términos ontológicos, el voluntarista cree que al principio era la Acción, siendo el concepto una especie de solidificación de ciertas acciones, convertidas en rutinas quizás. El intelectualista, al contrario, cree que al principio era el Logos, y que una decisión no es más que una idea secundaria, una propiedad –no la esencial- de la Idea: de hecho, la Idea de las Ideas, lo Uno-Bueno en sí, no decide ni actúa, se limita a ser.
¿Cuál de las dos posiciones, siendo las dos, como posiciones dialécticas, verdaderas y necesarias en alguna "medida" o aspecto, es "más" verdadera y esencial? Creo que aquí está en juego toda la concepción de la realidad.

jueves, 3 de junio de 2010

La "fantasía metafísica" y las teorías del significado

En La trenza de tres cabos, Putnam intenta defender (dentro de su programa de una “renovación de la filosofía”, inspirado en el segundo Wittgenstein) un cierto realismo, que no quiere caer en el pragmatismo según el cual la realidad depende de nuestros intereses, (lo que lleva al temible antirrealismo de tipos como Nelson Goodman o Jacques Derrida), pero que quiere, también, dar por muerta la “fantasía metafísica”, según la cual
“hay una totalidad de Formas, o Universales o “propiedades”, fija de una vez y para siempre, y que todo posible significado de una palabra corresponde a una de estas formas…”

Putnam argumenta por qué esa fantasía está irremediablemente disecada:

“Uno de los problemas de la perspectiva tradicional es su consideración ingenua sobre el significado. Tendemos a pensar que el significado de una palabra es una propiedad compartida por todas las cosas denotadas por esa palabra. (…) Tal como planteaba Wittgenstein, hay muchas palabras que podemos utilizar perfectamente bien aunque no exista ninguna propiedad común a todas aquellas cosas a las que se aplica correctamente esa palabra –un ejemplo, que se ha hecho famoso, es la palabra juego”.
¿No hay, entonces, nada idéntico, que sea lo que un término signifique? Obviamente, esto tiene que tener algunas restricciones, si es que no quiere colapsar en el absurdo. Aplazaré este asunto. El siguiente argumento de Putnam dice:
“Otro problema con ese tipo tradicional de realismo es el sencillo supuesto de que existe una totalidad definida de objetos que se pueden clasificar y una totalidad definida de todas las propiedades […] Pero la reflexión sobre la experiencia humana sugiere que ni la forma de toda afirmación de conocimiento ni las maneras en que ellas son respuesta a la realidad vienen fijadas de antemano y de una vez para siempre.”
Cosas como la (bendita) física cuántica, muestran que ninguna ontología establecida es definitiva.

Dejando también para otra ocasión la presunta solución que defiende Putnam, hay,creo yo, un error importante, pero seguramente muy compartido, en esta última objeción a la fantasía metafísica.

Es cierto que la fantasía metafísica cree que hay unas formas absolutas de la realidad, pero (salvo casos de extremo “dogmatismo” que no se me vienen a la cabeza) nadie cree que esas formas nos sean conocidas por ahora (aunque nos acercamos a su perfil, sobre todo en las ideas más estructurales -¿cambiará mucho la lógica, gracias a las mecánicas cuánticas? ¿respecto de qué?-).
Es decir: no creo que ningún metafísico, por muy fantásticamente dogmático que haya sido, haya creído que las Ideas se identifican con los significados de los términos, tal como nos son actualmente conocidos.

Ahora bien, ¿cuál debe ser la teoría de los significados de un “metafísico”?


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Hay varias teorías sobre el problema de los significados y su relación con la realidad.

Muy pocos son capaces de reducir la teoría del significado (la semántica, filosófica) a un binomio, realidad – lenguaje.
Los intentos nominalistas de prescindir de los “sentidos” o intensiones son, como los llamó Armstrong, estrategias de avestruz: no se elimina el problema ontológico sacando a los conceptos no deseados del alcance de los cuantificadores “existenciales” y llevándolos al saco oscuro de los predicados. El mismo Quine reconocía que “no se puede prescindir de los adornos conceptuales”. Si fuese así, ¿para qué necesitaríamos los dichosos términos, más términos que cosas? En otras ocasiones trataré las aporías del naturalismo. Ahora démoslo por refutado, para seguir a Putnam.

Los empiristas naturalistas moderados, menos escrupulosos que Quine, despreocupándose de qué lugar ontológico hay que darle al tercer término, suelen creer en el “clásico” sistema triangular, según el cual los Significantes, que son entidades materiales (y, “por tanto”, reales) se refieren (denotan) a las entidades materiales, pero lo hacen mediante los sentidos o significados (connotaciones).
Del triángulo semántico, el lado que une los vértices del significante y el referente, es el lado “de la realidad”, y los lados que unen los otros vértices es el desgraciado rodeo que los signos tienen que dar para referirse a algo. Sin ese rodeo nunca diríamos algo falso, ni queriendo. Por culpa de ese rodeo, algunos piensan que ni sin querer podemos saber cuándo decimos algo verdadero. Este rodeo introduce la inescrutabilidad de la referencia.

Ese sistema triangular parece encajar como triángulo al dedo de un naturalismo inconsecuente, por tanto, bastante extendido. Ahora, ¿qué tiene que decir ante esto el racionalista o "metafísico"? También este puede mostrarse muy escrupuloso ontológicamente o más blando.

Empezando por la actitud más tolerante: en aras de poder seguir hablando de algo, el metafísico aceptará que no hay semántica sin una relación triádica, pero dirá que la referencia, aquello a lo que remite el signo, no es un objeto material, porque lo material es sólo representación o expresión de lo verdaderamente real. Dirá que el referente de los signos es la esencia, la auténtica naturaleza de algo, pero que no accedemos directamente a ella, sino pasando por esos pathemata tes psikhes de que hablaba Aristóteles, los conceptos o significados.

Por tanto, ni mucho menos necesita el metafísico ser tan fantástico como para creer que los significados de nuestros términos, tal como actualmente los tenemos fijados, equivalen a la última estructura real de la realidad última.
Esto llevaría a la simpleza de creer que basta con mirar un diccionario para conocer la realidad última.

Desde luego, lo que sí tiene que creer el metafísico es que, más allá de los significados que aceptamos, hay, debe haber como referente, una estructura última de la realidad. Pero esto tiene que aceptarlo cualquiera que quiera defender que hay alguna realidad, por muy inescrutable que nos resulte por ahora. Tanto para el metafísico como para el materialista, el estado final de la ciencia o saber (aunque sea sólo un ideal regulativo) tiene que consistir en la correspondencia o igualdad entre la semántica y la ontología.

Eso respecto de un metafísico tolerante (consciente o inconscientemente tolerante), como lo han sido la mayoría. En cambio, el metafísico escrupuloso, que será muy semejante al naturalista escrupuloso (por ser su contrario), encontrará “misteriosos”, y calificará de "seres de las sombras" a esos intermedios que son los significados, los conceptos. Preferiría un mundo en que sólo hay esencias y apariencias, o, a ser posible, sólo esencias. Si se acusa al naturalismo-nominalista de esconder la cabeza bajo el suelo, se podría acusar al sobrenaturalismo de esconder la cabeza en el cielo.

El problema que queda, en todas las versiones, irresuelto, es la relación entre lenguaje y realidad. La solución que propone Putnam en el resto de las conferencias es tan aporética, por lo menos, como las que rechaza, como no podía ser de otra forma. Eso lo discutiré en otra ocasión.

martes, 1 de junio de 2010

Decisión y Saber. I

En uno de los textos en que Jacques Derrida se muestra más racionalista, dice:

“…, el saber es indispensable, hay que saber, y lo más y lo mejor posible, para tomar una decisión o asumir una responsabilidad. Pero el momento y la estructura del “hay que”, justamente, así como la decisión responsable son y deben seguir siendo heterogéneos al saber. Una interrupción absoluta, que siempre podemos juzgar “loca”, debe separarlos; de no ser así, el compromiso de una responsabilidad se reduciría a la aplicación y al desarrollo de un programa…”

Es interesante, porque Derrida, que juega a considerar “hiperracionalismo” su estrategia, la deconstrucción, y no tiene problemas en dejarse llamar filósofo trascendental (la deconstrucción es la justicia, y no es deconstruible, como la voluntad de poder no era devenible, según Nietzsche), se acerca cuanto puede al racionalismo o intelectualismo, pero para preservar esa “heterogeneidad”, que resulta ser infinita (todo lo infinita que puede ser, sin caer en la “metafísica”).

Así que la Decisión es irreducible y, en cierto modo, “anterior” en dignidad a todo saber. Esto es lo que identificamos como una, si no LA característica de la Filosofía Moderna: la Voluntad es superior al (y, por supuesto, independiente del) Intelecto; los valores son irreducibles a teoría (no-cognitivismo); el Uso es anterior al Significado...

El conocimiento es importante, desde luego, como lo es el consejero del rey (sea experto en finanzas o en el arte de la guerra) o sea, como medio. Pero la decisión la toma la voluntad absoluta, sin ser determinada por ninguna idea ni saber. Porque sobre qué hay que decidir, qué es bueno como fin, qué es absolutamente digno de ser deseado, no hay ciencia ni expertos.
Si no estás de acuerdo en alguna versión de esto, o eres parte del pasado reciente... o eres parte del cercano futuro. Derrida sólo expresa, una vez más, lo mismo que viene repitiéndose desde el Voluntarismo nominalista: el sino filosófico de la burguesía.

¿Es eso un “descubrimiento” de la filosofía no-antigua, trans-griega, protestante? ¿Es una decisión, la decisión moderna (y de sus estertores)?

Nietzsche dijo que el consenso de los sabios en que la vida es una enfermedad sólo prueba que todos los sabios estaban enfermos. Podríamos decir, entonces, que el consenso de todos los modernos en que al principio fue la decisión, sólo es una prueba de que todos ellos han tomado, decididamente, esa decisión. Pero, no: diré, más bien, que el consenso de los modernos en que la decisión es heterogénea a todo saber y creencia, sólo prueba que todos ellos comparten esa creencia, esa teoría filosófica, esa vía dialéctica, irrefutable cuanto lo es toda filosofía, y equivocada, todo lo equivocada que puede ser una teoría filosófica, o sea, sin dejar de ser verdadera.

Las antípodas del texto de Derrida son, por ejemplo, estas palabras de Eckhart (a quien las voces vulgares intentan hacer pasar por nihilista):

“Pero yo digo que el entendimiento es más noble que la voluntad. La voluntad toma a Dios bajo la vestimenta de la bondad. El entendimiento toma a Dios desnudo, tal como se halla despojado de la bondad y del ser. La bondad es una vestimenta por debajo de la cual Dios se halla escondido, y la voluntad toma a Dios bajo esa vestimenta de la bondad.” (Sermón Quasi stella matutina)

Donde pone ‘Dios’ puede ponerse ‘lo Otro’, la ‘Naturaleza’ o lo que se prefiera.

Habría que plantear la cuestión así: ¿es la realidad más bien Idea o más bien Acción? O, en términos “psicológico-trascendentales”: ¿es el Conocimiento, o es la Voluntad (la Decisión) la que mejor refleja la realidad, la que nos hace más reales? O, en términos “físico-trascendentales”: ¿es la Naturaleza más bien Signo, o más bien conducta? ¿Eidos o energeia? ¿Intelecto o Voluntad? ¿Lenguaje o Comportamiento?

Y, para eso, deberíamos plantearnos, una vez más (y no han sido muchas) qué es Idea, qué es Acción… qué es Conocimiento, qué es Voluntad…

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Aquí surge una tentación muy fuerte de decir:

“si te lo planteas en esos términos, ya has llevado todo al terreno del conocimiento, de la Idea, del Lenguaje; es previsible que salgan malparadas la Voluntad, la Acción, la Conducta. Pero eso –sigue diciendo el pensador de la sospecha- sólo prueba que ya has tomado esa decisión, aunque (para más ironía en un intelectualista) sin ser consciente de ellos”.

Que esto parezca una buena objeción sólo es una muestra más del dominio absoluto que tiene la teoría voluntarista.

Pero, claro, esa pega es reversible:

“Si lo llevas al terreno de la decisión –se le podría contestar- y rechazas discutirlo… eso sólo prueba que… crees que es así como debe hacerse, que tienes la creencia de que la decisión es independiente de la creencia, y esa creencia tuya es lo que causa tu decisión de no discutirlo”.

Aunque esta réplica lucha contra los tiempos, es buena, y debes aceptarla (puedes hacerlo, si tienes la firme decisión).

Tenemos legitimidad para discutirlo como cuestión de ideas o ideologías, considerando al voluntarismo una ideología, una teoría filosófica; como ideas lo expone el propio voluntarista, nuestra otra media naranja. También podría exponerlo como decisión, pero lo que discutimos es si esa sería una forma más “auténtica” de hacerlo.
Si hay otro “lugar” irreducible al discurso, si hay algo como vivir sin pensar, pero que no se puede argumentar, no lo sabemos. Por definición, eso está completamente fuera de la argumentación.

Discutamos, pues, racionalmente si la Decisión es heterogénea al Saber, y hasta, por eso mismo, anterior (más básica, más antigua…) que cualquier Saber. En principio, podría argumentarse que sí. Pero también que no.