sábado, 28 de diciembre de 2019

Notas a Platón, I


Lo que sigue son fragmentos de las notas que vengo escribiendo como partes de un comentario sistemático a los textos de Platón. Los publico aquí para propiciar la ocasión de que el amable lector tenga observaciones que hacerles, de modo que puedan ser algo mejores o algo menos malos. La redacción es completamente provisional y, en varios lugares, incompleta, y faltan varias referencias. Esta entrada contiene ideas introductorias.

La pregunta principal en los textos de Platón

La pregunta primera en los escritos de Platón, la que domina de principio a fin, y subyace a los demás asuntos que se discute en ellos, es la pregunta acerca de cómo hemos de vivir, o, más correctamente, qué es o en qué consiste una vida buena o “feliz” (cómo hemos de entender esta palabra en Platón lo discutiremos en su lugar).

Esa pregunta se enuncia de diversas maneras en diversos lugares. Aparece con especial insistencia en Gorgias y en República: “Acerca de lo más grande es nuestra investigación, de la vida buena y de la mala” (τοῦ μεγιστου ἥ σκέψις, ἀγαθοῦ τε βίου καὶ κακοῦ) (República, 578c). “¿Crees que es pequeño asunto el que has tomado, pero no la norma de conducta de la vida, conduciéndonos según la cual cada uno de nosotros podamos más sin limitaciones vivir la vida?” (República, 344d). “Esta es, Calicles, la más bella de todas las investigaciones…: cómo tiene que ser el hombre y a qué se debe dedicar y hasta qué punto, cuando es viejo y cuando es joven” (Gorgias, 487e-488a). “Nuestras razones versan sobre lo que cualquier hombre considerará más serio, por poca inteligencia que tenga: de qué modo hay que vivir” (ὅντινα χρὴ τρόπον ζῆν) (Gorgias, 500c). “Pues esto acerca de lo que discutimos no es asunto menor, sino, seguramente, de esos acerca de los que el saber es lo más bello y la ignorancia lo más vergonzoso, pues lo capital de ellos es conocer o ignorar quién es feliz y quién no lo es” (ἢ γιγνώσκειν ἢ ἀγνοεῖν ὅστις τε εὐδαίμων ἐστὶν καὶ ὅστις μή. Gorgias, 472c-d).
Por eso, la mayor sabiduría es la que responde a esa pregunta, y el sabio, “el que posee el saber de las cosas justas, bellas y buenas” (τὸν δὲ δικαίων τε καὶ καλῶν καὶ ἀγαθῶν ἐπιστήμας ἔχοντα, Fedro, 276c). “¿Puedes decir algo más grande que lo justo y lo bello y lo bueno y lo conveniente?” (Alcibíades I, 118a)  “Con mucho, la más grande y más bella sabiduría es la que versa sobre la ordenación de Estados y casas, cuyo nombre es sensatez y justicia”. (Banquete, 209a). ¿Cuál es ese más sublime conocimiento?, pregunta Glaucón a Sócrates. Y este responde: que la idea de lo bueno (τοῦ ἀγαθοῦ ἰδέα) es el mayor conocimiento (μέγιστον μάθημα), muchas veces me lo has oído” (República, 505a).

Aunque en los diálogos posteriores no hay manifestaciones tan enfáticas de esa pregunta y del carácter superior de ese saber, el carácter superior de esa pregunta no es nunca puesto en cuestión, sino que sigue siendo el fundamento último de toda la especulación platónica. Timeo, que es presentado como alguien que ha alcanzado la cima del saber teórico y político, enseñará que el cosmos ha sido producido por la Inteligencia con la mayor bondad y con la vista puesta en que todo fuese lo más semejante posible a lo perfecto mismo. Y los que son seguramente los dos últimos diálogos de Platón, Filebo y Leyes, nos quedan como la última palabra suya acerca de cuál es la mejor vida que uno puede llevar y cuál es el mejor de los órdenes políticos sensatamente realizables en que uno puede vivir. Se puede, pues, decir, que toda la especulación filosófica, incluso en sus momentos más teoréticos y menos aparentemente “prácticos”, permanece siempre esencialmente ligada e incluso tiene como fondo, la cuestión de cómo hemos de vivir o qué hombre es feliz.

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Pero la pregunta acerca de cómo hemos de vivir y quién es feliz, conduce de manera inmediata, ya en los primeros textos de Platón, a la pregunta acerca de qué es la “virtud” (τί ἐστιν ἡ ἀρετή;), esto es, qué es aquello en que o por lo que es buena una cosa, qué es la bondad o el valor de algo (también este, como los demás términos, será discutido a lo largo de este comentario).

Aunque la pregunta “¿qué es la virtud?” solo es formulada de manera explícita y central en un diálogo, el Menón, en diversas formas se plantea, o está latente al menos, en varios de los otros diálogos. En algunos de ellos adopta la forma de la pregunta por una virtud específica o una “parte” de la virtud: qué es la valentía (en Laques, donde se dice expresamente que esta es solo una forma específica de preguntar por la virtud), qué es la moderación (en Cármides), y, por último, el diálogo que sintetiza toda la pregunta y ofrece una respuesta sistemática, esto es, República, tiene como pregunta central la que se refiere a la que es, en cierto modo que veremos, la virtud central o completa, la Justicia (tal como entiende Platón esta cualidad).

Otros diálogos, discuten preguntas relacionadas con aquella, que son reconocidas como formas secundarias suyas y tienen como último objeto iluminarla: si la virtud es toda una y de qué modo lo sería, si es enseñable, y quiénes serían sus maestros, si lo son quienes son tomados o se toman a sí mismos por tales.

Nuevamente, estas preguntas están de modo menos explícito en algunas de las obras tardías de Platón, que se adentran en reflexiones más puramente ontológicas y epistemológicas, pero nada indica que hayan perdido su preeminencia, sino al contrario.

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Lo original de la pregunta de Platón

Pero esta pregunta, qué es la virtud, tras su quizás aparente sencillez u obviedad, es del todo peculiar, y ni fue explícitamente formulada antes en la filosofía, ni, en cierto modo (y por escandaloso que suene), volverá a serlo después de Platón. ¿Qué tiene de peculiar?

La pregunta fundamental de la filosofía de Platón no es (como podría suponerse de acuerdo con cierto tópico llamado “platonismo”) una pregunta pura o meramente teorética: no es la pregunta acerca de qué es real y qué aparente (menos aún: por qué existe algo en vez de nada); ni es la pregunta por el criterio del conocimiento auténtico; ni siquiera es la pregunta de qué el hombre. Todas esas preguntas son necesarias (de manera especialmente directa esa última, en la forma del imperativo del conócete a ti mismo), pero todas ellas están subordinadas a la pregunta por qué es una vida buena y qué es, por eso, la virtud.

Apenas hay un texto de Platón en que se trate aislada y eminentemente del ser, del conocimiento o de algún otro asunto que no sea aquel de la vida buena y la virtud, exceptuando, a lo más, el Parménides (que es un texto excepcional en muchos sentidos) y el Crátilo. Fedro trata, entre otras cosas y quizás principalmente, de cómo debe hablarse y escribirse, con la vista puesta en la auténtica educación, esto es, en la educación en lo bueno, lo justo y lo bello. Los otros diálogos donde se discute un asunto más puramente teorético, de la época tardía en la producción de Platón, forman parte de todos más amplios, en los que están presentes de forma esencial los asuntos del valor. Teeteto (sobre el conocimiento) y El Sofista (sobre la dialéctica, y del ser y el no-ser) son capítulos de la trilogía (o tetralogía) que concluye (o queda abierta) con El Político. Timeo, que es el diálogo cosmológico, es inseparable de la política, de lo que se enseña en República, según veremos. El único asunto que podría parecernos escapar a lo dicho es el de lo bello, al que Platón dedica algunos diálogos y numerosos lugares en toda su obra. Pero la cualidad o valor de lo bello, en Platón, guarda una relación de fuerte afinidad (y conflicto) con el valor supremo de lo bueno.

El “interés” de la filosofía es la verdad. Pero ¿qué verdad?, ¿la verdad de qué? Toda la verdad y nada más que la verdad; la verdad de todo. Ahora bien, para Platón (como para la inmensa mayoría de los filósofos, en esto) el todo de la verdad no es una colección de verdades inconexas, sino un orden o, más bien, un organismo, con una verdad superior, una cabeza (o un corazón). ¿Cuál es el objeto por excelencia del conocimiento? No lo es el conocimiento mismo, ni lo es el ser: ni uno ni otro son lo más digno de ser conocido ni de ser, si están desprovistos de valor o virtud o bien.

¿Es, entonces, la de Platón, una filosofía eminentemente práctica, orientada a la acción, según sostienen algunos que fue en general la filosofía antigua (ver P. Hadot)? ¿Es una filosofía para la vida, un enseñar a vivir, y a morir? Pues bien, la pregunta acerca de qué es la virtud, si no es una pregunta “pura” o meramente teorética, tampoco es la pregunta “pura” o eminentemente práctica, que podríamos formular así: “¿qué debo hacer?”, “¿cómo debo actuar?” Esta última pregunta sí pide, más que una descripción de cómo son o qué son las cosas, una prescripción de cómo hemos de actuar; y esa pregunta verdaderamente práctica no solo no necesita sino quizás incluso excluya la consideración teórica de qué es la virtud, qué es el bien: así van a sostener los más aguerridos campeones de la preeminencia de la voluntad (o del deseo): al principio fue la acción (o la pulsión), y todo lo demás, especialmente el conocimiento, es, en el mejor de los casos, instrumental, si no más bien perjudicial para esa voluntad (o ese deseo).

No, la pregunta platónica tampoco es la pregunta eminentemente práctica. Desde luego, el conocimiento, incluso el más contemplativo y poco “práctico”, es, como todo lo que “hacemos”, una especie de acción. Pero hay que tener cuidado de no suponer, con ello, que la acción es el género o la categoría sumos, la forma eminente del ser o de la realidad, de la cual las demás serían casos. De manera semejante a como decimos, con toda naturalidad, que la filosofía es una actividad (entre otras), podríamos decir (aunque esto suena mucho menos natural para nosotros, modernos y, por tanto, prácticos) que toda actividad es un género de conocimiento o representación (o, según otra categoría trascendental más, un género de producción o creación).

La pregunta fundamental no es ni la pregunta meramente teorética ni la exclusivamente práctica o ética (o ético-política), sino una pregunta que sintetiza o, más bien, está antes de, ambas cosas, conocimiento y acción, ser y valor. Toda la filosofía de Platón se genera a partir de esa matriz. Y es precisamente en esto en lo que reside el esencial valor, y el principal interés para nosotros, de la filosofía Platón.

La pregunta esencial, qué es la virtud (τί ἐστιν ἡ ἀρετή;), debe ser analizada en sus términos: 

  • “Qué es” (τί ἐστιν) es la forma de la pregunta teorética por excelencia, la que busca el qué, la definición, la esencia, la realidad de algo, según es dado a un conocimiento que podemos llamar racional. Es la pregunta del conocimiento puro, del conocimiento por el conocimiento. Convierte cualquier pregunta por el cómo o los efectos de algo en la pregunta por el qué de ese algo. Platón insiste en rechazar o considerar secundaria cualquier pregunta que tenga otra forma, cualquier pregunta por el cómo o por las consecuencias de que algo sea lo-que-es. 
  • “Virtud” es el término para expresar de la forma más general el concepto de bien o valor. La pregunta por el qué-es supone que hay una realidad y un conocimiento de lo bueno, del valor. Si eso no existe, o no es cognoscible, y la pregunta por el qué-es de la virtud no tiene respuesta, entonces toda posibilidad de responder a la pregunta de cómo hemos de vivir se desmoronaría.

Que esta pregunta es exigente lo demuestra la dificultad con que se encuentra a menudo Sócrates para formularla: En Menón no consigue evitar que su joven interlocutor se empeñe en discutir otra que Sócrates considera posterior: si la virtud es enseñable. También en República los interlocutores se Obstinan en conducir la pregunta por el qué de la justicia a la forma de si el justo es feliz, y también en este caso Sócrates propone rectificar y volver a la pregunta en su forma esencial: qué es la justicia, para solo después deducir si el justo es feliz.

La pregunta “¿qué es la virtud?”, forma en que la filosofía que se encuentra en los textos de Platón depura el problema de cómo hemos vivir, plantea radicalmente el problema filosófico fundamental de la relación entre conocimiento y acción, ser y bien, realidad y valor. ¿Qué tiene la prioridad última, el ser o realidad sobre el bien o valor, el conocimiento sobre la acción, el saber sobre el querer, o la acción y la voluntad “fue antes” que el conocimiento, el valor funda al conocimiento? El problema al que conduce todo el pensamiento de Platón es el problema de la axiología primera o última, es decir, al fundamento de toda la realidad “y” toda acción.

Lo esencial de la pregunta que se encuentra en los textos de Platón es que el ser humano no puede vivir, no puede hacer nada auténtico (no puede auténticamente hacer, en vez de padecer), sin conocimiento, sin el conocimiento de lo que es bueno y de lo que, por tanto, debe hacer. Usando la moderna distinción entre saber-qué y saber-cómo, podría decirse que, si acaso los animales (y quizás también los hombres, cuando aún no habían abandonado el suelo natal o probado el árbol del conocimiento, que es siempre el conocimiento del bien y del mal) “saben” (y sabían) cómo vivir sin saber qué es vivir, a nosotros, sujetos reflexivos, eso nos está vedado. El hombre necesita una vida de conocimiento porque necesita un conocimiento de la vida.

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La pregunta fundamental de la filosofía, según los textos de Platón, pone en disputa dialéctica lo teorético con lo práctico: por una parte, da por supuesto que la virtud o bondad sea una cosa, algo con esencia y, por ello, algo definible comprensible, cognoscible. También implica, tácitamente, que el conocimiento es fundamental para el valor, para sus expresiones, como, seguramente de forma fundamental, la acción. Por otra parte, puesto que el contenido o “materia” de la pregunta esencial es lo bueno o el valor, la pregunta implica que el propio conocimiento y el propio ser deben ser fundados en lo bueno y el valor. El mejor conocimiento es el conocimiento de lo mejor.

¿No es entonces una filosofía que gira en torno a una pregunta que no es la primera filosóficamente? Pues, tal como éticamente la virtud tiene que quererse por sí misma, teoréticamente debería ser fundamental el conocimiento por el conocimiento, y no por su rentabilidad práctica o vital. Algunos han dicho, en efecto, que la filosofía no tiene que tener o incluso no puede tener nada de “edificante” ni de receta de vida. Pero ¿es el objeto de la filosofía lo meramente teorético? La filosofía es teoría, pero el objeto de la teoría puede ser el valor. La pregunta fundamental es abordada desde el lado teorético. No podría ser de otra manera. La ético-política no puede formular preguntas, sino imperativos. Pero que sea la filosofía quien aborda la verdad de lo bueno no significa que el conocimiento sea el fundamento del bien. Una cosa es que busquemos el conocimiento de lo mejor, e incluso que lo mejor implique el conocimiento de ello, y otra es que el conocimiento sea, en sí y por sí, lo mejor. Lo mismo ocurre con el ser y el bien.

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Puede considerarse a la pregunta fundamental de los textos de Platón, la pregunta más alta que el pensamiento puede y tiene que hacerse.

Aristóteles, en sus escritos metafísicos, llamará filosofía primera a la especulación acerca de los principios y las causas de todo ser, y, en otra definición, a la teoría del ser en cuanto ser y las propiedades que en cuanto tal le corresponden. Podría parecer, pues, que la teorética es lo superior. Sin embargo, Aristóteles dice, en su Ética a Nicómaco, que la ética o la política es el saber principal. El dios, la sustancia primera en el orden real de las causas, es a la vez conocimiento de conocimiento y objeto de amor (lo que mueve como lo que es amado). En Aristóteles, el acto y el conocimiento siguen íntimamente relacionados, aunque ya la acción no acepta la reducción socrático-platónica a conocimiento. Esta prioridad de lo ético se manifiesta en que, entre las causas, la principal es la final.

Cuál es la relación entre el conocimiento y la voluntad, entre el ser y el bien, es el problema principal de las disputas teológico-filosóficas de lo que se llama Edad Media, esto es, de la Edad Temprana de Europa. La cuestión se planteó de varias formas, pero quizás eminentemente como la disputa acerca de si en Dios tiene la prioridad el conocimiento o la voluntad. Duns Scoto y otros sostuvieron que la voluntad es superior a la inteligencia. La llamada Edad Moderna de Europa ha estado dominada por el voluntarismo, con pocas excepciones. El ejemplar de este pensamiento es, primero, Kant. Kant comprende que la más alta división de la razón es la que hay entre el uso teórico y el uso práctico.
Paradójicamente, pero con toda lógica, cuando la filosofía se hace más pragmatista, se hace más teórica, mientras que allí donde confía más en la teoría es donde se pregunta por la virtud o el bien. Pues allí donde domina una concepción pragmatista de la existencia, precisamente está excluido que el conocimiento tenga ningún poder directivo sobre la voluntad y la acción, y entonces la teoría pura se queda en pura teoría.

lunes, 28 de enero de 2019

Heráclito. Un comentario filosófico, III. Algunos fragmentos de la parte teológica


Algunos fragmentos de la parte dedicada a la teofilosofía de Heráclito en mi libro Heráclito. Un comentario filosófico, Ápeiron, 2018:


Dios y el hombre (y el mono)

El pensamiento alcanza su último estadio en el intento de pensar la ra­zón común que todo lo rige, en su forma sustancial, individual, personal: εἶναι γὰρ ἓν τὸ σοφόν, ἐπίστασθαι γνώμην, ὁτέη ἐκυβέρνησε πάντα διὰ πάντων (41) Uno es lo sabio, conocer la inteligencia que lo gobierna todo a través de todo. Pero si los hombres, o los muchos, pasan su vida ignorando la razón común y viviendo un sueño particular, esto afectará de manera especial a ese último paso. Incluso para los mejores, aquí se en­cuentra el pensamiento más difícil o inalcanzable, en el que puede produ­cirse la “mayor muerte”. Más que nunca, ahora hay que olvidarse de toda pseudo-comprensión. No podemos especular “a la buena de Dios” acerca de los asuntos más altos. μὴ εἰκῆ τῶν μεγίστων συμβαλλώμεθα (47) No hagamos conjeturas a la ventura sobre las cosas superiores. La distancia entre la comprensión humana y el dios nos la dice una serie de fragmentos que adoptan la forma de comparación entre lo humano y lo divino, o, más compleja y mediadamente, la comparación entre la comparación entre lo humano y lo divino y la comparación entre el hombre y alguien menos que humano pero lo más semejante posible al hombre.
No puede ocultársenos la esencial modulación que el discurso adopta aquí, especialmente respecto de la primitiva comparación del libro (que en principio debía ser equivalente) entre nuestro conocimiento y la razón común. Allí, aunque en un primer momento los hombres, o más bien enseguida los otros hombres o los muchos, vivían ignorando la razón, esta se muestra ante nuestros ojos en todo, si no tenemos almas bárbaras. Sin embargo, ahora el metadiscurso sobre el dios nos dice algo muy diferente: son todos los hombres, es el hombre como tal, el que no tiene, por su naturaleza, conocimiento, en tanto el dios sí lo tiene:
ἦθος γὰρ ἀνθρώπειον μὲν οὐκ ἔχει γνώμας, θεῖον δὲ ἔχει (78)
La raza humana no tiene comprensión, la divina la tiene.
Explicar este cambio, desde el discurso sobre la razón común al dis­curso sobre Dios, equivale a explicar la relación que para Heráclito existe entre el comienzo de la filosofía, la logología, y el final de ella, la teolo­gía. Y, lejos de resultar que, después de todo el camino, la comprensión del hombre se haya perfeccionado, parece haberse hecho radicalmente deficiente. Como si, al fin y al cabo, la última verdad fuese, en efecto, la docta ignorancia. Para describir esta distancia entre el hombre y el dios, Heráclito recurre, decíamos, a una analogía, a un tercer término o un “tercer hombre”: el mono:
De entre los monos, el más bello se vuelve feo comparado con los hombres (82). De entre los hombres, el más sabio ante dios parece un mono, tanto en sabiduría como en belleza y en todo lo demás (83).
El término píthēkos, simio, mono, es del todo significativo, pues, si hemos visto que Heráclito usa sistemáticamente de la comparación con los animales (los domésticos) para describir a los muchos de entre los hombres, nunca había usado al mono. El mono solo aparece en el con­texto teológico, y no para iluminar la naturaleza de los muchos, sino la de todos los hombres, incluidos los más sabios. Evidentemente este uso tiene su fundamento en que el mono es, entre los animales, el más similar al hombre, como hecho a imagen y semejanza del hombre. Donde hay mayor cercanía (lo hemos visto varias veces), allí es donde más se esconde y se manifiesta la diferencia. Tal como no tenía sentido, antes, comparar a los muchos con los monos, pues allí se trataba de indicar una diferencia evidente a través de una solo leve semejanza (que el buey o el cerdo se parecen al hombre solo un ignorante, uno de esos que se dedican solo a saciarse, un “bestia”, lo creería), así ahora no tendría sentido comparar al hombre más que con lo más cercano, pues incluso un filósofo podría plantearse la cuestión de la cercanía entre el hombre y el mono, como la que se plantea entre el hombre y el dios. El mono, pues, sirve para indicar la radical diferencia en la mayor semejanza. Tan feo e ignorante como es un mono comparado con el hombre (fealdad e ignorancia que queda en evidencia precisamente por su semejanza, pues nada hay más deforme que lo que está cerca de alcanzar la forma pero no lo logra) así el hombre es feo e ignorante comparado con lo divino.
(…)


El lenguaje dialéctico-analógico acerca de lo divino

Solo hay distancia entre las cosas que están en relación, y solo hay una distancia esencial, sabemos, en las cosas que están más cercanas, es decir, que son la una por y para la otra. La distancia de los hombres para con lo divino es significativa solo porque lo divino no es algo ajeno a los hombres, ni, en otro sentido, los hombres son algo ajeno a lo divino. Aquello que es el centro de sentido, el sentido último, en el pensamiento y la vida de los hombres, no nos es dado de manera inmediata, sino como necesidad casi imposible.
Tal como en la escatología, aquí hay que apelar a una actitud radical­mente separada de la normalidad, a algo casi impensable. Aquí, más que en ningún lugar:
ἐὰν μὴ ἔλπηθαι ἀνέλπιστον οὐκ ἐξευρήσει, ἀνεξερεύνητον ἐὸν καὶ ἄπορον (18)
Si no espera lo inesperado no encontrará, inescrutable como es y sin ca­mino.
Reparemos en que todos los elementos de esta sentencia son nega­tivos. Heráclito usa a lo largo de ella las diferentes formas de negar en griego: me, ou(k), a(n)-, lo que he mantenido en la traducción como he podido. Como si de la más arcaica pieza de teofilosofía negativa se tratase, la sentencia nos muestra que el movimiento que tiene que hacer la mente en su búsqueda de la comprensión última, es un movimiento de negación de lo dado como natural o normal. Es también un movimiento paradóji­co y de asunción de la paradoja: esperar lo inesperado (élpēthai anélpiston) para encontrar lo inescrutable o inhallable (exeurḗsei anexereúnēton: Heráclito usa la paronomasia de esto dos verbos diferentes), y lo sin-paso, lo aporético (áporon). Aparentemente una (doble) pura contradicción (desde que se lo espera, ya no es inesperado; si puede y debe ser encon­trado, no es inencontrable) pero, en verdad, una “tautología” (solo tiene sentido esperar lo inesperado, lo que no se espera ni se sabe que vaya a darse), aunque una tautología ajena al pensamiento natural, una tautolo­gía dialéctica, absolutamente sintética o llena de contenido. Ese otro modo psicológico necesario para que la imposible compren­sión humana de lo divino tenga lugar, también se llama confianza o fe: pístis.
ἀπιστίηι διαγυγγάνει μὴ γιγνώσκεσθαι (86)
Por falta de confianza escapan de ser conocidas.
Si esta cita es auténtica (y no hay razones para pensar que no lo es), ¿hay aquí una “teoría de la fe”? Espera de lo inesperado, confianza en lo que escapa de ser conocido… parecen las modalidades de la creencia reli­giosa, es decir, de la negación de la autonomía de la razón. Sabemos que Platón va a llamar pístis a la creencia que no alcanza a ser razón sino que depende siempre de la imagen y lo contingente. Por eso los “poetas” son expulsados de la polis, y solo se admite a ciertos mitos, como educación para almas inmaduras, pero dentro siempre de lo que Kant llamará los límites de la razón. Sin embargo, la actitud de Platón ante la religiosidad es más compleja que eso: la propia República, recordábamos más arriba, acaba en un mito, el del viaje de las almas. Y allí donde se recuerda un mito, Platón le suele hacer decir a Sócrates (o recuerda que Sócrates dijo) que esos misterios son difíciles de interpretar y no conviene profanarlos. El propio Platón nos advierte, en su Carta VII, de que en ningún mo­mento nos ha dado alimento sólido, y que todo cuanto ha escrito es de Sócrates joven o rejuvenecido, porque no sabríamos entender, salvo que en nosotros mismos hubiera ya prendido, tras mucho trato con el autén­tico problema, la llama de la comprensión. Esa comprensión está más allá de la simple dicotomía entre “mito” y “razón” con la que se presenta el texto que Platón nos da. En cierto modo, pues, también Platón nos encomienda la espera de lo inesperado para encontrar lo inhallable. Pero tanto en él como en Heráclito no hay razones para aceptar una limitación esencial de la razón humana, falta que sería colmada por otro medio, venido desde arriba, que se llamaría fe o confianza. Desde luego, puede decirse en cierto modo que el conocimiento es un “don” divino (aunque seguramente no un don que la divinidad podría dejar de hacer), pero ello no exige ninguna renuncia o reducción de la razón. Al contrario, la espera y la confianza de las que nos habla Heráclito apelan a nuestro más pleno uso de aquello que somos, un ejemplar y parte de la razón común, aun­que ese uso permanece fuera de los caminos cotidianos de la mayoría de los hombres. Las modalidades epistemológicas de la espera y la confianza no son aquí, pues, teológicas, sino propiamente filosóficas.

(…)

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El texto fundamental de la metateología heraclítea y uno de los aforis­mos que considero centrales en la teología misma es este:
ἓν τὸ σοφὸν μοῦνον λέγεσθαι οὐκ ἐθέλει καὶ ἐθέλει Ζηνὸς ὄνομα (32)
Uno, lo sabio único, ser llamado no quiere y quiere con el nombre de Zeus.

Detengámonos un tiempo en leer esta sentencia.
Se ha señalado que Heráclito usa aquí el antiguo genitivo de Zeus, Zēnós, en lugar del más corriente Diós. Algunos proponen como explica­ción que Zēnós comporta la resonancia (según una popular etimología) del concepto de vida, Zên: el texto nos diría, entonces, que lo único sabio, esto es, la razón universal que todo lo rige y dirige, no quiere y quiere que se le identifique (únicamente) con la vida, y ello porque ese nombre estaría excluyendo a la muerte, que es parte también o aspecto esencial de la realidad. Efectivamente, el dios de Heráclito “es” también muerte, “muere” en cierto sentido o se manifiesta como muerte. Sin embargo, creo que esta lectura es menos rica de lo posible, si no direc­tamente errónea. Sería errónea si tenemos en cuenta que, como hemos visto en alguna ocasión y veremos al final, al principio o sustancia de todo no le afectan los contrarios, y tampoco propiamente la muerte, pues es fuego siempre-viviente. Pero tal vez esto sería acomodable en esa explicación. Suponiendo, entonces, que tal lectura fuese posible, sería en todo caso solo parte del significado de la frase, y hemos de preguntarnos sobre todo por qué “lo uno, sabio único”, no quiere y quiere llamarse con el nombre de Zeus, esto es, con el nombre propio del dios principal. En ese no querer y querer llamarse Zeus reside el peso central de esta sen­tencia, que señala las simultáneas correspondencia y no correspondencia de los términos “uno, único sabio” y “Zeus” (o Zeus-vida). Y eso puede interpretarse de diversas maneras o en diversos grados.
Puede interpretarse desde la polémica entre mitógrafos y filósofos: aunque la razón común que todo lo rige y dirige quiere llamarse Zeus porque de alguna manera se corresponde con lo que los hombres lla­man Zeus, a la vez la razón rechazaría las connotaciones antropomórficas que ese nombre tiene. Pronto vamos a ver cómo Heráclito ataca también los ritos y mitos. Ya Jenófanes (que parece estar presente a menudo en el pensamiento de Heráclito) había dicho que el dios no es como se lo representan los hombres, y dos siglos después Aristóteles nos advertirá de que, aunque los mitos tratan de lo mismo que la filosofía, los poetas mienten mucho, pintando a la divinidad como celosa de su conocimien­to. Heráclito sería un ejemplo más de este reproche que el filósofo tiene que hacerle al mito.
Sin embargo, tampoco esta interpretación me parece que agote el sig­nificado profundo del texto. Hay otra posible lectura que, sin ser aje­na a esa, es de hecho en cierto modo y paradójicamente su contraria, y presenta, acerca de la relación entre filosofía y Dios, un pensamiento radicalmente más complejo y más coherente con los otros momentos del pensamiento de Heráclito. Veámoslo.
Si los filósofos reprochan a los teólogos que se figuren a la razón y el ser (esto es, a lo que merecería propiamente el nombre de divino) a seme­janza de nosotros mismos, los teólogos por su parte acusan a los filósofos de tratar solo con ideas carentes de vida y de poder. Uno no puede arro­dillarse ante el “Dios de los filósofos”. La filosofía sería el terreno de lo abstracto y general, mientras que la religiosidad y su teología se ocuparían de lo absoluto en cuanto ser personal, con el que se puede hablar e inte­ractuar. Y, en efecto, los objetos protagonistas de la religiosidad son nom­bres propios, personajes “históricos” y “hechos” plenamente localizados. El filósofo está limitado al terreno de los conceptos o nombres comunes, válidos para todo caso y para ninguno, y no accede al nombre propio de las cosas, ejemplarmente al nombre propio del individuo por excelencia. Por eso para muchos teólogos modernos el teísmo filosófico al que han recurrido tantos teólogos en el pasado es una total confusión, y la muerte o final de la metafísica es una gran noticia. Dios no es “lo que es”, como equivocadamente se tradujo a Moisés (en realidad, Yahvé habla ahí en pri­mera persona y para un pueblo concreto: “dile al pueblo de Israel: quien soy me ha enviado a vosotros”, Éxodo, 3, 14), ni, por supuesto, es Dios al­guna de las propiedades trascendentales del ser, como la verdad o el bien. Es más, a Dios hay que concebirlo sin el ser, dice heideggerianamente Jean-Luc Marion. La “muerte de Dios” es solo la muerte del “ídolo” de la metafísica, y la apertura a recibir el don del Dios vivo de la fe, a rescatar al dios judío bajo la ganga del racionalismo griego. Aunque las teologías ortodoxas se oponen a esa radical desmetafisización de lo divino, también ellas desde siempre sostienen (como no pueden dejar de sostener sin dejar de ser teología) que aquella diferencia entre lo abstracto-impersonal y lo concreto-personal, es la diferencia entre filosofía y teología. Y es eso lo que justificaría que la primera sea sierva de la segunda.

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Ello hace, por cierto, infinitamente más difícil el ateísmo, porque ahora este no será asunto de la metafísica o la filosofía en general, sino de la propia religiosidad. Como ha sostenido R. Dworkin respecto de la ética (y respecto de la propia teología, como caso análogo), la concepción metarreligiosa negativa es interna a la teología. La negación filosófica de Dios, en cuanto es externa a la teología, es tan estéril como la negación del sonido desde la visión o la negación de la belleza desde fuera del arte (por ejemplo desde la filosofía), pues a la religiosidad le pertenece su pro­pia normatividad y su propia sensibilidad (el sensus fidei). La filosofía no puede pretenderse juez supremo de otros ámbitos de vivencia y actividad humanas. La verdad de la filosofía, la verdad racional, incumbe solo a las verdades que se limitan a ese campo, no a lo que las trascienden. La verdad religiosa incumbe a la religiosidad.
Aquí encontramos, seguramente, el punto esencial de la dialéctica en­tre fe y razón. Pues la fe religiosa cree que sabe una verdad incuestionable, pero el precio que paga es saberla solo como “revelación”, es decir, como creencia o dogma, como algo venido de fuera del sujeto, algo dado a lo que solo cabe reverenciar “ciegamente”, pues el sujeto humano no puede dar soporte o garantía de lo absoluto en ningún hecho (un Libro, por ejemplo). Por su parte la filosofía, por ser mera razón humana, no puede afirmar ninguna verdad definitiva, incluso solo sabe que no sabe nada, pero ese amor al saber, ese no saber o apenas saber, le es absolutamen­te propio. El teólogo racionalista (es decir, el no-fideísta) quiere acabar entendiendo aquello que le “ha sido dado” creer. El filósofo, por su par­te, sueña con una iluminación o intuición incuestionable de la verdad. Ambas intenciones se consumarían solo en el punto en el que convergen creencia y saber. Pero si queremos unir ambas búsquedas tenemos que pensar un modo de indagación que de la fe excluye todo dogmatismo, todo fetiche, toda creencia que se perpetúa como tal; y de la filosofía excluye toda limitación de la razón, todo reduccionismo, todo escepti­cismo: porque, efectivamente, es muchas veces la propia filosofía la que afirma unos estrechos límites para la razón. La comprensión de la razón absoluta es, en Heráclito, “solo” espera y confianza, pero completamente racionales: una “fe racional”, diríamos con Kant pero contra Kant, es decir, no limitada a ser postulado moral.

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Volviendo a nuestro asunto central, decíamos que la teología reclama tener a su cuidado al dios vivo y, por tanto, susceptible de ser nombrado con un nombre propio, en tanto la filosofía parece tratar con meras abs­tracciones. Según eso, podemos leer la sentencia de Heráclito diciendo que aquello que es el objeto máximo de la filosofía (la razón común siem­pre existente, lo uno, único sabio, el fuego siempre-viviente) no quiere y quiere identificarse con el nombre propio de lo que la religiosidad consi­dera su objeto o sujeto primero y último. Lo universal quiere y no quiere ser plenamente individual, llamarse con nombre propio.
Desde luego, en cierto sentido es injusta esa acusación contra la filo­sofía. Los mayores filósofos han insistido a menudo en el carácter com­pletamente individual y personal de la sustancia principal. Ahora bien, es indudable también que ningún filósofo ha utilizado un nombre propio para su dios, como para ningún otro de sus objetos. Los nombres propios pertenecen a la historia. Lo más concreto e individual solo es llamado en la filosofía con nombres comunes. Ni el motor inmóvil que se piensa a sí mismo y mueve como lo que es amado, ni las ideas-inteligencias y la idea de las ideas, ni la sustancia absoluta, son nombres propios. Ni siquiera “Dios”, usado por los filósofos, es un nombre propio, como no lo es la Luna, aunque coincide que solo hay un satélite de la Tierra. Por cierto, tampoco Heráclito es aquí el nombre propio de una persona, sino el nombre para una teoría posible. Esta es verdaderamente la cuestión: es cuestión del nombre, y en su forma suprema del nombre propio de lo absoluto. ¿Es posible llamarle por su nombre? ¿Puede y tiene la filosofía que usar el nombre propio? ¿Por qué no lo usa?
Preguntémonos, de camino, si podríamos traducir el nombre ‘Zeus’ a nuestra(s) lenguas y leer la sentencia de Heráclito como “lo uno, único sabio, no quiere y quiere llamarse con el nombre de Dios”. ‘Dios’ es, en efecto, un nombre en cierto modo propio, sin haber dejado de ser un nombre común (solo se distingue por la mayúscula. Pero también las ideas, tales como el Bien, la Verdad, la Belleza…, piden mayúsculas). ‘Dios’ es el nombre común con el que se nombra a un ser único (de ma­nera semejante a lo que ocurre en la metafísica monista con el término ‘Ser’, pero también del modo en que algunos grupos humanos o pueblos se llaman a sí mismos con un término que en realidad tiene un sentido general, como “las personas”). ‘Dios’ se constituyó en nombre propio mediante su conversión en un singulare tantum, aunque solo en uno de sus usos. Así que, aunque el nombre propio ‘Dios’ no equivale al nombre propio ‘Zeus’, siguiendo nuestro criterio hermenéutico de buscar aquello mismo de lo que diferentes épocas y nombres discuten y nuestra tesis de que los filósofos no usan los nombres en el sentido restringido que les da el lenguaje cotidiano en el que viven sino que los usan para pensar ideas principales, podríamos creer que Heráclito piensa con ‘Zeus’ fundamentalmente lo mismo que nosotros pensamos con ‘Dios’. Con todo, cabría no traducir ‘Zeus’ por ‘Dios’ porque no se suele traducir los nom­bres propios (no es que no sea posible, según se dice a menudo: los nom­bres propios, si existen, están en lugar de entes que, por individuales que sean, tienen una esencia y, por tanto, una definición, de la que el nombre propio es un signo unitario. Así, podemos decir que ese ser individual al que los griegos llaman Zeus es el mismo que el que nosotros llamamos Dios, aunque unos y otros lo concibamos de maneras relativamente di­ferentes).
Ahora bien, la cosa es algo más compleja, porque ‘Dios’, por sus propias peculiaridades, quiere o parece que quiere ser un nombre propio de lo universal y no solo de una entidad individual y concreta. Dios, según cierto tópico, habría resultado de la síntesis del dios hebreo y del concepto primero de la metafísica griega (de la metafísica simpliciter), y llevaría en su seno esa irreducible dualidad. Ningún dios anterior habría aspirado a tanto, pues lo más que otros dioses alcanzaron (incluido Yahvé, y, desde luego, Zeus) es el henoteísmo, no el perfecto monoteísmo, y menos aún aspiraron a sintetizar en su nombre el concepto más universal de todos. Según eso, podríamos interpretar así la sentencia de Heráclito: lo uno, único sabio, no quiere y quiere llamarse con el nombre de un dios que no alcanza la plena síntesis de lo absolutamente universal y lo plenamente individual. Si Heráclito hubiese tenido a mano el concepto cristiano de Dios, quizá se habría abstenido de hacer una afirmación semejante, y hubiera dicho: “lo uno, único sabio, quiere llamarse con el nombre de Dios”. Es más, desde esta hipótesis podría decirse que Heráclito anticipó y contribuyó a crear ese nombre (también Jenófanes y cuantos desde la primera época filosófica hablaron del singular abstracto ho theós).
Sin embargo, no creo que esa sea aún la lectura adecuada de la sentencia de Heráclito. Aunque él hubiera contado con el nombre ‘Dios’, habría seguido diciendo que lo uno único sabio no quiere y quiere llamarse con ese nombre. De hecho, creo que Heráclito sublima el nombre de Zeus hasta convertirlo en el nombre de un dios prácticamente único, y, por otra parte, dudo que la religiosidad cristiana tenga que aceptar que su Dios es la síntesis de un dios y un concepto metafísico, y es del todo falso, desde luego, que los filósofos griegos desconociesen la idea de un dios personal superior e incluso único: no hay que esperar al Dios judeo-cristiano para conocer la síntesis dialéctica del concepto más universal y el ser primero, es decir, para la ontoteología. De modo que me parece que el Zeus de Heráclito es esencialmente equivalente al uso más normal de ‘Dios’. La razón última por la que la sentencia de Heráclito no puede ser modificada es que, según él, lo que ocurre es que la realidad no quiere y quiere tener nombre propio. Lo que la sentencia de Heráclito plantea, a mi juicio, es la dialéctica entre el nombre común y el nombre propio, o, en otros términos, entre la esencia y la sustancia. Toda cosa se escinde, ante el pensamiento, en dos aspectos. Por un lado está la cosa en sus ras­gos: su esencia. Por otro, la cosa en sí misma, en su pura unidad y aseidad: la sustancia. La proposición de Heráclito pone en relación la esencia (ser lo uno y único sabio) con el nombre propio de la sustancia absoluta, o Dios. Es el caso primero o paradigmático.
¿Puede el lenguaje referirse a la cosa en sí misma, especialmente a la cosa de todas las cosas, al individuo plenamente individual? Hay tres po­sibles actitudes ante esto, como las había en la escatología y en los demás lugares del sistema. Según la primera, podemos hablar literalmente de lo divino, referirnos a ello tal como nuestro lenguaje, mediante el nom­bre, se referiría diáfanamente a la cosa. Esta es la forma en que habla la teología afirmativa convencional y popular. En verdad, pocas veces se da esta concepción en su forma más cruda, que equivale a lo que en episte­mología se conoce como realismo ingenuo, esto es, a la creencia en que nuestros conceptos y nuestras palabras refieren directamente a la realidad. Habitualmente, sobre todo si media alguna reflexión acerca del propio lenguaje teológico, se admite algún grado de inadecuación de nuestro lenguaje para referirnos al ser absoluto. Pero en todo discurso teológico afirmativo está latente el “peligro” de creer que se habla de lo divino como se habla de la historia o de la naturaleza, de manera literal.
Según la segunda posición, al contrario, no hay discurso posible acer­ca de lo divino. Cuanto pretendemos decir o pensar de Dios es com­pletamente equívoco, pues todo concepto y toda palabra humanos son radicalmente inconmensurables con lo absoluto, con lo completamente Otro respecto de toda naturaleza y toda cosa dada en general. Esto, sostie­nen algunos, valdría en cierto modo para toda realidad, pues toda cosa es realmente inaccesible en su particularidad última, de ninguna cosa puede decirse el nombre absolutamente propio: no hay conocimiento directo de la sustancia, dijo Aristóteles, ella es un “esto”, tóde ti; no hay nombres propiamente propios, ha dicho el “positivismo lógico”. Otros, en cambio, creen que la inescrutabilidad e inefabilidad afecta solo a Dios, y ese es precisamente su signo frente al mundo.
Oponiéndose tanto al univocismo como al equivocismo, el analogis­mo, o, más bien, la concepción dialéctico-analógica, congrega los dos movimientos del pensamiento y el lenguaje del hombre, el positivo y el negativo, la vía catafática y la apofática, que afectan a toda realidad pero encuentran su aplicación eminente en el caso de la relación entre el hom­bre y lo divino, entre lenguaje finito y realidad absoluta. El literalismo o univocismo es una falsa vía afirmativa, pues oculta la distancia entre el concepto o la palabra y la cosa a la que se refiere. Es fetichismo. El equivo­cismo iconoclasta es, al contrario, una falsa teología negativa, pues oculta aquello de lo que se habla, prohibiendo hablar de ello. Heráclito rechaza tanto la literalidad como el silencio: el señor cuyo oráculo es el que está en Delfos, ni se dice ni se oculta sino que se señala. Zeus no es, pues, un nombre propio entre otros, sino el nombre pro­piamente propio, el único que tiene como referencia a un individuo que a la vez lo es todo, es decir, que contiene en la más pura unidad la ma­yor diferencia, la totalidad completa, lo que era la marca de la realidad, como sabemos desde el capítulo ontológico. Solo existe una sustancia tan absolutamente universal como concreta, y el lenguaje no quiere y a la vez quiere nombrarla. A su imagen y semejanza, también cada individuo humano no quiere y quiere tener un nombre, porque ningún nombre accede literalmente al sujeto-sustancia, a la unicidad y existencia de uno, pero tampoco el lenguaje queda irremediablemente separado de decir lo que uno es. Aunque en el caso de los hombres, seres finitos, el nombre propio no es tan radicalmente aporético como en el caso de aquel ser que es a la vez todo el ser. La letra mata al espíritu, pero no hay espíritu que no se exprese en la letra. Solo con la consciencia de la dialéctica y analogía de la realidad y el pensamiento se puede pensar y hablar de lo real en sí y ser real uno mismo.
Volviendo, entonces, a la disputa entre teología y filosofía, la teofilo­sofía de Heráclito querría estar más allá tanto de la filosofía abstracta, que se resiste a usar el nombre propio siquiera como analogía, mito, discurso esotérico, y por eso parece tratar solo con momias conceptuales, como de la teología concreta o histórica, que al contrario, sería el intento de tratar con lo divino por su nombre propio, sea para afirmarlo o para negarlo, y por eso estaría siempre yendo de la Escila de la idolatría o fanatismo afir­mativo a la Caribdis del fanatismo negativo o inescrutabilismo. Se puede decir que la teofilosofía de Heráclito es racionalista si somos capaces de dar a este término todo el sentido que, según hemos visto a lo largo de este comentario, le da Heráclito a la razón, y que es algo muy diferente de la razón “ilustrada”, es decir, la razón adialéctica y ananalógica. Se trata, sí, de mantener a la religión dentro de los límites de la razón, pero, a la vez, de liberar a la razón de los límites del mito o relato, es decir, también y sobre todo (porque es lo más inconsciente) del mito de toda concepción naturalista o “histórica”. Una razón que, por una parte, no niega su ac­ceso a lo nouménico, es decir, a sí misma, pero que, a la vez, comprende que entre lo relativo y lo absoluto hay una relación de mediación, irredu­cible tanto a la referencia directa como a la separación y negación de toda relación cognitiva. Solo en este sentido de “racionalista” Heráclito es un auténtico defensor del logos frente al mito. La oposición de mito y logos es, en efecto, pertinente, pero más compleja que en el tópico (es decir, en el mito histórico). El mito es la ingenuidad de querer hacer explícito y literal lo que solo puede entenderse dialéctica y analógicamente. Solo la otra cara de esa misma ingenuidad del mito es la razón naturalista, la ciencia como mito, que va unida a una ocultación de lo divino incluso allí donde se lo quiere salvar: en la teología del silencio y la radical equivoci­dad. La teofilosofía, de Heráclito pero también de Platón (y de Pitágoras, si Heráclito le malentendió), es la superación de ambas formas del mito. Pero precisamente por eso, la teofilosofía le da un sentido completamente nuevo al “mito”. Ni los “mitos” de Platón ni el lenguaje mítico de Herá­clito (y Pitágoras) se dejan reducir ni a religión ni a ciencia: son filosofía de lo divino, es decir, pensamiento dialéctico y analógico de la razón común, sustancia y sujeto, que todo lo rige y todo lo juzga.
Vivimos en una época en que luchan la secularización ilustrada y un retorno postsecular de lo religioso. En esa lucha, algunos dan por buena la caracterización tópica de mito y logos, trasladada a términos modernos. Pocos reivindican una razón no ilustrada, una razón dialéctico-analógica, que pueda superar la falsa diferencia y buscar una diferencia más profun­da. Heráclito puede darnos algo a pensar en este contexto.