jueves, 17 de octubre de 2013

Ser, perfección y analogía. El pensamiento tomista (el olvido de la analogía del ser, IV)

Aristóteles superó el matematicismo o univocismo en metafísica mediante el concepto de analogía: el ser no es un género, sino algo que desborda a lo genérico-específico por arriba y por abajo. Pero Aristóteles no analizó a fondo esa noción, ni la usó todo lo sistemática y perspicuamente que se podría. El tomismo, esa escuela que mantiene y alimenta el fuego del grandioso sistema de Tomás de Aquino, lleva a cabo un progreso significativo en la comprensión del concepto de analogía. En ese movimiento, Tomás avanza hacia Platón, aunque no logra (o no pretende) desprenderse de todo su aristotelismo.

La idea fundamental del tomismo dice que el ser (esse) es una idea o noción trascendental, o, más bien, el arquetipo de todas las ideas trascendentales, y plenitud de toda cosa, perfección de todas las perfecciones, actualidad o realidad de toda realidad. (Como en otros casos, también aquí la interpretación heideggeriana, que pretende “reducir” el ser tomista a la mera “presencia” del ente y denunciar su olvido del Ser, está desencaminada. Dejaremos para otra ocasión la comparación de ambos pensamientos).

¿Qué quiere decir el tomismo cuando dice que la noción de ser es trascendental? Una noción trascendental en el sentido tomista (no en el sentido kantiano) es una noción que lo impregna todo, tanto en extensión como en intensión. La universalidad de la noción trascendental no solo no es inversamente proporcional a su particularidad, sino al contrario, cuanto más universal, más plenamente está también en lo particular. La idea trascendental sintetiza ambas cosas: máxima universalidad y máxima concreción. Es, en cierto sentido, pues, lo opuesto a una idea abstracta o meramente extensa o genérica, como las que son objeto de la matemática y la lógica. La metafísica tiene por objeto ideas trascendentales, no abstracciones.

Aunque, como dirá Hegel, el concepto más básico e inmediato con el que se encuentra la inteligencia en el camino de la reflexión, es el concepto de ser, cosa, algo… (pero Tomás no habría dicho que eso es lo mismo que la nada, pues Tomás no es (tan) “dialéctico”), los sucesivos pasos de la reflexión son paulatinas profundizaciones en el concepto de ser o realidad, porque nada hay más perfecto, primero y último, que ser.

“Hoc quod dico esse est inter omnia perfectissimum” “Esto que llamo ser es lo más perfecto entre todas las cosas” (Tomás de Aquino De pontentia, q. 7, a. 2, ad 9)

Obsérvese, como se ha hecho notar, la infrecuente primera persona del singular del texto medieval, lo que denota que Tomás tiene consciencia de su originalidad en este punto. El esse de Tomás no puede compararse con ningún concepto general de ser, ni tampoco con la “existencia” entendida al modo de Aristóteles, menos aún a la manera de las filosofías modernas, existencialistas o no. Se compara respecto de todas las cosas como Acto o Perfección o Realidad, porque nada tiene realidad sino en la medida en que es:

“Ipsum esse est perfectissimum omnium, comparatur enim ad omnia ut actus; nihil enim habet actualitatem, nisi in quantum est” (Summa theologiae, I, q. 4, a. 1, ad 3)

No solo es lo más universal, es también lo más íntimo de cada cosa, más íntimo que aquellas mismas cualidades por las que se determina cada cosa:

“Esse autem est magis intimum cuilibet rei quam ea per quae esse determinatur” In II sentent. Dist. 1, q. 1, art. 4, solutio)

Pero, obviamente, la idea trascendental del ser es un problema. De hecho, es ese carácter “dialéctico” de la idea trascendental el que hace de la metafísica algo “difícil”, totalmente paradójico y completamente diferente a las (otras) ciencias, sobre todo a las más “formales” o abstractas o “matemáticas”, que es con las que más cabe la tentación de confundirla. La “solución” a esta paradoja de lo trascendental será la noción de analogía. La idea de ser es analógica.

Recordemos, antes de pasar a esa solución, el planteamiento del problema, en palabras de uno de los varios tomistas excelentes de los últimos cincuenta años:

“La participación en el plano del ser constituye el problema metafísico por excelencia, porque afecta precisamente al objeto formal de la metafísica. ¿Cuándo se plantea el problema? Cada vez que se plantean simultáneamente diferentes datos cuyo vínculo no se percibe. El problema queda resuelto tan pronto como se descubre el principio de su unión. Ahora bien: el ser manifiesta propiedades que parecen incompatibles en un mismo sujeto. Por eso constituye dificultad. En primer lugar, el ser tiene el carácter de absoluto: no se opone a nada, y, por consiguiente, lo penetra y envuelve todo (…) Pero, al mismo tiempo, el ser manifiesta relatividad, puesto que lo real está fraccionado en unidades múltiples, todas las cuales pertenecen al ser. (…) Los datos del problema están, pues, firmemente establecidos: el valor de ser es absoluto y hay seres subsistentes; en otros términos, la participación en el ser es un hecho innegable. Pero ¿cómo comprender que lo absoluto pueda unirse a lo relativo, que la unidad del ser no se pierda en la multiplicidad de los seres? (…) La dificultad está en conservar simultáneamente no solo la unidad fundamental del orden, sino también la subsistencia de sus múltiples elementos. (…) El problema de lo uno y lo múltiple, de lo absoluto y de lo relativo, de la participación en el plano del ser, es el problema fundamental de la metafísica”. (Louis de Raeymaeker, Filosofía del ser. Ensayo de síntesis metafísica, Gredos, Madrid, 1956, pg 47 y ss)

Ahora intentemos comprender la solución. La solución es, como en Aristóteles, el carácter analógico del ser. Pero ¿qué significa esto, para el tomismo? Solo superficialmente significa lo mismo que para Aristóteles.

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Para precisar en qué sentido usan el término, los tomistas distinguen diversos sentidos (análogos) de la noción de analogía, solo uno de ellos totalmente adecuado para la metafísica:

Hablan de analogía de atribución o de proporción para ejemplos como el de Aristóteles: la salud no se dice en el mismo sentido de la comida sana que del cuerpo sano o del síntoma de salud. Como sabemos, Aristóteles usa insistentemente este ejemplo para referirse a la manera en que el ser se dice, ni unívoca ni equívocamente, de las diversas categorías. No decimos ser de la misma manera cuando lo decimos de un caballo particular, que es una entidad primera (o sea, algo que ni se da en otra cosa ni se predica de otra cosa), que cuando lo decimos de una cantidad (de tres metros), una cualidad (blanco), etc. Ser se dice, principalmente, de la entidad, y solo por relación a ella se dice de las otras “cosas”, ya sea porque la cualifican, o porque “son camino a ella”… Aristóteles no explica qué relación es esa que salva la unidad de la noción de ser sin hundirse en la equivocidad. Es un hecho que hay esta heterogeneidad de modos de ser, siendo uno el principal. Para el tomismo, esta no es la noción más profunda de analogía del ser. En cierto modo, ni siquiera es propiamente una analogía del sentido del término (“salud” significa lo mismo de una categoría a otra), sino un desplazamiento de funciones de la palabra. Luego volveremos a esto.

Un segundo tipo de analogía es la metáfora, o analogía de proporcionalidad impropia, como cuando decimos que el león es el rey de la selva. Aunque (a diferencia del tipo anterior) aquí sí hay una variación del sentido del término, tampoco se trata de un concepto metafísicamente importante: todo el mundo sabe que es impropio atribuir cualidades políticas a un león. Se trata de una comparación ilustrativa, retórica. Por supuesto, aquí hay un amplio terreno para la discusión. Los nietzscheanos y deconstruccionistas han identificado el concepto tradicional de ser, y al lenguaje en general, con “un ejército de metáforas en movimiento”. Pero para la metafísica tomista es básico distinguir una mera metáfora, donde tenemos consciencia de que hacemos una comparación, que siempre podría (en principio) resolverse mediante descripciones univocistas (al menos este es el postulado de toda ciencia, la univocidad), de una auténtica analogía del concepto, donde la variación del significado es irreducible.

La analogía propiamente dicha, entonces, la que interesa al filósofo, es aquella en que la misma noción se dice de diferentes modos no equívocos, es decir, que no puede aplicarse unívocamente, ni es reducible a paráfrasis unívocas. Es la única que no se basa en una abstracción, porque pretende salvar tanto la universalidad como la mayor concreción e incluso individualidad. Ahora bien, ¿qué relación es esta? Tomás de Aquino utiliza para ella un término: Participación. Y la caracteriza como una proporción entre lo absoluto y lo relativo: una propiedad es participada de modo absoluto por la entidad que se identifica esencialmente con esa propiedad, y es participada de manera relativa (según “el más y el menos”, en “grado” diverso pero no absoluto) por otras entidades. El calor, por ejemplo, está en su grado absoluto en el fuego (en el sol…) y en grados diversos en las cosas calientes. De la misma manera, el ser está en grado absoluto en el ser perfecto y en grados relativos en todas las entidades reales. Pero el propio calor, el propio ser…, está tanto en lo absoluto como en lo relativo. En esto consiste la analogía tomista.

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Desde este sistema tomista puede hacerse una crítica, certera a mi juicio, de la concepción de Aristóteles. En verdad, Aristóteles no piensa a fondo esa noción central de su metafísica. Se topa con su necesidad, y la usa, de una manera tosca, apenas en el momento más abstracto de su aporética. Y, una vez que ha distinguido las categorías y ha identificado al sentido más propio del ser con la usía o entidad o sustancia, no se plantea qué relación puede ser esa, que no es ni unívoca ni equívoca. (Esto es lo que ocurre, por otra parte, con todo concepto fundamental de un pensador).

Además, el concepto que de la analogía se hace Aristóteles, es solo el de atribución, del que se puede decir que ni siquiera es auténtica analogía, es decir, variación irreducible del significado, sino más bien heterogeneidad de usos. Ese concepto aristotélico estaría más cerca de las categorías del Lenguaje de la Filosofía logicista. En este caso no se podría hablar de participación: ¿acaso cabe decir que el aparato cuantificador-referencial es el modo absoluto del lenguaje, y el aparato predicativo lo participaría relativamente?

Pero lo más grave, desde el punto de vista tomista, es que Aristóteles mantiene la analogía solo en el ámbito abstracto de las categorías y ni siquiera se plantea la posibilidad de que haya que buscarla o contemplarla en el interior del orden de las entidades reales o primeras (usiai). Las sustancias aristotélicas son múltiples de manera unívoca. Una piedra es tan sustancia como un caballo, una persona o el dios. La dependencia ontológica entre las diversas sustancias no es una dependencia en cuanto a su ser. Ninguna sustancia da el ser a otra, ninguna depende ontológicamente de otra. Las entidades móviles dependen, sí, de una entidad inmóvil, pero solo en cuanto a su movimiento. Es su movimiento el que queda explicado, no su ser. La pluralidad y el orden sustancial del ser quedan injustificados. En este sentido, la Metafísica de Aristóteles permanece unida a la Física. Obviamente, esto tiene que ver con que Aristóteles no se plantee realmente la cuestión “¿por qué algo en vez de nada?”. Aristóteles no ha llegado a una verdadera consideración del ser. Para ir más allá de su comprensión del ser, necesitamos entender la Analogía como Participación.

No obstante, esa crítica a Aristóteles no resulta tan certera cuando se tiene en cuenta otro de los modos en que, según el Estagirita, el ser se dice de varias maneras, a saber, según la distinción entre enérgeia y dýnamis, en acto y en potencia, y que será precisamente la herramienta conceptual a partir de la cual Tomás llegará a su noción de Participación. La forma en que decimos ser en acto y ser en potencia es analógica. Y resulta que el orden de las entidades se forma según ese dúo. Dios es aquello que está plenamente en acto, y las demás entidades, son mezcla de acto y potencia. Con todo, parece cierto que Aristóteles no llega a pensar (y es dudoso que, de haberlo pensado, lo hubiese aceptado) que existan propiamente “grados” de ser, que la existencia sea a la esencia o talidad lo que el acto es a la potencia, que Dios sea más ser o entidad que las criaturas, por ejemplo (curiosamente, sí usa la expresión, “más entidad” para referirse a las entidades primeras, es decir, las individuales, respecto de los universales). A este nivel, parece que se queda en la univocidad de la entidad, y el dúo acto – potencia no afectaría plenamente al ser, a la existencia.

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La profunda y sutil idea de analogia entis ha tenido que andarse siempre distinguiendo de confusiones muy cercanas. Estas distinciones son utilísimas para precisar la concepción tomista.

Primero, tiene que distinguirse del univocismo de Duns Scoto y sus discípulos. Los escotistas apelan a un concepto sumamente abstracto de “ser”, indiferente a sus diversos modos, y que es el sentido en que utilizamos el término en las inferencias lógicas, las cuales requerirían total univocidad de una premisa a otra. La crítica tomista a esta noción es clara: ese concepto escotista de ser indiferente es un concepto puramente abstracto, completamente vacío, meramente “lógico”, inaceptable para la metafísica. El concepto de ser no es un concepto abstracto sino, decíamos, trascendental, es decir, repitámoslo, que no solo expresa la mayor universalidad sino también la mayor concreción e individualidad. El escotismo se ve obligado a decir que cada modo concreto de ser no es formalmente ser sino solo materialmente (materialiter tantum). Pero esto empobrece radicalmente el concepto de ser. Es imposible descontar de la auténtica idea de ser, sus modos. Hacerlo colocaría a los modos fuera del ser, en la nada o no-ser. La abstracción no sirve en metafísica. Esto es lo que hace tan “difícil” el pensamiento metafísico: no puede dejarse tentar por la mera lógica, que divide y separa, que abstrae. El ser tiene que ser tanto lo más universal como lo más concreto, a la vez.

También es interesante, más aún en cierto sentido, la discrepancia con los suarecianos. Suárez acepta la analogía del ser, pero la reserva solo para las esencias, no para el ser, porque piensa que el ser es indiferente a sus diversos modos. Al dejar fuera precisamente al ser, Suárez no puede entender al ser como perfección de todas las perfecciones.

El tomismo va más allá de todas esas posiciones, que, en el fondo, son “esencialistas” y “logicistas”, hacia una concepción plenamente “existencialista”, en un sentido mucho más profundo que el del existencialismo-subjetivismo moderno. El ser o existencia (si entendemos este término en toda su profundidad, es decir, expresando el hecho de que la cosa sea, sin más –ni menos-) es la perfección o plenitud de realidad, que se da en todos los seres, pero de manera “participada”. 

Una importante consecuencia de este orden de ser es que hay, en toda entidad, una diferencia real entre esencia o talidad y ser, es decir, entre el qué-es y el que-es. Pero qué-es o cómo-sea cada cosa es simplemente el resultado o la expresión de en qué medida es. Es decir, las cualidades de cada cosa tienen como trasfondo real el modo y medida en que participan del ser pleno. No quiere decir eso que existan esencias separadas del ser, como si fueran sustancias: la distinción entre el qué-es una cosa y su ser es una distinción conceptual pero completamente real. Es lo que hace que el ser sea múltiple sin dejar de ser uno. Al menos, eso es lo que pretende el tomismo.

El tomismo recupera, así, el concepto de Participación, que Aristóteles consideró un simple mitologema que no explicaba nada, al menos aplicado a la relación entre las Ideas y las cosas naturales. Este concepto de participación, que Tomás va usando más frecuente y significativamente cuanto más madura su pensamiento, ha causado siempre desazón en el tomismo, porque es, evidentemente, una noción platónica y difícilmente inteligible en el aristotelismo. Tomás utiliza esta noción en su “cuarta vía” para demostrar la existencia de Dios, la de los grados de ser, una vía completamente ajena, en su espíritu, a las otras cuatro, ortodoxamente aristotélicas y basadas en la causación eficiente o final. En uno de los muchos textos en que se refiere a esa participación sustancial dice, por ejemplo:
“Ya se ha demostrado anteriormente (…) que Dios es esencialmente el ser subsistente, y asimismo se ha probado que el ser subsistente no puede ser más que uno, así como si la blancura fuese subsistente, no podría ser más que una sola, pues se hace múltiple en razón de los sujetos en que se recibe. En consecuencia, es necesario que todas las cosas, fuera de dios, no sean su ser, sino que participen del ser; por tanto, que son más o menos perfectos en razón de esta diversa participación, tienen que tener por causa un primer ser, que es perfectísimo. Por eso dijo Platón que antes de toda multitud hay que poner la unidad, y Aristóteles afirmó en el II de la Metaph. que lo que es máximamente ente y máximamente verdadero, es la causa de todo ente y de todo lo verdadero, como lo que es sumamente cálido es causa de todo lo cálido” (Summa Theologiae I, q. 44, a. I, citado por Ángel Luis González, Ser y Participación, Eunsa, 1979, pg. 50)

Pero, por más que lo quiera el divino Tomás, Aristóteles el Filósofo no está ahí hablando la misma lengua metafísica que el divino Platón. En Platón el concepto de Participación es la clave, en Aristóteles es un concepto apenas posible, al menos en el sentido que pretende darle Tomás.

Ser como absoluta perfección participada por los entes: lo bueno en sí como pleno ser, como esencia-sustancia de todas las esencias-sustancias. Tomás se fue volviendo a Platón poco a poco. Reconoció, más allá de la analogía abstracta y tosca de Aristóteles, la analogía plenamente ontológica y existencial del platonismo, la Participación. Pero ¿qué significa Participación?

lunes, 14 de octubre de 2013

El olvido de la analogía del ser, III: la insuficiencia del pensamiento matemático


Que “el ser se dice de muchas maneras” es la “solución” de Aristóteles al problema más básico y general de la filosofía primera: el problema de la unidad y pluralidad del ser. El ser engloba y a la vez inunda todas las partes de la realidad. Con “ser” nos referimos a lo que todas las cosas, todos los “seres”, tienen en común, pero también a lo que tienen de más íntimo e inescrutable.

Ser es lo más universal y abarcador. Pero, si ser es lo que tienen todas las cosas en común, ¿qué es lo que tienen como diferencia? ¿Qué hace, de un ser, ser diferente a los otros, estar “separado”? ¿Cuál es la unidad de los seres? No puede ser unidad en el sentido de indivisibilidad. Lo absolutamente indivisible no tiene partes, es “á-tomo”. Si el ser fuese átomo, solo habría una cosa, el propio ser. Esto no salva los fenómenos, es decir, la pluralidad y el cambio, la particularidad (mi particularidad, por ejemplo, por la cual, creo, soy diferente de ti). Tampoco, en el otro extremo, puede la unidad de la realidad ser una unidad meramente anecdótica o accidental, de cosas que no tienen nada en común todas entre sí, más allá de quizás aires de familia: el ser no es un batiburrillo. Si fuese ese caso, la propia palabra “cosa” sería totalmente equívoca, y solo se parecería, de un uso suyo a otro, en el sonido. Pero ¿no hay una versión, en cierto modo a medio camino entre la indivisibilidad y la completa diseminación, que es el concepto de unidad como lo “común” o lo genérico? Todas las cosas blancas son blancas y están en el conjunto de lo blanco porque comparten la propiedad de la blancura, todos los caballos están en el conjunto de los caballos porque comparten una cierta propiedad o suma de propiedades que es lo que define a los caballos, todas las partes del espacio son espacio. Algunos de estos géneros podemos considerarlos arbitrarios o poco relevantes, eso no importa. Tampoco importa mucho en este momento si los géneros son algo real o algo inventado o ficticio o “subjetivo”. El caso es que permitirían entender la relación entre la realidad como un conjunto (un todo) y cada una de sus partes. Suponiendo que el concepto de género fuese válido tratándose del ser, entonces con “ser” nombraríamos a la propiedad más general y abarcadora, aplicable a todas las cosas, el género más genérico. Todas las cosas tienen, según eso, la propiedad de ser, y en la misma medida o modo fundamental.

Es verdad que esto parece decirnos muy poco o nada sobre la realidad: el ser es lo mismo que la nada, según la Lógica de Hegel, el último y más vacío hálito de voz. Por eso, puede que sea más interesante estudiar los tipos o subconjuntos de ser que el ser mismo. Muchos metafísicos contemporáneos dicen que la tarea de la metafísica es elaborar una lista de los tipos básicos de entidad o realidad. En la entrada anterior me refería a la propuesta de Kris McDaniel de considerar al ser como un concepto cuasi-disyuntivo, en el que algunas de sus partes son metafísicamente más importantes que el concepto más extenso. Aunque McDaniel hacía así un interesante esfuerzo por redefinir la Analogía en los términos de la metafísica analítica, lo cierto es que esta tesis permanece dentro de la consideración del ser como un género o una extensión, unívocamente aplicable a todas sus partes.

Creo que no es esto lo que nos quiere decir, o nos dice de hecho, Aristóteles (aunque, qué es lo que quería decir, quizás ni él lo sabía perfectamente). Aristóteles rechaza la tesis de que el ser sea un género, un concepto unívoco. Este rechazo le parece incluso más pertinente e interesante que el rechazo de la simple equivocidad. La equivocidad es más manifiestamente inadecuada. La univocidad parece más manifiestamente correcta, porque se trata de salvar, de alguna manera, la unidad del ser y la realidad, sin que tengamos por ello que negar como ilusorio el fenómeno. Pero, si pensamos un poco, vemos que la relación que guarda un género con las entidades a las que contiene es, como decíamos, que la propiedad definitoria del género (la blancura, por ejemplo) es propiedad de cada una de esas entidades en exactamente el mismo sentido y la misma medida: todas las cosas blancas tienen la propiedad de la blancura, y la tienen de manera idéntica. ¿Qué diferencia, entonces, a unas cosas blancas de otras? Las diferencia el hecho de que cada una de ellas tiene, además de la propiedad de la blancura, otras propiedades, que ya no tienen en común. Unas cosas blancas son rugosas y otras son lisas, unas son redondas y otras tienen aristas. Cada cosa se caracteriza e individua por medio de un producto o síntesis de propiedades. No hay dos cosas que tengan todas las propiedades en común.

Pero esto no sirve para dividir el ser como sirve para dividir el conjunto de las cosas blancas. La propiedad de ser la tienen también todas las propiedades que podrían pretender dividirlo. La blancura, antes de ser blancura, es ser. ¿Qué la diferencia del simple ser, y de los otros seres o géneros de seres? Cualquier otra propiedad que pretendiese separarla del mero ser, estaría en las mismas que ella. ¿Hay alguna propiedad fuera del ser, el no-ser por ejemplo? Esto acabaría radicalmente con la unidad de la realidad, requiriendo “dos”… ¿cosas? completamente heterogéneas, ser y no-ser. Pero de dos cosas completamente heterogéneas ni siquiera se puede decir que son dos cosas ni que son heterogéneas. Haría falta, para ello, ser bicéfalo, como dice Parménides.

Si, para evitar esto, decimos que el no-ser no es exterior al ser, sino interior a él (un ser-parcial o algo semejante), y, a la vez, el ser sigue entendiéndose como un género, es decir, como una propiedad predicada unívocamente, al no-ser le ocurrirá lo que a la blancura y a las otras propiedades no absolutamente genéricas.

Todo esto parece empujarnos, si queremos salvar el fenómeno, a una consideración del ser más abierta que la de un género: tan abierta como que permita encerrar cosas más heterogéneas que las que caben en el género. Pero en esa medida, parece, vamos perdiendo la unidad de la realidad, la intimidad y pregnancia del ser. Además, ¿qué concepto, que salve la unidad, hay más abierto que el de género máximamente universal?
Aristóteles, creo yo, pretende superar ambos problemas a la vez, y sintetizar ambas cosas: la máxima apertura del ser y su máxima pregnancia. ¿Y si lo que parece más extraño es lo más coherente?

Lo que Aristóteles “descubre” es, por una parte, sí, que el ser es más “general” o abierto que un género, incluso que el sumo género: “ser no es género”. Lo que no quiere decir que el concepto de Ser no se aplique a todo. Sencillamente, su apertura, su abarcamiento de todo, es mayor que la del género. ¿Hay, es concebible, alguna manera más abierta de ser que la del género? Sí. Un género contiene solo cosas contrarias, o intermedias de los contrarios, es decir, cosas homogéneas, que se definen por lo mismo, que se inter-delimitan. En el género del color solo caben colores, y los colores se oponen excluyentemente. En cambio, en el concepto de ser caben, tienen que caber, cosas que no son contrarias ni intermedias de contrarios, sino incluso indiferentes. Por ejemplo, caballo y blanco (una sustancia y una cualidad) no se oponen, y por eso pueden darse en lo mismo simultáneamente; o ser ignorante de la música y ser capaz de aprenderla (ser músico potencialmente o serlo actualmente). Así que la unidad de toda la realidad es aún más laxa que la del género. Las categorías aristotélicas, o las articulaciones del Lenguaje según el moderno análisis lógico estándar (cuantificador, predicado, etc.), no son especies de un concepto homogéneo (Ser, Lenguaje…). En este sentido se puede decir que el concepto más abierto de ser es más abierto o universal incluso que el de la Lógica (si entendemos que la Lógica no puede desbordar el concepto de género).

Aunque, por otra parte, el concepto de ser que usa la Metafísica o Filosofía Primera (el concepto por el que digo que yo soy, o tú eres, o cada cosa, por ínfima que sea, es plenamente) es más “específico” o especial o concreto que cualquiera de los conceptos a los que pueda llegar la Lógica (siempre abstracta y no-real) e incluso cualquier de las ciencias particulares (que no indagan realmente el ser, sino que lo dan por supuesto y se ocupan de otras propiedades, como la Blancura, el Caballo, lo Vivo…). Cuando Aristóteles divide el ser más general en sus categorías, lo que encuentra es, no algo que no es el ser (como sí ocurre que partiendo un cuerpo vivo se encuentran partes no vivas), ni siquiera especies o casos del ser (como dividiendo el género color se encuentran colores), sino que encuentra formas más depuradas, per-fectas y “sustanciales” del mismo ser. Y cuando, siguiendo por el camino de la usía o entidad o sustancia, llega a la sustancia primera, la que ni se da en otra ni se predica de otra, y cuando cuando vuelve a dividir la usía, y encuentra un orden de entidades al principio del cual está la entidad que mueve sin ser movida, lo que Aristóteles va encontrando, en cada momento, son, no partes o especies del ser, sino modos más perfectos de comprender el ser. A la vez que lo más abarcador, el ser es, pues, lo más específico.

El ser de Aristóteles, si esto es cierto, es entonces a la vez superior a cualquier género en abarcamiento, y superior a cualquier especie de concreción. Por supuesto, no puede ser coincidencia que el ser, el objeto de la metafísica, sea más abierto y a la vez más especial que cualquier cuantificador. Sencillamente, la comprensión metafísica del ser no puede atenerse a los conceptos de género y especie. Que el ser aristotélico supere a los géneros por arriba y por abajo, en lo general y en lo particular, significa que Aristóteles rompe el cuantitativismo. Definitivamente, la Metafísica no puede basarse en conceptos del mundo conceptual de la extensión, es decir, conceptos abstractos. La Analogía es el antimaticismo esencial de la Metafísica.

Pero aún podría dudarse (y conviene repensarlo) de que el cuantificador irrestricto no pueda contener todo cuanto pretenda “contener” el ser de la filosofía primera aristotélica, y de que no baste una concepción “matemática” de la metafísica. La respuesta, en otros términos, es esta: si entendemos el cuantificador como lo que puede expresarse mediante Todo / Algo / Nada (es decir, mediante la matemática más básica) siempre habrá algo que eso no podrá incluir: la estructura matemática misma, es decir, el que el Todo-Algo no sea lo mismo que el contenido, el que necesariamente tengan que ser heterogéneas la forma y la materia. Para incluir la forma y el contenido hay que ir fuera del espacio.

Hay dos modos, irreconciliables pero imprescindibles ambos, de la Cantidad: lo Continuo y lo Discreto, la línea y el punto, lo infinitamente indivisible y lo indivisible. La extensión es ambas cosas (y ninguna de las dos). Si utilizamos el pensamiento matemático para pensar la Metafísica, para pensarlo todo o pensar el Todo, tenemos dos opciones, contrarias y complementarias: el “materialismo” parte de la idea de continuo, y es incapaz de generar las formas, como reprochó Aristóteles a los viejos physiologoi (Tales, etc.) Si partimos de la estructura, del punto, tenemos el formalismo o racionalismo propio de los logikoi (pitagóricos, etc.). Este es incapaz de salvar el movimiento. Y la mera síntesis matemática (unívoca) de ambos no soluciona ninguno de los dos problemas, porque no sale del equivocismo. Solo la Analogía puede superar la matemática. La Analogía es una relación intrínsecamente no matemática o extensional, sino “cualitativa”. Así como no podemos reducir las cualidades entre sí, no podemos reducir las categorías del ser.

La filosofía moderna apenas puede entender esto, porque ella parte de una concepción matemática, como la que quizás dominó en los primeros filósofos griegos, si la interpretación aristotélica de ellos es básicamente correcta. Recién salidos de la época mítica, los primeros filósofos habrían caído fácilmente en la simplificación matemática de la realidad, tanto en su versión materialista como en la formalista. También en la historia del “renaciente” pensamiento de la Europa moderna, los primeros filósofos habrían caído en esa tentación. El olvido del “difícil” concepto de Analogía del ser es la señal más evidente. Habría que releer a Aristóteles.


Ahora bien ¿comprendió Aristóteles todo el significado de esto? No, seguramente. La Analogía es algo con lo que Aristóteles se encuentra, como un “hecho” bruto de la Metafísica. Los principales modos de ser de Aristóteles, la "tabla de las categorías", no están más que enunciados, como en una “rapsodia”. En ningún momento se pregunta Aristóteles qué relación es esa que, sin ser unívoca ni equívoca, salva a la vez la unidad más abarcadora y la pluralidad más concreta del ser. Tomás de Aquino irá un paso más allá, usando los conceptos de Acto y Potencia como modos, no solo del ser sino de la sustancia o entidad propiamente dicha. Al hacer eso, Tomás vuelve, más o menos conscientemente, a Platón. Quizás, por tanto, habría que ir a Platón si realmente se quiere entender la Analogía de la manera más adecuada a la que ha llegado el pensamiento metafísico humano.

jueves, 10 de octubre de 2013

El olvido de la analogía del ser, II: un intento de retorno desde la metafísica analítica

¿Cómo puede salvarse a la vez la unidad del ser y la pluralidad de los seres? ¿Qué relación hay entre lo universal y lo particular? ¿Cómo puede la Idea, el Género, lo Común…, hacer inteligible sin hacer imposible el fenómeno, lo concreto e individual? Este es, según Aristóteles, el primer problema de la filosofía primera, primero al menos en orden de generalidad. “El Filósofo” contestó a la pregunta con lo que constituye su más básica y fundamental tesis metafísica (o, como se dice hoy, menos adecuadamente, metametafísica): el ser se dice de diversas maneras, aunque todas por relación a una. El ser no es un concepto unívoco, predicado en el mismo sentido de todas las cosas o categorías de cosas. El ser no es un género: no puede haber un máximo género único, es decir, un concepto unívoco universal, pues un género no se divide por sí mismo sino por una propiedad extrínseca, y nada es extrínseco al ser. Lo mismo que si todas las cosas se volviesen blancas la vista no las distinguiría, si el ser fuese perfectamente unívoco tendría razón la diosa de Parménides: el ser sería uno e indivisible. Pero tampoco puede, el ser, ser una mera pluralidad heterogénea, sino que, incluso al contrario, la unidad de las cosas, el que toda y cada cosa sea, tiene que ser lo más íntimo a todas y cada una de ellas. El ser es analógico.

Esta teoría de la Analogía del ser ha sido, a lo largo de la historia de la filosofía, casi totalmente entregada al olvido. Solo fue conservada y perfeccionada por Tomás de Aquino y sus mejores discípulos y sopesada con más esmero que nunca entre sus contemporáneos. Después, en la “Edad Moderna”, cayó en el silencio de lo inconsciente. El univocismo, y su otra cara necesaria, el equivocismo, fueron, también y por la misma razón inconscientemente, lo obvio en la consideración moderna de la realidad. Y esto afectó y afecta de manera especial a las filosofías más impresionadas por la ciencia, l positivismo y su herencia.

Recientemente, sin embargo, un filósofo del mundo de la metafísica analítica, Kris McDaniel, ha defendido la pertinencia de volver a la teoría de las maneras de ser (“A return to the Analogy of Being”, en Philosophy enda Fenomenological Research, Noviembre 2010, y Ways of Being, en Metametaphysics, New Essays on the Foundations of Ontology, Oxford 2009). ¿Cómo podríamos caracterizar, en el aparato de la filosofía analítica y su “lógica” estándar, la noción de analogía, y cómo justificar su relevancia? McDaniel piensa que desde las hoy dos más aceptadas concepciones de la existencia (o sea, la que la identifica con el cuantificador o concepción “neo-quineana”, y la que la define como un predicado de orden superior a uno, concepción “kantiano-fregeana”), es posible caracterizar la noción de analogía y mostrar su importancia.

Desde el punto de vista cuantificacional, para el cual el ser o existencia no es una propiedad (el ser no es ni un género ni una especie, no es una superpropiedad), los modos analógicos de ser deberían ser interpretados, según McDaniel, como cuantificadores limitados o restrictos, cada uno de los cuales tiene aplicación a solo un rango y tipo de cosas.

Pero ¿es pertinente dividir el espacio total de la cuantificación universal en dominios restringidos? ¿No es más básico, metafísica y lógicamente hablando, el cuantificador irrestricto? Se ha discutido mucho, en la reciente literatura analítica, si puede hacerse un uso completamente irrestricto del cuantificador, es decir, si cualquier tipo de cosa (lo mismo un individuo material que una relación o cualquier otro objeto abstracto) puede ponerse bajo un mismo y único cuantificador. Hacerlo genera las conocidas paradojas del conjunto de todos los conjuntos, que llevó a Russell a proponer una teoría de tipos y ha llevado a otros a soluciones semejantes. Pero incluso aceptando que haya un cuantificador irrestricto, es decir, un uso de “es” (o “existe”) aplicable a cualquier tipo de cosas, y que correspondería, pues, al más vacío y abstracto de los conceptos, ese sentido sumamente general, argumenta McDaniel, podría ser ontológicamente menos fundamental que algunas de sus restricciones. Así, la analogía del ser no sería incompatible con su univocidad: significaría “solamente” que el valor más universal del cuantificador no es el metafísicamente más fundamental e interesante.

¿Por qué? Porque, arguye McDamiel, no todas las articulaciones posibles del Todo son seguramente igual de relevantes, como se esforzó en mostrar en años recientes D. Lewis. Según Lewis y sus seguidores (véase, por ejemplo, el reciente libro de Ted Sider, Writing the Book of the World) no cualquier corte posible en el todo de las cosas, corta con la misma “naturalidad”, es decir, tan adecuadamente, por las “articulaciones de la realidad”. Como nos pidió Platón en Fedro, El Político y otros lugares, el dialéctico tiene que conducirse como un buen trinchador y seguir las articulaciones propias de la cosa (carving at the joints), y no cortar por cualquier lado. De un legendario cocinero chino se cuenta que no necesitó en toda su vida más de un cuchillo, porque dejaba a las “cosas” partirse por sus coyunturas naturales. Una propiedad meramente disyuntiva, por ejemplo (digamos “ser un electrón o ser una vaca”), aunque permite definir un conjunto de cosas (el conjunto de, por ejemplo, “dos electrones y una vaca”), no corta tan natural o adecuadamente la realidad como la propiedad “ser un electrón” o la propiedad “ser una vaca”. Por tanto, no todas las restricciones al cuantificador más universal son metafísicamente iguales.

Decir, entonces, que un término es analógico sería, propone McDaniel, decir que ese término no es un primitivo semántico, es decir, que no es una propiedad simple y fundamental de la realidad, sino un término algunas de cuyas partes o modos de significar son más “naturales” o fundamentales que otros. Un lenguaje en que el cuantificador irrestricto es semánticamente primitivo, no es, por tanto, un lenguaje ideal.  Heidegger (a quien McDaniel toma como ejemplo de pensador analogista actual) acertaba plenamente, pues, al advertir que es preciso teorizar acerca del significado de ser. La metaontología de Heidegger, su replanteamiento del sentido de la pregunta por el Ser, supondría, para empezar, un rechazo del concepto de ser como lo más vacío y genérico, es decir, como igual al cuantificador irrestricto. Y, en segundo lugar, introduciría diferentes “sentidos de ser”, tales como el Dasein o el modo en que son las cosas que están a la mano, sentidos ontológicamente más importantes que el simple ser universal y vacío.

No es una cuestión trivial para la metafísica discutir si el ser debe entenderse unívoca o analógicamente, y cuál es su sentido fundamental. O, en otros términos, no es irrelevante discutir si el cuantificador universal, es decir, el que puede usarse para cualquier tipo de cosa (existe algo que es una silla, existe algo que es una negación, existe algo que es la nada…), es un término fundamental y que deba ser primitivo en un lenguaje que pretenda reflejar adecuadamente la realidad. Incluso si el lenguaje corriente es indiferente a los usos analógicos del ser, favoreciendo solo el univocismo, siempre podemos usar lo que Sider llama el “ontologés”, es decir, un lenguaje hecho a medida de las necesidades ontológicas, en el que se estipulan términos técnicos. Eso sería lo que habría hecho Heidegger, introduciendo significados técnicos para términos como Dasein. O lo que habría hecho Aristóteles al usar técnicamente términos como usía (sustancia o entidad) y las otras categorías.

Lo que acabamos de decir acerca de la concepción cuantificacional o (neo)quineana del ser, se puede decir también, muestra McDaniel, partiendo de la concepción que identifica al ser como una propiedad (una propiedad de propiedades). Una propiedad analógica sería, entonces, como una propiedad disyuntiva, es decir, una que no se define simplemente de manera unitaria.

Pero ¿qué diferencia hay entre un término analógico y uno meramente disyuntivo? McDaniel reconoce que no es fácil hacer la distinción. ¿Qué separa entonces a la analogía de la equivocidad? Porque, obviamente, los diferentes sentidos en que diríamos “es” no lo son como cuando decimos “banco” o “gato”, donde se trata más bien de términos totalmente distintos, y no de diversas aplicaciones o modos de usar el mismo término. En los términos  analógicos se trataría de un mismo significado básico, aunque con relativizaciones. McDaniel se esmera en buscar algunas formas de comportamiento de un término que nos permitan considerarlo analógico. Y encuentra que los términos analógicos pueden ser caracterizados como aquellos que cambian, de manera sistemática, al menos en dos modos: en su adicidad y en su axiomática, es decir, en la cantidad de huecos que precisa cada sentido del mismo término analógico, y en los axiomas que definen cada uno de los sentidos de un término analógico.

Ejemplos de sistemática variación de adicidad de un término serían los siguientes. Pensemos, primero, en la diferencia entre existencia temporal (propia de las entidades naturales) y existencia intemporal (la de los objetos matemáticos, las ideas platónicas, etc.). No parece, dice McDaniel, que sea el mismo el sentido en que existe lo temporal (existen los dinosaurios) y aquel en que existe lo intemporal (existe el dos).  Si no hubiera ahí distintos modos de existencia, uno para lo temporal y otro para lo atemporal, sino que el sentido de “existencia” fuese el mismo, entonces parece difícil explicar qué relación habría entre el tiempo y la existencia de las cosas temporales. Más bien, se trata de un uso analógico de “existir”, uno de cuyos sentidos, el intemporal, tiene adicidad-uno (porque, no incluye referencia al tiempo, sino solo al objeto), mientras que el otro tiene adicidad mayor que uno, pues requiere indicación de tiempo. Es decir, mientras que basta con decir que “existe el dos”, sin señalar el tiempo en el que existe (pues esto sería absurdo), no basta con decir “existen dinosaurios”, sino que es preciso señalar el tiempo (y el espacio): “existieron los dinosaurios hace millones de años”. Este sería un ejemplo, de inspiración platónica, de analogía por variación sistemática de adicidad. Un ejemplo aristotélico de lo mismo sería el que implica el concepto de inherencia: no es la misma la existencia de las sustancias que la existencia de las formas: estas existen-en (inhieren a) la sustancia. Ambos modos de existir son ontológicamente anteriores o más fundamentales que el de simplemente existir. “ser” tiene una adicidad cuando se refiere a una sustancia y otra cuando se refiere a las cosas adjetivales.

También tenemos motivos para hablar de analogía de un término, dice McDaniel,  cuando se produce una variación sistemática de la axiomática que rige cada uno de sus modos de uso o sentidos. Hay una variación sistemática de la axiomática que rige los distintos sentidos de ser, por ejemplo, cuando distinguimos entre ser intencional y ser no-intencional; o si, por poner otro ejemplo, nuestra ontología dice que la realidad está formada de dos elementos irreducibles entre sí o a otro (por ejemplo, materia y estructura). En esos casos, los principios que rigen el uso de “ser” o “existir” son diferentes para cada modo de ser.

En resumen: que un término sea analógico significa, según McDaniel, que los diferentes modos en que se usa (las restricciones de su uso general) son ontológicamente más fundamentales que el uso más general o extenso; y podemos considerar que es analógico un término cuando sus aplicaciones varían sistemáticamente en, al menos, adicidad y axiomática. El término “ser” tiene todos los síntomas de ser un término analógico. Por tanto, es parte fundamental de la metafísica determinar qué diversos sentidos “naturales” tiene.


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Haré ahora algunos comentarios a este interesante intento de “retorno a la analogía”. El intento de McDaniel es muy interesante aunque solo sea por proceder del seno de la filosofía analítica. Pero, desde luego, tiene sus méritos propios, especialmente el de la pulcritud típica de los filósofos analíticos. Como suele suceder, esta pulcritud o cientificidad no tiene por qué ser del todo directamente proporcional a la profundidad, pero ni mucho menos le es inversa.

Empecemos por un comentario menor, que nos conducirá, sin embargo, hacia el problema de fondo. Cuando McDaniel habla de la analogía de “ser” se referirse a ejemplos que no son precisamente aquel que Aristóteles consideró básico: el ser como las diversas categorías (usía, cuánto, cómo, en relación a…, etc.) Los modos de ser a los que se refiere McDaniel cuando habla, por ejemplo, de Heidegger (Dasein, ser-a-la-mano…), no fueron llamados por Aristóteles “maneras diferentes del ser”, sino tipos de entidades o sustancias (inanimadas, animadas, divinas…). Fue Tomás de Aquino, en su movimiento platónico, quien de hecho “extendió” el concepto de analogía también al orden de las sustancias (pervirtiendo así, según algunos, el aristotelismo ortodoxo), pero comprometiéndose, entonces, con que la propia realidad sustancial (y no solo el concepto “abstracto” de ser) existe en diversos modos irreducibles. Si queremos buscar en Heidegger el mejor equivalente de la tesis aristotélica de que el ser se dice en varios sentidos, tendríamos que dirigirnos a la tesis heideggeriana de la Diferencia Ontológica, según la cual el Ser no es uno de los entes. Esto es lo que podríamos llamar la metaontología básica de Heidegger y lo que él llama a veces cuestión óntico-ontológico. Ni siquiera el ejemplo “aristotélico” que ofrece McDaniel de analogía del ser (el de la sustancia, que no inhiere en algo, y la forma, que sí lo hace) es un ejemplo que Aristóteles use para referirse a la analogía. Más bien, al tratar ese caso, Aristóteles habla de sustancias primeras y sustancias segundas, e incluso de ser “más sustancia” (las sustancias individuales son “más sustancia” que los géneros).

¿Por qué McDaniel no se refiere a alguno de los ejemplos más aristotélicos, el de las diversas categorías (sustancia, cantidad, cualidad…), o el de acto y potencia? Es muy probable que sencillamente McDaniel no vea fácil contemplar las “categorías” como modos del ser, sino como “mera” estructura lógica o del Lenguaje. Tan fuerte es, seguramente, la caracterización estándar de las categorías del Lenguaje, pese a que la metafísica analítica hace tiempo que abandonó el giro lingüístico y pretendió volver a la ontología y la metafísica. Por poner un paralelo de esto, tampoco a Kant se le habría ocurrido decir que su tabla de las categorías era una lista sistemática de los sentidos del ser: en su caso, era el Sujeto Trascendental el que hacía el papel que luego caerá en el Lenguaje.

Pero esto es subsanable. McDaniel podría perfectamente adaptar su caracterización de la analogía para que fuese aplicable, con más generalidad, a las diversas categorías que articulan el Lenguaje. El problema mayor que, a mi juicio, se le presenta a su caracterización de la analogía del ser, es que queda encerrada en el círculo de la cuantificación: la analogía sería solo restricción de universalidad. Sin embargo, como intentaré mostrar en la próxima entrada, el concepto de ser en Aristóteles es mucho más abarcante que incluso el existencial irrestricto y que cualquier consideración cuantificacional o extensional. Si la caracterización de McDaniel se podría expresar diciendo que el ser en cuanto género universal que es, no es un concepto tan fundamental como algunas de sus divisiones o partes, en Aristóteles hay que decir, más bien y al contrario, que la universalidad del ser no es la de un género, es decir, que ni el concepto de extensión máxima, ni ninguna de sus posibles partes o restricciones, sirve para entender la realidad en su sentido más fundamental.

La otra consecuencia que tiene la a mi juicio insuficiente caracterización que de la analogía hace McDaniel, es que el ser es visto como una noción no fundamental, sino “disyuntiva”, abstracta, secundaria. Obviamente, si se considera que la universalidad máxima del ser solo puede ser la expresada por la univocidad o cuantificación irrestricta, no hay más remedio que considerar que "ser" es un concepto abstracto y metafísicamente secundario, un “ente de razón” o lógico, sin mucho importe real. Esto rescata uno, pero solo uno, y quizás el más pobre, de los elementos que tiene la teoría aristotélica: el ser no es, fundamentalmente, un género, una máxima extensión. Pero ignora el problema profundo: ¿qué pasa entonces con la unidad del ser?

La concepción de la analogía como partición de la extensión máxima, es también un retorno a la equivocidad del ser, al pluralismo, aunque de una manera pretendidamente controlada. Tampoco Aristóteles fue, seguramente, más allá de “reconocer” una pluralidad intrínseca a la realidad, como único modo de salvar el Fenómeno fundamental del cambio. Pero creo que al menos Aristóteles fue más allá del cuantitativismo y atisbó una relación metafísica intrínsecamente irreducible a cantidad o extensión.

miércoles, 9 de octubre de 2013

El olvido de la analogía del ser, I: ser y cuantificación

“El ser se dice en varios sentidos, aunque todos por relación a uno y a una única naturaleza” es la respuesta de Aristóteles al problema más general de la filosofía primera o metafísica, es decir, al problema de lo uno y lo múltiple, de lo mismo y lo diverso del ser.

Si no se entiende el problema, no se puede entender la solución. Como es propio de la filosofía más primera, es difícil entender el problema por su sencillez. Lo damos por hecho. ¿Qué hay más indiscutible que el hecho de que el ser es múltiple, que hay muchas cosas? El problema, la aporía (con mayúsculas, podría decirse), es cómo se puede ser uno y múltiple a la vez, sobre todo si se es el ser. ¿Cómo ha de ser la unidad del ser (todas las cosas son parte de una unidad) para que pueda haber de verdad diversos seres? ¿Qué rompe la unidad del ser, conservándola o incluso, quizás, enriqueciéndola con las entidades o “sustancias” (usíai) individuales? ¿No es la unidad lo absolutamente indivisible? ¿No es el ser todo lo que es, y por tanto, nada externo a él, ninguna otra propiedad, tampoco la nada, puede dividirlo? En este asunto, es decir, en el asunto más básico de la filosofía primera, no se ha ido, podría decirse, un paso más allá del aristotelismo: solo el perfeccionamiento platónico al que lo sometió Tomás de Aquino, llevando la analogía al orden mismo de las entidades o sustancias, y no solo entre “categorías”, es una ganancia.

La filosofía moderna apenas ha pensado la analogía. Tampoco ha pensado, por tanto, la univocidad ni la equivocidad, es decir, no ha pensado en qué sentido el ser es uno y múltiple. Esto lo ha dado, más o menos tácita e inconscientemente, por resuelto. Pero, desde luego, los problemas filosóficos primeros no se pueden dar por resueltos. En la medida en que la filosofía moderna ha sido consciente del asunto, la respuesta obvia para ella (y en esto la filosofía moderna es bastante homogénea) ha sido la univocidad del ser (todas las cosas son cosas, pero decir eso es solo decir lo más vacío de la realidad; lo mismo o casi lo mismo que decir nada), y, a la vez, la equivocidad, la total diversidad de sus categorías o modos. Aunque pueda parecer sorprendente que ambas cosas, total univocidad y equivocidad completa, vayan juntas, no es así: donde la univocidad es máxima, donde todas las cosas, tanto una piedra como un elemento sintáctico, son exactamente igual de cosa, su heterogeneidad tiene que ser también máxima. Si, al ser, las cosas no tienen nada o apenas nada en común, lo tienen todo de diferente: así es la Extensión: tan unidimensionalmente homogénea como completamente heterogénea en sus partes. O, al menos, todo lo heterogéneas que puede dar de sí aquello que tiene que caber en el conjunto más vacío, el de Extensión máxima… Porque, ¿y si esa no es la manera de salvar la mayor unidad y diferencia de las cosas? ¿Y si univocidad y equivocidad son las dos caras de un pensamiento pobre acerca del ser?

También en la filosofía de los últimos cien años, la equivocidad del ser ha sido un postulado tácito pero afirmado con vehemencia: un silencio muy gritado, un impensado muy pregonado, como son los impensados filosóficos. No solo el sistema categorial kantiano, sino también el desprecio de Nietzsche (y de Heidegger) por la comprensión del ser como género máximo, o sea, como aquello sumamente vacío, son expresiones del equivocismo moderno. A ello no le ha acompañado una teoría suficientemente explícita sobre la equivocidad ni la analogía.

En la filosofía de herencia wittgensteiniana y analítica, el dicho aristotélico se ha convertido en “el lenguaje se dice de muchas maneras”, es decir, sus categorías o articulaciones son completamente heterogéneas e irreducibles. La palabra "ser", objeto de la metafísica, reconocida ahora como solo una palabra equívoca, encubriría cosas totalmente distintas, tales como “existe” (el aparato referencial), “es_” (la predicación), “=” (la identidad)… El problema con el que se debatió Aristóteles no sería, entonces, más que una primitiva o ingenua confusión debida a no haber establecido un claro análisis del verdadero Lenguaje. Un buen “análisis” del verdadero Lenguaje disolvería el tosco problema de la unidad del ser.

Por supuesto, aunque esto se presentase a sí mismo como un análisis del Lenguaje, o como Lógica, era en verdad una tesis ontológica, o, según se prefiere decir ahora, metaontológica o metametafísica (pero la metaontología o metametafísica son ontología y metafísica). Y el problema de la unidad y pluralidad de la realidad no desapareció, sino que se manifestó, exactamente lo mismo, aunque en otros términos, en el lenguaje de “Lenguaje”, provocando a veces la apariencia de tratarse de un planteamiento más lúcido. ¿Qué cosas existen y cuáles no? ¿Existen las propiedades, los números? ¿Qué se dice de algo cuando se dice que existe? El problema de fondo sigue siendo, como en Aristóteles, la unidad de la realidad.

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Veamos Ese Problema de la filosofía primera, el que intentó resolver Aristóteles con el concepto de pròs hén o analogía, en una de las expresiones más depuradas de la metaontología contemporánea. Me refiero a la metaontología quineana (o neo-quineana), muy influyente en la metafísica analítica reciente. En la versión que de ella ofrece Peter van Inwagen (“Being, Existence and Ontological Commitment”, Metametaphysics, New Essays on the Foundations of Ontology, Oxford 2009), consiste en lo siguiente:

Lo que expresa “ser” (o “existir”, pues son lo mismo) está perfectamente capturado por el aparato cuantificador de la “lógica clásica” o concepción estándar del Lenguaje. Esta lógica articula el Lenguaje en un elemento donde aparecen variables ligadas por la cuantificación (el elemento "referencial"), y otro elemento en que las variables no están cuantificadas (el elemento predicativo). La forma de la proposición es “(x)[P(x)]”, es decir, “Hay un x tal que es P”, o “Algún (/Todo) x es (no-es) tal que tiene la propiedad P”. Es en el primero de esos elementos (en el “(x)”) donde el Lenguaje sitúa aquellos términos que quieren hacer referencia a la realidad: la Ontología de nuestra teoría. En el segundo, se sitúan aquellos términos que, sin querer referirse a realidades, se usan para caracterizar la realidad: son la “Ideología” de nuestra teoría, como lo llamó Quine (dando lugar, involuntariamente quizás, a la malinterpretación de que se trate de algo puramente psicológico). Decir que existe algo que tal-y-cual es decir que hay un algo que es tal-y-cual, o, quitando el “hay”, que algo es tal-y-cual. Van Inwagen imagina unos marcianos que no tienen la palabra "existir" (ni como verbo ni como adjetivo, etc.), pero que sí tienen cuantificadores (Algo, Todo…), y cree que esos marcianos podrían decir todo lo que nosotros decimos con “existe” y sus variantes. Para decir “los dragones no existen” los marcianos dicen “toda cosa es no dragón”. Para decir “Dios existe” dicen “no es el caso que toda cosa sea no Dios”. (is not the case that_):

“In general, to say that things of a certain sort exist and to say that there are things of that sort is to say the same thing. To say of a particular individual that it exists is to say that there is such a thing as that individual”.

Esta concepción distingue, tácitamente al menos, tres niveles de formalidad y articulación o categorización del “Lenguaje”: (1) en el nivel más básico y abstracto está la articulación que distingue categoremas de sincategoremas (no es lo mismo una variable que un functor, etc); en un segundo nivel (2), ya más “semántico”, se distingue entre “existir” y “tener una propiedad”; en el tercer nivel (3) están las diferencias propiamente semánticas entre sustancias o cosas que propiamente existen (un objeto material, un objeto matemático, una mente…)

Tal concepción metaontológica es, a mi parecer, altamente inconsciente de la profundidad que el problema del ser alcanzó en Aristóteles. En cada uno de sus niveles, se le puede objetar, si no me equivoco, una paralela falta de consciencia del verdadero problema. En el nivel más general (1), la teoría neo-quineana ignora sencillamente el importe ontológico o metaontológico de la articulación general del lenguaje. ¿Cómo puede haber elementos imprescindibles para la significación pero que no denoten o refieran a nada? Tomemos por ejemplo la Negación, o incluso los paréntesis que separan el primer y el segundo elemento analizados. ¿No corresponde a nada en la realidad el que hagamos negaciones o el que prediquemos propiedades de las cosas? Son, esos ingredientes, nuestro aparato para captar la realidad. Si decimos (o, más bien, suponemos) que no necesitan tener ningún importe ontológico, nos encaminamos inmediatamente al antirrealismo, y eso deja completamente abierto el problema de cómo podemos comprender la realidad con elementos que nada tienen que ver con ella. Sería más natural salvar la idea de que, si nosotros negamos cosas, es que la negación es algo de la estructura de la realidad. Y, si eso es así, entonces eso, la Negación, se puede sustantivar y hablar de ella como de un ser. Pero ¿de una manera unívoca a como hablamos de una silla? De este primer nivel apenas es consciente la filosofía moderna.

En el segundo nivel de concreción que hemos distinguido, el análisis quineano ignora también el problema de cómo es que sólo el aparato cuantificacional compromete ontológicamente. ¿Por qué la “ideología” de nuestras teorías no tiene compromiso ontológico? ¿Por qué si decimos que “hay cosas que son rojas” el rojo no nos compromete con una realidad que sea la rojez? No basta, desde luego, con que intentemos reducir los órdenes de Predicados a uno solo, como quiere cierto nominalismo. Es preciso que todo lo que nos veamos obligados a decir, implique existencia. R. Grossmann propuso que el concepto más general no es ser, sino objeto (objeto de la mente) o cosa. Pero esto no es más que desplazar el problema. Para Aristóteles era un problema, una de las formas primordiales dEl Problema, que si los predicados hacen inteligible a la sustancia, deberían tener cierto importe ontológico. Este problema no se resuelve ignorándolo mediante “análisis” lingüístico.

Y por último, yendo al nivel más concreto (3), está la cuestión de qué hay que meter dentro de la cuantificación. Está simplemente injustificado identificar el ser (ni siquiera, o incluso menos aún, la existencia) con la cuantificación. Que la cuantificación está muy relacionada con el ser es una idea muy vieja (al menos tanto como Parménides o más). Aristóteles dice que Ser y Uno son, en cierto modo, expresiones distintas de una misma cosa. Sin embargo, también son diferentes. Y la propia expresión del análisis quineano lo delata. Fijémonos en que, pese a lo que pretende, no se trata de mera cuantificación. “Existen (o hay) unicornios” no equivale simplemente a “Alguna cosa al menos es unicornio”. Esto último, realmente, no tiene en sí mismo o formalmente compromiso existencial, como no lo tiene decir “algunas brujas son malignas”, aunque pensemos que sería deseable no (poder) hablar de cuanto no exista, es decir, aunque pensemos que toda proposición p en que se predica algo de algo debería implicar otra proposición e en que se afirma la existencia del sujeto de la proposición p. Por suerte o por desgracia, el adjetivo numeral indeterminado es neutral a la existencia de aquello que se cuantifica. Hace falta algo más que añadir el adjetivo numeral indeterminado a un sustantivo (incluido al sustantivo “cosa”) para tener existencia. Lo mismo que no nos compromete existencialmente con los bosques el adjetivo “azul” en “el bosque azul es encantado”, tampoco el adjetivo “uno y solo uno” en “uno y solo un bosque es encantado” nos compromete con la existencia de bosques.

Obviamente, expresar el cuantificador como “hay al menos una cosa tal que…”, o “es (no es) el caso que hay(a) cosas tales que…”, there are things of that sort, es una trampa. En el “hay”, “es el caso”, “there is”… está metido subrepticiamente el “existe”, que no es exactamente lo mismo que la cuantificación, aunque vaya asociado a ella. Como argumentó R. Grossmann, en “al menos una cosa es tal que…” el término “cosa” es el que carga con el peso existencial, y no el cuantificador. O bien, pues, introducimos así el concepto de existencia con el cuantificador, pero como un elemento ajeno, o bien no, pero entonces el cuantificador, por sí solo, no tiene valor existencial. No es lo mismo decir “un x” que “hay un x”, y es esto último lo que pretende expresar el “cuantificador existencial”, que, como su nombre indica (y también su expresión más habitual,), no es solo un cuantificador.

Pensemos en la proposición “existe algo”. Se traducirá, en términos neoquineanos, por “al menos algo es tal que es algo”, o “es el caso que algo es algo”. Pero esto segundo es, en sí mismo, como mucho una tautología, si no es que no es siquiera una proposición (pues, si "existe" es identificado como el cuantificador, entonces la frase “existe algo” equivale simplemente a “algo algo” -no a "algo es algo"), mientras que no puede ser una tautología decir que “existe algo”, si bien puede que sea una tesis necesaria, metafísicamente necesaria. Me parece claro que los elementos “es tal que” o “es el caso que_ es” de las traducciones quintanas, pretenden cargar con la fuerza ontológica que  no tiene por sí el cuantificador.

Una consecuencia de esta falacia analítica (si es que es un análisis falaz) es el hecho de que el análisis cuantificacional sea, en sí mismo, trivial: lo mismo puedo, formalmente hablando, cuantificar sobre “perro” que sobre “bruja” o sobre un objeto lógico. Qué cuantificaciones serán realmente existenciales, lo determinarán los criterios existenciales que haya que aceptar. Una vez establecidos esos (que es la auténtica discusión ontológica) es completamente o casi completamente anecdótico que los intente vehicular mediante la cuantificación o no. Independientemente de eso, la “existencia” tendrá que ser algo más que mera “Algunidad”, salvo que, insisto, “algo” quiera significar “algo que es”, lo que, con toda seguridad, no es lo que quiere decir “algo”. Es, pues, preferible pensar, como Aristóteles, que la expresión “Algún x es P” es diferente de “x existe”. Existe sería un predicado. Y no un predicado de segundo orden (como dice “la concepción alternativa” moderna), sino elemental.

Pero, ¿al menos salva el análisis cuantificacional el problema de la unidad del ser? ¿Implica la versión quineana que “existe” (es decir, “hay (al menos) un x tal que”) solo se dice en un sentido, es decir, que el ser es unívoco? Esta cuestión queda irresuelta con esta caracterización, porque, como veremos en el próximo post, es posible definir o caracterizar la analogía incluso en el aparato quineano.

viernes, 4 de octubre de 2013

La sabiduría primera, según Aristóteles

Lo que sigue es lectura de lo que Aristóteles escribe acerca de la sabiduría primera (sofía próte, o, también, philosophía próte). Para ello, sigo principalmente lo que se conoce como su “Metafísica” (TA META TA PHYSIKA), una colección de escritos diversos pero bien ordenados que están dedicados específicamente a esa ciencia primera. El hilo argumental, a lo largo del libro, es claro y perfectamente coherente, aunque haya a veces repeticiones y disrupciones, debidas, sin duda, a que se trata de textos redactados independientemente. Lo que Aristóteles dice en sus otros libros (en los de la Física o los Analíticos, por ejemplo) es completamente consistente con lo que dice en esta colección de libritos de filosofía primera, y, por supuesto, también todas las partes de esta colección son perfectamente consistentes entre sí.

Si esta lectura, bastante convencional por otra parte, es básicamente adecuada, entonce cualquier lectura o interpretación que implique que existen grandes inconsistencias dentro del corpus aristotélico, malentiende el pensamiento Aristóteles. Tampoco entiende a Aristóteles, ni, por tanto, se entiende bien a sí mismo, quien llegue a la conclusión de que los problemas que él se planteó y la sabiduría que pretendía, están solucionados o disueltos o caducados. Por último, están también excluidos de entender a Aristóteles quienes se dedican a fantasear significados de los términos griegos hasta conseguir que digan lo que ellos pretenden, lo que nadie creía que querían decir y lo que nadie intentaría querer decir ya, por lo general con ninguna o casi ninguna base filológica.

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La filosofía primera o sabiduría es, según Aristóteles, la ciencia, saber o teoría de las primeras causas y los primeros principios. Es la única realmente libre porque es independiente, tanto de la utilidad o la práctica material como de las demás ciencias o teorías: se la busca por sí misma y se basta a sí misma. Es ella la que da sus principios a todo lo demás, tanto a las otras ciencias, segundas, como a la práctica. Esta auto-nomía y auto-referencia es propia de la sabiduría primera, y de ninguna otra, como se verá insistentemente.

El saber lo es de las causas y principios, no de hechos ni de colecciones de hechos. Pero las causas de las cosas son de varios tipos: el qué, el de qué (a partir de qué), el de dónde (el origen) y el para qué (o sea, en términos coloquiales: qué somos, [de qué estamos hechos], de dónde venimos y adónde vamos). Los que filosofaron antes, cree Aristóteles, reconocieron todas esas causas, pero no más que esas, y las vieron de una manera confusa y parcial. Unos, los más “físicos”, descubrieron el de-qué o materia, sujeto único de todos los cambios, que ni nace ni perece, y del que nacen y al que regresan las cosas parciales según el orden del tiempo…; pero no nos dijeron cómo es que, a partir de esa sustancia única y amorfa, matriz de todo, sale la diversidad de formas, y (o, más bien, “porque”) no reconocieron lo incorpóreo. Otros, los más “lógicos”, descubrieron la importancia de las formas, los números, las especies o ideas…, y los tomaron por entidad (usía), pero no pudieron, a la inversa que los primeros, explicar cómo se genera el cambio a partir de solo lo inmóvil, sino que incluso lo negaron como ilusorio, suprimiendo así justo lo que se trataba de explicar, esto es, la naturaleza que vemos, y multiplicaron las entidades innecesariamente (pues cuanto pueda explicar la forma considerada real y separada puede explicarlo la inmanente), causándose dificultades insolubles. También reconocieron algunos la causa de-dónde, que hace que sucedan las cosas, y la causa del para-qué (el Eros, el deseo), pero sin desarrollarlo coherente y sistemáticamente. Tenemos, pues, nosotros, considera Aristóteles, que elaborar esta sabiduría primera de las causas y principios de todo ser, y solucionar los problemas que le son propios.

Que se trate de “causas y principios”, con dos términos y no uno solo, es algo que, como veremos, se debe a lo esencial del problema de esta ciencia que buscamos. El término ‘causa’ (aitía) tiene una connotación más real, ontológica, “sustancial”…, que el término ‘principio’ (arkhé), que se refiere a lo lógico, a lo “formal”. No son, quizás, lo mismo las causas ontológicas y reales que los principios lógicos y generales de lo que es.

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Debemos comenzar por enumerar los problemas (aporías) que la sabiduría primera debe resolver. Están muy sucintamente recogidos en el libro B o III (concretamente, en 995b).

El primero de ellos es, paradójicamente, el de si corresponde a una sola ciencia, o más bien a varias, el estudio de las causas y principios de todas las cosas. Esto, obviamente, compromete a la propia filosofía, a su misma posibilidad y existencia, y el hecho de que ella misma se plantee la cuestión de su propia unidad y, por tanto, de su propia posibilidad y existencia, la sitúa en esa peculiar circularidad o autorreferencia solo suya: ella puede y tiene que hacerse cargo de sí misma como ni puede ni debe hacer otra ciencia. Solo ella existe antes de decidir, ella misma, si puede existir, presentándose así tan necesaria como imposible o casi imposible. No es ni nuevo (“moderno”) ni circunstancial que la filosofía se empiece teniendo por objeto, igual que no es casual que acabe, como acaba en Aristóteles, pensando a aquella entidad que es pensamiento de pensamiento. Solo aquella ciencia que puede hacerse cargo de sí misma, tiene por objeto hacerse objeto de (a) sí misma. Por eso el de acerca del cual se dice la filosofía, es un de en el doble sentido del genitivo: el asunto de la filosofía es el asunto de la filosofía, como también esa ciencia es la propia del dios: es la que solo el dios podría tener y es la que solo puede tener al dios por objeto. Objeto y sujeto son ahí, y solo ahí, el mismo. Su final es su principio, pero en el camino se ha conseguido, quizás, la comprensión de lo absolutamente real.

Esto debería hacernos pensar que los problemas de la sabiduría primera no van a ser simples problemas o aporías, sino la aporía sin más. A algo así lo podemos llamar hoy “dialéctica”: la filosofía es dialéctica. Aristóteles no podía llamarlo así, porque ‘dialéctica’ significaba entonces el arte del diálogo y la discusión. La filosofía es aporética, como lo son, por lo demás, todas las otras ciencias. Aristóteles no cree, no obstante, que esos problemas sean intrínsecamente insolubles: él mismo ofrece la solución, su solución.

Sigamos con los problemas que debe abordar la filosofía primera. El segundo es solo una concreción (la concreción esencial) del primero: hay que plantearse, nos dice, si la sabiduría primera se ocupará de los principios entitativos o también de los principios lógicos o formales o abstractos. Es decir, hay que preguntarse qué tienen que ver la ciencia que busca el ser real (llamémoslo Ontología) con la del ser en general o en abstracto (Lógica), lo fundamental con lo general... Esta dualidad es la que principalmente amenaza la unidad de la sabiduría primera. Será esencial reparar en esto.

El siguiente (grupo de) problema(s) es este: si aceptamos (o suponemos) que la sabiduría tiene que ocuparse de los principios de los seres o entidades, habrá que solucionar la dificultad de si hay una sola ciencia de toda especie de entidad, o bien una ciencia por cada tipo de entidad. Porque hay que preguntarse también si existen, además de las entidades físicas y sensibles, otras entidades no corpóreas ni sensibles. De reconocerse la pluralidad de tipos de entidades, habrá que ver si hay principios universales para todas ellas, para las incorpóreas y las corpóreas. Además hay que solucionar la cuestión de si la sabiduría tratará de lo accidental o solo de lo esencial, y si tiene por objeto los géneros, y, en ese caso, cuales.

Pero la cuestión más difícil y problemática, dice Aristóteles, es la de si lo uno y el ser son la entidad o sustancia de los entes (como han querido Parménides y los otros lógicos, hasta Platón), o más bien, uno y ser son algo no-real, algo solo del pensamiento.

Otros problemas se refieren a si la entidad tiene los modos de ser de la potencia y el acto o no.

Hasta aquí el índice de los problemas de la ciencia primera. Nuestro problema es, en primer lugar, entender bien estos problemas. El mismo Aristóteles, inmediatamente después de su sucinta enumeración, se entrega a desplegarlos un poco más y a aproximarse tentativamente a sus posibles soluciones. Empezando por la primera y más básica dificultad (y a la que dedicaremos aquí nuestra mayor atención), o sea, la que se refiere a la posibilidad misma de una sabiduría primera, ¿cómo puede ser, se pregunta, una sola la ciencia de todos los principios de las cosas, si estos no son contrarios entre sí, ni abarcan todos a toda ciencia? Porque, por ejemplo, los principios de la matemática no son los mismos ni contrarios que los de la política, sino simplemente heterogéneos; además, los principios de, por ejemplo, la ética y la política (los para-qué) no pintan nada en la matemática. (Por cierto, señala Aristóteles, una aparente equivocidad semejante la padecen otras ciencias que consideramos unitarias: la matemática, por ejemplo, engloba a los números y a la geometría, sin que los principios de una y otra parezcan reducibles a unos y los mismos). Como decíamos, también se plantea el problema más concreto de si la ciencia primera debe ocuparse de lo más entitativo, real, sustancial…, o de lo más general. ¿Qué ciencia es superior, la de lo más real o la de lo más abstracto y general? Porque parece que los principios primeros son los más universales. Entonces, sería la Lógica la sabiduría primera.

La otra dificultad principal, a la que vuelve aquí y una y otra vez Aristóteles, estriba en qué cosas son entidades o sustancias: ¿lo son las ideas, como quieren los “modernos”? Esta teoría conduce a numerosas dificultades: habrá varias ideas por cada cosa (la línea en cuanto parte de la superficie plana y en cuanto parte del cuerpo, etc.); habrá ideas de las relaciones y los accidentes; las ideas, además, parecen incapaces de causar algo; son, en fin, una multiplicación inútil de las entidades. Sin embargo, he aquí la gran dificultad que debe resolver quien se oponga a la realidad de las ideas: es imposible conocer lo particular sin lo universal. Si no hay lo eterno, no habrá lo corruptible. Y, como decíamos, la mayor dificultad: si uno y ser son la entidad de todas las cosas. También ellos, lo uno y el ser, parecen lo más inteligible de todo. Pero, si son entidad real, no podrá haber ninguna otra realidad, como bien deducía Parménides. Y algo análogo puede decirse para los números: si son entidad, nada material será entidad.

Estas son, pues, las dificultades. Veamos ahora en qué sentido son, todas, una sola (pues una ciencia que sea una, solo puede tener un problema, del que los demás serán manifestaciones parciales). Sinteticémoslas, primero, en unas pocas. Lo que compromete la unidad de la filosofía es una cierta dualidad que se mostrará necesaria, y que ya hemos visto anunciada de varias maneras: ¿la ciencia primera es la de lo más universal y general, o la de lo más real, sustancial e individual? Es decir, ¿el principio de las cosas es lo primero en sentido lógico, o en sentido entitativo? La otra dificultad, referida ya concretamente a la entidad (no al ser en general), es la de si la entidad real es (solo) lo físico o es entidad también y aun más la idea (o el número, o el género, o el ser). Es fácil ver que ambas dificultades son en el fondo lo mismo, porque la necesidad de introducir las ideas y entidades semejantes, fue solo esta: que son ellas las que, con su universalidad y necesidad, hacen inteligible lo sensible. Hay una tercera dificultad, distinta y más particular o específica aún, y que presupone solucionadas las anteriores más básicas o generales: se trata de si, además de las entidades individuales naturales y móviles, existe una sustancia, también individual y sustancial (no idea o género) pero no corruptible sino inmóvil, o sea, el dios. Pero esta dificultad solo aparece una vez solucionadas las anteriores, que son una sola, o diversos grados de concreción de una misma.

La dificultad fundamental, de la que las demás son expresiones, es, pues, digámoslo una vez más, la de lo universal y lo real. Se trata, en otros términos, del problema de la unidad y la multiplicidad del ser. Pero esta es también la dialéctica de lo inteligible y lo real. Esta dualidad nace de los dos “hechos” básicos o brutos de la realidad: la universalidad y la concreción. Lo universal (lo uno, el ser, la idea, el género…) es principio de inteligibilidad, pero de lo universal  no se puede deducir lo particular y concreto. Sin embargo, el fenómeno puro (lo que hay que “salvar”) es la multiplicidad y el cambio. Esto no parece compatible, por tanto, con la mera universalidad. La realidad pura no parece que pueda ser lo universal, sino algo concreto, individual, que haga compatibles, sintetice o mezcle lo universal con lo más particular, la forma con la materia última.

Comprendido el problema, veamos la solución. Digamos antes algo: debería ser inútil recordar (y que no lo sea es también digno de pensarse) que este problema sigue siendo exactamente el mismo que era cuando vivió Aristóteles, es decir, que sigue vivo el propio problema (y, por eso, el propio Aristóteles) como el problema del ser. Todavía hace tan poco como cuando escribe Giorgio Agamben, este filósofo puede proponernos que consideremos si el concepto de “cualquiera” (quodlibet) y "ejemplar" rompen o solucionan la dialéctica de lo universal y lo particular, o si debemos pensar la potencia de una manera no aristotélica (y que el propio Aristóteles toma en consideración, por cierto). Dejaremos para otra vez la consideración de esta propuesta. Baste esto para constatar la “actualidad” de Aristóteles.


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La solución de la aporía única, es decir, de la distinción y relación entre lo universal y lo real, entre lo general y lo individual, la aborda Aristóteles progresivamente, yendo desde lo más general a lo más particular. Efectivamente, el orden en que avanzamos en la ciencia es, según la epistemología aristotélica, caminando desde lo más general a lo más concreto, orden (en cierto modo) inverso al de la realidad, como se verá. Porque nosotros nos acercamos a la realidad desde lo general, introduciendo las diferencias poco a poco, hasta encontrar, si es posible, la diferencia última, que constituye la esencia de la entidad real. Por eso, la primera cuestión, la más básica y general (pero por eso también la menos última, específica y entitativa) es la de si hay una única ciencia del ser, un único objeto general. En segundo lugar, supuesto que quede salvada esa unidad, habrá que examinar cuál de las múltiples cosas que aspiran a ser el objeto primero de la sabiduría, es la auténticamente primera. Y ya en tercer lugar, supuesto que hayamos encontrado ese género, veremos cuál de los individuos que caben en él es el primero primero. Nos centraremos, en lo que sigue, en la primera y más general y básica cuestión.

“Hay una ciencia que trata del ser en cuanto ser y lo que por sí le corresponde. No es idéntica a ninguna de las que llamamos parciales, pues ninguna de estas estudia en conjunto el ser en cuanto ser, sino que, separando alguna parte de él, observan sus propiedades, por ejemplo, las matemáticas. Y, puesto que buscamos los principios y las más elevadas causas, es claro que estos serán, necesariamente, de cierta naturaleza por sí misma. (…) El ser, no obstante, se dice en muchos sentidos, pero por relación a uno y a una única naturaleza, y no equívocamente, sino como todo lo sano por su relación con la salud: una cosa, porque la preserva; otra, porque la produce; lo otro, porque es señal de salud, y aquello porque es capaz de tenerla.(…) Así también el ser se dice en muchos sentidos, pero todos en relación a un único principio: unos, porque son entidades, otros porque son afecciones de la entidad, otros porque son camino a la entidad, o destrucciones o privaciones, o cualidades, o productores o generadores de entidad o de las cosas que decimos que son relativas a la entidad, o negaciones de estas cosas o de la entidad”. (1003 a -traducción mía-)

Aquí está la solución aristotélica al problema fundamental de toda la sabiduría primera que andamos buscando. Multiplicidad, pero no equivocidad; unidad, pero no univocidad: multiplicidad respecto de uno. Relación por Analogía.

Aristóteles no va a explicar nunca en qué consiste este pròs hèn o “respecto a uno”. Una y otra vez recurrirá, para explicar esta relación o analogía, a una metáfora, la de lo sano respecto de la salud. Pero la Analogía aparece como un hecho, como el “hecho metafísico bruto” que soluciona o, ata, los hechos metafísicos brutos de la unidad y la pluralidad del ser. O, más que como un hecho, quizás como una necesidad, como un postulado ineludible.

La Analogía, la equivocidad no equívoca y univocidad no unívoca, es la última respuesta aristotélica a la aporía filosófica. Esta Analogía, que es el corazón de la filosofía primera, es lo que debe ser pensado, y lo que más ha sido olvidado. La historia del pensamiento no es la historia del olvido del ser, sino la historia del cuasi-olvido de la relación esencial en el ser: la Analogía.

Extrañamente, esta relación irreducible a homogeneidad y heterogeneidad, parece encajar poco con el primer gran principio universal, el de la Lógica, el que nos prohíbe atribuir los contrarios a lo mismo. Sucede como si la Lógica, con su exigencia de univocidad, cediera en el momento clave, y dejara su sitio a una relación “ilógica”, o supralógica o ultralógica (pero pretendidamente interna a la Lógica), ante la mayor exigencia de la realidad. Pero la Analogía querría salvar completamente la Lógica sin impedir que uno y múltiple se sinteticen perfectamente en el total que es cada cosa real. La Analogía es el bies por el que la realidad elude o intenta eludir la contradicción pura (la mera dialéctica, la aporética). La Analogía es la “solución” de la Dialéctica.

También Platón, y los otros filósofos, han recurrido a la Analogía. Pero cuál de entre las diversas concepciones de la Analogía (¿analogía como participación y mímesis, analogía como “como si”, analogía del “quizás”…?) nos lleva más adentro en el corazón del corazón de la filosofía, es el asunto más urgente y que, por eso, dejaremos para otro momento.

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La prioridad primera, que es la de la entidad, no es una prioridad, pues, de universalidad y univocidad. Eso conduciría a Parménides (por el intermedio de Platón y los pitagóricos). Es la prioridad que tiene lo particular, la cosa concreta, pero que sirve de soporte a todos los predicados universales y sin los cuales no podemos entenderla. Debemos, pues, mantenernos alejados de dos errores, de una Escila y una Caribdis: la negación de lo universal y la negación de lo concreto. Confundir lo que es primero en el orden de la inteligibilidad, lo lógico (la idea, el número, el género…), con lo que es primero en el orden real o sustantivo (la naturaleza individual), es el gran error de Platón, los pitagóricos y Parménides. Este error es  un error mucho más interesante (y por eso es más grave), es decir, más inteligente y justificado, que el tosco error materialista de confundir la entidad con el sujeto de todos los cambios. Aristóteles concederá mucha más atención al error racionalista o idealista. A los materialistas los despacha rápidamente: son solo los arcaicos naturalistas, que no veían el problema.

¿Qué pasa entonces con la Lógica y la Filosofía? Los principios de la Lógica son objeto también del filósofo, pero el filósofo no es el lógico (como sería en el caso de Parménides, donde el primer principio lógico es también la sustancia o realidad). 

¿Cómo se conecta lo universal con lo entitativo? Aristóteles utiliza un razonamiento (1004b 23 y ss) aparentemente rocambolesco pero esencial: puesto que ser y uno son lo mismo, si bien predicado de maneras diferentes, (es lo mismo “hombre” que “un hombre” y que “hombre que es”), habrá tantas especies de lo uno como del ser. Y a las especies de lo uno corresponden asuntos como lo de lo idéntico y diferente, etc. Es decir, lo uno es el aspecto “lógico” del ser, y de la entidad, de modo que la Lógica es el aspecto matemático de la Ontología.

Una vez sentado que los principios más generales son también objeto del filósofo, no en cuanto matemático o lógico (que no lo es el filósofo, ni la Lógica es lo mismo que la Ontología, como equivocadamente quiso Hegel) sino en cuanto ontólogo, Aristóteles trata inmediatamente del principio más firme: que es imposible que un mismo predicado se dé y no se dé a la vez y en el mismo sentido en el mismo sujeto (y todos los matices que haga falta introducir). Aquí es tarea dialéctica del filósofo rechazar la tesis que niega ese principio más firme, y el relativismo. Simplemente, quien abre la boca para negarlo, se autorrefuta.

Pero, volviendo una vez más atrás, ¿cómo es eso de que el filósofo tiene por objeto los principios de la lógica, e incluso de la matemática y la física? Aristóteles vuelve sobre ello, con gran claridad y sencillez, en un texto sin desperdicio (pero ¿qué tiene desperdicio en Aristóteles?), en lo que figura como libro VI o épsilon, justo al principio, donde explica un poco mejor lo que ya hemos dicho:

“Buscamos los principios y las causas de los seres, pero es claro que en cuanto seres. Pues hay cierta causa de la salud y del bienestar, y de las matemáticas hay principios y elementos y causas, y, en suma, toda ciencia racional o que participa del razonamiento, lo es acerca de causas y principios, sea de manera más rigurosa o más simple. Pero todas ellas, circunscribiéndose a cierto ser y género, se ocupan de él, pero no del ser sin más ni en cuanto ser, ni elaboran en absoluto un discurso acerca del qué-es, sino que, partiendo de ello, unas haciéndolo manifiesto por la sensibilidad, otras tomando como hipótesis el qué-es, demuestran así, de manera más necesaria o más laxa, lo que corresponde al género del que tratan. Por eso es evidente que no hay demostración de la entidad ni del qué-es a partir de tal inducción, sino que es otro el modo de mostrarlo. Igualmente, nada dicen de si existe o no existe el género acerca del que tratan, porque es de la misma actividad racional hacer claro el qué-es y el si existe” (125b)

lunes, 23 de septiembre de 2013

El comienzo de la Metafísica de Aristóteles (y el fin de la historia)

Debiera ser un ejercicio interesante, ahora que estamos, según se dice, al cabo del final de la Metafísica y de la Historia, leer el comienzo del principio de la Metafísica, allá en los principios de la Historia. Leer, por ejemplo, el comienzo de la Metafísica de Aristóteles.

¿Quién todavía no ha leído el comienzo de la Metafísica de Aristóteles?, ¿quién necesita volver a leerlo, como no sea un estudiante, que tiene que aprender lo que ya se sabe? Pero, a la vez, ¿quién lo ha leído ya?, ¿quién puede permitirse no leerlo una vez más, por primera vez, sobre todo si es maestro en la filosofía?

Leer algo una vez más por vez primera no es leerlo para encontrar lo totalmente nuevo. Quizás se encuentre otra vez lo “viejo”. Pero al menos será nuevo, o renovado, porque ya se había olvidado su novedad antigua y se nos había quedado vieja su lectura. Y puede ser (casi es necesario que sea, bien mirado) que vuelva a ser totalmente nuevo, incluso diciendo lo mismo, porque dice algo del todo distinto a lo que ahora ya “sabemos”.

Lo que dice Aristóteles sobre la Sabiduría (sophía) es, desde luego, lo más viejo y superado que hay, pertenece a la más remota y básica historia. Pero es también, puede sostenerse, lo más nuevo y subversivo, hoy casi al final de la historia. ¿Qué dice el comienzo de la Metafísica o búsqueda de la Sabiduría primera del Filósofo?

Todos los hombres tienen, por naturaleza (por la naturaleza de la cosas, por la naturaleza de la naturaleza humana) deseo de conocer. Señal de ello es su amor (agápesis) por las experiencias sensibles, sobre todo las de la vista. Y este deseo y este gusto no existen sólo en razón de que actuamos (práttoomen) sino que se dan también cuando no pensamos en hacer nada. Amor sin necesidad práctica, amor sin utilidad, amor desinteresado, este amor por saber tiene su razón solo en sí mismo, y es el amor propio de o perteneciente a un ser dotado de conocimiento y destinado a buscar la sabiduría, el humano (ánthropos).

La antropología nacería (es decir, se fundaría en ese nacimiento humano) con el amor al saber propio de un ser que, a diferencia de los otros animales, es capaz de saber. Otros animales viven de imágenes y recuerdos (phantasíais kaì mnéesais) y participan poco de la experiencia (empeiría: el estar experimentado en algo); la “raza” o género de los humanos, en cambio, no solo es capaz de mucha y útil experiencia, sino que participa también de la ciencia (tékhne: el saber, la maestría, acerca de algo) y la racionalidad o las razones (logismoîs). Experiencia y ciencia. A partir de la memoria nace en él la experiencia, gracias a una acumulación de lo mismo. La experiencia (en el sentido dicho) parece semejante al saber y la ciencia, aunque la verdad es solo que esta, la ciencia, le nace al hombre a través de la experiencia, porque solo llega a haber ciencia cuando, a partir de muchas experiencias, (en) la inteligencia (se) genera un concepto de conjunto (kathólou) de lo semejante. El universal, desde luego, es infinitamente más que recuerdos y fantasías. (Ya sabemos, además, que para que la inteligencia, esa facultad activa inconfundible con la memoria y aun con la imaginación, pueda producir ciencia, ella, la propia inteligencia, tiene que ser ingenerada e ingenerable, a priori, trascendental o quizás incluso trascendente).

Para la práctica o el quehacer de la vida, la experiencia no parece inferior a la ciencia, y hasta tiene más éxito (por lo menos, de buenas a primeras), porque conoce lo particular, y la praxis es de lo particular, mientras que la ciencia lo es de lo universal. Sin embargo, creemos que la sabiduría corresponde a la ciencia y no al mero estar experimentado en algo, porque la ciencia conoce la causa (aitía). El experimentado, el “operario”, sabe el qué, pero no el por qué, “hace” sin saber lo que hace, como los seres inanimados, por costumbre (di’éthos). Y por eso también el que tiene ciencia puede enseñar. Incluso aunque la experiencia se las bastara perfectamente, como un autómata, para todas las “necesidades de la vida” y para toda utilidad, hay algo esencial que la experiencia no tiene, y que nada tiene que ver con la utilidad y la “necesidad”: saber el por qué.

No es extraño, entonces, que desde siempre y sobre todo al principio se haya admirado a quien descubre algo de ciencia, algún conocimiento alejado de las percepciones comunes, no solo por la utilidad de las técnicas que de ahí se puedan deducir, sino también y sobre todo como sabio y diferente de los demás; ni que se considere, en general, sabios a quienes se dedican a eso, a buscar las causas y principios (aitías kaì arkhàs). Y no porque busquen lo útil, sino pese a que no o incluso precisamente porque no buscan lo útil. Por eso esta dedicación surge más tarde, cuando están básicamente satisfechas las necesidades y el deseo de placer, como ocurrió con la geometría entre la ociosa casta sacerdotal egipcia.

La sabiduría trata de las causas y principios. Pero ¿de qué causas y principios trata la sabiduría, la sabiduría sin adjetivos, la sabiduría primera o principal, que es de la que se quiere hablar en este comienzo del primer libro de sabiduría primera o “metafísica”? Si atendemos al uso, nos dice o repite el texto, veremos que llamamos sabio a quien lo sabe todo (pánta) en la medida de lo posible, pero no en el sentido de que tenga conocimiento de cada cosa en particular (hékaston), sino porque conoce lo que rige para toda y cada cosa. También atribuimos al sabio conocer lo más difícil, que es lo que está más apartado de la sensibilidad, conocer con más exactitud y ser más capaz de enseñar. Y, he aquí una característica más de lo que llamamos sabiduría, y en la que el texto parece especialmente empeñado en insistir (no en vano este libro de la Metafísica va a considerar la causa final, el para qué, la tendencia, el eros…, la principal de las causas), se considera más principal a aquella ciencia que se elige por y para sí misma y por y para saber que a aquellas a las que se las elige por sus resultados, y a la que es superior que a las subordinadas. No debe el sabio ser ordenado, sino ordenar.

Si no nace de la necesidad, ¿de qué o de dónde nace el afán de la ciencia? Sí, de sí misma, de su propia “necesidad” o naturaleza, pero ¿cómo nace o qué “necesidad” es esa en esta raza de los humanos? La ciencia y el saber nacieron y nacen siempre de la admiración, del asombro (dià tò thaumázein), y del reconocimiento de la ignorancia y el deseo de conocer la verdad. En este sentido, repara el Filósofo, el amante de mitos (philómythos) es “como” el filósofo, pues el mito consta de cosas admirables.

¿En qué sentido no sería como los mitos la sabiduría (porque es obvio que solo en un sentido el mito es como la sabiduría, pero no es sabiduría ni se le acerca, sino que quizás es incluso su contrario)? Veamos: si la sabiduría es la ciencia que es ciencia por sí misma, autónoma y libre, absoluta… ¿no será, acaso, impropia del hombre, este ser esclavo en tantos sentidos, limitado, relativo, atado a la necesidad? ¿Y si, como dice Simónides “sólo Dios puede tener ese privilegio” de la sabiduría, y no es propio de un hombre cuerdo buscar un saber que no está en proporción con su naturaleza[1]? Si tuviese sentido lo que dice el poeta, y lo divino fuera de natural envidioso, aquí se aplicaría esa envidia principalmente, y sería una desgracia para los que sobresalen en esto de la búsqueda de la sabiduría. Los filósofos serían los más enloquecidos y soberbios de los hombres. Pero, dice Aristóteles, ni lo divino puede ser envidioso (sino que, según el dicho, mienten mucho los poetas) ni debemos pensar que haya otra ciencia más digna de aprecio que esta. Pues la más divina es también la más digna de aprecio. Y en dos sentidos es divina ella sola, la sabiduría que busca las causas y principios de todo: en los dos sentidos de de. Es la ciencia (propia) de Dios (la que Dios tiene) y es la ciencia-(acerca)-de Dios (la que versa sobre la causa y razón de todo).

Hasta aquí el entusiasmo del filósofo.


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¿Por qué se puede decir que este entusiasmo del filósofo griego es intempestivo y hasta subversivo hoy? Hoy este pensamiento está completamente fuera de lugar (pero, desde luego, el lugar de un pensamiento es allí donde está fuera de lugar, donde hace pensar y remueve lo sabido) porque, desde el pasado o desde el futuro, se resiste a e incluso se dirige frontalmente contra los dos pensamientos que pueden reclamarse actuales, “modernos” y vigentes: el pensamiento de que toda ciencia nace de y acaba en las necesidades prácticas y lo útil (pragmatismo), y el pensamiento de la imposibilidad para el humano de una sabiduría primera, de una ciencia de lo divino (antirracionalismo metametafísico, sea ateo o fideísta). “Curiosamente”, estas son las dos tesis que centran la atención dialéctica de Aristóteles en esta su presentación de la sabiduría, al comienzo de sus escritos de sabiduría primera. Por supuesto, nuestro postulado solo puede ser que, aunque parezca curioso o asombroso, no lo es. Pero eso lo veríamos solo al final de la reflexión, porque, como dice también Aristóteles en esas páginas, nuestro caminar por la ciencia tiene que arrojar el resultado de que acabe pareciéndonos asombroso lo que no nos asombraba al principio, y a la inversa (al profano le asombra que la diagonal del cuadrado no sea reducible a enteros, pero al geómetra le asombraría lo contrario).

Aristóteles conoce ambas tesis, la pragmatista y la antimetafísica. Y las rechaza a ambas. Precisamente porque las conocía, en aquel tiempo pragmatista y antimetafísico de la intelectualidad burguesa de Atenas, y eran ya viejas para él. Contra los pragmatistas, que no ven más verdad que la que resulta útil (o incluso que no ven más verdad que la utilidad), el auténtico saber, defiende Aristóteles, es el saber por el saber mismo. Contra los que quieren negar al hombre el conocimiento y la ciencia acerca de la causa y principio de Todo, Aristóteles, con una gran candidez o una cándida grandeza, nos “recuerda” que los poetas y filómitos mienten, según su costumbre, al pintar a lo divino como envidioso y celoso de su saber perfecto, y que, al contrario, lo más divino es lo más digno de indagarse porque es en sí lo más cognoscible. 

Así que no es tan curioso que el comienzo de la Metafísica haya sabido tan bien qué dos pensamientos podían enfrentársele. Y ¿no será, además, que ambos pensamientos, el de la esencia utilitaria del saber y el de la prohibición de buscar racionalmente el fundamento y sentido de las cosas, son en el fondo el mismo pensamiento, o dos caras inseparables del mismo pensamiento? No sería, entonces, nada casual ya que las primeras líneas de la introducción a la sabiduría primera de Aristóteles girasen en torno a esas dos cuestiones, que serían casi una, para reivindicar que el sabio no depende de ninguna utilidad ni necesidad ajenas al propio saber sino que su acción es la única libre y autónoma, y que su objeto es precisamente el ser completamente libre y autónomo, quien, no en vano, es saber de saber, pensamiento del pensamiento. Veamos cómo esto podría ser así.

¿Quién no sabe hoy (para empezar por lo útil y necesario) que si el hombre se dedica al conocimiento es por sagacidad, por la urgencia de las necesidades de la supervivencia, por el deseo de dominar, a la naturaleza y a los otros hombres? ¿Quién no ha oído que el criterio de verdad es la utilidad, o que la verdad misma no es más que la creencia o incluso la mentira más conveniente? ¿Hay algo más moderno (más burgués, más mercantil) que el mito que cuenta Protágoras en el Protágoras, según el cuál los dioses nos dieron la ciencia como un arma, contra el lobo y contra el mismo hombre, lobo para sí mismo? ¿Quién no sabe que la “razón práctica”, la voluntad, el deseo, el subconsciente… son el verdadero motor de ese muñeco de ventriloquia que es el intelecto?, ¿que detrás de todo presunto pensamiento desinteresado hay un interés muy “bajo”…? Y la propia filosofía o amor a la sabiduría: ¿no sabemos hoy que es solo una manifestación, quizás la más sutil, de la voluntad de poder, del deseo sexual insatisfecho, de la alienación en el trabajo, o, en el mejor de los casos, una terapia contra su propio embrujo?

Frente a esto la respuesta de Aristóteles, simple y limpia, consiste en mostrar que la Ciencia es autónoma, que tiene su propia ley; que, más allá de que pueda producir lo útil, tiene como actividad propia producir la verdad, y que la verdad ni se deduce de ni se reduce a la utilidad. Esto, pese a lo que se diga, ningún pragmatismo ha sido capaz de desmentirlo.

Aristóteles empieza por advertir que la Ciencia no es la experiencia, es decir, el estar experimentado, el conocer cómo suelen ocurrir o funcionan las cosas particulares, sino que la Ciencia nace cuando y no hay Ciencia hasta que no se sabe el por qué, es decir, la razón, la causa (en alguna de sus cuatro formas: el qué o esencia, el de qué, el de dónde y el para qué o hacia dónde). Pero la búsqueda de la Causa no puede deducirse, de ninguna manera, de su utilidad o necesidad práctica. La Verdad no lo sería menos porque fuese inútil o incluso perjudicial, es decir, porque no valiese para otra cosa que para sí misma. Por supuesto, la verdad produce utilidad (si se hace el camino de aplicar el conocimiento de las causas…), pero la utilidad no es el criterio de la verdad. Nadie ha sabido mostrar cómo es determinada por la utilidad la verdad de la inconmensurabilidad de la diagonal. Ese teorema puede tener aplicación práctica, pero su corrección no se deduce de ella, ni tiene que esperarla en ningún momento. Y ¿cuál es la relación de la utilidad con la cuestión, o con cualquiera de las respuestas a la cuestión: “¿por qué algo en vez de nada?”? Sí, puede satisfacer los deseos de alguien, pero esto no hace al argumento más correcto: nadie es tan estúpido como para aceptar la apuesta de Pascal.

Quienes han pretendido una base pragmática subyacente a la lógica y el saber, una base en términos psicológicos, sociales, utilitarios, han caído siempre en la trampa de seguir ellos presa de la lógica y la validez de la ciencia en general. El pragmatismo ha tenido que reformularse:
“Nuestros intereses más queridos pueden determinar qué combinaciones de propiedades consideramos valiosas para hablar sobre ellas, e incluso pueden conducirnos a inventar un nombre para cada cosa (…) pero todo esto no cambia de la manera más nimia el mundo. El mundo es como es con independencia de los intereses de cualquiera que lo describa. Espero que quede claro que yo no comparto totalmente la posición de James (…). No me gusta en absoluto la sugerencia de James de que el mundo que conocemos sea en grado indeterminado el producto de nuestras mentes”. (H. Putnam, La trenza de tres cabos, Siglo veintiuno de España editores, pg. 6)

Lo que se le olvida quizás a Putnam es que también “nuestros intereses” e incluso nuestro “nosotros” son parte de la realidad, y podemos equivocarnos al respecto, es decir, podemos errar sobre la naturaleza humana y sus intereses. De hecho, Putnam no acepta que seamos “una existencia sin esencia”. Pero ¿en qué se queda el pragmatismo entonces? En que la piedra de toque último de las hipótesis de la ciencia es su encaje con la praxis, o sea, el viejo método de la comprobación empírica, que Aristóteles defendía, bien entendido. Esto resulta inteligible y aceptable, en buena medida (pero no en toda medida o de manera desmedida), cuando hablamos de la utilidad material. Pero ¿qué pasa con dedicaciones como las del propio Putnam o Aristóteles? ¿Qué tipo de praxis servirán de piedra de toque para averiguar su verdad? Puesto que la sabiduría de la que habla Aristóteles y que ejerce Putnam, se pregunta por Todo, ¿qué experiencias concretas naturales podrían servirle? El propio filósofo pragmatista se olvida siempre de ofrecer sus pruebas pragmáticas para sostener su pragmatismo. Si se acordase de esto, vería que el pragmatismo es inconsistente consigo mismo.

Robert Brandom ha intentado una explicación pragmatista del Lenguaje y la Inteligencia, el “inferencialismo”. Pero, cuando ha descrito las leyes del funcionamiento y la praxis, ha acabado en dos, según él completamente inamovibles y a priori, constitutivas de cualquier acción inteligente, su condición de posibilidad, dicho en kantiano: unas cosas implican otras (si afirmo unas, tengo también que afirmar otras) y unas cosas son incompatibles con otras (si afirmo esta no puedo afirmar cierta otra). Por supuesto, estos “tengo también que” y “no puedo” no son necesidades e imposibilidades materiales, resistencia de los cuerpos. Pero ¿qué es esa normatividad irreductible, condición de posibilidad de toda intelección de la praxis, sino que la pura lógica y principio de sabiduría, presupuesta a priori ya en la más mínima acción que se pueda llamar inteligente? También Brandom está haciendo sabiduría primera.

Así que la idea de que todo conocimiento depende de la utilidad, es vacío.

El otro pensamiento moderno, más fundamental aún que el pragmatismo, es el “reconocimiento” de los límites humanos, sobre todo en lo que se refiere a una limitación esencial: la de indagar racionalmente las causas primeras, lo divino. Esta prohibición es perfectamente coherente con el otro pensamiento: si nuestra ciencia está atada a la necesidad y utilidad, no puede haber ciencia humana acerca de lo absoluto, de aquello que es libre e independiente de toda utilidad.

Ya el Dios de los mitólogos y filómitos de Israel (pero todos los dioses de los mitos hacen eso, seguramente) prohibió al primer hombre probar el fruto del conocimiento del Bien y del Mal, y lo condenó al sufrimiento y a la muerte por desobedecerle en esto. La condena de la vida humana nace de la soberbia de querer conocer, en vez de obedecer. Este mitologema, si no hay más remedio que interpretarlo así, ¿no es una espina que el Mito no puede extirparse sin desangrarse (si es que el Mito quisiera extirpárselo)? ¿No es esa prohibición divina la miticidad misma del mito, su esencia? El mito sería, constitutivamente, la prohibición de probar el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, es decir, de la sabiduría primera.

Varios hombres de poca fe han preguntado siempre a los teólogos oficiales si ese mito del Principio (del Génesis) significa que no debimos salir nunca de un estado de animalidad o incluso imbecilidad, pastando sin preguntarnos por la razón de las órdenes del Padre. Obviamente, los teólogos más racionalistas siempre han querido descartar esta interpretación. Maimónides, el “aristotélico”, pierde la paciencia con alguien que le pregunta si no parece que, como consecuencia de la caída, recibimos un don superior, el de preguntarnos por la verdad:
“Tú eres -le dijimos [“nos” de modestia]-, un espíritu superficial e irreflexivo, que te imaginas comprender un libro, guía de antiguos y modernos, dedicándole simplemente algunos momentos de ocio sustraídos a la bebida y la sexualidad, como si se tratara de un libro de historia o de poesía. Percátate y recapacita que la cuestión no es como te figuraste de buenas a primeras, sino como se aclarará con las consideraciones al respecto. La inteligencia que el creador infundió en el hombre constituye su suprema perfección, es la que poseía Adán antes de su desobediencia, y por esta razón se dice de él que fue creado a imagen de Dios y a su semejanza, por lo cual se le habló e intimó un precepto, según se dice: “Y le dio este mandato…” (Gn, 2, 16). No se dan órdenes a las bestias, ni a nadie que carezca de razón”. (Guía de perplejos, Primera parte, capítulo 2, pg. 68 , edición de David Gonzalo Maeso Trotta)

Adán tenía, antes de prevaricar, un perfecto intelecto para distinguir lo verdadero de lo falso (sin él no hubiera podido entender una orden). Pero al prevaricar, dice Maimónides, cediendo a sus apetencias imaginativas y deleites de los sentidos, fue privado de la inteligencia que tenía y descubrió, entonces, lo que había perdido, y esto es lo que significaría hacerse conocedores del bien y el mal, saber lo que había perdido. Así pretende explicar Maimónides que el hombre se hiciera “conocedor del bien y el mal” después de pecar, siéndolo como tenía que serlo ya antes.

Es muy extraño que un ser con inteligencia encontrase motivos para “prevaricar” (¿no debía saber, incluso por mera astucia, que le iba a ir peor?). Más extraño aún, desde luego, es que pudiese desobedecer sin un conocimiento del Bien y del Mal, que era justo el que (parece que) se le estaba prohibiendo tener (¿cómo sabía, entonces, que debía obedecer?). La facultad de distinguir lo verdadero de lo falso es, seguramente, necesaria para actuar bien o mal, pero no puede ser suficiente: hace falta ser capaz de distinguir lo bueno de lo malo. Si no es esto lo que se nos quiere decir, es extraño que el árbol se llamase como se llamaba. La explicación de Maimónides parece muy forzada: ¿el árbol que Dios puso en el mismo centro del Edén, y del que prohibió probar al Primer Hombre, solo se llamó “del Bien y del Mal” porque, a causa de probarlo, el Hombre se daría cuenta del bien que había perdido, aquel de vivir cómodamente en el Edén sin hacer preguntas? ¿Cuál era, entonces, la fruta de ese árbol? Es más lógico pensar que Dios prescribió al hombre no tener, sobre lo bueno y lo malo, ciencia, sino obediencia. Si es así, esa es, repitámoslo, la espina mítica, la misma que el Sócrates de Platón formuló en el Eutifrón de la manera conocida: lo que los dioses prescriben, ¿es bueno porque ellos lo prescriben, o ellos lo prescriben porque es bueno? Aquí estaría la diferencia irreducible entre Mito y Logos.

Supongamos que esa sea la diferencia. ¿Qué decir ahora? ¿Por qué escoger la Metafísica y la desobediencia a la prohibición de la sabiduría? ¿Y si tiene “razón” Lutero (razón mítica, por supuesto, razón en la locura, es decir, razón fuera de la razón racional, esa a la que denostó tantas veces) y no hay que andar buscando razones para lo divino y hay que echar al fuego a Aristóteles e incluso a Santo Tomás de Aquino? Eso haría comprensible que sus herederos, incluidos Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein y los suyos, tengan como objetivo echar al fuego la metafísica. El pecado del hombre, el propio hombre tal como se lo figura o lo figura la Metafísica, sería la soberbia de pensar el valor de las cosas, alejándose así de la vida inmediata del jardín.

Pero ¿qué pasa entonces con el hombre, concretamente con el hombre respecto del animal? Para el Filósofo, la naturaleza del hombre es la de animal que tiene Logos. Pero, si ese Logos queda reducido a la astucia… ¿Puede que la única consecuencia coherente de la desmetafisización (y remitificación) del humano sea su confusión con lo animal?

En Lo abierto, el hombre y el animal, G. Agamben parece creer, efectivamente, que el final mesiánico de la historia supone un desdibujamiento de la diferencia entre animal y humano. Usando fraseología heideggeriana, habría que decir que lo abierto del hombre (eso que se manifiesta, por ejemplo, en el aburrimiento), es en verdad un abrirse a un velamiento, al velamiento propio del animal:
“La joya engarzada en el centro del mundo humano y de su Lichtung  no es otra cosa que el aturdimiento animal; la maravilla de "que el ente sea" no es sino el aferramiento del "estremecimiento esencial" que le llega al viviente de su ser expuesto en una no-develación. La Lichtung es realmente, en este sentido, un lucus a non lucendo: la apertura que está en juego en ella es esencialmente la apertura a una clausura; y el que mira en lo abierto sólo ve un cerrarse, sólo ve un no-ver”. (Lo abierto, el hombre y el animal, Adriana Hidalgo editora, pg. 127)

Aturdimiento animal y Apertura guardarán entre sí una relación similar a la que guardan la teología negativa y la positiva. El Hombre es un animal “que ha aprendido a aburrirse”, que  “se ha despertado del propio aturdimiento y al propio aturdimiento”. Este despertarse del viviente a su propio ser aturdido, este abrirse, angustioso y decidido, a un no abierto, es lo humano.

La historia de la Metafísica, o sea, la Historia, la Metafísica, siempre se ha construido como la génesis del hombre frente al animal, como hemos visto (en realidad, Aristóteles, como también Platón, no oponen radicalmente Hombre y Animal, esto es algo judeo-cristiano y moderno, cartesiano y heideggeriano, pero hagamos abstracción de ello ahora). Sin embargo ahora estamos ya en el tránsito a la posthistoria y postmetafísica, y eso tiene que querer decir, también, en el final del hombre o la máquina antropogénica misma, al menos del hombre como esencialmente lo conocemos (si, como Nietzsche, pensamos que no hay nada después del hombre, que este es un fin final). Todavía Heidegger, último pensador para el que era posible la política, pudo, “extrañamente”, criticar a la Metafísica de no atender a lo humano y quedarse en lo animal. Hoy, cuando, dice Agamben, la política (es decir, el juego entre velamiento y desvelamiento) no es una opción más que “para quien tenga absoluta mala fe”, el hombre se vuelve hacia el animal:
“Las potencias históricas tradicionales -poesía, religión, filosofía- que, tanto en la perspectiva de Hegel-Kojeve como en la de Heidegger, mantenían despierto el destino históricopolítico de los pueblos, han sido transformadas desde hace tiempo en espectáculos culturales y en experiencias privadas y han perdido toda eficacia histórica. Frente a este eclipse, la única tarea que todavía parece conservar alguna seriedad es el tomar a cargo y realizar la "gestión integral" de la vida biológica, es decir de la propia animalidad del hombre.” (opus cit.., pg 141)

La humanización integral del animal coincide con una animalización integral del hombre. Ahora solo dos escenarios son, en la perspectiva de Heidegger, posibles: gobernar, mediante la técnica, la propia animalidad, o que

“el hombre, el pastor del ser, se apropia de su propia latencia, de su propia animalidad, que no permanece escondida ni se hace objeto de dominio, sino que es pensada como tal, como puro abandono”. (opus cit. pg 146)

La segunda opción, “mesiánica”, lleva o devuelve a ese estado anterior a la escisión del hombre y el animal.

Hay quizá todavía un modo en el cual los vivientes pueden sentarse al banquete mesiánico de los justos sin asumir una tarea histórica y sin hacer funcionar la máquina antropológica. (opus cit. pg. 168)

Agamben se equivoca, creo yo, cuando dice que no hay tiempo ya para la Metafísica y la Política. Como dato histórico, eso parece lejos de ser cierto. Pero, dejando a un lado las predicciones historiográficas, queda por discutir la “bondad” (teórica) de ese “mesianismo”. ¿Es él la verdad única, o es solo, en el mejor de los casos, la única o mejor alternativa a la Metafísica? Para eso hará falta primero que la Metafísica sea definitivamente, esta vez sí, vieja y sin lugar. Hará falta que las tesis de Agamben y de los postmetafísicos en general (¿quizás tesis, ellas mismas, subrepticiamente metafísicas y ontológicas?) sean incuestionablemente correctas.

Requeriría una atención especial la argumentación (porque es argumentación) de Agamben respecto de cómo la categoría del “cualquiera” (quodlibet) deconstruye definitivamente la dualidad universal – particular de la ontología. Hay, en efecto, una paradoja o aporía fundamental en el corazón de la sabiduría de Aristóteles. Según nos dice, la sabiduría lo es de lo universal. Pero, como sabemos, la realidad no puede ser lo universal. Tampoco puede ser lo particular. Tiene que ser, como quiere Hegel, lo individual, allí donde se sintetizan lo más universal y lo más concreto. En el extremo, la esencia o concepto no tiene más objeto que referirse a lo indivisible e inconceptualizable, a la existencia, a la sustancia e hipóstasis, y quizás esto no pueda hacerlo nunca el concepto. Todo esto es digno de diálogo, lo digno de diálogo. Pero este diálogo solo puede hacerse en el interior de la Metafísica o sabiduría primera buscada, mediante el cultivo de lo universal junto a lo más concreto, porque donde lo universal no es atendido, sino que es sustituido por “recuerdos y fantasías”, como en el mito, o incluso por nada, por nada inteligible, realmente no se va más allá, sino que se permanece en la ebriedad y la somnolencia donde está prohibido pensar.

Mientras sigamos, como seguimos, teniendo la tarea de pensar, nadie puede ahorrarse volver a leer la Metafísica de Aristóteles. El mismo Aristóteles, en los libros siguientes, se dedica a intentar refutar la deconstrucción sofista de la Metafísica y la Ontología. Quizás el moderno deconstruccionismo tenga aún algo que aprender confrontándose con Aristóteles, como ya pasó hace más de dos mil años. Para eso, insistamos, hay que estar ya embarcado en la filosofía, y nadie puede hacer un gesto de reuso. La filosofía, y concretamente la metafísica y la ontología, tienen su pleno lugar hoy, incluso más que nunca.

Sin embargo, el mito, y también esa condición mitoidea de un estado de no-escisión animal-humano, han abandonado antes el diálogo. En verdad, el mito al menos nunca ha entrado en él, tiene prohibido entrar en él. Frente al pensar, el mito, como su otra cara, el pragmatismo materialista, siempre operarán como fuerza contraria, intentando, como el canto de las sirenas, seducirnos y conseguir que nos abandonemos a lo inconsciente, no, en verdad -y contra lo que él “cree” (si es que puede creer algo)-, superando la dualidad de la realidad, sino negándose a pensarla. Tanto el amor a la sabiduría como el amor al mito, dice Aristóteles, surgen de algo parecido, en cierto modo igual: la admiración. Los mitos, y la religión en general, nacen de la conciencia del mysterium tremendum. Pero, mientras que la actitud metafísica dice que lo más divino es lo más cognoscible y digno de ser buscado, la actitud religiosa y mítica queda paralizada por el terror ante la desproporción entre nuestros recursos (recuerdos e imágenes, sobre todo, y solo tímidamente conceptos e ideas) y lo absoluto. Esa paralización contrae al hombre hacia la animalidad y la obediencia, y fuerza a declarar impío todo acercarse al árbol que lo absoluto parece haber puesto justo en el centro del mundo. Lo bueno y lo malo es aceptado, infantilmente, como establecido, como derecho positivo de un monarca absoluto de designios inescrutables. Por eso el mito no es compatible, propiamente, con la ciudadanía, con la soberanía del Hombre. El mismo hombre que es positivista respecto de las leyes, es positivista respecto de la ciencia. Por eso pragmatismo y miticismo son dos caras del mismo “pensamiento”, del pensamiento del no-pensamiento.




[1] (aquí hay una duda en las lecturas del texto, pero no afecta al sentido general del texto –véase el comentario de la edición de García Yebra, Gredos, pg 16, con quien no estoy de acuerdo-)