Mostrando entradas con la etiqueta Axiología. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Axiología. Mostrar todas las entradas

martes, 30 de mayo de 2017

Del valor del pensamiento

En los últimos tiempos se ha vuelto relativamente habitual encontrar entre los expertos en lo que podríamos llamar hermenéutica metafilosófica (esto es, estudiosos de la filosofía y los filósofos como hechos culturales, estudiosos que, ellos mismos, se mueven ambiguamente entre la filosofía y la historiografía y otras ciencias culturales o “humanas”) la idea de que la filosofía alguna vez fue y nunca debió dejar de ser una actividad indisolublemente unida a la praxis (ética y/o política). Como los sabios de otras culturas de oriente, los sabios griegos antiguos, según por ejemplo P. Hadot, nunca vieron la filosofía como una actividad separada o separable del afán de “saber”-vivir (donde “saber” carga con la tarea de no distinguir, o de confundir, entre saber-qué y saber-cómo, según la distinción que hiciera Ryle y que ha tenido bastante éxito en la filosofía analítica, sobre todo en la más wittgensteiniana y pragmatista –véase aquí una crítica-), y una mera especulación sin importe “existencial” les habría parecido algo monstruoso, puro “escolasticismo”. Como si, cuando la filosofía olvidase su esencial papel pragmático, se volviese logomaquia vacía. Afines a este tratamiento hermenéutico de la actividad filosófica (aunque con motivación y alcances distintos) son las defensas habituales de la conveniencia de incluir la filosofía en los planes de estudio, que se basan fundamentalmente en el argumento de que ella hace, a los sujetos, críticos y buenos ciudadanos. Estas tesis nos remiten a la gran cuestión (filosófica, por un lado, y también práctica) de la relación entre pensamiento y praxis, concretamente entre filosofía y ético-política. Me gustaría discutir brevemente este asunto, que es, como todos los demás asuntos trascendentales, dialéctico.

En las defensas populares del valor pedagógico y social de la ciencia suele emplearse también, de manera más o menos sutil, el argumento pragmático: las ciencias permiten que nuestras vidas sean materialmente mejores, o incluso nos hacen personas y sociedades más libres, etc. Sin embargo, a casi nadie le parece menor (al contrario, suele inspirar un sentimiento de profundo respeto) la idea de que las ciencias tienen su principal valor en sí mismas, en cuanto actividades puramente teóricas. Se nos recuerda, con solemnidad, que los griegos fueron quienes “por primera vez” desvincularon la geometría de su aplicación práctica y reconocieron el valor intrínseco del más inútil pero luminoso de los teoremas, y que todavía los grandes matemáticos y físicos modernos han llevado a cabo sus descubrimientos sin tener ni querer tener idea de qué aplicación práctica podían tener. Cuando, en la Repúblicta, Platón pone a sus guardianes a estudiar matemáticas, nos dice que estas ciencias tienen dos tipos de valores: el valor práctico-técnico, sí, pero, infinitamente por encima de él, el valor puramente teorético, contemplativo. En esta apreciación convergen el reconocimiento de la autonomía de la verdad, y la tesis trascendental intelectualista del valor de lo teorético respecto de otros tipos de valor, y ambas cosas se implican entre sí, para Platón.

Efectivamente, los griegos, o quien quiera que sea, habrían descubierto algo esencial: que el valor de verdad de una proposición o un juicio es completamente indeducible de cualquier otra cosa que no sea otro portador de valor de verdad, es decir, que el valor teorético forma un ámbito cerrado en sí mismo y la verdad es, en ese sentido, absolutamente autónoma. Por supuesto, pueden establecerse o descubrirse cuantas relaciones de dependencia e incluso de necesidad se quiera entre ese ámbito y elementos de otros ámbitos: quizás los seres humanos no habrían prosperado en las ciencias sin el acicate de las necesidades prácticas (o al contrario), y, quizás (algunos dirán que sin duda) nuestras vidas no serían las que son sin la aplicación práctica de los descubrimientos teóricos. Pero esto no afecta un ápice al hecho de que el valor veritativo de una proposición es completamente independiente de su valor práctico, o, mejor dicho, del valor práctico de las acciones que implementan técnicamente las ideas vehiculadas por la proposición. En la medida en que el motivo práctico se introduce en las consideraciones teoréticas, lo más que puede aportar es un valor heurístico, pero no es descartable que distraiga, o sea contraproducente (como, según han señalado Elster, Parfit y otros teóricos de la racionalidad, y ya señaló Platón, es contraproducente estar pensando en el éxito o en cualquier otro factor extrínseco cuando se realiza una determinada actividad), o incluso, según dice Kant del motivo eudemonista para la ética, malverse el razonamiento.

¿Qué ocurre con la filosofía? Tal vez sea más difícil encontrar en el mismo Platón una reivindicación, tan clara como la que se refería a las matemáticas, del valor intrínseco e intrínsecamente teorético de la filosofía: suele aparecer unido, su ejercicio, con la función de hacernos mejores o más “semejantes a los dioses” (Teeteto), aprender a morir (Fedón), ser mejores gobernantes, etc. Sin embargo, esto es fácil de explicar: sencillamente, el valor intrínseco de lo teorético en la filosofía se da por supuesto, no necesita defensa alguna. Más bien, lo que necesita, si no defensa sí recordatorio, es el hecho de que la filosofía tenga, también, un valor práctico (ético, político…) esencial. Pero ese valor práctico emana, precisamente, del valor intrínseco de la “actividad” contemplativa. Y hay que tomarse completamente en serio el pasaje del Político donde el Extranjero eleata dice que, si estamos haciendo ese ejercicio de intentar definir al político, es solo para ejercitarnos en la dialéctica.

¿Qué relación hay, entonces, entre filosofía y acción? La filosofía, decimos, es una “actividad” puramente teorética, es decir, dedicada a conocer, a conocer la verdad. Ningún valor práctico la define. En realidad, es inadecuado incluso decir que la filosofía es una “actividad”. Por supuesto, la filosofía es, en cierto sentido, una actividad, ya que, en un cierto sentido, todo lo que hace un ser consciente es una actividad (precisamente en cuanto contemplado desde la perspectiva de la praxis). Pero la frase “actividad filosófica” tiene otro valor, menos bondadoso: el de sugerir subrepticiamente que la filosofía (o cualquier otra cosa que es tildada de “actividad”) es solo o principalmente una subespecie o adjetivo del género o sustantivo actividad, género o sustantivo este que habría que situar en la cúspide de la axiología, según la vocación pragmatista de nuestros tiempos.

La filosofía no tiene su esencia en ser útil para “saber”-vivir (o morir), o para ser buenos ciudadanos críticos. Si sucede que sirve para eso, y  si ese servir resulta ser necesario (pero no analítico), ello es algo, en un aspecto esencial, extrínseco a la propia filosofía, aunque, a la vez, nos dice algo importante sobre la conexión entre los diversos ámbitos trascendentales del pensamiento y de la acción. Esa relación, en efecto, es dialéctica. Esto significa que ni la filosofía es actividad (ética o política) ni la actividad (política o ética) es filosofía, aunque, precisamente por eso, guardan una relación de interdependencia en su completa distinción y autonomía. Quien se acerca, pues, a la filosofía, buscando una guía para el buen vivir o el buen morir, o para la educación cívica, etc., se acerca de manera lateral y, en cierto modo, espuria a ella, tan espuria como quien se acercase al arte pensando en decorar su salón o en hacer negocio. No es de necesidad (no es algo analítico) que la filosofía sea edificante. En este sentido tiene razón Heidegger cuando dice que toda la biografía que importa de Aristóteles es “nació, pensó y murió”. La manera correcta de acercarse a la filosofía es interesados por la verdad o su búsqueda.

Esto deja abierta la pregunta de qué valor, si alguno, tienen la verdad y la contemplación, más allá de su ensimismado valor teorético. Tal cuestión remite a una forma superior de axiología, desde la que pudiera medirse el valor del pensamiento y la verdad en confrontación con otros tipos de valores, como el ético o práctico, o el estético, o el religioso… La cuestión quedaría abierta, por cierto, incluso aunque se llegase a la conclusión de que es la filosofía la única que puede dirimirla. Esto es, en cualquier caso, asunto para otra ocasión. Lo que nos ocupa aquí es esto otro: la filosofía no es ni está mezclada indisolublemente con un “saber”-vivir, con una praxis. Su modo de validez es autónomo, intrínseco.


Cuanto hemos dicho se funda, recordemos, en la idea central de que el valor teorético es indeducible del valor práctico (y viceversa). Sin embargo, obviamente (y como toda tesis filosófica) esta tesis es controvertible. El pragmatista trascendental podría decirnos algo así: “pero ¿es qué dices que se funda la creencia del teórico en sus axiomas y en sus procedimientos? Si dices que se fundan en sí mismos es una petición de principios o una circularidad. En verdad, se fundan en la decisión de creer en eso: un axioma o un procedimiento considerado teoréticamente válido no es más que una proposición que se quiere creer firmemente”. Así han predicado, por ejemplo, Nietzsche y sus seguidores, o Wittgenstein y los suyos, y, a su modo, el pragmatismo analítico ha llegado hasta ahí cuando no ha podido encontrar el último anclaje de todo valor de verdad más que en el criterio pragmático. Este es, sin duda, un profundo debate filosófico. ¿Cómo podremos dirimirlo? ¿Cómo sabemos si es más “correcta” la posición pragmatista o la contraria? Parece evidente que la corrección que buscamos aquí no es otra que la de la verdad: si fuera cuestión de decisión, conveniencia, etc., podríamos ahorrarnos todos los argumentos. Si es así, resulta que, aunque la filosofía, o el pensamiento teórico en general, no puede, quizás, erigirse en el valor supremo, tampoco puede renunciar a lo que solo le pertenece a ella, a él.

lunes, 17 de febrero de 2014

Falta de realidad y nacimiento del deseo (asuntos trascendentales III)

Lo bueno y lo bello, al menos “en este mundo” o para seres perspectivos como nosotros, son diferentes a lo verdadero. Lo que vemos suceder no es lo que querríamos o nos gustaría que ocurriese. (Tampoco coinciden entre sí lo bueno y lo bello: lo que querríamos que sucediese no coincide con lo que nos gusta, ni viceversa) Hay un desajuste, decíamos, entre los “trascendentales”. La vida, al menos la de un ser limitado (aunque a la vez capaz de juzgar de Todo), parece ser la búsqueda del mayor ajuste entre ellos. Esta discordancia, entre cómo son las cosas y cómo las valoramos, lleva a algunos a sostener que el bien y la belleza, los “valores”, no pueden ser entendidos a partir de lo real o verdadero: no son en sí asunto de realidad o irrealidad, sino de deseabilidad o gusto.

Sin embargo, decíamos, es a la vez imposible separar una cosa de otra, nuestra consideración de la bondad y la belleza de las cosas, del cómo esas cosas son. Cuando nos preguntamos por qué algo nos parece malo o bueno, o nos gusta o no, mencionamos sus características “reales” u “objetivas”, no morales ni estéticas, dando por supuesto que hay una conexión total y necesaria entre esas características y su ser buenas o malas, bellas o feas. Por decirlo en términos de la filosofía contemporánea, la bondad y maldad, y la belleza y fealdad, supervienen a las propiedades no morales ni estéticas de las cosas, y esa superveniencia no puede ser arbitraria (ni puede tampoco tener un fundamento meramente fáctico, como, por ejemplo, que estemos determinados por la historia de la evolución para valorar así).

¿Cómo pueden los tres trascendentales de los que nos estamos ocupando, Bien, Belleza y Verdad, ser diferentes y, a la vez, tener la más estrecha de las relaciones? En la nota anterior buscábamos sus igualdades, y encontramos dos muy importantes:
  • Los tres suponen una distinción entre lo ideal y lo fáctico. Les es común el discriminar, de entre lo dado, lo correcto de lo incorrecto, según sus propios criterios de validez. No todo lo que ocurre es bello, ni bueno…, ni tampoco real. Solo es bello, de entre todo lo que sucede, lo que responde al criterio de belleza; solo es bueno, de entre lo que sucede, lo que responde al criterio de lo bueno; y, también, solo es verdadero, de entre lo que sucede o parece que sucede, lo que responde al criterio de verdad. Aunque una consideración poco cuidadosa piensa que el caso de lo verdadero es diferente en este sentido (el conocimiento, a diferencia de la valoración ética o estética, no juzgaría lo dado, lo aceptaría tal cual se da), vimos que no es así en todo sentido: el conocimiento impone normas a lo dado, y, en último extremo, está dispuesto a tachar como error e ilusión todo aquello que no se atenga al criterio de lo auténticamente verdadero.
  • Y vimos, también, que (se puede postular que) ese criterio por el que cada uno de los ámbitos juzga y discrimina entre lo dado, es el mismo para los tres, aunque adoptando en cada uno de ellos una forma específica. Los tres, en el fondo, imponen o exigen la mayor unidad e identidad de lo más múltiple y diverso. Es verdadera una teoría en la medida en que reduce la mayor multiplicidad de sucesos y cosas a la mayor unidad y orden. También la norma de lo bueno exige, proponemos, la mayor unidad de lo múltiple, tanto para el todo (que se aplique la misma ley y unidad de valor para todos los casos, teniendo, por tanto, total consideración a la especificidad de cada caso) como para cada “individuo” (uno busca ser lo más unitario sin perder la máxima diversidad). Y seguramente también la norma de lo bello sea esa unidad de lo múltiple, esa “armonía”.

Pero si esa es la semejanza e incluso identidad de verdadero, bueno y bello, ¿en qué se distinguen los tres?, ¿cómo es que no vemos ese ajuste total?, ¿de dónde nace la diferencia, innegable para nosotros, entre conocer la verdad, desear el bien y apreciar la belleza?

                                                           ****

Parece claro, si aceptamos todo lo anterior, que el desajuste entre verdad y bien (y belleza) se produce solo porque y en la medida en que lo dado no coincide con lo ideal (es decir, con la mayor unidad de la mayor pluralidad). Hay en nuestras existencias falta de unidad y a la vez (aunque parezca paradójico –y lo es, pero es también totalmente “lógico”-) de pluralidad y diferencia. Y es en esa doble falta donde se manifiesta la divergencia entre lo verdadero y lo valioso. En algunos momentos intentamos imponer una unidad abstracta y homogeneizadora, que no salva sino que niega y destruye la diversidad; en otros, pretendemos “liberar” una pluralidad igual de abstracta y unilateral, que destruye la unidad, y eso tanto en nuestra labor teórica como en la ético-política y la artística o estética en general.

Ese desajuste, como esa falsa separación, de la que es completamente solidaria, se deben, pues, a nuestra perspectiva. Y no es que nuestra perspectiva nos impida solo ver lo universal, ni tampoco solo que nos impida ver lo particular y múltiple: nos impide ver bien ambas cosas, es decir, nos impide ver su síntesis dialéctica, y provoca en nosotros la separación abstracta que empobrece a los dos elementos reduciéndolos a sus sombras: lo general abstracto (la fábrica, el ejército, el mercado, la mera cantidad o extensión…) y lo particular desconectado (el idiota, el aventurero solitario, el que se ha hecho a sí mismo, lo irrelacionable…)

El hecho de que seamos puntos de vista sesgados del Todo-Uno significa, entonces, dos cosas, que parecen iguales pero son lo más contrario posible: por una parte, somos seres particulares (en un lugar del Todo) capaces de comprender lo universal (el Todo); por otra, en cambio, nuestro sesgo consiste, como hemos dicho, en que ni estamos bien particularizados (nos identificamos e identificamos a las cosas de maneras vacías y abstractas) ni universalizamos o unificamos adecuadamente (concebimos la unidad de las cosas como una mera suma o conjunto de desconexiones). Nuestra manera relativa de concebir, precisamente porque confunde los polos de lo particular-múltiple y lo unitario-universal, los separa y desconecta.

Una perspectiva perfecta no es (no sería) la que todo lo mezcla en un borroso conjunto o masa (donde el bosque anula la particularidad de los árboles y las ramas), ni tampoco la que, por ver con detalle las ramas, no logra ver el bosque. La perspectiva perfecta, que orienta nuestra búsqueda al menos como ideal regulativo, es o sería aquella que ve todo como uno y, a la vez, cada cosa como totalmente específica, estando todo en todo.

                                                            ****

Es constitutivo, en cambio, del sesgo de nuestra perspectiva que veamos lo que ocurre como parcialmente malo y feo. Pero no porque lo dado, siendo auténticamente real y verdadero, tenga que ser visto como bueno y bello, y debamos aceptar lo que ocurre reconciliándonos con ello. Si lo que vemos es malo y feo, solo puede ser porque sea, también, falso. Si lo que ocurriese fuese diáfanamente lo que es, la realidad sería lo horrible. La recomendación del amor fati es la suma de la soberbia teórica (creer que ya se sabe cómo son las cosas) y la humildad o hasta el servilismo práctico y estético (domeñarse y negarse a sí mismo volitiva y emocionalmente).

Pero ¿qué hace de la verdad, verdad, de la bondad, bondad, y de la belleza, belleza? ¿Qué las diferencia y define a cada una?

                                                             ****

En primer lugar, parece que, entre las tres propiedades, es la de la Verdad o Realidad la que tiene la prioridad, es decir, la que se define por sí misma y define a las demás. Que algo sea bueno, o bello, dijimos, depende de (superviene a) sus características. Son ciertas propiedades reales (“aunque” ideales), no morales ni estéticas, las que hacen a la cosa ser lo que es y, también, ser buena y bella. La Verdad o Realidad es el valor del valor. En una situación perfecta, lo bueno es (lo mismo que) lo real, pero porque ahí las cosas están en su plena o auténtica realidad.

La fractura entre lo que las cosas valen (moral o estéticamente) y lo que son, se produce, por tanto, cuando se separan el ser y el parecer, es decir, cuando se escinde el ámbito de lo Real o Verdadero, que es el ámbito del que emana tanto todo valor como todo contravalor. Es cuando y en la medida en que se produce el desajuste entre lo ontológicamente perfecto (lo que es Todo-Uno) y lo que percibimos (perspectiva), cuando nace o superviene, como consecuencia, el desajuste entre lo que sucede y lo que debería suceder, y entonces aparecen lo bueno y lo malo y su deseo de que sea hecho o no; y, en otra instancia (de la que habría que hablar aparte) lo bello y lo feo y su gusto o disgusto por que suceda.

                                                            ****

Para intentar pensar algo menos oscuramente (pero todavía precipitadamente) la diferencia entre los trascendentales, vamos a recurrir a lo que, según el Extranjero eleata en El Sofista de Platón, caracteriza a todo ser: la dýnamis o actividad-capacidad. Las cosas tienen la capacidad de hacer y padecer.

Pero ¿cómo distinguir el hacer del padecer? Solo podremos entender lo que es Actividad si lo ponemos en relación con la axiología. Actúa un ser en la medida en que introduce unidad en lo múltiple; padece un ser en la medida en que no posee unidad de lo plural. La división “interior” del sujeto finito es una separación relativa del hacer y el padecer, de Acto y Pasión.

Ahora podemos intentar entender la diferencia entre lo verdadero o real y lo bueno, de acuerdo con estas ideas. Un ser sería plenamente activo si en él no hubiese distinción entre lo que es y lo que parece, es decir, si su perspectiva de las cosas supusiese la mayor síntesis (dialéctica) de unidad y pluralidad. Solo en un ser así, lo real es lo bueno y bello. Allí donde la potencia y vida están en estado perfecto o ideal es en el conocimiento. El conocimiento verdadero es la Acción pura, que no desea (o desearía) un futuro ni vive (viviría) de un pasado. Pensamiento de pensamiento.

Pero en un ser limitado la divergencia entre lo que es o sucede y lo que debería ser real se manifiesta como una carencia de realidad, y es entonces cuando nace el Deseo, es decir, la re-acción del sujeto frente al padecer que le aqueja como discordancia de lo dado con lo real. El deseo y su praxis no son acción pura, como sí lo es el conocimiento verdadero, sino acción de un ser carente de realidad.

Es parte de la naturaleza de la finitud creer, por otra parte, que lo dado es real, y que, por tanto, lo ideal es irreal aunque deseable. Es decir, es parte del deseo creerse tendiendo a algo irreal. Sin embargo, el deseo solo es reacción contra lo que, aunque no es plenamente real, se aparece al sujeto como tal y como estando, sin embargo, en desacuerdo con lo que, siendo en verdad plenamente real, se le aparece al sujeto como meramente ideal o realizable.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

¿Es plural, o eliminable, la noción de Perfección?

Hay nociones axiológicas en todos los ámbitos de la actividad racional. Pero ¿son estas nociones, las mismas, de un campo a otro, o son meras metáforas? Y, en segundo lugar, ¿son prescindibles las nociones axiológicas?

¿Es unívoca la noción axiológica (Validez, Corrección, Perfección), de un campo a otro? Podría pensarse que no es así, sino que es una en la ética, otra en la estética, etc. Habría que explicar, en ese caso, por qué en las lenguas “naturales” no se considera un término equívoco (como gato o banco), ni metafórico, sino, a lo sumo, analógico. Cuando decimos “esta teoría es correcta” y “esta acción es correcta” no pensamos que lo que cambie sea el significado de “corrección”, sino el ámbito o dominio a que está siendo aplicado.
Pero hay una prueba mejor, a priori y al mismo tiempo “constructivista” o intuitiva, de que las nociones axiológicas son las mismas, se apliquen al campo que se apliquen. Consiste en constatar que lo que se exige, en cualquiera de esos campos, para atribuir esos términos axiológicos a algo (es decir, los criterios) se apoya en exactamente los mismos conceptos, que nadie calificaría sensatamente como de equívocos. Veámoslo:

-Empezando por el dominio menos debatible, ¿qué se pide de una teoría para que sea “mejor”, más “válida”? Son dos las características fundamentales (las otras se derivan de ellas) para considerar mejor a una teoría: Unidad y Autonomía.
Unidad: una teoría es mejor cuanta mayor unidad consigue. Por supuesto, esto implica que deba encerrar la mayor multiplicidad, es decir, que explique el mayor número de cosas con los menores recursos, porque una teoría que fuese muy unitaria pero que se aplicase a un solo objeto, no fomentaría la unidad de la ciencia. También se deduce de ello que una teoría, para ser mejor, tiene que ser lo más coherente posible: la coherencia es unidad en lo múltiple. Y también se deduce, por lo mismo, que tiene que tener el mayor orden posible, es decir, la mayor jerarquización y menor diseminación posible.
Autonomía: una teoría es mejor cuanto más independiente es, no solo de rasgos subjetivos, sino de otras teorías. Se considera más fundamental a una teoría que engloba a las demás. Idealmente, la ciencia aspira a una autonomía total, es decir, que nada externo a los propios criterios teoréticos (autoridades religiosas, rasgos contextuales, etc.) la condicione.

Estos mismos rasgos, unidad y autonomía, son, en el terreno de la ontología, los que fundamentalmente se exige de una entidad para considerarla sustancia. Cuanto menos unidad (interna) tiene algo, menos sustantivo es (una montaña), mientras que a mayor autoidentidad, mayor sustantividad (un sujeto consciente). Y también la autonomía o agencia (entelequia) sirve de criterio preeminente: consideramos sustancia a lo que tiene alguna virtualidad efectiva.

Lo mismo podría decirse de rasgos morales y estéticos: la unidad (coherencia, orden…) y la autonomía (libertad, originalidad…) son las principales virtudes que hacen a algo bueno o bello.

Podemos decir, entonces, que las nociones axiológicas (validez, corrección…), entre las que ocupa el papel superior la noción de Perfección, tienen pleno sentido, están presentes en todos los ámbitos de la racionalidad, y tienen un único significado, aunque se apliquen a diferentes campos.


Ahora bien, ¿son imprescindibles las nociones axiológicas? Podría pensarse que no: que, puesto que están necesariamente asociadas a criterios, son, en realidad, redundantes, reducibles a esas nociones criteriales quizá más asépticas. Podría pensarse, por ejemplo, que la idea de que una teoría es “mejor”, “más válida”, “correcta”, “buena”, “perfecta” que otras, equivale solamente a decir que se atiene a los criterios teoréticos. Y lo mismo en los demás ámbitos: que una persona o un electrón sean una entidad “más real” que una montaña o una nube, no significa sino que responde más (no digamos “mejor”) a los criterios ontológicos. Esto significaría poder prescindir de la axiología: usar términos como “correcto”, “válido”, etc., sería una manera abreviada, o redundante, de decir, “responde a los criterios”.

Pero ¿funciona este movimiento? Creo que no. La interdependencia de nociones axiológicas y criterios, no provee la prescindibilidad de las primeras (aunque tampoco de los segundos).

Ahora bien, aún sería curioso –en cuanto asunto psicológico- por qué podríamos desear matar a la axiología. Por qué consideraríamos más “asépticos” conceptos no axiológicos.

Supongamos que ante la pregunta (P1) “¿por qué hay que considerar a esta teoría, T, más válida (buena, correcta, adecuada…) que sus rivales?” contestásemos: (R1) “porque es la que más adecuadamente se atiene a los criterios, C, con los que se dirime la corrección o bondad de una teoría”. Aún serían pertinentes al menos dos tipos de preguntas:
    -un tipo empezaría con la pregunta (P21) “¿por qué decimos que T se atienen “mejor” a los criterios C?”, a lo que podríamos responder (R21) “porque se atienen (mejor) a los meta-criterios, m-C por los que se dirime la calidad de la adecuación de una teoría T a los criterios C de corrección de una teoría”, lo que, o bien nos envolvería en un regreso al infinito, o bien nos llevaría a un último estadio (R21u) “porque estos meta-criterios son los meta-criterios últimos u-m-C por los que se dirime si una teoría se adecua a criterios”; y
    -un segundo tipo de preguntas que empezaría por (P22) “¿por qué aquellos criterios C (de acuerdo con los cuales la teoría T es considerada mejor o más correcta) son los criterios correctos o mejores?”, a lo que se podría contestar, o bien (R22) “porque se atienen, a su vez, a unos supra-criterios, s-C, por los cuales se dirime qué criterios de nivel inferior son los mejores o más correctos”, o bien, cuando llegásemos al último escalón (R22u): “porque estos criterios, u-C, son los criterios últimos por los que se dirime qué criterios de todo nivel inferior son mejores”.

En ambos casos, la pregunta “¿por qué estos criterios?” acabaría con “son los que son, y punto”. Pero esta respuesta encubre, claramente, que hay unos criterios que son los mejores, los más correctos, los más válidos. El hecho es que, unos criterios y no otros son los criterios últimos, y no hay criterios superiores para evaluarlos. Y esta es la noción misma de Validez, que no queda eliminada por el hecho de que se reconozca los criterios para identificarla. No es arbitrario que creemos a ciertos criterios los criterios últimos. Es más, “últimos” o “primeros” es un eufemismo para decir “superiores”. En sí mismos, los números son neutrales.

Ha habido otros intentos paralelos de eliminación de una noción trascendental:

Algunos, por ejemplo, creen que se puede prescindir de la noción alética fundamental, Verdad, si definimos qué condiciones se exigen para considerar verdadera una aserción. Pero esto está equivocado. No solo es que nadie nos ha explicado cómo hablar prescindiendo del concepto de Verdad, sino que es el propio concepto de Verdad el que da unidad y sentido a toda la actividad teórica.
Otros intentos paralelos de eliminación:

Sustancia – propiedades. Por supuesto, una sustancia puede ser identificada como una intersección de propiedades, pero es esa intersección, y a ese hecho, que haya esa intersección, es a lo que llamamos sustancia. La sustancia es la noción de un nexo maximal de propiedades. No es una noción prescindible.

Existencia – esencia. Por supuesto, lo que existe es lo que tiene determinadas propiedades (autonomía, unitaridedad), pero son esas propiedades. La existencia es la noción de que ciertas propiedades son relevantes.

La noción de Perfección va unida, hemos dicho, a ciertas propiedades (individualidad, autonomía), pero la perfección es el hecho de que esas propiedades son las relevantes. Obsérvese, además, que las propiedades que definen a la Perfección son las mismas que definen a la sustancialidad y a la existencia o realidad. Son “convertibles”. O, como dijo Spinoza, “por realidad entiendo lo mismo que por perfección”.

El hecho, en resumen, es que hay unos criterios que son los últimos, es decir, los más unitarios y autónomos de todos los criterios. Este hecho racional bruto no necesita justificación (no podría tenerla), pero sí requiere reconocimiento. Y lo que pide ser reconocido es que unos criterios son los últimos, lo que significa lo mismo que los más válidos. Y la constatación de que otros criterios no se atienen a los criterios que de hecho son los últimos, es la constatación de que otros criterios son peores, inválidos, incorrectos. Por tanto, existen unos criterios últimos que miden la corrección de los demás, y este “hecho” es el que se significa diciendo que hay una axiología en las cosas, que unas son más correctas, buenas, adecuadas, que otras, en cualquiera de los campos de la racionalidad. La idea de Validez, incluida la de Validez absoluta o incondicional, es la noción trascendental por excelencia. Los diferentes ámbitos de racionalidad son diferentes ámbitos de validez, pero la idea de validez es la misma en todos.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Una noción perfectamente legítima: la Perfección

Sigo (y me acerco al final) del abordaje al (mal)llamado “argumento ontológico”.
El argumento pretende demostrar que un ser absolutamente perfecto (al que los filósofos identifican con lo que las tradiciones religiosas, especialmente las monoteístas, llaman “Dios”) existe necesariamente. Hasta ahora hemos estado hablando de qué significa existir y cuál(es) es (son) criterio(s) de existencia. Ahora hablaremos de la noción de la cuál se plantea la cuestión de si tiene referente real, es decir, si existe: de la noción de Dios, o, mejor, de Ser Perfecto.

La palabra Dios, en verdad, no juega ningún papel protagonista en el argumento filosófico. Podría ser del interés de teólogos y creyentes, pero es, para el filósofo, un mero nombre que debe ser definido o identificado con una noción menos sujeta a connotaciones irrelevantes: Dios, en filosofía, es el nombre que damos a la noción de un ser absolutamente perfecto (otra cuestión sería si es correcta, y cuánto, la identificación de esa noción filosófica con la noción –o nociones o variantes- religiosa(s) de Dios). En aras de la pulcritud, pues, considero preferible atenerse en la noción de ser-perfecto.

Pero, antes de (intentar) probar que la Perfección existe, necesitamos entender bien el concepto del que predicamos la existencia. “¿Existen los Números?” es una pregunta con sentido si tenemos una mínimamente aceptable caracterización o definición (conceptual, no terminológica) de Número. “¿Existen los Námoros?” no es una verdadera pregunta. ¿Existe, no ya la Perfección, sino una idea coherente de Perfección? (Ojo, no quiero, con esto, admitir que el concepto de Perfección sea, a priori, más sospechoso o más necesitado de definición que otros términos que se usan sin definir explícitamente hasta en la más rigurosa de las ciencias –tales como pertenencia, límite, etc.-; pero siempre es bueno intentar clarificar las nociones y ver que no contienen inconsistencia).

Se equivoca quien piense que las ideas no pueden ser coherentes o incoherentes. Los conceptos, salvo los atómicos quizá, tienen que contener conceptos compatibles. No puede haber, concedamos por ejemplo, un verdadero concepto de “cuadrado-redondo”, o de “sonrisa-rojiza” (o solo puede haberlo como metáfora, es decir, prescindiendo de los rasgos que generarían incoherencia). Pero si en todos los conceptos se exige coherencia, en el de Perfección esto se multiplica por infinito, porque es imposible (salvo nominalmente) entender por Perfección algo incoherente, ni siquiera algo que no sea máximamente coherente (por las razones que veremos).

Perfección”, de ser un concepto legítimo (e, insisto, nada a priori prueba que no lo sea, puesto que la gente, incluidos –como vamos a ver- aquellos que se dedican a las actividades más racionales, lo usa habitualmente, y desde luego no lo catalogan en el mismo grupo que “cuadrado-redondo”) es una noción “axiológica”, o, mejor dicho, la noción axiológica principal. El campo semántico de las nociones axiológicas incluye nociones como “correcto”, “válido”, “valioso”, “bueno”, “mejor”, “óptimo”, etc. Las nociones axiológicas (como, por otra parte, le pasa a todas las nociones) van necesariamente asociadas a criterios o norma(tividade)s. De acuerdo con la forma y grado en que algo se ajuste a los criterios dados, será valorado como mejor, más correcto, más válido, etc., tal como de acuerdo con que algo se ajuste a los criterios aritméticos o epistemológicos será un número o una teoría. Las nociones axiológicas, al igual que otras, no se pueden derivar de algo más fundamental, pero puede probarse su legitimidad precisamente por su presencia inevitable en otros niveles del discurso que no consideramos sospechosos.
Me plantearé en esta entrada las cuestiones: ¿Hasta donde, en nuestro discurso, se remontan las nociones axiológicas, cuya cabeza es la noción de Perfección? ¿Qué relación hay entre axiología y criteriología?

                                                              ****

Sería un gran error pensar que las nociones axiológicas (perfecto, válido, correcto…) pertenecen solo al terreno de la ética, siendo a lo sumo metáforas cuando se usan en otros campos. Por supuesto, existen nociones axiológicas en los discursos ético y estético, donde se valoran, comparan, etc., objetos y proposiciones de esos discursos. Hay, es cierto, filósofos que piensan que los criterios morales y estéticos no son únicos, sino múltiples. Pero, en todo caso, la noción axiológica es la misma (unívoca): se entiende qué significa que algo es Mejor, Correcto, etc., aunque haya que relativizarlo a un ámbito, o cultura, etc., lo que dará lugar a un pluralismo de sistemas de valores, no de la noción de validez.

Por otra parte, es inaceptable (como doy aquí por argumentado –aunque no es absolutamente imprescindible para la presente argumentación-) que el sujeto que tiene que valorar de acuerdo a ciertos criterios morales o estéticos (o sea, cualquier sujeto, en la medida en que es un agente racional –valga el pleonasmo-), piense que esos criterios son contingentes y que no tienen una validez mayor que otros completamente contrarios. Sería el exponente modélico de una actitud irracional, sostener una creencia (ética o estética) sobre la base de ciertos criterios que no se considera mejores, objetivamente mejores, que otros que prescribieran lo contrario. En la medida en que un sujeto valora racionalmente, implica la unidad de la axiología, es decir, una única idea y criterio asociado de Perfección o Validez máxima (el sujeto puede no estar en condiciones de dar justificaciones últimas, pero en la misma medida convendrá en que su decisión no es plenamente racional, y que, por tanto, tampoco su acción es plenamente autónoma). De todas maneras, para no generar disputas innecesarias, propongo dejar la margen el terreno de lo ético y lo estético.

Pero, además de en el discurso moral y estético, y de manera menos sujeta a debate (aunque también menos consciente) existe axiología, y de manera constitutiva, en el ámbito de discurso puramente teórico (la ciencia, la filosofía…) Evaluamos las teorías como (más o menos) correctas e incorrectas, como buenas, mejores o peores. Es imposible separa conceptos como el de Verdad (y error), o el de Justificación-teórica (o injustificación), del concepto de Validez o Corrección. Y esto no solo en el ámbito de la sintaxis o de los metalenguajes, sino también en la semántica. Ciertas nociones son “correctas” (consistentes, intuitivamente relevantes), y permiten discriminar entre aplicaciones más o menos correctas o válidas de esas nociones. Por ejemplo, el Triángulo, que es una noción intuitiva y definicionalmente buena, correcta, pertinente, aceptable… permite discriminar qué es un triángulo (más o menos) correcto. También aquí, obviamente, las nociones axiológicas (corrección, validez, adecuación…) van unidas indisolublemente a criterios. Las teorías físicas que se atienen a los criterios del método científico (coherencia, comprobabilidad, sencillez…) son “mejores”, ciertas demostraciones son más “correctas”, ciertas tesis son “válidas”, y algunos teoremas se considera que están “perfectamente” demostrados.

Nuevamente, existe una opción filosófica que niega la unicidad de la criteriología teorética (lo que, repito, no implica que la propia noción de Validez sea en sí inestable o múltiple –porque, en ese caso, sería un término equívoco-, sino que tiene aplicaciones disjuntas). Pero aquí doy por equivocada a esta tesis pluralista o relativista. Su requerimiento habitual de que justifiquemos no circularmente los criterios epistemológicos, desconoce, primero, que la justificación deductiva no es la instancia fundamental de toda justificación (la evidencia de ciertos principios es suficiente); y, segundo, que cualquier intento positivo de prescindir de los criterios denunciados como contingentes o locales (si es que alguien ha llevado a cabo algún intento así) no logra saltarlos sin convertirse en algo que solo equívocamente llamaríamos “discurso”. El criterio de coherencia es insoslayable para cualquier emisión de sonido que se pretenda discurso válido; y lo mismo vale del criterio de confirmabilidad empírica para proposiciones acerca de fenómenos. En todo caso, si uno quiere fingir una posibilidad ininteligible para nosotros (como que posiblemente exista un discurso matemático en el que el tres es impar –sin que esté jugando con las palabras-), no tenemos por qué seguirle. Aceptaremos que él “vive” en un mundo diferente (no ya materialmente, sino lógicamente diferente), y no tendremos nada que debatir con él mientras no nos muestre un puente del uno al otro. Quien ejerce el discurso racional teórico, presupone la unicidad de la axiología (Validez o Perfección), tanto de la noción como del criterio.

Y, por último, existen nociones axiológicas (aunque resulte menos habitual verlo así, y también se atienda poco a ello) en la ontología. Decimos que ciertas cosas son más aptas que otras a ser consideradas auténticas cosas reales, y no meros arreglos subjetivos nuestros. Creemos más reales (aunque algunos rehúsen, sin justificación -a mi juicio-, esa manera de hablar) las cualidades “primarias” que las secundarias. Algunos filósofos se han planteado si existen realmente (o existen tanto o son tan reales como otros seres) las montañas, o las nubes, por ejemplo. Mucha menos gente cree discutible que existen, como cosas o sustancias individuales, las personas o los electrones. Esto no es una discusión bizantina. Los mismos físicos utilizan, implícita aunque inevitablemente, criterios ontológicos, de acuerdo con los cuales identifican cosas o eventos, mientras que consideran a otros como meras coincidencias de propiedades simultáneas, por ejemplo. Es lo que Quine llamó el proceso de reificación. (Como dato curioso, recuerdo una noticia según la cual las compañías aseguradoras de las Torres Gemelas, habían solicitado –o pensaban solicitar- la opinión experta de ontólogos para determinar si eran un solo objeto o dos). Esa discriminación de realidades se basa en un criterio ontológico, y este implica una axiología: ese criterio es el mejor, el más correcto, para dirimir la realidad de las cosas. Hay las cosas que hay, son reales las que lo son, porque hay un criterio "válido", "correcto", "bueno" de discriminación ontológica.

En resumen, existen nociones axiológicas (o, por mejor decir, aplicación de las nociones axiológicas) en todos aquellos ámbitos en que se supone posible discriminar entre lo mejor y lo peor, lo más correcto y lo menos. La noción de Validez es suficientemente clara y unívoca, y está presente en todas las áreas de la racionalidad. Y lo mismo puede decirse, desde luego, de la noción de Validez máxima o Perfección (una teoría idealmente perfecta, una ley idealmente perfecta…), porque la validez relativa presupone la noción de validez absoluta. Una teoría, por ejemplo, que solo fuese válida respecto de ciertos criterios que no tuviesen una validez absoluta, es decir, que no implicasen que no hay otros criterios, contradictorios con ellos, pero igual de válidos o ni válidos ni inválidos, realmente no sería una teoría correcta, sino una mera actitud irracional. El científico presupone que, al atenerse a la metodología a la que se atiene, no es aceptable la validez de otra metodología contradictoria con aquella. Si puede llegar a poder en duda la validez de su propia metodología solo podrá hacerlo aceptando la validez de unos criterios superiores, de los que los suyos serían un caso local (de manera similar a como un científico aceptará una nueva teoría sobre determinado ámbito de objetos, solo si esa nueva teoría puede competir en un mismo campo de criterios con la primera). En fin, una vez más, la noción de Validez Absoluta, o de Perfección, es plenamente legítima, y es constitutiva de cualquier discurso racional.

Quedaría por preguntarse, en primer lugar, si las nociones axiológicas, con la de Perfección a la cabeza, son unívocas (o al menos, no irrazonablemente análogas) de un ámbito a otro de aplicación (o sea, si tenemos la misma noción de Validez en el pensamiento cuando decimos que una teoría es válida, o que una norma es válida); y, en segundo lugar, si las nociones axiológicas son prescindibles o eliminables, traducibles razonablemente en términos no axiológicos. Eso lo dejo para la siguiente entrada.