lunes, 24 de septiembre de 2012

Saber-cómo, solo un caso concreto de Saber-que. Apología del intelectualismo (y una vez más T. Williamson)


El intelectualismo, en su sentido más general, puede definirse como la tesis filosófica según la cual una actividad consciente es más plena en la medida en que está dominada o regida por el conocimiento o “intelecto”, es decir, por la capacidad del sujeto de “representar”(se) las propiedades de las cosas de manera racional, es decir, de acuerdo con conceptos, proposiciones, ideas, etc. Otra manera, normativa, de caracterizarlo es diciendo que el Intelecto tiene la prioridad conceptual o “lógica” sobre las demás capacidades o funciones intencionales, o, parodiando inversamente a Hume, que el Intelecto es y no puede dejar de ser el amo del resto de la psique (en un ser racional, se entiende). Una manera más de expresar esto es diciendo que la principal función del lenguaje es la proposicional-veritativa, o que el modo verbal fundamental es el indicativo, y no el optativo, el imperativo o cualquier otro.

Esta tesis tiene implicaciones ontológicas (pues supone que nuestro mejor acercamiento a las cosas es el que nos presenta el conocimiento y, por tanto, la realidad tiene que ser más como nos la representa el intelecto –es decir, implica el racionalismo ontológico-epistemológico-), y tiene, también, aplicación en ámbitos filosóficos referidos a todo tipo de actividades intencionales, por ejemplo y especialmente en la actividad desiderativa o volitiva, en la afectiva o emotiva, y, por supuesto, en la actividad propiamente cognitiva. En todas ellas el intelectualismo tiene implicaciones normativas. Aplicado, por ejemplo, al ámbito volitivo o “práctico” (o moral), el intelectualismo sostiene que una decisión no es verdadera decisión más que en la medida en que está causada o regida por la “creencia” racional de que ese deseo o acción es racionalmente bueno de acuerdo con las propiedades objetivas de las cosas. Aplicado al ámbito cognitivo, el intelectualista dirá, obviamente, que solo es verdadero conocimiento algo en la medida en que está dominado o regido (si no es, en este ámbito, completamente identificado) con una actividad pura y autónomamente intelectiva, no condicionada por la capacidad volitiva, o de cualquier otro tipo. El intelectualismo no tiene por qué (aunque tampoco tiene, en principio, por qué no) adoptar la postura extrema de que una orden, un ruego, una expresión afectiva… sean reducibles a una proposición puramente cognitiva y veritativa, pero sí que cualquier actividad intencional no puramente cognitiva depende de o está regida por un acto puramente cognitivo. Es decir, que, por ejemplo, una orden (“¡abre la puerta!”), para ser una verdadera orden (o sea, un ejemplo de actividad racional) y no una casualidad o el sonido de un magnetófono, debe implicar, en el sujeto que la emite, actividad puramente cognitiva o proposiciones, algunas de ellas con contenido valorativo pero no ajeno un ápice al modo cognitivo (tales como “si él abre la puerta, podremos escapar del incendio”, “es deseable escapar del incendio”).

Es entendible que el intelectualismo moral suscite oposición, puesto que en cierto modo niega la autonomía de la voluntad, y parece, por tanto, no respetar la “brecha” (como la ha llamado, por ejemplo, Searle) que parece que debería de haber entre, por un lado, saber o creer que algo está bien, y desear o decidir realizarlo. No es raro que la mayoría de los filósofos de la moral sean anti-intelectualistas en mayor o menor medida, con las excepciones de Sócrates, Platón, los estoicos, y poco más. Sin embargo, y más paradójicamente, el anti-intelectualismo está muy presente también, en los últimos siglos, en el terreno epistemológico. Bajo la égida del voluntarismo moderno (la prioridad de la voluntad o “razón práctica” sobre el entendimiento -¿qué importante pensador moderno escapa a esto, salvo Leibniz?-), de varias maneras se ha querido negar la autonomía de la propia actividad cognitiva incluso cuando se dedica al conocimiento.

El ataque más radical al intelectualismo ha provenido, quizás, de la posición filosófica del Wittgenstein de la segunda etapa, y de muchos filósofos que han orbitado en torno a su radical y oracular propuesta. Me refiero a la tesis de que la función cognitivo-referencial no es ni la única ni la principal función del Lenguaje (y, hay que entender, por tanto, de la actividad inteligente), sino que es “posterior” a otros usos o praxis irreduciblemente no cognitivo-representacionales. Se trata, en otra versión, de la tesis filosófico-lingüística de la prioridad de la función pragmática sobre la sintáctica y semántica: “en el principio, fue la Acción”, podría servir de lema a toda la filosofía moderna y ultramoderna. Es hora de desmontar este gran error, el anti-intelectualismo.

Una de las versiones más populares de anti-intelectualismo pragmatista es la G. Ryle, según la cual es preciso, primero, distinguir saber-que de saber-cómo (knowledge-that / knowledge-how) y, segundo, advertir que el saber-cómo es absolutamente irreducible a, e independiente de, un saber-que. Es más, el propio saber-que sería un caso de saber-como, un “uso” entre otros, y no el más interesante. Según eso, uno puede saber-cómo montar en bicicleta sin saber-qué es montar en bicicleta (qué es lo que está haciendo o qué es aquello en lo que consiste conducir una bicicleta), o saber (-cómo) argumentar algo sin saber (-qué es) en (lo) que consiste una buena argumentación, es decir, sin ser saber lógica. ¿Análogamente, entonces, debería poder decirse que la biela del pedal de la bicicleta sabe cómo girar sobre el eje (aunque no sabe qué es lo que está haciendo al saber hacerlo y al hacerlo), un cuerpo sabe-cómo seguir la geodésica (pero no sabe-qué es eso) o un gato sabe geometría, puesto que sabe cómo atravesar unas barras, con lo que tendríamos un bello, no ya pampsiquismo, sino pantepistemismo, donde toda la naturaleza sabe-muy-bien-cómo aunque no tenga ni idea de ningún sabe-qué hace?

La tesis de Ryle ha tenido mucho éxito entre los espíritus pragmatistas de los últimos tiempos. Sin embargo, es una tesis, creo yo, completamente equivocada, y un caso paradigmático del mayor de los males filosóficos que padece la modernidad. Ya otras veces me he referido a este error (algo más que un error, diría yo) de Wittgenstein y su espíritu pirómano (él mismo dijo que sería recordado de manera similar a quien quemó la biblioteca de Alejandría –y también, debió decir, por un aprecio enternecedor por la fe ciega que busca un sentido infinito para su pobre existencia). Voy ahora a hacerme eco, una vez más, de un artículo (“Knowing how”, 2004) en que participa el fino filósofo oxoniense de origen sueco, T. Williamson (en colaboración con Jason Stanley), donde se rechaza la tesis de Ryle y se defiende que el saber-cómo no es más que un subtipo de saber-que. Después daré mi propia opinión.

El argumento de Ryle para la irreducibilidad del saber-como a saber-que (argumento único, como el propio Ryle admite) es el siguiente:

Si todo acto de inteligencia debiera depender de la consideración de un contenido proposicional, ninguna actividad intelectiva llegaría a darse jamás, puesto que la propia actividad de considerar una proposición es una actividad y debería venir regulada, pues, a su vez, por la consideración contemplativa de la norma que la regula, con lo que caeríamos en un regreso vicioso. Algunas actividades intelectivas, por tanto, tienen que ser posibles sin que vengan regidas por la consideración contemplativa-proposicional de la norma que las regula y son, por tanto, un saber-cómo pero no un saber-que.

En términos más simples: si embarcarse en una acción implica contemplar una proposición, dado que contemplar una proposición es un embarcarse en una acción, deberá implicar la contemplación de otra proposición, ad infinitum.

Las premisas de Ryle, dicen Stanley y Williamson, son dos:

(1) si uno F, entonces uno emplea un saber-cómo F
(2) si uno hace uso de un conocimiento de que p, entonces uno contempla la proposición de que p.

Si uno monta en bicicleta, uno sabe-cómo montar en bicicleta; si uno usa el conocimiento de que para construir un silogismo hacen falta al menos tres términos, entonces uno está contemplando la proposición “para hacer un silogismo hacen falta al menos tres términos”.

Son esas premisas las que nos conducirían al regreso, pues si hago algo, sé como hacerlo, y si sé como hacerlo, estoy haciendo algo más que hacerlo, estoy contemplando la proposición que dice en qué consiste hacerlo, y, entonces, a su vez tengo que estar haciendo una tercera cosa, etc.

Stanley y Williamson rechazan este argumento, mostrando que no es posible ninguna interpretación uniforme de las dos premisas que las haga verdaderas a las dos y permita, por tanto, concluir como pretende concluir Ryle:

-         La primera premisa, tomada en toda su generalidad, es evidentemente falsa para muchas instancias de F, como el propio Ryle sabe: por ejemplo, hacemos la digestión, pero no se puede decir que sabemos-cómo digerir (a no ser que queramos decir que también una planta carnívora sabe cómo digerir). Tampoco sabemos cómo ganar la lotería incluso cuando la ganamos. ¿Cómo hay que restringir la premisa para que sea útil a la tesis ryleana? Hay que restringirla, dice Ryle, a “operaciones ejecutadas inteligentemente”. Es decir, y sin empantanarnos en definir “inteligentemente”, la premisa 1 solo sirve para acciones intencionales (mentales) o un subgrupo de ellas.

-         La segunda premisa también es falsa para ciertos casos de saber-que. Como ha argumentado Carl Ginet, ejerzo o manifiesto mi saber que la puerta se abre accionando el pomo, haciéndolo, sin necesidad de formular(me) la proposición. Es decir, cuando estoy en el estado intencional de abrir la puerta, no estoy simultáneamente en el estado intencional explícito de saber que la puerta se abre accionando el pomo, sin embargo, sé-que la puerta se abre así y es ese saber el que me permite saber-cómo hacerlo (a diferencia del animal que la abre –al menos las primeras veces- por casualidad). Puede escaparse a este contra-argumento diciendo que “contemplar una proposición” no hay que entenderlo en el sentido de una acción intencional: si llamamos “contemplar una proposición” a cualquier caso en que una acción implica un saber-que aunque el sujeto no necesite estar en ese estado intencional, entonces seguiría valiendo la premisa 2: si uso un saber que p, entonces estoy, en un sentido amplio y no-intencional, “contemplando” la proposición de que p. Sin embargo, recuerdan Stanley y Williamson, hemos visto que la primera premisa solo es aceptable si se refiere a acciones intencionales: uno sabe-cómo hacer algo si ese saber es una actividad intencional (a diferencia de un electrón, que no sabe-como hacer lo que “hace”). Luego no podemos salvar simultáneamente esta segunda premisa y la primera.

Si, por ejemplo, saber-cómo demostrar un teorema T, implica saber-que un teorema se demuestra de esta o aquella manera M, pero no es preciso que en el momento en que estoy demostrando T tenga explícitamente a la vista (esté en la situación intencional de contemplar) M, entonces no hay la justificación que pretende el argumento del regreso infinito de Ryle para aceptar que algún saber-como es necesariamente independiente de un saber-que. No hay, pues, una lectura uniforme de las premisas 1 y 2 en las cuales sea verdadera la conclusión.

Ryle, creen Stanley y Williamson, interpreta erróneamente los “saber-cómo”. ¿Cómo los interpreta? Según Ryle, una expresión del tipo “x sabe cómo F” solo adscribe a x una “habilidad” para F. Pero esto es claramente falso. Un entrenador de baloncesto puede saber cómo hacer la jugada maestra sin tener él mismo la habilidad para realizarla. Saber cómo se hace algo es una cosa muy diferente a tener la habilidad pragmática para hacerlo. Y, a la vez (añado yo), que un ente tenga (o parezca tener) la “habilidad” de hacer algo es muy diferente a que sepa cómo hacerlo, salvo con una metáfora muy arriesgada que nos lleva al pampsiquismo (en realidad, aquí está implicada una muy pobre intelección de lo que es la acción, el hacer –frente al mero ocurrir-).

A continuación Stanley y Williamson se ocupan de versiones modernas del argumento de Ryle, que apelan al presunto hecho de que la estructura sintáctica de las expresiones “x sabe-como…” es distinta a la estructura sintáctica de las expresiones “x sabe que…”. Las primeras piden como complemento un infinitivo (que denotaría una acción o una habilidad), mientras que las segundas piden una proposición. Stanley y Williamson pasan a analizar la sintaxis posible de las expresiones “x sabe + infinitivo” (notando, antes, que esto no afecta solo a verbos como ‘saber’ ni es especial del terreno de la epistemología).

¿Cómo pueden interpretarse las estructuras del tipo “x sabe + infinitivo” (“Juan sabe -- montar en bici”, “Luisa sabe -- resolver ecuaciones de segundo grado”)? Según Stanley y Williamson (me ahorro aquí el pormenorizado desarrollo de esta parte del artículo) solo hay cuatro interpretaciones posibles:

1)      x sabe cómo él debe F (Juan sabe cómo debe -él- actuar o qué debe hacer él para que ande la bicicleta)
2)      x sabe cómo uno debe F (Juan sabe cómo tiene uno que actuar o qué tiene que hacer uno para que ande la bicicleta)
3)      x sabe cómo él puede F (Juan sabe cómo puede actuar o qué puede hacer si quiere que ande la bicicleta)
4)      x sabe cómo uno puede F (Juan sabe cómo puede uno actuar o qué puede uno hacer para que ande la bicicleta).

Los casos 1 y 2 atribuyen, claramente, un conocimiento proposicional a x, a saber, el contenido de la norma que uno (yo o cualquier otro) debe seguir para hacer F. Esos casos, por tanto, no dan cobertura a la tesis de que saber-cómo es independiente de saber-que. Los casos 3 y 4 son ambiguos: ¿necesita uno saber todas las formas en que hacer F? No: uno podría “hacer” algo sin saber todas las maneras de hacerlo. Pero lo que sí es imprescindible para que se pueda decir que “sabe-cómo” hacer algo (es decir, que sea una acción intencional, diferente a la que es el caer de una hoja de un árbol) es que x sepa al menos una manera de hacerlo. El análisis de la sintaxis no provee ningún argumento para sostener que alguna expresión del tipo “x sabe + infinitivo” no implica un saber-que.

¿Cómo hay que definir entonces “saber-cómo”? La propuesta de Stanley y Williamson es la siguiente:

“x sabe cómo F” es verdadera si y solo si para cierta manera contextualmente relevante, m, que es una manera para x de hacer F, x sabe-que m es una manera para él de hacer F.

Es decir, podemos hablar de que alguien sabe cómo hacer algo (y no simplemente que lo “hace” por casualidad o le ocurre) si ese alguien sabe que esa es una de las maneras posibles, y pertinente dada el contexto, de hacer eso. Juan sabe cómo montar en bici si conoce alguna manera en que hay que mover el cuerpo y los pedales para que la bici ande. Luisa sabe demostrar un teorema si sabe qué es lo que hace, de alguna manera al menos, que un teorema esté demostrado.

Esta caracterización del saber, añaden los autores del artículo, implica una teoría de la intencionalidad de tipo russelliano, en que el sujeto se relaciona con proposiciones, pero con proposiciones que pueden contener maneras de entrar en acción. Hay diferentes maneras en que puede presentarse a la mente una proposición que contenga maneras de actuar. Pero el hecho de que un conocimiento tenga conexiones no conocidas, no implica que no sea un caso de saber-que. No es preciso, en definitiva, postular un tipo de conocimiento no proposicional: el saber-cómo es solo un caso de saber-que, un saber-qué hay que hacer en determinadas circunstancias.

Por no alargar mucho esta entrada, dejo mis comentarios y mi opinión sobre el tema, para una futura ocasión.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Diálogo a las puertas del juzgado


 
A las puertas del juzgado, cuando todo el mundo se ha marchado, dos siluetas, que parecen las de Kant y Platón, charlan así:


Kant.- ¿Qué te ha parecido el Juicio? ¡Lo he diseñado yo solito!

Platón.- Eso de la dignidad del hombre, y que no se puede comerciar con la justicia, te ha quedado muy bonito.

K.- Sí, es de lo que más orgulloso me siento.

P.- Y cuando lo llamas “Razón Práctica” ¿no quieres decir que es sólo la Razón misma, pero tratando sobre lo bueno?

K.- Sí, si lo entiendes bien. Lo que quiero decir es que dictar leyes o tomar decisiones no es lo mismo que saber algo: es Hacer, no Saber.

P.- Eso suena también muy profundo. Pero ¿quieres decir que no hay una conexión entre decir “Esto es bueno” y decir “Esto debe hacerse”?

K.- Ahí está el punto: no hay ningún conocimiento como “Esto es bueno”. Nada es bueno en sí, salvo la buena voluntad, pero eso no es un objeto, claro.

P.- ¿Entonces no son buenas la Vida, el Conocimiento, y todo eso?

K.- ¿No has leído al avispado de Hume? Él ha resumido muy bien lo que ya se venía viendo: no hay ninguna propiedad en las cosas que sea lo bueno, como sí hay lo amarillo. Y no se puede pasar de describir algo (por ejemplo, los seres vivos buscan perpetuarse) a decir que “debe hacerse así”. Yo he dicho lo mismo, pero salvando a la razón, en contra del hedonismo de Hume.

P.- ¿Así que no crees que las cosas tienen, cada una, una Esencia, y que se puede conectar el Bien de una cosa con su Esencia? ¿Por ejemplo, que para un caballo es bueno todo lo que le hace ser mejor caballo, y para una persona todo lo que le hace persona, y que hay una idea de Perfección que rige sobre las demás esencias?

K.- ¡Ay, las esencias! Tarde pero a tiempo me di cuenta de que eso no era más que optimismo y fanatismo griego. Me pasé mi juventud creyendo en ellas, sin ver ninguna, como les pasa a los jóvenes con el amor verdadero.

P.- Cuentan de mí que, a alguien que me dijo algo así como “pues yo veo a Sócrates y a Alcibíades, pero no veo la Humanidad” le contesté “eso, amigo, es porque tienes ojos pero no inteligencia”. No recuerdo haberlo dicho, pero ¿y si te lo digo a ti? ¿También tú confundes conocer con imaginarse o representarse algo? ¿Crees que el mundo es un teatrillo?

K.- A ver, yo no he dicho más que lo que dijiste tú: que todo lo que vemos no es más que simples fenómenos, no las cosas en sí mismas. El espacio y el tiempo no son más que nuestra forma de percibir las cosas, que para nosotros son sólo pensable, noúmena.

P.- Y ¿no ves ninguna diferencia entre tú y yo?

K.- Sí: que yo me he visto obligado a negar que tengamos conocimiento alguno de esos seres inteligibles. Ha llovido mucho desde tu época, y yo no puedo refugiarme en metáforas y mitos, como hacías tú cuando querías referirte al Alma o a los Dioses.

P.- ¡Eres en todo igual de inflexible! Piensas como un hacha, separándolo todo. ¿Sabes? Aunque no me entusiasma este tipo de explicaciones, me parece que tiene que ver con tu educación en esa religión del desierto, el judaísmo, renovada hace poco por el monje alemán, Lutero. También tú dices que no tenemos ninguna imagen de Dios, o sea, del Bien en sí, y que lo que tenemos que hacer es acatar su Ley sin conocerle. Pero no puedes evitar mencionarlo, por mucho que lo llames cosa en sí.

K.- Eres muy sabio, y muy buen psicólogo.

P.- Y sabes que siempre te preguntarán qué relación dices tú que hay entre esas inalcanzables cosas en sí mismas y nuestros miserables fenómenos. Alguna tiene que haber ¿no? ¿O cualquier cosa puede provocar cualquier fenómeno?

K.- Sí, has metido el dedo en el ojo de mi teoría. Últimamente, antes de morir, trabajo en algo que se parece mucho a deducirlo todo del entendimiento, y mis lectores jóvenes y supuestos seguidores están cayendo en lo que más he combatido: están convirtiendo al Yo en una cosa, en una sustancia, y diciendo que lo es todo.

P.- Y ¿qué es el Yo, según tú, si no es una cosa?

K.- Es una simple forma, una función. Esto es muy difícil de comprender.

P.- ¡Y tanto! ¡Un algo que no es una cosa! Me recuerdas a un inteligentísimo alumno mío, un tal Aristóteles, que se ha venido desde Macedonia a estudiar a mi Academia. Él también me dice: maestro ¿y si las Ideas no son cosas, sino sólo Formas? Eso es demasiado inteligente para mí: yo, todo lo que pienso creo que es algo.

K.- ¡No te hagas el simple, como tu maestro Sócrates! Pero ¿no ves que en cuanto intentamos mencionar a las Ideas, a los seres de más allá, a las Esencias tuyas, caemos en contradicciones, en Dialéctica?

P.- Claro, eso es lo que hemos dicho otros, empezando por el viejo Heráclito y el sabio Parménides. Yo mismo, si has leído mi libro de la República, he distinguido dos tipos de conocimiento racional, uno mixto y otro puro. El primero es lo que tú llamas uso condicionado o Ciencia, o sea, que saca sus contenidos de la sensibilidad. El segundo es el que busca las cosas mismas.

K.- Sí, buscarlas las busca, pero nunca las encuentra.

P.- Es que nadie ha dicho que seamos dioses. Aunque, en cierto modo, lo somos.

K.- Pues yo digo que un conocimiento que se contradice, no es conocimiento ni nada. Y eso le pasa a tu dialéctica.

P.- Me vas a permitir que te diga que no has profundizado lo suficiente en el asunto. Escucha, y dime. Según lo expuse en mi Parménides (que no sé si has leído…), nosotros no podemos pensar sin dar por supuesto lo Uno puro, porque todo conocimiento es unidad. Pero es cierto que, a la vez, en cuanto queremos representarnos esa unidad, no tenemos más remedio que hacerla múltiple, porque somos entendimientos limitados, no infinitos o perfectos.

K.- De acuerdo hasta ahí.

P.- Muy bien. Pues ahora creo que hay que darse cuenta de que, no por eso podemos prescindir de pensar en lo Uno y lo Múltiple, y sus relaciones. Al pensarlos, vemos que el uno implica al otro, y caemos en contradicciones, por pensar Todo a la vez. Pero entonces, como una chispa, surge la intuición racional (que no puedes imaginar, fíjate bien) de lo Uno puro.

K.- Ese es el paso que niego: no hay esa intuición, yo no la conozco.

P.- Pues, para no conocerla, la usas correctamente, porque ¿con qué te refieres a las cosas en sí mismas? La diferencia es que yo, como buen griego, pienso que podemos referirnos a ello usando las representaciones, si no las tomamos como la realidad misma, sino como símbolos o imágenes imperfectas.

K.- Y yo, como buen alemán, no sé nada de metáforas ¿no es eso?

P.- Casi. Más bien, no eres consciente de tus metáforas. Porque, mira, ¿no hablas tú de las cosas mismas, esas que sin embargo dices que no podemos pensar? Dices que las ‘hay’, que ‘causan’ nuestras representaciones, etc.

K.- Vale, uso algunas analogías. Pero no me refiero a ellas en sus contenidos, como haces tú cuando hablas del Caballo-en-sí y las demás esencias.

P.- ¿Sabes? Tú encajas perfectamente en la figura del Guardián de mi polis.

K.- ¡Me haces mucho honor! Y ¿por qué piensas eso?

P.- El guardián, digo yo, sólo sabe de Matemáticas, no va más allá ni llega a la dialéctica. Se siente completamente obligado a cumplir la Ley, pero él no es capaz de darle ningún contenido a esa ley.

K.- ¡Y el sabio sí es capaz!

P.- Se acerca más. El sabio sabe que el Bien es lo mismo que la Unidad, y sabe que los cuerpos son imágenes, o sea, ni del todo iguales ni del todo diferentes, del Alma. Así que busca unidad en el alma produciendo unidad y armonía en los cuerpos.

K.- Los griegos siempre seréis unos ilusos…, eso sí, luminosos. Pero Grecia ya ha pasado. Hoy, en Europa, sabemos que los cuerpos no representan nada de nada: vivimos en la noche de un mundo sin sentido, no en el mediodía poblado de dioses desnudos, como vosotros.

P.- Por eso no sabéis ni qué hacer. Porque, si no piensas que el cuerpo es imagen de la persona, ¿cómo sabes qué comportamientos son correctos o cuales no? Repetir, como haces una y otra vez, que debes actuar como querrías que actuara cualquiera, no te va a ayudar a decir cómo debes actuar. Debes saber qué cosas son buenas.

K.- Quizás tengas razón. Pero cuanto dices me suena a un imposible, al pasado. Las ciencias han avanzado mucho. Nos dicen que, en el cuerpo, todo es ciego mecanismo. Yo he intentado dejarle un hueco a la Libertad, pero fuera de este mundo, claro. Este mundo se lo doy todo a la Ciencia.

P.- ¡La Ciencia! ¿Qué es la ciencia? Cada uno tiene la ciencia que se merece, ¿no te parece? Pero todo eso de que la ciencia dice que las cosas son mecánicas, no es ciencia, sino filosofía. Ya existía en mi época: también en Grecia había pesimistas. Y también algún día volverán…

K.- Las oscuras golondrinas, eso es. Y ¿para cuando será eso?

P.- Para cuando el personaje más importante deje de ser ese mediocre personaje que es el comerciante.

K.- Eso no lo verán nuestros ojos, por más que nos reencarnemos. Aunque creo que nos iremos acercando cada vez más.

P.- ¿Ves como no es tan duro ser optimista? Pues atrévete a pensar que lo alcanzaremos.

martes, 18 de septiembre de 2012

Continuación y final del juicio a la razón (Kant para adolescentes de todas las edades, II)

Continuación de la entrada anterior: ahora la crítica de la razón práctica:

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Hoy se reanuda en Köninsberg el trascendental juicio a la Razón Humana. Como recordarán, en la primera parte no salió bien parada: se la consideró culpable de pretender saber lo que no puede saber. ¿Qué pasará hoy? La jueza empieza recordándole los cargos:



Jueza.- Señora Razón, se le acusa de invadir, también en la moral, el terreno que no le pertenece, y pretender decirnos a todos qué está bien y qué está mal, sin atender a lo que dice el Ministerio de Gustos y Felicidades. ¿Tiene usted algo que declarar?
Razón.- No tengo nada que decir. Ni siquiera reconozco legitimidad a este juicio. Nadie más que yo puede juzgar, a los demás y a mí misma.
Jueza.- Que se siga el proceso. Tiene la palabra el fiscal.

Fiscal.- Señoría, creo que ha quedado clara la arrogancia de la acusada. Es fácil demostrar que, exactamente igual que ocurría con el Ministerio de Conocimiento, la señora Razón, ha usurpado o, mejor dicho, intentado usurpar (porque no ha conseguido nada, a decir verdad) funciones que no le corresponden. Ha pretendido convertirse en monarca absoluta, ella que no es más que una consejera.
Querría llamar a declarar como testigo a don Sentido Común.
Jueza.- Que entre.
(entra un hombrecillo un poco tosco de andares. Jura decir la verdad)


Fiscal.- Don Sentido-Común, díganos: ¿Cuál es su cometido?
Sentido-Común.- ¿Cómo dice?
Fiscal.- Quiero decir qué busca usted…
Sentido-Común.- ¡Ah! Mi reloj, el de la pulsera negra.
Fiscal.- No, me refiero a qué busca usted en la vida. ¿No es verdad que usted busca, al fin y al cabo, la Felicidad?
Sentido-Común.- ¡Claro que sí! ¡Casi más que el reloj!
Fiscal.- ¿Reconoce usted a la acusada?
Sentido-Común.- La veo borrosa (es que ando un poco miope ¿sabe usted…? Los años…)
Fiscal.- No se preocupe. ¿No le han estorbado a usted ella o alguno de sus descendientes, los llamados “sabios”, en su difícil tarea de buscarse la vida?
Sentido-Común.- Hombre, un poco sí, pero no les hago mucho caso ¿sabe usted? A veces ni les entiendo cuando hablan (¡son gente muy leída!).
Fiscal.- Y ¿cómo puede usted apañárselas sin ella?
Sentido-Común.- Yo, como mi madre y mi padre, y mi abuelo y abuela y toda la familia, sé muy bien lo que ando buscando… el reloj ¿Lo ha visto usted?
Fiscal (algo nervioso).- No, querido amigo. No tengo más preguntas, señoría.

Jueza.- Tiene su turno la defensa.

Defensa.- Veamos, le voy a preguntar a usted cosas para las que no hace falta saber leer, ni tener vista de lince. Díganos, don Sentido-Común, ¿cree ustedes que todos somos iguales?
Sentido-Común.- ¿Iguales en qué, en lo ancho o en lo romo?
Defensa.- En derecho.
Sentido-Común.- No crea usted, señor, que veo a unos más torcidos que a otros.
Defensa.- (un poco impaciente) ¡Vamos a ver! ¿Qué pasa si le doy ahora un poco de dinero, así sin más, a todos los que hay en esta sala, menos a usted?
Sentido-Común.- Que le parto la silla en la espalda, como diría mi abuelo… perdóneme la palabra…
Defensa.- Y ¿por qué?
Sentido-Común.- Porque eso no está bien, no me diga usted…
Defensa.- ¿Y si le doy a usted sólo, y no a los demás?
Sentido-Común.- Hombre..., tampoco está bien… sobre todo así, a las claras.
Defensa.- ¿No cree usted que “no hay que hacer a los demás lo que no quieres que te hagan”?
Sentido-Común.- Eso está muy bien dicho. Por eso a mi no se pasa por las mientes esconderle el reloj a nadie, ¡cagoendiez! (¡perdone, mi señoría!).

Fiscal.- Señoría, con la venia, me gustaría preguntar de nuevo al testigo.
Jueza.- Pregunte. Luego tendrá su turno la defensa.
Fiscal.- Señor Sentido-Común, ¿no cree usted que eso de que no hay que hacer lo que no quieres que te hagan se explica porque no queremos que nos den palos y sí caricias? Quiero decir que sabemos que a todos nos conviene ayudarnos, y para eso tenemos que tratarnos con la mayor igualdad…
Sentido-Común.- ¿¡Qué se yo de esas filosofías!? Me vuelven ustedes loco. ¿Me puedo ir, señora jueza?
Jueza.- No, mientras la defensa quiera preguntarle algo.
Defensa.- Por mí puede marcharse. (El Sentido-Común se va, visiblemente incómodo).

Fiscal.- Querría llamar a declarar al Político.
Jueza.- Que entre.

(entra con gesto orgulloso y saludando. Promete decir la verdad).


Fiscal.- Señor Político, ¿no es usted el encargado de dirigir el Estado?
Político.- Así es. Puedo asegurarles que en todo momento, en el desempeño de nuestra gran responsabilidad, hemos cumplido con la mayor…
Jueza.- ¡Vale! ¡Vale! Deje su verborrea, por favor, y limítese a contestar las preguntas.
Político.- Sí, señoría, si yo no he dicho otra cosa: ha sido la oposición que…
Jueza.- (golpeando) ¡Silencio, o le hago salir!
Fiscal.- Dígame, ¿qué misión tiene usted, a cargo del estado?
Político.- ¿A parte de perpetuarme? ¡Ah! ¡Sí! Conseguir el bienestar de todos, incluidos (¡fíjese bien, señoría!) incluidos aquellos que no me han votado.
Fiscal.- Y ¿qué función debe cumplir en tan noble labor la acusada?
Político.- ¿Ella? Sí, bueno… es de la mayor ayuda. Es experta en todo.
Fiscal.- Pero ¿debe ella tomar las decisiones últimas?
Político.- ¡En absoluto! Para eso ya estoy yo. Aunque la escucho, al final yo hago… lo que me da la gana… Quiero decir, conseguir el mayor bienestar para la mayoría, claro.
Fiscal.- Gracias. No tengo más preguntas.

Defensa.- Señor político. ¿Ve bien usted los sobornos?
Político.- ¿¡Qué dice usted!?
Fiscal.- Protesto, señoría, se está prejuzgando…
Jueza.- No se admite, la defensa está haciendo una pregunta. Conteste.
Político.- No, no los veo bien, claro, y puedo prometerles que…
Defensa.- (interrumpiéndole) ¿Por qué no los ve bien?
Político.- Porque… son injustos: no benefician a nadie.
Defensa.- ¿Y si beneficiasen a sus votantes, que son la mayoría, o incluso a los que no le han votado? ¿Mentiría usted para beneficiar a la mayoría o a todos?
Político.- ¡Claro que no mentiría!
Alguien-entre-el-público.- ¡Está mintiendo!
Jueza.- ¡Silencio! Abandone la sala. ¿Tiene más preguntas el ministerio de la defensa?
Defensa.- No, señoría.

Fiscal.- Señoría, querría citar al perito, el psicólogo don Tiempos-que-corren.
Jueza.- Que entre.

(entra, con cara de persona profunda superficialmente)
Fiscal.- Señor Psicólogo don Tiempos-que-corren, ¿estudia usted la conducta humana?
Psicólogo.- Así es.
Fiscal.- ¿Puede decirnos cómo funciona el asunto de la toma de decisiones? ¿Puede la Razón, ella sola, movernos a actuar?
Psicólogo.- No. La razón puede afirmar cuantas cosas quiera, pero el deseo se mueve sólo para obtener un placer o huir de un dolor.
Fiscal.- ¿Qué papel dice usted que debería cumplir, entonces, la acusada?
Psicólogo.- Debería limitarse a informar de cómo funciona el mundo, para que el deseo elija con conocimiento de los medios. Nada más.
Fiscal.- Gracias. No hay más preguntas.

Defensa.- Señor psicólogo, ¿cómo, según usted dice, pueden los sentimientos mover a la voluntad, y no puede hacerlo la razón?
Psicólogo.- Porque nadie puede romper la conexión entre un sentimiento y una decisión. Siempre que alguien toma una decisión, podemos encontrar un placer como motivo.
Defensa.- ¿Qué motivo hay para decir la verdad cuando perjudica, cosa que hacen algunos, aunque sean pocos?
Psicólogo.- El sentimiento de estar a gusto con uno mismo, o el de evitar sentirse a disgusto con uno mismo.
Defensa.- Y ¿por qué se siente uno a disgusto con uno mismo cuando miente?
Psicólogo.- Es un hecho, psicológico. Quizás la naturaleza nos haya diseñado así para ser seres sociales.
Defensa.- Y ¿sabe eso uno, cuando decide no mentir?
Psicólogo.- No, claro, eso es subconsciente…
Defensa.- ¡Ah! ¿subconsciente..! ¿No es cierto, don Tiempos-que-corren que no es usted el único representante de su (llamémosla así) “ciencia”, y que hay psicólogos que no piensan como usted?
Psicólogo.- Una minoría.
Defensa.- Y ¿es cuestión de mayorías, esto de la ciencia suya? ¿Puede usted afirmar que sus teorías son fiables?
Fiscal.- Protesto, señoría: la defensa pone en tela de juicio la honorabilidad del perito.
Jueza.- La defensa resalta un hecho relevante para el procedimiento. Siga.
Defensa.- No tengo más preguntas.

Jueza.- ¿Hay algún testigo más?
Defensa.- Llamo a declarar al señor Santo-Sabio.
Jueza.- Que entre.


Santo-sabio (entrando con paso seguro y sereno).- ¡Kalimera!
Defensa.- Perdonen su forma de hablar, es que es griego. Sólo les ha saludado.
Jueza.- Interróguele.
Defensa.- ¿Por qué le consideran a usted un sabio?
Sabio.- Porque soy siempre dikaios, quiero decir, justo, sin temer los daños ni alegrarme con los hedonai.
Defensa.- Los placeres, quiere decir. Y ¿Puede usted hacer eso? Cuéntenos en qué consiste.
Sabio.- Simplemente escucho en todo cronos a mi Logos, perdón, quiero decir a mi razón, que es tauta… o sea, la misma que la suya y la de todos. Me costó mucho ejercicio controlar a mis deseos, pero ahora soy eleuterio, perdón, quiero decir libre, y me limito a seguir la fisis, o sea, la naturaleza, que es la virtud, perdón, quiero decir la areté.
Defensa.- Gracias. No hay más preguntas.

Fiscal.- Señor santo-sabio, ¿puede hacer usted el esfuerzo de hablar como las personas normales y decirnos por qué cree usted que es bueno lo que hace?
Santo-sabio.- Por sí mismo.
Fiscal.- ¿Y para usted la felicidad no es nada?
Santo-sabio.- ¿La eudemonía?, sí, claro, lo es todo, pero sólo el sabio es feliz.
Fiscal.- Señoría, quiero que conste que ha dicho que el motivo por el que este sabio hace todo lo que hace, es por conseguir la felicidad.
Sabio-santo.- Eso lo ha dicho usted, o más bien su agnoia, quiero decir, su ignorancia.
Jueza.- ¿Hay más preguntas?
Fiscal y defensa.- No, señoría.

Juega.- Emitan sus conclusiones.
Fiscal.- Creo, señoría, que ha quedado probado que la Razón es, y no puede ni debe dejar de ser, la esclava de las Pasiones. En cambio, ella y sus cachorros, los autodenominados sabios, aunque ni siquiera hablan una lengua viva y moderna, no dejan de ridiculizar a los Sentimientos y desprestigiar su función de monarcas y guías de la vida humana. Pedimos, por ello, que sea condenada a perpetuo silencio en todo lo que se refiere a este asunto, y que, como indemnización, pague con cien años de trabajos para el ministerio de Gustos, y busque argumentos para honrarlo hasta que compense el daño provocado.
Jueza.- Tiene la palabra la Defensa.
Razón.- Señoría, renuncio a mi defensa. La agradezco al abogado cuanto ha hecho, pero considero indigno tener que defenderme.
Jueza.- Como usted quiera. En breve emitiremos sentencia.

(Después de un rato ausente, la jueza entra en la sala, ocupa su lugar a oscuras, y hace pública la Sentencia:)


Jueza.- Oídas las partes, fallamos lo siguiente:
Consideramos a la acusada inocente del cargo que se le imputa, o sea, de haber invadido terrenos de la moral que no le corresponden.
El ministerio de Gustos ni puede ni debe determinar qué es correcto, justo y, en una palabra, bueno. ¿Qué pasaría si nosotros mismos, los jueces, por ejemplo, nos dejásemos llevar por nuestros gustos, por muy altruistas que estos fuesen? Hasta el más simple sentido común reconoce, si no se le manipula, que eso sería injusto. La justicia no puede negociarse, y sólo puede ser determinada por la Razón, que nos dice, a todos, como una orden incondicional o Imperativo Categórico, que toda persona (es decir, todo aquel ser que es dueño de sus actos y, por tanto, responsable) es Libre e Igual ante la Justicia, y que bajo ningún concepto se puede vender la justicia por conseguir beneficios, aunque sean los de los votantes. Nuestra sociedad sería indigna de sobrevivir si no hiciese caso exclusivamente a la Razón.
El perito psicólogo, en caso de que lleve razón en su teoría (que nos ha parecido más que dudosa y no representativa necesariamente de su ciencia), sólo prueba cómo se comportan usualmente las personas, no cómo deberían comportarse, que es de lo que se trata. Es cierto que podemos encontrar cierta conexión entre justicia y felicidad, pero la segunda es, como mucho, el resultado de la primera, y no el motivo o la causa. Debemos buscar, no la felicidad, sino merecernos la felicidad. Y esto, que no está garantizado en esta vida, consiste en ser justos, sin otro interés.
Así que, en adelante, el Ministerio de Gustos queda totalmente subordinado a la Razón, y se le impedirá que la interrumpa cuando ella esté deliberando sobre qué es lo correcto, y qué debemos hacer. El Ministerio de Gustos dedicará más fondos y atención a los sentimientos de Respeto y de Satisfacción con uno mismo por comportarse correctamente y Remordimiento por hacer lo contrario.
Además, se permite a la Razón que enseñe (aunque nunca como si fuese algo demostrable o científico) que las Personas somos algo más que seres físicos y determinados. Puesto que para poder comportarse correctamente hay que ser Libre, aunque no podamos demostrar científicamente que lo somos, como tampoco podemos demostrar lo contrario, está permitido creer que somos dueños de nuestros actos, y que seremos juzgados por el Juez de todos los jueces, que no es más que la Razón Absoluta.
Se levanta la sesión.

En ese momento se encienden todas las luces de la sala, incluidas las que caen sobre la jueza y todos descubren con enorme sorpresa que la Jueza no es otra que…

viernes, 14 de septiembre de 2012

Kant para adolescentes de todas las edades (Juicio a la Razón, primera parte)

De mi blog de Historia de la Filosofía para segundo de bachillerato, copio aquí, como he hecho alguna otra vez, una entrada que me gustaría compartir también con los quizás no-adolescentes-estudiantes que visiten este blog. En esta ocasión se trata de presentar tragicómicamente la crítica de Kant a la Razón Humana:


Hay cierta expectación a las puertas del juzgado. Hoy comienza el juicio contra un personaje muy respetado e ilustre, en quien muchos habían depositado una gran confianza, y algunos, incluso, todos sus ahorros espirituales. Se llama Razón Humana.

El fiscal presenta cargos graves contra ella: en pocas palabras, la acusa de haber invadido funciones que no le corresponden, y haber ejercido de monarca absoluta, imponiendo su autoridad sobre la Ciencia y la Moral. El juicio se celebra en la sede de los Juzgados Trascendentales, en la pequeña ciudad de Köninsberg.
La jueza, a la que no se puede ver la cara porque está en penumbra, lee los cargos que se presentan contra la acusada:


-Señora Doña Razón Humana, funcionaria consejera principal del Estado, se le acusa de haberse extralimitado en sus funciones y haber ejercido una influencia despótica e injustificada sobre los otros funcionarios, tanto en el Ministerio del Conocimiento como en el Ministerio de Decisiones, Deseos y Buenas Obras. Dividiremos este juicio en dos sesiones: trataremos primero de sus presuntos delitos en el Ministerio del Conocimiento. ¿Tiene la acusada algo que declarar al respecto?
Razón.- Toda mi vida llevo trabajando por el ser humano, intentando iluminarle y hacerle libre de la ignorancia, su peor enemigo. Yo he buscado el sentido de su vida y de sus actos. Eso es todo lo que tengo que decir.
Jueza.- Pueden interrogarla el fiscal y la defensa.


(la Razón y la Ciencia)

Fiscal.- Señora razón, ¿no es cierto que usted afirma que conoce la auténtica realidad de las cosas, y muestra a menudo desprecio por lo que hace la señora Ciencia, de la cual usted debía ser consejera?
Razón.- La ciencia sin mí no es nada, es más: no es nada, aparte de mí. Yo se lo doy todo.
Fiscal.- Y ¿cómo explica usted que, mientras ha durado su despótico dominio, no hayamos avanzado ni un palmo, y que ni su propio hijo, la Metafísica, el que dio a luz siendo usted aún virgen, no se ponga de acuerdo ni consigo mismo? ¿Y, en cambio, desde que la Ciencia se ha decidido a sacudirse su yugo, hemos hecho más progresos que en toda la historia?
Razón.- Los temas que yo trato a solas son muy difíciles y principales; la ciencia sólo avanza en cosas minúsculas, relacionadas con la tecnología.

Fiscal.- Señoría, quisiera llamar a declarar a doña Ciencia.
Jueza.- Que entre doña Ciencia.

(Entra y jura decir la verdad)

Fiscal.- Señora Ciencia, ¿puede decirnos a qué se dedica?
Ciencia.- Intento conocer la Naturaleza, o sea, cómo funcionan las cosas.
Fiscal.- ¿Qué ayuda podría y debería prestarle la acusada, la Razón, en su importante labor?
Ciencia.- Bueno, ella está encargada de acompañar a los Sentidos y presentarle hipótesis generales, formas de organizar lo que aprendemos.
Fiscal.- ¿Ha estorbado alguna vez la señora Razón su trabajo?
Ciencia.- Lo cierto es que a veces se pone a hacer afirmaciones gratuitas, pretendiendo decirme cómo son las cosas sin atenerse a los datos ni probarlo experimentalmente. Normalmente lo único que hace cuando se pone en ese plan es distraerme, pero a veces, cuando se junta con la directora de la Asociación de Esperanzas Infinitas, me refiero a doña Teología, llegan a intentar impedirme mi trabajo. Dicen que yo ataco todo lo que nuestros antepasados nos habían mandado creer.
Fiscal.- Muchas gracias.

(Se sienta. Interroga la Defensa de la Razón)

Defensa.- ¿No es cierto, señora Ciencia, que lo que usted llama "conocer el mundo" se limita a observar las apariencias, y medirlas y pesarlas?
Ciencia.- Observo lo que veo, claro.
Defensa.- Lo que ve con sus ojos, ¿verdad? Y ¿no es verdad que usted no es siquiera capaz de distinguir si lo que ve es una ilusión o la verdad?
Ciencia.- ¡Eso me dice a veces la Razón! Pero ¿¡qué sé yo de eso!? Distinguir sueño de realidad lo sabe hacer cualquiera. Yo, por lo menos, digo que acerca de si las cosas son o no como podamos verlas, no tengo nada que decir. Sólo quiero que no se metan en mi trabajo.
Defensa.- ¿No es verdad, doña Ciencia, que la razón va, ella sola, descubriendo la matemática, y que sin ella usted no podría dar un paso?
Ciencia.- Ahí sí me es de gran utilidad la acusada. Para mí la matemática es, por decirlo así, mi lenguaje. O, mejor aún, las reglas de mi lenguaje. Pero el contenido de las palabras tengo que sacarlo del mundo mismo, no de la Razón. Eso es lo que ella se empeña en no reconocer.
Defensa.- Y ¿qué tiene usted que decirnos sobre el sentido de la vida humana, sobre nuestro destino y todo eso?
Ciencia.- Nada de nada. Yo sólo hablo de lo que sé.
Defensa.- Y ¿por qué niega usted que la Razón nos pueda decir algo al respecto?
Ciencia.- Creo que me está usted confundiendo con el fiscal: yo no digo que ella no tenga nada que decir, lo que digo es que ella no es Ciencia, no se atiene a lo comprobable. Sólo pido que respete mi trabajo.
Defensa.- Muchas gracias.


(La Metafísica: dialéctica de la razón)

Fiscal.- Señoría, quisiera llamar a declarar a don Hilemorfinez el Metafísico, el hijo de doña Razón Pura, porque lo tuvo siendo ella aún virgen.

(Entra en la sala el Metafísico, un personaje estrafalario que lleva una cara de frente y otra en la nuca, como si fuesen dos hermanos siameses pegados por la espalda. Jura decir la verdad).

Fiscal.- ¿A qué se dedica usted?
Hilemorfinez de frente.- Soy metafísico, de nacimiento. Me dedico a investigar lo más importante, lo que no puede verse con los ojos, sino sólo con la mente pura.
Fiscal.- ¿De dónde saca usted todo su presunto conocimiento?
Hilemorfinez.- Lo heredé de mi madre. Si tengo alguna duda, le pregunto a ella, que guarda todos los recuerdos en el cajón de la cómoda.
La espalda de Hilemorfez.- ¡Tú no sabes nada de nada! ¡Eres un ignorante engreido!
Hilemorfinez.- No le hagan caso, es mi espalda, una maldita sombra que se llama Materialismo, una tara de nacimiento. ¡Señor, qué habré hecho para merecer esto!

Fiscal.- Señora jueza, quiero demostrarle que todo lo que dice este hombre son puras ilusiones, y que ni él se pone de acuerdo consigo mismo.
Jueza.- Proceda.
Fiscal.- Veamos: Usted afirma que los humanos somos almas inmortales, seres inmateriales, ¿no es así?
Hilemorfinez.- Lo afirmo rotundamente. Si pienso, existo. Y como puedo separar la idea de pensamiento de la de cuerpo, sé que el pensamiento es algo independiente. Además es inmortal, puesto que sabe cosas eternas, como los números.
Hilemorfinez-espalda.- ¡Qué estupidez! Tú no has visto nunca un alma, ni la verás. Lo único que sabes es que piensas, pero eso lo hace tu cerebro. Estás más vacío que mis bolsillos.

Fiscal.- Veamos otro ejemplo: ¿dice usted que somos libres en nuestros actos?
Hilemorfinez.- Por supuesto (si no ¿cómo podríamos ser juzgados y culpados?). Tiene que haber una causa libre, no todo puede estar determinado, porque así iríamos al infinito…
Hilemorfinez-espalda.- ¡Tonterías! No hay nada libre: todo está hecho de átomos, incluido tu cerebro, y los átomos se mueven según leyes que nadie puede cambiar. Hasta si fuese cierto que pasan cosas por azar, eso no sería nada parecido a la libertad.

Fiscal.- Última prueba, señoría: Afirma usted, Hilemorfinez, que existe una Persona Infinitamente Perfecta y Todopoderosa…
Hilemorfinez.- Por supuesto: su existencia se deduce de su esencia, o sea de la idea de Perfección.
Hilemorfinez-espalda.- ¡Lo que se deduce es la inexistencia de tu cerebro! ¿Cómo vas a sacar una cosa de sólo una idea? Decir que algo existe no es decir nada, si no dices dónde está y cómo comprobarlo (Se ponen a discutir sin parar).
Fiscal.- No tengo más preguntas. Creo, señoría, que es evidente que no hay cosa en la que éste, el niño mimado de la acusada, esté de acuerdo consigo mismo. Lleva así desde que nació, y no hay visos de que vaya a mejorar. Sinceramente, señoría, creo que necesita atención médica. Y su estado es fruto de la procreación virginal de la acusada, que quiso tener hijos sin comercio carnal.

Jueza.- Tiene la palabra la defensa.

Defensa.- Señor Hilemorfinez, ¿a qué atribuye usted esas desavenencias entre su rostro y su espalda?
Hilemorfinez.- A que mi tarea es muy difícil, y este engendro que me cuelga de nacimiento, el Materialismo, es difícil de reducir. Pero estoy tomando medicaciones que ha elaborado mi madre, muy potentes en racionalina y analiticoides, y creo que pronto estaré bien.
La espalda de Hilemorfinez.- ¡Ni te creas que te vas a deshacer de mí, loco! ¡Algún día serás tú el que esté en el museo de momias!

(Hilemorfinez se pone a discutir con su espalda sin parar; tienen que desalojarlo de la sala. Fiscal y Defensa presentan sus conclusiones).

Fiscal.- Creo que ha quedado demostrado que la acusada no sabe nada de lo que dice saber por sí sola, y ha invadido funciones que no le corresponden, con premeditación y usando de la mentira. Con ello ha impedido o retrasado el progreso de la Humanidad, estorbando el trabajo de la Ciencia, a la que debía servir. Pido que se le quiten todos los poderes que ha ido acumulando, que se le ordene no acercarse jamás a la Teología y que su hijo, Hilemorfinez, sea recluido en un sanatorio, donde reciba la atención necesaria.

Defensa.- Señoría, es evidente que los cargos que se le imputan a mi defendida son injustos y proceden de la soberbia de ciertos revolucionarios modernos, adoradores de la Ciencia, que no quieren reconocer a nadie por encima de ellos, aunque sea a su propia madre, la Razón. Pido que no sólo se la absuelva de los cargos, sino que se le reconozca oficial y definitivamente su lugar principal en nuestro Estado.

(La jueza se ausenta un momento, y vuelve para dictar sentencia:)

Fallo de la Jueza.- Oídas las partes, fallamos lo siguiente: Encontramos a la acusada culpable de haberse extralimitado en sus funciones para el Ministerio de Conocimiento. Ha quedado en evidencia que ella no posee ningún conocimiento concreto, sino que se limita a ser pura forma, que necesita la información de los sentidos. Es verdad que ella ha elaborado nuestra mejor herramienta de conocimiento, la matemática, pero lo ha hecho porque, sin confesarlo y hasta sin saberlo ella misma, conocía las características generales de nuestro campo de los sentidos, ya que la forma de la experiencia, que es el espacio y el tiempo, la ponemos nosotros a priori, no son características de las cosas en sí mismas, de las cuales no podemos saber nada. Es verdad que la Ciencia no estudia más que los fenómenos, pero para nosotros, seres limitados, no hay más conocimiento que ese.

En cuanto a los demás conceptos racionales, tales como Unidad, Sustancia, Causa y similares, de los que presume la Razón, ha quedado probado que sólo tienen utilidad si son usados por la señora Ciencia.
En lo sucesivo, pues, la Razón permanecerá alejada para siempre de la Teología, y se limitará a prestar sus servicios a la Ciencia, y, como mucho, presentarle ideas muy generales (ideales regulativos) por si le sirven de pista a la Ciencia para seguir investigando las leyes más generales posibles sobre el mundo.
Pero como sabemos que es inevitable que la Razón caiga nuevamente en su error, porque por naturaleza y bienintencionadamente ella siempre busca la mayor unidad posible, la condenamos únicamente a que relea esta sentencia cada mañana antes de desayunar.
En cuanto a su hijo el Metafísico, sugerimos que sea tratado médicamente, hasta eliminar su doble personalidad, y se le emplee luego como mensajero de conceptos muy generales entre la Razón y el departamento de Ciencias, permitiéndosele que conserve el noble nombre de metafísico.
La vista de los demás cargos se aplaza para mañana. Se levanta la sesión.

¿Estás de acuerdo con la sentencia? ¿La recurrirías? ¿Con qué argumentos?

sábado, 8 de septiembre de 2012

T. Williamson acerca de intuiciones y escepticismo


Muchas veces, sobre todo en discusiones filosóficas, recurrimos a “intuiciones”: “eso suena poco intuitivo”, “esto es intuitivamente aceptable”... ¿Qué es ahí la intuición? ¿Hay alternativa a este recurso? ¿Podemos confiar básicamente en nuestras intuiciones, o estamos condenados a sucumbir al escepticismo, para el cual es un mero estado psicológico de creencia, sin ninguna garantía de objetividad? ¿Es, en esto, distinta la intuición a cualquier otra herramienta cognitiva? ¿Cómo justificar, contra el escepticismo, que nuestras creencias tiendan a ser correctas?

De estas cosas trata el excelente artículo que acabo de leer, Philosophical‘Intuitions’ and Scepticism about Judgement”, de Timothy Williamson, uno de los más agudos y rigurosos filósofos ingleses actuales. En él, Williamson sostiene que la “intuición” es una aplicación más de nuestras capacidades cognitivas, pero en contextos donde el escepticismo acerca de ellas es alto. No hay buenas razones para aceptar el escepticismo acerca de la intuición, como ningún otro escepticismo, y podemos explicar que nuestras creencias tiendan a ser verdaderas. Para ello, sin embargo, no es adecuada ninguna explicación naturalista-evolucionista ni, tampoco, el principio de caridad de Donald Davidson (es decir, la maximización del acuerdo y la verdad), sino, propone Williamson, un principio de caridad que maximice el conocimiento. Esto es coherente con una concepción “externalista” (anti-psicologista) de lo mental y la prioridad o irredubilidad del conocimiento (sobre la creencia), por cuya magnífica defensa (sobre todo en su, ya clásico, Knowledge and Its Limits, 2000) es más conocido el autor. Me haré eco del contenido del artículo, pero mezclando mis propias interpretaciones e ilustraciones (aunque dejando para otra ocasión mis disensiones).

Pensamos que existen, por ejemplo, montañas y estados mentales (o sillas). ¿Cómo lo sabemos? Forma parte de nuestras “intuiciones”, de lo habitual. No tenemos una justificación especial para creerlo, no lo deducimos de ciertos axiomas, o algo semejante. La intuición, así entendida, se usa por todas partes y en todo momento, y quizás más, o más de lo que gustaría a algunos, en la filosofía. Pero ¿qué firmeza tiene la intuición? Y ¿cómo hace lo que hace? Puede considerarse un escándalo que los filósofos tengan tan poco que decir de esto. La segunda pregunta (¿cómo lo hace, la intuición?) no es tan grave: no es necesario saber cómo funciona algo para saber que da buenos resultados. Son investigaciones suficientemente diferentes ser escritor y ser fabricante de lápices, programador e ingeniero, pintor y químico. Pero la primera cuestión (qué garantía tiene la intuición en nuestros juicios) está sometida a su particular escepticismo: ¿y si, cuando juzgamos que existen montañas, o estados mentales, o sillas, estamos en una completa ilusión?

Los escépticos acerca de nuestra intuición no son necesariamente escépticos en general, no ponen en duda todo conocimiento. Algunos de ellos comparten la metafísica naturalista, y creen que la ciencia (lo que se suele entender hoy por hoy por ello, es decir, un conocimiento hipotético-empírico) tiene suficientes garantías. Estos metafísicos naturalistas se muestran escépticos solo respecto de la intuición o el “sentido común”: pensamos que existen montañas, o estados mentales, pero eso es solo una “intuición”, una creencia que no encaja con (la metafísica que ellos construyen y que creen más coherente con) la ciencia natural. Vivimos, sostienen, inmersos en un escenario ilusorio, con montañas y estados mentales. En “realidad”, no hay tales cosas, aunque creer que las hay es, seguramente, una ilusión muy útil para nuestra pervivencia.
Si les preguntamos a estos filósofos cómo hacen ellos, entonces, para creer en sus juicios (¿no serán todos ellos también ilusiones útiles?, ¿no será una ilusión que sus ilusiones son ilusiones útiles…?), unos se encaminarán al escepticismo total, que es definitivamente paralizante, pero otros creerán que solo tenemos que aceptar un escepticismo parcial, y rechazar formas de pseudo-conocimiento, como la “intuición” o el sentido común. ¿Será la intuición el último bastión conservador y anticientífico?
Sin embargo la ciencia está impregnada hasta los huesos de juicios y percepciones estándar, acerca de, por ejemplo, cosas macroscópicas como las montañas. ¿Cómo ser escéptico para con nuestras percepciones y juicios acerca de que el termómetro señala cero grados centígrados? No obstante, es preferible hacer una defensa positiva de la intuición, empezando por demostrar que no hay razones para ser escéptico.

Cualquier escepticismo concede una base evidencial: “tú tienes, efectivamente, la sensación de… (tú efectivamente imaginas, tú efectivamente recuerdas…) X, pero falta saber si es cierto: quizás tus sentidos te engañan, te falla la memoria…" De manera análoga, se pretende en el escepticismo acerca de los juicios, tú piensas o juzgas que p, “que existen las montañas”, pero quizás tu juicio sea ilusorio. Ahora bien, señala Williamson, no hay verdadera semejanza entre una percepción (imaginación, recuerdo) y un juicio. La percepción es un fenómeno “interno”, de cuya justificación se puede dudar. El escepticismo acerca de los juicios intenta asimilar un juicio a una percepción, es decir, a un hecho interno: intenta psicologizarlo. Pero los juicios no pueden ser psicologizados: puesto que todos los hechos psicológicos valen lo mismo, si reducimos los juicios a los hechos psicológicos acerca de ellos, vamos directamente a la equivalencia de cualquier juicio y, por tanto, al absurdo: el psicologismo mismo no sería más que una creencia, un estado psicológico más, sin mayor importe teórico que el juicio contrario. Si “hay montañas” es solamente el estado interno “creo que hay montañas”, entonces “los juicios son meramente hechos psicológicos” es solo un hecho psicológico. Pero las cuestiones de la filosofía (como las de cualquier ámbito) no son acerca de los estados mentales (ni del lenguaje) sino acerca de la realidad. Por tanto, si el psicologismo fuese válido, tendríamos que ser completamente escépticos, acerca incluso del psicologismo.

Si se puede salvar el conocimiento, no podemos aceptar la psicologización de la actividad de juzgar, es decir, el internalismo epistemológico. El conocimiento no se deja reducir a creencia (aunque sea verdadera). El conocimiento es lo primero (aquí ocurre como en cualquier otro ámbito: la matemática o la lógica o la ética no se dejan psicologizar ni naturalizar: el propio naturalismo, como metafísica que es, no se deja naturalizar).
En verdad, no hay ninguna razón para aceptar el psicologismo o internalismo, ni, por tanto, el escepticismo que conlleva. El escepticismo acerca de los juicios es semejante al eliminativismo de lo mental. Coherentemente, tal como el eliminativista tiene que prescindir de los estados mentales, el escéptico acerca de los juicios tiene que redescribir cualquier juicio (“hay montañas”) como un fenómeno psicológico-interno (“creo que hay montañas”). ¿Es esta una postura teórica respetable? Veamos: ¿puede convencérsele de algo? En particular, ¿puede convencérsele de que existen juicios no subjetivos (es decir, de lo contrario a su tesis)? No se puede, pues para que eso fuese posible, él debería aceptar, o dar por supuesto, que hay criterios no internos o psicológicos, sino externos y objetivos, de lo que es correcto o no creer. Dada su posición reduccionista-internalista, él está obligado a aceptar cualquier cosa que deduzcamos, pues todas ellas son meras creencias o estados internos.

Si referimos esto a la propia primera persona, la cosa es aún más dura de tragar: ¿cómo puedo considerar mis juicios como meros hechos psicológicos?, es decir, ¿cómo puedo ser neutral respecto de mis creencias; creer que valen objetivamente lo mismo que sus contrarias? “Que p” implica que quien cree que-p tiene una creencia verdadera de que-p. Así que, si creo que hay montañas, tengo que creer que quien cree que hay montañas cree algo verdadero. No puedo creer que hay montañas a la vez que creo que quien cree que hay montañas no cree algo más verdadero que quien cree lo contrario.

Puesto que no hay manera de refutar al escéptico, no hay que aceptar que no lo hemos refutado: hay que decir que es inepto a la refutación, es decir, no es una teoría. Es como si alguien nos dice que no hemos matado al oso, pero es un oso de cartón. Lo que no tiene vida, no puede ser ni no ser matado.

Pero, ¿podemos, además de rechazar el escepticismo propio del internalismo, dar una explicación o justificación de cómo es que nuestros juicios tienden a ser verdaderos? Williamson evalúa diversos intentos, para rechazarlos y proponer el suyo propio.

Empecemos por la explicación naturalista-evolucionista. ¿Pueden todos nuestros juicios ser un mero subproducto del ADN? Muchos naturalistas creen que nuestras creencias tienden a ser verdaderas porque la verdad es exitosa. Si deseo D, y creo que si actúo de forma A conseguiré (ocurrirá) D, entonces, caeteris paribus, actúo de tal modo que creo que hago A. Es decir, lo Verdadero conduce (en general) a lo Bueno.
Pero esto explica muy poco. Basta definir de la manera "oportuna" Verdadero y Bueno para que cualquier creencia y conducta sea justificable. Imaginemos que estamos intentando interpretar a un alienígena. Bastaría atribuirle o bien creencias, o bien deseos, o ambas cosas, lo suficientemente absurdos desde nuestra perspectiva teórica y axiológica, como para que su conducta fuese completamente coherente. “No es –por ejemplo- que estos alienígenas ignoren la regularidad de la naturaleza, es que algunas veces desean suicidarse”. Como todos somos aliens, tendríamos que aceptar, por caridad, que todo el mundo conoce perfectamente las cosas, pero lo que pasa es que tiene propósitos diferentes a los nuestros.
Puesto que no es así como funciona nuestro conocimiento, necesitamos otra forma de explicarlo. Y ello nos lleva, irremediablemente, fuera de cualquier vía internalista, para buscar una relación, externa, entre nuestras representaciones y la realidad o naturaleza.

Esto es lo que han buscado algunos filósofos, ya desde una perspectiva holista, ya molecularmente (sosteniendo que hay una justificación, propia, para cada hecho de conocimiento aislado). Las teorías moleculares tienen pocas probabilidades de éxito, cree Williamson: incluso en condiciones ópticas muy favorables ¿cómo justificar, sin círculo, que estoy en lo correcto al pensar que hay una montaña ahí? No digamos si intentamos justificar, uno por uno, cualquier recuerdo.
El más famoso intento holista de justificación de la objetividad de nuestras creencias es, sin duda, el de Donald Davidson y su caridad interpretativa: sería un principio fundamental de todo acto de interpretación (de lenguaje) atribuir al otro el mayor acierto y el menor error (la mayor cantidad de verdad) posible. No podemos pensar que uno está masivamente equivocado.
Sin embargo, argumenta Williamson, Davidson asume dos cosas no garantizadas: asume la tesis, verificacionista, de que los demás tienen creencias solo si pueden tener buena evidencia de que tienen creencias (que saben que saben lo que saben), y la tesis, constructivista, de que podemos tener buena evidencia de que tenemos creencia solo si podemos tener buena evidencia de cómo podemos tener esa creencia. Más en general, la teoría de Davidson implica un cierto tipo de verificacionismo ideal, en el que los agentes tienen solo los estados intencionales que un buen intérprete con acceso ilimitado a datos no intencionales les adscribiría. Pero esto, dice Williamson, no es necesario ni suficiente para explicar el conocimiento objetivo. Cómo supervienen los estados intencionales de los agentes en los estados no intencionales del mundo es una cuestión metafísica, no epistemológica. El acuerdo es secundario respecto de la verdad, y el error masivo sigue siendo posible: la mayoría puede estar equivocada (según Platón, apenas “puede” no estarlo).

La vía correcta no buscará maximizar el acuerdo o cantidad de gente en lo correcto, sino maximizar el conocimiento (de manera análoga a como la ética no maximizaría la satisfacción mayoritaria, sino lo correcto: los anti-internalismos siempre significan que uno puede estar equivocado en lo que cree que sabe o en lo que cree que desea –ver, por ejemplo, D. Parfit, On What Matters-):
Supongamos que Pancho dice, refiriéndose a Lucas (que está presente) que “es un A, B y C”, pero, en realidad, no es así, Lucas no es ninguna de esas cosas. Sin embargo, Blas (a quien Pancho no conoce) sí es un A, B y C. ¿A quién diremos que se refiere Pancho? Si quisiésemos, sobre todo, maximizar la verdad, diríamos que se refiere a Blas (así atribuimos menos falsedad al interpretando). Pero eso no sería correcto: Pancho no sabe que Blas es A, B y C, ni sabe que Lucas no lo es. Sabemos que tenemos que atribuirle a Pancho la creencia de que Lucas es A, B y C. Le damos  más peso al deíctico de Pancho que al resto de lo que juzga y dice. ¿Por qué? Porque eso explica mejor (maximiza) el Conocimiento, aunque no maximice la verdad: Pancho está en condiciones de saber que Lucas está ahí, aunque se equivoca en lo que le atribuye, pero no está en condiciones de saber nada de Blas.
Por tanto, el principio de caridad correcto no es el que maximiza la creencia verdadera (ni el que minimiza la creencia falsa), sino el  que maximiza el Conocimiento.
Esto es, antes que nada, un principio metafísico acerca de la referencia: la referencia “está para” provocar conocimiento. Solo ulteriormente es un asunto epistemológico. Ni lo primero se reduce a lo segundo, ni la maximización de creencia verdadera salva la maximización de conocimiento.

¿Qué relación hay, entonces, entre conocimiento y acción? El conocimiento no es una capacidad entre otras, es la capacidad de las capacidades. Una acción que no se base en el conocimiento solo defectuosamente es y puede llamarse acción. Si uno no sabe lo que está haciendo, no está haciendo algo. La referencia maximiza el conocimiento, sin imponerle limitaciones independientes.

Volviendo, entonces, al problema de la intuición y su garantía, muchas veces sabemos, y muchas sabemos que sabemos algo, sin saber cómo (sabemos-qué sin saber-cómo, pero no al contrario, no sabemos-cómo sin saber-que). Y eso pasa con la intuición: no hay razones para desestimarla, aunque no sepamos explicarlo todo acerca de ella. 
Al escepticismo acerca de la intuición, que nos pregunta “¿cómo sabes que-p?”,  se le responde, pues, diciendo que no hay necesidad de saber cómo. Si pregunta “¿cómo sabes que no estás en el escenario escéptico al pensar que-p?” (“¿cómo sabes que no es una ilusión que hay montañas o estados mentales?”), se le debe contestar: “que-p implica que no estoy en el escenario escéptico” (“que existen montañas (o estados mentales) implica que no estoy en una ilusión al respecto”). -“Pero ¿cómo sabes “que-p”? (“¿cómo sabes que hay montañas?”). -Lo sé como tú sabes que me estás preguntando algo, aunque ni tú ni yo lo sepamos todo al respecto. Que no sepamos explicarlo todo no nos conduce al escepticismo. Sabemos unas cosas (aunque podamos entenderlas todavía mejor) y creemos erróneamente otras. Los hombres de la edad de piedra sabían ciertas cosas, aunque no pudieran dar cuenta de todos los detalles implicados en lo que sabían.

Hay razones para ser cautos con las intuiciones, pero no hay ninguna razón para rechazarlas. Cuando el escéptico plantea la cuestión de la forma “solo ocurre que estás inclinado a juzgar que-p” ignora perversamente el valor de que-p, aunque él mismo lo está implicando. No debemos, por tanto, aceptar que no haya buenas intuiciones o evidencias (unas mejores que otras), y que todo sean estados psicológicos o productos de la evolución, o cualquier otra versión reduccionista: el conocimiento es primero. (¿Qué haríamos, si no, con el irresponsable que siempre que, en un debate, algo no le conviene, lo rechaza como mera creencia del otro?).