Se ha publicado en el número correspondiente al primer semestre de este año de la revista Análisis (Arif) mi artículo "En defensa del mundo. Notas críticas a la ontología hiperpluralista de Markus Gabriel", dedicado a comentar críticamente la propuesta ontológica del joven y exitoso filósofo alemán Markus Gabriel, tal como la desarrolla en varias de sus obras, especialmente en El mundo no existe. Más concretamente, el artículo se centra en el aspecto pluralista de la filosofía de este autor, dejando para otra ocasión su "neorrealismo", que comparte con otros filósofos de moda como Quentin Meillassoux.
Tanto a Gabriel como a Meillassoux hemos dedicado alguna atención en este blog.
Comentarios al artículo pueden hacerse aquí. Todos ellos serán bienvenidos.
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jueves, 4 de agosto de 2016
domingo, 20 de marzo de 2016
El presente olvidado, según Albrecht von Müller
A menudo las grandes teorías científicas recién adquiridas y
vigentes sirven de inspiración a especulaciones filosóficas que no habrían
nacido o no se habrían manifestado sin ese motivo. Por lo general, y
paradójicamente, aunque esas teorías científicas nuevas e inspiradoras suelen
tener un carácter muy contraintuitivo para el sentido común, despiertan, sin
embargo, pensamientos filosóficos que, a la vez que originales respecto de la
situación de la filosofía en ese momento, son muy viejos o, tal vez habría que
decir, perenne, si bien siempre fueron también muy esotéricos. Las teorías
físicas de la Relatividad General y de la Física Cuántica, por ejemplo, han
despertado muchas elucubraciones sobre el carácter del Tiempo y de la Realidad
en general. Con frecuencia, es cierto, esas elucubraciones (muchas veces
llevadas a cabo por científicos ocasionalmente venidos a filósofos) pueden ser
vistas desde la filosofía seria como intentos ligeros y filosóficamente
bastante desinformados. Pero los hay también innegablemente interesantes y
dignos de una consideración cuidadosa, más allá de sus posibles endebleces
filosóficas, propias de todo aquello que está aún tierno y no se sabe si será
viable. Al fin y al cabo, ¿no puede decirse que Kant pensó a partir de, entre
otras cosas, la mecánica newtoniana, Descartes desde el mecanicismo naciente,
Aristóteles desde o con su propia biología…? Esto no quiere decir que la Filosofía
dependa de, ni siquiera que se tenga que hacer a partir de las teorías
científicas vigentes. Antes bien, lo normal es comprobar que, como decíamos,
esas “nuevas” concepciones filosóficas inspiradas en los recientes
descubrimientos científicos, fueron ya pensadas mucho antes, y pueden ser
pensadas de manera completamente independiente. La ciencia parece servir aquí,
más bien, de principio heurístico o motivador.

Según Müller, la razón por la que no conseguimos acomodar
teorías como, sobre todo, la Relatividad General y la Física Cuántica, a una
interpretación que nos resulte aceptable, es que no concebimos la realidad con
la suficiente profundidad. ¿Cómo habría, entonces, que concebirla? Según
Müller, tenemos que entender el universo como “Autogenético”, esto es, como
algo que surge desde sí mismo, en sí mismo y, con la llegada de la consciencia
humana, también respecto de o para sí mismo. Una concepción semejante de la
realidad implica unas categorías completamente diferentes a aquellas con las
que entendemos el mundo. Müller explica cuáles son, a su juicio, los esquemas
categoriales de una y otra concepción de la realidad, según cuatro rúbricas: a)
la estructura predicativa que implican uno y otro, b) sus respectivas
concepciones del tiempo, c) sus concepciones de la relación entre subjetividad
y objetividad y c) sus diversas concepciones de la causalidad.
En el esquema corriente, que Müller llama “factual aspect” y
simboliza como ‘F apparatus’, nosotros
- a) entenderíamos la predicación como un sistema booleano en el que rige el principio de tertium non datur (una proposición excluye simultáneamente a las demás y excluye radicalmente a la que afirma lo contrario);
- b) concebimos el tiempo, según ese esquema F, de manera lineal y secuencial (el pasado ya no es, solo es un presente que es un punto o un segmento en una serie);
- c) establecemos una radical separación entre sujeto y objeto; y
- d) lo concebimos todo regido por el llamado principio de causalidad, según el cual unas cosas siguen a y proceden de otras.
Los cuatro diferentes aspectos de F son, obviamente,
coherentes entre sí, y se interimplican todos ellos. Son también los
responsables de que concibamos la realidad como separada, y los culpables de
que no podamos encajar en nuestra cosmovisión ciertos aspectos esenciales
descubiertos por los científicos del siglo XX, como la no-localidad y la
incertidumbre cuánticas, o la fuerte auto-referencialidad requerida por el
pensamiento, según la prueba de Gödel.
Necesitamos otro aparato categorial, propio de una Teoría
Autogenética del Universo (TAU), al que Müller denomina aparato E (a partir de
la inicial común a las palabras “evento”, “emergencia” o –dice- incluso
“epifanía”), que nos permita concebir la realidad como no-separada ni
secuencial, sino como un proceso de autosurgimiento (ni siquiera de mera
autopoiesis, pues esta ya supone preexistentes los elementos). En el aparato
categorial E los cuatro elementos categoriales difieren del siguiente modo:
- El concepto de Tiempo no es el concepto lineal y secuencial
propio de la concepción factual de los hechos, sino un tiempo más primario, el
“tiempo-espacio del presente” (TSP), en el que el pasado no está separado del
presente, sino que el presente contiene todo el tiempo, sin por ello reducirlo
a mero presente factual (como ocurre en la teoría presentista). Ejemplos de ese
tiempo más profundo lo tenemos en fenómenos físicos como las singularidades macroscópicas
(por ejemplo, en el Big Bang) y en los fenómenos cuánticos. Pero no solo en
esos estados muy básicos de la naturaleza podemos encontrar el tiempo
no-separado: también en la más elevada u organizada de las formas de la
naturaleza, esto es, en la consciencia, ocurren comprensiones de esta
temporalidad más profunda. Müller cita un pasaje de Mozart, en que el genio de
la música narra ciertas experiencias de comprensión simultánea de todos los
elementos de una composición. Según Müller, con la evolución se enriquece la
capacidad de vivir ese presente lleno de toda la realidad.
- La estructura predicativa propia de F es la estructura
“paratáctica”, es decir, una estructura en la que son posibles múltiples
juicios simultáneos e incluso contradictorios entre sí, de la interalimentación
de los cuales emerge un conocimiento superior. Así ocurre de manera muy clara,
por ejemplo, dice Müller, en el haiku. También en las improvisaciones del jazz,
donde la creación de cada músico depende de lo que están creando los otros. Un
ejemplo más, un ejemplo ejemplar, es el famoso poema de Gertrude Stein “una
rosa es una rosa es una rosa es una rosa”: aquí la repetición de un mismo sintagma
es todo lo contrario a banal o redundante, pues significa la más fuerte
auto-referencialidad de las cosas, a la vez que expresa el carácter iterativo
de la rosa como constituida de pétalos. La predicación paratáctica expresa,
según Müller, lo que ya algunos pensadores de la tradición pensaron como el “nunc stans”, el eterno presente, que no
es un presente congelado y muerto, sino la comprensión –insistamos- de que en
el presente ocurre, de manera no separada, todo.
- En el aparato E, además, no hay la separación entre el
sujeto y el objeto, que es propio de nuestra concepción factual de la realidad.
En la concepción autogenética del mundo, rige la más fuerte auto-referencia (no
por ello el pamspiquismo, advierte Müller, es decir, no la tesis de que todo
tiene consciencia desde el principio). Hay diferentes grados de
auto-referencia. La más simple de todas es la expresada por el principio de
identidad, que puede figurarse mediante una banda plegada directamente, uniendo
principio y fin. En un grado superior, hay la autorreferencia propia de lo que
es igual a sí mismo haciéndose diferente. Podemos figurarla mediante la banda
de Moebius: hace falta girar, no 360 sino 720 grados para estar en el mismo
lugar. Por último, hay una autorreferencia más profunda, propia solo de la
consciencia y la identidad personal, en la que la realidad es la misma en el
hecho mismo de tener continuamente diferentes experiencias. El pensamiento
separado no puede entender esto, y, para salvar la identidad personal, se
figura un centro inalterable del sujeto, respecto del cual todos los cambios
serían accidentales. Pero esto no funciona, dice Müller, porque las vivencias
de los sujetos son su misma esencia. Necesitamos comprender que el sujeto es
autogénesis, que su identidad consiste en su estarse haciendo, pero no de modo
que el pasado deja de existir en el presente, sino desde la concepción
no-separada y no-lineal del tiempo. Nuevamente, la evolución de una
improvisación de jazz puede servir de metáfora.
Müller se pregunta, a continuación, qué relación hay entre
las concepciones F y E de la realidad. Recurriendo a una de sus queridas
metáforas, dice que la concepción factual es análoga al perfil de un dibujo,
mientras que la concepción E es equivalente al colorido. El esquema F
representaría, pues, una concepción abstracta y esquelética de la realidad,
respecto de la que E es algo así como el “color” o plenitud.
Sin embargo, piensa Müller (en un paso más en su vuelo
especulativo), no basta con los esquemas F y E para describir la realidad, pues
quedaría sin explicar la relación entre uno y otro aspecto. Hay que recurrir,
dice, a un tercer aspecto o un tercer rostro de la realidad: lo llama el
aspecto Ápeiron (por la idea de Anaximandro). La concepción Ápeiron comprende
la realidad como una completa unidad en la que todas las posibilidades existen
superpuestas. Solo este tercer aspecto permitiría entender los grandes
misterios ontológicos, como el de lo Uno y lo Múltiple y el de la dualidad
Mente / Cuerpo. Ápeiron es el aspecto de la realidad al que apunta la
religiosidad.
La relación entre los tres aspectos crono-ontológicos debe
ser concebida, según Müller, en analogía con la estructura topológica conocida
como anillos borromeos. Los tres aspectos son interdependientes, y cada par de
ellos está relacionado mediante el tercero.
- En la visión F, el universo es un bloque en el que coexisten todos los hechos: el tiempo es “una persistente ilusión”, como dijera Einstein; no hay lugar para auténtica novedad alguna.
- En la visión E o de status nascendi, todo está surgiendo. Es lo que se expresa en la física cuántica.
- En el círculo Ápeiron (que realmente tiene su mejor símbolo en un círculo, según Müller) todo está en unidad, todo inseparable, pero también todo impredecible (no es un estado final, como en Hegel, por ejemplo).
Ninguno de los tres círculos tiene la prioridad o la
centralidad, aunque desde nuestra perspectiva de seres auto-conscientes tenemos
la tentación de situar en un punto privilegiado al status nascendi. La relación entre cada uno de dos de los círculos
solo se explica a partir del tercero: es la unidad universal propia del Ápeiron
lo que salva la distancia o dualidad entre el universo-bloque de la concepción
lineal y separada, y el carácter autogenético y no separado del status nascendi; es este aspecto
autogenético el que salva la distancia entre la superposición propia del Ápeiron
y la separación del universo-bloque propio del círculo F; es este universo bloque
el que conecta la unidad indiferente del ápeiron con el proceso de autogénesis.
En las últimas páginas de su programático “ensayo”, Müller
se dedica a apuntar algunas consecuencias que sus precedentes elucubraciones
tendrían para algunos problemas concretos, tales como la posibilidad de una TOE
o Teoría total, o –y quizá lo filosóficamente más interesante- la posibilidad
de una nueva intelección de la Cognición Humana, a la que denomina (con ese gusto
suyo un tanto cabalista por los acrósticos) CPTF, de “consciousness”, “presence”,
“thinking” y “free will”. Por supuesto, según Müller nuestra dificultad para
encajar hechos como la cognición y la libertad en nuestra cosmovisión procede,
una vez más, de nuestra pobre concepción factual y lineal de la realidad. Desde
una concepción más profunda, la cognición no solo es inteligible, sino que es
la forma más evolucionada de autogénesis. Respecto de la existencia de la
libertad, no obstante –señala originalmente Müller- no existe ni puede existir
una prueba necesaria de que existe,
ya que precisamente eso iría contra la propia existencia de la libertad: solo
libremente podemos aceptar la existencia de la libertad.
Por último, Müller no se priva de enunciar un nuevo
imperativo categórico:
"Try to foster the further unfolding of our universe as good as you can in all taht you do",
Trata de fomentar el mayor desarrollo de nuestro universo, cuanto sea posible, en todo lo que hagas.
Como decíamos, no son raras este tipo de especulaciones,
muchas de ellas excogitadas por científicos. Recordemos los ejemplos de Eddington,
Schrödinger, Prigogine, R. Thom, David Bohm… Curiosamente en todas ellas puede
encontrarse una concepción que podríamos llamar, de manera lata, mística y “holística”,
que camina en sentido inverso a la concepción mecanicista y positivista de la
ciencia y la filosofía de la primera modernidad. También en todas ellas se echa
en falta un mayor conocimiento del elenco filosófico (lo que no justifica el desprecio
o la indiferencia que a veces reciben de parte de los filósofos). Y en todas
falta un desarrollo algo más que programático.
En las tesis de Müller (quien, desde luego, no carece del
conocimiento filosófico suficiente) encuentro ideas sugerentes, y que están muy
en consonancia con la concepción dialéctico-analógica que vengo sosteniendo en
algunos textos. Por ejemplo, la tesis del carácter paratáctico del lenguaje
merece ser puesta en discusión con la tesis dialéctica (y el propio Müller
remite al Logos heracliteo, como una concepción profunda de la razón). Algo
similar puede decirse del tiempo: ¿qué relación hay entre el tiempo no-separado
del que habla Müller y la concepción que de la temporalidad puede inferirse de
algunos textos platónicos, tales como el Parménides y el mito del Político?
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lunes, 12 de octubre de 2015
De la gramática profunda de "existencia" y "ser", I (planteamiento del problema y respuesta tradicional o aristotélica)
Lo que sigue son algunas reflexiones acerca de la parte o
aspecto más general y fundamental de la ontología, parte o aspecto al que hoy
se ha dado en llamar (sin más ganancia de claridad que pérdida de sana
sencillez) metaontología, a saber: qué significan y cómo significan el término
“existencia” y sus afines (tales como “realidad”), en el sentido más profundo
de estos términos, y, por implicaciones, qué significa y cómo significa
cualquier otro término, es decir, cuál es la esencia o estructura más profunda
del Lenguaje.
Aunque expresado así, en términos de “término”,
“significado”, “Lenguaje”…, podría parecer que se trata de filosofía del
Lenguaje, en realidad solo es del Lenguaje en la medida en que el Lenguaje es
el mejor significante del ser o la realidad misma, al menos tal como esta puede
presentarse para nosotros: es decir, el Lenguaje es tomado “solo” como medio,
aunque el mejor medio. El término ‘término’ es ambiguo o, más bien, analógico,
pues tanto significa el mero significante como el significado o concepto e
incluso, quizá, la realidad misma. Porque no nos referiremos, en general, al
significante, no usaremos en general la comilla simple (‘término’), sino las
comillas dobles, con la que indicamos que nos referimos al significado o
sentido, o incluso sin comillas, como refiriéndonos a “la cosa misma”. Sin
embargo, discutirlo en términos de Lenguaje puede hacer la cosa más inteligible
para ciertos oídos o cierta costumbre de nuestros oídos.
****
Puede entenderse la tarea de la ontología o metafísica
(tomamos aquí estos términos como equivalentes, por razones que he explicado
otras veces, es decir, para rechazar la definición moderna y estrecha de
“metafísica”, según la cuál esto trataría de lo trascendente, mientras que la
ontología sería una especie de análisis sin compromisos –precisamente-
ontológicos) como la tarea de buscar qué es lo que es o existe, en el sentido o
el valor más intenso del término: qué es lo que existe realmente, lo ontos on en términos platónicos. Esta
pregunta no es separable de la pregunta por la esencia o propiedad(es) o
estructura últimas de la realidad: no se trata de buscar una enumeración de las
cosas que existen, sino, a la vez e indistinguiblemente, de las características
por las que existen. Esencia y existencia no son separables en ese nivel de
cuestionamiento.
Según Tales, entonces y por ejemplo, la realidad última o lo
que existe en sentido fundamental o primero es agua, presuntamente porque el
“agua” tenga las características de homogeneidad y asociación con lo vital que
serían deseables en el nivel fundamental de realidad; según Demócrito, lo que
realmente es o existe, es no otra cosa que átomos y vacío, seguramente porque
la realidad fundamental tiene que ser, a juicio de este hombre, simple, hecha
de “cualidades primarias” u objetivas, etc.
Las tesis ontológicas pueden adoptar diversas formas de
expresión, especialmente respecto del término “ser” o “existencia”. Heráclito
dice que, si se escucha al Logos y no a él, lo sabio es estar de acuerdo en que
“Hen Panta”: “Uno, todo”. Aquí no
aparece el “es”, pero parece que hay que sobreentenderlo, o sea, que Logos nos
dice que “uno es todo”, o que “todo es uno”, o ambas cosas, distinta o
indistintamente. En el extremo opuesto –en este caso, sí-, Parménides dice que,
si se escucha a la diosa (y no a él), la verdad es “hôs ésti”, “que es”. Aquí, al contrario que en el filósofo de los
contrarios, lo único que aparece es el “es”, sin sujeto ni predicado. Un caso
más: cuando el Parménides de Platón especula sobre si lo Uno es, tan pronto lo expresa como “si lo uno es”, como
“si es uno” como si “lo uno es uno”…, y lo mismo respecto de los otros: “si son
muchos” o “existen muchos”, “si son muchos los seres”… No solo los diversos
filósofos, también las diversas lenguas difieren acerca del uso (o no-uso) de
un término como “es”. ¿Por qué, entonces, habríamos de preferir una expresión a
otra?
Buscamos la estructura profunda del Logos, escondida tras
las superficies gramáticas. Y ahora buscamos, decíamos, el elemento esencial de
la realidad, más allá de sus manifestaciones a través de Heráclito y Parménides
(quienes, ellos mismos, nos advierten de que no miremos al dedo con el que intentan
señalarnos el ser). Cada lengua usará los recursos que tenga para referirse a
ese elemento esencial, pero en griego y en indoeuropeo en general hay (y si no
lo hubiera habría que inventarlo) un término, como “es”, que contiene en su
intensión todo lo que el Lenguaje despliega. Con él se puede hacer la pregunta:
¿qué es? (¿qué existe realmente?), ¿qué es lo que es? (¿cómo es, qué esencia
tiene, lo que es?). Desde que la filosofía reparó en este término, pudo seguir
un camino más preciso. Desde Parménides hasta la última filosofía reciente, el
problema primero es la ontología.
Una precisión muy importante respecto de la terminología (ahora
en el sentido del significante) que se usa aquí. Usaré recurrente y
principalmente el término ‘existir’, para evitar un modo de expresarse
demasiado chocante para el lector, pero en todo momento, salvo que se diga otra
cosa, con ese término nos estaremos refiriendo a lo que los griegos llamaban einai, esti (latín esse, est), es decir, “es”. En nuestra lengua, como en otras
(incluida el propio griego tardío) se introdujeron o reusaron, hasta acabar
predominando e incluso sancionándose como los únicos correctos, términos que
desmenuzan el término “ser”, es decir, el concepto más esencial y general de
todo el Lenguaje, tanto en su nivel semántico como en el sintáctico, o, más bien,
anterior a esa distinción, según veremos. Esa nueva y polícroma terminología
ontológica (a la que pertenece el romance “existir”), puesto que buscaba
disolver los problemas mediante distingos, lo que hace, en verdad, es justamente
lo contrario: ocultar el auténtico problema. Si queremos recuperar con claridad
el problema ontológico, tenemos que recuperar la unidad del concepto “ser”. Por
tanto, el lector tiene que tener presente, en todo momento, que con “existir” y
similares nos referimos aquí a “ser”. Si el ser, es decir, si la realidad misma
tal como se nos muestra en el Lenguaje, debe ser dividida en varios sentidos,
incluso equívocos entre sí, es algo que habría que ganar en la reflexión y
discutirlo una y otra vez, no algo que podamos tomar como punto de partida
firme.
Una última nota previa: existe una vieja tentación o manía
de considerar este tipo de expresiones de los filósofos (“Uno, todo”, “es”, “si
es múltiple”…) como carentes de sentido… sea porque no se atienen al habla más
coloquial, sea –más precisamente- porque no responden a los prejuicios,
precisamente ontológicos o metafísicos, de uno. Es la vieja tentación de querer
hacer callar a uno llamándole tonto (si bien, muy cortésmente). Pero aquí queremos
hacer algo más constructivo y más tolerante: intentar entender todas las
expresiones posibles, indagando cuáles son realmente correctas o incorrectas.
En principio, nos guía la máxima liberalidad: creeremos que casi cualquier
expresión que se pueda hacer con el lenguaje es significativa en sentido
fuerte, es decir, con un significado mayor que la mera semántica del término.
Pero nos vamos a centrar en el término “ser”, porque es, como decimos, el más
esencial del Lenguaje, y de su parte más esencial.
¿Cómo puede usarse el término “ser”, “es”, “existe”? Y, en
último extremo, ¿cuál es la estructura profunda del Lenguaje (del Logos, de la
Realidad)?
****
Si el Lenguaje está para referirse a las cosas, y si “es”
(“existe”, etc.) es la esencia del Lenguaje, “es” tendría que decirse de y solo
de las cosas. En último extremo, “es” o “existe” diría la realidad, y “es_”
diría cómo es la realidad. Sin embargo, en la lengua general, tanto del
hablante “natural” como del filósofo, y en la lógica tradicional que intentaba
reflejar sistemáticamente esos usos, uno puede (o, al menos, podía) decir con
toda corrección y verdad que “los duendes son traviesos”. De “todos los duendes
son traviesos” se deduce o deducía que “algún duende es travieso” (regla de
subalternancia). Estas proposiciones son o eran verdaderas aunque también lo
fuese la proposición: “los duendes no existen” o “los duendes no existen
realmente (esto es, en el sentido fuerte o pleno de ser o existir)”. De la
misma manera, uno podía decir que “las mesas son inertes” o que “existen
infinitos números primos” o que “el estar-cerca-de es una relación espacial”
aunque a la vez estuviese dispuesto a afirmar que “las mesas no existen en
realidad (sino que son meros
agregados de átomos)” o “los números no existen en realidad (pues son meros signos físicos)” o que “las
relaciones no son propiamente sustancias o cosas (sino “cualidades” o algo así).
(Paralelamente -aunque esto resulte menos sorprendente, salvo para una mirada
muy dialéctica-, podía decirse “Sócrates no-era un sofista”, es decir, podía
predicarse un no-ser relativo de algo que tenía ser-absoluto).
En la mejor o más analítica sistematización de ese estado de
cosas lógico-lingüístico, la de Aristóteles, se decía que “ser” tiene:
- dos valores sintácticos fundamentales: el valor absoluto, monádico o “existencial”, y el relacional, poliádico o “copulativo” (en realidad, más de dos: todos los llamados categorumena o predicamentos, tales como definición, accidente, identidad… pero dejemos esas sutilezas ahora)
- varios valores sintáctico-semánticos generales, es decir, valores semánticos que determinan el papel sintáctico, las categorías: entidad o sustancia, cantidad, cualidad, relación…. De entre ellos, la entidad o sustancia era el valor fundamental, del que los otros dependerían por analogía (no como especies de un género).
- varios valores de grado o intensidad dentro de cada uno de sus valores puramente semánticos: valores primeros y valores segundos. Así, hay sustancias primeras (los particulares) y segundas (los géneros), cantidades primeras y segundas, etc.
Con este aparato se haría inteligible cualquier expresión
habitual. Cuando decimos “los duendes son traviesos”, usamos “ser” en un valor
relacional o poliádico (copulativo), por el que expresamos algunas
características de las cosas (en el mejor de los casos su esencia o definición);
cuando decimos que “los duendes son” (o “existen”) usamos “ser” en su sentido
absoluto o monádico (“existencial”): en este caso solo predicamos del sujeto el
ser, el simple y mero ser. Pero no siempre lo predicamos con la misma plenitud
o el mismo grado: cuando decimos que “los duendes son (existen)”, o “existen
infinitos números primos”, no por ello hemos de entender que estamos usando el
ser en su valor semántico absoluto o pleno (con pleno compromiso existencial),
sino con un valor existencial disminuido, relativizado a un contexto del
discurso (por ejemplo, ficticio, o abstracto, etc.). Por cierto, el hablante ni
siquiera necesita saber a priori si el valor de su uso del ser existencial es
pleno o disminuido: puede estar hablando de algo que no sabe si existe real y
plenamente, como cuando hablamos de Pitágoras (del que algunos dudan que existiera
realmente, pero no se sabe con certeza), o de los géneros e ideas, o de algún
concepto perteneciente realmente (según Aristóteles, al menos) a una categoría
distinta de la de las sustancias o cosas que pueden ser realmente reales. Solo
la ciencia física “y” sobre todo la filosofía (pero la filosofía es “solamente”
la primera o fundamental ciencia) están interesados en los valores más intensos
del ser, tanto en sus usos poliádicos (la búsqueda de la esencia) como en su
valor monádico (la búsqueda de la realidad o entidad absolutamente primera). La
Matemática, por cierto, tampoco está comprometida existencialmente de manera
plena, sino de manera abstracta. El sistema, por tanto, permitía hablar de lo
que no existe, e incluso decir de ello que existe, relativa o disminuidamente.
Lo que sí estaba excluido en esa sistemática era un uso
absolutamente absoluto de “es”, es decir, el uso que hace, por ejemplo, la
diosa de Parménides cuando dice que la verdad es que “es”. Esto no podía ser,
según Aristóteles (y según Platón, en El
Sofista) porque no existe proposición mientras no hay composición o
síntesis de dos cosas: algo de lo que se predica, y algo que se predica de
aquello. Una proposición es siempre un decir algo de algo, ti kata tinós. Pero ¿a qué se refiere el “es” solitario de la diosa?
¿A sí mismo, y hemos de entender, como hacen o hacían los traductores, “el ser
es”? No parece esta la intención de Parménides. ¿A algo como “la realidad”, que
sería el sujeto elidido: “(la realidad) es”? Esta proposición ya sería
correcta, aunque aparentemente la más pura de las tautologías (no obstante, los
filósofos aman las tautologías; solo hay quizás una cosa que aman más que las
tautologías: las contradicciones). Sea como fuere lo que Parménides
pretendiese, no hay Lenguaje sin ónoma
y rhema, sin sujeto y predicado. La
sustancia o cosa en sí, lo absolutamente individual y actual, no nos es
accesible más que mediante conceptos o esencias, dice Aristóteles: eso debe de
ser lo que significa que seamos mortales. Un lenguaje inarticulado, simple, es
propio solo de… los dioses (o de las bestias). Sin embargo, eso no significa
que, a la vez (a la vez que son diferentes), la sustancia y la esencia tengan
que ser lo mismo.
La lógica tradicional permitía, pues, salvar cierta unidad
de la plural realidad, en los diversos pero esencialmente relacionados valores
del ser, y hablar incluso de lo que no existe plenamente o no lo sabemos, como
desafortunadamente es normal entre los mortales o es su propia condición de
tales. Permitía formularse las grandes preguntas de la ontología o metafísica,
que Aristóteles enumera al comienzo de su filosofía primera: ¿existen los
universales, las ideas, lo universal y eterno, lo Uno…, o solo lo físico, lo
que deviene y es sensible? ¿Cuál es la estructura última del ser o realidad?
Parece un sistema lógico bastante coherente y completo. ¿Por
qué, entonces, no satisface a todos?
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viernes, 23 de enero de 2015
En defensa del Mundo. Comentarios a la concepción filosófica de Markus Gabriel
Lo que sigue son unas cuantas notas críticas a la concepción filosófica que nos propone el joven filósofo alemán Markus Gabriel. Antes, un breve resumen de esa concepción:
Estoy escribiendo en mi portátil, consultando el libro de
Markus y escuchando música, mientras en la calle juegan los niños. Todo esto
(mi escribir, el portátil, el libro, esta música, los niños…) existe en un
determinado “campo de sentido”, o en varios, que se intersectan sin afectarse,
o se solapan, parcialmente: en el campo de sentido de los niños existen tesoros
que buscar, pero no existen, seguramente, la ontología y las sonatas. Los
propios campos de sentido son entidades no cerradas, con límites imprecisos… Aunque,
en algún sentido, tanto el libro, como yo, como los niños… “constan de” o “están
constituidos por” partículas subatómicas, en al menos otro sentido, más
relevante aún, ni los niños ni los libros existen en ese mundo cuántico, y pretender
reducir la realidad a ese universo material sería absurdo. Hay, por parodiar a
Hamlet, muchas más cosas en el mundo de las que caben en los libros de física.
Porque, ¿qué significa existir? Existir es aparecer en un campo de sentido, es
decir, darse en ciertas relaciones con otras cosas según ciertas reglas que dan
el sentido. Así que ¿existen los niños? -Sí, pero no en el mundo cuántico.
¿Existe el dos? -sí, en la aritmética (al menos, según la axiomática o la
construcción estándar: quizá haya aritméticas en que no existe el dos).
¿Existen los trolls? Sí, en la mitología nórdica… Existe todo aquello que puede
darse en un campo de sentido. Y también existen los campos de sentido, dentro de
otros campos de sentido en que aparecen. Entonces, ¿qué no existe? En cierto
modo, toda y cada una de las cosas no existe relativamente, pues toda y cada
cosa ocurre que no existe en otros campos de sentido que el (o los) suyo(s). Pero
solo una cosa no existe ni podría existir en términos absolutos (es “menos que
nada”): el Mundo, es decir, el campo sentido de todos los campos de sentido. Nunca
nos es dado, no se nos aparece… pero es que no podría aparecérsenos, porque no
tendría un campo de sentido dentro del que darse, pues él es el máximo, en
hipótesis. El Mundo solo podría darse en relación con campos de sentido
contenidos en él, y siempre sería contemplado, por tanto, desde un lugar
interior a él mismo: él sería a la vez la cosa que pretende existir y el
entorno en el que existe. Y esto es imposible. Tal como no puede haber un
conjunto de todos los conjuntos, no puede haber un Mundo único. Aunque parece
un resultado negativo, tal verdad es una gran suerte, porque la inexistencia de
un Uno-Todo es precisamente lo que “libera” la plena existencia de los mundos
no únicos. Si hubiera uno solo, todos los demás serían más o menos ilusorios,
según se separasen de él. Pero nuestros mundos, esos campos en los que vivimos
de múltiples maneras, no son irreales, ni están “solo en la mente”, como creen
todas las formas de irrealismo: toda y
cada cosa que aparece en un campo de sentido, existe real y plenamente.
Estamos, pues, en “una” realidad absolutamente múltiple e inabarcable, que nos
hace libres para buscar y crear sentido. Simplemente, debemos negarnos a que
ninguna metafísica, incluida esa metafísica moderna que es el materialismo y el
cientificismo, nos cercene, fetichistamente, la infinitud indomable de
sentidos.
Hasta aquí, un resumen de las principales líneas del
pensamiento de Gabriel, al menos desde mi lectura. Como puede verse, el viejo
problema de lo Uno y lo Múltiple, sigue vivo. El otro problema que ocupa a
nuestro filósofo, es el moderno problema de Realismo frente a Representación.
Se podría decir que, al problema más antiguo (el de lo Uno y lo Múltiple)
Gabriel da la respuesta más moderna, o sea, el pluralismo radical; y al
problema más moderno, el de Realidad y Representación, Gabriel da, en cambio,
una respuesta más antigua: el realismo, aunque en una versión muy cruda, que no
fue sostenida por casi ningún filósofo antiguo (estos se plantearon ya si todo
lo que vemos es real, y, de alguna manera u otra, dieron, por lo general,
respuestas negativas –a excepción, quizá, de Protágoras, según el Teeteto-). La filosofía de Gabriel es,
pues, un hiperpluralismo hiperrealista: un hiper-plur-realismo, digamos.
Empecemos discutiendo el asunto de la unidad y pluralidad.
Según Gabriel, la noción fundamental de la Ontología, “Campo de Sentido”, es la
noción de algo radicalmente plural, es decir, se aplica a una pluralidad
irreducible de objetos, sobre los cuales no hay unidad alguna. Dicho en viejos
términos, el Ser o la Realidad no es uno, en ningún sentido o grado (al menos en
ninguno ontológicamente relevante). Ahora bien, el pluralismo radical (que
puede encontrarse también en Nietzsche y algunos de sus herederos, y quizá en
Protágoras) está afectado por importantes problemas. Empecemos por esta
pregunta: ¿qué significa “campo de sentido”? Esto es, o debería ser, lo mismo
que preguntar qué tienen en común todos los campos de sentido. Es lo que
preguntamos cuando preguntamos qué significa ‘ser’ o ‘realidad’ aplicado a los
diferentes ámbitos de ser o de realidad… Es evidente que en la ontología de
Gabriel “Campo de sentido” es un concepto de aplicación sumamente universal.
Pero ¿se usa unívocamente, equívocamente, o analógicamente?
Si tiene un sentido unívoco, entonces hay algo, y algo
esencial (la esencia misma de todo campo de sentido) que todos los campos de
sentido tienen en común. “Campo de Sentido” sería, en ese caso, el género de
toda realidad, del cual cada campo de sentido o aspecto de la realidad, sería
una especie. De hecho, Gabriel da una única definición de ‘Campo de Sentido’ (“lugar
en que aparece, a fin de cuentas, cualquier cosa” Pourquoi le Monde n’existe pas, pg. 286), que debe servir para
todos ellos. Podría decirse, a lo sumo, que hay una diferencia “material” o de
contenido entre unos campos y otros, pero la forma sería idéntica en todos
ellos. Y sería, entonces, preciso embarcarse en la discusión de la relación
entre la forma y la materia, en la relevancia ontológica de la forma, etc. En
cualquier caso, no se podría decir simplemente que la realidad es múltiple y
que no es una o que no existe el Mundo.
Aquí hay la gran tentación de responder que el concepto de
Campo de Sentido es, eso, “solo un concepto”, es decir, una manera en que
nosotros comprendemos la realidad, no algo que tenga que corresponderse
diáfanamente con algo real. Sin embargo, esta tentación, que se llama
Conceptualismo, es seguramente la tentación en la que menos querría caer un
realista extremo, es decir, alguien que cree que nuestro conocimiento de la
realidad no está (radicalmente) mediado por nuestras maneras de entenderla. ¿Precisamente
la noción fundamental de la ontología sería algo que no se corresponde con
ninguna realidad o aspecto relevante de ella, pues no existe un campo de
sentido genérico?
Hay razones para rechazar el univocismo en ontología. Aristóteles
(entre otros) vio que el Ser no puede ser unívoco, es decir, que la Realidad no
es una de forma simple y completamente unívoca (como lo sería en Parménides),
pues esto reduciría la realidad a solamente una, y Aristóteles (como ya Platón)
encuentra insatisfactorio e inconsistente este monismo extremo: no solo no
salva los hechos (la naturaleza), sino que cae en contradicción, pues quien
piensa y habla, implica ya la diferencia. Hay que salvar, pues, la pluralidad
junto a la unidad. Si Ser fuese unívoco, las cosas solo podrán distinguirse por
el no-ser… Eso, suponiendo que el propio no-ser escapara al género Ser; pero
Gabriel no admite que el no-ser sea exterior al ser, sino que, con Platón, lo
entiende como relatividad; y, además, no cree que las diferencias puedan darse
en el campo total, sino solo en campos parciales: ninguna cosa se opone a todas
las demás.
¿Entonces, el concepto de Campo de Sentido, con el que nos
referimos a las múltiples realidades irreducibles que, según Gabriel, pueblan
el (inexistente) Mundo, se dice equívocamente? Esta parece la opción más
coherente con el pluralismo ontológico: si las múltiples realidades no pueden
ser reducidas, en ningún sentido importante, a una única realidad, entonces tampoco
el concepto de realidad o Campo de Sentido puede reducirse a uno: si los
sentidos son múltiples, ‘Sentido’ no puede tener un único sentido ni sentidos
reducibles.
Sin embargo, el equivocismo es todavía más destructivo,
para una teoría ontológica, que el univocismo. Cada vez que Gabriel usa la
expresión ‘campo de sentido’ está usando un término similar a como cuando
nosotros usamos ‘gato’ referido al felino o a la máquina. El equivocismo es una
manera aparentemente positiva de negar, realmente, el campo científico de
objetos al que se refiere. Si nada hay en común entre los diversos usos de la
misma palabra, realmente no es la misma palabra, o, si se quiere, es solo eso:
una misma palabra, sin contenido ni sentido.
Parece que solo queda encaminarse a alguna versión
analogista de la Ontología. Aún dentro de esta opción, quizá quepa distinguir
entre un analogismo-pluralista o inclinado del lado de la pluralidad, y un
analogismo-monista o inclinado a la unidad. Sería un ejemplo de este segundo el
analogismo de Aristóteles (referido a las categorías del ser) y el platónico-tomista
(referido también a los órdenes de las sustancias). Un ejemplo del primero
sería el analogismo, si lo es, de la tesis de los “aires de familia” del
segundo Wittgenstein. Es claro que sería un analogismo de este tipo el que más
le convendría a Gabriel, pues el otro es solo un monismo moderado, o una
síntesis de monismo y pluralismo. Según este tipo “wittgensteiniano” de
respuestas a la cuestión de la unidad o pluralidad de sentidos de ‘ser’ o, en
nuestro caso, de ‘campos de sentido’, unos “juegos de lenguaje” y unas formas
de vida, se parecen a otros, y estos, a su vez, a otros, pero, a lo largo del desplazamiento,
unos ya no tienen por qué conservar ningún parecido con aquellos con que
empezábamos. Como en los juegos: ¿qué tienen en común todos los juegos?, se
preguntaba Wittgenstein. Nada, más que a lo sumo vacuidades (como “tener reglas”).
Algo así podría decirse de los Campos de Sentido: todos tienen reglas, sí, pero
incluso eso se diría de manera feblemente analógica.
Las posiciones analogistas son menos evidentemente
destructibles que las posiciones extremas (univocismo y equivocismo). De hecho,
en alguna de ellas es donde se está más cerca de la verdad, a mi parecer. Ahora
bien, incluso si se elije una versión de lo que he llamado
analogismo-pluralista, ya no se puede decir simplemente que “el Mundo no existe”.
A lo sumo, se podrá decir que el Mundo, o Campo de Sentido de todos los campos
de sentido (o, en lenguaje wittgensteiniano, el Juego de Lenguaje de todos los
juegos de lenguaje) existe menos que los diversos campos de sentido o juegos de
lenguaje en que se “divide”. En el análisis trascendental en que se consigna la
división de juegos de lenguaje, se supone una unidad que es lo que significa
Juego y Lenguaje. Salvo que caigamos al puro equivocismo, y ya no tengamos de
qué hablar.
¿Queda a salvo la ontología con un analogismo débil o
pluralista? ¿Es posible, en realidad, un analogismo así? Dejaremos esta
profunda cuestión para otro momento.
****
La otra veta desde la que abordar el asunto del pluralismo
o no de los campos de sentido, es el de la relación entre esos distintos Campos
de Sentido. El antirreduccionismo de Gabriel nos pide que reparemos en que no
tiene sentido pretender reducir una charla en un restaurante, a un baile de
partículas; o, en otro de sus ejemplos, el mundo de sentido de un niño al mundo
de sentido de un adulto. Son heterogéneos, pero todos reales en la misma medida.
No debemos empobrecer la realidad, y tampoco podemos, porque el reduccionismo
falla, se autocontradice: una teoría científica, por ejemplo la propia teoría
de partículas, solo tiene sentido en un Campo de Sentido de pensamientos y
debates humanos, no en el campo de las propias partículas que son su objeto.
Esta es una demanda convincente. Sin embargo, en su
unilateralidad deja de serlo. Porque es evidente que hay relaciones entre
Campos de Sentido diversos, y no solo relaciones de solapamiento (que, en
realidad, es una relación completamente indiferente), sino relaciones de alguna
u otra forma “causales”, y relaciones de jerarquía ontológica. Una modificación
en el ámbito de las partículas, produce una modificación en el campo de sentido
de nuestra charla en el restaurante (una explosión nuclear, acaba con la cena),
y también en sentido inverso. Aunque la mente y el cerebro no sean interreducibles,
están en alguna estrechísima y difícil relación. Por otra parte, no parece muy
consolador, ante nuestra inminente muerte en el Campo de Sentido que
consideramos habitualmente más “real” (o más abarcador de nuestros diversos
campos de sentido), que se nos diga que no debemos preocuparnos, porque solo
ocurrirá que dejaremos de existir o
aparecer en ese ámbito, pero existiremos en otros (en el de quienes nos imaginen,
por ejemplo). Así es como existen los trolls, sí… Hay, pues, relaciones de
causalidad (superveniencia, etc.) y grados o modos de existencia más relevantes
que otros. Relativizar la existencia diciendo que ningún Campo es “más real”
que otro no es convincente. Pero si aceptamos que algunos Campos de Sentido
determinan a otros, entonces nos vemos conducidos otra vez al problema de si
tiene que existir, y cómo, el Campo de Sentido que determina a los demás y no
es determinado por otros.
Gabriel ofrece dos argumentos por los cuales se probaría
que no puede haber un único Campo de Sentido.
El primero dice que no puede existir un Campo de Sentido
que abarque a todos los campos de sentido, pues una cosa (sea un simple objeto
o un campo de sentido) solo existe si aparece en un entorno de otros objetos y
hechos, y no hay (por principio) un campo superior en que aparecería el Mundo. No
puede existir, en la imagen de la película Cube,
un Cubo de todos los cubos; fuera de todos los cubos, no hay nada. (Esto nos
confirma, por cierto, que Gabriel no quiere caer en la tentación
conceptualista, pues si fuese lícita la posibilidad de comprender algo desde
una noción que, siendo más abarcador, no tuviese ese mismo importe ontológico,
no habría problema para entender al Mundo dentro de un campo de sentido mayor epistemológicamente
pero no ontológicamente).
Creo que ese primer argumento de Gabriel es rechazable si
entendemos la Existencia y el Campo de Sentido de manera no extensional sino
intensional, como de hecho creo que tenemos que entender todas las nociones
ontológicas (como mínimo). Para entender qué quiero decir, pensemos en el
argumento, análogo al de Gabriel, en el que se inspiran todo este tipo de radicales
pluralismos, contingentismos, etc., como el de Badiou, Meillassoux y el propio
Gabriel: me refiero al Teorema de Cantor. Según este teorema, no existe un
conjunto U (Universal), que contenga a todos los conjuntos, puesto que el
conjunto-potencia, P, de cualquier conjunto A, es mayor que A (el
conjunto-potencia de A es el conjunto formado por todos los subconjuntos de A:
así, si A es {1, 2, 3}, P(A) es {(1), (2), (3), (12), (13), (23), (123)}). De aquí se
sigue, se dice, que no existe el Conjunto de todos los conjuntos. No obstante,
este resultado tiene que ser matizado o relativizado. Lo que estrictamente se
sigue de él, es, a lo sumo, que no existe el Conjunto de todos los conjuntos si
definimos a los conjuntos por su extensión. Para explicar esto, pensemos en lo
siguiente: efectivamente, no existe un número natural mayor que todos los demás
números naturales, pero eso no implica que no exista la Clase o Conjunto de (todos)
los números naturales, o sea, N. Esto lo que significa es que N no se define
por extensión, es decir, por la simple enumeración de sus partes. Pero es que
una definición por extensión es un absurdo lógico, puesto que ¿cómo se puede identificar
cuáles miembros deberán ser incluidos o enumerados en la extensión? Solo un
conjunto completamente arbitrario podría definirse así. Lo que define a los
conjuntos, clases o géneros en general, es la cualidad o propiedad que todos
sus miembros deben compartir. (Es cierto que el problema de la extensionalidad
tiene una relación especial con el ámbito de los conjuntos, números, y demás
objetos matemáticos, pues es de creer que precisamente la Matemática se define
como el estudio de la Extensión. No obstante, podemos dejar ahora esta
cuestión, pues Gabriel (a diferencia de Badiou y Meillassoux) no acepta que la
Matemática sea un modelo adecuado de la Ontología). Por tanto, en conclusión, está
lejos de seguirse que el concepto de Ser tiene que ser equívoco o no existir,
puesto que iría contra la conclusión cantoriana. El concepto de Ser o Realidad
no es extensional, sino intensional. También es analógico (y, por eso,
dialéctico). Aplicado todo esto a los Campos de Sentido, ¿en qué sentido puede
decirse, en ontología, que el Campo de Sentido de todos los campos de Sentido “engloba”
a todos los “demás”? El Campo de Sentido de todos los campos de sentido es
aquel que da sentido al hecho de que haya campos de sentido, es decir, a la
propia existencia de campos de sentido.
Por supuesto, el concepto de Ser o Realidad, o de Campo de
Sentido, es absolutamente singular, o, mejor dicho, la Singularidad en sí. En
este sentido, se puede decir que no es comprensible. La Existencia misma (el ipsum esse), ha dicho siempre la mejor
metafísica tradicional (platónica y tomista), es, en cierto modo,
inconceptualizable (epekeina tes ousías),
precisamente porque es la concebibilidad misma.
Con este resultado, podemos dirigirnos al otro argumento
de Gabriel contra la existencia del Mundo: cualquier concepción del Mundo sería
interna a él, luego no podría abarcarlo (sería como intentar ver el bosque
desde dentro). No puede contemplarse al Todo desde dentro, y aquello que no
podemos contemplar apareciendo, no existe (por cierto, esto, y como ha señalado F. Nef, le da un sesgo muy epistemológico al “realismo” de Gabriel).
Como se sabe, los filósofos discuten desde siempre si se puede
comprender y/o entender lo Infinito. Aunque el Infinito tradicional era más
domesticable que el Infinito postcantoriano (o eso se pretende), el viejo
infinito era ya lo suficientemente “grande” (y pequeño, como señaló Cusa, por
ejemplo) como para que ningún ser finito lo abarcase. Ahora bien, suponiendo
que este problema fuera realmente insalvable, no afectaría menos a la teoría
ontológica de Gabriel que a la de, por ejemplo, Descartes, puesto que, según Gabriel,
tenemos que aceptar que existe realmente una infinidad indomesticable de Campos
de Sentido. Si tenemos que aceptar eso es porque, de alguna manera, podemos
comprenderlo. Desde luego, se puede decir que este es un comprender
completamente negativo. Esto es lo que siempre dijo la teología negativa. Pero
si desde dentro de una pluralidad infinita de campos de sentido podemos entender
esa pluralidad, entonces desde dentro de una Unidad del Campo de Sentido
podemos entender, al menos negativamente, esa unidad. Dios es un asunto
místico, no solo para los kierkegaardianos, también para los platónicos.
Este asunto nos lleva al del realismo. Pero dejémoslo para
otra ocasión.
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sábado, 17 de enero de 2015
Por qué el Mundo no existe..., pero sí todo lo demás. El Hiperpluralismo Hiperrealista de Markus Gabriel
El joven y precoz profesor Markus Gabriel es ya una figura
sobresaliente del que es, seguramente, el más visible y seguro de sí de entre
los programas filosóficos del siglo XXI, el Nuevo Realismo. Voy a hacerme eco, en este artículo, de su original
concepción del sentido de la realidad o de la existencia (que es de lo que, al
parecer, sigue tratándose o vuelve a tratarse en filosofía).
El Nuevo Realismo se presenta como un intento de abandono
y superación de una concepción filosófica general que, con escasas excepciones,
habría dominado la filosofía moderna, al menos desde Kant, y cuyo último
capítulo serían las diversas formas de constructivismo e irrealismo del siglo
XX, tanto en el mundo analítico como en el hermenéutico (las dos formas, opina
acertadamente Gabriel, del giro lingüístico). Más en concreto, los nuevos realistas
(que nacen de la tradición “continental”, aunque intenten desdibujar la
distancia con la “anglosajona”) se consideran una superación de la
postmodernidad, entendida (de manera, creo yo, parcial e inadecuada –volveré
sobre ello-) como el discurso de que no hay hechos puros sino solo
interpretaciones: desde el nietzscheano “solo hay perspectivas” hasta el
derridiano “no hay fuera del texto”. Pero a la vez los nuevos realistas (y esto
es lo que habría de realmente nuevo en ellos) rechazan en general un retorno a
la "vieja" metafísica, al menos entendida como el intento de una explicación
trascendente omniabarcante. Vuelta a la Ontología, sí; pero no a la Metafísica
u ontoteología, que habría sido
correctamente denunciada por Heidegger. Y prácticamente aquí acaban las
coincidencias entre un nuevo realista y otro. Ya me ocupé hace un tiempo de Q. Meillassoux, que defiende un riguroso “materialismo
especulativo” matematicista (aunque inspirado en la matemática cantoriana
–también un tópico de varios neorrealistas, herederos en esto de A. Badiou-).
Otros nuevos realistas, como G. Harman y M. Ferraris, no son tan restrictivos
ontológicamente. Pero, sin duda, es Markus Gabriel el más exuberante de entre
todos los nuevos realistas.

Pasemos ya a ver lo que Gabriel quiere decirnos acerca de
la Realidad y su Pluralidad. Seguiré principalmente su último libro, en la
traducción francesa, Pourquoi le monde
n’existe pas, éditions Jean-Claude Lattès, 2014 (el original alemán es Warum es die Welt nicht gibt, Ullstein,
2013), aunque hay observaciones muy importantes, y no contenidas en ese libro,
en otros como Il senso dell’esistenza,
Carocci editore, 2013 (por ejemplo, acerca de la Contingencia, la Necesidad y
la Modalidad en general, o acerca de la posibilidad de universalidad del discurso), y en su
estudio del idealismo alemán, especialmente del tardío Schelling, Trancendental Ontology, de 2011. El
libro que leemos es de lectura “fácil”, como pretende el propio autor, que cree
que es responsabilidad del intelectual, en una sociedad democrática, buscar la
verdad y exponerlo de modo que todo el
mundo pueda entenderlo (la parresía
que reclama Foucault). Se diría un texto ni analítico ni continental ni todo lo
contrario: lee a unos y otros (cosa que no podía decirse claramente de Meillassoux),
intentando descargar de retórica a los segundos e insuflar algo de densidad de espíritu a los primeros. Quizás ambas tradiciones tendrían la sensación, cada una a su modo, de
cierta ligereza, falta de rigor o banalidad (esta es una errónea sensación que suele provocar
lo nuevo y franco), pero también de la pertinencia de leerlo. Usa muchos ejemplos,
experimentos mentales, referencias a películas y series, poemas y obras
pictóricas… Se echa en falta algo más de orden o sistematicidad en el decurso
argumental: los mismos asuntos aparecen tratados en diversos lugares, con
argumentos nuevos o incluso repitiendo los mismos. Es evidente que el autor se
siente presentando un pensamiento novedoso. Mi impresión es que la novedad no
es tan grande. También la filosofía es cuestiones de modas, y argumentos que
fueron dichos mil veces los últimos cien años, y apenas merecieron más que
desprecio porque no era su tiempo, de pronto se convierten en el orden del día…
Gabriel anuncia, desde el comienzo del prólogo-sumario del
libro, sus dos tesis ontológicas centrales:
- El mundo no existe. Aunque, por “fortuna” –digamos-, existe todo lo demás, incluso lo que “no existe” (excepción hecha del Mundo, que es “menos que nada”): Tesis Hiperpluralista.
- Conocemos la realidad en sí, y no una mera construcción, y esa realidad incluye a las apariencias de las cosas. Este es el elemento neo-realista, en su versión Hiperrealista.
Hay que mantenerse alejados, pues, de dos caminos erróneos:
la metafísica y la posmodernidad. La metafísica era realista, pero intentaba comprender
al mundo como un todo único, sistemático y ordenado (en este sentido, el
Naturalismo realista es una concepción perfectamente metafísica). El sujeto humano
parece no tener lugar ahí (es reducido a una pieza más dentro del sistema de
objetos). Contra esto, valdrá la tesis Pluralista: no hay un único mundo
omniabarcante. La postmodernidad, por su parte, muy narcisistamente, decía que
las cosas solo existen como se nos presentan o las construimos “nosotros”. Contra
esta otra tesis, hay que defender el Realismo: tenemos acceso real a las cosas
en sí mismas. En fin:
“El mundo no es ni exclusivamente el mundo sin espectadores ni exclusivamente el mundo de los espectadores” (Pourquoi le monde n’existe pas, pg. 16)
Lo que necesitamos, dice Gabriel, es una nueva
caracterización de la Existencia. Para ello debemos desprendernos de la falsa
idea de que lo que existe es exclusivamente objeto de las ciencias naturales.
No: el Mundo (el dominio de todo lo que existe) es mucho más amplio que el
“Universo” o dominio de lo que es objeto de la ciencia natural. Gabriel va a
combatir una y otra vez el reduccionismo, sobre todo en su versión
cientificista y naturalista (espectacularmente, se “olvida” de cualquier (otra)
versión de la metafísica, por el resto del libro). El reduccionismo es erróneo
porque, sencillamente (aquí reside la importancia de su tesis central
pluralista) no hay un todo del que se pueda tener una visión conjunta: el Mundo
no existe. Y no existe porque existir, dirá Gabriel, es aparecer en un Campo de
Sentido, pero el Mundo no podría aparecer en un campo de sentido, ya que debe
englobar todo campo de sentido: aquello de lo que hablamos y aquello donde
hablamos siempre serán distintos, y nuestro pensamiento del Mundo sería solo
una partecita del mundo. En cambio, y por ello, existe todo. Incluso lo que no
existe, porque no existir es solo no existir en cierto dominio, existiendo en
otro. Como dirá contundentemente hacia el final del libro:
“La no existencia del mundo desencadena una explosión de sentidos, pues todo existe solo porque aparece en un campo de sentido”. (pg. 278)
Veamos más detenidamente la argumentación.
****
¿Qué es, pues, el mundo?, se pregunta el capítulo primero.
El asunto fundamental de la filosofía, empieza diciendo Gabriel, es la vieja
pregunta por “qué significa todo esto”. Es ese conjunto de preguntas que se
hacen los niños, y que ojala no dejen nunca de hacerse… ¿Dónde está el
universo?, ¿está en la mente?; ¿y la mente, dónde está…?
Estas preguntas por el sentido de la existencia, que la
filosofía tiene que hacerse siempre volviendo a empezar desde cero, quedan, sin
embargo, frustradas, si se reduce todo a un baile de partículas, o, más en
general, a un único Dominio de Objetos. Definamos. un
Dominio de Objetos incluye un género
de objetos definidos por unas reglas. Un
objeto existe dentro de un dominio. Pues bien, caemos en el absurdo cuando confundimos
dominios. Por ejemplo, mi habitación, con sus muebles, no forma realmente parte
del mismo dominio de objetos que el mundo de las partículas subatómicas. Esos
dominios se solapan, pero no se identifican ni se reducen uno al otro, pues los
rigen reglas diferentes. Es una total confusión intentar entender mi estancia
en un restaurante solo o principalmente desde el dominio de la teoría de
cuerdas. Ahí se dan muchos otros dominios más relevantes: mi conversación con
amigos, unas relaciones comerciales… ¿Qué sentido tendría analizarlos
cuánticamente? El materialismo (y el
fisicismo) pretende(n) reducirlo todo a un dominio: todo sentimiento, toda
vivencia, son, según él, un hecho cerebral dentro de un universo de partículas
o cuerdas. Pero no puede hacer esa reducción, porque, primero, tiene que
admitir que de alguna manera esas otras cosas que intenta reducir (sentimientos,
etc.) existen de algún modo no físico (si no, no tendría objeto que explicar);
y, segundo, porque, en caso de que fuera cierta la tesis materialista, el
propio materialismo tendría que ser solo un estado material; pero, entonces,
¿cómo estar seguro de que él mismo no es una mera ilusión? No puede responder a
esto por inducción (no puede constatar que no hay nada no-material), pero,
sobre todo, se encuentra con el problema
de la identificación: si quiere identificar mi mesa con un conjunto de
partículas, tiene que presuponer la mesa. Además, el propio materialismo no es
materialista, pues un pensamiento no es verdadero porque sea un estado
cerebral. Desde luego, estos argumentos son muy viejos, y han sido repetidos
muchas veces (yo mismo los he usado en algunas entradas de este blog, y los he
debido sacar de algún sitio), sin que hayan impresionado mucho a sus
destinatarios… La filosofía es dialéctica, y ambas partes de un diálogo tienen
sus argumentos a favor, o, mejor dicho, tienen a su favor los argumentos en
contra de la otra: todos los argumentos son negativos. Por otra parte, y en cuanto a la defensa del anti-reduccionismo, yo echo muy en falta aquí una consideración de las relaciones entre dominios: ¿hay causalidad entre unos y otros, hay superveniencia? Sin aclarar esto, no se entiende bien la independencia de los dominios, y sospecho que una aclaración de este asunto comprometerá seriamente la ontología pluralista de Gabriel. El reduccionismo no se puede "reducir" tan fácilmente.
Demos por adquirido, de momento, que la realidad no es un único
dominio de objetos. Aquí Gabriel introduce un nuevo elemento esencial de su
ontología: los Hechos. Además de
Objetos y Dominios de Objetos, hay Hechos: los Hechos son irreducibles a
Objetos. Un Hecho es algo que es cierto
de algún objeto o cosa. Si solo hubiese objetos o cosas, nada sería verdad
de ellas. Por tanto, no puede haber solo objetos. Sin embargo, sí puede haber
dominios de solo Hechos: si no existiese nada, habría al menos ese Hecho, que
nada existiría (aunque es falso que no haya nada). Y se pueden pensar mundos de
hechos pero sin objetos, dice Gabriel: por ejemplo, en mis sueños, cuyos
objetos no existen. Yo no veo nada convincente este argumento, porque, si los
objetos solo necesitan darse en un dominio, los objetos del sueño son objetos
en ese dominio… Pero quizá no lo he entendido bien. Dejemos esto.
Se nos puede presentar ahora, se hace cargo Markus Gabriel, la
objeción constructivista: ¿y si toda la ontología no es más que palabras? Sin
embargo, tenemos que rechazar esta propuesta: el Constructivismo comete el error de inferir, a partir del hecho
cierto de que utilizamos instrumentos o medios (palabras, por ejemplo), la
falsedad de que todo es construido (de palabras). El constructivismo es
inconsistente. En su versión neuroconstructivista, por ejemplo, según la cual
todo hecho es una construcción de nuestro cerebro a partir de influencias
atómicas, se seguiría que el propio cerebro no existe, pues no es una partícula
ni un mero montón de partículas. El
error común de todo constructivismo es creer que no se pueden percibir hechos
en sí. No advierte que las condiciones de posibilidad de un hecho no son
las mismas que las condiciones de posibilidad de un proceso de conocimiento: para
que haya un árbol ahí, no se necesita que se nadie lo esté mirando. Gabriel
volverá sobre este asunto, más argumentadamente, muchas páginas después (esto
es, como decía, frecuente en el libro). Yo me pregunto (también yo otra vez),
qué importancia filosófica tiene esta reivindicación del realismo. Puesto que
no sirve para rechazar el falibilismo (Gabriel es extremadamente falibilista y
contingentista, según expone en su libro Il
senso dell’esistenza), ni para apuntalar una concepción única de la
realidad (puesto que existe cualquier cosa), creo que decir que lo que vemos es real, y decir
que es pura perspectiva o construcción, es prácticamente irrelevante, en cualquier sentido con peso
axiológico (epistemología, ética…). Es mucho más determinante el rechazo del reduccionismo
y del monismo. Creo, de hecho, que todo el movimiento del Nuevo Realismo
desenfoca el problema filosófico principal. Desarrollaré esto en otra ocasión.
En este punto (capítulo 2) es cuando pasamos a la definición de la
Existencia. Para ello, necesitamos
lo que Gabriel considera la unidad ontológica fundamental: los Campos
de Sentido. Un campo de sentido
es el lugar donde aparece una cosa. ‘sentido’ tiene aquí, básicamente, el
sentido fregeano de modo de darse una
cosa, aunque tomado menos deterministamente. Las cosas se presentan en
diferentes modos. Venus es tanto la estrella matutina como la vespertina; 3+1 y
2+2 son sentidos de la misma cosa… ¿Cómo llegamos a (la necesidad de) esta
noción de Campo de Sentido? Los objetos, señala Gabriel, se distinguen por sus
propiedades. Pero no existe ni un Superobjeto
que contenga todas las propiedades, ni es verdad tampoco que cada objeto se
diferencie absolutamente de todos los demás.
-No existe un
superobjeto (el Todo objeto) porque, de existir, no podría distinguirse de
entre otros objetos, ya que tendría las propiedades de todos. Esto se puede
expresar también, utilizando el lenguaje de la Mereología (estudio de los todos
y las partes) diciendo que una cosa no
es igual a la suma mereológica de sus partes. Por ejemplo, una estatua o (el
cuerpo de) una persona no son igual a la suma de sus partes, pues no pueden
recolocarse sin que afecten a la estatua o la persona, ni permiten
individualizarla o distinguirla. En todo momento individualizamos o
distinguimos objetos (como mi cuerpo, la mesa, el lápiz…), y rechazamos otras
posibles divisiones (no creemos que mi mano cortada cogiendo un lápiz sean un
objeto único). ¿Con qué criterios hacemos esta individualización? Según
Gabriel, no hay criterio a priori, no hay un algoritmo: solo la experiencia nos
enseña a hacerlo. Hay múltiples catálogos posibles de las cosas. Pero si
hubiera un superobjeto, carecería de criterio, pues contendría todas las
características.
-Tampoco existe una
diferencia absoluta entre cada cosa y todas las demás. Una diferencia
absoluta de un objeto, es decir, tal que ese objeto se diferenciase de
absolutamente todos los otros objetos, reduciría a cero la información acerca
de él: solo sería lo que no es ninguno de los otros, pero esto es igual a nada.
Las diferencias no son absolutas, sino relativas a un contexto en el que
aparece el objeto. Esta es la verdad del dictum de Derrida según el cual no hay
nada fuera del texto.
La Existencia es,
entonces, la ocurrencia gracias a la
cual cierta cosa se manifiesta en un Campo de Sentido. O, de otra forma, es
la aparición en un campo de sentido.
Un Campo de Sentido, por cierto, no es lo mismo que un Dominio de Objetos: los
dominios de objetos tienen bien definidos sus objetos, mientras que un Campo de
Sentido no define exactamente, por lo que es un concepto más amplio. Pues bien,
la existencia no es una propiedad de las
cosas, sino de los Campos de Sentido: la propiedad de que algo surja en ellos. (Ya Frege sostuvo que la
existencia es una propiedad de segundo orden, aunque su definición conjuntista
es incorrecta, pues reduce todo al conjunto vacío).
Ahora que sabemos lo que es la Existencia, podemos ver por
qué el mundo no existe ni podría existir (capítulo 3). El Mundo es, por definición, el Campo
de Sentido de todos los campos de sentido. Pero, por eso, el Mundo no se da
en ningún campo de sentido, y, por tanto, no existe, pues existir es darse en un campo de sentido. Comprender el Mundo sería comprenderlo como solo una parte de sí mismo. Esto es un resultado análogo al del Teorema de Cantor, sobre la imposibilidad de un Conjunto de todos los conjuntos. Como en el film Cube
de Vincenzo Natali, fuera de todos los cubos, relacionados unos con otros, no
hay nada. “El Mundo no existe” es la primera proposición de la Ontología
Negativa. Pero esto implica proposiciones positivas. La primera de ellas es que
“Hay una infinidad de campos de sentido”. Además –segunda proposición positiva
de la Ontología-, todo campo de sentido es un objeto. Pero esto implica que no
hay un único campo de sentido. Como en la serie Seinfeld (literalmente, “campo
de ser”), todo es un show about nothing.
No hay un superpensamiento, como creía Hegel. Como dice el dicho: uno es
ninguno. (No caemos aquí en el nihilismo, porque los campos de sentido no son
dominios).
La Pluralidad de campos de sentido nos permite también
abordar un viejo enigma de la ontología: ¿qué hay de los enunciados negativos?
¿Existen, o no, las brujas? Puesto que hablamos de ellas, parecen existir; sin
embargo, decimos que no existen. La solución consiste en comprender que la
existencia es interna a un campo de sentido, así que la inexistencia es también
relativa a un campo: las brujas existen en su campo de sentido, y no en otros. No existen trolls en Noruega, pero sí en la mitología nórdica. Incluso
los triángulos cuadrados existen, solo que en otro dominio, no en el de la
matemática (al menos, tal como es axiomatizada convencionalmente). La inexistencia es no existencia en un
determinado campo de sentido pero existencia en otro. Esto es lo que ya
dijo Platón cuando caracterizó al no-ser como diferencia, como relativo.
No existe un único campo de sentido. Por tanto, vuelve una
vez más a argumentar Gabriel (obsesivamente, diríamos) contra el naturalismo o
el cientificismo, tenemos que rechazar la visión del capítulo “Cerdos en el
espacio”, de Muppet Show.
“El título ya lo dice todo. Pues se trata esencialmente de hacer comprender a los niños que nosotros, los humanos, no somos, justamente, más que meros cerdos en el espacio. No somos más que animales que se revuelcan, digieren, calculan, que se pierden en los estúpidos mundos lejanos e infinitos de una galaxia absurda…” (pg. 131)
El cientificismo es simplemente falso porque, como
sabemos, no hay Una Visión del Mundo. De esto trata todo el capítulo 4. Como ha
señalado recientemente Putnam, dice Gabriel, tras el naturalismo, se esconde el
miedo a las hipótesis irracionales. Pero el naturalismo tira al niño con el
agua de la bañera. El monismo naturalista es –he aquí un nuevo argumento en su
contra- incompatible con el hecho de que las cosas se identifican mediante lo
que Saul Kripke llamó “designadores rígidos”, es decir, significantes que
tienen la misma referencia en todo mundo posible. Margaret Thatcher es la misma
de la que podemos plantearnos cómo habría reaccionado ante la actual crisis, de
modo que su identificación es lógica, no material. Putnam ha argumentado,
igualmente, que yo no puedo ser lo mismo que mis partículas, pues en ese caso
habría existido antes de nacer, ya que ellas existían en otra configuración.
“El nihilismo moderno reposa, pues, sobre un error no científico, el de confundir las cosas en sí con las cosas del Universo y tener todo lo demás por una alucinación bioquímica inducida. No deberíamos aceptar esta ilusión” (pg. 193)
Y, una vez más, tenemos que rechazar también el
constructivismo. Para ello, veamos de nuevo su principal apoyo aparente: ¿no es
cierto que lo que creemos ver como colores, son en realidad longitudes de
ondas? ¿No pasa lo mismo con todo? Pero, entonces, ¿cómo sabemos que tenemos un
cerebro? Otra vez el argumento antirreduccionista. No: las apariciones son las
cosas en sí mismas.
“La realidad no está constituida de hechos puros que se ocultan a su aparición, está hecha de cosas en sí Y de sus apariciones, sin olvidar que las apariciones son también cosas en sí” (pgs. 169 - 170)
El constructivismo no advierte que él mismo toma en
consideración hechos no construidos. Este es el argumento a partir de la facticidad. No puedo decir que este hecho
es relativo a esta instancia interpretativa, la cual a su vez es relativa a
esta otra, la cual a su vez… ad infinitum. Es preciso detenerse –que diría
Aristóteles-, y detenerse en un hecho ya no construido. No se construye a
partir de nada ni por parte de nadie.
****
Si no es la ciencia la que se ocupa del sentido, ¿quién lo
hace? Gabriel dedica los capítulos 5 y 6 de su libro a defender que la religión
y el arte tienen precisamente aquí su sitio.
La creencia, moderna e ilustrada, en el progreso
científico, es fetichismo, es decir,
una proyección de poderes sobrenaturales
en algo creado por nosotros (la ciencia). Nos gusta creer que hay una
visión única de todo, bajo la cual todo está controlado. Este es el Grand Autre del que habló Lacan, el Big Brother. Pero la fetichización de la
ciencia nos lleva a ponernos en manos de expertos y renunciar a la búsqueda del
sentido. En esto, la ciencia como fetiche (el cientificismo) no se diferencia de
cualquier religión fetichista (como el Creacionismo, al que correctamente
rechaza como hipótesis científica), o de la fetichización de la mercancía, de
la que hablaba Marx: nos conduce a ignorar toda la complejidad real que hay más
allá. Por ejemplo, en la carne que consumimos: una salchicha no muestra ya nada
del animal ni del sistema de producción por el que ha llegado a ser.
Pero no toda religión es fetichista. Al contrario, en toda
religión hay un mejor elemento, contrario a eso: el reconocimiento de una
infinitud inaprehensible pero llena de sentido. Lo que distingue a los hombres
de los animales no es la inteligencia, sino el espíritu, es decir, la búsqueda del sentido. La libertad consiste
en no estar atado a certidumbres. Hay en nuestro ser, como dice Kierkegaard,
una distancia maximal, y a eso es a lo que llamamos Dios. Por tanto, la
religión es lo contrario a una explicación del Mundo:
“La idea de la que ‘Dios’ es portador, es la de un infinito incomprensible, en medio del cual no estamos, sin embargo, perdidos. Dios es la idea de que todo está dotado de sentido, si bien esa idea sobrepasa nuestro entendimiento”. (pg. 214)

“Reconocer que otros piensan y viven de otra forma es un primer paso hacia una vitoria sobre este pensamiento coercitivo que querría englobarnos. Es también por lo que la democracia se opone al totalitarismo: reconoce que no hay verdad última que enclaustra y encierra todo dentro de sus límites, sino que no tenemos más que una especie de oficina de perspectivas de gestión contra la cual hay que actuar con medios políticos” (pg. 258)
Aunque Gabriel se apresura a puntualizar que esto no
quiere decir, “naturalmente”, que todos los puntos de vista son igualmente
justos. He aquí un asunto que sería muy pertinente aclarar, porque es difícil
ver por dónde podría obtenerse algo parecido a un valor objetivo y universal en
este universo ontológico. Gabriel habla, remitiéndose al más puro Schelling, de
una absoluta libertad como indeterminación ontológica. ¿Sería toda la ética la
salvaguarda de la libertad? Pero, unido esto al pluralismo o hiperpluralismo,
¿es posible acabar en un lugar diferente que la voluntad de poder…?
El libro concluye con un breve capítulo de apología de la
televisión: ella puede librarnos de la ilusión de que existe un Mundo único que
lo engloba todo. Como en la serie Seinfeld, todo es un show acerca de nada.
Y para volver a nuestra pregunta inicial, esa de qué
significa todo esto, qué sentido tiene esta vida…, acabemos diciendo que:
“El sentido del ser, la significación de la expresión ‘ser’, o, más bien, ‘existencia’, es el sentido mismo (…) El hecho de que existe una plétora de sentidos que podemos (re)conocer y transformar, es ya el sentido. O, para ir a lo esencial: el sentido de la vida, es la vida, la confrontación con el sentido infinito, en la que por fortuna tenemos el derecho de participar. Al hacerlo, que no seamos siempre felices se comprende fácilmente. Que existe desgracia y dolor inútil es hasta tal punto verdadero, que debería ser la ocasión de pensar de nuevo el ser-hombre y de mejorarnos moralmente (…) El paso siguiente consiste en olvidar esa búsqueda de una estructura fundamental englobante para intentar, en su lugar, de manera colectiva, comprender mejor las numerosas estructuras existentes, con menos toma de partido previa, de manera más creativa, a fin de ser aptos de juzgar mejor lo que puede quedar y lo que hay que cambiar, pues no es que porque todo exista, todo esté bien. Nos encontramos todos juntos en una gigantesca expedición, llegados aquí de ninguna parte, avanzamos juntos en el infinito”. (pg. 279)
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jueves, 25 de julio de 2013
Dialécticas y analogías reunidas
Estoy haciendo una recopilación de los menos malos post que vengo publicando aquí desde el 2010, reuniéndolos por temáticas y estilos, y corrigiéndolos, para colgarlos en forma de varios "volúmenes".
Aquí podéis descargaros el primero, sobre cuestiones de ontología y lenguaje:
Aquí podéis descargaros el primero, sobre cuestiones de ontología y lenguaje:
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sábado, 5 de enero de 2013
El problema metafísico de la Libertad, V: ¿Podría un supercientífico encerrarse en la caverna del encefalograma?
En entradas anteriores he intentado hacer ver en qué consiste, a mi juicio, el problema metafísico
de la libertad: ¿somos libres, o eso es tan solo una ilusión, porque el
concepto de libertad es o bien incompatible con, o bien prescindible a partir
de, lo que sabemos del mundo físico? En la última entrada acababa señalando que
no hay razones para creer que una descripción intencional es incompatible con
la natural o física, lo que no quiere decir que no haya un problema metafísico
muy importante en cómo se relacionan lo intencional y lo natural. En otro
momento desarrollaré, en positivo, ese asunto. Ahora me centraré en la otra
motivación, a mi juicio más interesante que la de la NO-COMPATIBILIDAD ,
para creer que la libertad es una ilusión: su posible NO-NECESIDAD. Quizás todo
lo que nos dice el concepto de la libertad y toda su función, nos lo diga y la
cumpla otro grupo de conceptos pertenecientes a un ámbito “inferior” o más básico
(físico o material, en general).
Si esa tesis deflacionaria de la noción de Libertad es
correcta, debe seguirse lógicamente que hay, en principio, una traducción
posible completa de todo lo que hace el concepto de libertad (y anejos), en
términos naturalistas. Si no es posible hacer tal reducción, el concepto de
libertad es ineliminable, imprescindible, y, por tanto, no es aceptable decir
que la libertad es una ilusión o una ficción. Como decía en la anterior
entrada, considerar a la
Libertad (o a lo que quiera que sea) una “ilusión inevitable”
es un mero juego de palabras, porque precisamente el criterio ontológico más
neutral (salvo que se pruebe lo contrario), y generalizado, consiste en que lo
que no podemos evitar postular para explicar la realidad, es real. Si no fuese
así, bien podríamos decir que en verdad nada existe (o al menos ninguna de las
cosas en concreto que postulamos como reales), sino que se trata de una(s) ficcion(es) inevitable(s).
Pues bien, argumentaré aquí que los conceptos de Libertad y
anejos son completamente imprescindibles para explicar la realidad, incluido
ese aspecto de la realidad que consiste en la actividad científica, y también
(y esto es lo más fuerte) en la actividad filosófica de quien pretende sostener
la tesis de que la Libertad
es una ilusión. De modo que no solo es que la Libertad sea una noción
relevante para ciertos aspectos de la vida de uno (cosa que podría ser relativa
a intereses) sino que es relevante para la propia tesis que pretende negarla,
con lo que la tesis resulta inconsistente.
La idea general del argumento es que
ninguna descripción natural salva el elemento intencional-normativo propio de todo razonamiento, tanto “práctico” (ético) como teórico, es decir, los criterios y aplicación de estos, por los que algo es una deliberación o una reflexión, práctica o teórica. Sin el elemento normativo propio de esos ámbitos, pues, no es solo que carezca de sentido toda deliberación moral, sino que la propia tesis de la ficción de la libertad se convierte en un simple factum neurológico, y pierde la cualidad por la que es considerada “correcta”, “verdadera”, no-ilusioria, etc.
Expondré el argumento en forma de un experimento mental que
espero que resulte iluminador.
Imaginemos el siguiente escenario: Estamos en el futuro, y
el desarrollo de la ciencia neurológica ha llegado a tal punto que es posible
predecir con gran exactitud (prácticamente con seguridad) el estado en que se
encontrará un cerebro en un momento dado, teniendo en cuenta sus estados
anteriores más los valores de las variables contextuales relevantes, y en qué
estado (o clase concreta de estados) se encuentra un cerebro cuando “realiza”
cada función psíquica (razonar, desear, imaginar…). Tenemos en ese futuro leyes
físicas y leyes de correlación físico-mentales muy seguras. (Supongo, en pro de
la discusión –pero quizás sea demasiado suponer-, que efectivamente hay un
estado o clase de estados determinables en que tiene que estar un cerebro para
que se dé tal o cual estado mental. Evidentemente, si ni siquiera esta
condición puede cumplirse, es puro malabarismo filosófico sostener que los
hechos neurológicos reducen o explican lo intencional. Por supuesto, la Libertad no tendría nada
que ver con el flogisto).
Ahora figurémonos a Supercientífico (Sc, para abreviar). Sc
sabe cuanto se sabe en aquella idílica época y, por tanto, puede saber, si lo desea, en qué estado está su cerebro
en este momento (lo observa en un encefalograma completo). Una y otra vez puede
comprobar que su estado cerebral coincide con lo que, según las leyes de
correlación bien establecidas, era de esperar, de acuerdo con lo que está
pensando. Concretamente, si mira el encefalograma del instante presente,
constata que el cerebro está en el estado correspondiente al estado mental
“estoy comprobando en el encefalograma que estoy comprobando en el
encefalograma que… mi cerebro está en el estado correspondiente a mi mente
cuando comprueba en el encefalograma que comprueba en el encefalograma… en este
momento concreto”. También puede comprobar (mirando una fracción del
encefalograma referente a un instante anterior) que lo que estaba pensando antes
(por ejemplo, “quiero poner a prueba otra vez las leyes de correlación
psicofísicas establecidas”) se corresponde en el cerebro con el estado que era
previsible. Además de todo esto, y como se hace con toda tecnología, Sc puede,
si quiere, provocar que pase en su
cerebro lo que él desee: puede
suministrarse tal sustancia química para provocarse tal pensamiento (“creer que
la libertad es una ficción”, o su contraria, por ejemplo). Todo esto nos
permite esa ciencia del futuro.
Esta situación imaginaria tiene que ser posible en
principio, si la tesis reduccionista de la mente es correcta. Veamos ahora qué
papel cumpliría todo ese conocimiento natural de Sc acerca de su actividad
racional práctica y teórica: ¿podría suplirlas, haciéndolas superfluas, salvo
quizás por la costumbre o como un modo de abreviar? ¿Está obligado Sc a
compartir la tesis metafísica de que la libertad es una ficción, o más bien
todo lo contrario (o ninguna de las dos cosas)? Si Sc, en su privilegiada o
inmejorable situación, no está obligado a compartir el ficcionalismo de la
libertad, el defensor de la realidad de la Libertad no tiene, a mi juicio, que inmutarse lo
más mínimo. Si la Libertad
es una ficción, Sc tiene que poder cambiar su vida de (ilusorias)
deliberaciones y decisiones, por una meramente natural-descriptiva, que tenga
secuencias del tipo: “ahora mi cerebro está en el estado X, después estará en el estado Y…” Quizás alguien
diga que, aunque pudiera, no debería preferirlo… aunque tampoco este
“debería” sería más que una ficción.
Pero lo cierto es que ni siquiera es posible esta vida
descriptiva.
Lo primero que hay que ver es que, aunque todo ese
conocimiento natural fuese posible (y no veo por qué no podrá serlo, en
principio) Sc no tendría ninguna razón
para (si es que podía siquiera hacerlo) abandonar su mundo intencional de
reflexiones y razonamientos y sustituirlo por un mundo descriptivo neurológico.
En caso de que pudiera y decidiera hacer tal cosa estaría empobreciendo
enormemente su vida, de manera análoga a quien decidiese considerar en adelante
la música estudiando las propiedades químicas de los CDs. Simplemente dejaría
de tener contacto con la música.
Pero no es solo que
no salve algo que es muy importante, sino que tampoco lo elimina, aunque
crea poder hacerlo.
Supongamos que Sc sintiera la tentación siguiente: “puesto
que tengo dos descripciones paralelas de lo
mismo, de mis pensamientos, voy a quedarme con la más fiable, la que me
dice lo que no tiene más remedio que pasar, la neurológica, y considerar una
ficción prescindible la explicación mediante conceptos añejos y espiritualistas
como Libertad. Me limitaré a contemplar mi encefalograma. Así sabré en todo
momento qué estoy pensando y queriendo, y qué pensaré y desearé en cualquier
momento posterior, lo que quizás pueda evitarme,
de paso, quebraderos de cabeza y ansiedad. Así, además, puedo poner los medios
técnicos para satisfacer mis conocidos deseos”.
Pues bien, ese pensamiento de Sc no solo no salva algo que
muchos consideramos esencial para lo que es una vida consciente e inteligente,
sino que es realmente absurdo e incurre en al menos dos falacias, aunque si Sc
llegase a entregarse a él y se encerrase en la caverna del encefalograma, ni él
mismo podría entender por qué son falacias.
Repárese, en primer lugar, en que, si Sc cree en la
prescindibilidad e ilusoriedad del concepto de libertad, entonces Sc no puede
creer que realmente él toma la decisión de encerrarse en la caverna del
encefalograma: tiene que creer que ocurre
solo lo que no tenía más remedio que ocurrir, y no en virtud de una
deliberación racional y una decisión, sino en virtud de las leyes de la física.
¿Por qué no se limita a mirar en su encefalograma qué “decisión” va a ocurrir que toma, en lugar de tomar la decisión? Sc está deliberando
acerca de “si debería olvidarme de una vez por todas de la descripción
intencional, en términos de libertad, y limitarme a la descripción neurológica
de mis pensamientos”. Si mira su encefalograma en ese momento (o un instante
después), constata que está(ba) en el estado mental “duda acerca de si
olvidarme de pensar en términos mentalistas”. Y, aplicando su superciencia,
puede predecir lo que “decidirá”, es decir, en qué estado se encontrará su
cerebro al final de la deliberación. Curiosamente, ya no necesita hacer la
deliberación…
Aunque tampoco puede evitarla. Lo cierto es que Sc está tomando la decisión de atenerse al encefalograma. Y lo hace de acuerdo con
razones y tras una deliberación, eso sí, una deliberación incorrecta (aunque cerebralmente tan real como una correcta). Sc no
puede “decidir” dejar de decidir esto, y pasar a simplemente describir que
describe. Si Sc decide dedicar el resto de su vida a describir en términos
puramente fácticos sus estados mentales, eso será una decisión, y en todo momento
seguiría siendo una decisión (renovada), salvo que el individuo se idiotizase
hasta el punto (si es posible) de acostumbrarse a vivir sin deliberar y convertirse en el mero
observador de un encefalograma “suyo”, si esto es realmente posible. Por
supuesto, también correspondiendo a esa decisión de olvidarse de tomar
decisiones le corresponde un hecho fáctico, pero nuevamente, ese hecho no salva
el razonamiento moral.
De hecho, Sc no está deliberativamente obligado a tomar la
decisión de vivir en la caverna del encefalograma. Ni siquiera está obligado a
desear lo que sabe que ocurrirá (y deseará). Incluso aunque sepa con toda
exactitud lo que necesariamente ocurrirá que acabe deseando y decidiendo, eso
no suple su deliberación práctica y su decisión propiamente libre. Hasta aquí,
lo que podríamos llamar la “falacia descriptiva”: no elimina ni hace
prescindible aquello que pretende reducir explicativamente. Sigue siendo tan
necesario como siempre deliberar libremente, es decir, atendiendo a razones y
motivos, y no a lo que aparece en un encefalograma. El que lo intencional y lo
físico sean compatibles no implica que uno de ellos sea prescindible. Es más,
ni siquiera aunque fuesen incompatibles lógicamente, Sc podría prescindir de su
mundo intencional en el que la libertad ocupa un lugar central.
Supongamos ahora (para ver la segunda y más conocida
falacia) que Sc razona:
(estoicismo-efectivo) Puesto que sé cómo van a suceder las cosas y qué voy a desear esta tarde, mejor será que lo desee ya ahora y no me intente oponer al curso de la naturaleza.
A veces Spinoza, ese extraño panteísta-mecanicista y, por
tanto, gran deflacionista de la libertad, parece llegar a esa conclusión: el
sabio conoce el curso de los hechos, y entonces quiere lo que es necesario que
ocurra (y ¿no cae a ratos Nietzsche en ese amor
fati?). Sin embargo, en otros momentos, se empeña(n) en darnos consejos
morales, y nos recomiendan que nos esforcemos en un sentido y no en otro, como
si tuviera sentido deliberar y elegir. Esta inconsistencia spinozista está
plenamente en todos los reduccionistas modernos de la libertad. Sencillamente
no son capaces de separar los niveles intencional-normativo y natural-descriptivo.
Lo cierto es que, si Sc llega a hacer ese razonamiento, está
incurriendo en una completa falacia. De “eso va a ocurrir así” o “desearé tal
cosa” no se sigue de ninguna manera “debo desearlo”, salvo mediante el
principio, ético-normativo (y seguramente falso, pero en todo caso no una
proposición descriptiva) de que “debo desear lo que no tiene más remedio que
ocurrir”.
Una paradoja semejante se presenta si imaginamos que Sc se
plantee la posibilidad de usar sus conocimientos como instrumentos para
provocar lo que él desea. De hecho, curiosamente, para un descriptivismo
naturalista la tecnología ya no tendría ningún valor, pues no podrá cambiarse
lo que de todas maneras no tiene más remedio que ocurrir. Una reflexión
tecnológica implica una reflexión moral, que implica a su vez que las cosas se
eligen, y se ponen los medios. Si pasásemos a considerar la realidad como una
sucesión de eventos que no está en
nuestras manos cambiar, la vieja motivación que algunos le atribuyen a
la ciencia, dominar y modificar la naturaleza, carecería de sentido.
Por tanto, la tesis de Sc de que la Libertad es una ficción
ni salva ni elimina la deliberación moral, y, en cuanto intenta incorporar lo
descriptivo en la propia deliberación moral, como premisa propiamente moral,
incurre en una falacia. No hay, pues, ninguna razón para creer que la Libertad es una ilusión,
sino todo lo contrario, para creer que es un hecho completamente ineliminable.
Ahora veamos qué implica la visión naturalista en lo que se
refiere a ese otro campo de intencionalidad que es la reflexión teórica.
Por las mismas razones que antes, Sc no puede reducir la
deliberación teórica a una descripción naturalista o de encefalograma: no
podría, por ejemplo, sustituir un razonamiento lógico por la descripción
neurológica correlativa y salvar de todas maneras lo esencial. El curso de la
reflexión teórica es completamente autónoma:
Supongamos que Sc esté dedicándose a las matemáticas,
intentado demostrar un teorema. Sc puede constatar en el encefalograma qué
ocurre en su cerebro cuando piensa en el planteamiento del problema o en las
premisas de la solución, y puede predecir con exactitud qué pensará dentro de
un rato, cuando haya acabado su reflexión acerca de cómo demostrar el teorema y
se encuentre pensando la conclusión. Parece, pues, que no necesita para nada la
ardua reflexión matemática. Pero ¿sabe, en el caso de que siga toda y sola la
descripción de la serie de eventos neurológicos de su cerebro, si lo que estará
pensando en el momento en que llegue a la conclusión, será lo correcto, es
decir, si la demostración será válida? No: puede predecir si él la creerá y la
llamará correcta, pero no si debería creerla correcta, porque el nexo entre los
eventos neurológicos no es el nexo lógico que sirve a la demostración. De nada
le sirve tampoco constatar lo que pasa en otros cerebros (quizás el de genios
matemáticos), pues no podrá decir quién está equivocado. Nuevamente, el aspecto
normativo propio de lo intencional queda completamente sin salvar en la
descripción naturalista de lo que pasa en el cerebro. No cabe esperar que en el
idílico futuro en que vive Sc la gente deje de entregarse a la reflexión
puramente teórica, sustituyéndola por descripción neurológica o física en
general.
Pero esto, claro está, no afecta solo a un pensamiento
acerca de las matemáticas. Afecta también a un pensamiento (metafísico) acerca
de la omnipotencia o no de la neurología. Sc no podría justificar su creencia
en que la Libertad
es una ilusión y todo se describe correctamente
con la simple neurología: no puede saber si sus criterios metafísicos y científicos
son correctos. Dado que el estado en que se encontrará su cerebro dentro de un
rato está completamente determinado por las leyes naturales, no es ni correcto
ni incorrecto, es simplemente el que tiene que suceder y no cabe imaginar otro.
Todo el razonamiento científico (con su metodología, etc.) es un puro
epifenómeno prescindible: el sujeto no se ha dejado realmente convencer por
razones, sino que no hay hecho más que pensar lo que no tenía más remedio que
pensar. Es obvio que esto no salva, ni elimina, la actividad científica. Y cae,
también, en la falacia es-debe, pues de que el cerebro esté en tal estado de
creencia no se sigue que yo deba creerlo. Si en algún lugar del mundo hay un
sitio donde se puede creer en normatividades teóricas, no es en el contenido de
la neurología. Como dijo Husserl, el naturalismo es escepticismo.
En todo lo anterior, he dejado a un lado (aunque merecería
la pena abordarlo) el aspecto ético o deontológico que hay en toda actividad teórica
de un agente racional. La verdad tiene su propia deontología, propiamente
teórica, pero la veracidad implica también la aceptación de criterios éticos.
Podría decirse que no merecía la pena todo este ejercicio de
imaginación, porque es impensable que los seres humanos, o algún otro ser
inteligente, pueda prescindir de la fenomenología. Al fin y al cabo, incluso
cuando Sc se encierre en la caverna del encefalograma y se olvida del lenguaje
mentalés (suponiendo que eso pueda hacerse), su vida mental seguirá
funcionando: lo que pasa es que ahora su fenomenología contendrá pensamientos
acerca de neuronas, en vez de pensamientos acerca de pensamientos. Siempre
podrá y tendrá que plantearse si lo que él se representa, en su interior de
primera persona, es el cómo son las cosas en sí mismas. Siempre podrá y tendrá
que entregarse a la enojé fenomenológica… Por tanto, no necesitamos recurrir
específicamente a representaciones normativas: el simple ámbito intencional
descriptivo habría bastado.
Eso es, en cierto sentido, cierto, a mi parecer. No
obstante, pienso que es preferible plantearlo como lo he planteado, además de
porque es un planteamiento más comprometido (de manera que, mostrar que resulta
convincente, es más interesante), porque creo que toda la vida mental es,
incluso cuando no lo parece, normativa. Es más, creo que todo lenguaje también
naturalista, es intrínsecamente normativo. Por tanto, la cuestión estaría mejor
descrita diciendo que el lenguaje natural con su normatividad propia, no reduce
la normatividad de lo intencional (además de que no es incompatible con ella).
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