lunes, 26 de diciembre de 2011

La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, de Jesús Silvestre Zamora Guzmán Bonilla

Jesús Zamora Bonilla, sin duda una de las personas que más vidilla le da a la filosofía en la blogosfera en español, tanto desde su bote autopoiético, como en sus incansables y honestas participaciones en otros blogs de filosofía, ciencia, economía… (y también una de los amigos que más ha aportado con sus comentarios a este mismo blog), acaba de publicar un libro, La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, editado por lepourquoipas editores (editorial gallega dedicada, al parecer, a la difusión del espíritu científico).

Un libro es una cosa muy diferente a un blog. Lo que se puede ganar en serenidad de exposición y argumentación, es fácil perderlo en vitalidad. Es muy difícil encontrarse, no ya en libros, sino incluso en congresos o seminarios de filosofía, un debate filosófico en carne viva, como los que se puede encontrar en, por ejemplo, A bordo del Otto Neurath, sobre todo cuando los interlocutores comprenden que el hecho de que otro tenga una visión completamente diferentes de la nuestra, no solo no impide el diálogo, sino que es lo único que lo posibilita. Esto Jesús Zamora sabe hacerlo como nadie. Sin embargo, su libro consigue bastante bien salvar a la vez la seriedad argumental propia de un libro y la vitalidad y la dialéctica de un diálogo. El libro me recuerda, formalmente, a una sátira menipea, o a un collage filosófico, donde tienen cabida todos los géneros literarios, desde la novela hasta el soneto, pasando, siempre, por el diálogo. Por lo que se refiere al contenido, con su habitual sorna comedida, su comedido falibilismo y su buen conocimiento de muchas áreas del saber, Jesús visita algunos de los principales asuntos de la filosofía, exhibiendo su pensamiento “librepensador”, ateo, positivista y liberal más bien de izquierdas, que todos los lectores de su blog conocen bien. Aunque estoy en desacuerdo con prácticamente todas sus tesis, y haré un comentario que no evitará la confrontación de ideas, me gustaría recomendar este libro a todo el que quiera una lectura a la vez filosóficamente seria y entretenida (cuanto lo permite la cuestión).

La primera parte del libro (cuyo título coincide con el del libro entero, La caverna de Platón y los cuarenta ladrones) es una especie de vivaz novelilla detectivesca, en torno un tal Silvestre Guzmán, misterioso aventurero y antiguo alumno de la primera persona del libro (primera persona que se presenta como mero editor de los papeles de ese brillante joven). El tal Silvestre es autor de un libro llamado La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, y va a presentar otro llamado A bordo del Otto Neurath… ¿Qué quiere decirnos el libro con este irónico juego de autorreferencias en cuanto al título, y simultáneamente de heteronomía en cuanto a la autoría? No estoy seguro de haberlo pillado. Jesús, que está vivito y coleando, nos lo puede aclarar, pero me arriesgo a interpretar (quizá psicoanalizándole) que, por lo que se refiere al título del libro, la coincidencia de la parte (primera) con el todo, es un signo de que la parte expone sintéticamente las ideas del todo (como los preformistas creían –y confirma la genética- que todo el animal estaba en pequeño en cada célula), y que la obra es a la vez el continente y el contenido; y, por lo que se refiere a la pluralidad del autor, quizás es un signo de humildad del profesor sanamente escéptico pero, exactamente a la vez, un episodio más de cómo el Padre decide encarnar su Verbo en un personaje de este mundo de ficción (un Hijo o Alumno brillante), que será el que se lleve las hostias, dejando al padre inescrutablemente intacto…
Porque, efectivamente, es en esta primera parte donde se ofrece una síntesis de las ideas filosóficas de Silvestre Guzmán (y, por extensión, del libro entero), aunque esa síntesis viene expuesta (en un nuevo caso de “desplazamiento discursivo”) mediante el recurso de una reseña crítica cuyo autor es un tal Onésimo Bonome (en realidad un enésimo pobrehombre, representante de una casposa metafísica castellana –seguidor de un tal Juan Pablo Salamanca-). Silvestre Guzmán (sin mucho argumento –sin duda, la forma de la exposición no lo permite-) defiende, para escándalo de (un también escaso de argumentos) Onésimo: primero, que el único modo de conocimiento válido sobre el mundo es el que nos proporcionan las ciencias naturales; que, por tanto (segundo) nuestro yo es un mero producto de reacciones psicofísicas; y que (tercero y más por tanto) nuestra libertad y nuestras creencias morales son una pura ilusión (vamos, que “lo tiene too”, que habría dicho mi abuela). El tal Silvestre Guzmán dice también que todos los filósofos de la historia (los cuarenta ladrones, se supone) han sido o unos ilusos por buscar los fundamentos últimos, o unos mariposa por intentar de(con)struirlo todo. La novela es muy ágil, aunque el asesino no parece ser el mayordomo. Que el lector decida…
Ahora bien (me pregunto) ¿es espíritu nacional lo que lleva al libro a buscar metafísicos en las catacumbas hispanas, cuando hoy en día florecen metafísicos en todos los países y universidades del mundo civilizado, empezando por la filosofía analítica? ¿De verdad puede hoy alguien creer que la cuestión es o positivismo al día o trasnochada metafísica, que hay que elegir entre zamorismo y salmantinismo?
El lector quizás esperaría que, en el resto del libro, se argumentase más profundamente a favor de las tres tesis de Silvestre. Pero esperaría en vano. Digamos que Silvestre no se molestará mucho en fundamentar sus creencias fundamentales.

La segunda parte (ya no hay milagros como los de antes), está dedicada a la religión. Jesús (o Silvestre) congrega ahí unas cuantas ironías contra la milagrería y semejantes necedades de creyentes básicos, y se hace eco del best-seller de la ¿ciencia? El espejismo de Dios, del profundo filósofo Richard Dawkins, libro que considera una obra llena de argumentos (debe de tener una edición diferente a la mía), para contraponerla al deslucido intento teísta del teólogo Hans Küng. Como (pese a que la parte mía más inclinada al mundanal ruido tenga unas ganas locas de hacerlo) hasta ahora no he querido pronunciarme públicamente acerca del espejismo de Dawkins (porque los sentimientos que me inspira ese panfleto de cuatrocientas páginas no me dejaría hablar con buenas maneras), me abstendré de comentar este punto del libro de Silvestre Guzmán (que tampoco pretende añadir nada a lo dicho por Dawkins).
Las páginas de La caverna de Platón y los cuarenta ladrones que, en esta parte dedicada a la religión, considero más interesantes, son las que se dedican a contestar (cosa urgente para un positivista) por qué no se ha cumplido la predicción comtiana de que la Ciencia acabaría definitivamente con la religión (y la metafísica). Silvestre Zamora define Religión, Ideología y Ciencia:
     - La religión es un sistema de creencias y valores, generalmente colectivas, referidas a seres sobrenaturales, según las cuales el universo está fundamentado en un orden moral, y que sirven de orientación ética.
     - La ideología es también un sistema de creencias y valores, que orientan la actitud de un grupo social ante cuestiones políticas, sociales y económicas, creencias que están consideradas por sus miembros como hechos sólidamente establecidos.
     - La ciencia, por su parte, es un conjunto de procedimientos de prueba y examen, basados en la for mulación de hipótesis, contrastación empírica y razonamiento lógico, y encaminados a la obtención de conocimientos objetivos y sistemáticos.
Creo que es sólidamente evidente que estas definiciones son tendenciosas. Mientras que la religión y la ideología son “creencias” que, a lo sumo, sus seguidores “consideran” sólidamente establecidas (de la religión ni siquiera se dice eso: es de suponer que Leibniz, o Newton, o Maxwell o Hegel o cualquier otro teísta, no pretendían tener ninguna base para sus creencias), la ciencia, en cambio, es un conjunto de “procedimientos” (se entiende que correctos) para la obtención de conocimiento objetivo. Pero ¿cómo se salta de la creencia creída al conocimiento-objetivo sabido?, ¿por qué consideramos mera creencia a la ideología y no a la ciencia? ¡Ah, sí, porque sigue el único método “correcto” acerca del único concepto “correcto” de “realidad”! Sin embargo, lo que en realidad tenemos en la ciencia es una serie de creencias acerca de fenómenos naturales, que sus sostenedores consideran en general sólidamente establecidas de acuerdo con el método que creen correcto para ese ámbito de objetos (los fenómenos naturales). La creencia en ese método no se puede autosustentar, luego es mera creencia ideológica. Si, además, algunos creen que ese método y el ámbito de objetos para el que lo creen correcto, es el único legítimo, entonces creen en una ideología más, en una metafísica, llamada cientificismo y naturalismo. Otra parte habitual (aunque no universal) de esta ideología es que los valores no son objetos objetivos. Jesús Guzmán reconoce que nadie quiere que sus creencias carezcan de sustento, pero sostiene que, salvo en el caso de la ciencia, “los procedimientos de obtención y trasmisión de creencias no están diseñados de ninguna manera que pueda garantizar que se llega a creencias verdaderas con mayor probabilidad que a creencias falsas (o simplemente carentes de sentido)”. De lo que se deduce, por ejemplo, que prácticamente todo el libro de Silvestre Bonilla carece de garantías de que en él se llegue a creencias verdaderas con mayor probabilidad que a creencias falsas o simplemente carentes de sentido. El autor ha introducido el concepto de “garantía”, asociado al procedimiento científico-natural, por puro fiat, es decir, sin ningún argumento. ¿Se trata de pura ideología, o más bien de religión? ¿Dónde está el argumento para que las discusiones metafísicas (a las que Jesús-Silvestre englobaría bajo las ideológicas) no estén garantizadas, del modo en que lo están por ejemplo las discusiones matemáticas y lógicas, que no se basan en el método de las ciencias naturales? El lector puede esperar sentado.
Pero ¿cómo puede explicar un positivista que, en vez de decaer, renazcan las ideologías y las religiones (incluido entre las personas más inteligentes de los países más cientifizados)? El error fue creer, dice Silvestre Zamora Guzmán, que “las “resistencias” humanas podían ser vencidas si adquiríamos el conocimiento suficiente sobre los mecanismos mediante los que se manifestaban”. La ciencia, se nos dice, ha supuesto innegablemente un “progreso material” (pero ¿qué significa esto, desde un punto de vista no-ideológico, científico, dado que “progreso” tiene una innegable connotación moral, y la moral no es objetiva?)…, un crecimiento de niveles de ciertas cosas como esperanza de vida o riqueza (para algunos, claro), pero, por supuesto, no podemos decir que nos haya llevado a “vivir mejor” o a progresar, porque esta es una noción cualitativa y, realmente, acientífica.
Por tanto, la ciencia realmente no podía ni puede hacer nada para hacernos mejores, o, por lo menos, vivir mejor. Eso es algo independiente de la ciencia. Es ideología. Y, como toda ideología, carece de fundamento. Ni hoy ni mañana se podrá decir que progresamos o regresamos. Que haya desaparecido la esclavitud es algo que solo ideológicamente (o sea, sin fundamento alguno) se puede calificar de “mejoría” o “progreso”. Los positivistas del siglo XIX no fueron conscientes de la falacia (naturalista) en que caían cuando pretendían, por una parte deslegitimar toda ideología, pero, por otra, hacer mejores a la humanidad. Un positivista actual dirá, como dice Jesús-Silvestre: “…tampoco hemos de renunciar a ejercer, en la medida de nuestras posibilidades y de nuestras ganas, un cierto apostolado del mensaje de escepticismo y hedonismo al que el reconocimiento de la falta de “sentido narrativo” del universo y de la historia habrían de conducirnos inevitablemente. ¿Te apuntas?”.
Pero, ¿por qué apostelar por el escepticismo y el hedonismo? ¿Es que esto no son posturas ideológicas, tan carentes de fundamento como las demás? ¿Por qué condenar a los que quieren convertir a todos al protestantismo o al islam? ¿Por qué dedicarse a la ciencia, etc.? Por ninguna razón: esta es la respuesta. ¿Cómo no van a pervivir las “ideologías”, cuando la alternativa es esta, tan inútil como infundada?

La parte tercera contiene dos divertidos, irónicos y bien escritos "diálogos para seres racionales”. El primero, imitando irónicamente a los diálogos de Platón (especialmente al Crátilo), nos presenta a “Mosterín de Hesperia” defendiendo, contra ciertos “sofistas” (de los que hay muchos ejemplares hoy –y cerca de aquí o aquí mismo-), que la racionalidad es independiente de la convención social. Claro que, como ese famoso filósofo Mosterín cree que nuestras capacidades racionales son el fruto o efecto de la selección biológica, todo lo que puede argumentar es que “del mismo modo que la evolución no puede generar un mecanismo de respiración que viole las leyes de la termodinámica (más que, si acaso, de manera aparente) seguramente tampoco puede producir un mecanismo de procesamiento de la información en términos lingüísticos que viole, en el fondo, las reglas de la lógica”. Muy bien, pero ¿por qué? ¿Cómo sabe Mosterín de Hesperia que no se puede violar las leyes de la temodinámica, y que eso no es más bien una creencia sin mucho fundamento, fruto de la evolución? ¿Es la teomdinámica menos precisa que la teoría de la evolución? El caso de la lógica es peor: ¿en qué se apoya la confianza que tiene ese personaje en la validez de las leyes de la lógica, y la imposibilidad (con todas las letras) de incumplirla? Obviamente, aquí se pone al carro a tirar de los bueyes. Es la lógica la que da cobertura a toda ciencia, incluida la biología, pero aceptar esto implicaría reconocer que la lógica es completamente a priori.

El segundo es un diálogo, en un antro de seres feos, con el homo oeconomicus donde este hombrecillo, pese a los tímidos esfuerzos de un poco kantiano Silvestre Guzmán con varios carajillos de más, no logra comprender a Kant (porque no comprende que todo ser tiene ciertas “preferencias” que son absolutamente innegociables, y que, en el caso de un agente racional, es absolutamente innegociable la racionalidad de su conducta, es decir, que no aplique conductas diferentes a seres iguales en circunstancias iguales), aunque nos recuerda la sutileza de que, en el juego del prisionero, la preferencia de cada jugador expresa la preferencia total, es decir, conocido todo, y nos muestra que, para conseguir ciertos fines, no es siempre recomendable empeñarse en seguir la ley (aunque no se plantea qué consecuencias puede tener, en el juego iterado de la vida, el que uno pueda incumplir las reglas cuando lo crea preferible).

La cuarta y última parte ("Toda ciencia trascendiendo") contiene varios buenos “divertimentos” metacientíficos con tintes económicos: Una interesante discusión acerca del sujeto que está detrás de la ciencia, responsabilizándose de la veracidad, un recordatorio del “dilema discursivo” tratado por Philip Pettit; una analogía económica para la ciencia… Todas estas cosas las conocen los lectores de A bordo del Otto Neurath, pero merece la pena leerlas también en el libro.

El libro acaba con cinco divertidos y bien compuestos sonetos (en el segundo, por cierto, la última palabra del décimo verso pertenece realmente al verso siguiente –supongo que es una errata-), el último de los cuales denota la admiración que Jesús siente por Schrödinger y su affaire amoroso en los Alpes. Claro que siempre me ha sorprendido que quienes admiran a Erwing, no suelan acordarse de su poderosa vena mística, que le llevó a defender un idealismo monista ¡del tipo de la filosofía Vedanta advaita –no dual- del hinduismo! ¿Cómo podía una mente tan lúcida y tan lúdica caer en algo tan estúpido y tenebroso como la metafísica y hasta la religión? ¡Misterios de la psique humana!

En fin, La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, de Jesús Zamora Bonilla y Silvestre Guzmán, es un libro muy interesante y entretenido, digno de leerse, aunque (pero “aunque” no equivale a “pero”) equivocado, a mi juicio, en puntos capitales.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Metafísica y física una vez más (acerca de la metametafísica de Ted Sider)

Estoy leyendo un interesante libro, todavía no publicado, de Ted Sider, Writing the Book of the World (hasta hace poco estaba disponible en formato digital en la web del autor). Es uno de esos libros de Metafísica analítica, en la estela de D. Lewis. La idea principal del libro es la idea de Estructura. Según Sider, la Metafísica trata de cómo es la realidad, y la idea de Estructura es metafísicamente más fundamental que ninguna otra. Hay nociones más fundamentales que otras, nociones que escarban más en la articulación natural de las cosas (joint-carving notions, llama Sider a estas nociones. No encuentro una traducción satisfactoria al castellano). En otra ocasión me gustaría comentar algunas muy sugestivas ideas de Sider. Pero ahora querría comentar, a partir de lo que Sider dice en este libro, la cuestión metametafísica, es decir, la del estatuto teórico y legitimidad de la Metafísica.


Cualquier persona que se presente hoy como metafísico tiene muchísimas probabilidades de encontrarse enfrente a solo una de dos clases de personas en el mundillo intelectual: las que le exigirían a uno una buena justificación para dedicarse a algo que todo el mundo sabe que murió ya varias veces, y las menos benignas o más escrupulosas, que directamente le mirarían como una especie de retrasado intelectual.

Por supuesto, ninguna de estas dos clases de personas suelen acogerse a la máxima de “no pidas a nadie lo que no te pides a ti”, pero tampoco les importa, porque las discusiones morales con estas personas suelen acabar muy pronto, con una frase del tipo de la que los alumnos menos dotados tienen contra toda enseñanza moral: “cada uno puede hacer lo que le guste”. Y, por supuesto, esto ocurre mucho más en países culturalmente atrasados como el nuestro, que eran metafísicos cuando el dragón metafísico había muerto a manos del sanjorge positivista, y son positivistas cuando san Jorge ha sido desenmascarado como un no-católico-santo.

No es que los profesores de metafísica de USA, Inglaterra, Alemania, países nórdicos o Australia tengan que pedir permiso para existir. No obstante, todo metafísico se hace cargo de la cuestión metametafísica. Es parte del sino de nuestro tiempo.

¿Cómo justifica Sider las investigaciones metafísicas? Aunque, reconoce Sider, la epistemología de la metafísica (o sea, cómo es el conocimiento que tenemos de las nociones metafísicas) no es clara (pero ¿qué epistemología es clara?, ¿es clara y no-metafísica la epistemología de la sensación, o del recuerdo, o de la imaginación?), podemos adscribirnos a una versión ligeramente quineana: la metafísica está en continuidad con (el resto de) la ciencia, siendo aquella parte más recalcitrante o quizá completamente recalcitrante a la revisión. Sabemos que nuestro equipo teórico se presenta como un todo ante la experiencia (sea eso lo que sea). Unas partes del constructo sufren más directamente la confrontación con los datos, pero otras partes, más generales, nucleares o básicas, pueden quedar intactas, porque los niveles teóricos intermedios amortiguan el golpe. Toda tesis científica concreta tiene necesariamente a sus espaldas una “ideología”, un sistema de nociones que la sustentan y le otorgan coherencia y sistematicidad. Las virtudes propias de la parte más fundamental del sistema son tales como la simplicidad, el orden... Se trata de una aplicación del argumento de inprescindibilidad quineano: tal como en la física hay ciertas nociones fundamentales (joint-carving), tales como espacio-tiempo o masa, también en la metafísica las hay: un ejemplo privilegiado es Estructura.

Esta parte, metafísica, del edificio teórico no tiene nada de subjetivo ni de arbitrario, o no más de lo que pueda tenerlo cualquier otra parte, más cercana a los datos. Suponer que la noción de estructura es subjetiva (en un sentido en que no sería subjetiva la noción de tiempo o masa), es suponer que no hay, realmente, cuestiones sustantivas o no convencionales. Ningún conocimiento podría ser objetivamente objetivo.

Es en el capítulo 5 del libro donde Sider se centra en la cuestión metametafísica. ¿Trata la Metafísica de cuestiones sustantivas, objetivas? Después de rechazar en breve las posturas positivistas y empiristas (que proceden, dice, de una visión corta de lo que significa observable), enfrenta la respuesta deflacionista: las cuestiones metafísicas serían meramente conceptuales o verbales. El deflacionismo se apoya en el argumento de que, lo que puede ser sustantivo dado un cierto uso de los conceptos o términos, puede ser insustancial desde otra interpretación. Ahora bien, ¿es una cuestión meramente conceptual si cierta partícula p está en una galaxia lejana? También esto puede ser verdadero o falso según diversas interpretaciones del castellano (recurriendo a un expediente goodmanniano, como el de “verdul”: si llamamos partícula a todo menos precisamente a p, por ejemplo). Algunos deflacionistas de la metafísica no lo son de la física, pero ¿cuál es la razón? No hay ninguna razón importante para no seguir ese camino hasta el final (como hacen algunos) y reducir toda cuestión a puro uso.

Pero la verdad es que para lo que no hay ninguna buena razón es para aceptar el deflacionismo, sea metafísico o físico, sino más bien para rechazarlos a ambos. Obviamente, hay un sentido, trivial, en que todos los términos dependen del uso (podemos estipular lo que nos dé la gana), pero, señala Sider, el deflacionista necesita que todo dependa del uso en el sentido no trivial, en el cual no sería extraña cualquier otra interpretación, por peregrina o absurda que nos pueda parecer. Esta tesis reduce toda ciencia al mismo nivel que la magia y hace trivial toda discusión (incluida la metadiscusión en la que el deflacionismo está embarcado). Como no hay ninguna buena razón para aceptar esa explicación tan peregrina de nuestro conocimiento, la mejor respuesta del metafísico realista será que la metafísica se refiere a la estructura del mundo, a la naturaleza fundamental de la realidad, y esperar a que el deflacionista (sea el parcial o el total) ofrezca una razón que no sea una inofensiva trivialidad.

Es más, dice Sider, hemos de ver al deflacionismo metametafísico (y a cualquier otra postura metametafísica) como siendo precisamente “más” metafísica, como una metafísica más. Si uno atribuye falta de sustantividad y objetividad a ciertas cuestiones, es que sabe qué otras cuestiones son sustantivas y objetivas (o sabe que la realidad es no-sustantiva, o sabe que nosotros somos tales que no sabemos nada de la sustantividad de las cosas). Y esto significa que cree haber dado con las verdaderas joint-carving notions, con cierta estructura fundamental de la realidad.

Sider tiene también interesantes observaciones que hacer acerca de muchas otras cuestiones, como, por ejemplo, la relación entre metafísica y lógica. Por supuesto, rechaza todo convencionalismo lógico. La lógica, como dijo Russell, trata tanto de cómo es el mundo como la zoología. Recomiendo la lectura del libro a todo el que esté interesado en la Metafísica o al menos esté interesado en estarlo.

Aunque mi postura metametafísica (“platónica”) no coincide con la postura “aristotélica” de Sider (yo veo una mayor heterogeneidad entre ciencia natural y metafísica), considero posturas como la de Sider un mínimo aceptable respecto de toda postura crítica antimetafísica. Solo voy a plantearme ahora una cuestión. ¿La continuidad de la metafísica con la ciencia natural supone que las cuestiones metafísicas, si bien más ajenas a la revisión, son también revisables por la confrontación con los datos de la experiencia sensible? ¿Depende la metafísica de lo que ocurra en la Física? Por supuesto, de ser revisable por confrontación con la experiencia empírica, lo sería en el ultimísimo extremo, como un “cambio de paradigma” no de un ámbito de una ciencia concreta (aunque sea tan fundamental como la física) sino completamente general.

No estoy seguro de lo que diría Sider, pero yo al menos diría que las nociones metafísicas no dependen de ningún resultado de las ciencias físicas. Las cuestiones metafísicas son completamente a priori, y es un error pretender tanto asentarlas como refutarlas en base a las teorías físicas aceptadas en cada momento.
Entonces ¿qué hay de la continuidad de la metafísica con respecto de la física? ¿No implica esta continuidad que todas las tesis concebibles sean concebiblemente revisables de acuerdo con la experiencia, o sea, verificables y falsables? No: la continuidad solo implica que todas las nociones metafísicas sean significativas en relación con la física, pero algunas de esas nociones pueden y de hecho tienen que ser infalsables, o sea, verificables por todas las experiencias concebibles y posibles, porque se refieren a características esenciales de toda realidad física. En este caso estarían, además de la Metafísica, la Lógica y la Matemática (o parte de ella, y dependiendo de cómo haya que defenirla). Es una extraña idea la de que una proposición que es verificada siempre es asignificativa. Esta extraña idea procede del supuesto (o prejuicio) empirista de que solo es significativo lo que puede ser contrastable empíricamente. Una mera argumentación “lógica” o a priori no sería nunca suficiente (incluso denotaría que hablamos en el vacío).

La mejor prueba de la infalsabilidad natural de la metafísica es que, incluso quien pretenda que la metafísica es falsable, estará ya embarcado en una cuestión infalsable, y sus argumentos, por más escépticos que pretendan ser, dependerán de la aceptación de que hay argumentos válidos y que son a la vez a priori respecto de todo fenómeno natural.

viernes, 16 de diciembre de 2011

De malos argumentos acerca del mal (disputa teológica)

Como se sabe, la existencia del mal es el principal e irrefutable argumento, no ya contra la existencia de Dios (es decir, de un ser todopoderoso, omnisciente e infinitamente bueno), sino contra la existencia de cualquier valor o sentido real de las cosas.

Miles de personas (podría empezar uno poniendo por ejemplo) mueren de hambre ahora mismo, mientras otros estamos preocupados porque nos bajarán el sueldo. Pero hace tiempo que este recurso me parece mezquino: ¡como si hubiera que amontonar cadáveres! ¡Como si el mal no fuese evidente con mucho menos! Un día pensé que una sola persona que esté ahora sufriendo el terror de su muerte inminente, sería suficiente. Cualquier enfermo terminal, que no haya encontrado un consuelo, por ejemplo (una madre, o un padre, que deja niños pequeños a los que ama y querría haber educado).

“Cuando una persona ha muerto, vemos su vida a una luz condescendiente. Nos parece que su vida ha sido redondeada por una emanación. Pero para ella no estaba redondeada, sino quebrada e imperfecta. Para ella no hubo expiación; su vida está desnuda y miserable” (Wittgenstein, Aforismos Cultura y Valor, 264)
En cierta ocasión oí a un maestro palestino narrar cómo uno de sus alumnos, herido por un daño israelí pero colateral a la escuela, le decía, mientras se le moría en los brazos, con las tripas fuera, “no quiero morir”. Esto me parece infinitamente insoportable como para seguir creyendo que la realidad tiene un sentido y está vigilada y protegida por un sabio y bondadoso superser (ese superser en el que, seguramente, creen tanto los israelíes como los palestinos).

Con el paso de algún tiempo, hasta esto me pareció mezquino. ¿Para qué hace falta una cosa tan tremenda como una sola muerte? El más ínfimo de los dolores “en mi dedo meñique” me parece un argumento infinito contra todo sentido de la realidad.

Las coartadas que la credulidad ha buscado para seguir creyendo en el Sentido, producen una mezcla de compasión y vómito. Veamos una de ellas:

¿Son esas muertes, las miles de muertes de hambre, o la muerte del niño bombardeado, o la del enfermo, una prueba contra Dios, o contra el Hombre? El más habitual (y vomitivo) recurso de la credulidad es que los males son obra, no del “Señor”, sino de los hombres (o, mejor, de las mujeres, o los niños). Dios, según este discurso u homilía, supo que era mejor darnos la “libertad”, aunque esto conllevaría la posibilidad (y toda posibilidad, ¡ay!, acaba necesariamente haciéndose real –según, al menos, el argumento de Diodoro-) de elegir el mal.

La ola de la credulidad, como de inspiración divina que es, no tiene límite. Puede explicar hasta los sumanis. ¿No dijo Rousseau que la culpa de las elevadas muertes del terremoto de Lisboa la tuvieron los hombres, por construir tantas viviendas en aquel sitio? También los teólogos islámicos de Indonesia, cuando el agua aún no había bajado, se preguntaron y se contestaron qué malvadas acciones placenteras humanas habían provocado aquel justísimo castigo. Todos los males, como se sabe, proceden de Eva, que tuvo la soberbia pretensión de saberlo todo. Los dioses (al menos los de los poetas y teólogos) no soportan la curiosidad… Aunque, si creemos a Aristóteles, los poetas mienten mucho, y los dioses no son envidiosos.

En fin, la culpa de todo la tiene el hombre. Desde luego, este es un buen intento de salvar la pretensión de un sentido real y objetivo de la realidad, o sea, de salvar a Dios: si la culpa la tenemos nosotros, quizá todavía podemos hacer algo. (Aunque, por otra parte, parece un poco egocéntrico y soberbio atribuirse uno la causa de todos los desastres).

¿Es, entonces, ese maravilloso don, llamado Libertad, el que exige el precio de los males? Sin embargo, en el caso de Dios, la máxima y paradigmática libertad no parece conllevar la posibilidad de elegir el mal, por una de dos razones (que distinguen a teo-voluntaristas de teo-intelectualistas, por ejemplo): o bien (1) porque bien y mal son por definición lo que Dios elige (por tanto, no está sometido a juicio) o bien (2) porque un ser perfecto no puede querer lo que sabe que es malo.

La primera opción me parece completamente impúdica (como de gente desesperada, tipo Lutero y quizá Wittgenstein:


“No puede haber un grito de angustia mayor que el de un hombre [...] Un hombre puede, por tanto, encontrarse en una infinita angustia, necesitando, en consecuencia, una ayuda infinita. La religión cristiana es sólo para aquel que necesita una ayuda infinita, es decir, para quien siente una angustia infinita”. (Wittgenstein, Aforismos, 504)
Pero ¿no habría que intentar, pese a la angustia infinita, conservar algo de compostura racional? Si la libertad máxima (Dios) consiste en elegir sin ley superior, entonces el hombre, a quien se le ha prescrito qué debe elegir como bueno, no es libre. Y, efectivamente, esa vía moderna no cree que el hombre sea libre. ¡Pero seguramente cree que sigue siendo el culpable de los males, incluidos sunamis, glaciaciones y colisiones de asteroides! Tras el vómito que (me) provoca esta “explicación”, surge inevitablemente la compasión: ¿hasta qué nivel de dolor espiritual ha debido llegar un ser humano, qué nivel de desamparo tiene que tener para aceptar algo así? Pero la compasión por el sufrimiento espiritual de una persona, no puede llevarnos a darle la razón. Es absurdo que la libertad consista en elegir, sin motivo alguno ni razón, como hace el tiránico dios judeo-protestante.

La segunda explicación (más católica), o sea, que Dios, por ser omnipotente, no puede pecar (o, quizá, no puede poder –sin que ese no poder sea una impotencia-), obliga a concluir que si el Hombre hace el mal, es porque y en la medida en que no es omnipotente, es decir, porque y en la medida en que es impotente, imperfecto. Pero entonces, no hace el mal, sino que lo padece, incluso cuando se hace mediante él. Porque ¿puede considerarse una verdadera perfección aquella por la que el hombre elige el mal, o sea, la presunta libre voluntad? Si fuese una verdadera potencia, una auténtica perfección, no podría ser mala. ¿No era el ser pleno, el ens realissimum, acto puro, y toda realidad era perfecta en la medida en que era acto? ¿No era esa pureza de actualidad la que le impedía a Dios ser autor positivo del mal, resultando que el mal sería un daño colateral, un concepto meramente relativo, comparativo, no plenamente real? ¿Por qué esto funciona así en el caso de Dios, y no en el del Hombre? ¿No es más coherente decir que, o bien el mal no lo hace, positivamente, nadie, o bien, que si lo hace alguien, es aquel en quien resida el principio de todo acto, o sea, Dios?

Por tanto: o no existe el mal, o el único culpable es Dios. Hay quienes han preferido una opción intermedia, un Dios disminuido, en tonalidad menor. Por ejemplo, Hans Jonas dijo que la única opción que le parecía aceptable (dado que era creyente) era creer que Dios no es omnipotente. Pero estas opciones no tienen gracia: ¿qué falta de sentido podría quedar sin explicar, si la Perfección tiene un agujero?
Pero decir que, o bien no existe el mal (objetiva y realmente), o bien el único culpable es Dios, equivale a decir que no existe culpable alguno, porque si, lo fuese Dios, entonces no existiría Dios; y si Dios no existe, no hay realmente mal (el mal sería una mera apreciación subjetiva, a la que no le correspondería ninguna realidad, fuera de la mente del soldado israelí y del niño palestino, fuera de la mente del enfermo, fuera de la mente de los hombres).

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Reivindicación de las reglas (anotaciones sobre Wittgenstein -y Kripke-, II)

Una de las creencias que, según parece creer Wittgenstein, da más pábulo a la Confusión en sí, o sea, a la Metafísica, es la de que tenemos experiencia o conocimiento de Leyes o Reglas. Creemos, por ejemplo, que las “leyes naturales” son algo así como raíles por donde transitan los hechos, o que las hipótesis científicas son, en algún sentido, como las proposiciones acerca de hechos, es decir, verdaderas o falsas. Wittgenstein se molesta mucho con esta confusión, e insistió siempre (demasiado, quizá) en la heterogeneidad entre leyes o hipótesis, por una parte, y hechos por otra. Pero es la Matemática la que más nos incita a la confusión metafísica, al “platonismo”. Seguramente por eso en las Investigaciones Filosóficas puso como ejemplo de la paradoja de Seguir una Regla, un caso de aritmética. ¿Qué queremos decir, realmente, cuando decimos que estamos siguiendo una determinada regla? ¿Qué conocimiento tenemos de una regla?

Me acercaré a este asunto, en primera instancia, a través de la lectura que hace Kripke (en Wittgenstein. A propósito de Reglas y de Lenguaje Privado, Tecnos, 2006) de lo que considera el “argumento central” de Investigaciones Filosóficas. (En otro momento, si me encuentro con fuerzas, me acercaré directamente al sinuoso y “dialéctico” tratamiento que hace el propio Wittgenstein). Aunque hay muchos que creen que la interpretación que de Wittgenstein propone Kripke (Kripkenstein, la llamó Putnam) no es correcta (ya se sabe lo difícil que es interpretar a gusto de todos a un genio), a mí me parece una lectura muy clara y precisa en general. Krikpe cree que la paradoja señalada por Wittgenstein es la más profunda y destructiva paradoja escéptica jamás descubierta, pero a la que Wittgenstein da una “solución escéptica” (lo que, por la ley que rige la doble negación, rehabilitaría a las reglas, entendidas ya no privado-representacionalmente sino socio-pragmáticamente).
Voy a recordarla, y comentarla críticamente, para mostrar que el argumento de Wittgenstein es inocuo y no prueba lo que pretende (o pretende pretender).

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La paradoja, como la expone Kripke, es la siguiente: ¿Cómo sabemos, cuando contestamos que 68 más 75 es igual a 125, que estamos siguiendo una regla, a saber, la regla aritmética de la suma, “más”, y no cualquier otra regla que podría dar ese mismo resultado, por ejemplo, la regla “cuás”, que se define como “(x cuás y) = (x más y), si x, y < 57; =5 en otro caso”? Al fin y al cabo hay infinitas posibles funciones que darían ese resultado. Todo lo que tenemos, para creer que es “más” la que está ejerciendo su trascendental influjo, es una serie limitada de experiencias pasadas que, en efecto, correspondían a “más”, pero que no son nunca suficientes para inferir que se trataba de “más” (y no de “cuás”, por ejemplo). No hay fact of the matter para decir que estamos sumando, y no cuásumando.

Como dice Kripke, este argumento es, en principio, muy destructivo. Nada quedaría a salvo de él. Porque puede aplicarse a cualquier noción. Por ejemplo, ¿cómo sabemos que la próxima vez que Kripke use la palabra ‘argumento’ se estará ateniendo a la regla-significado normal, y no a otro significado (“cuasargumento”, digamos), que hasta ahora había coincidido con “argumento” en los casos dados del uso del término? Goodmann usó el ejemplo de “verdul” (verde hasta ayer y azul desde hoy). Ni el más mínimo empirismo queda tampoco a salvo de la paradoja escéptica.
Según la interpretación de Kripke, Wittgenstein aceptó el argumento (el escepticismo acerca de reglas es irrebatible), pero le dio una respuesta escéptica: no necesitamos para nada a las reglas, porque son una mala interpretación del (rousseauniano) lenguaje común. Lo que determina la validez de una aserción (como “68 más 75 es igual a 125”) no es una experiencia privada y representacional, sino unas normas de uso prgmático-sociales.

Antes de rechazar la validez del argumento, voy a rechazar la validez de esta “solución”. Mis objeciones fundamentales al sociologismo trascendental (que tanto ha engatusado a wittgensteinianos como Davidson o Putnam) son

     - (objeción fenomenológica) si tengo razones para dudar radicalmente de mi experiencia subjetiva de, por ejemplo, estar pensando en “más” o en “rojo”, las mismas razones tengo para dudar radicalmente de que mi experiencia de que vosotros, los demás, me estáis dando la razón. O sea, que mi experiencia es intersubjetivamente compartida, no es más que una experiencia privada mía.

     - (objeción lógico-normativa): lo dudoso no se hace evidente por mayoría, ni de las creencias o costumbres mayoritarias se deduce qué debo creer y hacer yo. Ningún grupo social puede convenir, crear, estipular explícita o implícitamente, qué es una teoría correcta o qué propiedades tiene un concepto.

Y contra el pragmatismo tengo una objeción fundamental: no tengo ningún acceso cognitivo a lo que es una práctica si no es mediante un lenguaje descriptivo. Pero esto lo quiero explicar mejor en otro momento, porque es el punto más importante, a mi juicio.

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Ahora veamos la “paradoja escéptica” acerca de seguir una regla. Kripke, que parece haberlo pensado mucho tiempo, se hace cargo de varias posibles réplicas, y les intenta dar respuesta:

     - Lo primero que yo replicaría es que la regla “más” no se infiere de los casos de su aplicación, sino, en cualquier caso, a la inversa. ¿Quién pretendería una base inductiva para una operación aritmética? Kripke se hace inmediatamente cargo de esta réplica a la paradoja, pero la rechaza. Si digo, dice, que estoy siguiendo un algoritmo ¿cómo puedo decir cuál es? Nada en los hechos, en mi experiencia, pasada y presente, permite deducir que ese algoritmo es “más”, más bien que otro de los infinitos posibles. A mí esta respuesta me parece muy dudosamente convincente, al menos mientras no determinemos qué es una “experiencia”. Pero dejémosla de momento y sigamos adelante con Kripke.

     - Tras la anterior réplica, un “platónico” estaría tentado de volver a replicar que, si sé que sigo este algoritmo y no aquel, es porque uso una suprarregla (un super-algoritmo) que determina cuál algoritmo de nivel inferior es el que estoy siguiendo. La respuesta de Kripke es que esto no supone más que desplazar el problema, porque al final habría un algoritmo que no se sustentase en otro, y nuevamente no sabríamos decidir cuál es. Esta respuesta me parece menos convincente todavía. Aparte de seguirse dando por supuesto que lo que justifica a una regla es un conjunto de hechos, se da por supuesto que puede haber múltiples supra-algoritmos últimos, lo que es lo mismo que decir que puede haber múltiples criterios últimos de qué es una proposición válida, lo que destruye, no solo al resto del conocimiento, sino a las propias tesis de Kripkenstein, que necesitan, para presentarse a nosotros como un argumento válido, suponer que hay una y solo una norma de validez. Pero sigamos a Kripke.

     - Visto la última respuesta, la réplica que a un metafísico se le ocurriría en seguida es que, en efecto, hay una norma racional superior que determina si debemos elegir “más” en lugar de “cuás”. “Más” es más auto-idéntica que “cuás”. Krikpe vuelve sagazmente a presentirlo, y contesta, simplemente, que “cuás” es tan idéntica a sí misma (que es la única manera de ser idéntico) como “más”. Tampoco esto me parece aceptable. Claro que en sentido mínimo todo lo que tiene identidad (todo lo que es algo), la tiene en el mismo sentido mínimo. Pero, mientras que para expresar el algoritmo “más” hace falta una definición muy breve, y única para todos los casos, no pasa así con “cuás” ni con ninguna otra alternativa. Es más, estoy convencido de que si se encontrase una alternativa algorítmica más simple que “más” para explicar la operación propia de los números naturales, todo matemático creería que se ha dado con una mejor definición de esos números y de su operación propia.

     - Una idea emparentada con esta, y que podría proponer el defensor de que conocemos Reglas, es que debemos preferir la regla más sencilla o simple (principio de economía). Krikpe, una vez más, considera esta réplica (aunque en un lugar distante a la anterior) y dice que, además de que la idea de simplicidad no es clara (cosa que me parece claramente falsa), la simplicidad solo puede ayudarnos, dice Kripke, a dirimir entre diversas hipótesis en pugna, no puede decirnos cuáles son las hipótesis en pugna. Si lo he entendido, no puedo estar de acuerdo con esto: nuestra super-regla es: acéptese en cada caso la regla más sencilla o simple que explique cuanto sabemos. Los aritméticos hacen estupendamente en pensar que es “más”, y no “cuás” la que explica mejor todos los hechos aritméticos conocidos. Pero, lo que es más (y sigue quedando pendiente) un aritmético no necesita ningún número de casos para conocer el algoritmo “más”, porque este se intuye por sí mismo. Al contrario, es el conocimiento del algoritmo, de virtualidad infinita, el que nos permite identificar casos de suma.

No comentaré otra réplica que discute Kripke, a saber, que las reglas se pueden definir disposicionalmente, porque en este caso estoy de acuerdo con él en que esto no soluciona nada: tendríamos que definir las disposiciones (dejando a un lado que, como dice Kipke, también tenemos disposición a caer en el error).

¿Por qué, entonces, creo que debemos rechazar el argumento escéptico, y considerar inocua la paradoja de seguir una regla (o la de verdul, o la de la indeterminación de la traducción)? Debemos rechazar al menos una de sus premisas. El argumento podría resumirse así:
  • Primera premisa: solo tenemos acceso a experiencias fenomenológicas concretas;
  • Segunda Premisa: no es posible inferir, a partir de un número concreto de experiencias concretas, una regla:
  • Conclusión: Por tanto, no tenemos ningún acceso a la representación de reglas.

No es más que un pariente del problema de la inducción, o de la asociación, etc. O sea, de la imposibilidad de inferir lo universal a partir de lo particular. La segunda premisa me parece cierta. La solución, tan fácil filosóficamente como difícil psico-socialmente (dado el prejuicio fundamental de nuestros tiempos) es negar la primera premisa: tenemos conocimiento directo, intuitivo, de reglas. Esto lo sabemos no solo a posteriori (viendo que sin esa suposición se hace completamente inexplicable todo conocimiento), sino también y sobre todo a priori: sabemos (si nos deshacemos de prejuicios) que entendemos perfectamente ideas y reglas que trascienden todo caso concreto, y que entendemos, sobre todo, una super-regla (llamada “lógica”) que nos conmina a elegir siempre la regla más simple, es decir, la que en menos términos explique más cosas.

Quizá esté equivocado yo, y esa primera premisa sea válida, pero hasta ahora no conozco el argumento para ello. Hasta ahora, es, a mi juicio, un prejuicio puro que nuestros conocimientos están limitados a representaciones con índices temporales, aquí y ahora. Como dijo Descartes, este prejuicio procede de confundir Pensar con Imaginar.

Toda la crítica contra el cartesianismo es una ilusión contemporánea. Las ideas cartesianas no son imágenes. El “anti-representacionismo” está preso en su propia imagen precaria de lo que es pensar.
Lo único que prueba la paradoja de seguir una regla es que, en efecto, las Reglas son irreducibles a cúmulos de hechos, o sea, que está equivocado todo representacionismo imaginista (tipo Berkeley y, sobre todo, Hume y seguidores), y todo extensionalismo.

martes, 6 de diciembre de 2011

Rousseaunianismo metafísico (notas sobre Wittgenstein. I)

Desde que existen seres filosóficos, hay una guerra entre dos bandos:

     - Unos (los Otros, más bien) luchan contra la tendencia mágica, que ven en nosotros, a convertir en cosas (hipostasiar) nuestras representaciones, sobre todo aquellas que nos resultan más útiles y confortables (como las ideas de unidad, orden, estabilidad) y, en general, contra nuestra tendencia a antropomorfizar lo que sea que haya.
     - Los otros (los Unos), al contrario, luchan contra el afán iconoclasta que, queriendo destruir la maleza, acaba intentando talar todo árbol y dejar un desierto a su paso.

“Mi” propia filosofía me dice que esta guerra (que Platón llamó guerra entre Dioses y Titanes) es intrínseca a la racionalidad humana, o sea, a una capacidad a la vez infinita y finita, y que no acabará nunca en el tiempo (hay siempre razones para defender una y la otra facción, y, sobre todo, flaquezas o aporías en ambas), pero también que son los partidarios de lo Uno, de la Razón, etc., o sea, los “dioses”, los que están más cerca de la verdad (además de ser más optimistas) mientras que los contrarios, los “titanes”, nacidos del subsuelo, sobreviven o malviven en la oscuridad (además de ser mucho más torturados, como es lógico).

Los últimos siglos han sido el escenario del último creciente ataque de los titanes, irracionalistas, deconstruccionistas. Dos grandes hombres han hecho todo lo posible por liberarnos de nuestras ilusiones metafísicas: Nietzsche y Wittgenstein. Los dos se han planteado a fondo, sin la pedantería escolar, nuestra manera de ver las cosas, y los dos nos han mostrado que los dioses son humanos, demasiado humanos… al menos nuestros dioses de origen griego, es decir, esos que, a diferencia del dios de los hebreos, se dejan ver y comprender.

Creo que estos filósofos han puesto sus fuerzas en defender el lado equivocado (aunque necesario, también), y que debemos delatar sus errores, y dejar de adorarlos a ellos. Me gustaría romper algunas lanzas racionalistas (platónicas) contra el profundo ataque de Wittgenstein, sobre todo del “segundo Wittgenstein”, el de las Investigaciones Filosóficas. Él mismo imaginaba que sería recordado de manera similar al que prendió fuego a la biblioteca de Alejandría. Pero las ideas no arden. Y sus expresiones entre nosotros, renacen, inevitablemente, de las cenizas. Wittgenstein nos ha propuesto varias preguntas e ideas importantes. Seguramente la más importante de ellas es la de que más fundamental que el significado representativo de nuestras palabras y frases, es el uso que hacemos de ellas, el conjunto de acciones en que están inmersas. Discutiré esto en otro momento.

Hoy querría discutir otro aspecto del pensamiento de Wittgenstein: lo natural y lo innatural en el lenguaje. Wittgenstein no cree que podamos hablar de algo así como el Lenguaje, sino que los lenguajes son plurales, como son plurales las prácticas, y no hay en ningún sitio, como erróneamente creyó el Tractatus, algo así como la Esencia del Lenguaje (por ejemplo, la Lógica no es la esencia - Investigaciones Filosóficas, parágrafo 90-), sino “aires de familia”. Sin embargo, paradójicamente, podemos diagnosticar la causa de los enredos metafísicos como malos usos del lenguaje. Los problemas filosóficos surgen cuando “el lenguaje hace fiesta”. Cito los pasajes centrales de las Investigaciones Filosóficas en torno a este tema (según la traducción de A. García Suárez y U. Moulines):

“Aquí es difícil mantener, por así decirlo, la cabeza despejada –ver que tenemos que permanecer en las cosas del pensamiento cotidiano… (106)


“Cuanto más de cerca examinamos el lenguaje efectivo, más grande se vuelve el conflicto entre él y nuestra exigencia [de un análisis perfecto]” (107)

“La filosofía es una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de nuestro lenguaje” (109)

“Cuando los filósofos usan una palabra –“conocimiento”, “ser”, “objeto”, “yo”, “proposición”, “nombre”- y tratan de captar la esencia de la cosa, siempre se ha de preguntar: ¿se usa efectivamente esta palabra de este modo en el lenguaje que tiene su tierra natal?-
Nosotros reducimos las palabras de su empleo metafísico a su empleo cotidiano. (116)

Podemos llamar a esta idea “rousseaunianismo ontológico”. Es una idea profundamente equivocada.

Tenemos problemas filosóficos. Pero es típico de la modernidad y postmodernidad identificar el problema con la propia filosofía. La filosofía es vista como una desnaturalización. Podemos imaginar al hombre en el Paraíso, hasta que probó el árbol de la metafísica. Siempre debimos permanecer en la inocencia. Pero el hombre, tentado por la serpiente (a la que Lutero identificó con la razón y su filosofía) tuvo la soberbia de querer comprenderlo todo y no conformarse con lo que podía ver en el edén, con la sencilla superficialidad. Se trataría, mediante la terapia wittgensteiniana, de volver a la tierra natal, la que nunca se debió abandonar, en la que no es preciso pensar (pensar en el sentido): basta con describir, inocentemente, lo cotidiano e inmediato. Pero esa cotidianeidad y esta inmediatez, ahora, no se encuentran, ¡ay!, en ningún lado. Todo está lleno del fantasma filosófico, la Representación, que crea un Mundo Paralelo. La solución es disolver las cuestiones filosóficas, mostrando que son equívocos, usos incorrectos del lenguaje puro y prístino, “natural”. Y el núcleo de la incorrección del Uso es la Analogía: cuando el lenguaje no se usa como se usaba en su “origen”, produce la ilusión metafísica. El indicio de que se ha usado mal es la sensación filosófica: estoy en un atolladero, no sé como salir de aquí. ¿Cómo sería ese suelo Natal, el Paraíso perdido? No es entonces el de la proyección, el de lo futuro, etc. Sería la Tierra del auténtico presente: el estado natural de Rousseau; la Buena Voluntad kantiana, corrompida por la casuística del mundo y su sociedad; el eterno presente nietzscheano corrompido por la idea “cristiana” de sentido...

Tenemos que rechazar todo esto. Realmente aquí no hay ningún argumento que rechazar, porque no hay más que un simple supuesto, el supuesto de que hay un lenguaje natural y bueno, y que todos los problemas filosóficos son malos usos de ese lenguaje. No hay ninguna justificación para el roussaunianismo. No hay un lenguaje “natural” dado, correcto, al que habría que reducir toda cuestión. El lenguaje natural, del “pueblo”, es tan impuro como pueda serlo. Las aporías que la inteligencia encuentra en sí misma no se eliminan por decreto lingüístico. Esto no es más que lo que Platón llamó "misología" en el Fedón: los que han visto argumentar cualquier cosa, caen en creer que no hay argumento dialéctico mejor que otro. El pensamiento tiene que forjar el lenguaje a imagen y semejanza de sus necesidades. El filósofo, el metafísico, tiene todo el derecho a retorcer como quiera la materia del lenguaje para darle la forma del ideal.

Es fácil ver la filiación (o, por lo menos, la coincidencia) de este roussaunianismo ontológico-lingüístico con la cosmovisión judeo-luterana, dominante en la Europa moderna. El “nacimiento” de la modernidad, fue el renacimiento del irracionalismo judío, contra el racionalismo griego. Lutero creyó que la única manera de salvarse es aceptar la incomprensibilidad de lo Absoluto, de lo totalmente Otro. Cualquier filosofía o razonamiento es un pecado. El conocimiento no sirve más que para describir esta máquina ciega y sinsentido que es la naturaleza corpórea. El sentido está absolutamente más allá, y no hay icono posible para figurárselo. Modernamente, casi nadie ha contradicho a este espíritu de los tiempos, al luteranismo. La prioridad de la “Razón Práctica” de Kant, la Voluntad de Schopenhauer y Nietzsche, el heideggeriano Ser después de la Metafísica, el Uso de Wittgenstein o el Otro de Derrida, no son más que instancias de lo mismo.

Hoy estamos obligados a desprendernos de toda esta telaraña irracionalista, que pretende privarnos de las auténticas preguntas de la razón, y, en la política, nos condena a la tiranía de la voluntad inescrutable, sea la de individuos sea la del Leviatán. Si hay algo “natural” es la búsqueda racional del sentido de lo que nos es dado pero que no se basta a sí mismo: si hay algo natural es la Metafísica. Lo demás no es naturalismo, es primitivismo y fideísmo.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Dios y la moral

El apologista-filósofo William Lane Craig, ha sostenido (por ejemplo, en "The Indispensability of Theological Meta-ethical Foundations for Morality.") que, si Dios no existe, los valores morales no tienen una base objetiva, son meras convenciones humanas, sociales o individuales. (Se da por supuesto que esto sería desastroso para la moral, como lo sería para la ciencia "descubrir" que ninguna teoría es objetivamente mejor que otra, sino que todas son puras convenciones).
Si Dios existe, dice Lane Craig, existen cosas que están bien o mal objetivamente, porque Dios es lo bueno absoluto en sí (el Bien de Platón), ley objetiva y universal de bondad. Si ciertas cosas, como el amor, la igualdad, la compasión, son buenas real y objetivamente, y otras como el antisemitismo y el genocidio nazi son malas, tienen que serlo en base a algo no subjetivo. Pero si Dios no existe ¿cuál es el fundamento objetivo de la moral? La perspectiva convencional (y coherente) de la mayoría de las personas de ideología cientificista y naturalista es que la moral es una ilusión que ha sido favorecida por la evolución. No hay ningún legislador ni legislación moral universal. Pese a ello, las personas hablan como si la violación fuese moralmente incorrecta, y como si esa aserción fuese significativa y verdadera. Al hacerlo están implicando que hay una base objetiva para las aserciones morales.

Esto no quiere decir, puntualiza Lane Craig, que toda persona tenga que plantearse este problema de la relación entre Dios y la moral. Uno puede comportarse moralmente sin hacer esta reflexión metaética. Pero si nos preguntamos el fundamento de la conducta moral, entonces sí hacemos metaética, y entonces tenemos que reconocer que Dios es el fundamento metaético de la ética. No hay una alternativa atea naturalista. Desde un punto de vista naturalista el ser humano no es más valioso o digno de respeto que una rata; y tampoco la libertad es más que una ilusión. Una atrocidad como el Holocausto sería, objetivamente, indiferente. Incluso un genocidio podría verse como biológicamente justificado. Si el naturalismo es cierto, el mundo, dice atrevidamente Lane Craig, es realmente Auschwitz: no hay ninguna ley que deba ser respetada.
Por tanto, si uno cree que hay valores morales objetivos, que en moral se va evolucionando, descubriendo lo que no se veía antes, que decir que “maltratar a un niño es correcto” es tan equivocado como decir que “2+2 son 5” (como dice Michael Ruse, citado por Lane Craig), necesita una base no naturalista de ello, y esto le coloca en la buena dirección para reconocer a Dios.

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Si bien el apologista Lane Craig está equivocado (yo diría “perversamente equivocado”) al insinuar (como insinúa) que puede distinguirse la conducta moral de una persona por las creencias a las que dice venerar (¡como si las Iglesias de todas partes no fuesen, tanto como los ateos nazis y estalinistas, el principal promotor de las mayores atrocidades!), el Lane Craig filósofo que queda, está bastante en lo cierto, y le darían la razón los principales pensadores de todos los tiempos, especialmente los modernos, y especialmente los ateos o agnósticos:

     - Kant, quien creyó (como luego Laplace) que la ciencia no necesita la hipótesis de Dios, sostuvo, sin embargo, que la moral no puede prescindir de ese postulado. No cayó, eso sí, en el error de Eutifrón (en el que, con toda seguridad, cae Lane Craig) de que las cosas buenas son buenas porque las ordenan los dioses; tampoco dijo claramente lo inverso, sino que lo más bonito que dijo es que Dios es la ley moral en mí. La sacralidad de la persona moral.

     - Nietzsche, como su querido reverso Dostoievsky, dijo explicitísimamente que Dios es lo mismo que lo Bueno y la Moral (y también que lo Verdadero y la Ciencia). La muerte de Dios es la muerte de todo sentido y solo deja lugar al nihilismo. A esta muerte le seguirá una perspectiva amoral, que en sus momentos soñadores creerá ser la elección pura, sin determinación alguna, y en sus momentos más “realistas” se conformará con ser amor fati (porque la libertad es también parte de la ilusión moral y metafísica). Pero hasta en lo que esta situación post-mortem-dei tiene de algo parecido a la moral, irá acompañada (en el lenguaje de Nietzsche) de alguna figura de Dios. Para el momento alegre, estará el dios que sabe bailar, y para el momento realista, el Dios spinozista del todo-está-resuelto-y-solo-queda-amarlo.

     - Los nietzscheanos no nietzscheanos o impuros (no los ha habido puros), han creído, aunque con menos agilidad, lo mismo: Dios y la Moral son lo mismo. El más profundo de ellos, Derrida (quien dijo alguna vez haber querido ser una mezcla de Nietzsche y Rousseau), en la medida en que ha sido un pensador muy moral (una moral de la justicia más allá de la ley, de la hostipalidad lo más incondicional posible, del respeto al otro, de la democracia por venir), ha sido un pensador sumamente teológico, en la línea de la teología judía moderna: del Otro puro e irracionalizable, sin carnet de identidad.

      - El positivismo cree firmemente en la identidad de Dios y la moral. Es cierto que los positivistas no se han caracterizado en general por su claridad de ideas y por su autorreflexión, pero si lo hacemos nosotros por ellos, constataremos que, cuando el positivismo “descubrió” que las únicas proposiciones con sentido son las de las ciencias naturales (las que, entendían ellos, tienen un anclaje directo en frases como “mancha verde ahí”), descubrió también la (“liberadora”) verdad de que todas las proposiciones de la estética, de la moral y de la teología carecen de sentido, y no son más que expresiones de nuestras actitudes emocionales ante las cosas. La moral y Dios son lo mismo: un sinsentido que expresa nuestros deseos. Esto le da plenamente la razón a Lane Craig (incluso, diría yo, al apologista).

     - El joven geniecillo Wittgenstein, de una manera más sublime, dijo que, sí, es verdad que las expresiones estético-ético-religiosas carecen de sentido, pero porque son el sentido mismo. Lo que no puede escribirse, es lo verdaderamente valioso: el mundo, el conjunto de los hechos que la ciencia puede describir, carece de valor.
Wittgenstein fue, ciertamente, una persona demasiado profunda y seria como para conformarse con las superficialidades de los (generalmente pseudo)científicos ideólogos del círculo de Viena (resulta triste verlo todavía asociado a esa camarilla). Nunca aceptó que lo que no tiene valor (lo que puede tratar el científico) fuese algo valioso. Y esto no lo olvidó al hacerse mayor y volver a la filosofía. Lo que creemos de Dios, dice Wittgenstein, no expresa qué creemos, sino cómo vemos el mundo, nuestra actitud ante el mundo. Y, desde luego, un ateo o un agnóstico, es alguien que ve al mundo como algo carente de valor. Wittgenstein fue una persona absolutamente religiosa, aunque eso significa, para una cierta forma de ser religioso, vivir apasionadamente la tragedia de la incertidumbre. Pero desde luego él jamás habría aceptado que, si no hay Dios (sea lo que sea lo que signifique algo así), no hay ni moral, ni belleza, ni sentido alguno.

“Una ley moral natural no me interesa; o no más que cualquier otra ley natural y no más que aquella por la que una persona transgrede la ley moral. Si la ley moral es natural, yo me siento inclinado a defender al transgresor”. (Wittgenstein, Movimientos del pensar, 69).
Así que, pese a las apariencias (o precisamente por ello) no existe seguramente apenas nadie (me refiero, obviamente, a alguien con un poco de profundidad) que piense que Dios y la moral pueden separarse. Porque, ¿cómo podría hacerlo?

sábado, 3 de diciembre de 2011

¿Para quién, filosofía?

Sea que Filosofía es la gozosa búsqueda racional de la más auténtica realidad (como quería Platón), sea que es la desgraciada necesidad terapéutica de desenredar los malentendidos en que caemos en el uso del lenguaje (como quería cierto Wittgenstein), sea que es algo intermedio o, quizá, distinto, ¿cuál de estas dos cosas (o ninguna de las dos) es más cierta:

     a) que la filosofía es para muy pocos (sea para aquellas excelentes naturalezas que no se conforman ni con los productos de la simple imaginación ni siquiera con los supuestos de que toda ciencia parte -sino que buscan lo anhipotético-, sea para aquellos desdichados que padecen esa enfermedad de desnaturalizar el uso del lenguaje) o

     b) que todos somos filósofos y la filosofía es algo que todo hombre puede y tiene que abrazar o enfrentar?

En la Academia de Atenas, el barbudo griego reservaba la Dialéctica para solo los mejores de los guardianes-matemáticos, y en la Universidad de Cambridge el imberbe judío austriaco instaba a muchos a matricularse en cualquier otra cosa antes que asistir a su habitación para presenciar el dolor de pensar.
Pero, al menos el griego, pensaba que una vida afilosófica apenas es distinta del sonambulismo, y las últimas palabras del austriaco fueron: "decidles que mi vida ha sido maravillosa".

Ni tan barbudos ni tan hirsutos, todos hemos visto alguna vez tanto el vivo interés que despiertan en todo el mundo las verdaderas preguntas filosóficas (¿estamos soñando?, ¿es malo ser egoísta?, ¿para qué vivimos?), como la extrañeza con que todos las miran (o miramos).
¿Para quién, Filosofía?